Toledo, 21 de diciembre de 2014
El arzobispo entró en el salón y saludó a los doce miembros que habían acudido a su llamada. Algunos llevaban todo el día viajando desde los puntos más remotos del planeta: Norteamérica, Argentina, Sudáfrica y diferentes países de Europa. Cuando el arzobispo se sentó, el cardenal Scott hizo un gesto y comenzó a hablar.
—¿Por qué nos has convocado con tanta urgencia? Nuestra próxima reunión estaba prevista para el 2 de enero. ¿Qué es eso tan importante que tenías que tratar?
—Se ha producido una crisis. Sabéis que nuestra misión consiste en proteger a la Iglesia de sus enemigos, y un nuevo peligro nos acecha —dijo el arzobispo.
Un obispo sudafricano se echó para adelante y señaló con el dedo al arzobispo.
—Las cosas no pueden continuar así. Nosotros hemos apoyado la elección de Pío XIII, pero otra cosa muy distinta es que el papa apoye abiertamente a un político. No se veía algo igual desde la época de Carlomagno, solo falta que lo corone en Roma. ¡Creía que el papa era más independiente!
—El papa quiere paz y orden, eso es todo. La alianza con el PGE es tan solo circunstancial, nuestros asuntos trascienden lo terrenal —dijo el arzobispo.
—No entiendo por qué es tan importante la desaparición de ese antropólogo revolucionario. ¿Cómo se llama? —comentó otro de los reunidos.
El arzobispo mantuvo un corto silencio, se apoyó contra el respaldo de su silla y comenzó a hablar lentamente:
—Giorgio Rabelais. Es un miembro de la Iglesia y ha desaparecido. Al parecer, poseía una información de vital importancia
—Pero el Vaticano se encargará de enviar a alguien para que investigue —dijo el cardenal Scott.
—Ya ha salido hacia Alemania, es la hermana María —dijo el arzobispo—. Esa es al menos la información que nos han facilitado.
—Entonces, ¿qué más podemos hacer?
—Estimado cardenal, debemos recuperar esa información antes que los servicios secretos vaticanos. Pío XIII parece un poco reacio a escuchar nuestros buenos consejos. Debemos averiguar antes que los servicios secretos qué esconde ese Rabelais.
—Entiendo. ¿A quién enviaremos nosotros? —preguntó el obispo de Sudáfrica.
—Tiene que ser el mejor —dijo el cardenal Scott.
—Llevamos unos días vigilando al profesor Allan Haddon y a Ruth Kerr, pero hoy mismo se unirá al equipo Marcelo Ivanov.
—¿El Ruso? ¿Cree qué puede controlar a ese hombre? Ya sabe lo que pasó en 2008 en Austria con el candidato de la extrema derecha. Le ordenamos que lo frenara y no se le ocurrió otra cosa que provocar un accidente —dijo el cardenal Scott.
—Pero nadie sospechó de los Hijos de la Luz. Contamos con más de doscientos años de existencia y seguimos en el más absoluto anonimato, creo que eso demuestra que actuamos con prudencia —dijo el arzobispo. Respiró hondo y comenzó a recordar la historia de la orden secreta—. Cuando Napoleón creó la logia en 1804, sabía que era la única manera de perpetuar sus ideas liberales. En muchas ocasiones perdimos el control de la Iglesia, pero logramos que se celebraran dos concilios generales, apoyamos la Teología de la Liberación y promovimos algunos de los cambios revolucionarios del mundo. El nuevo papa no es un rebelde, pero comparado con los dos pontífices anteriores, su ideología es radical.
El resto del grupo lanzó una carcajada. Los Hijos de la Luz llevaban mucho tiempo esperando una oportunidad para cambiar la actitud reaccionaria de la Iglesia, pero el peso de los grupos ultraconservadores como los legionarios de Cristo o el Opus Dei había reunido más poder del que ellos podían imaginar.