El Yelmo de Grallen habla
Flint hace una apuesta
La Sala del Consejo de Thanes era una construcción grandiosa en una de las murallas exteriores del Árbol de la Vida. Unos soldados hylars, con uniformes de gala, condujeron a los compañeros a través de una puerta doble de bronce a una sala larga e imponente, flanqueada por columnas. Al otro extremo de la sala había un estrado de planta curva en el que descansaban nueve tronos. Ésos tronos estaban tallados en marfil estriado, cada uno de color diferente en una gama que iba del blanco al gris, del rojizo castaño al verde. El trono que pertenecía al reino de los muertos se había tallado en obsidiana negra. El noveno trono, situado en el centro del arco, era de mayor tamaño que el resto y estaba tallado en mármol blanco puro, con adornos en oro y plata.
Los soldados formaron dos hileras a lo largo de las columnas. Arman Kharas condujo a los compañeros hasta una zona en forma de rotonda, delante de los tronos. Una vez allí, la persona que se dirigiera al Consejo le hablaría al Rey Supremo, cuyo trono tendría enfrente, con los otros thanes observando a uno y otro lado. Puesto que no había Rey Supremo, la persona que tuviera que hablar estaría situada en el centro de la sala para mirar a todos los thanes al mismo tiempo o de otro modo habría de girar la cabeza continuamente a uno y otro lado para dirigirse a todos los thanes, cosa que lo dejaría en bastante desventaja.
Flint iba delante de sus compañeros, con el Yelmo de Grallen en las manos. Se había producido un fugaz altercado entre Arman y él antes de entrar en la Sala respecto a cuál de los dos debería llevar el Yelmo. Para ser sincero, Flint no quería tener nada que ver con el maldito objeto y habría renunciado a él de buen grado, pero se había sentido herido en su orgullo y no estaba dispuesto a dejar que lo llevara el hylar. Además, en un rincón de su pensamiento siempre tenía presente la promesa de Reorx.
Arman Kharas tampoco quería el yelmo. Había pedido llevarlo porque se sentía comprometido por el honor a hacerlo, de modo que, en un gesto de gentileza, no insistió y manifestó que temía que un altercado condujera a un derramamiento de sangre.
Tanis iba detrás de Flint, con Sturm a su lado. Raistlin y Caramon los seguían, con Tasslehoff entre ambos. El mago había amenazado con lanzarle un conjuro de sueño en cuanto abriera la boca para hablar y, aunque por lo general a Tasslehoff le habría parecido una fantástica perspectiva ser hechizado, no quería perderse nada de lo que pudiese ocurrir con los enanos, así que estaba en un dilema. Al final decidió que podían hechizarlo cualquier otro día, mientras que presentarse ante el Consejo de Thanes era una oportunidad que se presentaba una vez en la vida, de modo que se dispuso a hacer el esfuerzo heroico de mantener la boca cerrada.
Los thanes se encontraban sentados en los tronos y mostraban un aparente sosiego a pesar de que la apertura de la puerta y la llegada del yelmo maldecido habían supuesto una conmoción. El único que estaba realmente imperturbable era el thane de los aghars, el Gran Bulp del clan bulp, que estaba profundamente dormido. Y siguió dormido durante casi todo el proceso, ya que sólo se despertó cuando un ronquido especialmente sonoro lo despabiló. Cuando ocurrió esto, parpadeó, bostezó, se rascó y volvió a dormirse.
Flint observó a los thanes conforme Arman Kharas se los presentaba y tomó nota mental de cuál podría ser amistoso y cuál peligroso. Hornfel de los hylars era un enano de semblante majestuoso y porte noble, serio y digno. Su expresión se tornó preocupada cuando miró a Flint y después sombría, al contemplar el yelmo.
El theiwar, Realgar, cuyo trono se hallaba en lo más oscuro de las oscuras sombras, los contempló con ceñudo desagrado, al igual que el thane daergar, Ranee. A Flint no le sorprendió aquello, ya que los enanos oscuros odiaban a todo el mundo. Lo que lo intranquilizó fue el aire de satisfacción que emanaba del theiwar. Flint no distinguía los ojos de Realgar tras el cristal ahumado del yelmo, pero una mueca burlona le curvaba las comisuras de los labios, algo que a Flint le resultaba perturbador; era como si Realgar supiera algo que el resto ignoraba. Flint decidió no quitar ojo al theiwar.
