La muerte de un héroe
Flínt toma una decisión
Flint se había sentado en la escalera, envuelto en la oscuridad, y se daba masajes en los muslos y en sus pobres rodillas, que crujían como un mecanismo viejo. Las piernas se habían negado a sostenerlo más y a subir más escalones. Los últimos los había remontado medio cegado por lágrimas de dolor y con un humor de perros, así que se tomó como una afrenta personal que Tasslehoff estuviera tan alegre. El kender bajó los peldaños al trote.
—La escalera acaba justo ahí arriba… ¿Qué haces sentado? —preguntó el kender, sorprendido—. ¡Date prisa! Casi hemos llegado al final.
En ese momento tocó el gong y el sonido fue mucho más alto que antes. El tono musical retumbó en el hueco de la escalera y pareció resonar dentro de la cabeza de Flint como si se la hubiese atravesado.
—No pienso moverme —rezongó—. Arman puede quedarse con el Mazo. No voy a dar un solo paso más.
—Sólo quedan unos veinte peldaños y entonces ya estarás allí —lo apremió Tasslehoff, que trató de meter los brazos por debajo de las axilas de Flint con intención de arrastrarlo—. Si haces un esfuerzo y vas deslizándote sobre el trasero…
—¡No haré tal cosa! —gritó el enano, ofendido. Forcejeó para desasirse del kender—. ¡Suéltame!
—Bueno, entonces, si no quieres subir, bajemos —sugirió Tas, exasperado—. El mapa señala otros caminos para llegar arriba…
—Tampoco pienso bajar. No voy a moverme.
Para sus adentros, Flint temía ser incapaz de hacerlo. No tenía fuerzas y ese sordo dolor en el pecho le había vuelto.
Tas lo miró intensamente y luego se sentó en un peldaño.
—Supongo que quedarse aquí para siempre tampoco está tan mal —dijo el kender—. Así tendré ocasión de contarte todas mis mejores aventuras. ¿Te he hablado de esa vez en la que encontré un mamut lanudo? Un día, caminaba por una calzada cuando oí un feroz barrito procedente del bosque. Fui a ver qué pasaba y resultó que era…
—¡Me largo! —dijo Flint. Apretando los dientes, apoyó la mano en el hombro del kender y, entre gruñidos y gemidos, se puso de pie. La cabeza le dio vueltas y se tambaleó, por lo que tuvo que apoyarse en Tasslehoff.
—Échame el brazo por encima de los hombros —sugirió Tas—. No, así. Eso es. Te apoyas en mí y subimos juntos los peldaños, de uno en uno.
Aquello era denigrante y Flint se habría negado a hacerlo, pero temía ser incapaz de mover un pie sin ayuda. Más que encontrar el Mazo, fue la terrible perspectiva de tener que oír la historia del mamut por enésima vez lo que lo indujo a intentarlo. Ayudado por el kender, Flint empezó a subir la escalera poco a poco.
—No me importa que te apoyes en mí, Flint —aseguró el kender al cabo de un instante—, pero ¿te importaría hacerlo sin cargar tanto el peso? ¡Prácticamente voy de rodillas!
—¡Creía que habías dicho que sólo quedaban veinte peldaños más! —gruñó el irascible enano, aunque procuró apoyarse menos en su amigo—. Ya he contado treinta y no veo el final.
—¿Y qué importancia tienen unos peldaños más o menos? —preguntó Tas a la ligera, pero luego, al sentir el brazo de Flint que se cerraba alrededor de su cuello, a punto de ahogarlo, se apresuró a añadir—: ¡Veo luz! ¿Tú no, Flint? Estamos llegando al final.
El enano alzó la cabeza y tuvo que admitir que en el hueco de la escalera no estaba tan oscuro como antes. Casi podían prescindir del farol. Faltó poco para que Flint tuviera que subir a gatas los últimos peldaños, pero lo consiguió.
Al final de la escalera había una puerta en arco, de madera y reforzada con bandas de hierro. La luz del sol que se colaba por las aspilleras les alumbraba el camino. Tas empujó la puerta, pero ésta no cedió. Sacudió la manija y después negó con la cabeza.
—Está cerrada con llave —informó—. ¡Qué rabia! ¡Eso me enseñará a no dejarme nunca más los saquillos! —El kender se sentó pesadamente en la escalera—. ¡Tanto subir escaleras para nada!
