23

El templo de Reorx

El Mazo de Kharas

Un encuentro extraño

Todos, incluso los robustos enanos, que por lo general daban poca importancia a cualquier esfuerzo físico, se echaron al suelo y se quedaron allí tumbados, jadeantes. Tanis tenía muchas preguntas que hacer, pero le faltaba el resuello.

Raistlin se recostó en la pared de la torre de guardia. La piel dorada tenía una rara tonalidad verdosa a la luz del farol; el mago había cerrado los ojos y de vez en cuanto se oía el sonido rasposo de su respiración.

—No está herido, sólo exhausto —les informó Caramon.

—Todos lo estamos, no es únicamente tu hermano —replicó Sturm, malhumorado, mientras se frotaba la pierna para aliviar el calambre de un músculo—. Nos hemos pasado la mitad del día escalando una montaña. Tengo la garganta seca. Necesitamos agua y descanso…

—Y comida —abundó Caramon, que añadió precipitadamente—: Verduras o algo así.

—Ésta zona sigue estando en territorio theiwar y no es segura. Un poco más adelante se encuentra el templo de Reorx —les dijo Arman—. Allí podremos descansar a salvo.

—Raist, ¿puedes seguir caminando? —Caramon miraba a su gemelo con expresión dubitativa.

—Supongo que tendré que hacerlo —contestó Raistlin, que, aún con los ojos cerrados, hizo un gesto de dolor.

—Me temo que he de pedirte que lleves de nuevo el yelmo —le dijo Arman a Flint—. El pobre Pico no puede seguir sin mi ayuda y ninguno de mis soldados quiere saber nada de eso.

—Si piensan que este yelmo es tan terrible, ¿por qué no lo arrojan por ese puente y acaban con el problema de una vez? —le preguntó Caramon a Flint.

—¿Arrojarías tú los huesos de tu padre muerto por ese puente? —le preguntó a su vez el enano a la par que le asestaba una mirada feroz—. Esté encantado o no, el espíritu del príncipe ha vuelto con su pueblo y hay que enterrarlo.

Arman insistió en que se pusieran en marcha y, entre gruñidos y gemidos, echaron a andar y cruzaron un puente levadizo que por las apariencias no se había levantado hacía muchos años. Temiendo que los persiguieran, Sturm sugirió que se intentara levantar el puente, pero Arman dijo que el mecanismo estaba oxidado y no funcionaría.

—Los theiwars no nos perseguirán —añadió.

—También dijiste que no nos atacarían —señaló Flint.

—Mi padre se enfadará cuando se entere de este asalto contra mí y mis soldados —manifestó Arman—. Tal vez esto acabe en guerra.

Dejando atrás la torre de guardia salieron a una calzada principal flanqueada por más casas y comercios vacíos. Calles y callejones partían de la calzada en diversas direcciones. No había luces ni sonidos ni indicios de que los edificios estuviesen habitados.

Raistlin cojeaba y su hermano lo ayudaba a caminar. Flint marchaba con la cabeza agachada y el yelmo sujeto con fuerza. Los pasos de Tasslehoff empezaban a flaquear. Arman salió de la calzada principal y tomó un desvío a la izquierda que los llevó a una calzada secundaria.

Ante ellos se alzaba un gran edificio. Las puertas de bronce, con el símbolo de un martillo, estaban abiertas.

—El templo de Reorx —dijo Arman.

Los soldados hylars se quitaron el yelmo al entrar, aunque parecía que lo hacían más por costumbre que por verdadero respeto o devoción. Ya dentro, los enanos se relajaron y no dudaron en ponerse cómodos; se tendieron en el suelo, donde se había levantado un altar en otros tiempos, echaron largos tragos de los odres de cerveza y rebuscaron algo de comer en las mochilas.

Arman conferenció con los soldados y después mandó a uno por delante a fin de informar a su padre. Destacó a otro para guardar la puerta y ordenó a otros dos más que vigilaran a los compañeros.

