22

El destino de Arman

Eco del Yunque

Pozos de la muerte y carne de gusano

Flint había descrito muchas veces a Tanis las maravillas del reino enano de Thorbardin, siempre con un toque de amargura porque, aunque ningún Enano de las Colinas cambiaría jamás su hogar en el mundo de «arriba» para vivir bajo la montaña, hasta el último neidar consideraba una ofensa el hecho de que no les hubiesen dejado a ellos la posibilidad de elegir.

Tanis siempre había pensado para sus adentros que Flint exageraba en sus explicaciones de las vistas asombrosas que existían en el reino de la montaña. De hecho, Flint nunca las había visto. Se limitaba a repetir los relatos que le había contado su padre, quien a su vez los había oído de boca de su abuelo y así continuaba remontándose a más generaciones. Flint estaba convencido de que en Thorbardin se guardaban riquezas inmensas que les habían sido negadas a él y a su pueblo, así que cada vez que había contado que existía una ciudad construida en su totalidad dentro de una estalactita gigantesca, Tanis procuró siempre disimular una sonrisa.

Ahora, mientras recorría las calzadas bajo la montaña, Tanis empezó a pensar que había sido injusto con su amigo. Mientras que los humanos construían edificios con piedra poniendo un bloque sobre otro, los enanos excavaban los edificios en el interior de la roca, sacando piedra en lugar de amontonarla, de manera que todas las estructuras parecían entrelazarse unas a otras en bellas formaciones que extasiaban.

Al dejar atrás la puerta entraron en un inmenso vestíbulo sostenido por pilares redondos. La fosforescencia verde de los extraños gusanos luminosos y el radiante cristal del bastón de Raistlin brillaban en relieves maravillosamente cincelados que representaban escenas de la vida enana.

Aunque el vestíbulo estaba desierto, al parecer había sido construido a fin de aprovechar las ventajas del tráfico que antaño había entrado y salido por la gran puerta. Vagones y vagonetas con ruedas de hierro se habían deslizado sobre raíles empotrados en el suelo para transportar mercancías y visitantes hacia zonas que penetraban más en el interior de la montaña.

Mirando a su alrededor con asombro, Tanis imaginó el vasto vestíbulo animado con el bullicio de atareados enanos y gentes de otras razas que iban a Thorbardin. En otros tiempos los elfos habían caminado por esos lugares, igual que habían hecho los humanos, porque los productos de la artesanía enana estaban muy solicitados. El oro y la plata habían entrado a raudales en Thorbardin por aquel entonces. Gemas preciosas y excepcionales, hierro y acero extraídos de la montaña habían salido en grandes cantidades.

Ahora los raíles de las vías estaban oxidados y las vagonetas yacían caídas de costado, con las ruedas paralizadas en el tiempo. Las tiendas que antaño vendían ollas y cazos, llantas para ruedas de carretas, juguetes de madera, espadas, armaduras y resplandecientes joyas ahora sólo atendían los tristes y vacíos sueños de fantasmas.

Las casas se habían clausurado con tablas y las contraventanas se estaban cayendo; las puertas de madera colgaban de goznes herrumbrosos.

—Tanis —llamó Caramon en un susurro—, echa un vistazo a Flint. Algo va mal.

El semielfo volvió la cabeza para mirar al enano, preocupado. Caramon tenía razón. Flint no tenía buen aspecto. Había dejado de forcejear y de maldecir a sus captores, todo lo cual era una mala señal. Tenía la cara marcada de manchas rojas y su respiración sonaba trabajosa. Los guardias los azuzaban para que avanzaran a paso rápido y mantenían prestas las armas y estaban ojo avizor.

—Alteza —llamó Tanis—, ¿sería posible parar un rato para descansar o, al menos, ir un poco más despacio?

—Aquí no —contestó Arman—. De hecho, ya llevamos demasiado tiempo en esta zona del reino. Vinimos para liberar a mi hermano, Pico —añadió a la par que señalaba al enano enfermo que caminaba a su lado—. Oímos el ruido de la puerta y nos acercamos a investigar, pero ahora debemos irnos antes de que vengan más theiwars.

