Vuelve el príncipe Grallen
Las puertas de Thorbardin
Y ahora ¿qué?
Encabezados por un Sturm sometido a la influencia mágica del yelmo encantado, los compañeros avanzaron hacia el Buscador de Nubes dando vueltas y revueltas y ascendieron por una escarpada garganta que penetraba en la vertiente de la montaña. La garganta era una entre tantas y sin la guía del príncipe no la habrían encontrado nunca o la habrían elegido por pura casualidad.
Tanis siguió marcando el camino para los refugiados y más de una vez se preguntó si no estaría perdiendo el tiempo. A menudo se volvía a mirar por donde habían llegado con la esperanza de ver alguna señal de que se encontraban a salvo, pero la niebla o las nubes bajas ocultaban el paso con frecuencia y no se veía nada.
El ascenso estaba siendo relativamente fácil. Cada vez que llegaban a una parte de la garganta que por lo empinada habría resultado difícil de subir, encontraban toscos escalones tallados en la pared rocosa que hacían segura la travesía. Ni siquiera a Raistlin le resultaba trabajosa la marcha. La noche de descanso le había permitido recobrar las fuerzas. Decía que el aire puro y frío de la montaña le abría las vías respiratorias. Tosía menos y, de hecho, parecía estar de un relativo buen humor.
Con el sol radiante en un cielo totalmente despejado se divisaban las desoladas llanuras que se extendían bajo ellos y a lo lejos la fortaleza en ruinas que, como había dicho Caramon, parecía una calavera en una bandeja. Avanzaban a buen ritmo, al menos hasta donde Tanis podía juzgar considerando que ignoraba dónde iban. Le había preguntado a Sturm más de una vez que les señalara su punto de destino, pero el caballero, sacudiendo la cabeza, se había negado a contestar y había seguido caminando. Tanis miraba a Flint, pero el enano se limitaba a encogerse de hombros. Era obvio su escepticismo respecto a todo aquello.
—Si hay una puerta en la ladera de la montaña, no la veo —rezongó malhumorado.
A medida que ascendían, el aire se enrarecía y era más frío. Los humanos, el semielfo y el kender empezaron a sentirse mareados y a costarles más trabajo respirar.
—Espero que no tengamos que ir mucho más lejos —dijo Tanis, que había alcanzado a Sturm—. Si es así, me temo que algunos de nosotros no lo conseguiremos.
Se volvió a mirar a Raistlin, que se había dejado caer al suelo, agotado. Adiós muy buenas al aire puro de montaña. Caramon estaba apoyado en un peñasco y Tasslehoff se tambaleaba un poco. Hasta Flint jadeaba un poco, aunque ese viejo gruñón se negara a admitir que le pasaba algo.
Sturm alzó la cabeza y oteó a través de las ranuras del yelmo.
—Casi hemos llegado.
Señaló un saliente de piedra de menos de dos metros que sobresalía de la cara de la montaña. La garganta terminaba allí. Tanis se volvió a mirar a Flint y, para su sorpresa, advirtió que los ojos del viejo enano resplandecían en su rostro encendido. Su amigo se atusó la barba con una mano.
—Creo que hemos dado con ello, muchacho —susurró—. ¡Creo que estamos cerca!
—¿Por qué? ¿Es que ves algo? —preguntó el semielfo.
—Es un pálpito, una sensación. Siento que es cierto.
—Pues yo no siento nada —contestó Tanis mientras miraba a su alrededor—. No veo nada, ni señal de una puerta.
—Tú no puedes —repuso Flint, enorgullecido—. Con esos ojos tuyos, mitad elfos y mitad humanos, no. Admítelo, amigo mío. Nunca habrías encontrado el camino.
—Lo admito de buen grado —dijo Tanis, que añadió con una sonrisa—: Y tú ¿qué?
—Yo sí —insistió Flint—. Si hubiera estado interesado, lo habría encontrado, cosa que hasta ahora no ha sido así.
La mirada de Tanis recorrió la vasta extensión gris de piedra que se alzaba ante ellos.
—Si encontramos la puerta, ¿nos dejarán entrar los Enanos de la Montaña?
—Ésa no es la pregunta que me hago yo —repuso Flint. Tanis lo miró con expresión interrogante.
»Lo que yo me pregunto es si habrá enanos bajo la montaña que puedan responder «sí» o «no» a esa cuestión. Quizá la razón de que la puerta haya permanecido clausurada durante trescientos años es que no queda nadie vivo para abrirla.
