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Berlín, 20 de diciembre de 2014

Allan corrió hasta la habitación. Los gritos de Ruth eran cada vez más fuertes. Cruzó el umbral y pudo ver por sí mismo el motivo de la preocupación de la joven. La cama estaba destrozada; el colchón, rasgado; el escritorio, revuelto y el gran espejo de la pared, hecho añicos. La mujer lo abrazó y él intentó valorar la situación mientras la rodeaba con sus brazos.

—Tranquila, Ruth, seguramente habrán sido unos vándalos. Berlín y muchas ciudades de Europa siguen teniendo altas cotas de pobreza, digan lo que digan. Son frecuentes los robos en los hoteles.

—No, han sido los mismos que mataron a Giorgio.

—Giorgio no está muerto, únicamente ha desaparecido. Será mejor que dejemos las cosas como están, vente a mi hotel esta noche y mañana llamaremos a la policía.

—Pero ¿cómo voy a dejar todas mis cosas?

—Es mejor que no toques nada. La policía querrá analizar las huellas y buscar pruebas.

—No sé lo que buscan, Giorgio tiene lo que me dio mi abuelo. Ni siquiera lo abrí. Se lo entregué tal y como me lo dio él.

—Será mejor que nos marchemos. Estaremos más seguros en mi hotel.

Allan sacó a Ruth de la habitación, pidió un taxi en recepción y cruzaron la ciudad desierta. En muchas aceras los sin techo se calentaban con hogueras. Europa todavía sufría los últimos coletazos de la crisis. En algunas zonas, el paro había llegado al cuarenta por ciento y se habían llegado a ver colas para la beneficencia en las principales capitales del continente. La repatriación obligatoria de cientos de miles de inmigrantes no había logrado reducir la pobreza, en muchas zonas la violencia se había desatado y el ejército había tenido que intervenir. Desde hacía unos meses, la economía comenzaba a dar signos de recuperación, pero a mucha gente no le quedaban fuerzas para seguir adelante.

El hotel de Allan, iluminado, destacaba en medio de las calles oscuras. En la puerta, dos guardias de seguridad custodiaban el paso. Allan tuvo que presentar la documentación europea de Ruth, su aspecto no estaba bien visto en muchos de los círculos exclusivos de la alta sociedad. Allan quiso pedir una habitación para ella, pero Ruth insistió en quedarse en la del profesor, ya que era suficientemente amplia para los dos y prefería saber que él estaba cerca.

Mientras ella se daba una ducha, Allan encendió la televisión y comenzó a ver un documental de historia.

—Muchas gracias, Allan. No sé qué hubiera hecho sin ti —dijo Ruth después de salir del baño. La chaqueta del pijama del profesor le quedaba enorme, pero le confería un aspecto de lo más atractivo.

—No te preocupes por nada. Giorgio te encomendó a mí.

—¿Cómo os conocisteis? No os parecéis…

—La verdad es que somos muy diferentes. Él es profundamente creyente, yo un escéptico; él es apasionado y altruista, yo me considero práctico. La amistad es imprevisible —dijo Allan acomodándose en el sillón de la habitación.

—Puedes dormir aquí si quieres. La cama es enorme —dijo Ruth dando unas palmaditas al colchón.

—Estaré bien en el sillón —dijo Allan.

—Como quieras, pero tal vez debería dormir yo en el sillón.

—Mis compañeras de la universidad me llaman machista, pero no lo puedo evitar. Yo lo llamo galantería.

Los dos se rieron y Ruth apagó la luz.

—Buenas noches.

—Que descanses, Ruth, mañana nos espera un día muy largo.

El silencio de la habitación no pudo acallar los pensamientos del profesor. Giorgio Rabelais era el tipo de hombre que se mete en líos por ayudar a su prójimo. Lo había visto en acción en Guatemala, la India y los barrios pobres de París, pero no entendía por qué lo había elegido a él. Su compromiso con la antropología era claro: observar, teorizar, pero nunca intervenir. El hombre era algo demasiado complejo para intentar cambiarlo. Abrió los ojos y observó la paz que desprendía la cara de Ruth. Al día siguiente la metería en un avión rumbo a Barcelona y recuperaría su ritmo de vida habitual, pensaba mientras el sueño comenzaba a invadirlo.