Tanis habría podido hacer la observación de que no era probable que intentaran escapar ya que ninguno de ellos tenía el menor deseo de cruzar el Eco del Yunque por segunda vez. Sin embargo, estaba demasiado cansado para discutir.

—Pasaremos aquí la noche —anunció el príncipe—. Pico no está lo bastante fuerte para viajar. Creo que estaremos bastante seguros. Los theiwars no suelen aventurarse tan lejos, pero por si acaso he enviado a uno de mis hombres para que traiga refuerzos de los Suburbios Oeste.

A Tanis le pareció una idea excelente.

—¿Podríais desatarnos al menos? —le pidió a Arman—. Tenéis nuestras armas y no tenemos intención de atacaros. Queremos hablar ante el Consejo.

El príncipe lo miró inquisitivamente y después asintió con la cabeza.

—Desatadlos —ordenó a los soldados.

A los hylars no pareció gustarles la idea, pero hicieron lo que les mandaba. Volcado con su hermano, Arman se ocupó de que tuviera algo de comer y que estuviera cómodo. Tanis miró a su alrededor con curiosidad. Se preguntó si Reorx se habría presentado ante los enanos como habían hecho los otros dioses. A juzgar por el estado desvencijado del templo y la actitud despreocupada de los enanos mientras disponían el acomodo para pasar la noche, Tanis dedujo que el dios, por las razones que fuera, todavía no había informado a los enanos de su regreso.

Según los estudiosos, la creación del mundo había empezado cuando Reorx, amigo del dios Gilean, el Fiel de la Balanza, golpeó con su martillo el Yunque del Tiempo, lo que forzó a Caos a frenar su ciclo de destrucción. Las chispas que saltaron del martillo del dios se convirtieron en estrellas. La luz de esas estrellas se transformó en espíritus a los que los dioses dieron cuerpos mortales y el mundo de Krynn para que habitaran en él. Aunque la creación de los enanos había sido siempre un tema de controversia (los enanos creían que Reorx los había creado a su imagen mientras que otros mantenían que los enanos habían aparecido como raza al paso de la caótica Gema Gris de Gargath), los enanos creían firmemente que eran el pueblo elegido de Reorx.

Para los enanos fue devastador que Reorx se marchara con los otros dioses después del Cataclismo. La mayoría se negó a creerlo y se aferró a su fe en el dios aun cuando sus plegarias no tenían otra respuesta que el silencio. En consecuencia, mientras que la mayoría de los habitantes de Krynn olvidaron a los dioses, los enanos todavía recordaban y reverenciaban a Reorx y contaban viejas historias sobre él, seguros de que algún día volvería con su pueblo.

Los enanos de Thorbardin aún hacían juramentos en nombre de Reorx; Tanis lo sabía porque había oído soltar muchos juramentos en el puente. Flint también lo había hecho desde que Tanis lo conocía, aunque Reorx llevaba ausente centenares de años. Según Flint, los clérigos de Reorx habían abandonado el mundo justo antes del Cataclismo, marchándose al mismo tiempo que otros clérigos de los dioses verdaderos habían desaparecido de forma misteriosa. Mas ¿habría ahora nuevos clérigos bajo la montaña?

Sus amigos también miraban el templo y Tanis imaginó que estarían pensando más o menos lo mismo que él; o algunos de ellos, al menos. Caramon observaba tristemente la ración de comida que Arman iba ofreciendo a cada uno de ellos.

Los enanos masticaban trozos de algún tipo de carne en salazón. Caramon miró la ración que le ofrecía con cara de hambre y luego desvió la vista hacia Tasslehoff, pensando en gusanos; con un profundo suspiro sacudió la cabeza. Arman se encogió de hombros y le dio una gran porción a Flint, que la aceptó mientras le daba las gracias casi en un murmullo.