Sturm había reanudado la marcha y Flint echó a andar detrás de él. Tanis se volvió a mirar a los gemelos.
—Ya vamos —dijo Caramon.
Raistlin asintió con la cabeza y, ayudado por el bastón y por su hermano, empezó a ascender. Tasslehoff los seguía.
Dejaron la garganta y llegaron a la cornisa rocosa.
—Esto lo construyeron enanos —dijo Flint mientras pateaba con fuerza el saliente—. ¡Hemos llegado, semielfo! ¡Hemos llegado!
La cornisa era lisa y llana. Antaño había sido mucho más ancha, pero partes de ella se habían caído o desmoronado con el paso del tiempo. No habían avanzado mucho por el saliente, tal vez unos quince metros, cuando Sturm se detuvo y se volvió de cara a la pared rocosa. Flint escudriñó ávidamente la piedra. Los ojos se le humedecieron. Soltó un largo y trémulo suspiro. Cuando habló, la voz le sonó enronquecida.
—La hemos encontrado, Tanis. La puerta de Thorbardin.
—¿De veras? —El semielfo miró arriba y abajo y no vio nada salvo roca lisa.
Sturm se acercó a la pared con la mano extendida.
—¡Mira eso! —exclamó en voz queda Flint.
Raistlin apartó con el codo a Tanis en su ansiedad por ver lo que estaba a punto de ocurrir. Tasslehoff corrió junto al caballero y miró, expectante, la pared vacía.
—Yo que tú no me quedaría parado ahí —advirtió Sturm.
—Es que no quiero perderme nada —protestó el kender.
Sturm se encogió de hombros y, volviéndose de cara a la montaña, levantó las manos y gritó unas palabras en lengua enana.
—Soy Grallen, hijo de Duncan, el Rey Bajo la Montaña. Mi espíritu regresa a las estancias de mis antepasados. En nombre de Reorx, requiero que la puerta se abra.
Al oír mencionar el nombre del dios, Flint se quitó rápidamente el yelmo y lo sostuvo contra su pecho, inclinada la cabeza.
Un rayo de luz irradió desde el rubí engarzado en el centro del yelmo de Sturm. Roja y resplandeciente como el fuego de la forja de Reorx, la luz iluminó la cara de la montaña.
El suelo retumbó y tiró a Tanis, que se quedó a gatas. La montaña tembló y se sacudió. Raistlin mantuvo el equilibrio apoyado en el bastón. Caramon también cayó al suelo y se deslizó senda abajo un tramo. Una puerta colosal, de unos dieciocho metros de ancho por nueve de alto, apareció en la vertiente de la montaña. Un ruido chirriante como el de una gigantesca rueda de molino sonó dentro, en algún sitio.
—¡Quítate de en medio! —bramó Flint, que asió a Tasslehoff por el cuello de la camisa y lo apartó a un lado.
Como el tapón de un barril de cerveza, el colosal bloque de piedra salió de la pared y se deslizó por el saliente justo por donde antes había estado Tasslehoff.
Ahora que la enorme puerta estaba abierta, vieron un inmenso mecanismo con forma de tornillo que empujaba el bloque de granito hacia afuera. La puerta rechinó sobre la plataforma exterior y siguió desplazándose, pasado ya el borde de la cara de la montaña. El mecanismo que la operaba gemía y chirriaba, empujándola más y más lejos hasta que el pesado bloque de piedra sobresalió del borde de la cara de la montaña.
El eje que impulsaba la puerta era de roble, macizo y fuerte, pero no pudo soportar la brutal tensión y se partió. El bloque de piedra se tambaleó y se precipitó por el vacío para estrellarse con gran estruendo en las rocas del fondo. Los compañeros contemplaron el desastre en un silencio impresionado. Entonces, Raistlin habló:
—La puerta de Thorbardin está abierta —dijo—. Y ya no puede cerrarse.
Tanis comprobó que todos se encontraban bien. Caramon subía por la senda de la garganta; Flint apartaba de sí a Tasslehoff, que intentaba abrazar al enano mientras afirmaba que le había salvado la vida.
—¿Dónde está Sturm? —preguntó el semielfo, alarmado, temeroso de que la puerta lo hubiese aplastado.
—Entró poco después de que la puerta se abrió —informó Raistlin.
—¡Maldita sea! —masculló Tanis.
