15

Caramon toma una decisión

Tika echa de menos su sartén

Raistlin echa de menos un hechizo

—¿Que hizo qué? —Caramon se erguía, imponente, frente a Tasslehoff. El hombretón tenía el rostro congestionado y los ojos le echaban chispas. El kender no lo había visto tan enfadado nunca—. ¿Por qué no me despertaste?

—¡Me obligó a que lo jurara! —se lamentó Tas.

—¿Y desde cuándo cumples tú un juramento? —bramó el guerrero—. ¡Enciéndeme esa antorcha y date prisa!

—Me hizo jurar que si te lo decía todas las cosas de mis saquillos se convertirían en cucarachas —informó el kender.

La luz se encendió y Raistlin se sentó mientras se frotaba los ojos.

—¿Qué os pasa a vosotros dos? Deja de dar voces, Caramon. ¡Haces tanto ruido que despertarías a un muerto!

—Tika se ha marchado —contestó su hermano al tiempo que se abrochaba la hebilla del talabarte—. Se fue en mitad de la noche, de vuelta para poner sobre aviso a los otros.

—Bien hecho por ella —dijo Raistlin, que observó a su hermano unos segundos en silencio antes de añadir—: ¿Dónde diablos vas?

—Tras ella.

—No seas idiota —contestó fríamente Raistlin—. Hace horas que se marchó, no la alcanzarás.

—A lo mejor ha hecho un alto para descansar. —Caramon agarró la antorcha—. Espérame aquí. Y vuelve a dormirte. No tardaré mucho… —Hizo una pausa antes de añadir en tono alterado—: ¿Dónde está Sturm?

—Por amor de… —Raistlin se incorporó con precipitación—. ¡Shirak! —dijo, y la luz del bastón empezó a brillar—. ¡Esto es lo que pasa cuando se deja a un kender haciendo la guardia!

—Entró ahí. —Tas señaló la biblioteca—. Creí que iba a hacer pis.

—¿Dijo algo? —Los ojos del mago tenían un brillo febril.

—Le pregunté si podía ponerme el yelmo que lleva puesto y dijo «no» —informó el kender, malhumorado.

Raistlin empezó a recoger sus pertenencias.

—Hemos de ir tras Sturm. No tiene ni idea de lo que está haciendo. ¡Es capaz de darse de cara con el ejército draconiano!

—No es justo —opinó Tasslehoff mientras recogía sus saquillos—. Sturm tuvo puesto el yelmo toda la noche. Le dije que me tocaba a mí.

—¿Qué pasa con Tika? —demandó Caramon—. Está sola.

—Vuelve al campamento, así que no corre peligro. Sturm sí.

—No sé… —El guerrero estaba angustiado.

—Haz lo que quieras. Yo voy tras Sturm. —Raistlin recogió la mochila y echó a andar.

—Yo también —dijo Tas—. A lo mejor me toca ponerme el yelmo esta noche. Le dejé Mataconejos a Tika, Caramon —añadió, porque le daba pena su amigo—. Se dejó la espada en el corredor. ¡Ah, y me dio un mensaje para ti! Casi se me olvida. Me encargó que te dijera que lo entiende.

Caramon gimió suavemente y negó con la cabeza.

—Me quedaría para charlar un poco más, pero he de marcharme. Raistlin me necesita —se disculpó el kender.

Tas esperó un momento para ver si Caramon iba con él, pero el hombretón no se movió. Temeroso de que los otros dos lo dejaran atrás, Tas se dio la vuelta y salió a toda carrera. El guerrero oyó la voz del kender que hablaba en la biblioteca:

—¡Puedo llevarte la mochila, Raistlin!

—Tócala y te corto la mano —oyó responder a su hermano.

Caramon tomó una decisión. Tika lo entendía. Lo había dicho. Alcanzó a su gemelo en la puerta que conducía a la fortaleza.

—Deja que lleve yo eso. Pesa demasiado para ti —dijo el guerrero, que se cargó la mochila al hombro.

* * *

Tika caminó durante horas; sentía la rabia, la frustración y el amor arder como brasas en su interior. Primero, el amor llameaba y después moría sólo para que la rabia se avivara, candente. El fuego de sus sentimientos parecía prestarle fuerzas y avanzó a buen paso, o eso le parecía a ella. Era difícil calcular cuánto trecho había recorrido, porque el túnel parecía interminable. Hablaba consigo misma mientras andaba, sostenía conversaciones imaginarias con Caramon y le decía a Raistlin lo que pensaba exactamente de él.

En cierto momento le pareció oír algo a su espalda y se paró; el corazón le latió desbocado, pero no de miedo, sino de esperanza.