—¿Así que esta parte del reino está gobernada por los theiwars? —preguntó Tanis, que miró a Flint de soslayo, pero su amigo no parecía prestar atención a lo que hablaban—. ¿Están en guerra los theiwars y los hylars?

—Aún no —contestó Arman, serio—. Pero sólo es cuestión de tiempo.

—Qué suerte la nuestra —masculló Sturm—. Guerra bajo la superficie al igual que arriba.

Tanis estaba pensando lo mismo y se preguntaba cómo afectaría ese conflicto entre enanos a su propia causa, cuando de repente, con sobresalto, se dio cuenta de que Raistlin se había puesto a su lado, muy cerca. El semielfo olió el inquietante olor a pétalos de rosa y a putrefacción y reculó un poco sin poder evitarlo.

—Quiero hablar contigo, semielfo —dijo el mago—. A propósito de los theiwars, ¿no te resulta extraño que no parecieran sorprenderse al vernos? Compara su reacción con la de Arman Kharas y sus soldados.

—Para ser sincero, no me fijé en la reacción de los theiwars, aparte de las espadas que llevaban empuñadas, claro —respondió Tanis.

—Esto no es algo para tomárselo a broma —lo reprendió Raistlin y, antes de que Tanis pudiera decir nada más, se apartó con enojo y se situó de nuevo junto a su hermano.

El semielfo suspiró. Tenía cierta idea respecto a lo que se refería Raistlin, pero era otra preocupación con la que no quería cargar también. Volvió a mirar a Flint; el enano tenía prietos los dientes, quizá por la rabia o quizá para aguantar el dolor. Con ese viejo testarudo no era fácil saberlo.

Caramon le preguntó si estaba herido o enfermo, pero Flint no le hizo ni caso. Siguió caminando con determinación, sordo a la preocupación de sus amigos.

Para sorpresa de Tanis, Arman Kharas dejó su posición a la cabeza del grupo y retrocedió para caminar junto a los prisioneros. Arman parecía encontrarlos fascinantes, porque no dejaba de mirarlos; sobre todo a Tanis.

—No eres un humano —dijo por último.

—Tengo sangre elfa —reconoció Tanis.

Arman asintió con la cabeza, como si lo hubiese sospechado.

—Éste vestíbulo tuvo que ser muy hermoso en otros tiempos —dijo Tanis—. Quizás ahora que la puerta está abierta, esta zona desierta de Thorbardin pueda reconstruirse y devolverle la prosperidad de antaño.

—Esto pertenece ahora a los theiwars y ellos no tienen ningún interés en construir, ya que están más centrados en sus oscuras conjuras y confabulaciones. Y esta parte del reino no está desierta —añadió Arman en tono ominoso—. Los theiwars están ahí, observándonos desde las sombras y asegurándose de que no permanezcamos mucho tiempo en su reino.

—¿Por qué no nos atacan? —preguntó el semielfo, complacido de que el príncipe hylar hablara al menos con él.

—Los theiwars prefieren oponentes que vayan solos y desarmados, como mi hermanastro. Cayó por casualidad en terreno theiwar y lo tomaron prisionero. Pidieron rescate, pero mi padre se negó, con toda razón, a pagar a matones y asesinos. Nuestros espías me informaron dónde retenían a Pico y mi padre envió tropas a mi mando con la orden de liberarlo.

Salieron del gran vestíbulo y entraron en una zona que parecía un templo antiguo, ya que tenía símbolos de varios dioses cincelados en las paredes.

—En los viejos tiempos debió de venir muchísima gente a Thorbardin —comentó Tanis.

—Venían de todo Ansalon —confirmó Arman en tono enorgullecido—. Incluso de la lejana Istar. Visitaban el reino para comprar o trocar mercancías. También venían a contratar a nuestros metalúrgicos y a nuestros maestros canteros y constructores. Trajeron riqueza y prosperidad a nuestro pueblo. —La voz del príncipe se endureció y sus palabras se tornaron amargas—. Trajeron el Cataclismo y después, la guerra, y nuestra prosperidad acabó.

