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Invitado real

La salida

Un descubrimiento pavoroso

Sturm pasó la mano por el yelmo, maravillado por la destreza de su artífice. Era vagamente consciente de la tensión que flotaba en el ambiente, de la reprimenda de Raistlin a su hermano con voz baja e irritada, del ruido que hacía Caramon con los pies al apoyar el peso ora en uno ora en otro y de sus respuestas apenadas sobre que aquello no era culpa suya, de que Tika agarraba al kender por el cuello de la camisa y lo sacaba de la estancia a la fuerza mientras mascullaba algo sobre buscar la salida de aquel sitio horrible. El caballero era consciente de todo lo que pasaba, pero no prestaba atención a nada de aquello. No podía apartar los ojos ni la mente del yelmo.

Con las yemas de los dedos quitó la mugre de las gemas para que brillaran con más intensidad. Una en particular atrajo su mirada: un rubí tan grande como el puño de un niño que iba engastado en el centro del yelmo. Sturm imaginó el aspecto que tendría ese yelmo cuando estuviese bruñido, reluciente. De repente sintió la tentación de ponérselo.

No sabía de dónde le había venido la idea. Ni que decir tiene que no cambiaría su propio yelmo —que había llevado su padre y antes su abuelo— ni por todas las monedas de acero de Krynn; de todos modos, ese yelmo no le quedaría bien. Se había hecho para un enano y, en consecuencia, era demasiado grande para un humano. La cabeza le repicaría dentro igual que un guisante en una cáscara de nuez, pero a pesar de todo Sturm deseaba probárselo. A lo mejor era sólo para ver qué se sentía al lucir un objeto que valía el rescate de un rey o quizás era para juzgar la calidad de aquella pieza artesanal o tal vez era que el yelmo le estaba hablando y lo instaba a ponérselo en la cabeza y cubrirse con él el largo y oscuro cabello, en el que empezaban a menudear las canas a pesar de que sólo tenía veintinueve años.

Se quitó el yelmo de su padre y lo dejó en el suelo, a sus pies. Sosteniendo el enjoyado yelmo y contemplándolo con admiración, a Sturm le pareció recordar que Raistlin había dicho algo respecto a que el yelmo era mágico. El caballero desechó esa idea. Ningún guerrero de verdad como tenía que haber sido el enano que lo había lucido le habría permitido a un hechicero que se acercara a su armadura. Lo que intentaba Raistlin con esa advertencia era despertar su recelo para que no lo tocara siquiera. El mago quería el yelmo para sí mismo.

Sturm se lo puso. Para su sorpresa y su satisfacción, le ajustaba como si se lo hubiesen hecho especialmente para él.

—Bueno, Raist ¿qué clase de dragón crees que es? —preguntó Caramon en un intento desesperado de cambiar de tema y evitar la agarrada que veía venir—. Tiene un color raro. A lo mejor era un dragón mudable.

—Querrás decir mutante, mentecato —lo corrigió Raistlin con frialdad—. ¡Y en este momento me importa un ardite qué era! —Inhaló con un sonido silbante.

—Creo que iremos a buscar la salida, Caramon —anunció Tika, que dijo lo primero que se le vino a la cabeza—. Vamos, Tas. Vayamos a buscar la salida —dijo al tiempo que agarraba al kender por el cuello de la camisa.

—¡Pero si sabemos cómo salir! —arguyó Tas—. ¡Sólo tenemos que volver por donde hemos venido!

—Vamos a buscar una salida diferente —replicó la joven, hosca, mientras tiraba de él hacia la puerta.

Raistlin asestó a Caramon una mirada fulminante bajo la que el hombretón se encogió como si hubiese menguado a la mitad de su tamaño.

—¿Qué hace ella aquí? —demandó el mago—. ¿Le dijiste que viniera? Lo hiciste, ¿verdad?

—¡No, Raist, lo juro! —Caramon estaba cabizbajo, con la vista clavada en las botas—. No tenía ni idea.

—De las muchas tonterías que has hecho, ésta es el colmo. ¿Te das cuenta del peligro en el que la has puesto? Y el kender. ¡Por los dioses, el kender!

