Berlín, 21 de diciembre de 2014
Dos grandes bolsas grisáceas destacaban bajo los ojos negros de Ruth. Llevaba la misma ropa que el día anterior y, a pesar de haberse duchado, no había podido maquillarse. Se miró de nuevo en el espejo del hotel y sintió que el corazón se le aceleraba. La habían seguido hasta Berlín, conocían todos sus pasos. Seguramente la estaban vigilando cuando viajó a Roma, la vieron entregar su paquete a Giorgio y ahora buscaban algo más, pero ella no tenía nada.
—Ruth, ¿estás bien? —dijo Allan desde el otro lado de la puerta.
—Sí, ya salgo.
Allan se puso a pensar en lo que le había contado la chica el día anterior: para ella, no había sido fácil quedarse huérfana con once años, criarse con su abuelo y saber que era una niña adoptada. Su abuelo, Thomas Kerr, era un sencillo empresario de Barcelona. A pesar de su origen alemán, se había adaptado muy bien a España. A ella la había educado como a una española, aunque había estudiado en el colegio alemán y conocía el idioma a la perfección. Su abuelo nunca hablaba de su país, tampoco de Olga, su mujer fallecida antes de que ella naciera. Thomas Kerr nunca hacía referencias al pasado. Ruth le había confesado que nunca le había gustado su aspecto. Quería ser como sus padres, rubia, esbelta, con grandes ojos azules. En el colegio alemán había sufrido el desprecio de muchos compañeros, pero el cariño de su familia siempre había sido su refugio.
—Ya era hora —dijo Allan, con gesto hosco. No quería que la lástima que sentía por la chica lo influyera más de la cuenta—. Tengo varios asuntos que tratar.
—Pues será mejor que los arregles. Ya has hecho mucho por mí. Iré al hotel, meteré mis cosas en una maleta y me marcharé lejos de aquí —dijo ella frunciendo el ceño.
—Lo siento. No quería ser tan brusco. Te acompañaré al hotel y después ya veremos.
—No hace falta. Mira, ya tengo veintiún años. Mi familia me ha dejado una considerable fortuna. Pasaré una temporada en los Estados Unidos hasta que las cosas se calmen. Sea quien sea el que me busca, se cansará cuando sepa que no sé nada y que no tengo nada que darle —dijo Ruth. Había angustia en su voz.
—Iremos al hotel, llamaremos a la policía y el resto ya se verá.
Allan le sonrió. Pensó en las cosas que tenía que hacer. En lo que deseaba pasar unos días en la ciudad vagabundeando como un turista más. En Oxford el trabajo era abrumador, sus clases estaban a rebosar y era muy difícil encontrar un hueco para sí mismo. Miró a la joven, pensó en su amigo Rabelais y sintió un escalofrío. Aquello estaba tomando un cariz muy serio y él no era un héroe de película.