—¡Caramon! —llamó, anhelante—. ¡Me has seguido! Me alegro tanto…

Esperó, pero no hubo respuesta. No volvió a oír el ruido y llegó a la conclusión de que se lo había imaginado.

—Me había hecho ilusiones —masculló entre dientes y le pegó una patada a una piedra que salió rodando por el suelo—. No va a venir.

En ese momento afrontó la verdad. Le había dado un ultimátum: ella o su hermano. Y había elegido a Raistlin.

«Siempre elegirá a Raistlin —se dijo para sus adentros—. Sé que me ama, pero siempre elegirá a Raistlin».

No tenía ni idea de por qué estaba tan convencida de ello. Sólo sabía que seguiría siendo así hasta que ocurriera algo que los separara a los dos y puede que ni siquiera entonces.

De nuevo sonó el ruido y esta vez Tika estaba segura de no haberlo imaginado.

—¿Tasslehoff? ¿Eres tú?

Sería muy propio del kender dejar su puesto e ir tras ella. Seguramente planeaba acercarse con sigilo, saltar sobre ella desde las sombras y partirse de risa por el susto que le había dado.

Si era Tas, el kender no contestó a su llamada.

Volvió a oír el ruido. Sonaba como una respiración áspera y pisadas que raspaban el suelo. Y, quienquiera que fuese, ya no se molestaba en ocultar su presencia.

—Tasslehoff, esto no tiene gracia… —Le falló la voz.

Mientras hablaba, supo que no era el kender. El miedo le provocó retortijones en el estómago y le hizo un nudo en la garganta. Era incapaz de tragar ni de respirar. Se cambió la antorcha a la mano izquierda y casi la dejó caer. La mano derecha se le cerró, temblorosa, sobre la daga que llevaba al cinto. No quería morir sola, en la oscuridad. La idea hizo que se le escapara un débil gimoteo de terror.

No veía nada, pero oía ruido de garras al desplazarse por el suelo de piedra y comprendió de inmediato que su perseguidor era un draconiano. El primer pensamiento, producto del pánico, fue echar a correr, pero aunque el cerebro le gritaba que huyera, las piernas se negaban a obedecer. Además, no tenía dónde ir. Ni dónde huir. Ni dónde ocultarse.

Los ásperos jadeos y los gruñidos se acercaron más y más. El draconiano había abandonado todo sigilo.

Entró en la zona alumbrada por la antorcha delante de ella, corriendo directamente en su dirección. Al verla, la horrenda cara escamosa se desfiguró con una mueca repulsiva. Gorgoteó y le resbaló saliva de las fauces. Llevaba una espada de hoja curva, pero no la había desenvainado. No quería matar a su presa; antes quería divertirse un poco.

Tika dejó que el bestial ser se acercara y no como parte de una estrategia pensada, sino porque estaba demasiado aterrada para moverse. Los ojos rojos del draconiano relucían; las manos, más bien garras, se abrían y se cerraban. Extendió las alas y saltó sobre ella con intención de derribarla al suelo con él encima.

La determinación cobró firmeza en Tika y, trocando el miedo en fortaleza, prestó firmeza a su mano. Moviendo la antorcha en un violento revés, la estrelló contra el lascivo rostro del draconiano. Aunque por casualidad, fue un golpe asestado en el momento justo y alcanzó al baaz en pleno vuelo.

El estacazo torció la cabeza del draconiano hacia un lado mientras los pies seguían hacia el contrario llevados por el impulso, con el resultado de caer patas arriba. Se dio un buen porrazo en el suelo de piedra, con las alas chafadas debajo del cuerpo. Tika arrojó a un lado la antorcha y, sosteniendo la daga con las dos manos, se abalanzó sobre el baaz al instante. Gritando de rabia, lo apuñaló y acuchilló una y otra y otra vez.

El draconiano aulló e intentó sujetarla. La joven no sabía en qué parte del cuerpo le estaba clavando la daga; no veía bien porque un velo rojo le nublaba los ojos. Golpeaba todo lo que se movía. Asestaba patadas, pisotones, cuchilladas y tajos donde fuera, le daba igual; lo único que sabía era que tenía que seguir luchando hasta que la criatura dejara de moverse.

Entonces la hoja del arma chocó contra la piedra y el impacto le ocasionó una dolorosa sacudida en los brazos; la daga se le resbaló de las manos, empapadas de sangre. Aterrada, Tika gateó en busca del arma. La encontró, la asió y la enarboló al tiempo que se giraba; entonces vio a su enemigo muerto a sus pies. La daga no había chocado contra el suelo, sino en el cadáver del draconiano, convertido en piedra.

