16

Tika advierte del peligro

El dilema de Riverwind

Los refugiados deciden

Laurana estaba en la cueva que compartía con Tika, tendida en el jergón. Había pasado un día y una noche buscando a su amiga y al kender, que habían desaparecido, y se sentía exhausta. Con todo, era incapaz de conciliar el sueño. No dejaba de pensar una y otra vez en todo lo que Tika había dicho y había hecho la última vez que habían estado juntas. Las pistas las tenía allí, justo delante de ella. Tendría que haberse imaginado de inmediato que Tika se proponía ir en pos de Caramon y que Tas se iría con ella. Tendría que haber hecho algo para impedírselo.

—Si no hubiese estado tan preocupada pensando en… otras cosas…

—Otras cosas como Tanis. Laurana acababa de cerrar los ojos y empezaba a quedarse dormida, cuando la voz de Goldmoon le hizo abrir los ojos de par en par, despabilada por completo.

—¡Laurana! ¡La han encontrado!

Dos Hombres de las Llanuras llevaron a Tika en una camilla improvisada y la metieron en la cueva donde se atendía a los enfermos y a los heridos. La gente se reunió para ver qué pasaba y entre las mujeres se alzaron murmullos de pena y de preocupación en tanto que los hombres se limitaban a sacudir la cabeza. Dejaron la camilla en el suelo con mucho cuidado. Riverwind prendió la lumbre mientras su esposa llevaba agua fría. Laurana se acercó a Tika.

—¿Dónde la han encontrado?

—Tendida en la orilla del arroyo —contestó Goldmoon.

—¿Estaba Tas con ella?

—Estaba sola. No había rastro del kender.

Tika gemía de dolor y no dejaba de bullir en el catre, desasosegada. Tenía los ojos muy abiertos y con un brillo febril, pero sólo veía el mundo creado por su delirio. Cuando Goldmoon se inclinó sobre ella, la joven chilló y empezó a golpearla violentamente con los puños. Fue necesario que Riverwind y los dos guerreros de las Llanuras la sujetaran e incluso entonces siguió forcejeando para soltarse.

—¿Qué le pasa? —preguntó Laurana, alarmada.

—Fíjate en esos arañazos. Algún animal salvaje la ha atacado —respondió Goldmoon, que refrescó la frente de Tika con un paño mojado en agua fría—. Un oso o un puma, quizá.

—No —dijo Riverwind—. Un draconiano.

Su esposa alzó la cabeza y lo miró, consternada.

—¿Por qué lo sabes?

Riverwind señaló varias manchas de polvo gris en el coselete de cuero de la joven.

—Sólo tiene marcas de garras en los brazos y las piernas, cuando un animal salvaje se las habría dejado por todo el cuerpo. El draconiano intentaba reducirla para abusar de ella…

Laurana se estremeció. Riverwind tenía el gesto sombrío y a su esposa se la notaba muy preocupada.

—¿Qué pasa? —inquirió la elfa—. Se pondrá bien, ¿verdad? Puedes sanarla…

—Sí, Laurana, sí —le aseguró Goldmoon con voz tranquilizadora—. Dejadla sola conmigo, todos. —Acarició los rizos pelirrojos de la joven, húmedos de sudor, y posó la mano en el medallón de Mishakal que llevaba colgado al cuello—. Deberías convocar una asamblea con el consejo, esposo.

—Antes tengo que hablar con Tika.

—De acuerdo —accedió Goldmoon tras una breve vacilación—. Te mandaré llamar cuando haya vuelto en sí, pero para hablar sólo un poco. Necesita descanso y alimentos.

—Deja que me quede —pidió Laurana—. Esto es culpa mía.

—Tienes que ir a buscar a Elistan —respondió Goldmoon al tiempo que sacudía la cabeza.

Laurana no entendía, pero se daba cuenta de que a los dos les preocupaba algo. Laurana salió del refugio detrás del Hombre de las Llanuras.

