10

Un recuerdo del pasado

Esperanza para el futuro

El juego del clavo

Sturm hizo el primer turno de guardia esa noche y Caramon, el segundo. No le pidieron a Raistlin que hiciese guardia. Sturm no se habría fiado de él, y Caramon manifestó que su hermano estaba demasiado débil y necesitaba dormir.

La noche transcurría en un silencio y una quietud tan profundos que a Sturm le costaba mantenerse despierto. Finalmente tuvo que ponerse a dar paseos de un lado a otro del pasadizo para luchar contra el deseo de cerrar los párpados. Mientras caminaba, su mente volvió —como solía ocurrirle cuando estaba solo— a los tiempos vividos en Solamnia, tiempos de recuerdo agridulce, aunque con más amargor que dulzura.

La caballería, respetada en otros tiempos en Solamnia, hacía mucho que había caído en el descrédito. Las razones de que hubiera ocurrido tal cosa eran numerosas. El Cataclismo había llevado muerte y destrucción a todo Krynn, sin excluir a la nación de Solamnia. Poco después de sobrevenir el desastre, empezaron a correr rumores por todo el país de que a los caballeros se les había dado poder para evitar el Cataclismo y no lo habían impedido.

La gente que lo había perdido todo —hogar, medio de vida, amigos y familia— se alegró de tener a alguien a quien echar la culpa y los caballeros fueron una diana fácil. Si a esa situación inestable se le añadía la envidia de unos por el poder ejercido por los caballeros y la creencia de otros, con razón o sin ella, de que los caballeros se habían enriquecido a expensas de los pobres, no es de extrañar que la mezcla explotara.

Las turbas asaltaron los castillos y las residencias de los caballeros. Los caballeros no podían vencer en tales circunstancias. Si se defendían contra la chusma, los acusarían de asesinos. Si no lo hacían, corrían el riesgo de perderlo todo, incluida su vida. Los disturbios en Solamnia aflojaban durante un tiempo y después su monstruosa cabeza volvía a levantarse. Los caballeros siguieron intentando, desesperados, devolver la paz y la estabilidad al país y en algunos sitios llegaron a conseguirlo, pero como la orden de caballería se había roto, los caballeros no podían mantener individualmente el control mucho tiempo.

La familia de Sturm se había esforzado por mantener la paz en su feudo ancestral y lo había logrado durante más tiempo que la mayoría, ya que los Brightblade eran honrados y respetados por aquellos a quienes gobernaban. Sin embargo, llegaron forasteros a los pueblos y villas que estaban bajo su control y empezaron a provocar problemas, como para entonces ya ocurría en gran parte de Solamnia. En realidad, todo aquello era un esfuerzo conjunto urdido por las fuerzas de la Reina Oscura para socavar el poder de sus enemigos más implacables. Pero nadie sabía eso por entonces. Angriff Brightblade, previendo problemas, envió a su esposa y a su hijo al sur, a la ciudad arbórea de Solace, conocida desde hacía mucho como un refugio seguro para quienes atravesaban por una situación desesperada.

Sturm creció en Solace, criado con los relatos de su madre sobre las glorias pasadas de la caballería. Leyó y estudió la Medida —el código de leyes concebidas por los caballeros— y vivió conforme al Código Est Sularis oth Mithas, «Mi honor es mi vida». Su madre y él tuvieron muy pocas noticias del norte y las que recibieron no fueron buenas. Después llegó un momento en el que ya no tuvieron más noticias. Cuando murió la madre de Sturm, el joven decidió ir en busca de su padre y viajó hacia el norte, a Solamnia.

Encontró el castillo de su familia en ruinas, porque no sólo había sido saqueado, sino también incendiado y arrasado. No consiguió encontrar a su padre ni pudo descubrir qué había sido de Angriff Brightblade. Unos decían una cosa; otros decían otra. Nadie sabía nada con certeza. Sturm creía que su padre tenía que haber muerto; en caso contrario, nada le habría impedido que regresara para reclamar el castillo de sus antepasados.

