Bruselas, 21 de diciembre de 2014
Alexandre von Humboldt colgó el teléfono de su jet privado y tomó un trago largo de coñac. Quedaban dos semanas para las elecciones, pero su cuerpo acusaba la fatiga de los últimos días de campaña. Europa era un vasto continente para recorrerlo de cabo a rabo en busca de un puñado de votos. Había memorizado algunas palabras en más de quince idiomas y podía dar un discurso completo en cuatro.
Se acordó de su familia, muerta en un accidente en el que él salvó la vida milagrosamente. Habían pasado tres años, pero las imágenes de dolor acudían a su mente cada vez que se relajaba. El coche se había salido en una de las carreteras secundarias de Viena. Llevaba a su mujer y su hijo a pasear por el bosque en bicicleta y contemplar el espectáculo extraordinario del otoño. Cuando regresó a casa dos semanas más tarde, con una pierna escayolada y sin familia, se vino abajo. Toda una vida dedicada al partido para perderlo todo en un instante.
Miró por la ventana del avión y observó las nieblas que cubrían el corazón administrativo de Europa. Dentro de unos meses, si ganaba las elecciones, cambiaría la capital del nuevo estado plurinacional a Roma. Al fin y al cabo, la Ciudad Eterna era la verdadera heredera de lo que los europeos querían reconstruir. Durante los primeros años se celebrarían cumbres importantes en Londres, París, Berlín o Madrid, pero con el tiempo todo el poder se centraría en Roma. Muchos no estaban de acuerdo con esa decisión. Consideraban al pueblo italiano demasiado caótico para tener una de las capitales más importantes del globo, pero la intención de Alexandre era convertir la ciudad en un gran centro administrativo con funcionarios de toda la Unión.
El secretario le pasó un correo electrónico y Alexandre se recostó en el butacón de piel. La breve misiva era del papa. Algunos no estaban de acuerdo con el apoyo que la Iglesia católica daba a su campaña, pensaban que era hipotecar el futuro de la Unión con una sola religión, y que eso podía perjudicar el voto ateo, agnóstico, musulmán y protestante, pero el catolicismo seguía siendo la mayor fuerza religiosa de Europa. El papa y él trabajarían para fundar una sola Iglesia en el continente, donde todas las confesiones pudieran aglutinarse. Otros líderes habían luchado contra la poderosa institución y habían sucumbido, él no caería en los mismos errores. Pasarían años antes de que el poder de la Iglesia y del Estado se uniera, disolviéndose uno en otro. Entonces ya no habría nada que se pusiera en su camino. Europa se convertiría en potencia mundial y él en uno de los hombres más poderosos del planeta.