18

Adiós al valle

Cornisa peligrosa

La piedra angular

El primer día de viaje fue relativamente fácil para los refugiados. El segundo día no habían llegado muy lejos cuando eso cambió y empezaron las dificultades. La vereda proseguía hacia arriba y, a medida que subía, se hacía más empinada y más angosta hasta que al final se convirtió en una senda estrechísima con un muro vertical a un lado y un aterrador precipicio en el otro. Más allá se encontraba el paso. Casi habían llegado allí, pero antes había que salvar ese obstáculo.

Tendrían que recorrer en fila ese tramo peligroso y Riverwind ordenó hacer un alto. Ya había muchos que estaban aterrados sólo de ver el precipicio y el riesgo de caída tan cerca de los pies; entre ellos, como Tanis había adivinado, se encontraba Goldmoon.

Había nacido y crecido en las llanuras centrales de Abanasinia, un territorio llano y monótono que se extendía a lo largo de kilómetros y kilómetros sin que nada se interpusiera entre ella y el glorioso cielo. Éste mundo de montañas y valles era nuevo para Goldmoon y no se había acostumbrado a él. Riverwind caminaba arriba y abajo de la fila animando a la gente, cuando uno de sus guerreros llegó corriendo.

—Es Goldmoon —informó—. Será mejor que vengas.

Riverwind encontró a su esposa con la espalda pegada contra la pared del risco, mortalmente pálida, temblando de terror. Se acercó a ella, y la mano con la que se asió a él con una fuerza increíble estaba fría como el hielo.

Se hallaba a la cabeza de la fila. Riverwind no había olvidado el miedo que su esposa le tenía a los sitios altos y había intentado convencerla de que se pusiera al final, pero ella no quiso atender a razones. Afirmó que ya estaba curada del vértigo y había echado a andar con aparente seguridad. Podría haberlo conseguido, ya que no era un tramo largo, pero cometió el fatal error de mirar hacia abajo. Se vio a sí misma precipitándose al vacío y estrellándose contra el fondo sembrado de rocas, con los huesos rotos, el cráneo aplastado y las piedras salpicadas con su sangre, que iba formando un charco debajo del cuerpo destrozado.

—Lo siento, no puedo hacerlo, esposo —musitó y, cuando él la apremió suavemente para que siguiera adelante, se puso rígida—. Dame unos instantes.

—Goldmoon —dijo en voz queda mientras miraba hacia atrás, a los refugiados que aguardaban en fila—, los demás te observan, te miran buscando en ti el ánimo necesario para cruzar.

La mujer lo miró con expresión de súplica.

—Quiero hacerlo. ¡Sé que he de hacerlo, pero no puedo moverme!

Miró de nuevo por el borde del precipicio a las rocas, los árboles y el valle que parecía tan lejano bajo sus pies; se estremeció y volvió a cerrar los ojos.

—No mires abajo —aconsejó él—. Mira hacia arriba, hacia adelante. Fíjate en esa brecha en forma de «V» que hay allí en lo alto. Es el paso de montaña. ¡Sólo tenemos que cruzarlo y estaremos al otro lado!

Goldmoon miró, sacudió la cabeza y pegó la espalda contra la pared.

»¿Has rezado a los dioses para que te den ánimo? —le preguntó el guerrero a su esposa.

—En mi corazón está el coraje de Mishakal, esposo —contestó con una sonrisa trémula—, pero aún tiene que abrirse paso hasta mis pies.

Riverwind la amó más aún en ese momento y la besó en la mejilla. La mujer le echó los brazos al cuello y se ciñó contra él con tanta fuerza que casi le cortó la respiración. La condujo de vuelta a la vereda, a terreno firme, y se preguntó qué iba a hacer.

Habría otros como su esposa a los que les resultaría difícil, si no imposible, recorrer aquel tramo. Tenía que discurrir una forma de ayudarlos.

Le dijo a la gente que parara a descansar mientras pensaba en aquel problema. Reflexionaba en busca de alguna solución cuando vio llegar a buen paso, senda abajo, a uno de los exploradores. El hombre le hizo una seña.

—Hemos encontrado algo extraño —informó el explorador—. Arriba, en la brecha de acceso al paso, está tirado en el suelo el pico del enano.

