17

Sin sombra

Demasiadas sombras

Los sueños de un enano

La misma luz del sol que calentaba el corazón y el ánimo de los refugiados brillaba en el cielo sobre Caramon, Raistlin, Sturm y Tas. Sin embargo, el astro no consiguió calentar ni animar a ninguno de los cuatro. Caminaban por una tierra yerma, inhóspita, desolada. Caminaban por las llanuras de Dergoth.

Todos habían creído que no podía haber nada peor que vadear la ciénaga que rodeaba el Monte de la Calavera. El agua hedía a podredumbre y corrupción. No tenían ni idea de qué clase de criaturas vivirían bajo las aguas limosas, pero alguna había. Por las ondas que rizaban la superficie o por un repentino movimiento alrededor de los pies, era evidente que al pasar molestaban a alguna especie habitante del pantano. Tuvieron que mantenerse juntos para no perderse de vista entre la densa niebla y se vieron obligados a avanzar despacio, arrastrando los pies, para evitar tocones y ramas muertas que quedaban ocultos bajo el agua.

Por suerte, no era un pantano grande y salieron en seguida de la lobreguez de la ciénaga a un terreno seco, liso y duro. Los zarcillos tenues de la niebla siguieron enroscados alrededor de los amigos, pero un viento frío no tardó en deshacerlos. Volvieron a ver el sol y se felicitaron al creer que habían sobrevivido a lo peor. Sturm señaló una cadena montañosa que se alzaba en lontananza.

—Debajo de aquel pico conocido como Buscador de Nubes se encuentra Thorbardin —les dijo el príncipe Grallen, y Raistlin lanzó a Caramon una mirada de triunfo.

Tras un breve descanso reemprendieron la marcha y entraron en las llanuras de Dergoth. Poco después todos empezaron a desear hallarse en cualquier otro sitio, incluso de vuelta en el fétido miasma que acababan de dejar atrás. Al menos la ciénaga tenía vida. Era una vida verde y fangosa, escamosa y sinuosa, espeluznante y serpenteante, pero vida al fin y al cabo.

En las llanuras de Dergoth imperaba la muerte. Allí ya no vivía nada. Antaño habían existido praderas y bosques poblados de pájaros y otros animales. Trescientos años atrás allí se había librado una batalla en la que combatieron enanos contra enanos en una disputa encarnizada. La tierra se empapó de sangre, se exterminó a los venados, las aves huyeron. La hierba se pisoteó y se talaron los árboles para hacer piras funerarias en las que incinerar los cadáveres. Aun así, seguía quedando vida. Los árboles habrían crecido de nuevo, la hierba habría reverdecido y las aves y los animales habrían regresado.

Entonces ocurrió la espantosa explosión que demolió la gran fortaleza y acabó con todos los combatientes de ambos bandos. La conflagración destruyó todo lo que existía con tal violencia que no quedó ni el más leve vestigio de vida. Ni árboles ni hierba ni bestias ni insectos ni liquen ni musgo. Nada excepto muerte. Grotescos montones de armaduras retorcidas, chamuscadas y derretidas y pilas de ceniza alfombraban el suelo arrasado por el fuego. No había quedado nada más de los dos ejércitos cuyos denodados esfuerzos habían finalizado en un único instante terrible en el que el fuego devoró cuerpos, hizo hervir la sangre y los consumió totalmente.

Las llanuras de Dergoth, situadas entre el Monte de la Calavera y Thorbardin, eran planicies de desesperación. El sol brillaba en el cielo azul, pero era una luz fría, como la de las lejanas estrellas, y no proporcionaba calor a quienes se veían obligados a cruzar aquel espantoso lugar, un sitio tan horrible que hasta borró la alegría del kender.

Tasslehoff caminaba con la mirada prendida en sus botas cubiertas de ceniza, porque mirarlas era mejor que mirar al frente y no ver nada aparte de nada, cuando de repente se fijó en algo extraño. Alzó los ojos al cielo y de nuevo los bajó al suelo.

—Caramon, he perdido mi sombra —dijo con voz tensa.

El guerrero oyó al kender, pero fingió que no. Ya tenía bastante con preocuparse de su hermano. Raistlin lo estaba pasando mal. Fuera cual fuese la energía que lo había sostenido y le había dado fuerzas en el viaje al Monte de la Calavera, parecía que lo hubiese abandonado al marcharse de allí. La caminata a través de la ciénaga lo había dejado exhausto. Caminaba despacio, apoyado en el bastón, y cada paso parecía costarle un gran esfuerzo.

