Trescientos años de odio
El Valle de los Thanes
Flint había albergado la esperanza de poder ir a Kalil S’rith, el Valle de los Thanes, de prisa y discretamente, evitando jaleos, molestias y multitudes boquiabiertas. Pero los thanes no habían mantenido la boca cerrada. Se había corrido la voz por el reino enano de que un neidar iba en busca del Mazo de Kharas.
Flint, Arman y sus escoltas dejaron atrás la ciudad de los Altos y se internaron entre la muchedumbre hostil. Al ver a Flint, los enanos agitaban los puños y lanzaban insultos, le gritaban que volviera a sus colinas o que se fuera a otros sitios no tan agradables. Arman no escapó de ser blanco de los ultrajes; lo llamaban traidor y el viejo mote insultante «Marman Arman».
A Flint le ardían las orejas y lo abrasaba el odio. De repente se alegró de que a Raistlin se le hubiera ocurrido la idea de escamotear el verdadero Mazo y sacarlo de Thorbardin, dejándoles el falso a los enanos. Se lo llevaría y que sus despreciables parientes se quedaran encerrados para siempre en la montaña.
La muchedumbre estaba tan embravecida que Flint y Arman podrían haber acabado en el Valle de los Thanes como perpetuos residentes, pero Hornfel, informado de que estaba a punto de estallar un tumulto, envió una tropa numerosa. Sus soldados ordenaron a la multitud que se dispersara y usaron el extremo romo de las lanzas y la parte plana de las espadas para reforzar sus órdenes. Cerraron y aislaron la Calzada Octava, que conducía al valle. Eso llevó tiempo. Arman y Flint tuvieron que esperar mientras los soldados despejaban de transeúntes la calzada y ordenaban a los pasajeros de los vagones que se bajaran. Si Flint hubiera estado atento se habría fijado en un enano de aspecto extraño que se abría paso entre la multitud a empujones y codazos, un enano de constitución esbelta (podría decirse que anémica), con un casco que le bailaba en la cabeza y cuya barba le salía por las rendijas de la visera. Pero Flint esta cegado por la ira. Sostenía el mazo en la mano, deseoso de utilizarlo para aplastar unas cuantas cabezas de Enanos de las Montañas.
Justo cuando el enano de aspecto raro casi los había alcanzado, los soldados anunciaron que la Calzada Octava estaba despejada. Arman y Flint se subieron al primer vagón. Flint se sentaba cuando creyó oír gritar una voz familiar de timbre agudo:
—¡Eh, Flint! ¡Espérame!
Flint alzó la cabeza con brusquedad y se volvió, pero el vagón se puso en marcha entre traqueteos antes de que tuviera tiempo de ver algo.
Tasslehoff forcejeó, empujó, dio patadas y se abrió paso entre la muchedumbre de enanos furiosos. Se las había ingeniado para llegar lo bastante cerca de Flint para gritarle que esperara, cuando el vagón en el que iba su amigo dio un tirón, arrancó y rodó vía adelante. Tas creyó que había fracasado.
Entonces recordó que tenía una Misión, en mayúsculas. Todos sus amigos estaban preocupados porque Flint iba solo. Sturm incluso se había puesto a rezar. Se sentirían muy defraudados con él si permitía que una cosa insignificante, como era un regimiento de enanos armados con lanzas, lo detuviera.
Arman y Flint habían subido al primero de seis vagones enganchados; los soldados de la escolta de Arman habían intentado subir para acompañarlos, pero el príncipe les había ordenado que se quedaran, con lo que los otros cinco vagones iban vacíos.
Los vagones cobraron velocidad. Los soldados enanos, enlazados por los brazos y con los pies bien separados, formaban una barrera humana que impedía que la multitud asaltara el mecanismo que controlaba los vagones. Tas vio un hueco. Se echó al suelo a cuatro patas y gateó entre las piernas de un guardia, el cual estaba tan ocupado conteniendo la presión de los cuerpos que empujaban que no se fijó en el kender.
Tas salió a todo correr por la vía y alcanzó el último vagón. Echó dentro la jupak, después se subió a la parte trasera del vagón y se agarró con la fuerza de una garrapata.