—No tendría que haber acabado si los habitantes bajo la montaña no hubiesen cerrado la puerta y dejado fuera a sus parientes, que tenían derecho a entrar —intervino Flint; eran las primeras palabras que pronunciaba desde hacía mucho rato.

Tanis sintió alivio al ver que la cara de su amigo volvía a tener un poco de color. Eso —y el hecho de que sacara de nuevo a relucir su viejo argumento— era señal de que se estaba recuperando de lo que quiera que le hubiese pasado.

—No es menester que entremos en esa controversia ahora —lo amonestó el semielfo, pero fue gastar saliva en balde.

—El rey Duncan, o Derkin, como lo llamáis los neidars, no tuvo elección —manifestó Arman—. El Cataclismo también nos había afectado a nosotros. Muchos de nuestros campos de cultivo en los suburbios se destruyeron. Las provisiones de víveres eran limitadas. Si hubiésemos permitido que vuestro pueblo entrara no os habríamos salvado. Habríamos muerto todos de inanición.

—Eso es lo que tú dices. —Flint soltó un resoplido desdeñoso, pero no habló con su habitual tono de agravio ni de convicción.

Siguió echando ojeadas de soslayo a las ruinas de la que en tiempos había sido una gran ciudad y, a pesar de sus denodados esfuerzos para ocultarlo, era evidente lo conmocionado y deprimido que se sentía ante lo que veía. Las maravillas de Thorbardin eran vagonetas destrozadas y goznes de puertas oxidados.

Tanis decidió cambiar de tema antes de que Flint se lanzara a una nueva diatriba.

—Si la Puerta del Norte permanece abierta, los theiwars la controlarán. ¿En qué afectará eso a los hylars?

—La puerta no permanecerá abierta —fue la rotunda respuesta de Kharas—. A menos que ocurra algo que lo impida, el Consejo de Thanes enviará soldados para guardar la puerta e impedir el paso a intrusos hasta que se pueda cerrar y clausurar de nuevo.

—Tú crees que tendría que mantenerse abierta, ¿verdad? —dijo el semielfo con la esperanza de haber encontrado un aliado.

—Creo que es mi destino, una vez que haya conseguido el Mazo de Kharas, gobernar las Naciones Enanas unidas —dijo Arman—. Para conseguir eso, la puerta ha de permanecer abierta.

—¿Por qué estás tan seguro de que serás tú quien encuentre ese martillo de guerra? —inquirió Flint.

Arman irguió la cabeza y alzó la voz de modo que sus palabras reverberaron en la caverna.

—Así habló Kharas: «Sólo cuando llegue un enano bueno y honesto a unir las naciones, reaparecerá el Mazo de Kharas. Será el símbolo de su rectitud». —Se llevó la mano al pecho—. Yo soy ese enano.

Un sonido grosero llegó de la oscuridad. Alguno de los soldados rio con disimulo, entre dientes. Si Kharas lo oyó, fingió lo contrario.

—Hazle más preguntas sobre el Mazo de Kharas —apremió Sturm a Tanis, pero el semielfo sacudió la cabeza.

Flint se había sumido de nuevo en el silencio. El viejo enano jamás admitiría que empezaba a estar cansado, pero a Tanis no le pasaba inadvertido que le costaba un gran esfuerzo caminar.

—¿Cuánto queda para salir de territorio theiwar? —preguntó.

—Tenemos que cruzar aquel puente —contestó Arman al tiempo que señalaba hacia adelante—. Una vez que nos encontremos al otro lado, en Suburbios Oeste, estaremos a salvo. Entonces podremos darnos un descanso.