—¿Qué ocurre? ¿Qué os tiene alarmados?

—A Tika la atacó un draconiano —contestó Riverwind—. Ése ataque tiene que haber ocurrido aquí o muy cerca.

De repente Laurana comprendió las terribles implicaciones.

—¡Que los dioses se apiaden de nosotros! ¡Eso significa que nuestros enemigos han hallado una forma de entrar en el valle! Goldmoon tiene razón, he de decírselo a Elistan.

—Hazlo con discreción —advirtió Riverwind—. Tráelo aquí contigo. Y no digas una palabra de esto a nadie más, al menos de momento. Sólo nos faltaba que cundiera el pánico entre la gente.

—No, claro que no —convino la elfa, que se alejó a buen paso.

La gente se había reunido a una distancia discreta de la cueva y esperaba noticias. Tika, con su risa pronta y su temperamento alegre, era muy apreciada por toda la gente del campamento, aparte del Sumo Teócrata.

Maritta paró a Laurana cuando la elfa salió de la cueva y le preguntó, preocupada, qué tal estaba Tika. Laurana comprendió que sería más fácil hacer un comunicado sucinto del estado de su amiga.

—Ahora está muy enferma, pero Goldmoon se encuentra con ella y Tika se recuperará —les dijo a los reunidos—. Necesita descanso y tranquilidad.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó Maritta.

—No lo sabremos hasta que vuelva en sí —fue la respuesta evasiva de la elfa, que se las ingenió para escabullirse del grupo y fue en busca de Elistan. Se cruzó con él cuando iba de camino a la cueva de Goldmoon.

—Me he enterado de lo de Tika —dijo el hombre—. ¿Cómo está?

—Se pondrá bien, gracias a los dioses —contestó Laurana—. Riverwind quiere hablar contigo.

Elistan la miró con aire escrutador. Advirtió la preocupación y el temor plasmados en su semblante e iba a preguntarle qué ocurría, pero lo pensó mejor.

—Iré de inmediato.

Cuando llegaron a la cueva todavía quedaban unas cuantas personas en los alrededores. De nuevo, Laurana les aseguró que Tika se pondría bien y añadió que lo mejor que podían hacer para ayudarla era pedir por ella en sus plegarias.

Riverwind se encontraba en la boca de la cueva. Cuando Laurana y Elistan se acercaron para hablar con él, Goldmoon apartó a un lado la manta y les pidió que entraran.

—Se le ha cortado la fiebre y las heridas se le están curando, pero aún está conmocionada por la terrible experiencia que le ha tocado pasar. Sin embargo, quiere hablar contigo, esposo. Ha insistido.

Tika yacía envuelta en mantas delante de la lumbre. Aún estaba tan pálida que las pecas, que eran su pesadilla, resaltaban en un fuerte contraste con la blancura de la tez. Con todo, intentó sentarse cuando los otros entraron.

—¡Riverwind, tengo que hablar contigo! —dijo en tono urgente, tendiéndole una mano temblorosa—. Por favor, escúchame…

—Lo haré —le dijo Riverwind, que se arrodilló a su lado—, pero antes tienes que tomarte este caldo y después te tumbas o mi esposa nos arrojará a los dos al crudo frío del exterior.

Tika se bebió el caldo y su cara recuperó algo de color. Laurana se arrodilló al lado de su amiga.

—Estaba muy preocupada por ti.

—Lo siento —se disculpó Tika con pesadumbre—. Goldmoon me ha contado que todo el mundo salió a buscarnos a Tas y a mí. No era mi intención… No creí que… —Soltó un profundo suspiro y dejó el cuenco a un lado. En su rostro se plasmó una expresión decidida—. Al final fue una suerte que nos marcháramos.

—Espera un momento —pidió Riverwind—. Antes de que nos cuentes lo que te ha pasado, ¿dónde está el kender? ¿Se encuentra a salvo Tasslehoff?