Flint no podía creerlo. Las doloridas piernas no querían creerlo. Dio a la puerta un empellón, enfadado, y se abrió de par en par.
—Así que cerrada —dijo con una mirada desdeñosa al kender.
—¡Te digo que lo estaba! —insistió Tas—. Puede que no sepa mucho de luchas o de política o del regreso de los dioses o de ese tipo de cosas, pero sé de cerraduras y ésa estaba cerrada.
—No, no lo estaba —le llevó la contraria el enano—. Lo que pasa es que no sabes cómo hacer funcionar la manija de un pestillo, nada más.
—De eso también sé —replicó Tas, indignado—. Soy un experto en manijas, pomos de puerta y cerraduras. Ésa puerta estaba cerrada a cal y canto, te lo repito.
—¡No lo estaba! —gritó Flint, enfadado.
Porque si esa puerta había estado cerrada significaba que alguien —o algo— la había abierto cuando la empujó él y Flint no quería planteárselo siquiera.
Flint salió al sol seguido por Tasslehoff, que además de dirigir una mirada ofendida a la puerta le lanzó una patada al pasar, irritado.
Habían llegado a la parte alta de la tumba. Enfrente había una muralla de piedra almenada. Una torre jalonada de hileras de ventanas se alzaba a la izquierda de Flint. Otra torreta, ésta baja y cuadrada, se alzaba a su derecha. Más allá de las torres y de la muralla sólo se veía el azul del cielo. Giró para mirar hacia el otro lado y…
—Ni una palabra más sobre… ¡Por las barbas de Reorx! —exclamó.
—¡Oh, Flint! —Tas soltó un suave suspiro.
El sol rutilaba en un tejado con forma de cono hecho con cristales facetados de un vivo color rubí. Flint olvidó el dolor de las piernas y el pinchazo en el pecho, llevado por el asombro y la admiración.
Pegó la nariz al cristal, al igual que el kender, ambos intentando atisbar lo que había dentro.
—¿Es eso? —preguntó Tas en un susurro.
—Lo es —contestó el enano con la voz estrangulada por la emoción.
Un mazo de bronce atado a lo que parecía una cuerda fina colgaba suspendido del ápice del cono del tejado. El mazo se balanceaba muy despacio de un lado a otro de la cámara. Alrededor del techo había veinticuatro gongs enormes de bronce. Cada uno llevaba inscrita una runa y cada runa representaba las horas del día, desde la Hora del Despertar a la Primera Hora de Comer; de la Primera Hora de Labor a la Segunda Hora de Comer; y así sucesivamente hasta la Hora del Sueño. El Mazo se mecía atrás y adelante y cambiaba de posición con cada oscilación, regulado de forma que golpeaba en un gong al empezar una de las horas y después seguía desplazándose en un círculo interminable.
Flint no había visto algo tan maravilloso en toda su vida.
—Es en verdad impresionante —dijo Tasslehoff con un suspiro. Apartó la cabeza y se frotó la nariz, que había tenido aplastada contra el cristal—. ¿Los enanos pusieron el Mazo en movimiento para que oscilara así?
—No —contestó Flint, que añadió con voz enronquecida—… Es magia. Una magia poderosa. —Aunque el sol le calentaba la nuca hasta casi resultar incómodo, esa idea le produjo un escalofrío.
—¡Magia! —Tas estaba entusiasmado—. Eso lo hace mejor incluso. No sabía que los enanos pudieran hacer una magia así.
—¡Pues claro que no pueden! —replicó Flint malhumorado. Señaló con un gesto el Mazo oscilante—. Ningún enano que se precie imaginaría algo semejante, cuanto menos hacerlo. La misma magia que arrancó la tumba del suelo y la dejó flotando en el aire ha convertido el Mazo de Kharas en un reloj de cuco palanthino y… —Suspiró, abatido, y volvió a mirar el Mazo—. Quienquiera que desee el Mazo ha de hallar la forma de entrar ahí, luego pararlo y después bajarlo del techo. Desde mi punto de vista, es imposible. Tantos esfuerzos para nada.
En el momento en el que dijo aquello experimentó un alivio repentino, inmenso e inconfesable.
La decisión de cambiar los mazos o no hacerlo ya no dependía de él. Podía volver con Sturm, Raistlin y Tanis y decirles que el Mazo estaba fuera del alcance. Lo había intentado. Había hecho todo cuanto estaba en su mano. No lo quería el destino. Sturm tendría que arreglárselas sin sus Dragonlances. Tanis tendría que encontrar otra forma de persuadir a los enanos de que permitieran a los refugiados entrar en la montaña. Y él, Flint Fireforge, no estaba hecho para ser un héroe.