Raistlin había rechazado cualquier tipo de alimento y se fue a dormir de inmediato. Tasslehoff estaba sentado con las piernas cruzadas enfrente de uno de los faroles y masticaba el trozo de carne al tiempo que observaba el gusano que había dentro. Flint le había contado que el gusano era la larva de los gusanos gigantes que abrían túneles masticando la roca. Tas estaba fascinado y no dejaba de dar golpecitos en el cristal para ver cómo se retorcía la larva.

—¿Crees que deberíamos hablarles del regreso de los dioses? —preguntó Sturm, que se había acercado para sentarse al lado de Tanis.

El semielfo sacudió la cabeza de forma rotunda.

—Ya tenemos problemas de sobra tal como están las cosas.

—Tendremos que sacar a colación a los dioses cuando preguntemos por el Mazo de Kharas —insistió Sturm.

—No vamos a mencionar el Mazo —dijo Tanis, cortante—. Lo que vamos a hacer es intentar que no nos metan en una mazmorra enana.

—Tienes razón —admitió el caballero tras meditar sobre eso—. Hablar de los dioses resultaría inoportuno, sobre todo cuando Reorx no se ha presentado ante ellos. Aun así, no veo por qué no podemos preguntarle sobre el Mazo a Arman. Demostraríamos tener ciertos conocimientos sobre su historia.

—Déjalo ya, Sturm —espetó Tanis y después se dirigió hacia Flint para hablar con él.

Se sentó al lado del enano y aceptó un poco de su ración.

—¿Qué le pasa a Caramon? Nunca lo había visto rechazar comida.

—El kender le dijo que era carne de gusano.

Tanis escupió la carne que tenía en la boca.

—Es carne de res en salazón —le aclaró Flint con una risita divertida.

—¿Se lo has dicho a Caramon?

—No —contestó el enano con una sonrisa maliciosa—. No le vendrá mal perder un poco de peso.

Tanis fue a apaciguar los recelos de Caramon y lo dejó masticando con voracidad el duro y fibroso tasajo y jurando que le arrancaría al kender las puntiagudas orejas y se las metería en las botas. El semielfo regresó junto a Flint para acabar la conversación.

—¿Has oído a estos enanos mencionar a Reorx, aparte de cuando soltaban juramentos? —le preguntó.

—No. —Flint sostenía el Yelmo de Grallen en el regazo y tenía las manos encima, en un gesto protector—. Y tú tampoco, imagino.

—Entonces ¿no crees que Reorx haya vuelto entre ellos?

—¡Ni que fuera a hacer algo así! —resopló Flint—. Los Enanos de las Montañas dejaron a Reorx fuera de la montaña cuando nos cerraron las puertas a nosotros.

—Sturm me preguntaba si… ¿Crees que deberíamos hablarles del regreso de los dioses?

—¡A un Enano de las Montañas no le diría siquiera cómo encontrarse la barba en medio de una ventisca! —respondió, desdeñoso.

Con las manos encima del yelmo, Flint se recostó en la pared y se dispuso a dormir.

—Manten un ojo abierto, amigo mío —susurró Tanis.

Flint gruñó y asintió con la cabeza.

* * *

Tanis hacía la ronda. Sturm se había tumbado en el suelo boca arriba, con la mirada perdida en la oscuridad. Tasslehoff se había quedado dormido al lado del farol del gusano.

—Qué narices con el puñetero kender —dijo Caramon mientras tapaba a Tas con una manta—. ¡Podría haberme muerto de hambre! —Miró en derredor con disimulo—. No confío en estos enanos, Tanis —susurró—. ¿No debería quedarse alguno de nosotros de guardia?

Tanis sacudió la cabeza.

—Estamos todos agotados y hemos de presentarnos ante ese Consejo mañana. Hemos de estar alertas y tener la mente clara.