Aun así, se había negado a descansar. Insistió en que siguieran adelante y comentó que el supuesto príncipe Grallen no les permitiría detenerse, cosa que seguramente era verdad. Caramon tenía que ir frenando continuamente a Sturm, que marchaba a paso rápido, fija la vista en las montañas, porque en caso contrario habría dejado atrás al agotado mago con su marcha lenta.

—Mira, Caramon, tú también has perdido la tuya —señaló Tas con alivio—. Ya no me siento tan mal.

—¿Que he perdido qué? —inquirió el guerrero, que sólo le prestaba atención a medias.

—Tu sombra —contestó Tas al tiempo que señalaba al suelo.

—Probablemente será mediodía —comentó con desgana Caramon—. No se ve la sombra de uno cuando tienes el sol justo encima de la cabeza.

—Eso es lo que pensé yo —dijo Tas—, pero mira el sol. Está casi en el horizonte. Faltan un par de horas para que oscurezca. No, nuestras sombras han desaparecido —concluyó con un suspiro.

Con una sensación de ridículo, Caramon se volvió a mirar hacia atrás para ver su sombra. Tenía el sol delante, pero no había una sombra alargándose detrás de él. Ni siquiera veía sus huellas, que deberían haberse marcado con claridad en la fina ceniza gris. Experimentó la repentina sensación de haber dejado de existir.

—Caminamos por un mundo de muerte al que no pertenecen los seres vivos —dijo Raistlin con la voz reducida a un mero susurro—. No proyectamos sombra ni dejamos huellas.

—Odio este sitio —dijo Caramon, estremecido por un escalofrío.

Lanzó una mirada aciaga a Sturm, que se había parado para esperarlos y daba golpecitos con un pie en señal de impaciencia.

—Raist, ¿y si el yelmo encantado que lleva puesto nos está conduciendo hacia una trampa mortal? Quizá deberíamos regresar.

Raistlin se planteó, anheloso, volver al Monte de la Calavera. No le encontraba explicación, pero mientras habían estado allí se había sentido fuerte y sano, casi como antes de la Prueba. Allí fuera, ahora, tenía que obligarse a dar cada paso, cuando lo que deseaba era dejarse caer en el suelo cubierto de ceniza gris y dormir sobre el polvo de los muertos. Tosió, sacudió la cabeza e hizo un débil ademán para señalar al caballero.

Caramon entendió. Sturm, bajo la influencia del yelmo, estaba obligado a ir a Thorbardin. Si regresaban, no querría ir con ellos.

Raistlin le tiró de la manga a su hermano.

—¡Tenemos que seguir! —dijo jadeante—. ¡No debemos dejar que la noche nos sorprenda en este horrible lugar!

—¡Amén a eso, hermano! —convino Caramon de todo corazón. Colocó el fuerte brazo debajo del de su gemelo para servirle de apoyo en su vacilante caminar y alcanzaron a Sturm.

—Espero recuperar mi sombra —dijo Tasslehoff, que iba detrás—. Le tenía cariño. Acostumbraba venir conmigo a todas partes.

Siguieron avanzando trabajosamente.

* * *

Su sombra, alargándose a un lado del camino, advertía a Tanis que sólo quedaban unas pocas horas de luz. Habían bajado de la montaña con rapidez por la antigua calzada enana que descendía entre pinos. Unos cuantos kilómetros más y llegarían al bosque. Un lecho de agujas de pino sonaba muy bien después de las incómodas y lúgubres noches en la montaña, con la roca por colchón y una piedra de almohada.

—Huelo a humo —dijo Flint, que se frenó de golpe.

El semielfo husmeó el aire. También él captó el olor a humo. No se había percatado de ello. En el campamento, ese olor de las lumbres de las cocinas había sido penetrante. Estaba cansado de caminar todo el día y no había sabido apreciar realmente lo que ese olor significaba allí. Cuando cayó en la cuenta, irguió la cabeza y escudriñó el cielo.

—Allí está —dijo al tiempo que señalaba unos pocos zarcillos negros que se elevaban por encima de los pinos, no muy lejos de su posición. Observó el humo—. A lo mejor es un incendio forestal.

