9

¿Qué Pheragas?

Despiértame si ves un fantasma

Mientras el sol languidecía y Flint y Tanis se acomodaban para pasar la noche en la montaña, Sturm, Caramon y Raistlin casi habían llegado al final del recorrido de ese día: una pared desnuda. Tanto el caballero como el guerrero se daban cuenta de que la caminata a través de la pradera nevada llevaba directamente a un callejón sin salida. Los rayos del sol poniente daban de lleno en la inmensa pared de piedra. Caramon había pensado que quizá podrían escalarla, pero la brillante luz del sol ponía de manifiesto que la pared era lisa completamente, que no se distinguían huecos donde apoyar manos y pies. Era ligeramente curvada, como el costado de un cuenco, y tan alta que ni las máquinas de asedio más grandes que se hubiesen construido jamás habrían llegado siquiera a la mitad de su altura. No tenía cuevas ni grietas ni hendiduras por donde atravesarla o salvarla, pero aun así Raistlin se dirigió hacia ella con tenaz determinación.

Caramon no decía nada sobre el hecho de que iban de camino a ninguna parte porque detestaba contrariar a su hermano. Sturm no decía nada a Raistlin en voz alta, aunque sí mascullaba —y mucho— entre dientes. Caramon oía rezongar al caballero, que caminaba detrás de él. El guerrero sabía que Sturm estaba enfadado con él además de con su hermano. Sturm creía que Caramon debería poner fin a aquello y obligar a Raistlin a volver sobre sus pasos, y daba por hecho que no lo hacía porque le tenía miedo a su gemelo.

Sturm sólo acertaba a medias. El hombretón temía la cólera de su hermano, pero se habría arriesgado de buena gana a sufrir comentarios sarcásticos y pullas despectivas si hubiese creído que Raistlin estaba haciendo algo equivocado o que lo pusiera en peligro. Y no tenía la seguridad de que fuera ése el caso. Raistlin actuaba de un modo muy raro, pero también lo hacía con resolución y determinación. El guerrero se sentía obligado a respetar las decisiones de su hermano.

«Si luego resulta que se ha equivocado y nos hemos dado la caminata hasta aquí para nada —reflexionó con encono—, al menos Sturm tendrá la satisfacción de decir que ya me lo había advertido».

Siguieron adelante a través de la pradera. Raistlin apretó el paso conforme las sombras de la noche se iban extendiendo por el valle. Finalmente llegaron a la base de la gran pared gris.

El campo guardaba ese silencio misterioso y profundo que va de la mano con el manto blanco que cubre la tierra tras una nevada. El cielo estaba tan vacío como la tierra alrededor de los tres hombres. Podrían haber sido los únicos seres vivos en el mundo.

Raistlin se retiró la capucha de forma que le cayó sobre los hombros y contempló la pared que se levantaba ante él. Parpadeó y pareció un tanto sorprendido, como si la viese por primera vez y no tuviera muy claro cómo había llegado hasta allí.

Ése desconcierto no le pasó inadvertido a Sturm.

El caballero soltó sin miramientos el petate en el que guardaba la armadura, que cayó al suelo con estrépito, y el ruido levantó ecos en la cara de la montaña y a Caramon le hizo dar diente con diente.

—Tu hermano no tiene ni idea de dónde está ni qué hace aquí, ¿verdad? —dijo Sturm con voz átona. Echó un vistazo hacia atrás—. Oscurecerá en seguida. Podremos acampar en el bosque si nos ponemos en marcha ahora…

Dejó de hablar porque ninguno de los dos lo escuchaba. Raistlin había empezado a caminar a lo largo de la base de la pared y escudriñaba atentamente la roca gris, que reflejaba brillos anaranjados a la luz del sol poniente. Dio varios pasos hacia un lado y luego los desanduvo sin quitar los ojos en ningún momento de la pared. Finalmente se detuvo. Retiró con la mano la nieve que se había quedado pegada a la piedra y sonrió.

—Aquí está —dijo.