Se tumbó en el frío suelo de piedra del templo abandonado y pensó que nunca en su vida había estado tan cansado, pero aun así no pudo dormirse. Tenía visiones de todos ellos arrojados a una mazmorra para no volver a ver jamás la luz del día. De hecho, ya empezaba a sentir claustrofobia; era como si los muros de piedra lo estuvieran oprimiendo. Por grande que fuera el templo no lo era lo bastante para contener todo el aire que Tanis necesitaba. Se sentía como si se asfixiara e intentó sacudirse de encima la sensación de pánico que se apoderaba de él cada vez que estaba en sitios oscuros y cerrados.

Le dolía el cuerpo del cansancio y empezaba a relajarse y a quedarse dormido, cuando la voz de Sturm lo despertó completamente.

—Vuestro héroe, Kharas, estuvo presente en la batalla final, ¿verdad?

Tanis maldijo entre dientes y se sentó.

Sturm y Arman estaban sentados juntos al otro lado de la cámara. Los soldados enanos hacían que las paredes temblaran con sus ronquidos, pero Tanis oía la conversación de los dos con toda claridad.

—Los Caballeros de Solamnia le pusieron a Kharas ese nombre —dijo Sturm—. En mi lengua, «kharas» significa caballero.

Arman asintió varias veces con la cabeza y se atusó la barba con gesto enorgullecido, como si Sturm estuviese hablando de él en lugar de su insigne antepasado.

—Eso es cierto —manifestó Arman—. A los caballeros solámnicos les impresionó mucho su pundonor y su valor.

—¿Llevaba consigo el legendario Mazo durante la última batalla? —preguntó Sturm.

Tanis gimió para sus adentros. Habría intervenido, porque no quería que los enanos sospecharan que habían ido allí a robar el Mazo, pero era tarde para participar en la conversación; si se metía ahora, podría hacer más mal que bien, así que siguió callado.

—Kharas combatió valerosamente —relató Arman, que disfrutaba muchísimo con ello—, aun cuando se había opuesto con empeño a la guerra, porque decía que los hermanos no debían matarse unos a otros. Kharas llegó incluso a afeitarse la barba para demostrar su desacuerdo con la guerra, y su gesto conmocionó a la gente. Llevar la mandíbula afeitada es la marca de un cobarde.

»Y eso lo llamaron algunos, porque cuando Kharas vio que los enanos de ambos bandos habían perdido por completo la razón y se mataban unos a otros por odio y por venganza, abandonó el campo de batalla llevando consigo los cadáveres de los dos hijos del rey Duncan que habían muerto luchando codo con codo. De ahí que Kharas sobreviviera a la terrible explosión que arrebató la vida a miles de enanos y de humanos.

»El rey Duncan supo de la muerte de sus hijos y cuando le llegó la noticia de la explosión y supo que incontables enanos yacían muertos en las llanuras de Dergoth, ordenó que las puertas de Thorbardin se cerraran. En su dolor, juró que nadie más moriría en esa guerra atroz.

—Dices que Duncan tenía dos hijos y que murieron en el campo de batalla y que Kharas se llevó sus cadáveres. Entonces ¿qué hay del príncipe Grallen? —Sturm se puso pálido; parecía preocupado—. No sé mucho sobre esto, pero el príncipe no murió en el campo de batalla. Su cuerpo nunca se encontró.

Arman echó una ojeada de soslayo al yelmo. Flint se había quedado dormido, pero incluso en sueños sujetaba la reliquia con fuerza.

—El Consejo decidirá si se cuenta esa historia —repuso Arman con gesto severo—. De momento no hablaremos de ese tema.

—Entonces, hablemos de cosas más agradables —dijo Sturm. Su voz enronqueció con un timbre reverente—. Toda mi vida he oído los relatos del legendario Mazo de Kharas, el martillo sagrado blandido por el mismísimo Huma Dragonbane. Me gustaría enormemente poder ver el Mazo y rendirle honores.

—Nos gustaría a todos —manifestó Arman.

Sturm frunció el entrecejo como si pensara que el enano se burlaba de él.

—No entiendo —dijo luego, envarado.

