El Árbol de la Vida
El Consejo de Thanes
De mal en peor
El vagón, que avanzaba sobre la vía con un balanceo acompasado y el traqueteo de las ruedas metálicas, transportó a los compañeros hasta el corazón de Thorbardin, una caverna inmensa. Ante ellos se extendía un gigantesco lago subterráneo y, suspendida sobre sus aguas, se podía contemplar una de las maravillas del mundo.
Tan pasmosa era la vista que durante largos instantes ninguno de los amigos se movió ni habló. Caramon tragó saliva con esfuerzo. Raistlin soltó un suave suspiro. Tasslehoff se había quedado mudo, un suceso sorprendente por sí mismo. Tanis parecía incapaz de hacer nada salvo mirar fijamente. Flint se sentía conmovido en lo más hondo de su ser. Toda su vida había oído hablar de lo que ahora veía y pensar que estaba allí, el primero de su clan en trescientos años que contemplaba aquel lugar legendario, lo emocionaba profundamente. Arman Kharas salió del vagón.
—El Árbol de la Vida de Hylar —anunció mientras señalaba con un gesto histriónico—. Impresionante, ¿verdad?
—No había visto nada parecido en toda mi vida —dijo Tanis sin salir de su asombro.
—Ni lo verás —aseguró Flint con voz enronquecida y el corazón henchido de orgullo—. Sólo los enanos podrían haber construido esto.
El Árbol de la Vida de Hylar era una gigantesca estalactita que colgaba sobre el lago conocido por el nombre de mar de Urkhan. Relativamente estrecha en la punta, se ensanchaba progresivamente cuanto más cerca del techo, que estaba tan arriba que los compañeros tuvieron que echar la cabeza hacia atrás para ver los niveles superiores. Un extraño tipo de coral iridiscente que se daba en el mar había medrado en la parte externa de la estalactita, y el cálido fulgor que irradiaban de forma rítmica las miríadas de ramificaciones calcáreas iluminaban la caverna casi como si hubiera luz del día. Además, había luces que titilaban en el Árbol de la Vida por todas partes, ya que los enanos habían construido una enorme urbe en la estalactita. Ése era el legendario Árbol de la Vida, el hogar de los hylars durante muchos siglos.
Transbordadores arrastrados por cables se movían por distintas partes del lago transportando enanos de todos los clanes hacia el Árbol de la Vida o desde éste, porque, como indicaba su nombre, era el corazón palpitante de Thorbardin. Los hylars podrían afirmar que era su ciudad, pero los enanos de todos los demás clanes negociaban allí y visitaban posadas, tabernas y cervecerías presentes en todos los niveles.
Los muelles eran lugares de mucho ajetreo. Los estibadores iban y venían cargando y descargando mercancías de los transbordadores, mientras que los pasajeros esperaban en largas filas su turno para cruzar el lago.
Se había corrido la voz desde los Suburbios Oeste de que la puerta se había abierto y que a los Altos que habían entrado se los había hecho prisioneros y se los conducía a presencia del Consejo de Thanes. Una gran multitud de enanos se había reunido en los muelles para ver a los forasteros. Allí no había alborotadores como en el distrito periférico. Unos cuantos enanos fruncieron el entrecejo al verlos, ya que con Flint, el kender y el mago estaba representada la mayoría de los seres por los que sentían animosidad. Sin embargo, Flint reparó en que muchos ojos enanos se quedaban prendidos en lo que llevaba en las manos: el Yelmo de Grallen. También se había corrido la voz sobre eso. Las miradas eran sombrías, amargas y acusadoras. Muchos enanos hicieron el antiguo signo para guardarse del mal.
Flint balanceaba el yelmo con nerviosismo. Fuera cual fuera la maldición que el yelmo portara tenía que ser muy fuerte. Ésos enanos no eran unos ignorantes supersticiosos como los theiwars o los kiars de mirada demente. Eran hylars en su mayor parte, con buena educación y de mentalidad práctica. Flint habría preferido que los insultaran a voces en vez de aquel silencio cargado y ominoso que envolvía a la multitud como un paño mortuorio.
Cuando Arman Kharas ordenó adelantarse a unos soldados para requisar uno de los transbordadores, Caramon lanzó una mirada preocupada a Tanis.