Caramon se acercó a mirar. Su hermano había dejado al descubierto una marca cincelada en la piedra, a la altura de la cintura. El guerrero la identificó como una runa, una de las letras del lenguaje de la magia. Se le encogió el estómago y se le puso piel de gallina. Ansiaba preguntar a su hermano cómo había sabido viajar kilómetros a través de un valle desconocido y desolado y dirigirse a esa vasta pared de piedra precisamente en ese punto. Sin embargo no preguntó, quizá porque temía la respuesta que pudiera darle Raistlin.

—¿Qué…? ¿Qué significa? —preguntó, en cambio.

Sturm lo apartó para acercarse a mirar.

—El mal, eso es lo que significa —dijo al ver la marca, torvo el semblante.

—No es nada maligno; es magia —lo contradijo Caramon a pesar de saber que perdía el tiempo. Según el modo de pensar del caballero solámnico, lo uno era equivalente de lo otro.

Raistlin no prestaba atención a ninguno de los dos. Los largos y delicados dedos del mago se posaban con ligereza, casi acariciantes, en la runa.

—¿No sabes dónde estás, Pheragas? —inquirió de repente Raistlin—. Ésta sería nuestra ruta de suministros en caso de que nos sitiaran y nuestra vía de escape si la batalla iba mal. Sé que a veces eres corto de entendederas, Pheragas, pero ni siquiera tú puedes haber olvidado algo de tanta importancia.

Caramon miró a su alrededor, perplejo, y después se volvió hacia su gemelo.

—¿Con quién hablas, Raist? ¿Quién es Pheragas?

—Eres tú, naturalmente —repuso Raistlin, irritado—. Pheragas…

Miró a Caramon y parpadeó, luego se llevó la mano a la frente y enfocó de nuevo los ojos.

—¿Por qué he dicho eso? —Al reparar en la runa sobre la que posaba los dedos retiró bruscamente la mano y recorrió con los ojos la altísima pared de arriba abajo y de un lado al otro. Se volvió hacia Caramon y preguntó en voz baja—. ¿Dónde estamos, hermano?

—Paladine se apiade de nosotros —dijo Sturm—. Se ha vuelto loco.

Caramon se lamió los labios resecos antes de preguntar, vacilante:

—¿No lo sabes? Tú nos has traído hasta aquí, Raist.

—¡Limítate a decirme dónde estamos! —demandó el mago con un gesto de impaciencia.

—En el extremo oriental del valle. —Caramon echó un vistazo a los alrededores—. Según mis cálculos, el Monte de la Calavera debe de encontrarse en alguna parte al otro lado de esta pared. Dijiste algo sobre una «vía de escape». Por si «la batalla iba mal». ¿Qué… eh… querías decir con eso?

—No tengo ni idea —contestó Raistlin, que miró la pared y la runa, fruncido el entrecejo—. Sin embargo, me parece recordar…

Caramon puso la mano con gesto solícito en el hombro de su gemelo.

—Da igual, Raist. Estás agotado. Deberías descansar.

Raistlin no le estaba prestando atención. Seguía mirando fijamente la pared y entonces el gesto se le suavizó.

—Sí, eso es —musitó—. Si toco esta runa…

—¡Raist, no! —El guerrero asió a su hermano del brazo.

Raistlin movió rápidamente el bastón y le dio un golpe al guerrero en la muñeca. Caramon soltó un quejido y retiró la mano. Raistlin tocó la runa y apretó con fuerza.

Una sección de piedra que rodeaba la runa cincelada se desplazó hacia atrás unos siete u ocho centímetros. Del interior de la pared rocosa salió un sonido chirriante, seguido de un fuerte chasquido y crujidos. El contorno rectangular de una puerta de menos de dos metros de altura se perfiló en la pared. La puerta tembló y desprendió la nieve pegada en la cara de la pared, tras lo cual se detuvo. No ocurrió nada más.

Raistlin se quedó mirándola, fruncido el entrecejo.

—Algo debe de funcionar mal en el mecanismo. Pheragas, empuja la puerta con el hombro. Y tú también, Denubis. Hará falta la fuerza de los dos.

Ninguno de los dos hombres se movió y Raistlin les dirigió una mirada irritada.