No obstante, aunque su padre estuviera muerto sus deudas no lo estaban; en absoluto. Angriff había pedido prestadas sumas cuantiosas avaladas con sus tierras a fin de seguir con ellas como antes y proporcionar ayuda a los pobres y necesitados que estaban bajo su protección. A Sturm no se le escapaba la amarga ironía del hecho de que aquellos que habían atacado el castillo eran los mismos que seguían vivos por la ayuda de su padre. Se vio obligado a vender las tierras de sus antepasados para saldar las deudas. Cuando las hubo pagado, sólo le quedaban la espada y la armadura de su padre. Y su honor.

Sturm rememoró todo aquello mientras paseaba durante la guardia, en la oscuridad del pasadizo, con la débil luz de un farol alumbrando sus pasos.

La noche anterior a su regreso a Solace, el único hogar que conocía, había entrado en la cripta del castillo, donde los Brightblade muertos reposaban. Situado en las ruinas de la capilla familiar, el panteón sólo era accesible a través de una puerta de bronce sellada y cuya llave permanecía escondida en la capilla. Había señales de que la turba había intentado echar abajo la puerta, seguramente con la esperanza de encontrar riquezas dentro. La puerta se había mantenido firme, como los Brightblade, a través de los siglos.

Sturm encontró la llave escondida, abrió la puerta y —en un silencio reverente y medio cegado por las lágrimas— accedió a la cripta. Las tumbas que guardaban los restos de sus antepasados se encontraban envueltas en la penumbra. Caballeros de piedra yacían encima de los sarcófagos, asiendo espadas esculpidas con manos esculpidas. Su padre no tenía tumba, ya que nadie sabía dónde estaba enterrado su cadáver. El joven había puesto una rosa fresca en el suelo, en memoria de su progenitor, y había caído de hinojos para pedir perdón a sus antecesores por haberles fallado.

Se mantuvo en vela toda la noche y, cuando la luz del amanecer empezaba a colarse sigilosamente en la cámara, se puso de pie con trabajo porque estaba entumecido e hizo el juramento solemne de restablecer el honor y la gloria de la familia Brightblade. Salió de la cripta y cerró con llave la puerta de bronce. La llave la guardó consigo hasta que se encontró a bordo de un barco, de regreso a Abanasinia. De pie en la cubierta y bajo la plateada luz de Solinari, Sturm había confiado la llave a las profundidades del océano.

Y, sin embargo, no había hecho nada para cumplir aquel juramento.

Recorría el túnel a pasos acompasados, sumido en sus pensamientos melancólicos, cuando lo interrumpió la voz de Raistlin.

—¡Quieres dejar de andar! —demandó, malhumorado—. No puedo dormir si estás yendo y viniendo sin parar.

Sturm se detuvo y se volvió para enfrentarse al mago.

—¿Qué es lo que esperas encontrar en este sitio maldito, Raistlin? ¿Qué es tan importante para que arriesgues la vida de todos nosotros para encontrarlo?

Lo único que el caballero alcanzaba a ver de Raistlin eran las extrañas pupilas en forma de reloj de arena, que relucían a la luz del farol. En realidad no esperaba que le contestara, así que se sobresaltó cuando se oyó la voz del mago, clara y fría, en la oscuridad:

—¿Qué es lo que esperas encontrar tú en el Monte de la Calavera? —Al no responder el caballero, Raistlin continuó—: Desde luego, no fue tu aprecio por mí lo que hizo que te decidieras a acompañarnos. Sabes que tanto Caramon como yo nos valemos por nosotros mismos, de modo que ¿por qué has venido?

—No veo por qué íbamos a intercambiar opiniones tú y yo, Raistlin —replicó Sturm—. Mis motivos sólo me incumben a mí.

—El Mazo de Kharas —dijo Raistlin. La última sílaba la articuló con un siseo sibilante.

Sturm se sorprendió. Sólo le había hablado del Mazo de Kharas a Tanis. Su primer impulso fue dar media vuelta y apartarse del mago, pero fue incapaz de resistir el reto.

—¿Qué sabes tú del Mazo de Kharas? —inquirió en voz baja.

Raistlin hizo un sonido áspero, rasposo, que podría ser una risilla desabrida; o quizá había carraspeado.

—Mientras tú y mi hermano os machacabais la cabeza el uno al otro con las espadas de madera, yo estudiaba, cosa por la que te burlabas de mí. Ahora acudes a mí buscando respuestas.