El cabecilla de los daewars, Gneiss, ofrecía una estampa muy imponente con toda la parafernalia de combate, pero al parecer era todo cuanto se podía decir de él. Tufa, del clan kiar, tenía la misma apariencia enajenada que todos los kiars, incluso los que estaban en sus cabales. Tufa no dejaba de echar ojeadas inquietas a Hornfel, como si esperara a que le dijera lo que tenía que pensar. Ranee, de los daergars, sería enemigo de los neidars por la mera razón de que siempre había sido así y siempre lo sería. La cuestión era si los daergars estaban aliados con los theiwars en fuera cual fuera la maldad que estuvieran tramando.
Acabada la presentación de todos los thanes, Flint hizo una respetuosa reverencia al trono vacío del reino de los muertos y luego se inclinó con aire desafiante ante el otro trono vacío, el que pertenecía a los neidars. Hornfel presenció eso último con actitud seria mientras que Realgar soltaba un resoplido desdeñoso, con lo que sacó de su sueño al Gran Bulp, que rezongó antes de volver a hacerse un ovillo en el trono y dormirse otra vez.
—Soy Flint Fireforge —empezó Flint con las presentaciones, y se giró hacia Tanis—. Y éste es…
—¿Por qué no están encadenados con grilletes estos criminales? —interrumpió Realgar—. Han destruido la Puerta Norte. Son asesinos y espías. ¿Por qué no están en una mazmorra?
—No somos espías —replicó Flint, furioso—. Somos portadores de noticias urgentes y una advertencia del mundo que hay más allá de la montaña. La reina Takhisis, a la que los enanos conocen como el Falso Metal, ha regresado del Abismo trayendo consigo sus dragones del mal. Ha creado unos hombres-dragón, guerreros temibles a las órdenes de los Señores de los Dragones, que están haciendo la guerra en el mundo. Muchos reinos han caído ya presas de la oscuridad, entre ellos Qualinesti. El siguiente será Thorbardin.
Todos los thanes empezaron a hablar a la vez, a gritos y gesticulando, señalándose unos a otros y a Flint, que también gritaba y apuntaba con el dedo.
—Sin duda nuestros clérigos lo habrían sabido si el Falso Metal hubiese regresado —manifestó Gneiss, desdeñoso—. No hemos visto ninguna señal de ello.
—En cuanto a esas afirmaciones sobre dragones y hombres-dragón, ¿acaso somos niños para creer esos cuentos? —gritó Ranee.
El Gran Bulp, a quien sacaron bruscamente de su sueño, miró a su alrededor, aturullado.
—¿Qué pasa? —le preguntó Sturm a Tanis, que era el único aparte de Flint que hablaba el lenguaje enano. El caballero estaba acostumbrado a la protocolaria etiqueta de los solámnicos y estaba espantado ante semejante tumulto—. ¡Esto es más una reyerta de taberna que una reunión de dirigentes!
—Los enanos no son dados al ceremonial —contestó Tanis—. Flint les ha dicho que Takhisis ha vuelto y discuten esa afirmación.
—¡Demostraré que son espías! —La voz de Realgar era tenue y áspera y tenía un dejo quejumbroso, como si se sintiera constantemente maltratado—. Mi gente intentó arrestar a esta pandilla, pero se los llevaron Arman Kharas y sus secuaces, que no tenían derecho a encontrarse en nuestro territorio.
—Tenía todo el derecho a sacar a mi hermano de vuestras mazmorras —replicó Arman, acalorado.
—Infringió nuestras leyes —argumentó Realgar, malhumorado.
—No infringió ninguna ley. Lo raptasteis para intentar obtener un rescate…
—¡Eso es mentira! —Realgar se incorporó bruscamente.
—¿También es mentira que hemos tenido que correr para salvar la vida en el Eco del Yunque? —increpó con voz atronadora Arman—. ¡Los tuyos nos arrojaron piedras por los pozos de la muerte para aplastarnos!
—¿Que dices? —Hornfel se puso de pie y asestó una mirada torva al thane theiwar—. ¡Nadie me ha mencionado nada sobre eso!
Tanis iba traduciendo lo que hablaban los enanos para que sus amigos supieran lo que pasaba. Flint no apartaba la vista del theiwar. Había intentado reconducir la conversación al motivo por el que sus compañeros y él habían viajado a Thorbardin, pero no estaba haciendo muchos progresos. De repente Flint adivinó lo que iba a decir el theiwar y comprendió, desanimado, que tanto Arman como él se habían dejado manipular por alguien muy astuto.