Al menos, pensó con cierta sombría satisfacción, Arman Kharas tampoco podría hacerse con el Mazo.
Flint se disponía a volver hacia la escalera cuando al mirar a su alrededor se dio cuenta de que se había quedado solo. Sintió una punzada de pánico. Había olvidado las dos reglas principales para viajar con un kender. Regla número uno: evitar que un kender se aburra; regla número dos: no perder de vista a un kender aburrido.
El enano gimió de nuevo. Sólo le faltaba eso. ¡Un kender suelto en una tumba plagada de magia!
—¡Tasslehoff Burrfoot! —bramó—. ¡Ah, ahí estás!
El kender se asomó por la esquina de la torreta achaparrada.
—¡No vuelvas a desaparecer así! —lo regañó Flint—. Vamos a bajar para buscar a Arman.
—Te has quedado en el sitio equivocado, Flint —anunció el kender.
—¿Qué? —El enano lo miró sin comprender.
—Dijiste que desde tu punto de vista no se podía llegar al Mazo y tenías razón. Desde donde estás, no puedes llegar a él. Porque te has quedado en el sitio equivocado. Pero si das la vuelta al otro lado de esta torre, hay una forma. Ven y vuelve a mirar dentro.
Tas pegó la nariz al cristal y, a regañadientes pero aun así experimentando un atisbo de emoción, Flint hizo lo mismo.
—Fíjate en esa plataforma de allí, la que sobresale de la pared, por encima de los gongs.
El enano estrechó los ojos. Creía distinguir a lo que se refería el kender. Una plataforma de piedra se prolongaba hacia el interior de la cámara, sobre el pozo que se abría en el centro.
—Si es lo que dices, como plataforma no es gran cosa —rezongó.
Tas fingió no haber oído. ¡Flint era un gran pesimista!
—Supuse que si había esa plataforma también tenía que haber alguna forma de llegar a ella, y la he encontrado. ¡Ven conmigo!
El kender rodeó la torreta cuadrada a toda prisa. Flint lo siguió más despacio, todavía buscando un modo de abandonar la tumba. Se asomó por las almenas, pero lo único que vio abajo eran volutas y espirales de niebla rojiza.
—¡Por ahí no, Flint, es por aquí! —llamó Tas.
El kender estaba parado delante de una puerta doble de madera reforzada con bandas de hierro.
—Está cerrada —informó Tas, que asestó a las hojas de madera una mirada severa.
Flint se acercó, empujó una de las dos hojas y ésta se abrió en silencio.
—¡Has vuelto a hacerlo! ¿Cómo te las arreglas? —gimió Tas.
La luz del sol entró a raudales por el umbral, como si hubiese pasado todos esos siglos esperando a iluminar la oscuridad.
Flint se internó unos pasos y se frenó de golpe. Tasslehoff, que venía pisándole los talones, tropezó con él.
—¿Qué pasa? —preguntó el kender mientras intentaba asomarse por detrás, en el angosto vestíbulo.
—Hay un cadáver —contestó Flint, conmocionado. Había estado a punto de pisarlo.
—¿El cadáver de quién? —preguntó Tas en un ahogado susurro. A Flint se le atragantaron las palabras unos instantes.
—Creo que es Kharas —dijo luego.
El cuerpo había permanecido encerrado en un vestíbulo sin ventanas y clausurado por dos puertas de doble hoja, por lo que se había conservado bien. Estaba intacto, con la piel —semejante a pergamino o cuero viejo— estirada sobre el esqueleto. Era de un enano inusitadamente alto, con el cabello largo pero la barba muy corta y descuidada. Flint recordó haber oído contar que Kharas se la había afeitado en señal de duelo por la Guerra de Dwarfgate y que después no se la había dejado crecer. El cadáver estaba vestido con armadura ceremonial, como correspondía al guerrero que había llevado al rey a su reposo final. No empuñaba arma alguna ni en el cuerpo había señales de heridas, pero aun así daba la impresión de haber tenido una muerte angustiosa a juzgar por la mano crispada sobre la garganta y la boca momificada abierta de par en par.