Temblorosa, jadeante y sacudida por los sollozos, Tika saboreó un líquido repulsivo en la boca. Vomitó y se sintió mejor. Los enloquecidos latidos del corazón empezaron a normalizarse. Ahora respiraba un poco mejor y sólo sentía la quemazón y el escozor de los arañazos que tenía en los brazos y en las piernas. Recogió la antorcha y, sosteniéndola sobre el cadáver del draconiano, esperó a que se deshiciese en polvo. Sólo entonces, cuando por fin se desintegró, la joven se convenció de que estaba muerto.

Tuvo un escalofrío y estaba a punto de dejarse caer pesadamente en el suelo de piedra cuando se le ocurrió la idea de que podía haber más de esos monstruos en el túnel. Se limpió con presteza la sangre que tenía en la mano para asir mejor la empuñadura de la daga y esperó. Los dolorosos arañazos le ardían en los brazos y las piernas y la joven empezó a tiritar.

La mente se le despejó. Si hubiese habido más, ya la habrían atacado a esas alturas. Ése había actuado por su cuenta, con la esperanza de tener la recompensa para él solo.

Tika hizo un repaso de las heridas recibidas. Arañazos largos e irregulares le cruzaban brazos y piernas, pero no había más daños. Su violento ataque había pillado por sorpresa al draconiano. Los arañazos le ardían muchísimo y no dejaban de sangrar, pero eso era positivo. La hemorragia impediría que las heridas se infectaran.

Se los limpió con agua del odre, se limpió la sangre del draconiano de la cara y de las manos y se enjuagó la boca para quitarse el horrible sabor, tras lo cual, la escupió. Tenía miedo de tragarla por si volvía a vomitar.

Estaba exhausta, enferma y temblorosa. Habría querido hacerse un ovillo en el suelo y darse una hartada a llorar, pero no soportaba la idea de pasar un instante más en aquel túnel horrible. Además, tenía que llegar al campamento para advertir a Riverwind y no había tiempo que perder.

Apretando los dientes, Tika se metió la daga en el cinto y echó a andar con resolución.

* * *

Tasslehoff condujo a Caramon, Raistlin y al príncipe Sturm, como lo llamaba ahora el kender, por el conducto de ventilación. Al llegar arriba, se asomaron con cautela y albergando cierta esperanza. No habían oído ruidos de draconianos durante la noche y habían confiado en que, tras matar al dragón y saquear el lugar, habrían seguido adelante. En cambio, se encontraron con que los draconianos habían acampado justo debajo de la salida de la fortaleza en ruinas.

Los draconianos dormían al raso, enroscados en el suelo, con las colas alrededor de los pies y las alas plegadas. La mayoría apoyaba la cabeza en sacos en los que se marcaban los bultos de lo que quiera que hubiesen tomado como botín en la fortaleza. Había un draconiano montando guardia, con la espalda apoyada en una roca. De vez en cuando daba una cabezada y entonces se despertaba con una sacudida.

—Creí haberte entendido que era un ejército —increpó Caramon al kender con acritud.

—Eso es casi un ejército —repuso Tas sin inmutarse.

—Ni de lejos —lo contradijo el guerrero.

—Sean quince o mil quinientos tanto da —intervino Raistlin—. El asunto es que tenemos que pasar por su posición.

—A menos que haya otra salida. —Caramon miró a Sturm y éste sacudió la cabeza en un gesto negativo.

—Thorbardin se encuentra en esa dirección. —Señaló al sur—. Al otro lado de las llanuras de Dergoth.

—Sí, lo sé. No haces más que repetirlo —contestó Caramon—. ¿Hay alguna otra salida de la fortaleza? ¿Una ruta secreta?

—Nuestro ejército tomó al asalto las puertas, entramos por delante y arrollamos a los defensores.

—No hay más salida que ésta —informó Raistlin.

—Eso no lo sabes de cierto. Podríamos explorar un poco.

—Hazme caso —repuso el mago en tono monótono—. Sé lo que digo.

Caramon sacudió la cabeza, pero no siguió discutiendo.

—Esperaremos a que se vayan los draconianos, simplemente —decidió Raistlin—. No se quedarán ahí todo el día. Seguramente regresarán a la fortaleza para buscar más botín. Una vez que hayan entrado, podremos irnos.

—Deberíamos matarlos ahora —sugirió Sturm—. Sólo son goblins. Nosotros cuatro podríamos dar buena cuenta de esas sabandijas con facilidad.

—¿Goblins? —Caramon contempló a Sturm, asombrado—. Ésos no son goblins. —Desconcertado, miró a su hermano—. ¿Por qué cree que son goblins?