—Admito que atacamos a nuestros parientes hylars —dijo Realgar—. Los míos intentaban impedir que esos criminales entraran en nuestro territorio. Los Altos son espías. Intentaron colarse a hurtadillas en Thorbardin, sin ser vistos, y trayendo consigo el yelmo maldito para destruirnos. Habrían tenido éxito, pero su delito se frustró gracias a la intervención de los míos.
—¿Espías? ¿Criminales? —repitió Hornfel, exasperado—. No dejas de repetir lo mismo Realgar, pero ¿en qué te basas para hacer esas acusaciones? —En su voz asomó un dejo cortante—. Eso tampoco explica por qué intentaste matar a mi hijo y a sus soldados.
Flint sabía lo que venía a continuación. Vio el pozo ante sí, pero para cuando quiso darse cuenta ya había caído y yacía en el fondo, indefenso.
—Sí, intentamos matarlos para proteger Thorbardin. ¡Éstos Altos —el theiwar apuntó con el dedo a Tanis y a los demás— y su neidar lameculos abrieron la puerta para que un ejército de humanos, que ahora se encuentra en las estribaciones, pudiera lanzar un ataque contra nosotros!
Los thanes enmudecieron, atónitos.
»Detesto tener que decir esto, Hornfel, pero tu hijo forma parte del complot. Mi gente iba a arrestar a los Altos, pero tu hijo los rescató. Les ha revelado nuestras defensas. —Realgar hizo una pausa y luego añadió suavemente—: O quizás tú ya sabías todo esto, Hornfel. Quizá también estás metido en esta maquinación.
—¡Eso es mentira! —gritó Arman, que se abalanzó, furioso, contra Realgar. Los soldados, con las armas desnudas, lo rodearon rápidamente y, por si acaso, también rodearon a los compañeros.
—Así es como Hornfel planea convertirse en Rey Supremo —gritó Realgar—. ¡Vendiendo Thorbardin a los humanos!
El Gran Bulp contribuía a acrecentar el jaleo al encaramarse al trono mientras chillaba a voz en cuello que estaban a punto de matar a los Altos. Gneiss, el thane daewar, se había puesto de pie y a enumerar normas de actuación procedente que nadie oía. El thane kiar también estaba de pie, con un cuchillo en la mano.
Tanis dejó de hacer de intérprete y se limitó a informar a los demás lo que pasaba.
—¡Pero eso es terrible! —dijo Sturm, sombrío—. ¡Ahora nunca permitirán que los refugiados entren!
—La cuestión es: ¿cómo sabía lo de los refugiados? —musitó Raistlin—. Dile a Flint que se lo pregunte.
—No veo qué importancia puede tener eso —adujo Sturm, impaciente.
—Claro que no lo ves —replicó el mago con mordacidad—. Pregúntaselo, Flint.
El enano sacudió la cabeza.
—No me harían caso —comentó, sombrío—. Nos hemos metido en la trampa tendida por Realgar. Poco se puede hacer ahora al respecto.
Hornfel se vio obligado a defenderse y a negar rotundamente los cargos hechos por Realgar contra él. Arman Kharas también los negaba, explicaba que había topado con los compañeros por casualidad y añadía que él mismo los había arrestado para llevarlos ante el Consejo.
—Junto con la maldición de Grallen —chilló Realgar.
—Silencio todos —ordenó con voz atronadora Hornfel y, por fin, los otros thanes dejaron de discutir. Les asestó una mirada fulminante hasta que todos se hubieron sentado de nuevo en los tronos. Los soldados soltaron a Arman, que se atusó la barba y dirigió una mirada furiosa al theiwar; éste observó al joven enano con aire malicioso. Volviéndose hacia Flint, Hornfel habló en tono severo.
»Respóndeme, Flint Fireforge de los neidars. ¿Son ciertos esos cargos?
—No, no lo son, gran thane.
—¡Pregúntale sobre los humanos escondidos en el valle! —gruñó Realgar.
—Venimos en nombre de un grupo de humanos —dijo Flint.
—¡Lo admite! —gritó con aire triunfal el theiwar.