Una vasta caverna se abría ante ellos y la cruzaba un puente de piedra de extraña construcción. Unas estatuas de enanos talladas en la piedra flanqueaban el puente a ambos lados. Los enanos de piedra medían alrededor de metro y medio de altura y formaban un parapeto para evitar que cayeran al vacío quienes cruzaran el puente. Por el centro de éste había raíles y, a uno y otro lado, aceras para los peatones. El puente, como todo lo demás en esa parte de Thorbardin, mostraba señales de deterioro. A algunas de las estatuas de enanos les faltaban la cabeza o los brazos, en tanto que otras estaban completamente destruidas de manera que dejaban brechas en sus filas.

—Ésta caverna se conoce como Eco del Yunque porque se dice que el sonido de un martillo enano golpeando un yunque en esta cueva resonaría por toda la eternidad —les contó Arman.

—Una excelente construcción defensiva —dijo Sturm, que miraba el puente con aprobación. Miró a lo alto, pero la oscuridad no le permitía ver nada—. ¿Me equivoco al suponer que hay buhederas en el techo?

Arman Kharas parecía complacido por los elogios del caballero.

—Las hay, aunque aquí se las llama pozos de la muerte. El enemigo nunca pasó este puente. Los defensores de la Puerta Norte arrojaron por esas buhederas rocas, plomo derretido y aceite hirviendo sobre los que intentaron cruzarlo. Pocos lo consiguieron y sus esqueletos todavía yacen en el fondo de la cueva.

Flint se encrespó al oír aquello. Se paró, fruncido el entrecejo.

—No pienso cruzar —anunció.

—Ahora ya nadie sube ahí arriba —dijo Arman que malinterpretó el comentario de Flint—. No hay por qué tener miedo… —empezó en tono prepotente.

—¿Miedo? —La sangre se le agolpó en la cara a Flint—. ¡De miedo nada! Es respeto. Los míos murieron en este puente y tú dices que sus restos yacen ahí abajo sin recibir sepultura mientras sus almas vagan perdidas sin rumbo.

—También mi gente yace ahí abajo —dijo Arman—. Cuando llegue el bendito día en el que unifique los reinos, daré órdenes para que los muertos de ambos bandos sean enterrados con el respeto debido.

Ésa manifestación dejó tan desconcertado a Flint que el viejo enano pareció quedarse sin palabras. Masculló algo sobre que suponía que podía cruzar, si bien no dejó de echar miradas raras a Arman.

El hylar ordenó a varios de sus soldados que se adelantaran para asegurarse de que la travesía por el puente era segura. A continuación fue él con los prisioneros, y el resto de los soldados cerró la larga marcha a través de un extremo al otro de Eco del Yunque.

—Chiflado como una marmota —masculló Flint.

—Sí que es largo este puente —exclamó Tasslehoff con un borrascoso suspiro. Caramon gruñó en señal de conformidad.

El kender no se había metido en jaleos principalmente debido al hecho de que los enanos lo habían atado con tanta eficacia que le había sido imposible soltarse. Cada vez que Tas veía algo interesante y hacía intención de desviarse, el soldado lo azuzaba en la espalda con la lanza. Caramon se preguntó cuánto duraría ese tira y afloja antes de que el kender encontrara la forma de escapar o de que el enano se sintiera tan frustrado que lo ensartara.

—Pensé que cruzar un puente con buhederas que se llaman pozos de la muerte sería muy interesante, pero no lo es. Es aburrido.

—Y en ningún momento se ha hablado de comer —rezongó Caramon—. Tengo el estómago tan vacío que está sacudiéndose alrededor de la columna vertebral. Por cierto, ¿qué comen los enanos de Thorbardin?

—Gusanos —aseguró Tasslehoff—. Como los que hay dentro de los faroles.

—¡No! —exclamó el guerrero, conmocionado.

—Oh, sí —insistió Tas—. Los enanos tienen enormes granjas donde crían unos gusanos gigantes y tienen carnicerías donde cortan filetes de gusano y chuletas de gusano y carne para guisar de gusano…

Caramon estaba horrorizado.

—Raist, Tas dice que los enanos comen gusanos. ¿Es verdad?

Su hermano, que estaba atento a la conversación de Tanis con Arman, lanzó una mirada a Caramon que dejó tan claro como si lo hubiese dicho con palabras que no lo molestara con preguntas tontas.