—Aquí está el asesino —dijo Tas, que se agachó junto al cadáver y señaló los restos de un escorpión—. Lo mató con su aguijón.
—No es forma de que muera un héroe —manifestó Flint, enfadado—. Kharas habría tenido que morir combatiendo ogros, gigantes, dragones o algo así.
No abatido por un bicho.
No abatido por un corazón debilitado…
—Pero si éste es Kharas y está muerto, ¿quién es el otro Kharas? —planteó Tas—. El que le dijo a Arman que le mostraría cómo encontrar el Mazo.
—Es lo mismo que me estoy preguntando yo —contestó Flint, sombrío.
Al final del vestíbulo había otra puerta doble. Detrás de esa puerta se encontraba la Cámara Rubí y dentro de la cámara se hallaba el Mazo de Kharas. Flint sabía que esas hojas estaban cerradas y también sabía que las puertas cerradas se abrirían para él, como había ocurrido con las anteriores. Habiendo visto la plataforma había ideado una forma de obtener el Mazo.
Bajó la vista al cadáver de Kharas, el gran héroe que había tenido una muerte tan indigna y sin sentido.
—Que Reorx acoja su alma —musitó Flint—. Aunque imagino que el dios se la llevó consigo hace mucho, mucho tiempo.
Con la vista fija en el cadáver tomó una repentina decisión.
«Por Reorx que yo no me iré así», juró para sus adentros.
—¡Eh, qué haces! —llamó en voz alta—. ¿Dónde crees que vas?
Tasslehoff se encontraba parado delante de la puerta doble al fondo del vestíbulo, esperando con aire impaciente que Flint la abriera.
—Voy a ayudarte a conseguir el Mazo.
—De eso nada —gruñó el enano—. Tú vas a ir a buscar a Arman.
—¿Sí? —Tas estaba complacido, pero asombrado—. Hallar a Arman es muy importante, Flint. Nadie me deja hacer algo muy importante nunca.
—Pues yo voy a dejarte esta vez. No tengo otra opción. Vas a ir a buscar a Arman, vas a advertirle que esa cosa que cree que es Kharas no es Kharas y le vas a decir que sabes dónde está el Mazo. Y luego lo traes aquí.
—Pero si hago eso, encontrará el Mazo —argumentó Tas—. Creía que querías ser tú el que lo encontrara.
—Lo he encontrado —contestó Flint, imperturbable—. No discutas más, que no tenemos tiempo. Márchate ya.
—Advertir a Arman es muy importante —reflexionó Tas—, pero me parece que lo dejaré pasar. En realidad tampoco me cae muy bien. Prefiero quedarme aquí contigo.
—Vas a ir —dijo Flint con firmeza—. De un modo u otro.
Tas sacudió la cabeza, asió la manija de la puerta y se sujetó a ella con todas sus fuerzas. Tras un breve forcejeo, Flint consiguió soltar los dedos del kender. Después lo aferró por el cuello de la camisa y, mientras Tas forcejeaba y protestaba, lo llevó a rastras hasta la otra puerta y lo sacó de un empujón.
—Y esto voy a necesitarlo —añadió el enano.
Arrebató al kender la jupak con un giro hábil y a continuación le cerró la puerta en las narices.
—¡Flint! —sonó la voz del kender amortiguada y lejana a través de las hojas de madera—. ¡Abre! ¡Déjame entrar!
Flint le oyó sacudir la manija, dar patadas a la puerta y después alejarse. Tas acabaría aburriéndose en seguida y, a falta de otra cosa mejor, iría a buscar a Arman.
Flint sintió remordimiento por haber enviado al kender al encuentro de ese fantasma, demonio o lo que quiera que fuera que afirmaba ser Kharas. No tardó en desechar la sensación de culpabilidad al recordar que el kender tenía un talento extraordinario para sobrevivir.
—Lo que consigue es que otros mueran. Si acaso —masculló Flint—, tendría que preocuparme por el fantasma.
La verdad era que Flint no podía tener al kender como testigo de lo que pensaba hacer. Tasslehoff Burrfoot jamás había sabido guardar un secreto. Juraría solemnemente por su copete que nunca lo contaría y, en menos de una hora, estaría parloteando y contándoselo a todo el mundo y al perro. Y ese secreto tenía que guardarse. De ello dependían vidas. Vidas a millares…
Flint empujó la puerta doble con la mano, que se abrió con un sonoro portazo, y entró en la Cámara Rubí.