Tras un instante de tensión en el que casi le resbalaron las manos, Tas echó una pierna por encima del borde del vagón. La siguió el resto del cuerpo, y el kender cayó al fondo del vagón junto con la jupak. Se quedó tendido boca arriba y admiró el panorama de las estalactitas por las que pasaban de camino al valle mientras pensaba lo complacido que estaría Flint cuando lo viera.
Las Calzadas Séptima, Octava y Novena conducían a Kalil S’rith, el Valle de los Thanes. Las tres acababan en unos accesos llamados salas de guardia, a pesar de que nunca había habido enanos de guardia en ellas. La reverencia y el respeto eran los guardianes del valle. Los enanos que acudían allí para enterrar a sus muertos eran los únicos que entraban y sólo se quedaban el tiempo necesario para rendir homenaje a los difuntos.
En el pasado no había sido así, al menos por lo que Flint había oído contar. Antes del Cataclismo, los clérigos de Reorx cuidaban del valle y lo mantenían limpio y arreglado. Los enanos iban a celebrar aniversarios familiares con sus antepasados y acudían peregrinos a visitar el lugar de reposo de antiguos thanes.
Después de que los clérigos desaparecieron, los enanos siguieron yendo al valle; pero, sin clérigos que lo cuidaran, la hierba creció alta y salvaje, las tumbas se deterioraron y poco después los enanos dejaron de ir allí. Aunque reverenciaban a sus antepasados y los tenían en tanto como para incluirlos en temas de política y en la vida diaria, pidiéndoles consejo o ayuda, en la actualidad los enanos eran reacios a perturbar el sueño de los muertos. Una vez que un enano recibía sepultura en una tumba o en un túmulo, su familia se despedía de él y se marchaba para volver únicamente cuando llegaba el momento de enterrar a otro miembro de la familia.
El Valle de los Thanes era suelo santificado, bendecido muchos siglos atrás por Reorx. Antaño el valle había sido un lugar de quietud y paz. Ahora era un lugar de pesadumbre. El valle también era un lugar al sol y al aire, con nubes y estrellas, porque se encontraba en la única zona de Thorbardin al aire libre. Ésa era otra de las razones por la que los enanos iban allí rara vez. Eran como bebés en el vientre de su madre, que lloraban al ver la luz. Al vivir toda la vida en la acogedora oscuridad bajo la montaña, los enanos de Thorbardin se sentían incómodos —vulnerables y desprotegidos— cuando entraban en el espacio vacío barrido por el viento y bañado en sol del valle.
Las inmensas puertas de bronce de la sala de guardia llevaban cincelado el símbolo del reino del más allá: un martillo cabeza abajo, en descanso, dejado por la mano del guerrero.
Ni Flint ni Arman hablaron durante el trayecto por la Calzada Octava. Tampoco cuando se encaminaron hacia las puertas de bronce. El ruido de la caótica escena que habían dejado atrás se había disipado en la distancia. Cada cual iba absorto en sus pensamientos, esperanzas, sueños, deseos y temores.
Llegaron ante la doble puerta y, en un mutuo acuerdo tácito, pusieron las manos en hojas opuestas: Flint la de la izquierda y Arman Kharas la de la derecha. Se quitaron los yelmos y, con la cabeza agachada, abrieron las grandes puertas de Kilil S’rith.
La luz del sol radiante, intensa, les dio de lleno en la cara. Arman Kharas entrecerró los ojos y alzó la mano para resguardarse los ojos de la luz cegadora. Flint parpadeó rápidamente y a continuación hizo una profunda inhalación para llenarse los pulmones del frío y vigorizante aire de la montaña y alzó el rostro para recibir la cálida caricia del sol.
—¡Por Reorx! —exclamó Flint—. ¡No me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos esto! ¡Es como volver a la vida!
«Irónico —pensó—, estando en un valle de muerte».
Arman seguía resguardándose los ojos. No podía alzar la vista hacia el inmenso cielo azul.
—Para mí es como la muerte —dijo, hosco—. Ni muros, ni límites, ni fronteras, ni principio, ni fin. Veo la vasta extensión del universo sobre mí y no soy nada en él, menos que nada, y eso no me gusta.