—¿A qué esperáis? ¿A que vuelvan vuestros cerebros? Creedme, tal cosa no sucederá. Pheragas, no te quedes ahí plantado con la boca abierta como un pez destripado y haz lo que te mando.

Caramon siguió mirando fijamente a su gemelo, boquiabierto, en tanto que Sturm arrugaba el entrecejo y daba un paso atrás.

—No tendrá nada que ver con magia oscura, espero —dijo.

Raistlin soltó una risa que no tenía nada de alegre.

—¿Magia? ¿Es que estás sordo? Esto no es magia. ¡Si esta puerta fuera mágica sería fiable! Ésta marca no es una runa mágica, sino la runa enana que equivale a la palabra «puerta». El mecanismo tiene trescientos años y se ha atascado, eso es todo. —Volvió la vista hacia su hermano—. Pheragas…

—No soy Pheragas, Raist —dijo lentamente Caramon.

El mago lo miró con atención. Luego parpadeó y dijo en voz baja:

—No, no lo eres. No sé por qué sigo llamándote así. Caramon, por favor, no tienes nada que temer. Sólo tienes que empujar la puerta con el hombro…

—Espera un momento, Caramon. —Sturm detuvo al hombretón cuando estaba a punto de obedecer—. Puede que esa puerta no sea mágica, como dice —lanzó una mirada funesta a la puerta—, pero yo por lo menos quiero saber por qué tu hermano conocía su existencia y el sitio preciso.

Raistlin miró ferozmente al caballero y Caramon se encogió al imaginar que su hermano iba a arremeter contra él. Al guerrero siempre lo pillaban en medio entre su gemelo y sus amigos, y detestaba estar así. Sus peleas le revolvían el estómago. Lanzó una mirada suplicante a Sturm, como pidiéndole que dejara ya el tema. Después de todo, sólo era una puerta…

Su hermano no atacó; el estallido de rabia que Caramon temía no se produjo. Raistlin apretó los labios. Miró la puerta, miró hacia atrás, al rastro que habían dejado en la nieve y en la vereda que se extendía por la zona boscosa y a través del valle. Los ojos se desviaron luego hacia Sturm, y a sus finos labios asomó un atisbo de sonrisa.

—Nunca has confiado en mí, Sturm Brightblade —dijo en voz queda— e ignoro por qué. Que yo sepa, nunca te he traicionado. Nunca te he mentido. Si de vez en cuando me guardo alguna información, supongo que estoy en mi derecho de hacerlo. Para ser sincero —añadió mientras se encogía de hombros—, no sé cómo he encontrado esta puerta. No sé cómo estaba enterado de que se encontraba aquí. No sé cómo conocía la forma de abrirla. Lo he hecho y eso es lo único que puedo decir. —Al advertir que el caballero iba a hablar, levantó una mano.

»Y también sé esto: Detrás de la puerta hallaremos un túnel que nos conducirá directamente al interior de la fortaleza de Zhaman, que ahora se conoce como el Monte de la Calavera. —Raistlin miró la puerta y suspiró.

»O al menos eso era así antaño. Es posible que el túnel se destruyera con la explosión.

—Ahora que has hablado sin tapujos y con sinceridad, supongo que das por sentado que entramos sin más —dijo Sturm, sombrío.

—Es eso o es pasar los próximos días buscando un camino a través de esas montañas y luego, si es que es posible cruzarlas, otros cuantos días más de caminata —contestó el mago—. De ti depende, señor caballero. Tú verás lo que prefieres hacer. En aras de ahorrar tiempo, Caramon y yo tomaremos esta ruta. ¿No es así, hermano?

—Claro, Raist.

Sturm seguía mirando la puerta con gesto ceñudo.

»Venga, Sturm —le dijo el guerrero en voz baja—. No querrás patearte estas montañas de aquí para allí. Puede que nunca encontrases un camino. Como dice Raist, la puerta no es mágica, la construyeron los enanos. En Pax Tharkas vimos puertas que funcionaban así. En cuanto a cómo sabía Raist que estaba aquí, eso no importa. A lo mejor leyó un libro en el que se hablaba de ella y se le ha olvidado.