—Extraordinario —musitó el mago, intrigado—. Sólo son conjeturas, pero puesto que los draconianos no existían durante la época en la que vivió el príncipe, deduzco que el yelmo no sabe qué pensar sobre estos monstruos. En consecuencia, el príncipe ve lo que espera ver: goblins.

—Estupendo —rezongó el guerrero—. Tiene narices.

Se asomó por el borde a la pared negra y lisa, que trazaba un pronunciado repecho de unos diez metros para acabar en un montículo de cascotes que eran fragmentos de la fortaleza derruida y que se mezclaban con rocas en un gran amasijo. Al pie del cerro de escombros había un amplio espacio de suelo seco, que era donde los draconianos habían acampado, y más allá la niebla y el miasma de una ciénaga.

—Supongo que podríamos descolgarnos por la pared —sugirió Caramon en tono dudoso—. Aunque parece resbaladiza.

El guerrero esperó hasta ver que al draconiano se le caía la cabeza en el pecho y después sacó un poco el cuerpo por el borde para ver mejor la pendiente. En el momento en el que tocó con la mano la roca suave y negra la retiró bruscamente y soltó una imprecación.

—¡Maldita sea! —exclamó mientras se frotaba la palma que se le había puesto de un intenso color rojo—. ¡Ésa condenada roca está fría como el hielo! ¡Es como meter la mano en un lago helado! —Se chupó los dedos.

—¡Déjame probar a mí! —pidió Tas, anhelante.

La cabeza del guardia se irguió con brusquedad. El draconiano bostezó y miró a su alrededor. Caramon agarró al kender y tiró de él hacia atrás.

—Al menos tú puedes usar la magia para descender flotando —increpó el guerrero a su hermano con tono de reproche—. Los demás tendremos que usar cuerdas para empujar con los pies y separarnos de la pared. Eso nos hará ir más lentos y seremos blancos fáciles.

—Estás de muy mal humor esta mañana, hermano —contestó Raistlin, que miró de soslayo a Caramon.

—Sí, bueno… —El guerrero se frotó la mandíbula, en la que crecía la barba de un par de días y empezaba a picarle—. Estoy preocupado por Tika, eso es todo.

—Me culpas porque la chica se largara sola.

—No, Raist, no te culpo a ti —contestó Caramon con un suspiro—. Si quieres saberlo, la culpa es mía.

—Puedes echarme la culpa a mí también —ofreció Tas, lleno de remordimientos—. Debería haber ido con ella.

El kender se asió el copete y se dio un fuerte tirón como castigo.

—Si hay que culpar a alguien, es a la propia Tika. Marcharse ha sido una imprudencia, un impulso absurdo fruto de su insensatez —opinó Raistlin—. Pero baste decir que corre menos peligro al regresar al campamento que el que estaría corriendo ahora aquí, con nosotros.

Caramon rebulló y pareció a punto de decir algo, pero Raistlin se le adelantó.

—Será mejor que nos preparemos para la partida. Caramon, tú y Tas volved y traed más cuerdas y cualquier otra cosa que encontréis y que creáis que nos podría ser de utilidad. Yo me quedaré con su alteza.

En el instante en el que Caramon y Tasslehoff se pusieron de pie, Sturm pensó que se ponían en marcha y sólo los argumentos persuasivos del mago impidieron que el caballero saliera corriendo.

—Espero que esos draconianos entren pronto en la fortaleza, porque no vamos a poder retener a Sturm mucho más tiempo —comentó Caramon.

El guerrero y el kender regresaron con cuerdas y empezaron a prepararlas para el descenso por la ladera. Una vez que Sturm se dio cuenta de lo que hacían, les ofreció su ayuda. El caballero no sabía nada sobre escalar montañas, pero el príncipe Grallen, que había pasado toda la vida bajo la montaña en los pasadizos subterráneos de los enanos, era experto en la materia. Su consejo resultó inestimable. Le enseñó a Caramon cómo hacer nudos fuertes y la mejor forma de asegurar las cuerdas.

Mientras trabajaban, los draconianos acampados abajo empezaron a despertarse. Raistlin, que hacía guardia, advirtió que el bozak tenía el mando del grupo. Más grande y supuestamente más listo que los baaz, el bozak de escamas broncíneas más que actuar como un comandante lo hacía como un matón y un tirano.

En el momento en el que se despertó, se puso a dar patadas y golpes a los baaz hasta que, entre rezongos y gruñidos, se pusieron de pie. El bozak repartió trozos de carne agusanada a los baaz y se quedó con la parte más grande para sí mismo y cinco baaz que por lo visto eran su escolta.