—Pero no son soldados. ¡Son refugiados! —replicó Flint, enfadado—. Hombres, mujeres y niños. ¡Nada de un ejército! Y no intentamos entrar a hurtadillas en Thorbardin. La Puerta Norte se abrió para nosotros.
—¿Cómo? —inquirió Hornfel—. ¿Cómo encontrasteis la puerta que había permanecido oculta estos trescientos años?
Flint respondió de mala gana, consciente de que era lo que no debería decir porque jugaba a favor del theiwar, pero no podía dar ninguna otra explicación.
—El Yelmo de Grallen nos condujo hasta la puerta y nos la abrió.
Raistlin estaba al lado de Tanis y cerró la mano sobre el brazo del semielfo.
—Dile a Flint que pregunte al theiwar cómo sabía lo de los refugiados —lo apremió.
—¿Y eso qué importa? —Tanis se encogió de hombros—. Una vez que la puerta se abrió, seguramente su gente salió a investigar.
—Imposible —lo contradijo Raistlin—. ¡Los theiwar no soportan la luz del sol!
—Eso es cierto… —Tanis lo miró con atención.
—Callaos los dos —advirtió Sturm.
Hornfel había adelantado un paso y alzó la mano para pedir silencio.
—Los cargos presentados contra ti y tus amigos son muy serios, Flint Fireforge —manifestó—. Habéis entrado en nuestro reino sin permiso. Habéis destruido la puerta.
—Eso no fue culpa nuestra —chilló Tasslehoff, aunque la manaza de Caramon lo silenció casi de inmediato al taparle la boca.
—Nos habéis traído el yelmo maldito…
—El Yelmo de Grallen no está maldito —lo contradijo Flint, iracundo—. Y puedo demostrarlo.
Alzando el yelmo, se lo encajó en la cabeza.
Los thanes, todos a una, se incorporaron como impulsados por un resorte, hasta el aghar que, equivocadamente, pensó que como todos se habían puesto de pie era hora de levantar la sesión.
—Esto podría tener fatales consecuencias, amigo mío —dijo Raistlin, que clavó las uñas en el brazo de Tanis.
—¡Eras tú el que quería que se pusiera el maldito trasto! —protestó el semielfo.
—No es el lugar ni el momento que habría elegido para que lo hiciera —repuso el mago.
En un gesto instintivo, Sturm se llevó la mano a la vaina vacía, olvidando que los enanos le habían quitado la espada. Los soldados habían dejado las armas confiscadas cerca de la entrada. Sturm calculó la distancia y se preguntó si llegaría hasta su espada antes de que los soldados lo alcanzaran. Tanis advirtió la dirección de la ojeada del caballero y supo lo que estaba pensando. Lanzó a Sturm una mirada de advertencia. El caballero asintió con la cabeza con disimulo, aunque también dio un par de pasos hacia la puerta.
Flint se encontraba en medio de la sala, con el yelmo en la cabeza, y durante unos instantes largos y tensos no ocurrió nada. Tanis empezaba a respirar con más tranquilidad cuando la gema del yelmo irradió un destello que inundó la estancia de una intensa luz roja anaranjada, un fuego sagrado en medio de los presentes. El yelmo le cubría el rostro a Flint; sólo se le veía la barba, asomando por debajo, y los ojos.
Tanis no reconoció a su amigo en aquellos ojos ni, al parecer, Flint lo reconoció a él ni a ninguno de los otros. Miró a su alrededor como si hubiese entrado en una habitación llena de extraños.
Los thanes guardaban silencio, un silencio torvo que no presagiaba nada bueno. Todos habían llevado la mano al martillo de guerra o a la espada; o a ambas armas. Los soldados tenían prestas las suyas.
Flint no hizo caso de los thanes ni de los soldados. Contempló el entorno; la mirada, a través de las ranuras de la visera, no dejó pasar nada por alto, como alguien que vuelve a un lugar querido tras un largo viaje.
—Estoy en casa… —dijo con una voz que no era la suya.
La expresión furiosa de Hornfel se suavizó para dar paso a otra dubitativa, insegura. Volvió la vista hacia su hijo, que sacudió la cabeza y se encogió de hombros. Realgar sonrió con burla, como si hubiera sido eso lo que esperaba, ni más ni menos.
—Es puro teatro —masculló.
Flint se dirigió hacia el estrado, subió los escalones y se sentó en uno de los tronos vacíos: el negro, el asiento sagrado del reino de los muertos. Miró con aire desafiante a los thanes, como retándolos a que hicieran o dijeran algo al respecto. Los thanes lo miraban, paralizados por la impresión.