—Quizá le pesaba mucho y no quiso cargar más con él —sugirió Riverwind.

El explorador sonrió y negó con la cabeza.

—Sabes que no siento mucho aprecio por los enanos, jefe, pero no conozco a ninguno que no sea capaz de cargar a la espalda el peso de esta montaña si se le ha metido en la cabeza hacerlo. No es probable que se dejara atrás un pico.

—A menos que tuviera una buena razón —dijo Riverwind, pensativo—. ¿Hay algo más? ¿Nada que sugiera que él y Tanis fueron atacados o que encontraran la muerte?

—Si hubiese habido un ataque, habríamos visto señales de lucha, pero no hay sangre en las piedras, ni marcas en la tierra y no hay mochilas ni otros componentes del equipo. Para mí que ese pico se dejó a propósito, como una especie de señal, pero ninguno de nosotros ha sabido discurrir su significado.

—Dejadlo donde está —instruyó Riverwind—. Que ninguno de los hombres lo toque hasta que yo vaya a echar un vistazo. A lo mejor consigo descifrar este misterio.

El explorador asintió con la cabeza y regresó junto a sus compañeros. Se llamaba Garra de Águila y avanzó por la angostura con la fácil agilidad de un puma. Riverwind lo siguió con la mirada y observó la cornisa. Ésta se ensanchaba en algunos sitios lo suficiente para que cupieran dos o incluso tres personas juntas. Podía situar a hombres como Garra de Águila, inmunes a las alturas, en cada uno de esos puntos, preparados para ofrecer un brazo fuerte y una mano firme a quienes pasaran por la cornisa.

Riverwind explicó su plan y pidió voluntarios, entre los que eligió hombres fornidos, resueltos y sin miedo a las vertiginosas alturas, y los situó en varios puntos a lo largo de la cornisa. Luego se acercó a Goldmoon, le dijo lo que tenía que hacer y señaló al primer hombre que se encontraba en la cornisa a unos cuantos palmos de distancia, con la mano extendida.

—Sólo tienes que avanzar una corta distancia tú sola —le explicó—. No mires abajo, lleva la espalda pegada a la pared y mira únicamente a Chotacabras.

Goldmoon asintió con un tembloroso cabeceo. Tenía que hacerlo, su esposo contaba con ella. Musitó el nombre de la diosa sanadora y luego, temblorosa, avanzó despacio, pasito a pasito. El corazón le palpitaba con fuerza y la boca se le había quedado seca. Consiguió llegar hasta la mano de Chotacabras y se agarró con una fuerza espasmódica. El guerrero la ayudó a pasar mientras la sujetaba firmemente y le hablaba en tono animoso. El siguiente hombre estaba más lejos, pero la mujer se volvió a mirar a Riverwind y le dedicó una sonrisa triunfal aunque un poco trémula antes de seguir adelante.

Riverwind se sintió orgulloso de ella. Parecía que su plan funcionaba, pero avanzaban muy despacio. Para algunas personas no representaría una dificultad, por supuesto. Maritta, que pasó después de Goldmoon, recorrió el tramo de cornisa con seguridad, rechazando la mano de Chotacabras con un ademán. Otras, como Goldmoon, se la asieron con toda su alma. Hubo quienes fueron incapaces de hacerlo caminando, pero los obligaron a cruzar a gatas.

A ese paso, tardarían todo el día o más en llegar a la brecha del paso. Dejando a Elistan a cargo de la gente, Riverwind siguió adelante para ver por sí mismo el pico que, inexplicablemente, el enano había dejado atrás.

Riverwind coincidió con Garra de Águila. El pico se había dejado allí de forma intencionada. Se preguntó por qué. Para señalar el paso no, porque desde ese punto resultaba obvio. Reparó en la roca veteada, distinta de las otras que había a su alrededor, y se fijó en la forma en la que la punta del pico descansaba en la piedra.

Al acuclillarse se dio cuenta de que la punta no estaba en realidad apoyada, sino que se había encajado suavemente debajo de la roca.

Se incorporó y, cruzado de brazos, escudriñó atentamente en derredor, arriba y abajo de la cara de la montaña. Los exploradores habían entrado en el paso a través de la cortadura y habían encontrado las marcas dejadas por Tanis.

