25

Pesadillas

Setas gigantes

Pensamientos íntimos

Flint se despertó y se encontró con una mano descansando en el Yelmo de Grallen. La apartó bruscamente y miró el yelmo con inquietud. Recordaba con toda claridad el sueño de la noche anterior; era tan vívido que casi le parecía real. Ridículo, por supuesto. Oh, sí, todo eso de tener encuentros con los dioses estaba muy bien para Goldmoon y Elistan. Después de todo eran humanos y éstos siempre hablaban de sus dioses con confianza, como si fueran compañeros, y hacían proselitismo y compartían sus creencias religiosas con cualquiera.

Pero eso no iba con Flint Fireforge. La religión era un tema profundo y privado para el enano. Sí, quizá jurara por las barbas de Reorx de vez en cuando, pero era más una expresión de respeto y Flint no iba por ahí ensalzando las virtudes del dios a unos completos extraños. ¡Si lo hiciese, muy bien podría ocurrir que el kender decidiera venerar a Reorx!

Reorx no era un dios que metiera las narices en los asuntos privados de un enano. De igual modo, un enano no andaba dándole la lata al dios para que interviniera. Eso era lo que Flint opinaba sobre ese tema. Aunque tenía la impresión de que algunos de sus congéneres no compartían dicha opinión. Toda esa charla sobre enanos demandando a Reorx que hiciera tal cosa por ellos o que arreglara tal otra…

Eso, si daba crédito a un extraño con ropa estrambótica que no tenía nada mejor que hacer que molestar a un tipo dormido.

Flint miró el yelmo. Se lo había cogido a Arman porque le había puesto furioso que éste se lo quitara a él. De otro modo, no tuvo más remedio que admitir Flint, no habría tocado esa maldita cosa. Porque estaba maldita, no cabía duda.

El yelmo era mágico, lo que significaba que tenían que haberlo hecho los theiwars, los únicos enanos con habilidades en la magia. Sí, el yelmo era de manufactura antigua y, según se contaba, los theiwars no habían sido tan retorcidos y perversos antaño como en la actualidad. El yelmo los había conducido a sus amigos y a él allí y les había mostrado cómo entrar por la puerta, aunque aún estaba por ver si eso era bueno o no. El yelmo no le había causado ningún daño a Sturm. En lo que a Flint concernía, que lo hubiese transformado de humano a enano era dar un paso adelante.

Con todo, el yelmo era mágico y, en opinión de Flint, no existía eso de «magia buena». No pensaba ponérselo. El enano miró hacia Tanis, que aún dormía, aunque no era un sueño profundo ni relajado a juzgar por los suspiros y murmullos del semielfo.

«Me pregunto si debería contarle lo del sueño», se planteó para sus adentros.

De todos sus amigos, Tanis era el único al que el enano consideraría siquiera decírselo. Sabía lo que dirían los demás si supieran que Reorx le había brindado una oportunidad de hallar el Mazo de Kharas. Una vez que hubiesen oído que lo único que tenía que hacer era ponerse el yelmo, Raistlin y Sturm se lo encasquetarían hasta las orejas. Contárselo a Caramon estaba descartado, porque se lo diría a su gemelo. En cuanto a Tasslehoff, ni siquiera se lo planteaba.

«No —decidió Flint—. Tampoco puedo contárselo a Tanis. Tiene a todos esos refugiados a su cargo. Jamás haría nada que me perjudicara, pero si la cosa llegara a un punto en el que tuviera que elegir, me pediría que me pusiera el yelmo…». Flint suspiró.

—¡Era un sueño! —se dijo entre dientes—. Un sueño estúpido. Como si yo pudiera llegar a ser un héroe… ¡O como si quisiera serlo!

* * *

A la mañana siguiente, Arman los despertó para ponerse pronto en camino, o al menos dedujeron que sería por la mañana, ya que no había manera de saber qué hora era. Siguieron caminando a través del reino enano y su vastedad los llenó de asombro porque parecía extenderse más y más y, en palabras de Tasslehoff, «iba arriba, abajo y a los lados».

—Thorbardin ocupa unos ochocientos kilómetros cuadrados bajo la montaña —se jactó Arman—. Hemos construido viviendas, tiendas e industrias en todos los niveles, uno sobre otro, todos ellos dispuestos a la vieja usanza. Se puede ir a cualquier ciudad de cualquier parte de Thorbardin y saber exactamente dónde encontrar qué.

