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Berlín, 21 de diciembre de 2014

María se había quitado el hábito para pasar desapercibida entre los estudiantes de la universidad. Su pelo rubio, la cara pecosa y los ojos verdes parecían los de una joven más que caminaba despreocupada por el campus. Uno de sus enlaces la había llevado hasta Allan y Ruth, pero ella prefería trabajar sola. Quería que su colaborador le prestara el coche para seguir a los dos objetivos, que salieron inesperadamente de la biblioteca, pero no le estaba resultando nada fácil.

—Será mejor que se marche. Creo que puedo apañármelas sola —dijo María intentando sonreír.

El agente del Vaticano la miró de arriba abajo y se mantuvo en silencio, apoyando las manos sobre el volante y con la cabeza hacia atrás.

—No creo que esté sordo. Esta misión es altamente confidencial y tiene que marcharse.

—Hermana María, el camarlengo en persona me pidió que no la perdiera de vista y que la acompañara a todas partes.

—Pero yo solo doy cuentas ante el papa; será mejor que me deje sola.

—No —dijo el hombre, mirándola por encima de las gafas de sol.

María lo cogió por el cuello y comenzó a asfixiarlo. El hombre intentó aflojar el agarre de la monja, pero no pudo.

—Hermano, hablo en serio. No voy a arriesgar esta misión por el capricho de un cardenal. Puedo mandarlo a un hospital o directamente al cielo, pero le aseguro que no se saldrá con la suya.

El hombre hizo un gesto para que lo soltara y la mujer aflojó un poco el brazo para que hablase. Su víctima empezó a toser, poco a poco perdió el color amoratado.

—No es nada personal —dijo la monja colocándole el traje.

El rostro del hombre comenzó a serenarse; se recostó sobre el asiento.

—Me quedo con su coche. Si lo llamo, quiero que venga a toda prisa. Ahora, márchese.

El agente bajó del vehículo y comenzó a caminar por las calles nevadas. Su chaqueta apenas lo protegía del viento frío que estaba empezando a levantarse. María lo miró indiferente. Llevaba dos años trabajando para los servicios secretos vaticanos. No era una profesión fácil, sabía que nunca sería beatificada por ello, pero ser un soldado de Cristo tenía un precio. La Iglesia estaba rodeada de enemigos y debía protegerla. Había sobrevivido más de dos mil años gracias a su inmenso poder. La Biblia lo decía claramente, había que ser mansos como palomas pero astutos como serpientes. Ella era una serpiente.