¿Qué significaba, pues, aquel pico? Que era algo importante no le cabía duda.

«Al menos —se dijo mientras observaba el lento avance de los refugiados vereda arriba— tengo tiempo para cavilar y deducirlo».

No iba a disponer de tanto tiempo como pensaba.

A última hora de la tarde, cuando el sol empezaba a ponerse y a envolver la vereda en sombras, Riverwind ordenó hacer un alto en la ascensión. Estaba contento con el ritmo que se había mantenido. Sólo quedaban unas cien personas más para pasar la peligrosa cornisa que conducía al paso. No había perdido a nadie en la travesía, aunque había habido momentos angustiosos cuando el pie de alguien había resbalado o alguna mano se había soltado de la que la sujetaba. O cuando un chiquillo se quedó paralizado en la cornisa, incapaz de moverse, y uno de los hombres tuvo que bajar poco a poco hasta donde se había quedado parado para rescatarlo.

Los que habían cruzado ya se preparaban para hacer noche en el paso, aliviados de haber recorrido la primera parte del viaje y comentando, esperanzados, que lo peor ya había quedado atrás. Los exploradores habían informado a Riverwind del hallazgo de lo que parecía ser una antigua calzada enana. A partir de allí la marcha sería más fácil.

Riverwind calculó que habrían atravesado el paso a media mañana. Algunos de los que aún no habían arrostrado el tramo de la cornisa necesitarían más tiempo, porque entre ellos había varios que todavía no habían tenido valor para intentarlo. El hecho de que sus compañeros de viaje hubiesen pasado sin incidentes les daba cierta seguridad y dijeron a Riverwind que creían que lograrían hacerlo tras una noche de descanso. Todo el mundo estaba muy animoso y se preparaba para acampar durante la noche. Laurana y Elistan se habían ofrecido a quedarse con ese grupo demorado y Riverwind había accedido con la tranquilidad de saber que la gente estaba en buenas manos.

El atardecer se presentaba frío, y acampar entre piedras distaba mucho de resultar cómodo. Riverwind convenció a los refugiados para que no encendieran lumbres. Cualquier luz en la montaña sería como un faro en la noche. Los refugiados se arrebujaron en capas y mantas y se tumbaron muy juntos unos a otros para darse calor, encajados entre las piedras de la mejor forma posible, preparados para pasar una noche incómoda y deprimente. Riverwind hizo las rondas y habló con los que hacían guardia para comprobar que estaban despiertos y alerta. Y durante todo el tiempo siguió dándole vueltas a la incógnita del pico.

Lo último que hizo antes de acostarse fue quedarse plantado junto a la herramienta, cavilando a la fría luz de las estrellas qué habrían querido decirle al dejarla allí.

Un grito aterrado de su esposa lo sacó del sueño. Se despertó para encontrar a Goldmoon asiéndolo por el hombro.

—¡Hay algo ahí fuera!

Él también lo sentía, al igual que muchos otros, porque oyó gritar a la gente y la sintió bullir con inquietud a su alrededor. Riverwind ya estaba de pie cuando uno de los guardias llegó corriendo.

—¡Dragones! —dijo en un susurro urgente, sin alzar la voz—. ¡Sobrevuelan las montañas!

—¿Qué pasa? —preguntó la gente, asustada, cuando Riverwind acompañó al guardia fuera del paso hacia la zona abierta desde donde podría otear. Miró hacia el norte y un estremecimiento lo sacudió.

Oscuras alas tapaban las estrellas. Dragones en el extremo más alejado del valle. Volaban despacio y hacían amplios virajes, como si los reptiles cargaran un peso y se esforzaran para mantener la altitud. A Riverwind le recordó los virajes que hacía un halcón al intentar atrapar a un conejo de las praderas.

El miedo al dragón lo atenazó, pero ahora ya sabía identificarlo y se negó a sucumbir a él. Estaba a punto de convocar a sus guerreros cuando oyó pisadas y, al volverse, encontró a los suyos agrupados a su alrededor, silenciosos y expectantes, esperando sus órdenes.