—Nunca me burlé de ti, Raistlin —respondió Sturm en voz queda—. Pienses lo que pienses de mí, al menos has de reconocerme eso. A menudo te protegí, como cuando esa turba estuvo a punto de quemarte en una hoguera como ofrenda a ese dios serpiente. Si quieres saber la verdad, el desagrado que me inspiras se debe al trato abominable que das a tu hermano.

—Lo que haya entre mi hermano y yo es algo de nuestra exclusiva incumbencia, Sturm Brightblade —replicó el mago—. Tú no lo entiendes.

—Tienes razón, no lo entiendo —contestó Sturm con frialdad—. Caramon te quiere, daría la vida por ti y tú lo tratas como si fuera basura. Ahora tengo que dormir un poco, así que te doy las buenas noches…

—Lo que ahora se conoce como el Mazo de Kharas se llamaba Mazo del Honor —dijo Raistlin—. Lo hicieron para honrar al Martillo de Reorx que el dios utilizó para forjar el mundo. El Mazo del Honor era un símbolo de paz entre los humanos de Ergoth, los elfos de Qualinesti y los enanos de Thorbardin. Durante la Tercera Guerra de los Dragones, el Mazo le fue entregado al legendario caballero, Huma Dragonbane, para que lo utilizara junto con el Brazo de Plata mágico para forjar las primeras Dragonlances, las que forzaron a la Reina Oscura a regresar al Abismo, donde ha permanecido desde entonces o, más bien, hasta ahora.

»En tiempos del Rey Supremo Duncan y de la Guerra de Dwarfgate, el Mazo del Honor se entregó al cuidado del héroe Kharas, un enano tan respetado que el nombre del Mazo se cambió en su honor. El Mazo se vio por última vez durante la guerra, blandido por Kharas, pero éste abandonó pronto el campo de batalla, atribulado por verse obligado a luchar contra sus semejantes. Llevó el Mazo consigo, de vuelta a Thorbardin, y allí se le perdió la pista, porque las puertas del reino de la montaña se cerraron, ocultas para el mundo. —Raistlin hizo un alto para tomar aliento y luego prosiguió.

»Aquél que recupere el Mazo y lo utilice para forjar Dragonlances será aclamado como héroe. Hallará fama y fortuna, honor y gloria.

Sturm dirigió una mirada incómoda al mago. ¿Sus palabras eran meras generalidades o es que había estado husmeando en sus pensamientos más ocultos?

—Tengo que dormir un poco —dijo el caballero y se dirigió hacia Caramon, que roncaba, para despertarlo.

—El Mazo no está en el Monte de la Calavera —le dijo Raistlin—. Si todavía existe, se halla en Thorbardin. Si es el Mazo lo que buscas, deberías haber ido con Tanis y Flint.

—Dijiste que la llave para acceder a Thorbardin está en el Monte de la Calavera.

—En efecto —contestó Raistlin—, pero ¿desde cuándo alguien escucha lo que digo?

—Tanis lo hace —repuso Sturm—. Por eso me envió contigo y con tu hermano, para asegurarnos de que si encuentras la llave, la entregues.

El mago no tenía nada más que decir respecto a eso, de lo que el caballero se congratuló. Las conversaciones con Raistlin lo incomodaban siempre, le dejaban la sensación de que todos sus conceptos puros del mundo estaban en realidad renegridos y deslustrados.

Despertó a Caramon. El hombretón, entre bostezos y estiramientos, lo relevó en la guardia. Sturm estaba cansado y se quedó profundamente dormido casi de inmediato. En sus sueños, usaba el Mazo de Kharas para echar abajo la puerta de bronce de la cripta de su familia.

La noche transcurrió sin acontecimientos dignos de mención incluso para quienes la pasaron al raso. Los que no hicieron guardia —Tika y Tasslehoff— durmieron sin que nada perturbara su descanso. Unos ojos que todo lo veían los guardaron.

* * *

El día amaneció despacio, de mala gana. El sol luchó para penetrar a través de las densas y grises nubes, pero acabó fracasando de forma estrepitosa y finalmente se ocultó, malhumorado. El cielo amenazaba con llover o nevar, si bien no hizo ni lo uno ni lo otro.

