11

Cuestión de fe

El final del túnel

La escalamita, devoradora de hombres

Flint y Tanis atravesaron poco a poco el paso, que más que paso era una brecha grande. Tanis imaginó a los refugiados intentando cruzar aquella garganta angosta y rocosa con los niños a remolque y esperó fervientemente que no hubiera necesidad de llegar a eso. Pasaron gran parte de la mañana sorteando peñascos y trepando por los desprendimientos de rocas para, por fin, salir al otro lado tras horas de afanosos esfuerzos.

—Bien, ahí tienes, semielfo —señaló Flint con su hacha de guerra—. Thorbardin.

Tanis miró el paisaje que se extendía a sus pies. Llanuras de un color gris ceniciento morían al pie de estribaciones de tonalidades verde oscuro en las que se alzaba la cara gris y vacía del pico más alto de la cordillera de las Kharolis. El semielfo contempló la montaña con abatimiento.

—Allí no hay nada.

—Ajá —asintió el enano con sombría satisfacción—. Justo lo que te dije.

Flint se lo había dicho, sí, pero su amigo tenía tendencia a exagerar y adornar un poco sus relatos de vez en cuando, en especial los que tenían que ver con los atropellos e injusticias sufridos por su pueblo, ya fuesen reales o entendidos como tales. Por mucho que Tanis escudriñó, no consiguió divisar señal de nada que pareciera una puerta en la cara de la montaña o un sitio donde pudiera instalarse una.

—¿Seguro que Thorbardin es allí? —preguntó después.

Flint se apoyó en el hacha y miró fijamente la montaña.

—Nací y crecí por los alrededores. Los huesos de mis antepasados yacen en las praderas que tenemos a nuestros pies. Murieron porque nuestros parientes les cerraron la puerta de esa montaña. Buscador de Nubes arroja una sombra sobre todos nosotros. Todos y cada uno de nosotros, los Enanos de las Colinas, lo vemos surgir imponente en nuestros sueños. No es probable que me olvide de este sitio. —Flint escupió en la tierra—. Eso es Thorbardin.

Tanis suspiró hondo, se rascó la barba y se preguntó para sus adentros qué diablos iban a hacer.

No albergaba esperanza de tener éxito en su misión. Ni Flint ni él tenían ni idea de por dónde empezar a buscar la puerta perdida al reino enano. Podían pasar años deambulando por la cara de Buscador de Nubes. Los codiciosos y los desesperados habían buscado esa puerta durante trescientos años sin hallarla. No había razón para pensar que Flint y él tuvieran éxito donde muchos otros habían fracasado.

Tanis se planteó la idea de renunciar. Empezó incluso a darse media vuelta y dirigir la vista atrás, por donde habían venido; hasta llegó a dar un paso en esa dirección y después, otro. Cuando Tanis se giró de nuevo, Flint asintió con la cabeza.

—Vamos a seguir, entonces —dijo.

—Sabes tan bien como yo que sólo es cuestión de tiempo que Verminaard ataque —contestó el semielfo, que añadió, frustrado—: ¡Tiene que haber un modo de entrar en Thorbardin! Sólo porque nadie lo haya descubierto…

—Después de todo, los dioses están con nosotros —comentó el enano.

Tanis miró a su amigo para ver si había hablado con sorna o si estaba serio. No llegó a ninguna conclusión. La expresión del enano era inescrutable y, por si fuera poco, la espesa barba y las cejas pobladas le tapaban gran parte de la cara.

—¿Crees que los dioses están con nosotros? —preguntó Tanis—. ¿Crees lo que Elistan y Goldmoon han estado enseñando?

—No es fácil contestar a eso —dijo Flint, que no parecía sentirse a gusto hablando de ese tema. Miró a su amigo de soslayo—. ¿He de suponer que tú no?

—Querría creer. —Tanis sacudió la cabeza—. Pero no puedo.

—Hemos visto milagros —apuntó el enano—. Riverwind estaba quemado como un tizón con el fuego del dragón. A Elistan lo revivieron estando al borde de la muerte.

—Y a Verminaard también lo hicieron volver de la muerte —replicó Tanis de forma seca—. He visto a Raistlin esparcir unos pocos pétalos de rosa y hacer que los goblins se caigan dormidos a sus pies.