—Eso es el ataque al campamento del que Tika nos avisó —dijo, sorprendido de su propia calma—. No creo que los dragones sepan que nos hemos marchado. ¡Decidles a todos que han de permanecer en silencio y ocultos, que sus vidas dependen de ello! El llanto de un bebé podría delatarnos.

Goldmoon se alejó de prisa junto con algunos de los otros Hombres de las Llanuras y empezó a explicar a la gente el peligro que corrían.

Aquí y allí, se oyó el lloriqueo de un niño, gemidos y gritos sofocados a medida que el miedo al dragón se propagaba, pero Goldmoon y los demás estaban cerca para darles consuelo con plegarias a los dioses.

Los dragones llegaron a un punto situado por encima de la arboleda quemada. Lunitari estaba medio llena esa noche y su luz brilló en las rojas escamas y en la figura con un yelmo montada en el primer dragón. Riverwind reconoció la máscara astada de lord Verminaard. Detrás de él volaban cuatro dragones más. Mientras los observaba, el vuelo de los reptiles perdió velocidad. Las bestias empezaron a realizar lentos virajes que los llevaron encima de las cuevas en las que los refugiados habían vivido.

Aquéllos no eran los gráciles y ágiles Dragones Rojos que Riverwind había visto combatiendo en el cielo de Pax Tharkas. Ésos dragones volaban con pesadez y, de nuevo, tuvo la impresión de que llevaban una carga pesada.

Gilthanas apareció a su lado.

—¿Qué pasa con Laurana y con los que están al otro lado de la cornisa? —preguntó.

Riverwind había estado pensando en Hederick y los que se habían quedado en el valle y sólo supo sacudir la cabeza, consciente de que no tenían ninguna posibilidad. Entonces se dio cuenta de lo que preguntaba realmente Gilthanas. Se refería a los que todavía no se habían aventurado por la cornisa. Estaban acampados a descubierto, en la cara de la montaña, sin un sitio donde refugiarse ni donde ocultarse.

—Tenemos que conseguir que crucen —lo apremió el elfo.

—¿A oscuras? Demasiado arriesgado. —Riverwind sacudió la cabeza—. Confiemos en que los dragones se contenten con atacar las cuevas. Y esperemos que no se les ocurra volar en esta dirección.

Se preparó para ver cómo los dragones escupían fuego sobre las cuevas, pero no ocurrió así. Por el contrario, los dragones siguieron sobrevolando el valle en círculos cada vez más bajos, descendiendo en una formación en espiral. El dragón que llevaba a Verminaard permaneció a más altura, observando desde arriba. Riverwind estaba desconcertado y entonces divisó algo que incrementó su desconcierto.

Unos bultos caían de la espalda de los dragones; o al menos eso era lo que parecían. A Riverwind no se le ocurría qué podían estar dejando caer los reptiles. Entonces dio un respingo, horrorizado.

No eran bultos. ¡Eran draconianos y saltaban del lomo de los dragones! Distinguía las alas de las criaturas al extenderlas cuando saltaban, veía la luz de la luna destellar en las pieles escamosas y en las hojas de las espadas.

Las alas de los draconianos frenaban el descenso y los capacitaban para planear a fin de aterrizar cuando llegaban al suelo. Por lo visto no eran expertos en saltar desde los dragones, ya que algunos caían de cabeza contra las gruesas ramas de los árboles y muchos se zambullían, pateando y agitando los brazos, en el arroyo. Aullidos de rabia rasgaron el gélido aire de la noche. Riverwind alcanzó a oír las voces gritando órdenes a los que habían aterrizado cuando los oficiales intentaron poner orden, encontrar a los soldados y situarlos en formación.

Eso no tardaría mucho en conseguirse. Los draconianos marcharían hacia las cuevas y descubrirían que su presa había huido. Empezarían a buscarlos.

—Tienes razón —le dijo a Gilthanas—. Tenemos que hacer que crucen los que están al otro lado. —Sacudió la cabeza despacio—. ¡Los dioses nos ayuden!

Caminar por la empinada y angosta cornisa había sido difícil y atemorizador con la luz del día y ahora tenía que pedir a esas personas que lo hicieran de noche y a oscuras. Y en silencio.

Riverwind volvió por la peligrosa cornisa y encontró a Elistan y a Laurana esperándolo.

—Ya hemos despertado a todos y están preparados —se anticipó el clérigo.