—¿Qué vamos a hacer con Flint? —preguntó.
—¿Qué pasa con Flint? —inquirió a su vez el semielfo, sin entender a qué venía la pregunta del guerrero.
Caramon señaló con el pulgar hacia el transbordador.
—Juró que jamás volvería a poner los pies en una embarcación.
Tanis se acordó entonces de que a Flint lo aterraban las masas de agua. Afirmaba que era culpa de Caramon, que casi lo había ahogado una vez durante una excursión para ir a pescar. El semielfo echó una ojeada inquieta a su amigo, esperando que montara una escena. Para su sorpresa, Flint observaba los transbordadores con tranquila ecuanimidad y no parecía alterado en absoluto. Al cabo de un instante, Tanis comprendió el porqué.
No había nacido enano que supiera nadar. Un enano se hundía en el agua como una piedra, como un saco de piedras. Ningún enano se sentía cómodo en el agua, y los transbordadores se habían diseñado teniendo eso en cuenta. Eran de fondo plano, largos, anchos y de sólida construcción, sin la menor concesión a mecerse, balancearse o cabecear en el agua. Asientos bajos se alineaban en los costados de madera, altos y sin ventanas, impidiendo que se viese el agua que gorgoteaba debajo.
Arman apuró a los compañeros para que subieran al transbordador porque todavía les quedaba un largo camino antes de llegar a la Sala de Consejo de los Thanes, ubicada en uno de los niveles superiores. Los enanos que ocupaban los muelles siguieron mirándolos mientras se alejaban en el transbordador. Entonces se oyó una voz.
—Arrojad el maldito yelmo al lago y a Marman Arman con él.
Marman Arman. «Marman» en argot enano venía a ser «pirado». Flint miró a Arman con curiosidad para ver qué hacía, pero sólo le veía la espalda ya que el enano joven iba a proa, fija la mirada al frente. Tenía rígida la espalda y tensos los hombros; la barbilla apuntaba hacia adelante en un gesto de desafío. Actuaba como si no hubiese oído el malintencionado juego de palabras.
Flint cambió de postura ligeramente a fin de verle la cara. El joven enano estaba colorado, prietos los dientes. Tenía cerrados los puños, con las uñas clavadas en las palmas.
—Lo encontraré —juró. Parpadeó de prisa y en las pestañas se notó el brillo de las lágrimas—. ¡Lo encontraré!
Flint apartó la mirada, azorado, y deseó no haberlo visto. No le caía bien Arman y lo consideraba un fanfarrón y un jactancioso, pero se sorprendió al sentir lástima por él igual que la había sentido por un semielfo que no hallaba un hogar entre los elfos ni entre los humanos o como la había sentido por unos gemelos huérfanos que sólo se tenían el uno al otro para defenderse desde una temprana edad y por un joven solámnico apartado de su padre y obligado a vivir en el exilio.
Flint no equiparó a Arman con los otros de forma consciente. Desde luego no tenía intención de acudir en ayuda de ese joven enano que los había arrestado. Claro que tampoco había tenido intención de acudir en ayuda de Tanis, Sturm, Raistlin ni Caramon. Si alguien lo acusara de tal cosa, Flint lo habría negado con vehemencia. Daba la casualidad de que los gemelos eran vecinos; y daba la casualidad de que Tanis había necesitado un socio comercial. Eso era todo.
Aun así, en ese momento, Flint le tenía muchísima lástima a Arman Kharas. Si el viejo enano hubiera podido descubrir quién había lanzado el insulto, le habría dado de puñetazos.
El transbordador atracó en un muelle del Árbol de la Vida. Allí la multitud reunida era aún más numerosa, una mezcla de todos los clanes. Los soldados habían acordonado una zona y contenían a los mirones papanatas. Los compañeros fueron recibidos con los mismos gestos ceñudos, las mismas miradas sombrías, el mismo silencio ominoso que sólo rompía la alegre voz del kender, que intentaba presentarse y dar la mano constantemente, aunque sus intentos eran fallidos porque Caramon, con cara de pocos amigos, le tiraba del cuello de la camisa y lo obligaba a volver a su lado.