Raistlin tuvo que hacer una pausa para inhalar aire, y eso lo hizo toser. Le fue imposible hablar durante unos segundos, en los que rebuscó su pañuelo.

Caramon observaba a su gemelo con angustia, pero no se atrevía a decirle ninguna palabra de consuelo ni intentó ayudarlo. Ya estaba metido en un buen apuro; un apuro que, se mirara como se mirara, no era culpa de él. Y si bien por un lado lo emocionaba que Tika lo considerara lo bastante importante para ir tras él, por otro habría querido que la joven estuviese en la otra punta del continente.

—Ella no te dará problemas, Raist —dijo—. Y Tas tampoco. Sturm puede acompañarlos de vuelta al campamento. Tú y yo… Seguiremos a Thorbardin o donde sea que quieras ir.

Por fin el mago consiguió respirar de nuevo. Se limpió los labios y miró a su hermano con aprobación aunque a regañadientes. El plan de Caramon no sólo los libraría de Tika y de Tasslehoff, sino que también les quitaría de en medio al caballero.

—Han de marcharse de inmediato —dijo Raistlin, que hablaba con voz enronquecida por la tos.

—Claro, Raist —accedió Caramon con un gran alivio—. Iré a hablar con Sturm… ¡Sturm! Ah, estás ahí.

Se había dado media vuelta y ahora tenía al caballero ante sí. Caramon miró a su amigo con desconcierto. Se había quitado su yelmo, un yelmo que para él valía más que su propia vida, y lo había sustituido por otro que estaba sucio, manchado de sangre y que era demasiado grande para él. La visera le llegaba al cuello y los ojos apenas se le veían a través de las ranuras superiores.

—Eh… ese yelmo que has encontrado es bonito, Sturm —dijo Caramon.

—Te dirigirás a mí con el debido respeto y el tratamiento de «alteza» —declaró Sturm con una voz que sonaba extraña al salir de aquel yelmo—. Os preguntaría vuestros nombres y de dónde sois, pero no podemos perder tiempo en cumplidos. ¡Hay que cabalgar hacia Thorbardin ahora mismo!

Caramon dirigió una mirada desconcertada a su hermano. No tenía ni idea de qué decía su amigo. No era propio del serio caballero hacer el tonto.

Raistlin observaba a Sturm con los ojos entrecerrados, atentos.

—Venga, Sturm, déjate de bromas —pidió el guerrero, que ahora estaba asustado—. He hablado con Raist y hemos decidido que deberías escoltar a Tas y a Tika de vuelta al campamento.

—No sé quién es ese tal Sturm del que no dejas de hablar —lo interrumpió el caballero, impaciente—. Soy Grallen, hijo de Duncan, el Rey Bajo la Montaña. Hemos de regresar a Thorbardin de inmediato. —El tono de su voz se tornó triste—. Me temo que todo está perdido. Hay que informar al rey que sus hijos han muerto.

Caramon se había quedado boquiabierto.

—¿Grallen? ¿Hijo de Duncan? ¿Qué? Raist, ¿sabes tú de qué habla?

—Qué interesante —murmuró el mago, que miraba a Sturm como si fuese algún tipo de experimento metido en un frasco de laboratorio—. Se lo advertí, pero no me hizo caso.

—¿Qué le ha ocurrido? —demandó el guerrero.

—El yelmo se ha apoderado de su voluntad. No es tan inusual ese tipo de magia. Está el famoso Broche de Adoración elfo, creado por un hechicero para que guardara el espíritu de su esposa muerta. También existe la Flauta Camarina de Leonora, que…

—¡Raist! ¡Déjate de lecciones! ¿Qué le pasa a Sturm? —increpó Caramon.

—Al parecer el yelmo perteneció a un príncipe enano llamado Grallen —le explicó Raistlin—. Murió, ya fuera en el campo de batalla o aquí, en la fortaleza. No estoy seguro del tipo de encantamiento, pero imagino que el alma del príncipe tenía alguna razón poderosa para permanecer en este mundo, una razón tan importante que se negó a renunciar a ella, ni siquiera ante la muerte. Su alma se convirtió en parte del yelmo con la esperanza de que alguien fuera lo bastante necio para cogerlo y ponérselo. Es decir, Sturm Brightblade.