—El Mazo de Kharas se perdió. Hemos pasado trescientos años buscándolo. Sin el Mazo sagrado no se puede nombrar Rey Supremo a ningún enano, y sin Rey Supremo el pueblo enano nunca se podrá unificar.

—¿Que se perdió? —repitió Sturm, conmocionado—. ¿Cómo pudisteis los enanos extraviar un artefacto tan valioso?

—No se extravió —replicó con enfado Arman Kharas—. Después de que las puertas se clausuraron, los clanes empezaron a maquinar para derrocar al rey Duncan, porque para entonces consideraban que se había debilitado. Todos los thanes acudieron por separado ante Kharas para que los respaldara en su reclamación del trono. Kharas no quería tener nada que ver con ninguno de ellos, así que abandonó Thorbardin por medios desconocidos hacia un exilio voluntario. Permaneció ausente muchos años y, finalmente, cansado ya de viajar y lleno de añoranza por su tierra y por su gente, Kharas regresó a Thorbardin sólo para descubrir que la situación había empeorado.

»Los clanes estaban enzarzados en una guerra civil. Kharas consiguió hablar con Duncan una última vez antes de que muriera. Abrumado por la pena, Kharas llevó el cadáver del rey a la magnífica tumba que Duncan se había hecho construir. Kharas se llevó consigo el famoso Mazo. Ya te conté lo que dijo —añadió Arman—, la profecía que cumpliré.

Sturm asintió cortésmente con la cabeza, pero las profecías no le interesaban.

—Así que el Mazo está en la tumba del rey Duncan.

—Sólo son suposiciones. Kharas nunca regresó para decirlo. Nadie sabe qué fue de él.

—¿Y dónde está esa tumba?

—En lo que es la última morada de todos los enanos, el Valle de los Thanes.

Sturm se dio tironcitos del largo bigote, señal de que se sentía desasosegado. Tanis imaginaba la causa. Un verdadero caballero jamás perturbaría el sueño sagrado del noble muerto, pero su deseo de tener el Mazo era muy grande.

—Tal vez —dijo al cabo de un momento—, se me permita entrar en la tumba. Lo haría con reverencia y respeto, por supuesto. ¿Por qué sacudes la cabeza? ¿Está prohibido?

—Podría decirse que lo está —contestó Arman—. Al ver que Kharas no regresaba, los thanes y sus seguidores corrieron a la tumba, cada cual con la esperanza de ser el que reclamara como suyo el Mazo. Se entabló una lucha en el valle sagrado y fue entonces, estando la batalla en su apogeo, cuando una fuerza poderosa la arrancó del suelo y la elevó en el aire.

—¿La tumba desapareció? —Sturm estaba desolado.

—No desapareció. Podemos verla, pero no podemos llegar a ella. La tumba de Duncan está flotando a docenas de metros por encima del Valle de los Thanes.

El caballero adoptó un gesto ceñudo.

—No te entregues al desánimo, caballero —dijo Arman con complacencia—. Tendrás la oportunidad de ver el maravilloso Mazo.

—¿A qué te refieres?

—Como ya he dicho, soy el enano del que habla la profecía. Soy el destinado a hallar el Mazo de Kharas. Cuando llegue el momento, el propio Kharas me guiará hasta él y estoy convencido de que ese momento está a punto de llegar.

—¿Y por qué estás tan seguro?

Arman no quiso contestar. Declaró que estaba cansado, se acercó a su hermano para comprobar su estado y luego se tumbó en su petate.

Profundamente decepcionado, Sturm se sumió en un sombrío silencio. Tanis se quedó mirando fijamente la impenetrable oscuridad. El Mazo que necesitaban para forjar las Dragonlances había desaparecido o, si no desaparecido, sí estaba fuera del alcance de cualquiera.

Nada salía bien, por lo visto.