—Huele a carne quemada —respondió el enano a la par que sacudía la cabeza. Frunció el entrecejo y lanzó una mirada cargada de pesimismo por debajo de las pobladas cejas—. Qué va, no huele a incendio forestal. —Clavó el pico en el suelo y manifestó con gesto avinagrado—: Huele a enano gully. Ése es el pueblo del que te hablé. —Miró en derredor—. Debería haber reconocido dónde habíamos venido a parar, pero nunca había llegado hasta aquí desde esta dirección.

—Me he estado preguntando si el pueblo al que te referías era en el que estuviste prisionero.

Flint soltó un fuerte resoplido y se puso muy colorado.

—¡Como si fuera yo a acercarme a ese sitio ni en mil años!

—No, claro que no —dijo Tanis, que disimuló una sonrisa y cambió de tema—. Hasta ahora siempre habíamos encontrado a los enanos gullys en ciudades. Parece extraño hallarlos instalados aquí, en terreno agreste.

—Esperan a que las puertas se abran —contestó Flint.

—¿Cuánto tiempo llevan ahí? —inquirió Tanis, que miró al enano con aire perplejo.

—Trescientos años. —Flint agitó la mano—. Hay madrigueras de gullys por toda esta zona. El día que las puertas se cerraron y los dejaron fuera, los gullys se sentaron en cuclillas delante de la montaña a esperar, convencidos de que las puertas volverían a abrirse. Todavía siguen esperando.

—Al menos esto demuestra que los gullys son optimistas —comentó el semielfo. Entonces salió de la calzada hacia una vereda que viraba en la dirección del humo.

—¿Dónde crees que vas? —demandó Flint, inmóvil en la calzada como si se hubiese quedado clavado en el sitio.

—A hablar con ellos —contestó el semielfo, a lo que su amigo respondió con un gruñido.

—Se ve que como el kender no anda por aquí echas en falta tu ración diaria de estupideces —rezongó el enano.

—Los enanos gullys tienen un talento natural para localizar lo oculto —repuso Tanis—. Como vimos en Xak Tsaroth, lograron colarse por pasadizos secretos y túneles. ¿Quién sabe? Quizás han descubierto alguna forma de entrar en la montaña.

—En tal caso, ¿por qué siguen viviendo fuera? —razonó Flint, aunque fue en pos de su amigo.

—Puede que no sepan lo que han encontrado.

Flint sacudió la cabeza.

—Aun en el caso de que hubiesen encontrado un modo de acceder a Thorbardin nunca conseguirías hallar sentido a lo que te contaran. Y no permitas que esos desdichados te convenzan para quedarte a cenar. —El enano arrugó la nariz—. ¡Puag! ¡Qué peste! ¡Ni siquiera una rata asada huele tan mal como eso!

Habían llegado a un punto donde el humo era ya más denso y el olor resultaba muy desagradable. Si era de una lumbre, Tanis no llegaba a imaginar qué estarían cocinando los gullys.

—No te preocupes —contestó y se tapó nariz y boca con la mano a la par que intentaba respirar lo menos posible.

La vereda los condujo a un claro entre los árboles. Allí, Flint y Tanis se pararon en seco y contemplaron en un silencio sombrío la terrible escena. Los edificios habían sido incendiados y se había masacrado a todos los enanos gullys. Sólo quedaban esqueletos carbonizados e informes masas humeantes de carne ennegrecida.

—No era rata asada, sino gullys asados —dijo Flint con aspereza.

Poniéndose harapos sobre la nariz y la boca y con los ojos llorosos por el humo, los dos amigos recorrieron el pueblo por si quedaba alguno que siguiera vivo, pero su búsqueda resultó infructuosa.

Quienesquiera que fuesen responsables de aquello habían atacado rápida y brutalmente. Al parecer habían pillado desprevenidos a los enanos gullys —sobradamente conocidos por su cobardía—, sin tiempo para huir. Los habían matado allí donde los sorprendieron. Algunos de los cadáveres tenían agujeros de parte a parte, otros estaban partidos en pedazos, mientras que otros tenían astas de flechas medio quemadas que les sobresalían entre las costillas y algunos no tenían rastros de heridas, pero aun así estaban muertos.

—Aquí ha intervenido magia oscura —dijo Tanis, severo.

—No fue lo único que intervino.