Fue entonces cuando Flint comprendió de verdad, por primera vez, la enorme brecha que se abría entre su pueblo y aquellos que vivían bajo la montaña. Mucho tiempo atrás, ambos clanes se habían sentido cómodos tanto si caminaban bajo la luz del sol como en la oscuridad. Ahora, lo que para unos era la vida para los otros era la muerte.
Flint se preguntó si su pueblo podría alguna vez volver a lo que había sido antaño, como soñaba Arman Kharas. Al evocar las maldiciones, los insultos, las palabras de odio —más afiladas, hirientes y letales que cualquier arma arrojadiza— y sentir que la ira volvía a arder en su propio corazón, Flint no lo creyó probable ni con Mazo ni sin él. Eso, a pesar de estar furioso, despertó en él una profunda sensación de tristeza, como si hubiese perdido algo entrañable y precioso.
Los dos enanos esperaron a que las pupilas se les acostumbraran a la intensa luz antes de seguir adelante. Ninguno de los dos veía muy bien y por esa razón tampoco ninguno de ellos reparó en que Tasslehoff se bajaba del vagón. Se había despojado del pesado casco y también se quitó el coselete de cuero porque le picaba y además olía muy fuerte, hecho lo cual se dirigió presuroso hacia las grandes puertas de bronce con intención de pillar por sorpresa a Flint; siempre era divertido ver al viejo enano dar un brinco en el aire y ponerse rojo como un tomate.
Tas cruzó rápidamente las puertas y el sol le dio de lleno en la cara. La luz del astro era brillante e inesperada por completo. Llevándose las manos a los ojos, el kender reculó a través de las grandes puertas. El resplandor parecía haberle entrado directamente al cerebro, y lo único que veía era una gran salpicadura roja veteada con trazos azules y adornada con pequeñas motas amarillas. Cuando aquel fenómeno ciertamente ameno e interesante pasó, Tas abrió los ojos y vio, para su consternación, que la doble puerta de bronce se había cerrado sola y lo había dejado tirado en la oscuridad, que ahora era peor que nunca.
—Estoy teniendo un montón de problemas —rezongó el kender al tiempo que se frotaba los ojos—. Espero que Flint sepa apreciarlo.
El Valle de los Thanes había sido una caverna que se había desplomado miles de años atrás y había dejado el área al aire libre. Los muertos yacían en pequeños túmulos que asomaban entre la alta y susurrante hierba mustia o bajo grandes montículos con una puerta de piedra o, en los casos de enanos ricos y poderosos, descansaban dentro de mausoleos. Cada lugar de enterramiento estaba indicado con una estela que llevaba el nombre de la familia cincelado arriba y los nombres de cada miembro enterrado añadido debajo, en filas. Algunas familias tenían varias de esas estelas ya que las generaciones se remontaban muy atrás en el tiempo. Flint iba ojo avizor a nombres neidars, incluido el suyo, Fireforge. Otro punto de enfrentamiento entre clanes cuando Duncan clausuró la montaña, era que los neidars que quisieran volver a Thorbardin para ser enterrados se hallaban excluidos de su última morada tradicional.
Alrededor de las tumbas no había caminos ni veredas. Los pies de mortales rara vez caminaban por allí. Flint y Arman dirigieron sus pasos entre túmulos y mausoleos hacia su punto de destino, visible para ellos desde el instante en el que los ojos se les acostumbraron a la luz: la Tumba de Duncan.
La compleja y ornamentada construcción, más una fortaleza pequeña que una tumba, flotaba majestuosamente a muchas decenas de metros sobre un tranquilo lago azul en el centro del valle. El lago se había formado por la escorrentía de la nieve de la montaña al verterse en el agujero dejado cuando la tumba se desgarró de la tierra y se elevó en el aire.
Flint no podía apartar los ojos de la maravillosa vista. Contemplaba la tumba de hito en hito, pasmado. Había visto muchos monumentos construidos por enanos con anterioridad, pero ninguno igualaba a aquél. Con toneladas y toneladas de peso, la tumba flotaba entre las nubes como si fuese tan liviana como ellas. Torres y torreones de mármol blanco adornados con tejas de un intenso color rojo resplandecían al sol. Ventanas de cristales de colores se abrían a balconadas. Escaleras empinadas conducían de un piso a otro, se entrecruzaban, subían y bajaban en círculo en torno al edificio.