—Eso es distinto —gruñó Flint.

—¿Por qué? ¿Porque es magia? Sea magia o no, uno podría calificar de milagrosas cosas así.

—Yo las califico de brujerías —masculló el enano.

—Pues yo sólo tengo por cierto que el único que va conmigo por el camino eres tú, amigo mío —dijo Tanis sonriente al tiempo que daba una palmada a Flint en el hombro—. No podría pedir un compañero de viaje mejor. Incluidos los dioses.

El enano enrojeció de satisfacción, pero se limitó a rezongar que Tanis era tonto de remate y que no debería hablar de ese modo tan irrespetuoso sobre cosas que escapaban a su comprensión.

—Creo que deberíamos seguir —dijo Tanis—. Raistlin podría encontrar la llave de la entrada al Monte de la Calavera.

—¿Crees que planea traérnosla si la encuentra? —El enano resopló con sorna—. Y afirmas no creer en milagros.

Los dos echaron a andar hacia lo que Tanis se temía que fuera un lento y trabajoso deambular por la cara de la montaña, cuando Flint se paró de golpe.

—¿Quieres echar un vistazo a esto? —inquirió.

El semielfo lo hizo y se maravilló. No era un milagro. Era una calzada. Construida por enanos hacía siglos, la calzada estaba recortada en la roca. Serpenteando de un lado a otro por la vertiente, conducía a las estribaciones y después volvía a subir por el otro lado de la montaña. Lo único que tenían que hacer los refugiados era conseguir llegar hasta ese punto y, a partir de ahí, el camino sería fácil.

—Eso, contando con que la calzada lleve a la puerta —comentó Flint, que leyó los pensamientos a Tanis.

—Ha de ser allí. ¿Dónde más podría conducir?

—Eso es justo lo que la gente se ha preguntado a lo largo de los últimos trescientos años —argumentó, brusco, Flint.

* * *

A Sturm, Caramon y Raistlin, que avanzaban por el interior de la montaña, el trayecto les resultó largo, tedioso y sin incidentes. Era una zona proclive a los terremotos, pero el túnel construido por enanos había aguantado casi incólume cientos de esos seísmos. De vez en cuando advertían que las paredes tenían fisuras, y aquí y allí un pequeño desprendimiento de piedras les dificultaba el paso, pero eso fue todo.

El túnel se extendía recto, sin giros ni intersecciones. Tampoco estaba encantado ni habitado por ningún ser vivo o muerto. Caminaron durante varias horas a buen paso. De nuevo Raistlin denotaba una energía fuera de lo normal. Iba delante, el paso vivo acompañado por el frufrú de la roja túnica al rozarle los tobillos. Cuando los otros dos hablaron de hacer un alto para darse un respiro, el mago les recordó en tono cáustico que de su progreso dependían vidas.

Allí abajo, en la oscuridad, sin que hubiese manera de saber la hora, ninguno de ellos tenía idea de cuánto tiempo llevaban caminando ni cuántos kilómetros habían recorrido. Cada dos por tres pasaban por delante de marcas en la pared que parecían ser algún tipo de indicador de distancias. Las marcas estaban en lenguaje enano, sin embargo, ninguno de los tres sabía lo que significaban.

Caminaron tanto tiempo que Caramon empezó a preguntarse si no habrían dejado atrás el Monte de la Calavera. Quizá habían atravesado el continente y saldrían a algún reino lejano, tal vez al distante límite del Muro de Hielo, en el sur. Estaba absorto en sus fantasías, soñando con vastas extensiones de yermos blancos, cuando Sturm llamó su atención hacia los escombros y cascotes que eran cada vez más numerosos en el pasadizo.

—Debemos de estar llegando al final —comentó Raistlin—. La destrucción que vemos es resultado de la explosión que arrasó la fortaleza.

—¿Y qué haremos si la explosión destruyó el túnel? —preguntó el caballero.

—Esperemos que estuviera protegido —contestó Raistlin—. Como puedes observar, las vigas que sujetan el techo no están dañadas. Ésa es una buena señal.