El guerrero se dio cuenta de pronto que ya no tenía tanta hambre como un momento antes. El kender se había pegado al parapeto e intentaba divisar el fondo.

—Si me caigo, ¿estaría cayendo hasta que saliera al otro lado del mundo? —preguntó Tas.

—Si te caes, caerás hasta que te estrelles y acabes salpicado en todas las rocas de abajo —le dijo Caramon.

—Supongo que tienes razón. —Tas miró hacia adelante, donde Flint, Tanis y Arman Kharas caminaban juntos—. ¿Oyes lo que dicen?

—Quiá —contestó Caramon—. Es imposible oír nada con todo ese pataleo de botas y golpeteo de armaduras. ¡Éstos enanos hacen tanto ruido como un festival ogro!

—Y no hablemos ya del trueno —abundó Tas.

—¿Qué trueno? —preguntó Caramon, que lo miró desconcertado.

—Hace un momento se oyó un trueno. Debe de acercarse una tormenta —contestó el kender.

—Si la hubiera no se oiría desde aquí. —Caramon frunció el entrecejo—. ¿Te lo estás inventando?

—No, Caramon. ¿Por qué iba a hacerlo? He oído tronar y noté en los pies lo mismo que se siente cuando cae un rayo…

Ahora también lo oyó Caramon. El guerrero alzó la vista hacia la oscuridad.

—Eso no son truenos… ¡Raistlin, cuidado!

Arrojándose hacia adelante, Caramon derribó a su hermano y lo cubrió con su cuerpo para protegerlo justo cuando un enorme pedrusco se estrellaba en el sitio donde antes se encontraba el mago. La piedra aplastó dos estatuas de enanos y abrió una gran brecha en el parapeto antes de precipitarse en la oscuridad.

Los hylars se dispersaron cuando otro pedrusco salió lanzado detrás el primero. Ése salió desviado y pasó lejos del puente. Oyeron al primero llegar con un fuerte impacto al fondo y romperse en pedazos.

—¡Raistlin, apaga esa luz! —gritó Tanis—. ¡Que todo el mundo se eche pegado al suelo!

—¡Dulak! —dijo Raistlin, y la luz del cristal del bastón se apagó. Los enanos hicieron lo mismo con los faroles y quedaron inmersos en la oscuridad.

—Tampoco es que vaya a servir esto de mucho —gruñó Flint—. Los theiwars ven mejor a oscuras que con luz. Sólo es cuestión de apuntar para dar en el blanco.

—Creía que habías comentado que el acceso a las buhederas era infranqueable —le dijo Tanis a Arman.

—Lo era. —El cabecilla enano era el único que seguía de pie y miraba hacia arriba con estupefacta indignación—. Los theiwars tienen que haberlo reparado, aunque eso es raro…

Se calló cuando otra enorme piedra cayó sobre el puente, un trecho por delante de donde él se encontraba. La piedra se rompió e hizo que el puente se sacudiera de manera alarmante.

—¡Caramon, quítate de encima! ¡No puedo respirar! —urgió Raistlin, malhumorado.

—Lo siento, Raist. —El guerrero se desplazó a un lado—. ¿Te encuentras bien?

—Estoy tirado de espaldas en un puente, en medio de una oscuridad total, mientras alguien nos lanza piedras enormes. No, pues claro que no me encuentro bien —replicó Raistlin.

Otra piedra se estrelló contra el parapeto y destrozó más estatuas enanas; todos dieron un respingo.

—¡Ésa me ha pasado rozando! —informó Sturm en tono serio—. ¡No podemos quedarnos aquí hasta que nos hagan papilla!

—¿Cuánto falta para llegar a terreno seguro? —preguntó el semielfo a Arman en voz baja.

—No mucho. Sólo unos cincuenta pasos más.

—Deberíamos salir corriendo hacia allí —apremió Tanis.

—Algunos no vemos en la oscuridad como tú, semielfo —le recordó Caramon—. Me parece que prefiero acabar aplastado por una roca que caerme del puente.