Una nota musical grave resonó en la tumba y levantó ecos en el valle. La nota sonó una vez y luego la música se perdió en la distancia.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Flint, atónito.
Arman Kharas miraba hacia arriba, al milagro de la tumba flotante.
—Algunos cuentan que es Kharas manejando el mazo. Nadie lo sabe con certeza.
La nota sonó de nuevo y Flint no tuvo más remedio que admitir que el sonido era muy parecido al de un martillo golpeando metal. Pensó en lo que podría estar aguardándoles en esa tumba —si es que conseguían llegar hasta ella— y deseó haber hecho caso del consejo de Sturm e insistir a Hornfel para que permitiera que sus amigos lo acompañaran.
—La tumba del rey Duncan se empezó a construir cuando él aún vivía —indicó Arman—. Tenía que ser un gran monumento donde sus hijos y los hijos de sus hijos y todos los que vinieran después de él fueran enterrados. Pero ¡ay!, su visión de una dinastía hylar no se cumpliría. Mandó enterrar a sus dos hijos en un túmulo sencillo, sin nombres. La tumba de su tercer hijo permanecerá vacía para siempre.
»Cuando el rey murió, Kharas, asqueado de la lucha entre clanes, llevó personalmente el cadáver a la tumba. Temiendo que el funeral del rey se malograra por el comportamiento impropio de los thanes enemistados, prohibió a todos que asistieran a la ceremonia. Se dice que intentaron entrar, pero las grandes puertas de bronce se cerraron ante ellos. Kharas no regresó jamás. Los thanes aporrearon las puertas en un intento de abrirlas a la fuerza. La tierra empezó a sacudirse con tal violencia que se derrumbaron edificios, se abrió una grieta en el Árbol de la Vida y el lago se desbordó e inundó la tierra que lo rodeaba.
»Cuando la montaña dejó de moverse, las puertas de bronce se abrieron. Deseosos todos ellos de hallar el mazo y reclamarlo como suyo, los thanes lucharon para ver quién entraba antes en el valle. Sangrantes y vapuleados, irrumpieron en tropel por las puertas y entonces, para su horror, descubrieron que la tumba del rey había sido desgajada de la tierra por alguna fuerza pavorosa y flotaba a gran altura sobre sus cabezas.
»A lo largo de los años, muchos buscaron los medios para tener acceso a ella, pero hasta el día de hoy nadie ha encontrado la forma de entrar y ahora… —Arman desvió la vista de la tumba para dirigir una mirada sombría a Flint—. Ahora, tú, un neidar, afirma conocer el secreto. —Arman se atusó la larga y negra barba—. Yo, al menos, lo dudo.
Flint picó en el anzuelo.
—¿Dónde está la tumba del príncipe Grallen? —De repente tenía ganas de acabar de una vez con todo aquello.
—No muy lejos. —Arman señaló—. Aquél obelisco de mármol negro que se ve junto al lago. Hubo un tiempo en el que se encontraba delante de la Tumba de Duncan, pero eso fue antes de que fuera arrancada de la tierra. Allí hay una estatua del príncipe y detrás se hallan las ruinas de un arco de mármol que se desmoronó cuando la montaña tembló. —Arman miró a Flint de soslayo.
»¿Qué haremos cuando lleguemos a la tumba del príncipe? A no ser que prefieras no decírmelo —añadió con aire estirado.
Flint creyó que al menos le debía eso al joven enano. Después de todo, Arman le había entregado su mazo.
—He de llevar el yelmo a su tumba —contestó.
Arman se quedó mirándolo de hito en hito, estupefacto.
—¿Eso es todo? ¿Nada sobre el Mazo?
—No exactamente —repuso Flint, evasivo.
Había habido una sensación, una impresión, pero nada específico. Ésa era la principal razón por la que no les había dicho nada más a sus amigos y, al mismo tiempo, una razón más para que decidiera ir solo.
—Pero accediste a hacer la apuesta con Realgar…
—Ah, eso —dijo Flint mientras sorteaba montículos y túmulos—. ¿Y qué enano que se tenga por tal ha rechazado nunca una apuesta?
