Berlín, 20 de diciembre de 2014
—Hay algo decadente en esta ciudad que no deja de fascinarme —dijo Allan mientras descendía del taxi. Ruth Kerr lo miró y sonrió. La entrada del hotel donde se alojaba no era gran cosa y aquel barrio del antiguo Berlín del Este parecía un montón de basura que alguien se había olvidado de recoger.
—¿Usted cree?
—Por favor, no me hables de usted. Eso está bien para las clases y las conferencias —dijo Allan exhibiendo sus perfectos dientes blancos.
Ruth lo observó detenidamente. Era guapo, elegante y sofisticado, y eso la inquietaba. Su amigo común, Giorgio Rabelais, le había asegurado que Allan Haddon era, además de un experto en antropología de las religiones, el hombre que podía protegerla y ayudarla en caso de necesidad, pero lo que parecía el profesor era un gentleman que en algún momento intentaría llevársela a la cama.
—No hacía falta que me acompañaras hasta el hotel —dijo Ruth pasando delante de aquel hombre en la puerta giratoria.
—Es muy tarde, nuestra charla en la cafetería se ha alargado demasiado. No podía dejar que una señorita se fuera a casa sola. Te acompañaré hasta la puerta de la habitación y después me iré.
Ruth se parecía demasiado a esas veinteañeras que dejaban bien claro desde el principio que no necesitaban a los hombres para nada, pero que corrían hacia ellos aterrorizadas en cuanto las cosas comenzaban a complicarse. Sus ojos negros, su piel caramelo y su pelo rizado lo atraían. No le llamaban la atención las mujeres con rasgos occidentales, le parecían demasiado previsibles. En sus viajes a África, América y Asia había descubierto la increíble fuerza que se ocultaba detrás de todas aquellas mujeres oprimidas.
Caminaron por el pasillo en silencio, como si fueran una pareja aburrida que ya no tiene nada que decirse. Cuando llegaron a la puerta, Ruth abrió con su tarjeta y después extendió su mano a Allan.
—Muchas gracias.
—No hay de qué. Mañana nos vemos en la universidad. Mi agenda para los dos próximos días es apretada, pero tendré un par de horas libres.
—Gracias de nuevo, profesor Haddon.
—Allan.
—Perdona, Allan.
La joven entró en la habitación a oscuras y él se dio media vuelta, caminando con paso rápido hacia el ascensor. Se sentía un poco decepcionado, por un instante se le pasó por la cabeza que la joven lo invitaría a entrar, pero no siempre conseguía seducir a todas las mujeres.
Justo cuando apretaba el botón del ascensor, un grito lo hizo pararse en seco. Se giró para comprobar de dónde venía el ruido y se lanzó a la carrera. Era del cuarto de Ruth, estaba seguro.