Flint se agachó y, con mucho cuidado, recogió por la empuñadura una espada rota caída junto al cadáver de un gully que había llevado puesta en la cabeza, boca abajo, una sopera. Quizás el improvisado yelmo le había salvado la vida un poco de tiempo, lo suficiente para llegar al mismo borde del poblado antes de que su atacante lo alcanzara y le hiciera pagar caro romperle la espada. El gully, todavía con la sopera puesta en la cabeza, yacía retorcido, con el cuello roto.

—Draconiana —dijo Flint mientras miraba la espada.

Aunque sólo quedaba la mitad de la hoja era fácil de identificar por los extraños filos aserrados que utilizaban los servidores de la Reina de la Oscuridad.

—De modo que están a este lado de la montaña —concluyó el semielfo con tono adusto.

—Quizás estén ahora mismo ahí fuera, observándonos —sugirió Flint, que soltó la espada rota para armarse con el hacha.

Tanis desenvainó la espada y los dos amigos escudriñaron con atención las sombras.

Los últimos rayos de sol empezaban a desaparecer tras las montañas. Ya estaba oscuro entre los pinos, y las sombras de la cercana noche, junto con el humo, hacían difícil ver algo.

—Ya no podemos hacer nada por estos pobres desdichados —dijo el semielfo—. Marchémonos de aquí.

—De acuerdo —contestó Flint, pero de repente se quedó muy quieto.

—¿Has oído eso? —preguntó Tanis en un susurro.

El enano se acercó a él, pero espalda contra espalda con Tanis.

—Suena como el tintineo de armaduras, algo grande deslizándose sigilosamente entre los árboles —dijo en voz baja.

El semielfo recordó a los enormes draconianos y su gran envergadura de alas, las pesadas extremidades protegidas bajo piezas de armadura y cotas de malla. Podía imaginar a los monstruos intentando deslizarse entre los pinos, haciendo susurrar la maleza al engancharse en ella, pisando las hojas secas y chascando ramas… justo los sonidos que estaban oyendo. De pronto el ruido cesó.

—¡Nos han visto! —musitó Flint.

Sintiéndose vulnerable y a descubierto en el claro, Tanis estuvo tentado de decirle a Flint que corriera hacia los árboles, pero se contuvo. Con la penumbra y el humo, lo que quiera que estuviese ahí fuera podría haberlos oído, pero todavía no los habría localizado. Si corrían, atraerían la atención hacia ellos y revelarían su posición.

—No te muevas —advirtió Tanis—. ¡Espera!

Al parecer, el enemigo del bosque había tenido la misma idea. No oyeron más ruidos de movimiento, pero sabían que aún estaba allí, esperando también.

—¡A la mierda! —masculló el enano—. No podemos quedarnos aquí toda la noche. —Antes de que Tanis pudiera impedírselo, el enano alzó la voz—. ¡Lagartijas babosas! ¡Dejaos de merodear y salid aquí a luchar!

Oyeron un chillido, rápidamente ahogado.

—Flint, ¿eres tú? —preguntó con recelo una voz y el enano, al oírla, bajó el hacha.

—¿Caramon? —llamó.

—¡Y yo, Flint! —gritó otra voz—. ¡Tasslehoff!

Flint gimió y sacudió la cabeza.

Hubo mucho estrépito en la pinada, se encendieron antorchas y Caramon salió entre los árboles sosteniendo a Raistlin, que apenas podía caminar. Tasslehoff apareció detrás a toda carrera aunque llevaba a Sturm de la mano y tiraba de él.

—¡Vas a ver a quién he encontrado! —exclamó Tas.

Tanis y Flint miraron al caballero de hito en hito al ver que se cubría la cabeza con un yelmo demasiado grande para él. Tanis se acercó para abrazar a Sturm, pero el caballero dio un paso atrás, hizo una reverencia y se mantuvo apartado. Tenía la mirada prendida en Flint y la expresión no era amistosa.

—No te conoce, Tanis —explicó el kender, que casi no podía contener el entusiasmo—. ¡No nos conoce a ninguno!

—No lo habrán golpeado en la cabeza otra vez, ¿verdad? —preguntó Tanis mientras se volvía hacia Caramon.

—Qué va. Está hechizado.

Tanis desvió la mirada hacia Raistlin.

—No he sido yo —dijo el mago, que se sentó pesadamente en un tocón de árbol que había salido indemne del fuego—. Fue cosa del propio caballero.