—¡Nadie se sienta en el trono de los muertos! —gritó Gneiss, que asió a Flint por el brazo e intentó levantarlo del sagrado solio.
Flint no movió un solo dedo pero, de repente, el thane daewar trastabilló hacia atrás, como si hubiese recibido el golpe de un martillo invisible. Cayó del estrado y se quedó tendido en el suelo, tembloroso de miedo y pasmo. Sentado en el trono del reino de los muertos y con el yelmo de un muerto en la cabeza, Flint habló:
—Soy el príncipe Grallen —dijo y su voz sonó severa y fría, distinta de la de Flint—. He vuelto al hogar de mis antepasados. ¿Así es como se me da la bienvenida?
Los otros thanes echaban ojeadas de soslayo al daewar, que seguía tendido en el suelo. Ninguno se acercó a ayudarlo. Ahora nadie se burlaba ni hacía mofa.
—Tú eres su descendiente —dijo Ranee a Hornfel, nervioso—. Tu familia nos acarreó esta maldición. Deberías ser tú quien hablara con él.
Hornfel se quitó el yelmo en señal de respeto y se acercó al trono con dignidad. Arman habría acompañado a su padre, pero el thane hizo un gesto con la mano con el que indicó a su hijo que se quedara atrás.
—Eres bienvenido al hogar de tus antepasados, príncipe Grallen —dijo Hornfel, que habló con cortesía, pero también con orgullo y sin temor, como correspondía a un thane de los hylars—. Te pedimos disculpas por actuar de forma indebida.
—Los daergars no tenemos nada que ver con ello, príncipe Grallen —se apresuró a decir Ranee en voz alta—. Tú debes saberlo.
—No es justo que suframos una maldición —añadió Gneiss mientras se levantaba del suelo—. Nuestros antepasados ignoraban el complot que había contra ti.
—Tu maldición debería caer sólo sobre los hylars —dijo Ranee.
—Silencio todos —ordenó Hornfel, que miró a su alrededor, ceñudo—. Oigamos lo que el príncipe tiene que decir.
Tanis comprendió. Hornfel era inteligente. Estaba poniendo a prueba a Flint en un intento de descubrir si estaba fingiendo todo aquello o si realmente el espíritu del príncipe Grallen hablaba por su boca.
—Hubo un tiempo en el que os habría maldecido —les dijo Flint. El tono de su voz se tornó más duro y terrible—. Hubo un tiempo en el que mi cólera habría echado abajo esta montaña —aseguró, iracundo—. ¿Cómo osas intercambiar palabras conmigo, Hornfel de los hylars? ¿Cómo osas afrentar más aún a mi fantasma, muerto prematuramente, mi vida segada por mis propios parientes? —Flint golpeó con el puño el brazo del trono.
La montaña se sacudió, el Árbol de la Vida se estremeció, el suelo se movió y los tronos de los thanes traquetearon sobre el estrado. En el techo apareció una grieta mientras las columnas crujían y chascaban. El Gran Bulp soltó un agudo chillido y se desplomó, desmayado.
Hornfel cayó de rodillas. Ahora sí que estaba asustado. Todos lo estaban. Uno tras otro, los soldados que había en la sala hincaron la rodilla en el suelo de piedra. A continuación lo hicieron los thanes hasta que únicamente Realgar se quedó de pie y, finalmente, hasta él se arrodilló aunque era evidente que odiaba tener que hacerlo.
Los temblores cesaron. La montaña se calmó. Tanis echó una rápida ojeada a su alrededor para asegurarse de que todos se encontraban bien.
Sturm estaba inclinado sobre una rodilla y con el brazo levantado en el saludo solámnico de un caballero a la realeza. Raistlin seguía de pie, manteniendo el equilibrio gracias al bastón, con el semblante y los pensamientos ocultos en las sombras de la capucha. Caramon se había quitado el yelmo, aunque no había soltado a Tasslehoff.
—¡Ojalá Fizban estuviera aquí para ver esto! —dijo el kender con gesto pesaroso.
Tanis volvió a poner su atención en Flint y se preguntó en qué acabaría todo aquello. «En nada bueno», pensó, taciturno.
El silencio era tan absoluto que a Tanis le parecía que oía el sonido del polvillo de la piedra deslizándose por el suelo.