—Supongo que tan a salvo como se pueda estar —respondió tristemente la joven—. Se ha quedado con Raistlin, Caramon y Sturm. Si es que aún se lo puede seguir llamando Sturm

Al ver la expresión preocupada en sus caras, Tika suspiró.

—Empezaré por el principio.

Relató lo ocurrido, que había decidido seguir a Caramon para intentar hacerle entrar en razón.

—Fui una tonta, ahora lo sé —añadió, apesadumbrada.

Siguió con el relato de cómo el kender y ella habían entrado en el túnel que discurría por debajo de la montaña y cómo habían salido en la otra punta del pasadizo para encontrarse en el Monte de la Calavera con un dragón muerto, hordas de draconianos y Grallen, príncipe de Thorbardin, antes Sturm Brightblade.

—El yelmo que se puso estaba encantado o maldito o algo así. No lo entendí y Raistlin no quería hablar de ello —comentó Tika.

Elistan tenía el gesto serio, el semblante de Riverwind denotaba dudas y Goldmoon parecía inquieta. Le puso un paño frío en la frente a Tika al tiempo que decía que debería descansar. La joven se quitó el paño de la frente.

—Sé que no me creéis. Yo tampoco lo creería de no haberlo visto con mis propios ojos. Incluso hablé con ese… príncipe Grallen. Caramon dijo que el yelmo había estado esperando a que llegara alguien y se lo pusiera para así obligar a esa persona a ir a Thorbardin a informar al rey que habían perdido la batalla.

—Con trescientos años de retraso —susurró Laurana.

—Pero ahora han encontrado un modo de entrar a Thorbardin, ¿comprendéis? —apuntó Tika—. Ése príncipe Grallen va a conducirlos hasta allí.

Hubo un intercambio de miradas entre todos. Riverwind sacudió la cabeza. El Hombre de las Llanuras sentía una desconfianza innata hacia la magia y aquello parecía demasiado extraño para ser cierto. Se centró en lo que era una amenaza más inmediata.

—Oíste que los draconianos decían que un ejército estaba en marcha, que venía hacia aquí, al valle.

—Sí. Por eso regresé, para advertiros.

—¿Por qué no ha venido Caramon contigo? —inquirió Riverwind en tono desaprobador—. ¿Por qué te mandó sola de vuelta?

—Caramon quería acompañarme —lo siguió defendiendo resueltamente—. Yo le dije que no, que debía quedarse con Sturm, su hermano y Tas porque Sturm se creía un enano y todo eso. Le dije que podía apañármelas bien yo sola. Y lo hice. —La expresión de sus ojos se endureció y la joven apretó los puños—. Maté a ese monstruo cuando me atacó. ¡Lo liquidé!

No le pasaron por alto las expresiones preocupadas de sus amigos, y rompió a llorar.

—¡Caramon no sabía que había un draconiano escondido en ese pasadizo! ¡Nadie lo sabía! —Se dejó caer pesadamente en la camilla, sacudida por los sollozos.

—Ahora tiene que descansar —ordenó Goldmoon con firmeza—. Creo que sabéis todo lo que necesitáis saber, esposo.

Los hizo salir y volvió para estrechar a Tika entre los brazos y dejarla que llorara lo que quisiera.

—¿Qué hacemos, Hijo Venerable? —preguntó Riverwind.

—La decisión es tuya —contestó Elistan—. Tanis te puso al frente de todos nosotros.

Riverwind suspiró hondo y dirigió la vista al sur, taciturno.

—Si se da crédito a lo que ha contado Tika…

—¡Pues claro que lo damos! —intervino Laurana, enfadada—. Arriesgó la vida para advertirnos del peligro.

—Hederick y los demás no le creerán —observó Riverwind.

Laurana guardó silencio. Tenía razón, por supuesto. El Sumo Teócrata y sus compinches no querían marcharse y buscarían cualquier excusa para quedarse. Casi podía oír a Hederick diciéndole a la gente que no podía fiarse de Tika. Ladrona en el pasado y ahora camarera y los dioses sabían qué más cosas, había huido para estar con su amante y se había inventado ese cuento para ocultar sus pecados.