Eso no habría podido demostrarlo con Tanis. El semielfo se hallaba perdido en el laberinto; para él, todas las calles, tiendas y viviendas le parecían iguales, hasta que llegaron a lo que Arman denominó «conductos elevadores», unos grandes pozos abiertos en la roca que conectaban todos los niveles. Una especie de cajas metálicas sujetas a enormes cadenas subían y bajaban entre los niveles en medio de golpeteos y ruidos metálicos. Los que querían ir de un nivel a otro (y no deseaban hacerlo por las escalas de cadenas tendidas entre los niveles) podían subir a una de las cajas y bajarse al llegar a su punto de destino.

Tanis se asomó por el borde de uno de esos conductos y se quedó estupefacto al ver los muchos niveles que había. Arman Kharas consideraba esas plataformas elevadoras una maravilla de la ingeniería enana y esperaba que los compañeros se mostraran impresionados. Sufrió una desilusión al enterarse de que ya habían visto artilugios parecidos en las ruinas de la ciudad hundida de Xak Tsaroth y manifestó, desdeñoso, que los habrían diseñado ingenieros enanos.

No subieron a los elevadores, cosa que Caramon agradeció infinito; su última experiencia con mecanismos de transporte enanos era algo que prefería olvidar. Siguieron caminando por la que Arman llamó Calzada de los Thanes. La caminata los llevó, por la Calzada Primera, desde las viviendas abandonadas de la ciudad theiwar hasta un bosque; un extraño y fabuloso bosque situado en una enorme cueva natural que tenía el nombre de Suburbios Oeste. En aquel lugar el asombro de los compañeros alcanzó un grado suficiente para satisfacer incluso a Arman Kharas.

—¡Los árboles son hongos! —gritó Tasslehoff.

El kender aplaudió de puro placer y, sin darse cuenta, dejó caer un pequeño cuchillo que Tanis reconoció como perteneciente a Arman. Recuperó el arma con presteza y, cuando el enano estaba ocupado mostrando las maravillas del bosque de hongos, se lo deslizó con agilidad por el borde de la bota.

Raistlin, que había realizado extensos estudios sobre hierbas y plantas, estaba ansioso por inspeccionar los gigantescos hongos que se alzaban por encima de sus cabezas. Las colosales setas, otros tipos de hongos y extrañas plantas que medraban en la oscuridad, crecían en la rica marga que llenaba la zona de un olor acre y terroso. No era desagradable, pero bastó para recordarle a Tanis que se encontraba a bastante profundidad bajo la superficie, enterrado vivo.

De repente tuvo la horrible sensación de que si no salía de allí se moriría asfixiado. Sintió el pecho oprimido, gotas de sudor le perlaron la frente y sintió la urgente tentación de escapar y volver corriendo a la puerta. Ni siquiera la amenaza de las piedras cayendo sobre él lo disuadió. Se lamió los labios y miró a su alrededor en busca de una ruta de escape.

Entonces apareció Flint, firme y tranquilo, a su lado.

—¿El viejo problema de siempre? —preguntó el enano en voz baja.

—¡Sí! —Tanis se estiró el cuello de la túnica que, a pesar de quedarle flojo, no le parecía lo bastante.

Flint sacó un odre de agua que había llenado en un pozo público, cerca del templo.

—Toma, echa un trago. Intenta pensar en otra cosa.

—Otra cosa que no sea estar atrapado en una tumba —dijo Tanis, que tragó el agua fresca y se echó un poco en la frente y en el cuello.

—Anoche tuve una pesadilla —comentó Flint en tono gruñón—. Reorx se me aparecía y me ofrecía entregarme el Mazo de Kharas. Lo único que tenía que hacer era ponerme este yelmo.

—Pues póntelo, entonces —dijo Sturm—. ¿Por qué vacilas?

Flint frunció el entrecejo, se giró para mirar hacia atrás y se encontró con el caballero pegado a sus talones.

—No hablaba contigo, Sturm Brightblade. Hablaba con Tanis.

—¡El dios de los enanos se te aparece, te dice que te pongas el yelmo y a cambio te guiará hasta el Mazo de Kharas y no pensabas contármelo!

