Berlín, 21 de diciembre de 2014
Allan ya conocía el Museo Judío de Berlín, por eso cuando descendió del autobús no se extrañó de sus paredes irregulares de cinc. Parecía un aglomerado metálico que alguien había arrojado en medio de la plaza. Ruth, en cambio, observó sorprendida el edificio. Nunca había visto nada parecido. Unas grandes cicatrices recorrían la fachada, rompiendo la sensación de fuerza y frialdad de la mole metálica. Los árboles pelados del invierno y la alfombra blanca de la nieve daban a la plaza un aspecto fantasmagórico e irreal.
Allan se acercó a la recepcionista y preguntó por su amigo. El gran vestíbulo estaba completamente desierto. Eran escasos los turistas que se acercaban hasta allí, el museo llevaba relativamente poco tiempo reabierto.
—¿Por qué hay tan poca gente? —preguntó Ruth.
—Es hora de almorzar, creo que la emoción nos ha hecho olvidar la comida —comentó Allan haciendo un gesto sobre su estómago.
—No he pensado en comer ni una sola vez.
—Mira, por allí llega mi amigo.
Un hombre mayor vestido de manera informal, con unos vaqueros y una sencilla camisa a cuadros, caminó deprisa hasta Allan y lo saludó dándole un abrazo. Su rostro era el único signo externo de envejecimiento. Se movía con agilidad, estaba delgado y parecía lleno de energía.
—No esperaba que vinieras a visitarme hoy —dijo el hombre mientras observaba a Ruth.
—Permíteme que te presente a una amiga, la señorita Ruth Kerr. Ella es la causa de que adelantara mi cita contigo. El profesor Moisés Peres.
—Señorita —dijo el hombre besando la mano de la chica.
—¿Es usted español? —preguntó Ruth.
—Me temo que no, pero mis antepasados sí lo eran. Eran judíos sefardíes. Mi familia lleva en Alemania más de quinientos años. Por favor, vengan conmigo, será mejor que almorcemos algo antes de que nos cierren el comedor. La comida del museo está deliciosa. Invito yo.
Allan y Ruth siguieron a Moisés a través de los pasillos retorcidos. El anciano se dio la vuelta y les comentó:
—¿Ya conocía el museo, señorita?
—No, es la primera vez que visito Berlín. Mi abuelo era alemán, pero nunca había estado antes en la ciudad. Conozco Baviera y Austria.
—Yo sigo asombrando por la espectacular construcción de Daniel Libeskind. Algunos expertos en arquitectura dicen que es el edificio más emblemático del siglo XXI. El revestimiento de cinc propone una relación absolutamente novedosa entre arquitectura y contenido museístico. ¿No le parece?
—Me recordó al museo Guggenheim de Bilbao —comentó Ruth.
—No, por favor —dijo horrorizado el anciano. Les abrió la puerta del restaurante y se sentaron en una de las mesas—. Daniel Libeskind dijo que era un diseño «entre líneas», que describe las tensiones de la historia judeo-alemana a partir de dos ejes: uno recto pero quebrado en varios fragmentos y otro articulado con final abierto.
—Una especie de puzle histórico —dijo Allan.
El anciano lo miró de reojo y continuó con su explicación:
—En los cruces entre ambos se encuentran los vacíos, espacios huecos que atraviesan todo el museo. La arquitectura convierte a la historia judeo-alemana en una experiencia sensorial, formula nuevas preguntas e invita a la reflexión.
—Entiendo —dijo Ruth, desconcertada por la vehemencia del hombre.
—Estimado Moisés, no hemos venido aquí para hablar de arquitectura —bromeó Allan.
—Me imagino que no, pero debemos caminar con los ojos abiertos para no caernos. El conocimiento alumbra nuestros pasos —refunfuñó el anciano.
—Eso es cierto, hemos venido hasta aquí para que tu conocimiento alumbre nuestros pasos —bromeó Allan.
Una camarera turca les sirvió el primer plato y el profesor Peres pareció relajarse por primera vez. Ruth lo observó con detenimiento. No podía concebir que aquel hombre fuera la representación viva del Holocausto. Cada vez quedaban menos testigos vivos de aquel horror. Tuvo la tentación de preguntarle por su vida, pero prefirió que Allan tomara la iniciativa.
—Hemos venido para que nos hables de la…
—De la Ahnenerbe —dijo Moisés, sin levantar la vista del plato.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Ruth con la boca abierta.
—Muy sencillo, señorita: usted se llama Ruth Kerr, han venido al Museo Judío de Berlín a preguntar a un especialista en el Holocausto y, sobre todo, por las cuartillas que sobresalen de esa carpeta azul.