Cuando un sol débil y desvaído alumbró la entrada del pasadizo, Sturm, Caramon y Raistlin reanudaron la marcha. Hablaron de empujar la puerta de piedra a su sitio para cerrar el acceso tras ellos.

Tras un examen, ninguno de ellos, ni siquiera Raistlin, supo determinar cómo funcionaba el mecanismo para abrir la puerta una vez que estuviera cerrada. Aun en el caso de que acabaran discurriendo cómo hacerlo, el mecanismo ya no había funcionado bien una vez y podría repetirse el fallo. Entonces se encontrarían atrapados y no tenían ni idea de lo que encontrarían más adelante. El túnel podría estar bloqueado y en tal caso no les quedaría otra opción que admitir el fracaso y volver sobre sus pasos. Convinieron en dejar abierta la puerta.

Los tres echaron a andar túnel adelante, con la luz del cristal del bastón de Raistlin alumbrándoles el camino. Sturm llevaba un farol porque le desagradaba sobremanera la idea de que, con sólo pronunciar una palabra, Raistlin pudiera dejarlos totalmente a oscuras.

El túnel, construido por ingenieros enanos, se internaba en la montaña en línea recta. Las paredes estaban labradas con tosquedad y el suelo era relativamente liso. No había señales de que alguien hubiera entrado en él nunca.

—Si los enanos hubiesen huido de la fortaleza asediada, encontraríamos alguna armadura desechada, armas rotas, cadáveres —dijo Caramon—. Éste pasadizo no se ha utilizado nunca.

—Lo que avala la teoría de que Fistandantilus no arrasó Zhaman de forma deliberada —apuntó Raistlin—. La explosión fue accidental.

—Entonces ¿qué la causó? —preguntó Caramon, interesado.

—Magia maléfica —afirmó Sturm y el mago negó con la cabeza.

—No sé de ninguna magia, sea del tipo que sea, capaz de arrasar una fortaleza tan enorme. Según Flint la explosión devastó el área colindante a Zhaman en kilómetros a la redonda. Los eruditos llevan mucho tiempo preguntándose qué ocurrió realmente en esa fortaleza. Quizá seamos nosotros quienes descubramos la verdad.

—Sin duda escribirás un tratado sobre el tema y lo leerás en voz alta en el próximo Cónclave de Hechiceros —dijo Sturm.

—Sí, tal vez. ¿Por qué no? —contestó Raistlin con una sonrisa.

Los tres siguieron caminando.

* * *

Tasslehoff despertó a Tika recriminándole que se hubiera quedado dormida estando de guardia. Seguro que habían dejado de ver varios fantasmas que los habrían ido a visitar por la noche.

La propia joven se reprochó a sí misma su negligencia, abochornada al imaginar cómo la habría regañado Caramon por dormirse estando de guardia. Irritada, le dijo a Tas en voz alta que se callara y se diera prisa. Volvieron a la vereda por la que los habían precedido los tres hombres y reanudaron la tenaz persecución.

Tas y ella también empezaron su jornada muy pronto para recuperar el tiempo perdido. La falta de sueño y la conciencia de lo lejos que estaba de casa y de cualquier ayuda pusieron de mal humor a Tika. Se mostraba irascible con Tas y no quería charlar, ni siquiera sobre chismorreos interesantes como por ejemplo que Tasslehoff había descubierto que Hederick, el Sumo Teócrata, tenía su propia despensa secreta donde ocultaba comida.

Tika avanzaba por la vereda a zancadas, con aire enfadado, los ojos clavados en el suelo, sin apartarlos de las huellas marcadas en la nieve y resistiéndose al fuerte impulso de dar media vuelta y regresar al asentamiento a todo correr. Si se le hubiese ocurrido la forma de volver a hurtadillas sin que nadie supiera que se había marchado, lo habría hecho.

La joven habría acabado ideando alguna historia verosímil, pero sabía que Tasslehoff no podría evitar que se le escapara la verdad, y a la chica le daba pavor la idea de que la gente se riera de ella y dijera que había salido corriendo en pos de Caramon como una tonta colegiala enamoriscada.