—Tus hermanos confesaron su crimen antes de morir, príncipe Grallen. —La voz de Hornfel sonó temblorosa—. Aunque no fuera a sus manos, se consideraban responsables de tu muerte.
—Y lo eran —habló Grallen, iracundo—. Yo era el menor, el favorito de nuestro padre. Temían que los pasara por alto y me dejara a mí el gobierno de Thorbardin. Aunque es cierto que sus manos no dieron el golpe mortal, sí que fue culpa suya que muriera.
»Yo era joven, participaba en mi primera batalla. Mis hermanos mayores juraron velar por mí y protegerme. En cambio me enviaron a la muerte. Me ordenaron que marchara con una pequeña fuerza a Zhaman, la fortaleza del perverso hechicero. Hice lo que me mandaban. ¿Por qué no? Los quería y los admiraba, ansiaba impresionarlos. Mis propios soldados intentaron avisarme, me advirtieron que era una misión suicida, pero no les hice caso. Confiaba en mis hermanos, que afirmaron que mis soldados mentían, que podía decirse que la batalla estaba ganada. Yo tendría el honor de capturar al hechicero y sacarlo de allí encadenado.
»Me regalaron este yelmo asegurándome que me haría invencible. Sabían la verdad, sabían que no me haría invencible. Siendo obra de los theiwars, la magia de la gema atraparía mi alma y así el yelmo me mantendría retenido en él, de manera que ni siquiera mi fantasma vengativo pudiera regresar para revelar la verdad de lo ocurrido.
—Tus hermanos se sintieron avergonzados de lo que habían hecho, noble príncipe —dijo Hornfel—. Admitieron su culpabilidad ante Kharas y después buscaron la muerte en la batalla. Tu padre lloró cuando le llevaron las amargas nuevas. Hizo todo lo posible para enmendar el daño. Mandó crear una estatua en tu honor y construyó una tumba para ti. A tus hermanos se les dio sepultura en una tumba sin nombre.
—Y, sin embargo, mi padre no volvió a pronunciar mi nombre jamás —arguyó el príncipe.
—Tu noble padre se culpaba a sí mismo, alteza. No soportaba el recuerdo de la tragedia. «He perdido tres hijos», clamaba. «Uno en batalla y dos por la oscuridad».
»En realidad no es menester que nos maldigas, gran príncipe —añadió Hornfel con amargura—. El trono en el que se sentó tu padre como Rey Supremo ha permanecido vacío desde su muerte. El Mazo de Kharas está perdido para nosotros. Ni siquiera tenemos el consuelo de rendir homenaje a tu padre en su tumba, porque alguna fuerza terrible la arrancó de la tierra y ahora flota a gran altura sobre el Valle de los Thanes. Allí está suspendido el panteón de nuestro Rey Supremo, fuera de nuestro alcance, como un constante castigo y reproche para nosotros.
»Nuestra nación está dividida y pronto, me temo, la disensión desembocará en una guerra civil. No sé qué más daño podrías hacernos, príncipe Grallen —dijo Hornfel—, a no ser que desplomes la montaña sobre nuestras cabezas.
—¡Guau, chico! —Tasslehoff silbó—. ¿De verdad que Flint podría hacer eso? ¿Derribar la montaña?
—¡Chitón! —ordenó Tanis y su expresión era tan feroz que el kender enmudeció.
—Hubo un tiempo en el que me habría vengado de vosotros, pero mi alma ha aprendido mucho a lo largo de los siglos. —La voz de Flint se suavizó. Dio un suspiro y el puño que tenía apretado se relajó—. He aprendido a perdonar. —Flint se puso de pie muy despacio.
»Los espíritus de mis hermanos han marchado a la siguiente etapa del viaje de su existencia. El espíritu de mi padre ha hecho lo mismo, acompañado en el tránsito por el del noble Kharas. Pronto me reuniré con ellos, porque ahora soy libre del cruel encantamiento que me retenía.
»Antes de partir, os haré un regalo, una advertencia. El Falso Metal ha regresado, pero también lo han hecho Reorx y los demás dioses. La puerta de Thorbardin está abierta de nuevo y la luz del sol penetra en la montaña. Si cerráis esa puerta, si dejáis fuera la luz, la oscuridad os consumirá.
—Esto es todo una farsa —masculló Realgar—. ¿Es que no os dais cuenta, necios?