—¡Fue un sueño! —protestó Flint en voz alta.

—¿Qué fue un sueño? —preguntó Caramon, que se acercaba a ellos. Sturm se lo explicó.

—Eh, Raist —llamó Caramon—. Será mejor que vengas a oír esto.

—¿Que vaya a oír qué? —gritó Tas mientras corría hacia allí.

Raistlin dejó de mala gana el examen de los hongos y se reunió con los demás. Sturm relató la historia y Flint volvió a puntualizar, malhumorado, que sólo había sido un sueño y que ahora lamentaba haberlo mencionado.

—¿Estás seguro de que fue un sueño? —inquirió el semielfo—. Después de todo, estábamos en el templo de Reorx.

—¿Así que dices que ahora crees en los dioses? —demandó Flint.

—No —repuso Tanis.

Sturm le dirigió una mirada de reproche.

»Pero creo que… —Tanis enmudeció.

—¿Crees que debería ponerme el yelmo? —inquirió el enano.

—¡Sí! —corearon al unísono Sturm y Raistlin. Tanis no contestó.

—El yelmo no le dijo a Sturm dónde se encontraba el Mazo —arguyó Flint.

—Sturm no es un enano —comentó Caramon, con lo que se ganó una mirada fulminante de Flint.

—¿Te pondrías tú este yelmo, pedazo de tonto?

—¡Yo sí! —gritó Tasslehoff.

Caramon sacudió la cabeza.

—Es lo que imaginé —gruñó Flint—. ¿Y bien, semielfo?

—Si encontraras el Mazo de Kharas y se lo devolvieras a los enanos te convertirías en un héroe —dijo Tanis—. Los thanes estarían dispuestos a concederte cualquier cosa que les pidieras, puede que incluso acoger en su reino a los refugiados.

—¡Oh, tonterías! —replicó Flint y se alejó echando chispas.

—Tienes que conseguir que se ponga ese yelmo, Tanis —apremió Sturm—. Uno de los soldados habla Común y le pregunté sobre el Mazo. Me dijo de forma categórica que el Mazo no existía, que sólo era un mito. Según él, Arman Kharas ha estado recorriendo el Valle de los Thanes arriba y abajo buscando la forma de acceder a la tumba. Pero si Flint sabe cómo encontrar el Mazo…

—Tiene razón, Tanis —intervino Raistlin—. Debes convencer a Flint de que se ponga el yelmo. No le hará ningún daño. No se lo hizo a Sturm.

—No, sólo se apoderó de su cuerpo y lo esclavizó —replicó el semielfo—. Lo cambió en otra persona y lo obligó a venir aquí.

—Pero después lo liberó —argumentó Raistlin al tiempo que extendía las manos como si no entendiera a qué venía tanto alboroto.

—Ya conocéis a Flint. Sabéis lo cabezota que puede ponerse. ¿Cómo sugerís que lo convenza de que se ponga el yelmo si se niega siquiera a considerar la posibilidad? ¿O queréis que lo sujetemos, lo inmovilicemos y se lo pongamos a la fuerza?

—¡Tengo cuerda en mi mochila! —ofreció Tas, deseoso de colaborar.

—Tiene que decidirlo él —manifestó Tanis—. Sabéis que cuanto más se lo presiona para que haga algo más se empeña en no hacerlo. Sugiero que lo dejemos en paz. Que dejemos que tome sus propias decisiones.

Raistlin y Sturm intercambiaron una mirada. Los dos conocían a Flint y los dos sabían que Tanis tenía razón. El mago agachó la cabeza y volvió hacia los hongos para proseguir con su estudio. Sturm echó a andar mientras se daba tirones del bigote.

Tanis deseó que el enano no hubiese comentado nada.

—Al Abismo con todo —rezongó.

Arman se acercó a él.

—Llevamos aquí mucho rato. Me han informado que el Consejo de Thanes se reunirá con vosotros.

—Qué generoso por su parte —dijo Caramon—. Iré a buscar a Raistlin y a separarlo a la fuerza de lo que esté examinando.

Caramon se alejó y por fin localizó a su gemelo a gatas y estudiando una planta de aspecto grotesco que tenía las hojas negras, el tallo púrpura y un olor a estiércol de vaca. Por fin consiguió persuadir a Raistlin para que se marcharan, aunque con la promesa de que podría volver en algún momento a seguir con sus estudios.