—Pobre Hederick —susurró Laurana al ver que los draconianos empezaban a cubrir las colinas como un enjambre.

A Riverwind le era difícil sentir atisbo alguno de pena por ese hombre o los que estaban tan engañados como para confiar en él. Tampoco disponía de tiempo para perderlo pensando en él. Contempló al grupo reunido, con los semblantes pálidos que destacaban en la oscuridad, pero todos guardaban silencio y estaban preparados. Riverwind detestaba hacer lo que tenía que hacer a continuación, pero no le quedaba otra opción.

—Tenemos que taparles la boca con mordazas.

Elistan y Laurana lo miraron fijamente, tal vez preguntándose si se habría vuelto loco.

—No entiendo… —empezó Laurana.

—El silencio es nuestra única esperanza de escapar —explicó Riverwind—. Si alguien se cayera, los draconianos podrían oír los gritos.

Laurana palideció y se llevó la mano a la boca.

—Claro —dijo Elistan en voz queda antes de alejarse a buen paso hacia el grupo.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó el guerrero a Laurana.

—Sí —logró responder ella sin apenas voz.

—Me alegro. —Riverwind se mostraba enérgico, flemático—. Tenemos que empezar a pasar ya, no hay tiempo que perder. Los draconianos atacarán las cuevas, pero no tardarán mucho en comprender que nos hemos ido. Vendrán tras nosotros.

—¿Estaremos a salvo en el paso? —preguntó la elfa.

—Eso espero —contestó procurando darse confianza a sí mismo tanto como a ella—. No sabíamos que el paso estaba aquí y hemos vivido en la zona durante meses. Con suerte y la ayuda de los dioses, los draconianos no nos encontrarán. Si lo hacen, nos defenderemos del ataque.

Dejó de hablar y dio un respingo. Fue como si la cegadora luz de un relámpago iluminara de pronto su mente. La punta del pico encajada en una piedra distinta de todas las demás.

—¡Daos prisa! —apuró a Laurana—. Que sigan avanzando. No dejéis que nadie se pare. —Se dio media vuelta para regresar, pero se volvió de nuevo hacia la elfa—. Si alguien se resiste a cruzar, habrá que dejarlo aquí. No tenemos tiempo para mimar a nadie. ¡Que se muevan todos!

Regresó por la peligrosa cornisa arriba al tiempo que pensaba que en realidad resultaba más fácil hacerlo a oscuras. Así no se veía hasta dónde podía uno caerse ni las afiladas piedras del fondo que aguardaban para destrozar el cuerpo. Los hombres que habían hecho lo mismo por la mañana ocuparon sus puestos a lo largo del tramo, listos para ayudar a los que ya empezaban a cruzar. Elistan estaba al principio para ofrecer palabras tranquilizadoras y bendiciones en nombre de Paladine. Con las mordazas ceñidas sobre la boca, la gente empezó a avanzar despacio a lo largo de la cornisa.

Riverwind hizo un alto para mirar en la dirección donde se hallaban las cuevas y vio algunos draconianos que corrían ya hacia ellas. Una vez en la zona habitada, la sorpresa al ver que sus víctimas habían escapado los sumiría en una gran confusión. Pensarían que la gente se había internado más dentro de las cuevas y registrarían los túneles y pasadizos. Al final, los draconianos comprenderían la verdad: que las cuevas estaban abandonadas. Verminaard sabía que los refugiados no podían dirigirse hacia el norte; la ruta más lógica era el sur. Allí sería donde buscaría en primer lugar.

El Hombre de las Llanuras echó una ojeada hacia el este y se preguntó cuántas horas tendrían hasta el amanecer.

No creía que fuesen muchas…

—Venid conmigo —ordenó a sus guerreros—. No necesitaréis armas, sino picos. ¡Y traedme a algunos de los hombres que trabajaban en las minas!

La primera oleada de draconianos acometió contra los riscos que habían habitado los refugiados. Los aullidos lanzados con el propósito de causar espanto en sus víctimas dieron paso a maldiciones al registrar cueva tras cueva y hallar muebles toscos, juguetes, ropas y reservas de comida y agua que los refugiados se habían visto obligados a dejar atrás.