—¿Así que ese príncipe enano es ahora Sturm? —preguntó Caramon, aturdido.

—Al revés. Sturm es ahora el príncipe enano Grallen.

Caramon dirigió una mirada afligida a su amigo.

—¿Y volverá a ser Sturm alguna vez? —preguntó.

—Si se quita el yelmo, probablemente —contestó el mago.

—¡Ah, bien, entonces se lo quitaremos!

—Yo no lo… —empezó Raistlin, pero Caramon ya había asido el yelmo y empezaba a tirar de él para sacarlo de la cabeza de Sturm.

El caballero lanzó un grito de dolor y de indignación y apartó a Caramon de un empellón.

—¿Cómo osas ponerme las manos encima, humano? —increpó al tiempo que llevaba la mano a la espada.

—Os pedimos disculpas, alteza —se apresuró a intervenir Raistlin—. Mi hermano no sabe lo que hace. El ardor de la batalla lo ha dejado confundido…

Sturm envainó la espada.

—El yelmo estaba como atascado, Raist —informó Caramon—. ¡Me fue imposible moverlo!

—No me sorprende. Me pregunto… —Se quedó en silencio, pensativo.

—¿Qué quieres decir con que no te sorprende? ¡Éste es Sturm! ¡Tienes que romper el encantamiento, quitárselo o hacer lo que sea con él!

—El hechizo no se puede romper hasta que el alma del príncipe Grallen lo libere —explicó Raistlin a la par que sacudía la cabeza.

—¿Y eso cuándo ocurrirá? ¿Será Sturm un enano para siempre?

—No es probable —repuso el mago, que añadió, irritado—: ¡Y deja de gritar! ¡Conseguirás que todos los draconianos que haya en este sitio caigan sobre nosotros! El alma del príncipe está resuelta a cumplir una misión. Quizá sea algo tan sencillo como regresar para dar la noticia sobre la muerte de su hermano.

Raistlin hizo una pausa; en silencio, miró el yelmo de hito en hito.

—Quizás era esto a lo que se refería el mensaje… —murmuró.

Caramon se pasó los dedos por el cabello. Se le notaba muy preocupado.

—¡Sturm cree que es un enano! ¡Es terrible! ¿Qué vamos a hacer?

—Alteza, nos sentiríamos muy honrados de escoltaros de vuelta a Thorbardin, pero, como podéis ver, somos humanos —empezó Raistlin—. No sabemos el camino.

—Yo os guiaré, por supuesto —repuso de inmediato Sturm—. Habrá una cuantiosa recompensa para vosotros en pago al servicio que me hacéis. ¡El rey debe saber esta terrible noticia!

Caramon se volvió hacia su hermano, que parecía extremadamente complacido consigo mismo.

—¡No pensarás utilizarlo de ese modo! —protestó el guerrero.

—¿Por qué no? Hemos encontrado lo que buscábamos. —Señaló al caballero—. Hete aquí la llave a Thorbardin.

* * *

Tika se sentó en una columna rota y dio un suspiro apesadumbrado.

—Ojalá toda la fortaleza se desplomara sobre mí, me enterrara bajo los escombros y acabar así de una vez.

—Creo que llegas tarde —comentó Tas, que deambulaba por el corredor sembrado de cascotes, alumbraba aquí y allí con la antorcha y hurgaba con la jupak en los rincones oscuros con la esperanza de encontrar algo interesante—. La fortaleza se derrumbó todo lo que podía derrumbarse.

—Bien, pues, ojalá me caiga en un foso —dijo Tika—. O que ruede por una escalera y me rompa el cuello. Cualquier cosa con tal de no tener que volver a verle la cara a Caramon. ¿Por qué, por qué, por qué se me ocurriría venir? —Hundió la cara en las manos.

—No pareció muy contento de vernos, ¿verdad? —admitió Tas—. Lo que es raro, considerando todo el trabajo que nos hemos tomado para rescatarlo de esa escalamita devoradora de hombres.