Se asomaron al hueco dejado por el bloque de granito, pero no se veía nada ni se oía nada. Un aire cálido con un intenso olor a tierra salía a bocanadas de la caverna. Flint, serio el gesto, enarboló el hacha. Empezaron a entrar lenta y cautelosamente.
Todos excepto Tasslehoff.
—¡Apuesto a que soy el primer kender que pisa Thorbardin en trescientos años! —gritó y, blandiendo la jupak, entró a la carrera al tiempo que gritaba—: ¡Hola, enanos! ¡Estoy aquí!
—Lo más probable es que sean trescientos siglos —masculló Flint, iracundo—. Jamás se ha permitido entrar a un kender bajo la montaña. ¡Y con toda la razón, he de añadir!
El enano fue en pos de Tas con andares pesados, como si soportara una carga. Tanis y los demás se apresuraban a reunirse con él cuando, procedente de la oscuridad, llegó la voz de Tasslehoff articulando la exclamación que más teme todo aquel que haya tenido trato con kenders:
—¡Ups!
—¡Tas! —gritó el semielfo, pero no tuvo respuesta.
La pálida luz del sol entraba a raudales por la puerta, de manera que iluminaba el camino de los compañeros un corto trecho. Sin embargo, en seguida dejaron la luz atrás y los engulló la noche impenetrable e infinita.
—No alcanzo a verme la nariz —rezongó Caramon—. Raist, enciende el bastón.
—¡No, no lo hagas! —lo previno Tanis—. Aún no. No conviene que delatemos nuestra presencia. Y hablad en voz baja.
—A menos que estén sordos, los enanos ya saben que nos encontramos aquí —comentó Caramon en tono irritado.
—Es posible —admitió el semielfo—, pero más vale pecar de precavidos.
—Los enanos pueden vernos en la oscuridad —le dijo Caramon a su gemelo en un susurro—. ¡Tanis también ve en la oscuridad! Nosotros somos los que estamos ciegos.
De la oscuridad llegó el sonido de pies a la carrera y el entrechocar metálico de piezas de armadura. Caramon enarboló la espada, pero Tanis sacudió la cabeza.
—Es Flint —les dijo—. ¿Has encontrado a Tas? —le preguntó al enano cuando llegó donde estaban ellos.
—Sí. Y a Sturm —informó Flint en tono lúgubre—. Mirad allí. Vedlo por vosotros mismos. Ése kender tonto se ha metido en un buen aprieto esta vez. ¡Los han capturado los theiwars!
—¡No veo nada! —masculló Caramon.
—Chitón, hermano —aconsejó Raistlin en voz queda.
Tanis, con su visión elfa, vio a Sturm tendido en el suelo, ya fuera muerto o inconsciente. Tasslehoff se había agachado junto al caballero y sostenía el yelmo del príncipe Grallen en las manos. A juzgar por las apariencias, había estado a punto de ponérselo cuando lo interrumpieron.
Seis enanos, equipados con cota de malla que les llegaba a las rodillas y armados con espadas, rodeaban al kender. Al menos, Tanis imaginó que eran enanos. No lo sabía con seguridad, porque nunca había visto enanos con esa apariencia. Eran delgados y parecían desnutridos, tenían el cabello largo, negro y desgreñado; las negras barbas también tenían un aspecto desastrado. La piel no era del tono acastañado que se veía en la mayoría de los enanos, sino de un blanco enfermizo, como la tripa de un pez. Olía el hedor de sus cuerpos sucios. Tres de los enanos apuntaban con la espada a Tasslehoff, en tanto que los otros tres rodeaban a Sturm con la aparente intención de robarle la armadura.
—¿Qué pasa? —demandó Caramon en un susurro alto—. ¿Qué ocurre ahí? ¡No veo!
—Shirak —dijo Raistlin y el cristal del bastón irradió una luz brillante.
—Creí haberte dicho que no… —empezó Tanis, que se había vuelto hacia él, enfadado.
Unos gritos penetrantes lo interrumpieron. Se giró, estupefacto, y vio que los enanos tiraban las espadas al suelo para protegerse los ojos con las manos mientras gemían de dolor y maldecían con rabia.
Flint se volvió a mirar a Raistlin con los ojos entrecerrados.
—¿Por qué me miras así? —demandó el mago—. Dijiste que eran enanos theiwars. Es sabido que los theiwars son extremadamente sensibles a la luz.