* * *
Tasslehoff observó las puertas de bronce y después se acercó y dio una patada a una de las hojas, no porque creyera que podría abrirla de esa forma, sino porque estaba muy enfadado con ella. Le entró un hormigueo por los dedos del pie que le fue subiendo por el cuerpo hasta los hombros y se enfadó aún más.
Tas tiró la jupak al suelo, apoyó las dos manos en una de las puertas y empujó. Empujó y empujó y no ocurrió nada. Hizo un alto para limpiarse el sudor de la cara mientras pensaba que no se tomaría tantas molestias por nadie excepto por Flint. También pensó que había notado como si la puerta cediera un poco, así que volvió a empujar y esta vez cargando con todo su peso contra la hoja.
«¿Sabes quién te vendría ahora muy bien? —se dijo para sus adentros al tiempo que empujaba con todas sus fuerzas—. Fizban. Si estuviera aquí, lanzaría una de sus bolas de fuego a la puerta y así se abriría de golpe».
Que fue exactamente lo que hizo la puerta en ese momento.
Abrirse de golpe. Con el resultado de que Tas se encontró empujando aire y luz del sol y acabó de bruces en el suelo. Caer de bruces le recordó a Tas otra cosa que Fizban habría hecho, dada la ausencia de llamas, humo y destrucción general que por lo general iban de la mano de los hechizos del viejo mago chiflado. Tas se quedó un instante tendido en la hierba y suspiró tristemente por la muerte de su amigo. Entonces, al recordar su Misión, con mayúsculas, se levantó de un salto y miró a su alrededor.
Fue en ese momento cuando se dio cuenta que la puerta de bronce se cerraba tras él. El kender saltó hacia su jupak y se las arregló para recogerla en el último instante antes de que la puerta se cerrara con estruendo. Dando media vuelta alzó los ojos al cielo y vio la tumba flotante y oyó lo que sonaba como el golpe de un mazo contra un gong. El kender se quedó embelesado.
Tas perdió unos segundos contemplando la tumba, mudo de asombro. El mazo estaba allí arriba, en esa tumba que flotaba en el aire, y Flint iba a subir para tomarlo. Tas soltó un suspiro.
—Espero que al decir esto no hiera tus sentimientos, reina Takhisis —manifestó con solemnidad—, y quiero asegurarte que aún tengo intención de visitar el Abismo algún día, pero ahora mismo el sitio donde más deseo estar de todo el mundo es ahí arriba, en la Tumba de Duncan.
Tasslehoff echó a andar en busca de su amigo.
* * *
La del príncipe Grallen era una más de las tumbas, montículos y túmulos funerarios que se habían construido alrededor del lago en el centro del valle. Allí, en torno al lago, los thanes y sus familias habían recibido sepultura durante siglos. La tumba de Grallen era la única que estaba vacía, sin embargo; no se había cerrado, a la espera de acoger un cuerpo que jamás se encontraría. Un obelisco negro y una estatua del príncipe de tamaño natural señalaban la tumba. La estatua representaba a Grallen con el uniforme de gala, pero iba sin armas. Las manos estaban tan vacías como la tumba, y la cabeza descubierta.
Kharas se detuvo delante de la estatua del príncipe, inclinada la cabeza en señal de respeto, y con el yelmo en la mano. Flint, que tenía seca la boca, se acercó despacio con el Yelmo de Grallen. No sabía qué tenía que hacer. ¿Se suponía que debía poner el yelmo dentro de la tumba vacía? Iba a dar media vuelta cuando notó un helado roce en la piel. Las manos de piedra de la estatua descansaban sobre las suyas.
A Flint le dio un vuelco el corazón. Le temblaban las manos y casi dejó caer el yelmo. Intentó moverse, pero las manos de piedra sujetaban las suyas con firmeza. Miró el rostro de la estatua, a los ojos, y vio que no era piedra inerte, sino que en ellos brillaba la vida. Los labios de la estatua se movieron.
—He tenido la cabeza descubierta, expuesta al sol y al viento, a la lluvia y la nieve, todos estos largos años.