Tika había dicho un pequeño embuste al asegurar que Tas y ella iban a buscar la salida. La fortaleza era un lugar oscuro y escalofriante y, aunque al kender le habría hecho feliz explorarla, la joven no tenía ni pizca de ganas de aventurarse en ella. Lo único que había deseado era alejarse de Caramon, así que Tas y ella se habían quedado en el corredor, no muy lejos de la estancia donde el guerrero discutía con su gemelo. La luz de las antorchas y del bastón de Raistlin se derramaba en el pasadizo. Tika oía las voces enfadadas, sobre todo la del mago, pero no entendía lo que decía. Hablarían mal de ella, sin duda. Las mejillas le ardieron. Acongojada, se meció atrás y adelante mientras gemía.

Tasslehoff le daba palmaditas en el hombro para que se tranquilizara cuando, de pronto, se puso a olisquear con fuerza.

—Huelo aire fresco —dijo y encogió la nariz—. Bueno, quizá no sea fresco, pero al menos me huele como aire de fuera, no de aquí dentro.

—¿Y qué? —repuso la joven con voz apagada.

—Le dijiste a Caramon que íbamos a buscar una salida. Bueno, pues creo que la hemos encontrado. ¡Vayamos a ver!

—No me refería a ese tipo de salida —comentó Tika con un suspiro—. Me refería a una salida de esa estúpida situación.

—Pero si encontramos una salida mejor que por donde entramos, entonces podrás decírselo a Caramon y Caramon se lo dirá a Raistlin, que ya no estaría enfadado con nosotros. Habremos sido útiles.

Tika alzó la cabeza. Eso era verdad. Si demostraban que podían ser útiles, Raistlin no seguiría enfadado con ellos. Caramon se alegraría de que lo hubiera seguido. Olisqueó el aire. Al principio lo único que percibió fue el olor húmedo y malsano de un sitio que ha permanecido bajo tierra mucho, mucho tiempo. Entonces supo a lo que se refería Tas. El soplo de aire era húmedo y lo impregnaba un hedor a putrefacción pero, al menos, como había dicho el kender, olía diferente del aire estancado en ese subterráneo.

—Creo que viene de allí arriba —dijo Tika, que echó la cabeza hacia atrás y escudriñó la penumbra de lo alto—. No veo nada. Alza más la antorcha.

Tas trepó ágilmente sobre la columna rota y desde allí se encaramó a otro fragmento que estaba caído encima del primero, con lo que se situó a la altura de los hombros de Tika. Estirando el brazo hasta casi descoyuntárselo, alzó la antorcha todo lo posible. La luz reveló la parte inferior de una pasarela de hierro de aspecto desvencijado.

—El aire fresco viene de ahí arriba, desde luego —informó Tas, aunque en realidad no percibía ninguna diferencia, pero quería que Tika dejara de pensar en sus problemas—. Tal vez si trepamos a esa pasarela encontremos una puerta o algo. ¿Has traído cuerda?

—Sabes perfectamente bien que no —replicó la joven, que volvió a suspirar—. No hay nada que hacer.

—¡Pues claro que sí! —gritó el kender, que luego escudriñó hacia arriba con la cabeza echada atrás—. Creo que si te subes a este trozo de columna y luego me subes a tus hombros podría llegar a la pasarela. ¿Entiendes lo que te digo? —Bajó la vista hacia Tika—. Como esos saltimbanquis que vimos en la feria el año pasado. Había un tipo que se ataba un nudo y…

—Nosotros no somos saltimbanquis —señaló la muchacha—. Seguramente nos romperíamos el cuello.

—Bueno, hace un momento decías que te lo querías romper —le recordó el kender—. ¡Venga, Tika, al menos podríamos intentarlo!

La joven sacudió la cabeza y Tas se encogió de hombros.

»Entonces supongo que no nos queda otra opción que volver y decirle a Caramon que hemos fracasado.

Eso le dio que pensar a Tika.

—¿De verdad crees que podemos hacerlo? —preguntó.