* * *

Flint hizo lo que Tanis le había sugerido: dormir con un ojo abierto. Y lo abrió de par en par cuando vio que un enano extraño entraba en el templo tan campante, con tanto descaro como si aquel lugar le perteneciera. No había visto un enano como aquél en toda su vida. El extraño tenía una barba magnífica, brillante y frondosa, mientras que el cabello, largo y ensortijado, le caía en rizos por la espalda. Vestía una chaqueta azul con botones dorados, botas altas que le llegaban a los muslos, camisa con chorreras en pechera y puños y sombrero de ala ancha tocado con una pluma roja. Ante semejante aparición, Flint se sentó derecho.

Estaba a punto de dar la alarma cuando algo en la actitud arrogante y atrevida del enano se lo impidió; eso y el hecho de que el enano se encaminó directamente hacia él y lo miró con descortés fijeza.

—Eh, un momento —dijo Flint, ceñudo—. ¿Quién eres?

—Tú sabes mi nombre —respondió el enano, que siguió observándolo de hito en hito—. Lo sabes igual que yo sé el tuyo. Soy un viejo amigo, Flint Fireforge.

—¡Tú qué vas a ser un viejo amigo mío! —barbotó Flint, indignado—. Nunca he tenido un amigo que se pusiera tanto oropel. ¡Plumas, chorreras y puños de encaje! ¡Le sacarías los colores a un pisaverde de Palanthas!

—Aun así, me conoces. Me nombras a menudo. Juras por mi barba y me pides que tome tu alma si mueres. —El enano hurgó en la oscuridad y sacó un frasco de barro, le quitó el tapón, lo olisqueó y, con una sonrisa de oreja a oreja, se lo ofreció a Flint.

El fragante olor del fuerte licor conocido como aguardiente enano impregnó el aire.

—¿Te apetece un trago? —preguntó el desconocido.

Una terrible sospecha se abrió paso en la mente de Flint. Sintió necesidad de contar con algún apoyo. Tomó el frasco de barro, se lo llevó a la boca y echó un trago. El abrasador licor le quemó la lengua, le raspó el gañote, le retorció el pescuezo y bajó siseando esófago abajo hasta el estómago, donde explotó.

Flint soltó un suspiro cargado de vapores y se limpió las lágrimas.

—Bueno, ¿eh? Es de elaboración propia —dijo el enano, que añadió con orgullo—: Apuesto a que nunca habías probado algo igual.

Flint asintió con la cabeza y tosió.

El enano recuperó el frasco de barro de un manotazo, echó un trago, le puso el tapón y volvió a hacerlo desaparecer en el aire. Se puso en cuclillas delante de Flint, que se retorció bajo la intensa mirada de los negros ojos del desconocido.

—¿Te has imaginado ya mi nombre? —preguntó el enano.

Flint sabía ese nombre tan bien como el suyo, pero el hecho de tener ese conocimiento era tan pasmoso que no quería creerlo, así que sacudió la cabeza.

—No voy a insistir más en ello —dijo el enano al tiempo que se encogía de hombros y esbozaba una sonrisa afable—. Baste decir que te conozco, Flint Fireforge. Te conozco muy bien. También conocía a tu padre y a tu abuelo y ellos me conocían a mí, igual que tú me conoces aunque seas demasiado testarudo para admitirlo. Eso me complace. Me complace muchísimo.

»En consecuencia —continuó el enano, que se echó hacia adelante y, con el índice, propinó a Flint secos golpecitos en el esternón mientras hablaba—, voy a hacer algo por ti. Voy a darte la oportunidad de ser un héroe. Voy a darte la oportunidad de encontrar el Mazo de Kharas y salvar el mundo forjando las Dragonlances. Tu nombre, Flint Fireforge, se repetirá en estancias y palacios de todo Ansalon.

—¿Dónde está la pega? Porque tiene que haber una —respondió Flint, desconfiado.

El enano prorrumpió en carcajadas y el estallido de hilaridad hizo que se doblara por la cintura. Curiosamente, ningún otro de los que estaban en el templo lo oyó. Nadie se movió.