Todos se pegaron más contra el suelo al oír el ruido sordo de otra gran piedra rodando en alguna parte cercana. Arman hizo un gesto a sus soldados.

—Descorred la pantalla de los faroles —les mandó.

Los enanos cumplieron la orden con presteza, y todos echaron a correr.

—Pues resulta que el puente no era tan aburrido como había pensado yo —comentó alegremente Tasslehoff—. ¿Crees que nos echarán aceite hirviendo a continuación?

—¡Corre y calla, maldita sea! —ordenó Tanis.

El kender corrió y, siendo como era ágil y al estar acostumbrado a escapar a toda prisa de todo tipo de peligros, desde alguaciles iracundos hasta amas de casa furiosas, el kender en seguida dejó atrás a todo el mundo. Caramon se movía pesadamente, sin alejarse de su hermano. Raistlin se había recogido los vuelos de la túnica y, bastón en mano, corría con rapidez. Sturm marchaba el último. No era fácil correr con las manos atadas, pero los impactos de los pedruscos les dieron un excelente incentivo para no pararse.

De pronto, tras ellos sonó un grito. Pico, el enano enfermo, había tropezado y había caído de rodillas. Arman se dio media vuelta y, al ver el aprieto en el que estaba su hermano, le tendió el Yelmo de Grallen a uno de sus soldados. Éste se encogió, sacudió la cabeza y siguió a todo correr.

—¡Yo lo cogeré! —se ofreció Flint—. Tendrás que cortar la cuerda para soltarme las manos.

Otra piedra pasó silbando y todos se agacharon en un gesto automático. Pico profirió un grito de terror cuando el pedrusco golpeó el puente muy cerca de él y una lluvia de esquirlas lo salpicó. Kharas vaciló sólo un instante y luego sacó un cuchillo, cortó las ataduras de Flint y le lanzó el yelmo. Entonces, esquivando otra piedra que chocó con la balaustrada y rebotó, regresó a toda prisa por el puente. Asiendo las manos de su hermano, Arman lo levantó y se lo cargó a la espalda.

Sin dejar de correr, avanzaron puente adelante. La luz verde de los gusanos de los faroles brillaba primero en un sitio y luego en otro conforme los faroles se mecían atrás y adelante. El centelleo enloquecido hacía que las estatuas de enanos dieran la impresión de estar ejecutando algún tipo de danza absurda que estimulaba la concepción macabra que su raza tenía de la muerte.

Tanis seguía de cerca a Flint, que ahora cargaba con el yelmo, por si su amigo necesitaba ayuda. Sin embargo, el viejo enano corría con fuerza, gacha la cabeza y las piernas moviéndose a un ritmo regular. Sujetaba firmemente el Yelmo de Grallen entre los brazos y, aunque la muerte los seguía de cerca, la sonrisa de sombría satisfacción que esbozaba no presagiaba nada bueno para cualquiera que intentara quitarle el yelmo de nuevo.

Más piedras cayeron en medio de la oscuridad teñida de verde; pasaban silbando tan cerca que notaban el soplo de aire en las mejillas. Tanis ya divisaba el final del puente que llegaba a la entrada de un pasadizo en arco. La luz arrancó destellos en los barrotes y las afiladas puntas del rastrillo, que, por fortuna, estaba levantado.

Aquello espoleó al grupo y les dio nuevos bríos a los que flaqueaban. Tasslehoff llegó a la entrada el primero, seguido por los soldados enanos, que llegaron en tromba. El resto del grupo venía detrás. Raistlin se desplomó a corta distancia del acceso y su hermano tuvo que arrastrarlo dentro. Arman Kharas, cargado con Pico a la espalda, fue el último. Una vez que estuvieron fuera del puente, las piedras dejaron de caer.

—Los theiwars nos eligieron como blanco —dijo Sturm, falto de resuello.

—Su blanco era Raistlin —comentó Tanis.

Flint resopló.

—Dije que los theiwars eran perversos, no que no tuvieran sentido común —manifestó el enano.