Siguieron avanzando con cansancio. La luz de la antorcha de Sturm y la que irradiaba el bastón de Raistlin no llegaban muy lejos, y el mago estuvo a punto de chocar contra la pared de piedra antes de percatarse de que estaba allí. Se frenó de golpe y dirigió la luz a un lado y a otro.

—Espero que esto sea una puerta disimulada como la otra —comentó Caramon—. En caso contrario habremos venido hasta aquí para nada.

—No tienes fe en mí, ¿verdad, Pheragas? —murmuró Raistlin, que, alcanzando el bastón para alumbrarse, empezó a examinar el muro en busca de marcas.

—¿Quién será ese Pheragas? —murmuró Caramon.

—Probablemente es mejor que no lo sepas —dijo con voz severa Sturm.

—¡La encontré! —anunció Raistlin, que señaló una marca igual a la que habían visto en la puerta del otro extremo del pasadizo, la runa enana que significaba «puerta».

Hizo presión en la marca y, como había ocurrido el día anterior, esa sección de la piedra se hundió y se deslizó hacia adentro en la pared. Hubo un sonido rechinante seguido de chasquidos conforme la piedra se separaba y aparecía el contorno de un vano. En esta ocasión el mecanismo había funcionado bien. La pesada puerta retrocedió tan de prisa en medio de sordos retumbos que casi arrolló a Raistlin, quien tuvo que quitarse de en medio con diligencia, lo que provocó que Sturm se atusara el bigote para disimular la sonrisa.

La pesada puerta retumbó y chirrió sobre los oxidados raíles y luego se frenó contra el muro con un golpetazo estruendoso que levantó ecos en el pasadizo.

—Nada como anunciar nuestra presencia —comentó el caballero.

—¡Chist! —Raistlin alzó una mano.

—Un poco tarde para eso —dijo Caramon al tiempo que le guiñaba un ojo a Sturm, por lo que se ganó una mirada furiosa de su hermano.

—Quítate el yelmo y quizás encuentres tu cerebro dentro —increpó el mago—. Los ruidos que he oído vienen de ahí. —Señaló el hueco en la pared de piedra y, ahora que los ecos se habían apagado, oyeron gritos estridentes y el golpeteo metálico de armas.

Caramon y Sturm desenvainaron la espada en tanto que Raistlin toqueteaba uno de los saquillos colgados del cinturón.

Dulak —murmuró el mago y el brillo del cristal del bastón se apagó dejando como única fuente de luz la antorcha de Sturm.

—¿Por qué has hecho eso? —demandó el caballero, que añadió a regañadientes—: Por mucho que odie tener que admitirlo, no nos vendría mal la luz de tu bastón.

—No es juicioso anunciar al enemigo que uno es hechicero —contestó Raistlin en voz baja.

—La magia funciona mejor a hurtadillas y en la oscuridad, ¿no es eso? —replicó el caballero.

—Venga, dejadlo ya los dos —intervino Caramon.

Se quedaron inmóviles y callados, atentos a los ruidos de lucha que sonaban a lo lejos, muy distantes.

—Parece que alguien más está interesado en los secretos del Monte de la Calavera —dijo Sturm al cabo.

Ésas palabras parecieron actuar como un acicate en Raistlin.

—Voy a ver qué pasa. Vosotros dos podéis quedaros aquí.

—No, iremos los tres —se opuso Sturm.

Moviéndose cautelosamente, con la antorcha en una mano y la espada en la otra, el caballero cruzó el umbral. Raistlin iba a continuación y Caramon, echando ojeadas atrás, cerraba la marcha.

* * *

Avanzando por el oscuro túnel, Tasslehoff Burrfoot llegó a la conclusión de que no quería volver a ver una sola roca en toda su vida. Al principio, recorrer un pasadizo secreto a través de una montaña resultó excitante. Cabía la posibilidad de que un esqueleto guerrero estuviera acechando a la vuelta de un recodo, listo para saltar sobre ellos y estrangularlos. Alguna criatura espectral podría intentar absorberles el alma o lo que quiera que hicieran esos seres a la gente.

Por otro lado, Tika, que no encontraba el túnel excitante en absoluto, parecía estar nerviosa y sentirse desdichada.