—¡Cierra el pico o te lo cierro yo! —increpó Tufa. El kiar seguía con el cuchillo empuñado.
—Te damos las gracias, príncipe Grallen —dijo Hornfel en actitud respetuosa—. Tendremos en cuenta tus palabras.
—¿Eso es todo lo que tienes que decirnos, príncipe Grallen? —Arman se incorporó—. ¿No hay nada que debas decirme a mí?
—¡Calla, hijo mío! —exhortó Hornfel.
—¡El príncipe ha dicho que los dioses se hallan de nuevo entre nosotros! Es el tiempo del que Kharas hablaba: «Cuando el poder de los dioses vuelva también lo hará el Mazo para forjar de nuevo la libertad de Krynn». —Arman se adelantó para situarse ante el trono del reino de los muertos.
»Dime cómo entrar en la Tumba de Duncan. ¡Dime dónde buscar el Mazo de Kharas, noble príncipe, pues tal es mi destino!
El brillo de la gema perdió intensidad, parpadeó y se apagó.
—¡Espera, príncipe Grallen! —gritó Arman—. ¡No puedes irte sin habérmelo dicho!
Muy despacio, Flint alzó las manos y también muy despacio se quitó el yelmo. Su expresión no era triunfante ni exaltada. Patecía muy cansado. Tenía el semblante demacrado y pálido. Daba la impresión de haber envejecido tantos años como los que el príncipe llevaba muerto.
—¡Tú lo sabes! —gritó de repente Arman, que señalaba a Flint. La voz del joven enano temblaba por la furia—. ¡Te lo dijo!
Flint se alejó del trono de los muertos con el Yelmo de Grallen sujeto debajo del brazo.
—¡Esto es un simulacro, una falacia! —Realgar se echó a reír—. Está mintiendo. Ha mentido desde el principio. ¡No tiene ni idea de dónde está el Mazo!
—Sabía los detalles de la vida y la muerte del príncipe Grallen —argumentó Hornfel—. La montaña tembló cuando dudamos de él. Quizá Reorx y los otros dioses han vuelto.
—Estoy de acuerdo con Realgar —intervino Ranee—. Buscador de Nubes se ha sacudido con anterioridad y ninguno de nosotros creyó que fuera algo más que un temblor natural de la montaña. ¿Por qué iba a ser distinto esta vez?
Flint se abrió paso entre los thanes, pero Arman se interpuso en su camino.
—¡Dime dónde buscar el Mazo! Soy un príncipe. ¡Es mi destino!
—¿Por qué iba a decírtelo? —estalló Flint, acalorado—. ¿Para que así te quedes con el Mazo y nos arrojéis a mis amigos y a mí a una mazmorra?
—Retened como rehenes a sus amigos a cambio del Mazo —sugirió el daewar.
—¡Hacedlo y el Mazo seguirá perdido otros trescientos años! —replicó iracundo Flint.
Los ojos entrecerrados de Realgar habían estado observando a Flint con suma atención.
—Propongo hacer una apuesta —dijo entonces, con una sonrisa. Los otros thanes parecían intrigados por la propuesta. Al igual que su dios, a los enanos les encantaba jugar.
—¿Qué apuesta? —preguntó Hornfel.
—Si ese neidar encuentra el Mazo de Kharas y nos los trae, entonces consideraremos dar asilo a esos humanos en nuestro reino… Siempre y cuando no formen parte de un ejército, claro. Si fracasa, entonces él y sus amigos seguirán siendo nuestros prisioneros y cerraremos la puerta.
Hornfel se atusó la barba y miró a Flint con gesto especulativo. El daewar asintió con la cabeza, satisfecho, y el kiar soltó una risita mientras se rascaba la barbilla con la hoja del cuchillo.
—¡No es posible que digan eso en serio! —saltó Sturm cuando Tanis tradujo—. ¡No puedo creer que apuesten con algo tan serio! Claro que Flint no les seguirá el juego.
—Estoy de acuerdo con el caballero —manifestó Raistlin—. Aquí pasa algo raro.
—Es posible —masculló Flint—. Pero a veces hay que arriesgarlo todo para conseguir todo. Acepto la apuesta —dijo luego en voz alta—, con una condición. Conmigo podéis hacer lo que os plazca, pero si pierdo, mis amigos quedan libres y se marchan.
—¡No puede hacer eso, Tanis! —protestó Sturm, escandalizado e indignado—, ¡Flint no puede jugar con el sagrado Mazo de Kharas!