—Hay pocos a los que les cae bien Hederick —indicó la elfa—, pero sí aprecian a Tika.

—Y, lo que es más importante —añadió Elistan—, es que tú les caes bien y te admiran, Riverwind. Si les dices que se acerca un peligro y que tienen que irse, te harán caso.

—¿Crees que deberíamos irnos? —preguntó Laurana.

—Sí —contestó él, convencido—. Lo he estado pensando desde el día que el dragón nos sobrevoló. Deberíamos dirigirnos al sur antes de que las grandes nevadas bloqueen los pasos de montaña. Éste valle ya no es un refugio seguro. La historia de Tika simplemente confirma lo que llevo temiéndome mucho tiempo. —Hizo una pausa y luego añadió en voz baja:

»Pero ¿y si me equivoco? Un viaje así está lleno de peligros e incertidumbre. ¿Y si llegamos a Thorbardin y encontramos cerradas las puertas? Lo que es peor ¿y si nunca encontramos Thorbardin? Podríamos andar deambulando por las montañas hasta morir de hambre o de frío. Le estaría pidiendo a toda esta gente que abandonara un sitio seguro y fuera de cabeza hacia el peligro. No tiene sentido.

—Acabas de afirmar que el valle no es un sitio seguro —observó Elistan—. Desde que apareció el dragón, la gente ha estado inquieta, asustada. Sabe que los dragones nos vigilan, aunque no se los vea.

—Es una pesada carga tener a mi cargo la vida de cientos de personas —se lamentó Riverwind.

—No sólo a tu cargo, amigo mío —le dijo suavemente Elistan—. Paladine está contigo. Acude a él con tus temores y preocupaciones.

—¿Me dará una señal, Hijo Venerable? ¿Me dirá el dios qué tengo que hacer?

—Nunca te dirá lo que tienes que hacer —repuso el clérigo—. Te concederá la sabiduría de tomar la decisión correcta y la fortaleza para llevarla a cabo.

—Sabiduría. —Riverwind sonrió y sacudió la cabeza—. No soy un sabio. Fui pastor…

—Y como pastor utilizabas tus conocimientos y tu instinto para guardar a tu rebaño a salvo del lobo. Ésa es la sabiduría que Paladine te ha dado, una sabiduría en la que debes confiar.

Riverwind meditó sobre aquello.

—Convocad a la gente para una reunión a mediodía —dijo después—. Anunciaré mi decisión entonces.

Cuando se marchaban, Laurana miró hacia atrás y vio que Riverwind se encaminaba hacia la gruta donde habían construido un pequeño altar en honor a los dioses.

—Es un buen hombre. Su fe es firme y sólida —dijo la elfa—. Tanis hizo una buena elección. Ojalá que…

Se calló. No había sido su intención expresar en voz alta lo que pensaba.

—¿Ojalá, qué, querida? —preguntó Elistan.

—Ojalá Tanis encontrara una fe igual —contestó por fin Laurana—. Él no cree en los dioses.

—Tanis no encontrará la fe. Más bien será la fe la que lo encuentre a él, como me ocurrió a mí —comentó Elistan con una sonrisa.

—No entiendo.

—Tampoco estoy seguro de entenderlo yo —admitió Elistan—. Mi corazón está afligido por él, pero Paladine me asegura que puedo dejar tranquilamente esas preocupaciones en sus manos.

—Espero que las tenga muy grandes —dijo Laurana con un suspiro.

—Tan grandes como el cielo —contestó el clérigo.

* * *

Si Riverwind se dirigió a Paladine no pareció haber encontrado mucho alivio o sosiego en la comunión con el dios. Tenía sombrío el gesto cuando ocupó su sitio frente a la multitud. Sus palabras no eran para tranquilizar ni consolar. Les contó el viaje de Tika. Dijo que el caballero, Sturm Brightblade, había descubierto una forma de llegar a Thorbardin (fue vago en los detalles). Les contó que Tika había oído a hurtadillas hablar a los draconianos sobre un ejército que se preparaba para asaltar el valle y la forma en la que la había atacado una de esas criaturas cuando volvía para advertirles.

