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Roma, 20 de diciembre de 2014

Levantó la cabeza y observó la habitación a oscuras. Logró murmurar una breve oración. No le quedaba mucho tiempo y todavía sentía que le faltaban muchas cosas que arreglar antes de morir. La sola idea de desaparecer lo turbó por unos momentos, después recuperó la calma y notó que el ejercicio de la oración comenzaba a relajarlo.

Un ruido lejano le aceleró el corazón. Los pasos se acercaban e intentó rezar más rápido, como si terminar aquella corta plegaria pudiera retrasar su final o darle fuerzas para morir.

La puerta chirrió y un hombre corpulento entró en la habitación. Esta vez no iba solo. A su lado, una sombra pequeña se acercó a él y, en tono despectivo, comenzó a hablarle.

—Veo que no has olvidado la utilidad de la oración —comentó sarcásticamente el hombrecito.

Se hizo un silencio y, durante unos segundos, su respiración entrecortada parecía el único sonido que quedaba en el mundo.

—Espero que la meditación te haya hecho reflexionar sobre tu condición actual. No te conviene seguir mintiendo. La verdad es liberadora, ¿no es cierto? La verdad nos hace libres —dijo el hombre. Después se acercó y levantó, asiéndola por el pelo, la cabeza inclinada de su prisionero.

Los ojos de los dos se cruzaron unos instantes y la víctima pudo ver el temor en los ojos del verdugo. El hombre pequeño apartó la mirada y con un gesto seco ordenó al gigante que actuara.

Los gritos comenzaron a crecer a medida que los golpes se sucedían sin descanso. El prisionero no habló, su dolor se parecía al de su maestro, clavado en una cruz dos mil años antes, y al de miles de mártires de aquella Roma eterna, donde los hombres seguían naciendo y muriendo como siempre.