Raistlin habló con locuaz entusiasmo de las maravillas que había visto y se ganó el aprecio de Arman al hacerle incontables preguntas sobre el proceso de cultivo de los hongos, el tipo de tierra en el que prosperaban mejor, de cómo mantenían húmeda la tierra los granjeros enanos, etcétera, etcétera, mientras seguían calzada adelante.

Tanis pensó que, al menos, la sorprendente revelación del enano le había hecho olvidar la idea de que estaba atrapado bajo tierra.

El semielfo supuso que debería sentirse agradecido.

El bosque de hongos dio paso a campos de setas cultivadas, otros tipos de hongos y más plantas de aspecto extraño. Arman los hizo avanzar a paso rápido y no permitió que se hicieran más paradas. Los enanos de los campos dejaban de trabajar para mirarlos de hito en hito. Hasta los pequeños ponis que tiraban de arados alzaban la cabeza para echar un vistazo. Más de un enano soltó el rastrillo o el azadón y echó a correr por los campos, supuestamente para correr la voz de que por primera vez en trescientos años unos «Altos» habían encontrado la forma de entrar en la montaña.

En las zonas más populosas de Thorbardin, el sistema de vagones movidos por tracción sobre raíles funcionaba todavía. Los guardias de Arman incautaron varios y ordenaron a los enanos que viajaban en ellos que bajaran y esperaran a que llegaran otros. Ninguno de esos enanos había visto un humano en toda su vida y probablemente pensaban que su existencia era un mito, como el Mazo. Así pues, se quedaban como clavados en el suelo y con los ojos muy abiertos. Los niños prorrumpían en sollozos, aterrados.

Casi ninguno decía nada y se contentaban con mirar boquiabiertos. Sin embargo, acá y allá unos pocos enanos hacían comentarios y todos iban dirigidos a Flint, quien, por sus ropas y el estilo de su barba, resultaba obvio que era un Enano de las Colinas. Era evidente que no era uno de ellos y en seguida se corrió la voz de que era un neidar, un enemigo.

Tanis era muy consciente de que Flint y todo su pueblo habían abrigado rencor contra Thorbardin durante trescientos años. Había esperado que los enanos de Thorbardin fueran más generosos. Después de todo, habían ganado la guerra, si es que podía hablarse de «victoria» cuando habían perecido a millares en ambos bandos. No obstante, por las miradas sombrías y los comentarios mascullados, ninguna de las dos partes estaba dispuesta a olvidar y menos aún a perdonar.

No todos los insultos iban dirigidos a los forasteros, como tampoco las piedras, una de las cuales alcanzó a uno de los soldados entre los omóplatos. No era una piedra grande y rebotó en el peto sin causar daño al soldado. Aun así, los soldados hylars se enfurecieron y querían perseguir a los malhechores, quienes habían desaparecido entre la multitud.

Arman recordó a sus hombres en tono severo que el Consejo se reunía por la tarde y que no podían retrasarse. Los soldados rezongaron pero obedecieron. Tanis tenía la impresión de que aquello sólo era una excusa. Al mirar en derredor a la multitud congregada y advertir la torva expresión en los rostros enanos, vio lo mismo que veía Arman: sus fuerzas se encontraban en inferioridad numérica y el estado de ánimo de la muchedumbre la hacía peligrosa. Lo sorprendente y preocupante era que esos enanos no pertenecían al clan theiwar.

—Problemas bajo la montaña —dijo Flint, que no pudo evitar hablar con cierto tono presuntuoso.

—Entérate de qué ocurre —pidió Tanis—. Es posible que eso influya en lo que el Consejo decida hacer con nosotros.

A Flint no le apetecía mantener una conversación con Arman Kharas, pero tuvo que admitir que Tanis tenía razón. Necesitaban saber algo de la situación política de Thorbardin antes de presentarse ante el Consejo. Esperó a hablar con Arman hasta que todos se encontraron dentro del vagón y cuando éste ya traqueteaba por los raíles, internándose más en la montaña. Flint no estaba acostumbrado a sonsacar información a la gente y se sentía incómodo, sin saber cómo empezar. Por suerte, Arman era dado a conversar y se volvió hacia él.