Hederick frunció los labios, puso los ojos en blanco y soltó un resoplido despectivo.

—Tika Waylan es una buena chica, pero como algunos de vosotros recordaréis antes era camarera…

—Yo le creo —lo interrumpió Riverwind, y su voz firme acalló incluso a Hederick, al menos temporalmente—. Creo que este valle, que hasta ahora ha sido un refugio de paz, puede convertirse dentro de poco en un campo de batalla. Si nos atacan aquí no tendremos dónde huir ni dónde resguardarnos. Nos habrán acorralado como ratas y acabaremos capturados o masacrados. Los dioses nos envían este aviso y cometeremos un error si no hacemos caso. Propongo que nos marchemos en los próximos días y viajemos hacia el sur, a Thorbardin, para reunirnos allí con nuestros amigos.

—Oh, venga ya, sé razonable —dijo Hederick, que se volvió hacia la muchedumbre y alzó las manos para pedir silencio—. ¿No os parece extraño a vosotros que los dioses hayan elegido dar ese aviso a una camarera en lugar de alguien honrado y respetado…?

—¿Alguien como tú? —lo interrumpió de nuevo Riverwind.

—Iba a decir como el Hijo Venerable Elistan —contestó Hederick con fingida humildad—, pero sí, creo que los dioses podrían haberme utilizado como receptáculo de su voluntad.

—Si hubiesen querido un recipiente para cerveza, tal vez —le susurró al oído Gilthanas a Laurana.

—Chitón, hermano —le regañó ella—. ¡Esto es serio!

—Pues claro que lo es, pero no harán caso a Riverwind. Para ellos es un forastero, igual que nosotros. —Miró a Laurana—. ¿Sabes? Por primera vez en la vida empiezo a entender lo solo y aislado que Tanis debió de sentirse entre nosotros.

—Yo no me siento sola con estas personas —protestó la elfa.

—Desde luego que no —repuso Gilthanas, fruncido el entrecejo—. Tú tienes a Elistan.

—Oh, Gil, tú también —empezó Laurana, pero su hermano se había alejado para reunirse con los Hombres de las Llanuras. Éstos no le dijeron nada, pero le hicieron sitio entre sus filas.

Los forasteros juntos.

Laurana lo habría seguido, pero estaba enfadada con él, con Tanis, con Tika, con todo aquel que pareciera estar empeñado en malinterpretar su relación con Elistan. Trabajaba para el clérigo del mismo modo que lo había hecho para su padre: actuando como diplomática y mediadora. Tenía el don de saber tratar con la gente, de calmarla, de ayudarla a superar la ira y el temor y entrar en razón. Elistan y ella formaban un buen equipo. No había nada romántico en eso. Si acaso, el clérigo era como un padre para ella.

O un hermano.

Miró a Gilthanas y su ira se diluyó en el remordimiento. Hubo un tiempo en el que los dos habían estado muy unidos. Apenas le había dirigido la palabra desde que había empezado a trabajar para Elistan. No, la falta de comunicación venía de antes, desde que Tanis había vuelto a entrar en su vida.

Quizá ni siquiera se trataba de Tanis. Su hermano era tan opuesto a su relación con el semielfo como lo era antaño. Sin embargo, era la relación que mantenía con todos los humanos lo que se le atragantaba. En su opinión, debería mostrarse distante con ellos, mantenerse aparte.

Al igual que su padre, a Gilthanas lo irritaba el hecho de que los dioses hubiesen considerado adecuado servirse de humanos como heraldos de su regreso. Los dioses deberían haber acudido a los elfos, que, después de todo, eran el pueblo elegido. Habían sido los humanos con sus transgresiones los que habían provocado que los dioses descargaran su ira sobre el mundo.