—¡Pues claro que sí! —Tas buscó un sitio donde poner la antorcha en la piedra sin que se apagara—. Ponte aquí. Planta bien los pies y quédate muy quieta. Voy a trepar por tu espalda hasta los hombros. ¡Uy, espera! Deberías quitarte la espada…

Tika desabrochó el talabarte y soltó el arma en la piedra, junto a la antorcha. Tas y ella intentaron de varias formas distintas que el kender se subiera a sus hombros, pero trepar por una persona no resultó tan fácil como parecía. Tras unos cuantos intentos fallidos, Tas resolvió cómo hacerlo.

—Por suerte tienes las caderas anchas —le dijo a la chica.

—Muchísimas gracias —replicó ella con acritud.

Plantando un pie en la cadera de la joven, Tas se aupó. Puso el otro pie en un hombro, subió el otro y se encontró encaramado a los hombros de Tika. Despacio, balanceándose un poco y apoyado con las manos en la cabeza de la joven, el kender se puso erguido.

—¡No imaginaba que pesaras tanto! —jadeó Tika—. ¡Será mejor que te… des prisa!

—¡Sujétame por los tobillos! —indicó Tas, que alzó las manos y logró asir dos de los balaustres de hierro—. ¡Ya puedes soltarme!

Tas levantó la pierna derecha para engancharla al balcón. Tras dos intentos consiguió hacerlo. Deslizó la pierna entre los balaustres y entonces no supo qué hacer con la otra pierna. Se quedó colgado un instante en una postura rara, incómoda y precaria en extremo.

Tika miró hacia arriba y se llevó la mano a la boca, aterrada de que Tas pudiera caerse.

Por suerte, su amigo descendía de un largo linaje de kenders que trepaban a balcones o se encaramaban a cornisas o caminaban por el caballete de los tejados. Un quiebro del cuerpo, unos cuantos gruñidos, un reajuste de la pierna para no correr el peligro de dislocarse la cadera, otro quiebro y un estrujar el cuerpo de manera que se deslizó entre los balaustres de hierro y se encontró tendido boca abajo en la pasarela.

—¡Lo has conseguido! —gritó Tika, impresionada—. ¿Qué hay ahí arriba? ¿Ves alguna salida?

La joven oyó que el kender rebullía en la oscuridad, pero no alcanzaba a ver qué hacía. Una vez pareció que tropezaba con algo, ya que soltó un quejido en tono irritado. Después volvió y se tendió al borde de la barandilla.

—Oye, Tika ¿por qué crees que se llama pasarela? ¿Se llamaría «Ela» quien la inventó?

—¿Cómo quieres que lo sepa? ¿Y eso qué importa? —replicó la joven, irritada.

—Nada, sólo me lo preguntaba. Supongo que esa tal Ela estaba en un apuro y tenía que pasar a otra parte para escapar y entonces inventó la «pasarela».

Antes de que Tika tuviera ocasión de decirle que aquello no tenía sentido alguno, el kender añadió:

—Aquí hay montones de cuerda, rollos y rollos, así como antorchas y un saco con algo blandengue que apesta y que hace «chuf-chuf» al tocarlo. Seguiré buscando.

Volvió a desaparecer en la oscuridad. Tika recogió la antorcha y miró a su alrededor con nerviosismo; no le gustaba quedarse sola. Caramon no estaba lejos y acudiría si gritaba. Tas regresó poco después.

—¡La encontré! ¡Hay un agujero en el techo que creo que conduce a un conducto que estoy bastante seguro de que lleva al exterior! Apuesto a que podríamos subir por ese conducto. ¿Quieres que lo intentemos?

—Sí —accedió Tika, convencida de que, condujera donde condujera, aquel conducto sería mejor que donde estaba ahora. Cualquier cosa sería mejor que volver con Caramon y su hermano—. ¿Cómo subo a la pasarela?

—Descolgaré una cuerda. Sostén esa antorcha donde pueda ver lo que estoy haciendo.

Tika alzó la antorcha. Trabajando a su luz titilante, Tas ató una punta de la cuerda a un balaustre y después la dejó caer hasta Tika.

—Será mejor que apagues la antorcha —aconsejó—. Así no nos perseguirán draconianos. Yo encenderé una aquí arriba.

