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Berlín, 21 de diciembre de 2014

La habitación estaba tal y como la habían dejado la noche anterior. Los intrusos no se habían limitado a revolverla, la habían destrozado. Las cortinas, el colchón, las sábanas y todo el mobiliario estaban dañados. Allan entró en el cuarto intentando no pisar nada. Los cristales del suelo crujieron y se paró en seco.

—Creo que es mejor que esperemos a la policía. El recepcionista aseguró que estarían aquí en cuestión de minutos —dijo Ruth desde el umbral.

—Confío en la policía alemana, pero pueden retener pruebas durante meses. Solo quiero echar un vistazo —dijo Allan, poniéndose unos guantes de látex.

El hombre examinó los papeles que había en el suelo, abrió los armarios y miró la maleta de Ruth, pero no vio nada sospechoso o llamativo. Después se acercó a la mesa. Los cajones estaban abiertos. Un taco de folios y un bolígrafo permanecían en la mesa.

—Bueno, yo no veo nada —dijo Allan mientras se quitaba los guantes.

—Lo que me dejó mi abuelo se lo di a Giorgio.

Allan tomó uno de los folios y un bolígrafo.

—Tengo que irme, pero te apunto mi teléfono y dirección —dijo, entregándole una tarjeta.

—Gracias —contestó, decepcionada, la chica.

—Escríbeme aquí tus datos, si descubro algo de Giorgio te informaré de inmediato. Puede que esté de viaje, a veces desaparece sin más —dijo Allan intentando ser amable.

Ruth entró en la habitación, se apoyó en la mesa para escribir su dirección y teléfono, y después se lo entregó a Allan.

—Ten, muchas gracias por todo.

—Gracias a ti —dijo Allan intentando no mirar a la joven a los ojos. Después se dirigió a la puerta.

Pensó en alguna frase de despedida, pero lo único que se le ocurrió fue hacer un gesto con la barbilla y escapar de la vida de Ruth Kerr para siempre.