Por lo que Raistlin pudo entender de la mezcla de Común, argot de soldadesca y draconiano, el bozak ordenaba a sus soldados entrar de nuevo en la fortaleza para seguir buscando cualquier cosa de valor. Les recordó que después se quedaría con su parte y que más valía que nadie se guardara nada o le cortaría las alas de cuajo.

Encabezados por el bozak, los draconianos entraron en tropel en la fortaleza y poco después Raistlin oía los gritos guturales del bozak que resonaban a lo largo de corredores, a bastante profundidad por debajo del conducto de aire.

Caramon esperó en tensión, con la cuerda en la mano, hasta que las voces draconianas y el ruido del pataleo de pisadas se perdieron en la distancia. Entonces miró a su hermano y asintió con la cabeza.

—Estamos preparados.

Raistlin se subió al borde del agujero. Sosteniendo el Bastón de Mago se colocó, miró abajo, hacia el suelo que tenía unos veinticinco metros más abajo, y levantó los brazos.

—¡No, Raist! —exclamó de repente Caramon—. Puedo cargarte a la espalda.

Raistlin se giró para mirarlo.

—Me has visto hacer esto incontables veces, hermano.

—Sí, lo sé. Es sólo que… tu magia no funciona siempre.

—Mi magia no funciona siempre porque soy humano y falible —repuso el mago, irritado, porque eso era algo que no le gustaba que le recordaran—. Sin embargo, la magia del bastón nunca falla.

A despecho de sus palabras de convicción, Raistlin sentía el mismo cosquilleo de incertidumbre en la boca del estómago que sentía siempre que se entregaba por completo en manos de la magia. Se dijo a sí mismo, como hacía siempre, que estaba siendo un estúpido. Extendió los brazos, pronunció la palabra imperativa y saltó al aire.

El Bastón de Mago no le falló. La magia del cayado lo envolvió y, sustentado en las corrientes de la magia como si fuera tan ligero como un vilano, lo bajó y lo posó suavemente en el suelo.

—Ojalá pudiera hacer yo eso —dijo Tasslehoff con anhelo, asomado al borde—. ¿Crees que podría intentarlo, Caramon? A lo mejor ha quedado un poquito de magia en el aire…

—¿Y perderte la diversión de descender por esta pared vertical que está tan fría que te quemaría la piel si la rozaras? —gruñó Caramon—. ¿Por qué ibas a querer hacer eso?

Miró abajo y vio que Raistlin le hacía una seña para que supiera que estaba bien y luego se dirigía presuroso hacia la entrada de la fortaleza. El mago se quedó allí, observando y escuchando un buen rato y después volvió a mover el brazo para indicarle que todo estaba tranquilo. Caramon bajó con una cuerda las mochilas y el resto del equipaje, incluidas la jupak de Tas y la armadura de Sturm, que Raistlin habría querido dejar allí pero que el guerrero había insistido en llevar.

Raistlin desató los bultos, los apartó a un lado y después se situó cerca de la entrada, escondido detrás de una roca para coger por sorpresa a los draconianos si volvían. Caramon, Tas y Sturm empezaron el descenso.

El caballero bajó a pulso y con la facilidad de la práctica. Tasslehoff descubrió que descender una pared rocosa era realmente divertido; se empujaba con los pies contra la ladera de manera que salía lanzado al aire y luego volvía hacia la pared y vuelta a hacer lo mismo. Rebotó contra la cara del monte con gran regocijo hasta que Caramon lo regañó y le ordenó que se dejara de tonterías y bajara de una vez. El guerrero se movía despacio, nervioso de confiar la sustentación de su peso a la cuerda, y plantando los pies con torpeza contra la piedra. Fue el último en llegar abajo y lo hizo con un profundo suspiro de alivio. Comparado con eso, el descenso por el montón de piedras y cascotes resultó relativamente sencillo. Recogían sus posesiones cuando Raistlin salió de su escondrijo y les siseó para que guardaran silencio.

—¡Se acerca alguien!

Alarmado, Caramon alzó la vista hacia las tres cuerdas que colgaban desde el agujero del conducto. Visto desde esa posición, el guerrero entendió el nombre dado al monte. Tenía una extraña semejanza con una calavera. El conducto de aire formaba una de las cuencas de los ojos. Un segundo conducto de aire en el lado opuesto formaba la otra. La entrada a la fortaleza era la boca de la calavera, con estalagmitas y estalactitas irregulares como dientes. Las cuerdas, descolgadas desde una de las cuencas de los ojos, eran un anuncio al mundo de su presencia allí. El guerrero se planteó ocultarse entre los densos vapores de la ciénaga, pero los draconianos irían tras ellos y si tal cosa ocurría prefería enfrentarse al enemigo en terreno firme y seco.