En su favor hay que decir que no se debió sólo al temor de ser ridiculizada lo que le impidió darse media vuelta. El corazón de Tika rebosaba amor —un profundo amor— por Caramon y su temor de que le pasara algo malo era muy real. La idea de que quizá podría salvarlo de las maquinaciones de Raistlin la impulsó a seguir adelante.

En cuanto a Tas, estaba feliz de encontrarse de nuevo en la calzada en busca de aventuras.

Los dos llegaron al final del bosque cerca de mediodía y vieron el rastro sinuoso que se internaba en la pradera abierta y alfombrada de nieve.

—¡Mira, Tika! —señaló Tas con mucha excitación al irse acercando a la pared rocosa—. Hay una cueva. ¡Su rastro conduce a una cueva!

El kender agarró a la chica de la mano y se puso a tirar de ella para que se apresurara.

»Me encantan las cuevas. Uno nunca sabe qué va a encontrar dentro. ¿Te he contado lo de aquella vez que entré en una gruta y había dos ogros que jugaban al clavo, sólo que con un cuchillo, y que al principio iban a arrancarme las extremidades de una en una y a devorarlas, empezando por los dedos de los pies? Yo no lo sabía, pero por lo visto los ogros consideran un manjar los dedos de los pies de los kenders. Sea como sea, el caso es que les dije a los ogros que se me daba muy bien jugar al clavo, mejor que a cualquiera de ellos. Los ogros me dejaron un cuchillo que se suponía que tenía que lanzar al suelo, pero que en cambio se lo clavé a los ogros en las rodillas. Así no podrían perseguirme, claro, y escapé de acabar devorado. ¿Sabes jugar al clavo tú, Tika? Lo digo por si acaso hubiese ogros en la cueva y quisieran comernos.

—No. —A Tika no le gustaban nada las cuevas y el corazón le palpitaba muy de prisa al pensar que tenía que entrar en una.

Tas estaba a punto de lanzarse a contar más detalles sobre los ogros, pero Tika le ordenó que se callara y, como no le hizo caso, le pegó un tirón del copete y lo amenazó con arrancárselo de raíz si no hacía el favor de cerrar la boca y la dejaba pensar.

Tas no sabía en qué tendría que pensar Tika, pero como le tenía mucho cariño a su copete no quiso correr ningún riesgo, aunque no creía que hubiera dicho en serio lo de arrancárselo. La joven se había puesto pálida, tenía los labios prietos y cada vez que creía que él no la miraba se enjugaba una lágrima.

Las huellas de pisadas se dirigían directamente a la gruta, que al final resultó que era un túnel. Dentro vieron huellas de botas embarradas, huellas muy grandes. Tika comprendió que Caramon y los otros habían pasado por allí.

—¡Enciende el farol! —dijo Tas—. Veamos que hay por ahí dentro.

—No he traído farol —contestó Tika, consternada.

—¡No importa! —exclamó el kender, que tanteaba en la oscuridad—. He encontrado un montón de antorchas.

—Oh, bien. —Tika miró fijamente la oscuridad que se extendía sin fin frente a ellos y sintió que le flaqueaban las rodillas como si las piernas se le hubiesen vuelto de gelatina.

El kender, tras encender una de las antorchas, recorría la cueva, se asomaba a unas vagonetas y se paraba para examinar las paredes.

—¡Eh, Tika, mira! ¡Ven aquí! ¡Fíjate en esto!

La joven no quería mirar. Sólo quería dar media vuelta y correr sin parar, correr todo el camino hasta hallarse de vuelta en el campamento. Entonces Tas le contaría a todo el mundo que Tika había huido como una niñita grande asustada. Rechinando los dientes, la muchacha fue a ver qué había encontrado el kender con la esperanza de que no fuera demasiado horrible.

Tas señalaba la pared. Allí, garabateado con carbón, había un corazón y en medio estaba escrita la palabra «Tika».

—Apuesto a que Caramon dibujó eso —dijo Tas, sonriente.

—Yo también apuesto a que fue él —susurró la joven mientras alargaba la mano y le quitaba la antorcha al kender—. Sígueme —ordenó y, con la sensación de que el corazón se le saldría del pecho por la felicidad, fue delante por el túnel, que penetraba más y más en la oscuridad.