Los thanes de Thorbardin
Oscuros aliados
Tanis y los otros no podían saber que al entrar en la Sala de Thanes se metían en una trampa porque, ignorado por todos, incluidos los otros thanes, la reina Takhisis había seducido a uno de los suyos y lo había convencido para que se uniera a su maléfica causa.
El Consejo de Thanes gobernaba Thorbardin, como lo había venido haciendo durante siglos. Cada uno de los grandes clanes enanos —hylar, theiwar, neidar, kiar, daewar, daergar y aghar— tenía asiento en el Consejo.
Los hylars, debido a su educación y cualidades innatas para la diplomacia y el liderazgo, llevaban mucho tiempo siendo el clan dominante de Thorbardin. Aunque en la actualidad no había un Rey Supremo, los hylars, bajo el liderazgo de su thane Hornfel, mantenían el control nominal de los clanes y trabajaban con empeño para evitar que estallara una guerra civil bajo la montaña. Con el cierre de las minas, Hornfel comprendió que la única salvación para los enanos sería restablecer el contacto con el mundo y, en consecuencia, abrir las puertas. Por desgracia, los propios hylars estaban divididos en cuanto a eso, algunos a favor de aventurarse en el mundo y otros convencidos de que el mundo era un lugar peligroso y que lo mejor era dejar clausuradas las puertas.
Los neidars habrían sido los únicos que, mucho tiempo atrás, podrían haber disputado a los hylars su predominio en Thorbardin, pero las cavernas en el interior de la montaña resultaron demasiado restrictivas para la naturaleza inquieta de los neidars y demasiado abarrotadas para su gusto. Mucho antes del Cataclismo, los neidars se habían marchado de Thorbardin para viajar por el mundo. En la superficie trabajaron como artesanos y cultivaron la tierra, recogiendo cosechas y cuidando animales que no podían vivir en la perpetua oscuridad del interior de la montaña. Los neidars y el resto de los clanes habían seguido llevándose bien hasta que el Cataclismo azotó el mundo y lo cambió para siempre.
Cuando el hambre y la peste empezaron a ser una amenaza para el reino de la montaña, el Rey Supremo, Duncan, creyó que los neidars sobrevivirían por sí mismos y tomó la desesperada decisión de clausurar las puertas. Los neidars se enfurecieron. También ellos se enfrentaban a la hambruna y las enfermedades y, lo que era peor, sufrían los ataques de goblins, ogros y humanos desesperados. Rompieron las relaciones con los enanos bajo la montaña y les declararon la guerra con resultados desastrosos. Los neidars seguían teniendo su asiento en el Consejo a pesar de que no se había ocupado durante siglos.
Los kiars eran gentes vesánicas y algunos cuchicheaban que Reorx les había echado una maldición cuando pilló a un kiar haciéndole trampas en una partida de dados. Una vena de locura aquejaba al clan. En cada familia kiar al menos uno de sus miembros estaba total o parcialmente loco. Por ello, los kiars tendían a ser reservados, cosa que no les venía mal porque eran muy diestros en el manejo de los gusanos urkhans que excavaban los túneles, en la explotación de granjas y en el pastoreo de animales. Los hylars se consideraban protectores de los kiars y éstos, a cambio, se habían comprometido a respaldar a los hylars en todo lo que hacían.
Si a los kiars los había maldecido Reorx, los daewars eran sus predilectos… O eso era lo que afirmaban ellos. Con tendencia al fanatismo en cualquier actividad o profesión que escogieran, los daewars se veían como los elegidos del dios, y muchos del clan se habían hecho clérigos dedicados a Reorx. Habían construido templos magníficos con lujosos enseres, y los altos honorarios marcados por los servicios de los sacerdotes daewars habían sufragado la construcción de templos aún más grandiosos.