Caramon desenvainó la espada. Tasslehoff, pesaroso por no contar con su Mataconejos, enarboló la jupak. También Sturm desenvainó la espada.

Caramon esperaba que el príncipe Grallen fuera un guerrero tan experimentado como Sturm Brightblade. Raistlin, escondido detrás de la roca, preparó sus conjuros.

El bozak y sus cinco escoltas baaz salieron de la fortaleza con la intención de revisar el botín que los baaz habían dejado allí y ver si alguno se había guardado algo sin darle su parte. Con su plan de saquear a los saqueadores, el bozak no estaba preparado para un combate. Él y los otros recibieron un buen susto al encontrarse frente a unos enemigos armados.

Sin embargo, los draconianos habían sido creados para la batalla y el bozak se recobró de la sorpresa con rapidez. Usó su magia en primer lugar y lanzó un encantamiento sobre el guerrero que en su opinión era el más peligroso. Un rayo de luz cegadora salió disparado de la garra del bozak y alcanzó a Sturm, que gritó mientras se llevaba las manos al pecho y después caía encogido al suelo, entre gemidos.

Al ver al caballero tendido en el suelo, el bozak se volvió hacia Caramon. El draconiano extendió las enormes alas que lo hacían parecer aún más grande y cargó sin dejar de gruñir a la par que blandía la espada con poderosos arcos y tajos. Caramon paró el primer golpe con la espada; el brazo acusó la sacudida del violento impacto hasta el codo.

Antes de que el guerrero pudiera recuperarse, el bozak se giró y le golpeó las piernas con la enorme cola, lo que le hizo perder el equilibrio y caer de rodillas. Mientras intentaba ponerse de pie lo antes posible, alzó la vista y se encontró con el bozak volviéndose de nuevo contra él, enarbolada la espada. Caramon alzó la suya y las dos armas entrechocaron con estruendo.

Raistlin, agazapado y oculto en su escondrijo próximo a la entrada, esparció pétalos de rosa a la par que pronunciaba el conjuro de sueño sobre los tres baaz que tenía más cerca. No las tenía todas consigo respecto al resultado del encantamiento, ya que había probado ese y otros conjuros con draconianos en otras ocasiones y habían resistido a los efectos de la magia.

Dos de los baaz dieron un traspiés y el tercero se quedó boquiabierto y bajó la espada, pero sólo durante un momento. Luego consiguió sacudirse el sueño y cargó hacia la refriega. Los otros dos siguieron de pie y, lo que era peor, comprendieron que un hechicero había intentado someterlos a un conjuro. Giraron sobre sus talones, espada en mano, y descubrieron a Raistlin.

El mago estaba a punto de lanzar una mortal bola de fuego contra ellos cuando descubrió con espanto que las palabras mágicas del hechizo lo eludían. Frenético, buscó en su memoria, pero las palabras no estaban allí. Se reprochó amargamente su estupidez. Había estado más pendiente de vigilar a Tika y a su hermano la noche anterior que de estudiar sus conjuros.

Para entonces, uno de los draconianos acometía contra él mientras blandía la espada con ferocidad. Desesperado, rogando que la madera no se quebrara, Raistlin alzó el bastón para detener el golpe.

Cuando la espada tocó el bastón se produjo un destello, una especie de chisporroteo y un aullido. El baaz soltó el arma y se puso a dar saltos a la par que gruñía y se estrujaba la mano con gesto de dolor. Al ver la suerte corrida por su compañero, el otro baaz se aproximó al mago y al bastón con cautela, pero no dejó de avanzar. Raistlin pegó la espalda contra las rocas y sostuvo el bastón ante sí con firmeza.

Ninguno de los draconianos se había tomado la molestia de atacar al kender, a quien habían dejado para el final creyendo que no era peligroso. Uno de los baaz corrió hacia Sturm, ya fuera para rematarlo o para saquearlo si había muerto o ambas cosas.

—¡Eh, cara de lagartija! —gritó Tas, que echó a correr y golpeó al baaz en la parte posterior de la cabeza con la jupak.

El golpe poco daño podía hacer en la dura cabeza del draconiano, como no fuera irritar al baaz. Espada en mano, se dio media vuelta con intención de destripar al kender, pero atraparlo no era tan sencillo. Tasslehoff brincaba primero aquí y después allí y se mofaba del baaz desafiándolo a que intentara golpearlo.