El caballero miró a su amigo, pensativo. Luego sonrió y puso la mano en el hombro del guerrero.

—Si toda la humanidad fuese tan leal y digna de confianza como tú, Caramon, el mundo sería un lugar mejor. Por desgracia —su mirada se desvió hacia el mago—, no es ése el caso. Aun así, como has dicho, esto nos ahorra tiempo y esfuerzo.

Sin más, se encaminó hacia la puerta y apoyó el hombro contra ella. Caramon se le unió y los dos empujaron. Al principio no hubo progresos; era como si quisieran desplazar la ladera de la montaña. Dieron otro empujón y, de repente, el bloque de piedra se deslizó hacia atrás tan de prisa sobre carriles de acero que Caramon perdió el equilibrio y cayó de bruces. Sturm también trastabilló y no se reunió con su amigo en el suelo por poco.

El sol se había metido y el arrebol del ocaso era toda la luz que había en el cielo, y no tardaría en desaparecer.

Shirak —dijo Raistlin al tiempo que alzaba el bastón. El cristal que asía firmemente la garra dorada resplandeció. El mago se abrió paso entre su hermano y Sturm, que se había quedado parado cerca del acceso abierto en la pared de piedra, vacilante, y entró en el túnel.

La luz brilló en una vía de acero de unos dos metros de longitud que penetraba recta en el pasaje hasta una confluencia donde se dividía; una parte trazaba una curva a la izquierda y acababa en una pared, mientras que el resto seguía túnel abajo y desaparecía en la oscuridad. Raistlin examinó el mecanismo con interés.

—Fijaos en esto —dijo al tiempo que señalaba—. La puerta está montada sobre ruedas que corren por la vía. Entonces se la puede empujar contra esa pared para apartarla a un lado.

Había cuatro vagonetas en la vía montadas en hilera. Todavía se encontraban en buenas condiciones, y el suelo y las paredes estaban secos ya que el pasadizo había permanecido cerrado herméticamente. Raistlin se asomó a las vagonetas. Estaban vacías. Por su aspecto, nunca se habían utilizado.

—Las carretas de suministro podían llegar hasta el túnel y vaciar el contenido en estas vagonetas, que se empujaban o se tiraba de ellas por las vías, túnel adelante, hasta Zhaman. Así, aun asediada, la fortaleza podía reabastecerse. Y en caso de que la derrota fuera inminente, los que se hallasen dentro de la fortaleza podían usar esta ruta de escape.

—Eso no tiene sentido —comentó Caramon que había entrado y miraba a su alrededor.

—¿El qué? —preguntó su hermano con impaciencia.

—Según Flint, cuando el hechicero vio que estaba a punto de caer derrotado, decidió destruirlo todo y se mató a sí mismo y a miles de guerreros de sus propias tropas. —Gesticuló señalando el túnel—. ¿Por qué iba a hacer algo así cuando podría haberse puesto a salvo?

—En eso tienes razón, hermano —convino el mago, pensativo—. Es extraño. Me pregunto…

—¿Qué te preguntas? —inquirió Caramon.

—Nada. —Raistlin sacudió la cabeza, pero siguió meditabundo.

—¡Bah! El hechicero estaba loco, consumido por su propia maldad —dijo Sturm, rotundo.

—A Fistandantilus se le podrán atribuir otras muchas cosas, pero no estaba loco —lo contradijo con suavidad el mago, que se encogió de hombros y pareció salir de su ensoñación—. Estamos perdiendo el tiempo con especulaciones vanas. No es probable que se llegue a saber la verdad de lo que ocurrió en Zhaman al final.

En la exploración que llevaron a cabo por el túnel descubrieron un depósito con armas y armaduras de manufactura enana, así como antorchas y faroles, picos y otras herramientas, provisiones de comida y barriles de cerveza. Los roedores habían devorado todos los alimentos. Para desencanto de Caramon, los barriles también estaban vacíos, aunque su hermano indicó que una cerveza que hubiese permanecido en barricas durante tres siglos difícilmente habría estado en condiciones de beberse.

