Berlín, 21 de diciembre de 2014
La luz del salón estaba encendida. La pequeña casa con jardín a las afueras de Berlín tenía un cierto aire inglés. A María le recordó a una de las casas en las que vivió siendo novicia. El ambiente entre las cinco hermanas era muy agradable. Devoción, servicio, convivencia y santidad eran los cuatro elementos necesarios para una vida en comunidad. A su alrededor, el mundo se descomponía poco a poco. Violencia en las familias, crímenes, peleas entre bandas, droga… Tal era el resultado de una sociedad inconsistente centrada en sí misma. Ella había escapado de todo eso gracias a la Iglesia. Criarse a las afueras de Londres, en un barrio marginal, donde la mitad de las familias estaban rotas, la droga atenazaba a dos de cada cinco adolescentes y el índice de embarazos era tres veces más alto que en las zonas residenciales de la ciudad era lo más parecido a crecer en el infierno que conocía.
El colegio religioso en el que estudió fue su único remanso de paz y seguridad en un mundo inestable. Su madre alcohólica, su sufrido padre y sus cuatro hermanos se hacinaban en una casa más pequeña que la que estaba vigilando en ese momento.
Había seguido a la mujer y al hombre hasta el Museo Judío de Berlín. Después de un par de horas, habían salido con un anciano y se habían dirigido hasta allí. Cuando María introdujo la imagen del viejo en el ordenador, la base de datos del Vaticano le mandó la información sobre él al instante.
Aquel hombre era un superviviente de los campos de exterminio nazi y uno de los mayores eruditos sobre todo lo relacionado con la Solución Final. Llevaba toda la vida investigando sobre las actividades de las SS y sus conexiones con la sociedad actual. Moisés Peres era un milagro viviente. De esos peces que siempre se resisten a entrar en la red y que cada vez se vuelven más peligrosos. María pensó que el anciano judío le debía mucho a la suerte, pero la suerte era algo que podía acabarse en cualquier momento.