Riverwind condujo a los mineros donde Flint había dejado el pico. Les enseñó la herramienta y la roca veteada mientras les explicaba lo que creía que el enano intentaba decirles.

Los mineros examinaron el área lo mejor que pudieron a la luz de la luna y de las estrellas y convinieron en que aquella roca era una piedra angular. Sin embargo, que funcionara o no, eso ya no podían asegurarlo.

El cruce por la cornisa proseguía, aunque con una lentitud angustiosa. Riverwind no le quitaba ojo al cielo. Aún no apuntaba claridad alguna, pero el brillo de las estrellas empezaba a difuminarse.

Las últimas personas cruzaban despacio ya. Una de ellas, una joven, al llegar al otro lado trastabilló y cayó al suelo. Estaba temblando y las lágrimas le corrían por las mejillas, pero no hizo ruido. Goldmoon la sujetó y se la llevó lejos de la cornisa.

Laurana fue la penúltima en cruzar. Gilthanas, uno de los que estaban situados a intervalos en la cornisa, le dijo algo en elfo mientras la ayudaba a pasar. Ella le apretó la mano y lo besó.

Elistan fue el último y llevaba a un niño cargado a la espalda, con los bracitos del crío enlazados con fuerza alrededor del cuello. Los pasos del clérigo eran firmes y no vaciló. La madre del pequeño, que esperaba al otro lado de la cornisa, se cubría la cara con las manos, incapaz de mirar.

—Ha sido divertido, Elistan —dijo el chiquillo tras quitarse la mordaza una vez que llegaron a terreno seguro—. ¿Podemos repetirlo?

La gente rio, aunque era una risa temblorosa. Los hombres salieron de la cornisa y todos emprendieron la marcha hacia el paso.

Atrás, en el campamento del valle, los draconianos salieron de las cuevas. Ahora ya había luz suficiente para que Riverwind viera sin dificultad lo que pasaba allí. El dragón de Verminaard se posó en tierra y los draconianos se apelotonaron alrededor del Señor del Dragón. Éste inclinó la cabeza para conferenciar con sus oficiales. A su orden, los otros tres reptiles rojos sobrevolaron el valle en distintas direcciones. Uno fue hacia el este. Otro hacia el oeste.

El tercero lo hizo hacia el sur, directo hacia los refugiados. Sin embargo, el reptil no miraba hacia allí, sino hacia abajo; escudriñaba el suelo del valle.

—¡Rápido, rápido! —urgió Riverwind en voz baja mientras azuzaba a la gente y la conducía como antaño había hecho con las ovejas—. Refugiaos en el paso, moveos tan de prisa como podáis.

La gente apretó el paso, sin pánico, y Riverwind empezaba a pensar que al final iban a tener éxito y que escaparían sin ser vistos, cuando un grito hendió la noche.

—¡Esperad! ¡No me abandonéis! ¡No me dejéis aquí!

El dragón oyó la voz, alzó la cabeza y dirigió la mirada hacia allí.

Mascullando maldiciones, Riverwind se volvió.

Hederick corría por la vereda, y la tripa fofa se le sacudía arriba y abajo; tenía la cara congestionada y boqueaba como un pez fuera del agua. Sus acólitos corrían detrás de él y se propinaban empellones y codazos en su pánico por ir más de prisa.

El Sumo Teócrata llegó a la cornisa, miró a Riverwind, miró hacia abajo y se puso lívido.

—¡No puedo cruzar por ahí!

—Todos los demás lo hemos hecho —replicó fríamente el Hombre de las Llanuras, que a continuación señaló hacia el dragón. El reptil había virado y volaba directamente hacia ellos.

Los partidarios de Hederick lo apartaron sin miramientos, entraron en la cornisa y la cruzaron casi corriendo. El Teócrata, temblando de miedo, avanzó casi a rastras detrás de ellos.

Llegó al final de la cornisa sin incidentes y se acercó hecho una furia a Riverwind, dispuesto a interpelarlo con protestas y demandas. Riverwind lo agarró y lo empujó hacia varios guerreros, que asieron al Teócrata por los brazos y lo azuzaron para dirigirse a toda prisa hacia el interior del paso.

El dragón levantó la cabeza y lanzó un gran bramido.