Sturm encendió una de las antorchas y se puso a examinar la zona para buscar huellas u otras señales que indicaran que se hallaba habitada. Exploró el túnel a lo largo de más de un kilómetro y volvió para informar que no había encontrado ninguna indicación de que otros seres vivos hubiesen recorrido el túnel. Le dio un énfasis sombrío a la palabra «vivos», lo que les recordó que se suponía que en el Monte de la Calavera había fantasmas.

Raistlin sonrió y no dijo nada.

Caramon propuso pasar la noche en la entrada y al día siguiente recorrer el túnel. Raistlin habría seguido adelante a pesar de saber que no llegaría lejos antes de desplomarse. Aunque cansado hasta el agotamiento, estaba desasosegado, incapaz de quedarse quieto.

Comió poco y bebió su infusión. Caramon y Sturm se sentaron cómodamente y hablaron sobre lo que sabían de la Guerra de Dwarfgate, conocimientos que en su mayor parte provenían de las historias que les había contado Flint sobre el conflicto. Raistlin paseaba por el túnel y contemplaba fijamente la oscuridad deseando poder traspasarla y arrancarle sus secretos. Cuando por fin estuvo tan exhausto que no pudo dar un paso más, se tumbó en el petate y al instante se quedó profundamente dormido.

Caramon y Sturm debatieron si cerraban la entrada al túnel empujando la piedra hasta ponerla en su sitio. Decidieron dejarla abierta por si tenían que hacer una huida rápida.

Como dijo el caballero mientras se arropaba con la manta, sabían lo que había allí fuera, pero no lo que había ahí dentro.

—Y sabemos que no nos han seguido —añadió Caramon con un bostezo.

* * *

Resultó que los dos se equivocaban. Tas y Tika estaban allí fuera y los habían estado siguiendo.

Había pasado la mitad del día cuando Tasslehoff y Tika consiguieron por fin escabullirse de la asignación de la colada. Cuando llegó el momento de extender las empapadas prendas de vestir y la ropa de cama sobre los arbustos para que se secaran, Tika se había ofrecido voluntaria para la tarea. Un rápido codazo en las costillas había logrado que Tas se ofreciera voluntario también. El kender se las había ingeniado para recuperar las mochilas y esconderlas debajo de un tronco carcomido. Tras recogerlas, los dos habían tirado la colada que se suponía tenían que poner a secar y se habían marchado a hurtadillas del campamento.

No fue difícil dar con la vereda que habían tomado los tres hombres. En la nieve se marcaban las huellas de los pies estrechos de Raistlin y las marcas del roce del repulgo de la túnica, así como los hoyos dejados por la punta del bastón. Las grandes huellas de Caramon estaban siempre cerca de las más pequeñas de su hermano y las pesadas marcas de Sturm iban detrás, en la retaguardia.

Muy conscientes de que habían perdido un tiempo valioso y que sólo les quedaba medio día antes de que la oscuridad les diera alcance, Tika intentó hacer todo lo posible para avanzar de prisa. No era cosa fácil, ya que Tasslehoff se distraía continuamente con algo que veía y se desviaba cada dos por tres para investigar. Tika tenía que convencerlo por las buenas para que se olvidara de ello o retenerlo a la fuerza o, si miraba hacia otro lado cuando se escabullía, salir en su persecución.

Cuando cayó la noche los dos estaban dentro del bosque.

—Tenemos que parar —dijo la joven, desanimada—. Si seguimos adelante podríamos perderles el rastro en la oscuridad. ¿Éste claro sería un buen sitio para acampar?

—Como cualquier otro —contestó Tas—. Probablemente habrá lobos rondando por ahí, listos para hacernos pedazos, pero si encendemos una hoguera los mantendremos a raya.

—¿Lobos? —Tika echó una ojeada inquieta al oscuro bosque.

Había llegado muy lejos de Solace y de la posada El Último Hogar, donde había trabajado como camarera, al emprender un viaje que nunca había imaginado que haría. Tampoco había imaginado que se enamoraría en ese viaje y desde luego no de Caramon Majere, que se había burlado cruelmente de ella cuando era una chiquilla llamándola «pelo de zanahoria», «cara pecosa» y «flacucha».