Entonces, desde alguna parte en el centro de la multitud empezó a sonar un sordo retumbo que semejaba el gruñido de una bestia gigantesca con muchas gargantas. El gruñido se hizo cada vez más fuerte y más amenazador y, de repente, la muchedumbre se echó hacia adelante y empujó a los soldados, que la mantuvieron a raya entrelazando los brazos y plantando firmes los pies en el suelo de piedra.
—¡Más vale que los saques de aquí, alteza! —gritó un capitán a Arman en lenguaje enano—. Algunos son estibadores kiars y ya se sabe que los kiars están más locos que un murciélago con la rabia. No podré contenerlos mucho más tiempo.
Arman señaló hacia un conducto elevador en el que los enanos subían y bajaban por los niveles del Árbol de la Vida. Los compañeros corrieron hacia allí con los soldados hylars cerrando filas tras ellos y amagando con la punta del mango de las lanzas a los que se acercaban demasiado.
Entraron precipitadamente en las grandes plataformas que semejaban cajas metálicas, las cuales, para alivio de Caramon, demostraron ser mucho más estables que las marmitas del sistema elevador con el que habían topado en Xak Tsaroth. Apiñados en la caja junto con Arman Kharas, los compañeros observaron a la chasqueada multitud. La plataforma dio una sacudida y empezó a ascender haciendo mucho ruido y zarandeando a todos sus ocupantes.
Subieron entre traqueteos y chirridos sumidos en un tenso silencio. El mundo extraño en el que se encontraban, la opresiva oscuridad, los peligros a los que ya habían tenido que enfrentarse y el hostil recibimiento empezaban a hacer mella en todos ellos.
—Ojalá no hubieses encontrado jamás este yelmo —dijo Flint de repente, con una mirada fulminante a Raistlin—. ¡Siempre metiendo la nariz donde no debes!
—No me culpes a mí —replicó Raistlin—. Si el necio caballero hubiese hecho caso de mi advertencia y no hubiese metido la nariz en el yelmo…
—No estaríamos ahora aquí, en Thorbardin —arguyó Sturm con voz gélida.
—No, estaríamos en otra parte —repuso a su vez Flint con mordacidad—. ¡En algún sitio donde la gente no quisiera degollarnos!
—Deja en paz a Raistlin, ¿quieres, Flint? —intervino Caramon, encrespado—. ¡No hizo nada malo!
—No necesito que me defiendas, Caramon —dijo Raistlin, que añadió con aspereza—: Por mí, os podéis ir todos al Abismo.
—Pues yo siempre he querido ir al Abismo —parloteó Tasslehoff—. ¿A ti no te gustaría ir, Raistlin? ¡Tiene que ser horrible! Maravillosamente horrible, quería decir.
—¡Cierra el pico, cabeza de chorlito! —gritó Flint.
—Eso es un buen consejo para todos nosotros —comentó Tanis en voz baja.
Estaba apoyado contra el costado de la plataforma elevadora, cruzado de brazos y con la cabeza inclinada. Todos supieron de inmediato qué estaba pensando: en los refugiados, que eran responsabilidad del grupo; esa gente contaba con ellos para hallar un cobijo seguro. Tal vez los refugiados estaban huyendo de sus enemigos en ese mismo momento para salvar la vida, con la esperanza de sobrevivir puesta en ellos, y el recibimiento que tendrían serían multitudes furiosas, espadas, lanzas y rocas arrojadas desde la oscuridad.
Sturm, frustrado, se retorció el bigote mientras Caramon enrojecía al sentirse culpable. Tasslehoff abrió la boca, pero la volvió a cerrar cuando Raistlin le posó una mano en el hombro, en un suave gesto de reconvención. Flint siguió con la vista clavada en el suelo de la plataforma, ceñudo, en una firme negativa a mirar a ninguno ya que suponía, acertadamente, que todos estaban pendientes de él.
Y del Yelmo de Grallen. El Yelmo de Grallen maldito.
La caja metálica ascendió más y más por el conducto elevador sin dejar de hacer ruido. Cuando la plataforma se paró finalmente con una sacudida, se encontraron en uno de los niveles superiores de la estalactita. Allí, según Arman, estaba la Sala de Thanes, donde el Consejo se reuniría ese día para considerar la destrucción de la puerta y el regreso de un fantasma.