—Tranquilízate, Sturm —increpó el semielfo, irritado—. El Mazo aún no está en poder de nadie para que haga nada con él.
—¡No lo permitiré! —manifestó Sturm—. Si tú no intervienes, entonces lo haré yo. ¡Esto es un sacrilegio!
—Deja que Flint lleve este asunto a su modo, Sturm —advirtió Tanis, que asió al caballero por el brazo al ver que pensaba darse media vuelta, y lo obligó a escuchar lo que iba a decirle—. No estamos en Solamnia, sino en el reino de los enanos. No sabemos nada de sus normas, de sus leyes ni de sus costumbres. Flint sí. Corrió un gran riesgo al ponerse ese yelmo, así que al menos le debemos un voto de confianza.
Sturm vaciló. Por un instante pareció dispuesto a desafiar al semielfo, aunque lo pensó mejor y asintió con la cabeza, de mala gana.
—Haremos la apuesta —dijo Hornfel, que habló en nombre de los otros thanes— con estas condiciones: no aceptamos hacer excepciones respecto a tus amigos, Flint Fireforge de los neidars. Su suerte está vinculada a la tuya. Si realmente encuentras el Mazo de Kharas y nos lo entregas, consideraremos permitir la entrada a Thorbardin de los humanos a los que representáis basándonos en la valoración que hagamos de ellos. Si son, como tú afirmas, familias y no soldados, serán bienvenidos. ¿Te parece bien?
—¡Los dioses nos valgan! —murmuró Sturm.
Flint se escupió en la palma de la mano y se la tendió. Hornfel hizo otro tanto y se estrecharon la mano, con lo que el trato quedó cerrado.
Hornfel se volvió hacia Tanis.
—Seréis nuestros huéspedes durante la ausencia de vuestro amigo. Se os alojará en aposentos de invitados en el Árbol de la Vida y se os proporcionarán guardias para vuestra seguridad.
—Gracias, pero iremos con nuestro amigo —dijo Tanis—. Él solo no puede acometer lo que podría ser una misión peligrosa.
—Vuestro amigo no irá solo —contestó Hornfel con un atisbo de sonrisa—. Mi hijo, Arman, lo acompañará.
—¡Esto es una locura, Flint! —dijo Raistlin con voz queda—. Pongamos que encuentras el Mazo. ¿Qué impedirá que ese enano se revuelva contra ti, te mate y lo robe?
—El hecho de que yo estaré ahí para impedirlo —manifestó Flint, enfadado.
—Ya no eres tan joven ni tan fuerte como antes —replicó Raistlin—, mientras que Arman es ambas cosas.
—Mi hijo jamás haría una cosa así —intervino Hornfel, iracundo.
—Por supuesto que no —corroboró Arman, ofendido—. Tenéis mi palabra como hijo de mi padre y como hylar de que la vida de vuestro amigo será para mí una responsabilidad sagrada.
—A decir verdad, Flint podría matar a Arman y robar el Mazo —intervino Tasslehoff con voz alegre—. ¿Verdad, Flint?
El enano enrojeció. Caramon, soltando un suspiro, plantó la mano en el hombro del kender y lo condujo hacia la puerta.
—¡Flint, no accedas a ir solo! —apremió Sturm.
—Eso es algo que no está sujeto a discusión —dijo Hornfel en tono resuelto—. Ningún humano, semielfo y, por supuesto, ningún kender profanará con su presencia la sagrada tumba del Rey Supremo. El Consejo de Thanes ha concluido. Mi hijo os escoltará a vuestros aposentos.
Hornfel se volvió sobre sus talones y se marchó. Los soldados cerraron filas alrededor de los compañeros, que no tuvieron más remedio que dejarse conducir.
Flint se puso al lado de Tanis. El viejo enano llevaba gacha la cabeza y los hombros hundidos. Sujetaba firmemente el Yelmo de Grallen.
—¿Sabes en realidad dónde hallar el Mazo? —preguntó Tanis en un susurro.
—Quizá —masculló Flint.
Tanis se rascó la barba.
—¿Sabes que has apostado la vida de ochocientas personas en ese «quizá»?
—¿Acaso tienes una idea mejor? —Flint miró de soslayo a su amigo. Tanis sacudió la cabeza en un gesto negativo—. Es lo que suponía —gruñó Flint.