La joven hizo lo que le decía y después aferró la cuerda y empezó a subir a pulso. De pequeña le había gustado mucho trepar así por una cuerda; en la ciudad arbórea de Solace, los niños subían y bajaban por cuerdas con la agilidad de una araña. Desde aquel entonces no había practicado mucho lo de subir a pulso, pero la habilidad reapareció en seguida.

—Tienes unos brazos fuertes —comentó el kender, admirado.

—Y caderas anchas —masculló la joven, que se aupó a la pasarela y se encaramó a ella.

—El conducto de aire está por aquí.

Tas y la antorcha la condujeron hasta un agujero en el techo, bastante ancho. Aunque Tika no alcanzó a ver la luz del sol sí que notó el olor a aire fresco que venía desde arriba y le acariciaba la cara con suavidad. Hizo una profunda inhalación.

—Es una salida, no cabe duda —dijo.

—Creo que también es el acceso de entrada —comentó el kender—. Los draconianos utilizan esta vía para acceder a la fortaleza. Sólo tienes que ver las cosas que hay tiradas por aquí.

—¡Eso significa que volverán a recogerlas! —contestó la joven, alarmada.

—En cualquier momento, sí —respondió muy contento el kender—, así que si queremos explorar el conducto, deberíamos hacerlo cuanto antes.

—¿Y si hay guardias draconianos ahí dentro? —flaqueó Tika.

Tas escudriñó el conducto con el semblante arrugado en un gesto pensativo.

—No creo —dijo después—. Si los draconianos hubieran regresado conducto arriba, se habrían llevado sus cosas. No. Tienen que estar en otra parte. Seguramente explorando las ruinas, allí abajo.

—Entonces, subamos —dijo Tika, que temblaba al imaginar un encuentro con esas criaturas.

Los dos treparon por un montón de escombros caídos al final del conducto y desde allí por el conducto propiamente dicho. Una tenue luz grisácea se filtraba desde arriba, así que pudieron dejar la antorcha. El conducto no subía recto, como una chimenea, sino en una pendiente gradual, por lo que ascender no resultó difícil. La brisa que se colaba conducto abajo se hizo más fuerte y más fría, y poco después tenían a la vista un denso manto de nubes grises que parecían estar al alcance de la mano. La abertura era un agujero ovalado de gran tamaño abierto en la roca; los bordes emitían un brillo húmedo con la luz plomiza.

Tas asomó la cabeza por el agujero pero la echó atrás de inmediato.

—¡Draconianos! —susurró el kender—. A montones, justo debajo de nosotros.

Los dos se quedaron muy quietos, sin hacer ruido, y luego Tas volvió a incorporarse para asomarse otra vez.

—¿Qué haces? —increpó Tika en voz baja mientras le tiraba de las calzas—. ¡Te van a ver!

—No, ni hablar —contestó el kender—. Estamos por encima de ellos. Ven, puedes asomarte.

A Tika no le hacía gracia la idea, pero tenía que verlo por sí misma. Se acercó con toda cautela al borde del agujero y se asomó.

Los draconianos estaban agrupados en la base de la fortaleza en ruinas, en uno de los pocos espacios de tierra seca que había. Una hedionda ciénaga de aspecto tenebroso los rodeaba. Las nubes grises que bullían en lo alto resultaron no ser nubes, sino una densa niebla que salía de las aguas pútridas. Los draconianos rodeaban a otro que parecía ser su cabecilla. Era más grande que el resto y tenía las escamas de distinto color; les impartía órdenes en voz alta de timbre grave y lo oían con claridad.

—¡Tika, sé hablar draconiano! —exclamó Tas, entusiasmado—. Entiendo lo que dice.

—Yo también entiendo lo que dice. Está hablando en Común —lo desengañó la joven.

Los dos escucharon y observaron.

»¡Vamos, hemos de contárselo a los otros! —susurró después Tika.

—¿No convendría esperar y enterarnos de algo más?

—Ya hemos oído más que de sobra —repuso Tika.

La muchacha empezó a deslizarse conducto de aire abajo. Tas se quedó escuchando un instante más y después la siguió.

—¿Sabes qué, Tika? Después de todo ha sido una suerte que viniésemos —opinó Tas cuando llegaron a la pasarela.

—Yo estaba pensando lo mismo —convino ella.