—Es una larga historia, Tanis. ¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Caramon al tiempo que miraba la destrucción del poblado.

—Draconianos —fue la escueta respuesta del semielfo—. Por lo visto esos monstruos han cruzado la montaña.

—Sí, nosotros también nos topamos con draconianos —dijo el guerrero—. En el Monte de la Calavera. ¿Crees que siguen por los alrededores?

—No hemos visto ninguno. ¿De modo que conseguisteis llegar a la fortaleza? —inquirió Tanis.

—Sí, y damos gracias por estar lejos de ese sitio horrible y de esas malditas llanuras. —Con un gesto de la cabeza señaló hacia la dirección de la que llegaban.

—¿Cómo nos habéis encontrado?

Raistlin tosió y echó una ojeada a su hermano. A Caramon se le puso la cara roja y apoyó el peso ora en un pie ora en otro con nerviosismo.

—Le pareció que olía a comida —aclaró Raistlin, mordaz. Caramon esbozó una sonrisa avergonzada y se encogió de hombros.

Entretanto, Flint había estado observando intensamente a Sturm y a Tasslehoff, que se retorcía para contener el regocijo.

—¿Qué le pasa a Sturm? —preguntó el enano—. ¿Por qué me mira de ese modo, como si quisiera fulminarme? ¿Y de dónde ha sacado ese yelmo? ¿Por qué lo lleva puesto? No le queda bien. Ése es un yelmo… —Se acercó más, entrecerrando los ojos para ver mejor el casco en la penumbra—. ¡Es enano!

—¡No es Sturm! —soltó de repente Tasslehoff—. ¡Es el príncipe Grallen de debajo de la montaña! ¿No es maravilloso, Flint? Sturm cree que es un enano. ¡Pregúntale!

Flint estaba boquiabierto. Entonces cerró la boca con un fuerte chasquido.

—No puedo creerlo. —Se dirigió al caballero—. Óyeme bien, Sturm, no pienso permitir que me toméis el…

Sturm cerró la mano sobre la empuñadura de la espada. Los ojos marrones eran fríos y duros bajo el yelmo. Dijo algo en lenguaje enano, a trompicones, como si le costara trabajo pronunciar las palabras.

Flint se quedó mirándolo de hito en hito, mudo de asombro.

—¿Qué ha dicho? —quiso saber Tasslehoff.

—Guarda las distancias, escoria de las colinas —tradujo Flint—. O algo por el estilo. —El enano lanzó una mirada furiosa hacia Caramon y en especial a Raistlin—. ¡Más vale que alguien me explique qué está pasando aquí!

—Fue culpa del propio caballero —repitió el mago, que asestó una fría mirada a Flint—. No tengo nada que ver con eso. Se lo advertí. Le dije que el yelmo era mágico y que no lo tocara, pero no me hizo caso. Se puso el yelmo y éste es el resultado. Cree ser el príncipe Grallen, sea quien sea ese personaje.

—Un príncipe de Thorbardin —confirmó Flint—. Uno de los hijos del rey Duncan. Grallen vivió hace más de trescientos años. —Sin acabar de fiarse de Raistlin, el enano se acercó más para examinar el yelmo—. Es realmente una pieza digna de la realeza —admitió—. ¡Jamás había visto nada igual! —Alargó la mano—. Si pudiese…

Sturm desenvainó la espada y la sostuvo ante el pecho de Flint.

—¡No te acerques más! —avisó Raistlin—. Tienes que entenderlo, Flint. Eres un Enano de las Colinas, y el príncipe Grallen te ve como el enemigo contra el que luchó y murió.

—¡Que entienda! —increpó Flint, furioso. Sin quitar ojo a Sturm, alzó las manos y retrocedió—. No entiendo nada de esto. —Asestó una mirada fulminante a Raistlin—. Estoy de acuerdo con Tanis. ¡Esto apesta al trabajo de un mago!

—Como así es —confirmó fríamente Raistlin—. Pero no mío.

Explicó que se había encontrado el yelmo por casualidad y que Sturm lo había visto con él en las manos y se había quedado prendado del casco.

—El encantamiento debía de buscar un guerrero y, cuando Sturm lo cogió, el hechizo se apoderó de él. No es una magia maligna, más allá de tomar prestado el cuerpo durante un corto tiempo. Cuando lleguemos a Thorbardin, el alma del príncipe habrá llegado a casa. Probablemente la magia liberará al caballero y volverá a ser el severo y hosco Sturm Brightblade que siempre hemos conocido.