Flint se estremeció y deseó no haber ido allí nunca. Vaciló, tratando de darse ánimo, y después, tembloroso de miedo, colocó el yelmo en la cabeza de piedra, de forma que le cubrió los ojos. La gema roja destelló.
—Voy a unirme con mis hermanos. Llevan mucho tiempo esperando para hacer juntos este tránsito.
Una sensación de paz inundó a Flint y ya no tuvo miedo. Lo embargó un sentimiento de amor abrumador, un amor que lo perdonaba todo. Soltó el yelmo casi de mala gana e inclinó la cabeza. Oyó que Arman daba un respingo y, cuando consiguió ver a través del velo de lágrimas que le empañaba los ojos, se encontró con que la estatua del príncipe llevaba ahora un yelmo de piedra. Se obligó a tragar el nudo que tenía en la garganta, se frotó los ojos para quitarse las lágrimas que los humedecían y miró a su alrededor. Tras hallar lo que buscaba, rodeó el obelisco.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Arman, que lo seguía—. ¿Dónde vas?
—A ese arco de ahí —contestó Flint al tiempo que señalaba.
—El arco era un monumento a Kharas —comentó Arman—. Se desmoronó cuando la tumba fue arrancada de la tierra. Estuvo en ruinas mucho tiempo. Mi padre lo hizo reconstruir y volvió a dedicarlo con la esperanza de que nos condujera hasta el Mazo, pero no sirvió de nada.
Flint asintió con la cabeza.
—Tenemos que caminar a través del arco.
—¡Bah! —El escepticismo de Arman era obvio—. He caminado a través del arco incontables veces y no ha ocurrido nada.
Flint no contestó nada y reservó el aliento para dedicarlo a caminar. Como Raistlin le había recordado con tan poco tacto, no era precisamente joven. La gresca con la multitud, la caminata por el valle y el encuentro con la estatua le habían menguado mucho las fuerzas. Que él supiera, había una larga distancia hasta el Mazo.
El arco estaba hecho del mismo mármol negro del obelisco. Era muy sencillo, sin tallas, y sólo llevaba cinceladas unas palabras: «Espero y vigilo. Él no regresará. ¡Ay, lloro a Kharas!».
Flint se paró. Se meció atrás y adelante sobre los pies mientras se decidía y luego, haciendo una profunda inhalación y cerrando los ojos, echó a correr a través del arco.
—¡Lloro a Kharas! —gritó mientras lo hacía.
La carrera de Flint tendría que haberlo conducido a la hierba marchita del otro lado del arco. En cambio, las botas repicaron en un suelo de tablas de madera desvencijadas. Sobresaltado, abrió los ojos y se encontró en una estancia en penumbra con la única iluminación de un rayo de sol que se colaba a través de una aspillera en el muro de piedra.
Flint dio un respingo y soltó el aire con sobrecogimiento. Se dio la vuelta y allí estaba el arco, lejos, muy lejos de él. Oyó una voz lejana gritar «¡Lloro a Kharas!», y Arman apareció en el arco. El enano joven miró en derredor con asombro.
—¡Estamos aquí! —gritó—. ¡Dentro de la tumba! —Se puso de rodillas—. Mi destino está a punto de cumplirse.
Flint se dirigió hacia la saetera y se asomó. Allá abajo se extendía la hierba marchita, un lago iluminado por el sol y un pequeño obelisco. Abrió los ojos de par en par y retrocedió un paso con rapidez.
—¡Aprisa! ¡Cierra la entrada! —bramó, pero ya era demasiado tarde.
—¡Lloro a Kharas! —gritó una voz aguda.
Tasslehoff Burrfoot, jupak en mano, irrumpió a través del arco.
—¡Un kender! —exclamó Arman con espanto—. ¡En la tumba del Rey Supremo! ¡Esto no puede permitirse! Debe volver.
Corrió hacia Tasslehoff, que estaba tan asombrado que se le olvidó correr. Arman lo asió y se disponía a lanzarlo hacia atrás por el arco cuando de repente lo soltó.
—¡El arco ha desaparecido! —exclamó.
—Oye, si el arco ha desaparecido, ¿cómo vamos a volver abajo, al valle? —inquirió Tas mientras se levantaba del suelo.
—Quizá no volvamos —contestó Flint en tono sombrío.