26

La antigua calzada enana

Huellas en la nieve

Los refugiados avanzaban trabajosamente a través de la nieve, que para Riverwind era una bendición de los dioses. Era una nevada copiosa, de grandes copos que descendían con suavidad del cielo gris. No soplaba el viento y todo estaba en calma. Reinaba un profundo silencio, ya que la nieve amortiguaba cualquier sonido.

Riverwind temía que la nieve, a pesar de ser una bendición, también acabara siendo una maldición, pues haría que la calzada estuviera resbaladiza y recorrerla fuera peligroso. Hederick, que se encontró con que los dioses lo habían superado de nuevo en astucia, hablaba en tono ominoso de fracturas abiertas y gente que resbalaría en el hielo para ir a precipitarse a su muerte al pie de la vertiente, ya que, por supuesto, esa vieja calzada estaría en malas condiciones, rota y agrietada.

Hederick no conocía a los enanos. Cuando los enanos construían una calzada, la construían para que durase. Aunque estrecha, se conservaba intacta y se podía andar por ella sin peligro, ya que los enanos habían tenido en cuenta el hecho de que quienes la recorrieran lo harían con buen tiempo y con mal tiempo, en invierno y en verano, bajo la lluvia y bajo la nieve, con granizo y con cellisca, envueltos en niebla y aguantando fuertes ráfagas de viento. Habían cincelado surcos en la piedra allí donde la calzada era más empinada para prevenir resbalones, y habían construido muros para que la gente no se despeñara por el borde del precipicio.

Si bien la nieve los ocultaba de sus enemigos, también impedía que se vieran unos a otros, así que la gente caminaba muy junta, sin atreverse a perder de vista a los que iban delante por miedo a perderse. Algunas veces, cuando la nevada era tan copiosa que no se veía nada excepto los esponjosos copos, tenían que detenerse y esperar hasta que los torbellinos pasaban y podían reanudar la marcha.

Con todo, llevaban un buen paso y Riverwind albergaba esperanzas de que todos hubieran dejado atrás la vertiente a la caída de la noche.

De momento no los habían atacado, y el Hombre de las Llanuras no podía evitar preguntarse por qué. Temía que su enemigo los estuviera esperando en el bosque, pero sus exploradores no habían visto hasta el momento ni rastro de draconianos, cuyas huellas habrían sido fáciles de detectar en la nieve.

—Tal vez, como les pasa a los lagartos, la sangre de los draconianos se vuelve lenta con el frío —le sugirió a Gilthanas.

Los dos caminaban cerca de la cabeza de la fila. La pinada se encontraba directamente enfrente de ellos; a través de las ráfagas de nieve alcanzaban a ver los árboles, de un verde tan oscuro que casi parecía azul. Algunos refugiados ya habían llegado al bosque y se disponían a acampar. El plan de Riverwind era que se quedaran allí, al abrigo de los árboles, mientras él se aventuraba montaña arriba para investigar el orificio y comprobar si era la puerta al reino enano.

—O quizás es que nuestros enemigos esperan a que caiga la noche —apuntó Gilthanas.

—Qué gran consuelo eres —dijo con sorna Riverwind.

—Eres tú el que insiste en mirar el diente al caballo regalado por los dioses —replicó el elfo.

—Está resultando demasiado fácil —masculló Riverwind.

En ese momento, Gilthanas resbaló en una mezcla de nieve medio derretida y hielo y habría sufrido una mala caída de no haberlo sujetado Riverwind.

—Pues si esto es fácil, detestaría tener que afrontar lo que para ti sería difícil, Hombre de la Llanuras —rezongó Gilthanas—. Tengo la ropa empapada y los pies tan helados que ya no los siento. Casi daría la bienvenida a un dragón por su fuego.

Riverwind tiritó de golpe y no debido al frío sino a un terror sin nombre. Parpadeando para quitarse los copos de las pestañas, se giró para mirar vertiente arriba. Cuando un remolino apartó la nieve unos instantes alcanzó a ver a la gente que, en una extensa fila a lo largo del camino, avanzaba con lentitud y esfuerzo.

—Dejará de nevar pronto —predijo Gilthanas.

Riverwind estaba de acuerdo. Percibía el cambio que se aproximaba. El viento empezaba a soplar con más fuerza y arremolinaba la nieve. La temperatura era un poco más alta. Dejaría de nevar y los dragones podrían volar de nuevo.

Para cuando Gilthanas y él llegaron a los pinos, algunos de los refugiados habían preparado una gran hoguera en un claro. A Riverwind le pareció bien la zona elegida por sus exploradores para acampar. Las ramas de los pinos se entretejían en una tupida trama y formaban un dosel que hasta para los ojos de los dragones sería difícil de penetrar. Las mujeres colgaban mantas y ropas húmedas en las ramas cercanas al fuego para que se secaran y algunas, encabezadas por Tika, pensaban en lo que prepararían para cenar. Gilthanas se olvidó de sus protestas sobre el frío y habló de formar una partida de caza. Se marchó a buscar unos hombres que quisieran acompañarlo.

Tika se había recuperado de las heridas, pero Riverwind seguía preocupado por ella. La joven se encontraba entre el grupo de mujeres que hablaba de estofados, sopas y venado asado. Por lo general, la risa contagiosa de la joven habría desprendido la nieve de las ramas y habría hecho sonreír y sumarse a su regocijo a quienes estuvieran con ella. No es que no hablara, porque daba su opinión, pero se la veía desanimada y apagada. Goldmoon se acercó para ponerse al lado de su marido. Enlazó las manos en el fuerte brazo de él y recostó la cabeza en su hombro. También ella observaba a Tika.