Cuando los dioses abandonaron el mundo, los daewars se sintieron destrozados y consternados. Algunos de los suyos, clérigos verdaderos, desaparecieron por entonces. Los que se quedaron perdieron sus poderes para sanar las enfermedades que asolaban el reino o para echar conjuros de nutrición a las cosechas. Los otros enanos empezaron a echar la culpa de su infortunio a los daewars y atacaron sus templos. Temerosos de que sus maravillosos templos fueran destruidos, los daewars aseguraron que Reorx y los otros dioses aún seguían por el mundo, sólo que rehuían a la gente.
Los sacerdotes daewars continuaron con su rutina diaria y mantuvieron encendido el fuego en los templos de Reorx, le pidieron que escuchara sus plegarias y, en algunas ocasiones, creaban sus propios «milagros» en un intento de demostrar que había respondido a las súplicas. Los fieros soldados daewars —tan fanáticos en la batalla como lo eran sus clérigos en sus creencias— se encargaron de que otros clanes no entraran en su territorio.
A medida que pasaba el tiempo, todos salvo los más fanáticos dejaron de creer en los dioses. Algunos recurrieron a cultos que veneraban todo, desde una sagrada rata albina hasta una formación rocosa fuera de lo normal.
Muchos daewars se dedicaban a la vida militar y su clan tenía la fuerza combativa más disciplinada, aguerrida y mejor entrenada bajo la montaña. Aunque excelentes guerreros, los daewars no destacaban por su inteligencia o creatividad. Como rezaba el dicho: «La barba les crecía en el cerebro».
Los daergars era una rama del clan theiwar y sus semejantes aún los consideraban enanos «oscuros». A los daergars se los acusó de haber conspirado contra los hylars durante la Guerra de Dwarfgate y fueron desterrados por el rey Duncan a las zonas más profundas de la montaña. Eso no fue una penalidad para los daergars, ya que llevaban mucho tiempo trabajando como mineros y eran habilidosos en descubrir y extraer los valiosos filones, ya fueran de hierro, de oro o de plata.
La pérdida de los ingresos de la minería asestó un duro golpe a la economía de los trabajadores, y los daergars se habían hundido en la miseria y la degradación. Matones y pandillas se adueñaron de las calles del territorio del clan a medida que los enanos empobrecidos se buscaban la vida por cualquier medio, casi siempre deshonesto.
Los daergars culpaban de sus problemas a los hylars y creían que el cierre de las minas era un complot para destruirlos. El thane hylar, Hornfel, temía que los daergars y los theiwars planearan unirse con la intención de derrocar al Consejo y hacerse con el control de Thorbardin. Hornfel hacía todo lo posible para ser conciliador con los dos, pero en lugar de conseguir su propósito el resultado había sido que ahora lo consideraran débil.
Resultó que Hornfel había actuado demasiado tarde. Theiwars y daergars no planeaban aliarse, sino que ya lo habían hecho y además tenían nuevos y poderosos aliados que los ayudaban en su causa.
Los aghars, conocidos como enanos gullys, también tenían un asiento en el Consejo, para la perplejidad general del resto de Krynn. Denigrados por todas las razas, ignorantes hasta la saciedad y notoriamente cobardes, los gullys no eran verdaderos enanos; al menos eso era lo que los enanos aseguraban siempre. Se decía que los gullys tenían algo de sangre gnoma (cosa que, por supuesto, los gnomos negaban). En cuanto a las razones de que los aghars hubieran recibido un asiento en el Consejo, era algo que databa de los primeros tiempos, cuando Thorbardin aún se estaba construyendo.
En aquel entonces, el clan de los theiwars era el que dirigía a los Enanos de la Montaña. Sin embargo, al ver que los hylars ganaban poder, los theiwars quisieron asegurarse la mayoría en el Consejo. Como habían aterrorizado e intimidado a los gullys durante mucho tiempo, los theiwars creían que seguirían coaccionándolos y los forzarían a apoyar cualquier medida que propusieran ellos. Los theiwars insistieron en que se diese un asiento a los aghars y privilegios de derecho a voto en el Consejo.