—Para algunos la guerra no ha terminado —declaró, y Flint no supo si el hylar lo decía a modo de disculpa o si era una acusación.

—Para algunos no terminará nunca —repuso con acritud—. Mientras los habitantes bajo la montaña vivan a salvo y con comodidad, mientras mi pueblo trabaje la tierra y combata contra goblins y ogros para defenderla, no.

—¿Es que crees que vivimos bien aquí? —preguntó Arman con un resoplido desdeñoso.

—¿Y acaso no es así? —increpó Flint, desafiante, a la par que señalaba los campos de cultivo, las casas acogedoras y los comercios ante los que pasaban con rapidez en el vagón de transporte.

—Tiene aspecto de prosperidad —admitió Arman—, pero lo que no ves son los centenares de mineros que no tienen trabajo porque las minas de hierro se han cerrado o, mejor dicho —añadió—, sí los has visto. Eran los que lanzaban piedras.

—¡Las minas cerradas! —Flint estaba estupefacto—. ¿Por qué? ¿Se han agotado?

—Oh, tenemos mena de hierro de sobra —contestó Arman—, sólo faltan compradores. Si cada enano que vive en Thorbardin necesitara diez espadas o catorce cazos o treinta y seis ollas, nuestros productores de hierro tendrían negocio de sobra, pero eso no ocurre. Los propietarios de las minas no podían pagar a los mineros. Los enanos que no tienen trabajo no pueden pagar al carnicero, que a su vez no puede pagar al casero, que a su vez no puede pagar al agricultor…

—A nuestros hijos los están matando dragones, goblins y hombres-lagarto —interrumpió Flint, acalorado—. ¡La guerra ha estallado ahí arriba y tú te quejas porque no se puede pagar la cuenta del carnicero! En fin, he dicho más de lo que debería. El semielfo os lo explicará cuando hable ante el Consejo.

Arman parpadeó.

—Cuéntame algo más de lo que pasa en la superficie.

Flint negó con la cabeza.

»También aquí abajo estallará la guerra —dijo Arman cuando comprendió que el otro enano no pensaba hablar—. Ya viste a esos enanos y oíste lo que nos llamaban. El Consejo sigue gobernando Thorbardin, pero la gente está cada vez más descontenta. Hace un año ningún theiwar se habría atrevido a atacar a un hylar. Ahora, con el creciente malestar entre la población, nuestros enemigos, los theiwars y los daergars, nos ven debilitados y vulnerables. —Arman se calló y luego añadió con brusquedad—: Me has preguntado qué señal tenía de que mi destino se cumpliría dentro de poco. Te lo diré. Creo que fue la apertura de la Puerta Norte.

—¿Y qué pasa con el Yelmo de Grallen? —inquirió Flint.

El semblante de Arman se ensombreció.

—No lo sé. No entiendo muy bien esa parte. —Se encogió de hombros y entonces su rostro recuperó el sosiego—. Con todo, tengo fe en Kharas. Él me guiará. Mi momento se acerca.

Flint rebulló en el asiento, incómodo. Se sentía culpable por su sueño, como si Reorx y él estuviesen tramando algo a espaldas de Arman.

«No actúes como un viejo idiota», se reconvino para sus adentros.

Arman Kharas se sumió en el silencio. Estaba extasiado, completamente absorto en la visión de su destino.

Los compañeros continuaron viajando por la calzada, todos ellos absortos en sus propios pensamientos y sueños.

Agarrado al borde del vagón, que se mecía de forma peligrosa sobre la vía, Caramon pensaba en Tika, se reprendía por haberla dejado ir sola y rogaba que estuviera a salvo porque sabía que se culparía de cualquier cosa que pudiera pasarle. Esperaba que lo perdonara y que entendiera, como ella misma había afirmado.

«Raistlin me necesita, Tika —se dijo para sus adentros una y otra vez mientras la enorme manaza se abría y se cerraba sobre el borde del vagón—. No puedo dejarlo solo».