«Somos los hijos buenos —se dijo para sus adentros Laurana—. No tendrían que habernos castigado. Mas ¿éramos realmente buenos? ¿O es que nunca nos pillaron en un renuncio?».

Los elfos no albergaban tales dudas. Los elfos estaban seguros de su sitio en el universo. Los humanos, por otro lado, siempre dudaban, siempre buscaban, siempre se hacían preguntas. A Laurana le gustaba eso de los humanos. Así no se sentía tan sola con sus dudas.

Se le ocurrió la idea de que nunca había intentado explicarle eso a Gilthanas y decidió hacerlo y ayudarlo a comprender. Miró en su dirección y sonrió para demostrar que no estaba enfadada. Él la vio pero rehuyó los ojos a propósito. Laurana suspiró y prestó atención de nuevo a la reunión.

La discusión proseguía. Elistan apoyaba a Riverwind, al igual que Maritta.

—Todos vimos al dragón con ese diablo, Verminaard, encaramado a la espalda —les dijo la mujer mayor—. Ahora han atacado a uno de nosotros aquí, en este valle, o tan cerca de él que da lo mismo. Si eso no es una señal de que ya no estamos a salvo, no sé qué más podría serlo.

Sin embargo, los argumentos de Hederick también eran persuasivos, y les daba más peso el razonamiento de que no estaban en peligro en ese momento, pero sí lo estarían si abandonaban la seguridad y el refugio de las cuevas para aventurarse en terreno agreste, como lo demostraba el ataque sufrido por Tika.

Riverwind no podía argumentar nada contra esos hechos. El peso debía cargarlo su corazón y lo aceptaba tal como era y sin andarse con tapujos.

—Si nos vamos, quizás alguno de nosotros muera —dijo—, pero creo que si nos quedamos y no hacemos nada, si pasamos por alto la advertencia de Tika, caeremos víctimas de un enemigo cruel y brutal.

Al menos, estaba convencido de que su pueblo se uniría a él. Los guerreros de las Llanuras eran todos de la opinión de que se avecinaban problemas y por fin habían acordado, incluso los que-kiris, elegir a Riverwind como su jefe. Mientras oraba, Riverwind no había oído una voz inmortal haciéndole promesas, no había sentido el tacto tranquilizador de una mano inmortal, pero había dejado atrás el altar con la reconfortante convicción de que no caminaba solo.

Se disponía a añadir algo más cuando se produjo una ligera agitación en la entrada. Apareció Goldmoon, que guiaba los pasos vacilantes de Tika.

—Ha insistido en venir —dijo Goldmoon—. La insté a que descansara, pero dijo que debía hablar por sí misma.

Hubo murmullos suaves de compasión entre los reunidos. Los arañazos de los brazos se habían curado, pero todavía seguían siendo visibles. Pálida y débil por efecto de la fiebre, Tika apartó la mano de Goldmoon y se sostuvo sola para decir lo que tenía que decir.

—Sólo quiero recordaros a todos quién fue el que os liberó de Pax Tharkas —empezó la joven—. Quién os salvó de la esclavitud y de la muerte. No fue él, el Sumo Teócrata. —Asestó una mirada abrasadora a Hederick—. Fueron Tanis el Semielfo y Flint Fireforge, y los dos han partido para intentar encontrar Thorbardin. Fueron Sturm Brightblade y Caramon Majere y Raistlin Majere, y también han ido, corriendo un gran peligro, al Monte de la Calavera, donde han hallado un modo de entrar en Thorbardin. Fueron Riverwind y Goldmoon, que os enseñaron a sobrevivir y sanaron vuestras heridas.

»Ninguno de ellos tenía por qué hacer lo que hicieron. Podrían haberse ido hace tiempo y regresar a sus hogares, pero se quedaron. Permanecieron aquí y arriesgaron la vida por ayudaros. Sé que será difícil partir, pero… En fin, sólo quiero que penséis lo que os he dicho.