Los tres se rieron. Ruth se olvidó por unos momentos de la investigación y comió con placer mientras contemplaba los árboles del jardín. Aquel melancólico día de invierno era una postal perfecta de Navidad.
—Prefiero que durante el almuerzo hablemos de cosas más agradables. No quiero que se les indigeste la comida —dijo Peres intentando cambiar de tema.
—¿Qué tal marcha el museo? —preguntó Allan.
—Eso es trabajo, prefiero que me cuentes cómo están tus hermanastros.
—No son mis hermanastros. El profesor Evans-Pritchard tan solo fue el mentor de mi madre y la ayudó económicamente cuando mi padre desapareció —dijo Allan. No le gustaba mucho hablar de su familia. Su madre había muerto hacía diez años, y cuando se aproximaban las fechas navideñas no podía evitar sentir nostalgia del pasado.
—Su madre fue una santa —dijo Peres dirigiéndose a Ruth—. Tuvo que sacarlo adelante ella sola, trabajó en el café del college y siguió investigando por las noches.
—Pero nunca se doctoró —puntualizó Allan.
—Tal vez no, pero sabía más que muchos de los catedráticos de la universidad —refunfuñó el viejo profesor. No le gustaba que Allan tirara por tierra la capacidad de su madre. Durante un tiempo se sintió atraído por ella y por la fuerza interior que desprendía.
—¿Y de qué sirve eso? Su nombre y sus investigaciones han caído en el olvido.
—Mira, Allan, tu madre era la mejor alumna del profesor Evans-Pritchard y tú te hiciste antropólogo por ella.
—En eso te equivocas, Moisés, Evans-Pritchard fue el que me animó a hacerme antropólogo. Mi madre hubiera preferido que estudiara otra cosa —dijo Allan, frunciendo el ceño. Aquella conversación había derivado en una incómoda discusión sobre sus padres.
—Ella valoraba tu talento, pero tenía miedo de que te perdieras en una expedición antropológica como le sucedió a tu padre.
—Eran otros tiempos —dijo Allan, sin querer entrar en detalles.
Moisés contempló el gesto molesto de su amigo y decidió cambiar de tema. Se dirigió a Ruth y examinó sus hermosos rasgos caoba. La estilizada figura de la muchacha le daba la apariencia de una princesa africana.
—Entonces, su abuelo era miembro de la Ahnenerbe.
—No lo sabemos a ciencia cierta. Encontré en su casa un bloc con la marca de agua de la organización, y él me dio un paquete antes de morir para que se lo llevara al antropólogo del Vaticano Giorgio Rabelais —dijo la chica.
—Giorgio, el bueno de Giorgio, ¿cómo se encuentra? —preguntó Peres.
—Es una de las razones por las que estamos aquí. Ha desaparecido —dijo Allan.
—¿Desaparecido? —preguntó Moisés, sorprendido.
—Sí, al parecer lleva unos cuantos días en paradero desconocido —dijo Allan.
—¿Y en el paquete había información sobre la Ahnenerbe? —preguntó Moisés.
—Lo desconocemos, son simples suposiciones —dijo Ruth.
—Entiendo —dijo Moisés. Se apoyó en los codos y, con la mirada perdida, comenzó a reflexionar.
El profesor Moisés Peres era un hombre alegre y optimista a pesar de su trágico pasado. Había perdido a todos los miembros de su familia antes de los quince años, y estuvo tres años y medio en Auschwitz. Después regresó a una Alemania devastada que seguía odiando a la gente como él. Levantó diferentes monumentos en recuerdo a los judíos asesinados y consiguió que varios campos de exterminio fueran conservados. Toda una vida dedicada a salvaguardar la memoria del mundo.
—Necesitamos tu ayuda. Sabemos en parte a qué se dedicaba la Ahnenerbe, pero si conociéramos la vinculación de Thomas Kerr con ellos y en qué misiones participó, nos daría pistas sobre el paquete que Ruth entregó a Giorgio —dijo Allan.
—Antes de hablar de la Ahnenerbe hay que mencionar a otra organización, la Oficina de la Raza y el asentamiento de las SS, la llamada RuSHA —dijo Moisés cruzando los dedos como si intentara levantar una plegaria.
—¿La RuSHA? —preguntó Ruth, extrañada.
—A veces pensamos que los nazis levantaron toda su industria del horror de la nada. Que un día se despertaron y crearon la maquinaria más despiadada de la historia de la humanidad, pero no fue así. En muchos casos establecieron organizaciones con fines menores, que terminaron convirtiéndose en monstruos sedientos de maldad. La RuSHA fue una de ellas.
Ruth miró impaciente a Moisés. Quería saber más aunque el conocimiento le causara dolor.
—Será mejor que me sigan. Seguiremos hablando en mi despacho —dijo Moisés, enigmático.
Museo Judío de Berlín.