—No te queda mucho tiempo, Flint Fireforge. Tú lo sabes, ¿verdad? A veces te cuesta trabajo recobrar el aliento, te duele la mandíbula y el brazo izquierdo… Los mismos síntomas que tenía tu padre cuando faltaba poco para el final.

—¡A mí no me pasa nada! —manifestó Flint, indignado—. Estoy tan en buena forma como cualquiera de los enanos aquí presentes. ¡O en mejor forma, si lo digo yo!

El desconocido se encogió de hombros.

—Lo único que digo es que has de pensar en el legado que dejarás al marchar. ¿Entonarán los bardos tu nombre cuando te hayas ido o tendrás una muerte ignominiosa, solo y olvidado por todos?

—Como he dicho ya, ¿cuál es la pega? —inquirió Flint, ceñudo.

—Lo único que has de hacer es ponerte el Yelmo de Grallen —contestó el enano.

—¡Ja! —soltó Flint en voz alta. Dio con los nudillos en el yelmo que sostenía entre las manos—. ¡Lo sabía! ¡Una trampa!

—No es tal —afirmó el enano mientras se atusaba la barba con complacencia—. El príncipe Grallen sabe dónde está el Mazo. Sabe cómo llegar hasta él.

—¿Y qué pasa con la maldición? —cuestionó Flint.

—Hay peligro, no lo niego. —El enano se encogió de hombros—. Pero, claro, ¿qué es la vida sino una continua apuesta, Flint Fireforge? Hay que arriesgarlo todo para ganar todo.

Flint lo rumió unos instantes mientras se frotaba el brazo izquierdo sin ser consciente de ello. Entonces sorprendió al extraño observándolo con una sonrisa maliciosa y dejó de hacerlo.

—Lo pensaré —concedió.

—Hazlo —dijo el enano, que se incorporó, se desperezó y bostezó. Flint, en un gesto de respeto, se incorporó también.

—¿Has… eh…? ¿Has hecho esta oferta a alguien más?

—Eso es cosa mía —contestó el enano con un guiño pícaro.

Flint lo aceptó con un gruñido.

—Éstos enanos… ¿Saben que estás aquí? —preguntó.

El enano asestó una mirada fulminante al templo.

—¿Acaso da esto a entender que lo saben? ¡Pandilla de consentidos! ¡Haz esto! ¡Haz aquello! Dame esto. Dame lo otro. Favoréceme a mí en vez de a él. Escucha mis preces, no escuches las suyas. Soy digno y él no. ¡Bah!

El enano soltó un tremendo bramido. Alzó las manos al cielo y sacudió los puños a la par que bramaba otra vez, y otra. La montaña se sacudió y Flint cayó de hinojos, encogido de miedo.

El enano bajó los brazos, se alisó la chaqueta, se arregló las chorreras y recogió el sombrero adornado con la pluma.

—Puede que vuelva a Thorbardin —dijo con un guiño y una sonrisa maliciosa—. Y puede que no. Depende.

Se puso el sombrero, lanzó una mirada penetrante a Flint y, silbando una alegre melodía, salió del templo como si estuviera de paseo.

Flint continuó de hinojos.

Arman Kharas se despertó y lo vio encogido en el suelo.

—Ah, has notado el temblor de tierra —dijo—. No te preocupes, era pequeño. Carracas, los llamamos, porque hacen repicar unos cuantos platos, nada más. Vuelve a dormirte.

Arman se tumbó y se dio la vuelta; poco después roncaba de nuevo.

Tembloroso, Flint se incorporó y se limpió el sudor de la frente. Miró el Yelmo de Grallen y pensó —no por primera vez— qué se sentiría siendo un héroe. Pensó en el dolor del brazo y pensó en la muerte y pensó en no ser recordado por nadie. Pensó en los platos que tintineaban en Thorbardin.

Se volvió a tumbar en el suelo, pero no se durmió. Dejó el yelmo a un lado, con cuidado de no tocarlo.