Los hylars vieron la argucia de los theiwars e intentaron impedirlo, pero los theiwars argumentaron astutamente que, si a los aghars se los excluía del Consejo, otros clanes los seguirían después. Eso encolerizó a los impulsivos daergars y asustó a los inseguros kiars. Los hylars no tuvieron más remedio que ceder y, en consecuencia, aunque los enanos gullys no tenían ciudad debajo de la montaña, sino que plagaban todas sus áreas como las ratas que eran el artículo básico de su alimentación, recibieron un asiento en el Consejo. Por desgracia para los theiwars, los gullys acabaron respaldando la causa de los hylars la mayoría de las veces porque a los hylars les daban lástima y eran buenos con ellos (al menos, según pautas de los gullys).
Un octavo asiento estaba destinado al reino de los muertos. Los enanos veneraban a sus antepasados y, aunque ese asiento estaba siempre vacío, tenían la profunda convicción de que sus muertos eran una parte integral de la vida enana y no se los debía relegar.
Había un noveno asiento destinado al Rey Supremo, uno de los thanes elegido por el Consejo. Ése asiento también permanecía vacío desde hacía trescientos años. Según Arman Kharas, no podía haber un Rey Supremo a menos que se encontrara el Mazo de Kharas. Eso, quizá, sólo fuera una excusa. Había habido Reyes Supremos en tiempos anteriores al Mazo. Dado el estado actual de descontento social, ningún clan era lo bastante fuerte para reclamar la soberanía. Uno de los thanes estaba situándose en posición de remediar esa situación.
Realgar de los theiwars era un enano peligroso en extremo, mucho más peligroso de lo que nadie sospechaba. Ello tenía en parte que ver con su aspecto, porque era flaco, huesudo y más bajo de lo normal. Su familia había sido una de las más pobres entre los menesterosos, hasta el punto de que envidiaban a los gullys. El hambre había frenado su crecimiento, pero también le había aguzado el ingenio.
Había escapado de la pobreza vendiéndose a un hechicero theiwar para el que realizó diversos actos infamantes, entre ellos hurtar y asesinar. Entre paliza y paliza, Realgar recogía ansiosamente fragmentos de la ejecución de conjuros que el hechicero iba dejando caer. Despierto y astuto, Realgar alcanzó en seguida más destreza en la magia oscura que su maestro. Se vengó del hechicero, se trasladó a la vivienda del fallecido maestro y trabajó con ahínco para convertirse en el enano más temido —y por consiguiente el más poderoso— del clan theiwar. Se autoproclamó thane, pero no se conformó con eso. Realgar estaba decidido a coronarse Rey Supremo. Los theiwars volverían a gobernar bajo la montaña.
Sin embargo, no tenía medios para cumplir el alto objetivo que se había marcado. Los theiwars no eran guerreros experimentados. No sabían nada sobre disciplina y nunca se conseguiría agruparlos en una unidad de combate cohesiva. Ni era propio del carácter egoísta theiwar concebir el concepto de sacrificar la propia vida por una causa. A los theiwars se les daba bien apuñalar por la espalda, usar la magia negra contra los enemigos, raptar y robar. Y si bien esas habilidades resultaban útiles para ayudarlos a sobrevivir y mantener el control de su territorio, nunca derrotarían a los poderosos hylars o a los fieros daewars. Al parecer, los theiwars habrían de vivir sujetos al dominio del detestado Hornfel para siempre.
Realgar rumió sus ambiciones rotas durante años, hasta que, por fin, sus lamentos llegaron a oídos de alguien que buscaba almas oscuras y descontentas. La Reina de la Oscuridad se le apareció a Realgar, y el theiwar se postró ante ella. Takhisis le brindó ayuda para que sus aspiraciones se cumplieran a cambio de unos cuantos favores. Favores que no fueron difíciles de realizar y, de hecho, beneficiaron a los theiwars. Realgar no tuvo ningún problema para cumplir su parte del trato y, hasta ese momento, Takhisis había cumplido con su parte también.
Realgar había abordado al thane de los daergars, un enano conocido por el nombre de Ranee, y le hizo una proposición. Realgar había encontrado un comprador para el hierro de las minas daergars cerradas. Quería que se reabrieran unas cuantas, las que estaban ubicadas en lo más profundo de las cavernas laberínticas del territorio daergar. Los mineros volverían a trabajar, pero lo harían en secreto.