Mucho lo pensaron e hicieron los comentarios correspondientes, hablando a favor de marcharse. Otros no estaban tan seguros. Riverwind dejó que la discusión fluyera sin trabas, pero cuando empezaron a repetirse los mismos argumentos una y otra vez, le puso fin.

—Yo ya he tomado una decisión. Cada cual tendrá que hacer lo mismo. Mi esposa y yo y quienes vengan con nosotros estaremos preparados para partir pasado mañana, con la primera luz del día. —Hizo una breve pausa y después continuó.

»El camino será difícil y peligroso y no puedo prometeros que encontraremos refugio seguro en Thorbardin. O en cualquier otro lugar del mundo, dicho sea de paso. Sí puedo prometeros una cosa: empeñaré mi vida por vosotros. Haré todo cuanto esté en mi mano para interponerme entre vosotros y la oscuridad. Lucharé para defenderos hasta mi último aliento.

Abandonó la cueva donde estaban reunidos en medio de un gran silencio. Los suyos y Gilthanas lo acompañaron. Tika insistió en regresar a su cueva argumentando que descansaría mejor en el jergón.

La gente se arremolinó alrededor de Elistan buscando su consejo y consuelo. Muchos querían que decidiera por ellos: ¿debían partir o quedarse? Esto fue algo que el clérigo no hizo, sino que insistió en que cada uno debía tomar esa decisión. Les repitió que fueran con sus dudas y preocupaciones a los dioses y tuvo la satisfacción de ver que algunos se dirigían al altar. Otros, sin embargo, se alejaron enfadados rezongando que para qué servían unos dioses que no les decían qué hacer.

Laurana se quedó junto a Elistan para ayudarlo con la gente, paciente, ofreciendo sus propias palabras de sosiego y su consejo. Cuando se marchó el último la elfa se sentía completamente exhausta y decaída.

—Hasta este momento no entendía cómo podía alguien adorar con conocimiento de causa a un dios del mal, pero ahora lo entiendo —le dijo a Elistan—. Si fueras un clérigo de Takhisis les habrías prometido a esas personas cuanto hubieran querido. Ésas promesas costarían un precio muy alto y no se guardarían, pero eso daría igual. La gente no quiere hacerse responsable de su propia vida. Quieren que otro les diga qué hacer y quieren tener alguien a quien echar la culpa si las cosas salen mal.

—Aún estamos en los primeros días del regreso de los dioses, Laurana —arguyó Elistan—. Nuestra gente es como un ciego que de repente vuelve a ver. La luz los ciega tanto o más que la oscuridad. Dales tiempo.

—Tiempo… Lo único que no tenemos —repuso la elfa con un suspiro.

Al final, la mayoría de la gente decidió ir con Riverwind. El terror de los dragones sobrevolando el campamento influyó tanto como cualquiera de sus argumentos para convencer a los refugiados de que se marcharan. No obstante, Hederick y sus seguidores hicieron saber que pensaban quedarse.

—Estaremos aquí esperando a dar la bienvenida a quienes regresen —anunció el Sumo Teócrata, que añadió en tono ominoso—: Los que sobrevivan…

* * *

Riverwind trabajó incansablemente ese día y gran parte de la noche y también todo el día siguiente respondiendo preguntas, ayudando a la gente a decidir qué llevar consigo y a hacer el equipaje. Los refugiados habían hecho el duro viaje de Pax Tharkas al valle y ya sabían qué necesitarían para el camino. Hasta los chiquillos prepararon sus pequeños fardos.

La noche anterior a la partida Riverwind no pudo dormir. Yació despierto, mirando la oscuridad, dudando de sí mismo, dudando de su decisión, hasta que Goldmoon lo tomó en sus brazos. Él besó a su esposa, la estrechó contra sí y, acompasando su respiración a la de ella, se quedó dormido.