El baaz blandió la espada una y otra vez; pero, hiciera lo que hiciera, el kender siempre estaba en otra parte profiriendo insultos y golpeándolo con la jupak. Entre saltos, agachadas e insultos tan variados como «culo escamoso» y «boñiga de dragón», la rabia cegó al baaz, que se lanzó sobre el kender.

Tasslehoff alejó al baaz de Sturm pero, por desgracia, llevado por el entusiasmo, el kender no miró hacia dónde iba y se encontró peligrosamente cerca de la ciénaga. Dando un último salto para evitar que el enfurecido baaz lo hiciera rodajas, Tas resbaló en una piedra y, tras mucho agitar de brazos y manotear el aire, cayó al agua empantanada con un grito y un chapoteo.

El baaz iba a ir tras él cuando una seca orden del bozak lo hizo entrar en razón. Tras un momentáneo titubeo, el baaz dejó al kender, que había desaparecido en la bruma, y corrió a ayudar a su compañero a rematar al mago.

Caramon y el bozak intercambiaron una serie de golpes violentos que hicieron saltar chispas de los aceros. Los dos estaban igualados como adversarios y puede que Caramon se hubiera alzado con la victoria al final porque el bozak había pasado gran parte de la noche de juerga y no se encontraba en buenas condiciones físicas. El miedo por su hermano y la desesperación por poner fin a esa lucha hicieron que el guerrero actuara con temeridad. Creyó ver un hueco en las defensas del draconiano y cargó sólo para darse cuenta, demasiado tarde, que era una finta. Su espada salió lanzada por el aire y cayó al agua, a su espalda, con un chapoteo descorazonador. Caramon echó un vistazo angustiado a su gemelo y después saltó hacia un lado y rodó por el suelo, perseguido por el bozak.

El guerrero lanzó una patada y acertó a dar al bozak en la rodilla. El draconiano gruñó de dolor y respondió a su vez con otra patada que alcanzó a Caramon en la tripa y que lo dejó sin resuello e indefenso momentáneamente. El bozak alzó la espada y estaba a punto de descargar el golpe mortal cuando un aullido atroz, espantoso, que sonó a su espalda hizo que frenara la cuchillada y mirara hacia atrás.

Caramon alzó la cabeza para mirar. Tanto el bozak como él se quedaron mirando de hito en hito, aterrados.

Unos ojos fríos, pálidos, embozados en los desgarrados jirones de la noche, flotaban cerca de Raistlin. Un draconiano yacía en el suelo y el cuerpo empezaba a deshacerse en polvo. El otro baaz gritaba de un modo horrible mientras una mano tan fría y pálida como los ojos incorpóreos le retorcía un brazo. El baaz se estremeció al contacto letal del espectro y después se desplomó con los estertores de la muerte que lo convirtieron en piedra.

Caramon hizo un esfuerzo para incorporarse, convencido de que su hermano sería la siguiente víctima de los espectros. Para su sorpresa, los escalofriantes entes no hicieron caso de Raistlin, que, pegado contra la roca, sostenía el bastón ante sí. Los ojos sin vida y la oscuridad que flotaba tras ellos como una estela se abatieron sobre el bozak como una nube terrible. Aullando de dolor, el bozak se retorció en el mortífero abrazo. Se debatió y forcejeó para escapar, pero estaba bien sujeto.

Cuando el cuerpo del draconiano empezó a ponerse rígido, Caramon recordó lo que pasaba cuando moría un bozak y gateó, resbaló y tropezó en su afán por poner la mayor distancia posible entre él y el cadáver del draconiano. Los huesos del bozak estallaron. El horrendo calor y la onda expansiva de la explosión alcanzaron al guerrero, lo aplastaron contra el suelo y lo dejaron momentáneamente aturdido.

Sacudió la cabeza para despejarse y se puso de pie con rapidez, pero se encontró con que la lucha había terminado. Dos de los draconianos supervivientes huían a todo correr de vuelta al interior de la fortaleza. Los espectros se deslizaron en el aire tras ellos y Caramon oyó los gritos de muerte de los baaz. Soltó un suspiro de alivio y entonces se quedó petrificado.

Un par de ojos envueltos en oscuridad flotaba cerca de Raistlin. El guerrero corrió hacia su gemelo, aunque no tenía ni idea de cómo salvarlo.

Entonces vio que los ojos se agachaban, casi como si el ente espectral estuviera haciendo una reverencia a su hermano. Después, dejando tras de sí un helor que entumecía hasta los huesos y el polvo de sus víctimas, desaparecieron.

—¿Estás herido? —preguntó Caramon, jadeante.

—No. ¿Y tú? —preguntó Raistlin, lacónico.