Riverwind corrió hacia el lugar donde el enano había dejado el pico. Echó una ojeada hacia atrás y vio que el grito del reptil había alertado a lord Verminaard. Su dragón se impulsó con las patas en el suelo y emprendió el vuelo. También los draconianos empezaron a correr en su dirección. Se desplazaban por tierra más de prisa que los humanos, ya que se servían de las alas para ayudarse. Brincando y corriendo, fluyeron por la trocha como un río de escamas.

El dragón de Verminaard lo conducía rápidamente hacia el paso, y los draconianos se aproximaban a éste mucho más de prisa de lo que Riverwind habría creído posible.

Riverwind asió el pico, miró hacia la brecha y vio que los pocos rezagados ya estaban a salvo dentro del paso.

—¡Que Paladine nos guarde! —rogó entonces y, en un gesto de respeto a Flint, añadió—: Y que Reorx guíe mi mano.

El Hombre de las Llanuras golpeó la roca veteada justo en el sitio donde había estado encajada la punta. Riverwind se apartó de un salto y la roca bajó rodando la ladera. Al principio no pasó nada, y al guerrero se le cayó el alma a los pies. Miró y vio que el dragón planeaba hacia allí. Verminaard tenía extendido el brazo y señalaba el paso, guiando al reptil.

Entonces el suelo tembló. Hubo un sonido rechinante, desgarrador, y ante la mirada atónita de Riverwind fue como si la ladera de la montaña se moviera y se precipitara sobre él.

Dio media vuelta y corrió hacia la seguridad del paso. Las galgas que brincaban sobre otras rocas grandes le pasaban volando por encima de la cabeza. Con un ruido semejante al trueno, el corrimiento de tierra cayó en cascada vertiente abajo y se llevó por delante la trocha y la cornisa que acababan de cruzar los últimos refugiados. La brecha del paso empezó a llenarse de pedruscos.

Riverwind se tiró aplastado contra el suelo y se protegió la cabeza con los brazos. No veía al dragón, pero oía los rugidos de frustración de la bestia. El corrimiento siguió unos instantes más y entonces terminó y se hizo un repentino silencio roto únicamente por algunas piedras al desplazarse o al encajar en el sitio.

El guerrero alzó la cabeza con precaución para mirar. El paisaje había cambiado. La entrada al paso estaba obstruida por unas enormes galgas. Al otro lado de la nueva pared rocosa se oía batir las alas al dragón; el reptil no podía aterrizar. El corrimiento de tierra había arrastrado o cubierto cualquier zona llana que hubiese existido antes en la cara de la montaña. Riverwind oyó ruidos como si el reptil estuviera intentando abrirse paso con las garras a través de los escombros. No debió de resultar efectivo el intento ya que el dragón cejó pronto en su empeño.

Riverwind alzó la vista al cielo. Las cumbres nevadas se erguían a gran altura sobre él a ambos lados. Asustado, se preguntó si el dragón intentaría sobrevolar el paso. La brecha era angosta y escarpada; no creía que el dragón cupiera por ella. Desde luego, correría el riesgo de dañarse las alas. El reptil aún podía hacer estragos desde gran altura.

El guerrero esperó en tensión ver la sombra del inmenso corpachón y de las alas tapando la luz del alba, pero el dragón no apareció. Sólo fue consciente de que se había marchado cuando dejó de sentir el miedo al dragón. De momento, estaban a salvo.

De momento.

Riverwind pasó entre las piedras para reunirse con los demás. Estaban abrazados unos a otros entre risas, lágrimas y plegarias de agradecimiento y júbilo. El guerrero no podía unirse a la celebración. Sabía muy bien la razón de que Verminaard no hubiera atacado. No hacía falta que su dragón se arriesgara a entrar por la angosta brecha cuando lo único que tenía que hacer era salirles al paso por el otro lado. Como Tika les había contado, había draconianos en la otra vertiente de la montaña. Los refugiados no podían quedarse agazapados en el paso para siempre. Al final tendrían que salir y las fuerzas del Señor del Dragón los estarían esperando, indudablemente.

Su única esperanza era que Tanis, Flint y los otros encontraran las puertas a Thorbardin.

En caso contrario, los refugiados habrían llegado a un punto muerto, literalmente.