Raistlin meditaba sobre los extraños acontecimientos que le habían ocurrido en el Monte de la Calavera. ¿Por qué sabía moverse por un sitio en el que nunca había estado? ¿Por qué había llamado a Caramon por un nombre extraño que le era del todo desconocido? ¿Por qué lo habían protegido los espectros? No tenía ni idea, pero aun así percibía una sensación en lo más hondo de su ser que no dejaba de pincharlo y no sabía por qué. Era una sensación desagradable e incómoda que lo irritaba, igual que cuando había una cosa que uno tenía que recordar, algo de vital importancia, algo que se tiene en la punta de la lengua, pero de lo que uno no acaba de acordarse.

«El Amo nos ordenó…», le había dicho el espectro. ¿Qué amo?

«El mío no —rechazó Raistlin para sus adentros—. ¡Por mucho que haga por mí, nadie será mi amo jamás!».

Sturm pensaba en el Mazo de Kharas y en su larga y gloriosa historia. Conocido originalmente como Mazo del Honor, se había forjado siglos atrás en recuerdo al martillo de Reorx, y los enanos se lo habían entregado a los humanos de Ergoth como símbolo de paz. Se decía que, en cierto momento, el gran dirigente elfo, Kith-Kanan, había tenido en su poder el Mazo. Siempre se había utilizado con propósitos pacíficos y honorables, nunca para derramar sangre.

Así fue como Huma Dragonbane había buscado el Mazo y lo había puesto en manos de un famoso forjador enano al que encomendó la forja de las primeras Dragonlances. Armado con ellas, bendecido por los dioses, Huma había sido capaz de expulsar del mundo a la Reina de la Oscuridad y a sus dragones del mal, de vuelta al Abismo.

Tras aquello, el Mazo había desaparecido para reaparecer otra vez en manos de un héroe merecedor de él, Kharas, que lo había usado para intentar forjar la paz, aunque sin éxito, y ahora el Mazo estaba desaparecido.

«¡Ojalá fuera yo quien lo devolviera a los caballeros! —pensó Sturm—. Llegaría ante el Comandante de la Rosa y le diría: “¡Tomad, milord, usadlo para forjar las benditas Dragonlances!”. El Mazo ayudaría a los caballeros a derrotar al mal y así compensaría lo malo que he hecho y me absolvería de toda culpa».

Los pensamientos de Tasslehoff eran menos fáciles de narrar al semejar una abeja achispada que va zumbando de flor en flor al buen tuntún. Más o menos sería así:

«Caramon no tendría que agarrarse a mí tan fuerte. (Indignado). ¡No voy a caerme del vagón! ¡Oh! ¡Fíjate en eso! (Excitado). Echaré un vistazo más de cerca. No, supongo que no. (Melancólico). Allá va. ¡Mira eso! ¡Más enanos! ¡Hola, enanos! Me llamo Tasslehoff Burrfoot. ¿Eso era un nabo? (Ilusionado). Arman, ¿era un nabo lo que te tiraron? Pues vaya color tan raro para un nabo. (Intrigado). Es la primera vez que veo uno negro. ¿Te importa si le echo un vistazo? Bueno, no sé por qué estás de tan mal humor. (Dolido). No te dio tan fuerte. ¡Caray, chico! ¡Fíjate en eso! (Excitado)…».

Los pensamientos de Tanis giraban en torno a Riverwind y los refugiados y se preguntaba si habrían sobrevivido al ataque de los draconianos y si estarían de camino a Thorbardin. De ser así, contaban con él para que hallara un refugio seguro allí, en el reino enano.

El semielfo recordó aquel día del pasado otoño, cuando se había encontrado con Flint en la ladera de un monte, cerca de Solace, y se preguntó —no por primera vez— cómo había llegado desde aquel momento y lugar a donde estaba ahora, montado en un transporte de manufactura enana que se desplazaba sobre ruedas oxidadas a gran profundidad bajo la superficie de la tierra, con ochocientos hombres, mujeres y niños cargados a la espalda. O cómo se había enredado en una guerra en la que nunca había tenido intención de combatir. O cómo había contribuido a traer de vuelta a unos dioses en los que no creía.

«Pero si lo único que hice fue entrar en la posada a echar un trago con unos viejos amigos», se dijo con una sonrisa y un suspiro.

Flint iba sentado con el Yelmo de Grallen bien sujeto y le parecía oír que el traqueteo de las ruedas repetía unas palabras: «No mucho tiempo. No mucho tiempo. No mucho tiempo…».