—Sabido por los enanos, tal vez —replicó Flint, encolerizado—. No conozco ningún humano que haya oído hablar de los theiwars.
—Bueno, pues ahora ya conoces a uno —repuso fríamente Raistlin.
Flint miró de soslayo a Tanis, que sacudió la cabeza. El semielfo nunca había oído nombrar a los theiwars y era amigo de Flint desde hacía muchos años. A decir verdad, Raistlin se estaba comportando de un modo extraño en ese viaje, incluso tratándose de él.
—¡Largo de aquí, escoria theiwar! —ordenó Flint en la lengua enana. Echó a andar con el hacha enarbolada en un gesto amenazador.
—¡Estiércol de las colinas! —insultó con un gruñido uno de los theiwars, que empezó a murmurar entre dientes a la par que movía los dedos.
—¡Detenlo! —advirtió Raistlin—. ¡Está lanzando un conjuro!
Flint se frenó de golpe.
—¡Tú eres el mago! ¡Detenlo tú! —le gritó a Raistlin.
—Entonces, quítate de en medio.
Flint se arrojó de bruces al suelo y oyó el chisporroteo de los rayos que pasaban por encima. Los rayos relampagueantes alcanzaron al theiwar en el torso y una conmoción sacudió la cámara. El cuerpo humeante del theiwar se desplomó. Sus compañeros renunciaron a su intento de robar a Sturm y huyeron por un pasadizo a toda prisa. El tintineo de las cotas de malla y el pataleo de las botas se oyeron durante un tiempo y luego, de repente, cesaron.
—No han ido muy lejos —advirtió Tanis.
—¡Puercos theiwars! —Flint estaba que echaba chispas y asestó una mirada feroz al semielfo—. ¡Te dije que era un error volver! Me apostaré en el corredor un poco más adelante y vigilaré. Tú ocúpate del caballero. —Echó a andar y añadió con un bramido—: ¡Y quita ese yelmo al kender!
Raistlin estaba parado junto al caballero y sostenía el bastón de manera que cayera la luz del cristal sobre él mientras Caramon lo examinaba.
—Está vivo y el pulso es firme. No sé qué le pasa. No se le ven heridas…
Tanis miró muy serio a Tas.
—¡No fui yo! —protestó el kender de inmediato—. Lo encontré tirado en el suelo, inconsciente. Y tenía el yelmo caído a su lado. Creo que debió de dejarlo caer.
—Más bien fue el yelmo el que lo dejó caer a él, por decirlo de algún modo —puntualizó Raistlin—. Puesto que el príncipe Grallen vuelve a estar en el hogar de sus antepasados, la magia del yelmo ha liberado al caballero. Cuando Sturm despierte, volverá a ser el de siempre… Una lástima.
—Creo que lo mejor será que me des ese yelmo —pidió Tanis al kender al tiempo que extendía la mano.
Tasslehoff apretó el yelmo contra su pecho.
—¡Ésos horribles enanos iban a robarlo! ¡Yo lo salvé! ¿Puedo probármelo aunque sólo sea una vez? ¡Me encantaría ser un enano…!
—¡Por encima de mi cadáver! —voceó Flint desde la oscuridad.
—¡Sturm! —Caramon sacudió a su amigo por el hombro—. ¡Sturm, despierta!
El caballero gimió y abrió los ojos. Miró a Caramon con desconcierto un instante y entonces reconoció a su amigo.
—¿Por qué me has dejado dormir tanto rato? Tendrías que haberme despertado. Mi turno de guardia debe de haber pasado hace mucho. —Se sentó y se llevó la mano a la cabeza, aquejado de un repentino mareo—. Estaba teniendo un sueño de lo más extraño…
Tanis llamó con un ademán a Raistlin para hacer un aparte con él.
—¿Recordará algo de lo que ha pasado?
—Lo dudo —contestó el mago—. De hecho, podría costarle trabajo creernos cuando le contemos lo que le ha pasado.
—¡Sturm, te juro que es verdad! —dijo Caramon en ese momento—. Te pusiste el yelmo y de repente dejaste de ser tú. Eras un enano, el príncipe Grallen. Ya no estamos en el Monte de la Calavera. No, en serio, Sturm, no te miento. Ha ocurrido así, lo juro. Si no me crees, pregúntale a Tanis.
Sturm se volvió hacia el semielfo y se echó hacia atrás, sobresaltado.