Tanis miró de nuevo a Sturm, que seguía con la espada desenvainada y sin apartar la torva mirada de Flint.

—Dices que «probablemente» la magia lo liberará —le habló a Raistlin.

—Yo no lancé el hechizo, Tanis, así que es imposible que lo sepa con certeza. —De nuevo tosió, lo que lo obligó a callarse, y luego continuó—: Quizá no te has dado cuenta de lo que esto significa. El príncipe Grallen sabe dónde se encuentran las puertas de Thorbardin.

—¡Por las barbas del gran Reorx! —exclamó Flint—. ¡El mago tiene razón!

—Te dije que la llave para acceder a Thorbardin se hallaba en el Monte de la Calavera.

—Nunca puse en duda tus palabras —contestó el semielfo—. Aunque he de admitir que mi idea sobre esa «llave» se acercaba más a un mapa. —Se rascó la barba—. Ahora el problema es, según lo veo yo, impedir que el príncipe mate a Flint antes de que hayamos llegado allí.

—El príncipe cree que somos mercenarios. Podríamos decirle que Flint es nuestro prisionero —sugirió Caramon.

—¡Ni se os ocurra! —bramó el enano.

—¿Y qué tal un emisario que viene a negociar las condiciones de un armisticio? —dijo Raistlin.

Tanis miró a Flint, quien se sintió en la obligación de oponerse arguyendo que nadie en su sano juicio creería tal cosa. Sin embargo, al final asintió con un gesto de cabeza, a regañadientes.

—Decidle que también yo soy príncipe, un príncipe de los neidar.

Tanis disimuló una sonrisa y se puso a explicar las cosas al príncipe Grallen, a quien por lo visto le pareció aceptable, ya que Sturm envainó la espada y le dedicó a Flint una mínima reverencia envarada.

—Ahora que eso ya está solucionado, ¿alguno de los dos tiene algo de comer? —preguntó Caramon—. Hemos agotado todo lo que traíamos.

—No entiendo cómo puedes tener hambre —dijo Raistlin, que se apretó la manga de la túnica contra la boca y la nariz—. ¡El hedor es espantoso! Al menos deberíamos movernos contra el viento.

Tanis echó otro vistazo al poblado destruido y a los pequeños y patéticos cadáveres.

—¿Por qué harían esto los draconianos? ¿Por qué tomarse la molestia de masacrar a unos enanos gullys? —se preguntó en voz alta.

—Para silenciarlos, por supuesto —le respondió Raistlin—. Toparon con algo con lo que no debían topar, algún secreto de los draconianos o algún secreto que a los draconianos les habían ordenado proteger. Por eso tuvieron que morir.

—Me pregunto qué secreto será —caviló el semielfo, preocupado.

—Dudo que lleguemos a saberlo alguna vez —dijo Raistlin, que se encogió de hombros.

Abandonaron el poblado y volvieron a la calzada que ascendía hacia la montaña que albergaba Thorbardin.

—He rezado una oración por los pobres gullys —dijo Tasslehoff en voz solemne mientras se acercaba a Tanis—. Es una plegaria que me enseñó Elistan. «Comandé» sus almas a Paladine.

—Encomendé —lo corrigió el semielfo—. Encomendé sus almas.

—Sí, eso también —contestó Tas con un suspiro.

—Ha sido un bonito detalle que hagas eso —dijo Tanis—. A ninguno de los demás se nos ha ocurrido.

—Porque estáis ocupados pensando en cosas grandes —le explicó Tas—. Yo me ocupo de cosas pequeñas.

—Por cierto —dijo el semielfo cuando se le vino una idea a la cabeza—. ¡Te dejé en el campamento del valle! ¿Cómo es que apareces con Raistlin, Sturm y Caramon? Creí haberte dicho que cuidaras de Tika.

—¡Y lo hice! —repuso Tas—. ¡Espera a que te cuente!

Se lanzó a relatar lo ocurrido y, a medida que avanzaba en los hechos, el gesto de Tanis se tornaba más severo.

—¿Dónde está Tika? ¿Por qué no ha venido con vosotros?

—Regresó para advertir a Riverwind —contestó Tasslehoff, animado.

