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Toledo, 20 de diciembre de 2014

La hermosa catedral estaba iluminada por los potentes focos exteriores, pero cuando Pedro atravesó la puerta del palacio episcopal, las luces se apagaron de repente. La escalera estaba casi a oscuras. Ascendió a paso ligero, con la sotana remangada y la cabeza en otra cosa. No le gustaba su jefe. Monseñor Yagüe, su superior, era el primado de España, pero sobre todo era un tipo implacable.

Pedro atravesó el pasillo y se dirigió hasta el dormitorio del arzobispo. Llamó a la puerta y entró sin esperar contestación. La gigantesca cama con dosel y recubierta de terciopelo rojo estaba vacía. Monseñor se encontraba sentado tras su escritorio. Tenía el ordenador conectado y en sus gafas redondas se reflejaba el brillo de la pantalla. El arzobispo no parecía el típico príncipe de la Iglesia. Era delgado, con ojos pequeños, brillantes y azules. Su frente despejada y su breve bigote atenuaban lo aniñado de su cara. No era normal que los miembros de la Iglesia de Roma llevaran barba o bigote, pero él no era un religioso corriente.

—Reverendísimo señor arzobispo —dijo Pedro besando el anillo de su superior.

—¿Por qué se ha retrasado tanto? Llevo más de una hora esperándolo —contestó el arzobispo, apagando el monitor.

—Lo lamento, pero quería venir con noticias frescas.

—¿Y bien…? —dijo, apremiando al cura.

—Se ha confirmado la desaparición de Giorgio Rabelais, como si se lo hubiera tragado la tierra.

—No puede ser. Es uno de nuestros mejores antropólogos del Vaticano, el profesor católico más prestigioso del mundo. ¿Qué dice la policía de Roma?

—No pueden comenzar la búsqueda hasta pasada una semana. El profesor Rabelais es un hombre adulto y puede ausentarse cuando quiera sin dar explicaciones —dijo Pedro, entregando el informe de la policía.

—Pero su cuarto en el Instituto Romano del Hombre estaba revuelto y había restos de sangre, según pone en este informe —dijo el arzobispo.

—La policía lo está valorando, pero tienen un protocolo de actuación que hay…

El arzobispo farfulló una queja y después miró a su interlocutor. Aquel joven era eficiente y tenaz, pero él exigía el máximo de sus colaboradores.

—Hay que convocar a los Hijos de la Luz. Por favor, encárgate de todo.

—Sí, reverendísimo señor arzobispo.

—La reunión tiene que ser mañana mismo, el lugar y la hora ya los conoces. Te puedes retirar.

El joven sacerdote dejó la estancia y se dirigió a su habitación. Notó que la tensión de la reunión lo había dejado agotado. No se acostumbraba a tratar con el arzobispo. La angustia y el temor eran demasiado fuertes. Recordó a su madre y se preguntó si aquellas Navidades podría ir a ver a su familia a Burgos. Las cosas se estaban complicando. Los miembros de los Hijos de la Luz se reunían dos veces al año, aquella reunión urgente podía complicar extraordinariamente las cosas. Tenía que ponerse manos a la obra, y rápido. Si quería que doce de las personas más ocupadas de la Iglesia pudieran estar allí al día siguiente, debía convocarlas con urgencia.