Tas consideraba que era su obligación conseguir que no perdiera el ánimo, así que amenizó la marcha relatándole todas las historias horripilantes, espeluznantes y pavorosas que había oído contar sobre cosas que pululaban en túneles secretos bajo las montañas. En lugar de conseguir el efecto deseado, sus relatos parecieron sumir a Tika en un mayor desánimo. De hecho, hubo un momento en el que se giró con intención de sacudirle un tortazo. Acostumbrado a esa clase de comportamiento en sus compañeros, Tas se agachó a tiempo y decidió cambiar de tema.

—¿Cuánto tiempo crees que llevamos andando, Tika?

—Yo diría que semanas —repuso ella, hosca.

—Pues yo creo que sólo han sido unas pocas horas —dijo Tas.

—Vaya ¿y qué sabes tú? —espetó la joven.

—Sé que es muy, pero que muy aburrido —contestó el kender, que dio una patada a una piedra que lanzó rodando por el suelo—. ¿Nos queda algo de comida?

—¡Pero si acabas de comer!

—¡Pues me parece que hace días ya! —Tas agitó los brazos—. Tú misma has dicho que llevamos semanas caminando.

—Oh, cierra el pico… —empezó Tika, pero entonces enmudeció, petrificada en el sitio.

Un ruido horrible —un prolongado estruendo acompañado de un chirrido estridente— resonó en el pasadizo. El suelo tembló y se desprendió polvo de las paredes. El retumbo y los chirridos se prolongaron durante varios segundos angustiosos y después cesaron de repente.

—¿Qué…? ¿Qué ha sido eso? —preguntó Tika con voz temblorosa.

—Creo que ha sido una escalamita —contestó Tas en susurros, tras reflexionar.

—¿Una escala qué? —musitó la joven, a quien le temblaban las manos tanto que la luz de la antorcha brincaba por todo el pasadizo.

—Escalamita —repitió el kender con gesto solemne—. He oído contar algunas cosas sobre ellas. Crecen en las cuevas y son bestias enormes y bastante feroces. Siento tener que decirte esto, Tika, pero deberías prepararte para lo peor. Ése ruido que hemos oído seguramente era una escalamita devorando a Caramon.

—¡No! —gritó Tika, como loca—. No creo que… —Hizo una pausa para mirar al kender—. Espera un momento. Nunca he oído hablar de esas escalamitas.

—En serio, Tika, deberías salir más a menudo.

—¡Lo que quieres decir es estalagmita!

—Eso es lo que he dicho. —Tas estaba dolido—. Una escalamita, que sólo hay en las cavernas.

—¡Una estalagmita es una formación rocosa que se forma en algunas cavernas, cabeza hueca! —Tika se enjugó el sudor de la frente.

—¿Estás segura? —Tas odiaba renunciar a la idea de una feroz escalamita devoradora de hombres.

—Sí, lo estoy. —La joven parecía muy enojada.

—Bueno, pues si ese ruido no lo hizo una escalamita al devorar a Caramon, entonces ¿qué fue? —preguntó el kender en plan realista.

Tika no tenía respuesta para eso y deseó no haberlo sacado a colación. Se dio media vuelta.

—Creo que deberíamos regresar…

—Ya hemos estado allí, Tika —señaló el kender—. Sabemos lo que hay en ese lado: un montón de oscuridad muy, muy oscura. Y no sabemos lo que hay más adelante. A lo mejor a Caramon no se lo ha comido una formación rocosa, pero él y su hermano aún podrían estar en apuros y necesitar nuestra ayuda. ¿No sería maravilloso que los dos, tú y yo, rescatáramos a Raistlin y a Caramon? Entonces nos respetarían. Se acabarían los tirones del copete y los cachetazos en las manos cuando lo único que quiero hacer es tocar ese viejo bastón birrioso.

Tika imaginó un Raistlin humilde y apocado que le agradecía efusivamente haberle salvado la vida y a Caramon estrechándola en un fuerte abrazo y repitiendo una y otra vez lo orgulloso que estaba de ella.

Tas tenía razón. Detrás sólo había oscuridad.

Temerosa pero resuelta, la joven reanudó la marcha a lo largo del túnel acompañada por Tasslehoff, que albergaba la esperanza de que su amiga se hubiera equivocado respecto a la escalamita.