Echó una rápida ojeada a su hermano que debió de bastarle para tener respuesta a su pregunta, ya que desvió la vista hacia Sturm.

»¿Y él?

—No lo sé —repuso Caramon—. Lo alcanzó algún tipo de conjuro. Raist, esos espectros…

—Olvida los espectros. ¿Está malherido? —preguntó el mago, que apartó a su hermano para dirigirse hacia el caballero.

—No lo sé. —Caramon renqueó detrás de su hermano—. Estaba un poco ocupado para fijarme en detalles.

Alargó la mano y, asiendo a su hermano por el brazo, lo detuvo.

»Ésa cosa te hizo una reverencia. ¿La invocaste tú?

Raistlin miró a su hermano con frialdad en tanto que esbozaba una sonrisa sarcástica.

—Tienes una idea exagerada sobre mis poderes, hermano, si crees que podría invocar espectros. Ése tipo de hechizo está fuera de mi alcance, te lo aseguro.

—Pero, Raist, vi que…

—¡Bah! Imaginaciones tuyas. —Miró la mano de su hermano, ceñudo—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no me gusta que me toquen?

Caramon le soltó el brazo, y Raistlin se acercó de prisa a Sturm para comprobar su estado. El guerrero no recordaba haber visto nunca a su hermano preocupado por el caballero y tenía la impresión de que a Raistlin le interesaba más el príncipe Grallen que Sturm. Echó a andar en pos de él justo cuando Tasslehoff, tosiendo y escupiendo agua fangosa, salía de la ciénaga.

—¡Puag! —exclamó el kender mientras se apartaba el pelo empapado de los ojos—. ¡Qué sitio tan absurdo para poner una ciénaga! ¿Cómo está Sturm? ¿Qué me he perdido?

Raistlin sujetaba la muñeca del caballero para tomarle el pulso. El peto estaba chamuscado, pero lo había protegido bastante del impacto. Al sentir los dedos de Raistlin, Sturm movió las manos, abrió los ojos e intentó incorporarse.

—Raist, si tú no los invocaste ¿por qué no nos atacaron los espectros? —preguntó Caramon, que ayudaba al caballero a ponerse de pie—. ¿Por qué atacaron sólo a los draconianos?

—Lo ignoro, Caramon —respondió el mago, exasperado—. No soy un experto en los entes no muertos. —Viendo que su hermano todavía esperaba una respuesta, Raistlin suspiró.

»Hay muchas explicaciones. Sabes tan bien como yo que esos entes actúan a menudo como guardianes. Quizá los draconianos se apoderaron de algún tipo de artefacto sagrado o, tal vez, como tanto le gusta decir al caballero, el mal se vuelve contra sí mismo.

—Sí, tal vez. —Caramon no parecía convencido. Miró a su hermano y después añadió de improviso—: Deberíamos largarnos de aquí antes de que el resto de los baaz regresen.

Raistlin miró la boca de la cueva que semejaba la mandíbula entreabierta de una calavera y por un instante le dio la impresión de que las ruinas se reían.

—No creo que los otros regresen, pero tienes razón. Deberíamos irnos. —Miró en derredor a los fardos del saqueo que estaban esparcidos por el suelo y negó con la cabeza—. Lástima que no tengamos tiempo para echar un vistazo a todo eso. Quién sabe los objetos valiosos que encontraron allí abajo.

—No tocaría nada aunque me pagasen por hacerlo —dijo Caramon, que dirigió una mirada sombría a los fardos—. Bien, alteza, mostradnos el camino.

Sturm estaba aturdido pero no parecía que tuviese heridas aparte de algunas quemaduras superficiales en las manos y los brazos. Se metió en la ciénaga y vadeó el agua, que le llegaba más arriba de los tobillos. La niebla se agitó y se enroscó a su alrededor.

—Acabo de salir de ahí —protestó Tas—. No es tan divertido como podría imaginarse. —Se encogió de hombros y recobró la jupak—. Bueno, supongo que ya no puedo mojarme más de lo que estoy. —Saltó a la ciénaga y avanzó torpemente detrás de Sturm.

Raistlin puso un gesto de desagrado. Se recogió la túnica alrededor de las rodillas, metió el bastón en la ciénaga para tantear el fondo y después entró con pies de plomo en las oscuras aguas.

Caramon lo siguió, alerta y preparado para sujetar a su hermano si era menester.

—Lo que pasa es que creí oír que el espectro te decía algo, Raist. Me pareció oírle llamarte «Amo».

—Pero qué imaginación más fértil tienes, hermano —repuso el mago en tono mordaz—. Quizá, cuando esto haya acabado, deberías escribir un libro.