Riverwind se levantó antes del amanecer. La gente salía de las cuevas en la penumbra, saludaban a amigos o regañaban a los niños, a quienes el viaje les parecía una fiesta y se comportaban con una exaltación rebelde. Hederick apareció lanzando grandes suspiros y despidiendo a los viajeros con aire afligido, como si los viese muertos en el camino.

A Riverwind no le pasó por alto que algunos empezaban a vacilar y tomó la resolución de ponerse en marcha en cuanto hubiese un poco de luz en el cielo, antes de que tuvieran ocasión de cambiar de parecer. Sus exploradores habían encontrado la trocha abierta por Tanis y le informaron que la primera parte del viaje sería fácil; eso levantaría el ánimo a los viajeros y les daría confianza.

El día amaneció soleado y brillante. Justo antes de emprender la marcha, los exploradores volvieron con noticias de que la senda del enano conducía a un paso entre las montañas que hasta ese momento les había pasado inadvertido. Riverwind estudió el rudimentario mapa que Flint le había dibujado y los exploradores afirmaron que el mapa coincidía con lo que ellos habían encontrado. Mirando los trazos, Riverwind recordó la enigmática orden de Flint: llevar picos. Aunque ello significaba más carga para algunos, siguió las instrucciones del enano.

Los refugiados lanzaron vítores ante la noticia de que se había descubierto un paso y lo interpretaron como un buen augurio para el futuro. Emprendieron la marcha en silencio, sin mucho jaleo ni aspavientos. La dura vida de adversidades y privaciones los había endurecido. Estaban acostumbrados al esfuerzo físico; habían caminado muchos kilómetros para llegar a ese lugar y estaban preparados para caminar otros tantos kilómetros o más. Gozaban de buena salud; Mishakal había sanado a los enfermos. Hasta Tika se había recuperado casi por completo. Laurana reparó en que su amiga se mostraba inusitadamente taciturna y prefería ir sola, evitando tener compañía. Las heridas del cuerpo se habían sanado; las del corazón eran más profundas y ni siquiera una diosa podía remediarlas.

El sol brillaba y la temperatura aumentó conforme pasaba el tiempo, justo con el frío suficiente para que el esfuerzo de la caminata no resultara agobiante por el calor. Maritta empezó a entonar una canción adecuada para marchar por el camino, y en seguida todos unieron sus voces a la de la mujer. Avanzaron a buen ritmo por la vereda, a un paso regular y sostenido.

Riverwind sintió que su carga se aligeraba.

Ésa noche, tras la partida de los refugiados, Hederick el Sumo Teócrata se encontró sentado solo en su cueva. Había pasado el día «deleitando» con algunos de sus mejores discursos a aquellos de sus seguidores que habían decidido quedarse. Eran menos de los que Hederick había esperado que se quedarían y ya habían escuchado varias veces todas sus arengas. Cuando empezó a oscurecer, pusieron cualquier excusa para escabullirse, ya fuera para irse a acostar o para reunirse a la luz de la lumbre a jugar a «puntos negros», un juego en el que unas teselas blancas marcadas con puntos negros se colocan siguiendo diversos patrones de números. Puesto que el Sumo Teócrata había prohibido terminantemente las apuestas, los hombres creyeron que era mejor mantener en secreto su juego.

Hederick se encontró solo, sin audiencia. La noche era silenciosa; increíblemente silenciosa. Estaba acostumbrado al ruido y el ajetreo del campamento, acostumbrado a caminar por el asentamiento haciéndose el importante. Todo eso se había acabado. Aunque había tenido buen cuidado de no demostrarlo, lo irritaba que tan poca gente hubiese confiado lo suficiente en él para quedarse y que la mayoría hubiese elegido partir hacia lo desconocido con un tosco e inculto salvaje. Hederick se había dicho que lo lamentarían.

Ahora que estaba solo, con tiempo para pensar, el que lo lamentaba era él. Sentado en la oscuridad se preguntó con inquietud qué pasaría si esa tonta camarera tuviera razón.