—¿Sola? —Tanis se volvió a mirar a Caramon, que intentaba en vano ocultar su corpachón detrás de su gemelo.

—Se escabulló durante la noche, Tanis —explicó el guerrero a la defensiva—. ¿Verdad, Raist? No sabíamos que iba a marcharse.

—Podríais haber ido tras ella —dijo el semielfo, cada vez más serio.

—Sí, podríamos haberlo hecho —contestó suavemente Raistlin—. Y, de haber sido así, ¿en qué situación estarías ahora, semielfo? Deambulando por las montañas buscando la forma de entrar en Thorbardin. Tika no corría peligro. La ruta por la que habíamos llegado sólo la conocíamos nosotros.

—Eso espero —dijo Tanis, sombrío.

Tragándose las palabras iracundas que no habrían servido de nada, se puso a la cabeza del grupo. Hacía muchos años que conocía a Raistlin y a Caramon y sabía que los gemelos tenían un vínculo que era imposible romper. Un vínculo malsano —o así lo había considerado siempre— pero no era el lugar ni el momento para decir nada. Había albergado la esperanza de que el floreciente idilio entre Tika y Caramon daría al hombretón la fuerza necesaria para liberarse del férreo control de su hermano. Parecía ser que no.

Tanis no sabía qué había pasado en el Monte de la Calavera, aunque imaginaba —a juzgar por la mirada malcontenta que Caramon había dirigido a su hermano— que Tika había intentado persuadir al guerrero de que la acompañara y Raistlin lo había impedido.

—Si le ocurre algo, me lo cobraré en la piel de Raistlin —masculló entre dientes el semielfo.

Al menos Tika había tenido el sentido común de ir a poner sobre aviso a Riverwind. Confiaba en que la joven hubiese llegado a tiempo hasta los refugiados y que éstos hubiesen hecho caso del aviso y hubiesen huido. Él no podía regresar ahora, por mucho que le hubiese gustado hacerlo. La urgencia de su misión en Thorbardin acababa de multiplicarse por ochocientos.

Flint marchaba en la retaguardia, detrás de Sturm, incapaz de apartar los ojos del caballero y del maravilloso yelmo que llevaba puesto… O, más bien, según Raistlin, el yelmo que lo llevaba a él. El enano no confiaba en ningún tipo de magia —y menos en la que tuviera algo que ver con Raistlin— y nadie iba a convencerlo de que aquello no era obra del joven mago de algún modo.

El enano tenía que admitir que algo había pasado para cambiar así a Sturm. El caballero era capaz de pronunciar unas cuantas palabras del lenguaje enano aprendidas de oírlo a él a lo largo de los años, pero no eran muchas. Desde luego, no sabía nada del que se hablaba en Thorbardin y que era ligeramente distinto del que utilizaban los Enanos de las Colinas.

Después de que hubieron acampado, Tanis le pidió al príncipe que le describiera la ruta a Thorbardin. El príncipe Grallen lo hizo de buen grado; habló de un cordal de crestas que seguirían para subir a la montaña. Les dijo la distancia que tendrían que viajar y cómo localizar la puerta secreta, si bien no les contó qué debían hacer para abrirla una vez que llegaran a ella.

Tanis miró a Flint para recibir confirmación del enano. Éste no sabía a qué cordal específico se refería el príncipe, pero sonaba verosímil, si bien no lo dijo.

Lo único que el viejo enano dijo, entre rezongos, fue que suponía que descubrirían si era verdad al día siguiente y que esperaba que Tanis se callara y los dejara descansar un poco esa noche.

Cuando Flint se tumbó, alzó la vista al cielo y se puso a buscar la estrella roja que era la fragua de Reorx, el Forjador del Mundo, hasta que dio con ella.

A Flint le gustaba la idea de ser un emisario. Ni que decir tiene que había protestado cuando Raistlin lo propuso, sólo por el mero hecho de haberlo propuesto él, pero no se había opuesto con firmeza. Había accedido sin poner muchas pegas. Y entonces se le ocurrió algo.

«¿Y si soy realmente un emisario? ¿Y si soy el enano que une por fin a los clanes beligerantes?».

Yació despierto mucho tiempo contemplando las chispas que saltaban por el cielo a medida que el dios proseguía su eterna tarea de forjar la creación. Se vio a sí mismo como una de esas chispas, sólo que la luz de la suya brillaría para siempre.