Ahora ya no la llamaba esas cosas, claro. Nadie lo hacía. Tika se había rellenado muy bien; demasiado, a su entender, si se comparaba con la grácil Laurana, que parecía una sílfide. De generosos senos, ancha de hombros, brazos fuertes y musculosos conseguidos tras años de acarrear pesadas bandejas y levantar grandes jarros de cervezas, a Tika le hacía gracia cuando alguien la decía «bonita». Los rizos pelirrojos, los ojos verdes y la fulgurante sonrisa habían robado más de un corazón en Solace y ahora el de Caramon se contaba entre ellos; el que ella atesoraba de verdad.

Y allí estaba ahora, lejos de casa, lejos de cualquier cosa parecida a un hogar, y pasando la noche en un bosque oscuro, muy oscuro, con un kender por toda compañía. Aunque Tasslehoff era su mejor amigo y se alegraba de que estuviera con ella, no podía evitar desear que no hablara tanto ni tan alto y, sobre todo, que dejara de dar brincos con cada ruido raro mientras chillaba: «¿Has oído eso, Tika? ¡Ha sonado como si fuese un oso!».

Tika había pasado muchas noches al raso en terreno agreste durante ese viaje, pero siempre en compañía de guerreros experimentados que sabían cómo defenderse. La muchacha había participado en unos cuantos combates, pero hasta el momento la única arma que había manejado con brío era una pesada sartén de hierro. Había encontrado una espada, pero era muy consciente, ya que se lo habían dicho hasta la saciedad, de que cuando la blandía sólo era peligrosa para sí misma.

La joven no había tenido intención de pasar la noche sola, sino con Caramon. Sabía que cuando los alcanzaran ni Sturm ni Caramon la obligarían a regresar sola y sin protección, dijera lo que dijera Raistlin. Tendrían que dejar que Tas y ella se unieran al grupo y así podría impedir que Caramon se metiera en cualquier situación peligrosa a la que sin duda su hermano lo arrastraría.

Un chasquido cercano hizo que se le parara el corazón.

—¿Qué ha sido eso? —dijo con un respingo.

A Tas le había entrado sueño para entonces y se había acostado.

—Probablemente un goblin —respondió adormilado—. Tú haces la primera guardia.

Tika dio un chillido ahogado y asió la espada.

—No te preocupes —la animó Tas mientras se tapaba la cabeza con la manta—. Los goblins casi nunca atacan de noche. Los fantasmas y los espectros sí lo hacen.

Tika, que se había calmado un poco, dejó de sentirse tranquila.

—No crees que haya fantasmas aquí, ¿verdad? —preguntó consternada.

—No hay lugares de enterramiento por los alrededores, al menos no los hemos visto, así que espero que no —dijo Tas tras reflexionar un poco sobre el asunto. Luego, con un bostezo descomunal, añadió—: Si aparece un fantasma, Tika, no te olvides de despertarme. No querría perdérmelo.

La joven se dijo que el chasquido que había oído lo habría hecho un venado, no un oso ni un lobo, pero en seguida echó más leña a la hoguera hasta que se dio cuenta de que el fuego los delataba a sus enemigos. Entonces se preguntó, aterrada, si debería apagarlo.

Antes de que hubiera tomado una decisión, el fuego empezó a apagarse y no quedaba más leña que echarle. Tika tenía miedo de entrar en el bosque a buscar leña y, cuando la luz titilante de la última brasa se apagó, se quedó sentada en la oscuridad, aferrando la espada y odiando a Tasslehoff con todas sus fuerzas por dormir tan profunda y tranquilamente cuando había fantasmas, goblins, lobos y otras cosas horribles todo en derredor.

Sin embargo, el terror es agotador, sin contar que había pasado la mitad del día llevando y trayendo agua y escurriendo la ropa de la colada y la otra mitad caminando trabajosamente a través del bosque. Se le cayó la cabeza sobre el pecho. La mano que sostenía la espada aflojó los dedos.

Lo último que pensó antes de que el sueño se apoderara de ella fue que se suponía que uno jamás debía dormirse estando de guardia.