A cambio de esto y la promesa de parte del poder cuando Realgar se convirtiera en Rey Supremo, Ranee prometió construir un túnel secreto a través de las montañas que condujera a Pax Tharkas, en la actualidad gobernada por el Señor del Dragón Verminaard. Todo aquello había de hacerse sin que lo supiera ninguno de los otros thanes.
Ranee era un enano corpulento y no muy despierto que era thane porque su banda de matones era la que tenía el mando en ese momento. Le daba igual quién fuera el Rey Supremo siempre y cuando él sacara tajada de los beneficios. Por ello, construyó túneles secretos que conducían a Pax Tharkas. A espaldas de Hornfel, Realgar y Ranee fueron los primeros en reabrir las puertas de Thorbardin, y la primera persona que entró en el reino fue el Señor del Dragón Verminaard.
El trato se cerró. A cambio de enviar un ejército de draconianos para que los ayudara a derrotar a los hylars, los theiwars y los daergars accedieron a vender hierro a Pax Tharkas, así como armas de acero, entre ellas espadas y mazas, martillos y hachas de guerra, moharras y puntas de flecha. Fue un golpe de suerte para lord Verminaard que eso ocurriera en el momento más oportuno, aunque no vivió para saberlo.
Así las cosas, Dray-yan pudo mantener el suministro continuo de hierro y proporcionar a los ejércitos de los Dragones excelentes armas.
Las tropas de draconianos ya habían entrado por el túnel secreto. Realgar estaba casi preparado para lanzar su ataque, cuando la apertura de la Puerta Norte y la llegada de forasteros desbarató su plan. Había intentado matar a los Altos él mismo con la esperanza de librarse de ellos antes de que otros conocieran su presencia en Thorbardin. Los ingenieros draconianos habían reparado y reconstruido los pozos de la muerte del Eco del Yunque. Se suponía que su trabajo era un secreto, ya que el comandante draconiano se proponía utilizar las buhederas en caso de una invasión del ejército hylar.
Realgar no tenía tiempo para secretos, así que envió a sus theiwars allí arriba con órdenes de tirar grandes piedras por los pozos de la muerte hasta el puente.
Resultó que hacerlo no era una tarea tan sencilla como Realgar había supuesto. Los theiwars no eran físicamente fuertes y les costó trabajo situar las piedras en posición. No veían a sus blancos —la luz mágica del bastón del mago los había cegado cada vez que se asomaron por el borde de las buhederas— de modo que más que apuntar para hacer blanco las habían dejado caer al azar. Los Altos habían escapado y Realgar se encontró metido en problemas con el comandante de los draconianos, un detestable lagarto llamado Grag, que lo abroncó por haber desvelado una de sus mejores ventajas estratégicas.
—Puede que tu acción nos cueste una guerra —lo había increpado Grag fríamente—. ¿Por qué no nos mandaste llamar a mis soldados y a mí? Nos habríamos ocupado rápidamente de esa escoria. De hecho, se te habría recompensado. Ésos criminales fueron los instigadores de la revuelta de los esclavos humanos y se ha puesto precio a sus cabezas. Ahora, por tu chapucería, están en pleno corazón de Thorbardin, fuera de nuestro alcance. ¿Quién sabe qué perjuicios pueden ocasionarnos?
Realgar se maldijo por no haber llamado a los draconianos para que lo ayudaran con los Altos. Tendría que haber imaginado que existía recompensa por ellos, pero lo ignoraba hasta que Grag lo dijo.
—Ésos esclavos huidos vienen hacia Thorbardin —continuó el comandante draconiano, que estaba que echaba chispas—. Tienen intención de entrar para pedir asilo. ¡Tenéis ochocientos humanos ahí fuera, prácticamente en la puerta!
—No serán ochocientos guerreros, ¿verdad? —preguntó Realgar, alarmado.