—¿Qué haces aquí, en el Monte de la Calavera? Te fuiste con Flint. —Hizo una pausa y miró en derredor, aturdido—. Entonces ¿es verdad lo que dice Caramon? ¿Que he estado bajo… una especie de encantamiento? ¿Y que nos encontramos dentro de Thorbardin? ¿Que os conduje yo aquí? —Se notaba que estaba realmente perplejo—. ¡No sé cómo es eso posible! ¡No tengo ni idea de dónde estamos ni cómo hemos llegado aquí!
—Quizá la próxima vez que te aconseje que dejes en paz un objeto me hagas caso —comentó Raistlin.
Sturm lo miró y la cólera le encendió el rostro. Entonces los ojos se le fueron hacia el yelmo, que Tasslehoff le había entregado a Tanis con no poca renuencia y muchas protestas. El caballero lo estuvo contemplando largo rato y la ira se desvaneció. Miró de nuevo a Raistlin.
—Quizá lo haga, sí —dijo a regañadientes. Sacudiendo la cabeza, se dio media vuelta y echó a andar y salió del círculo de luz hacia la oscuridad.
—Necesita estar a solas un rato —dijo el mago, que detuvo a Tanis cuando el semielfo hizo intención de seguirlo para hablar con él—. Tiene que acostumbrarse y aceptar a este otro Sturm. Tú tienes otros asuntos en los que pensar, semielfo.
—Sí —se mostró de acuerdo Caramon—. Estamos aquí, en Thorbardin. —Miró a Tanis—. Y ahora ¿qué?
—Buena pregunta.
La puerta se abría a un vestíbulo sembrado de piezas sueltas de armaduras y armas rotas, los despojos de una vieja batalla. Tanis miró a su alrededor y supuso —por las telarañas y el polvo acumulados— que allí no había habido nadie desde el final de la guerra, trescientos años atrás. Para consolarse por lo del yelmo, Tasslehoff revolvía entre los despojos y Raistlin hurgaba con la punta del bastón algunos objetos, cuando Flint apareció corriendo de la oscuridad.
—¡Alguien viene! Enanos hylars, por su aspecto. Se han enzarzado con los theiwars —añadió.
A lo lejos brillaba una luz y, aunque todavía no alcanzaban a ver a los enanos, sí les llegaba el ruido de pesadas botas en el suelo de piedra, el tintineo de armaduras y de cotas de malla y el entrechocar de armas. Una voz profunda habló en un tono imperativo. A la voz le respondieron maldiciones y hubo un ruido de pies corriendo.
El golpeteo de las botas en el suelo continuó dirigiéndose hacia ellos.
—Manteneos firmes y dejadme hablar a mí —los aleccionó Flint, que mientras decía lo último dirigió una severa mirada a Tasslehoff.
—¿Quiénes son los hylars? —inquirió Caramon en voz baja—. ¿En qué se diferencian de los theiwars?
—A los theiwars se los conoce como enanos oscuros porque odian la luz. No son de fiar. Hace mucho que ansían gobernar bajo la montaña y, visto lo visto, a lo mejor lo han conseguido.
—También los theiwars son los únicos enanos que saben usar la magia —agregó Raistlin.
Flint asestó una mirada venenosa al mago.
—Como decía, los theiwars no son de fiar —continuó—. Los hylars eran los dirigentes de Thorbardin y fue su rey, Duncan, el que nos cerró las puertas y dejó que nos muriésemos de hambre.
—Eso fue hace mucho tiempo, amigo mío —comentó Tanis en voz queda—. Es hora de dejar atrás el ayer. Lo pasado, pasado está.
Flint no dijo nada. El golpeteo de botas se aproximó. Sturm se había puesto su yelmo, que Caramon había llevado consigo durante el viaje, y tenía la espada desenvainada. Raistlin preparaba otro conjuro y Tasslehoff hacía girar la jupak. El semielfo los miró a todos.
—Hemos venido a pedirles a los enanos un favor —les recordó—. Acordaos de los que cuentan con nosotros.
—Será mejor que me dejes el Yelmo de Grallen —pidió Flint.
Tanis se lo dio. El enano le frotó un poco la suciedad y le sacó brillo al rubí con la manga. Después se lo puso debajo del brazo y esperó.
—¿Ésos hylars huyen de la luz? —preguntó Caramon.
—No. Los hylars no le temen a nada —contestó Flint.