—No parece la misma. Tal vez no está curada del todo. Deberíamos hablar con Mishakal de ella —dijo Riverwind, pero su esposa sacudió la cabeza.

—Los dioses sanan heridas sufridas en la carne y en los huesos, pero no pueden curar las del alma. Está enamorada de Caramon y él la ama o, más bien, la amaría si tuviera libertad para hacerlo.

—Es libre —dijo Riverwind, sombrío—. Lo único que tiene que hacer es decirle a su hermano que lo deje vivir su vida, para variar.

—Caramon no puede hacer eso.

—Podría, si quisiera. Raistlin es poderoso en la magia, más de lo que hace ver. Es despierto e inteligente. Puede arreglárselas solo, no necesita a su hermano.

—No lo entiendes. Caramon sabe todo eso. Su mayor temor es que llegue el día en el que su hermano no lo necesite —musitó Goldmoon.

Riverwind resopló. Su esposa tenía razón: no lo entendía. Se volvió hacia Garra de Águila, que había esperado pacientemente cerca de ellos.

—Hemos encontrado algo que deberías ver —dijo el explorador en voz baja—. Sólo tú —añadió a la par que miraba de soslayo a Goldmoon.

Riverwind fue con él. La nieve había caído con menos intensidad en esa zona y apenas cubría el suelo con una ligera capa blanca. Tras internarse unos tres kilómetros en el bosque, llegaron a las ruinas del pueblo y los cadáveres calcinados de los enanos gullys.

—Pobres infelices —dijo Riverwind, fruncido el entrecejo en un gesto de cólera.

—Intentaron huir, no tenían intención de luchar —comentó Garra de Águila.

—No, unos gullys nunca lo harían —convino Riverwind.

—Los abatieron mientras huían de sus atacantes. Mira esto… Flechas en la espalda, cuerpos decapitados, niños despedazados. Y allí. —Señaló huellas con garras, marcadas en el barro helado—. Fueron draconianos los que hicieron esto.

—¿Algún rastro reciente de esas bestias?

—No. El ataque tuvo lugar hace días —repuso Garra de Águila—. Las cenizas están frías y los atacantes se marcharon hace mucho tiempo. Pero ven a ver algo más que hemos encontrado.

»Aquí —señaló unas huellas—. Y aquí. Y aquí y aquí. Y esto.

Apuntó hacia una cuchara doblada de latón que se había colocado con delicadeza sobre el cadáver de un niño gully, así como una ramita de pino y una pluma blanca.

—Un presente a los muertos —musitó—. Éstas huellas pertenecen a un kender.

Riverwind miró alternativamente la cuchara y el pequeño cuerpo y luego sacudió la cabeza.

—Conozco esa cuchara. Pertenece a Hederick.

—Se le debió de caer —comentó Garra de Águila, y los dos hombres sonrieron.

—Las huellas de Tasslehoff están por todas partes y hay más, dos juegos de pisadas que se mantienen juntas, unas de pies grandes y las otras de pies pequeños. Aquí se ve la marca de la punta de un bastón.

—Caramon y Raistlin. Así que llegaron hasta aquí —dijo Riverwind.

—Aquí el semielfo ha dejado su habitual marca para señalar el camino y hay marcas de botas claveteadas de un enano. Y ésas son del caballero, Sturm Brightblade. Como verás, estuvieron aquí hablando durante un rato. Las huellas se hunden bastante en el barro. Después partieron en esa dirección, hacia la montaña.

—Nuestros amigos están vivos y juntos, a no ser —vaciló Riverwind y su expresión se ensombreció— que estuvieran aquí cuando los draconianos atacaron.

—Creo que no, que vinieron después. Allí puedes ver las huellas de sus pies en las cenizas. Fuera por la razón que fuera, los draconianos no llevaron a cabo esta matanza a causa de nuestros amigos. Supongo que lo harían por el mero placer de matar.

—Es posible —dijo Riverwind, aunque sin convicción. No quería decir en voz alta sus pensamientos porque, aunque no lo sabía, llevaban el mismo curso que las especulaciones de Raistlin: que los enanos gullys habían muerto por una razón—. No contéis nada de lo que habéis visto aquí, no hay por qué preocupar a los demás. Como tú mismo has dicho, quien hizo esto hace mucho tiempo que se marchó.

Garra de Águila estuvo de acuerdo, y él y el resto de los exploradores regresaron al campamento para comer y descansar. Se pondrían en marcha muy pronto al día siguiente para emprender la subida a la montaña.

Dejó de nevar durante la noche, el aire se hizo más cálido y el viento sopló desde otra dirección, procedente del océano del oeste. La nieve empezó a derretirse y Riverwind, antes de quedarse dormido, se preocupó ante la posibilidad de que el sol brillara al día siguiente y los dragones regresaran.

Los dioses no los habían olvidado. Cuando amaneció, no se veía el sol. Una espesa niebla salía en volutas de la nieve y ascendía por encima de los pinos. Envueltos en aquel manto gris, los refugiados esperaron en el bosque mientras Gilthanas, Riverwind y cuatro exploradores subían por la cara de la montaña en dirección al agujero abierto en la ladera que quizás era o quizás no una de las Puertas de Thorbardin.