—No. Alrededor de la mitad son niños y viejos, pero los hombres y algunas de las mujeres son combatientes aguerridos y tienen uno o dos dioses de su parte. Dioses débiles, por supuesto, pero han resultado ser un engorro para nosotros en el pasado.
—Confío en que no estés diciendo que les tienes miedo a unos pocos centenares de esclavos humanos y a sus insignificantes dioses —dijo Realgar con una mueca burlona.
—Puedo ocuparme de ellos —replicó Grag, severo—, pero eso significará dividir las fuerzas, combatir una batalla en dos frentes con la posibilidad de encontrarnos flanqueados en ambos.
—Aún no han entrado en la montaña —manifestó Realgar—. Necesitarán el permiso del Consejo para hacerlo y eso es algo que no se concederá así como así. He oído comentar que han traído consigo un artefacto maldito, conocido como el Yelmo de Grallen. Ni siquiera Hornfel es tan blando ni tan estúpido como para permitir que ochocientos humanos entren tranquilamente en Thorbardin. ¡Y menos si están malditos! No te preocupes, Grag. Estaré en la reunión del Consejo y haré lo que sea menester para asegurarme de que nuestros planes sigan adelante.
Realgar había enviado a sus informadores para que corrieran la voz de que los forasteros traían con ellos el yelmo maldito de un príncipe muerto. Todo el mundo conocía la tétrica historia, aunque hablar de ello públicamente había sido prohibido por los hylars durante trescientos años. Habiendo hecho todo lo posible para poner a la gente en contra de los forasteros, Realgar se dirigió a la reunión del Consejo.
El hechicero theiwar no vestía túnica. Realgar era un renegado, como lo eran casi todos los hechiceros enanos. No sabía nada de las Ordenes de la Alta Hechicería. Ni siquiera sabía que su magia le llegaba como un don de un dios de la oscuridad, Nuitari, al que le caían bien esos sabios enanos. Realgar no tenía libros de conjuros, porque no sabía leer ni escribir. Ejecutaba los hechizos que su maestro había realizado en su presencia y que a su vez había aprendido de su maestro antes y así sucesivamente, remontándose en el tiempo.
Realgar llevó puesta armadura a la reunión del Consejo, una pieza de excelente manufactura ya que los theiwars tenían habilidad para trabajar el metal. El yelmo era de cuero e iba equipado con cristal ahumado en las ranuras de la visera a fin de protegerle los ojos sensibles a la luz. La máscara tenía la ventaja adicional de impedir que los demás le vieran la cara, que recordaba la de una comadreja porque tenía la nariz larga y fina, los ojos muy pequeños y la barbilla retraída, cubierta por una barba rala.
El thane theiwar ni siquiera había entrado en la Sala de los Thanes, cuando Ranee le salió al paso.
—¿Qué sabes de esos Altos? —demandó.
—¡Baja la voz! —susurró Realgar, que apartó a Ranee a un lado.
—¡He oído que esos Altos entraron por la Puerta Norte y pasaron a través de tu territorio! Han traído el yelmo maldito. ¡Y entre ellos hay un hechicero y un neidar! ¿Por qué les permitiste entrar? ¿Por qué has dejado que lleguen tan lejos? ¿Qué supone esto para nuestros planes?
—Si te callas un momento, podré decírtelo —increpó Realgar—. Yo no los dejé entrar. Destruyeron la puerta, lo que ya los señala como delincuentes. En cuanto al yelmo, puede que sea una maldición para los hylars y una bendición para nosotros. Mantén la boca cerrada y haz lo que yo te indique.
A Ranee no le gustaba aquello, porque no confiaba lo más mínimo en el theiwar. De haberse encontrado solos, habría acosado a Realgar hasta tener respuestas a sus preguntas, pero Hornfel había llegado y lanzaba miradas desconfiadas en su dirección. No podían dejarse ver en una actitud confidencial en exceso. Mascullando entre dientes, Ranee entró en la Sala con sonoras zancadas y fue a ocupar su asiento en el trono de los daergars. Realgar hizo lo mismo en el de los theiwars.
Iba a dar comienzo la sesión del Consejo de Thanes.