8

Los conocimientos de un enano

El misterio de un mago

El valle en el que los refugiados se cobijaban tenía forma de cuenco, con unos dieciocho kilómetros de largo por otros tantos de ancho, Flint y Tanis se encaminaban hacia el sur sin apartarse de las estribaciones al pie de las montañas y sin descender al suelo del valle. Flint marcaba un curso sinuoso y Tanis habría pensado que el enano se había perdido y deambulaba al tuntún si no hubiese viajado con él muchos años y no supiera a qué atenerse.

Un enano podría perderse en un desierto. Un enano se perdería en el mar casi con toda certeza, si es que por desgracia acababa allí, pero no había nacido el enano que se perdiera entre las montañas y las colinas de las Kharolis, holladas desde antaño por las botas de sus antepasados. Flint no apartaba los ojos de las paredes rocosas que se alzaban imponentes desde el suelo del valle; de vez en cuando cambiaba de dirección y corregía el curso que seguían.

Llevaban varias horas de viaje cuando el enano giró de repente a la derecha. Abandonando las estribaciones, empezó a subir por una empinada cuesta.

Tanis lo siguió. Había ido atento por si descubría alguna señal de que Raistlin, Caramon y Sturm hubieran pasado por ese camino, pero no había visto nada.

—Flint, ¿en qué dirección queda el Monte de la Calavera desde aquí? —preguntó el semielfo cuando empezaron a ascender.

El enano hizo un alto para orientarse y señaló hacia el este.

—Por allí, al otro lado de esa montaña. Si han ido en esa dirección no llegarán muy lejos. Supongo que nos hemos preocupado sin razón.

—¿No hay un paso por allí?

—¡Utiliza los ojos, muchacho! ¿Acaso ves un paso?

Tanis sacudió la cabeza y después sonrió.

—Tampoco veo un paso en esta dirección.

—¡Ah, pero eso es porque no eres un enano! —sentenció Flint antes de reanudar el ascenso.

* * *

Caramon, Sturm y Raistlin se encontraban en el fondo del valle y seguían una vereda apenas marcada, tan cubierta de vegetación que en ocasiones era impracticable y se veían obligados a entrar en el bosque para dar un rodeo. Sin embargo, por mucho que se alejaran de la vereda, Raistlin siempre los conducía de vuelta a ella indefectiblemente.

El arroyo que corría cerca de la zona del campamento serpenteaba a través del valle como una culebra reluciente y cortaba la vereda en varios puntos. Hasta ese momento, cada vez que habían tenido que cruzar el arroyo, el lecho estaba a poca profundidad y lo habían vadeado sin problemas. Habían llegado a un sitio en el que la corriente fluía con rapidez y era caudalosa y no podían cruzarla. Raistlin se encaminó hacia el norte siguiendo el curso del arroyo y, tras recorrer un tramo, encontraron un punto donde el agua les llegaba sólo a los tobillos.

Una vez que estuvieron en la otra orilla, el mago encabezó la marcha en dirección contraria hasta llegar de nuevo a la vereda.

—¿Cómo sabía dónde encontrar el vado? —preguntó Sturm en voz baja.

—Pura casualidad —contestó Caramon.

—Pues parece tener muchos de esos aciertos casuales —comentó el caballero, que miraba al mago con gesto adusto.

—Cosa que debería alegrarnos —masculló el guerrero—. De otro modo estaríamos dando vueltas por ahí, perdidos.

Caramon apretó el paso para alcanzar a su gemelo, que se había distanciado un buen trecho.

—¿No crees que deberías descansar, Raist? —le preguntó solícito cuando llegó a su lado. Le preocupaba el paso que estaba marcando su endeble gemelo. Llevaban horas caminando sin hacer un alto—. Realmente has hecho un gran esfuerzo esta mañana.

—No tenemos tiempo para descansos —dijo el mago, que apretó más el paso. Echó un vistazo al cielo—. Tenemos que estar allí al anochecer.

—¿Que tenemos que estar allí al anochecer? —repitió Caramon, desconcertado.

Raistlin pareció sentirse momentáneamente confuso; después desestimó la pregunta con un gesto de la mano.

—Tendrás…

Un ataque de tos lo interrumpió y lo dejó sin resuello, medio asfixiado.

Caramon se acercó a él y observó, sin poder hacer nada, que Raistlin se limpiaba los labios, estrujaba el pañuelo y se lo guardaba rápidamente en el bolsillo, aunque no antes de que el guerrero viera puntos tan rojos como la túnica del mago en la tela blanca.

—Vamos a parar —dijo Caramon.

Raistlin intentó protestar, pero le faltaba aliento para discutir. Alzando los ojos al sol, que todavía no había llegado a su cénit, cedió y se sentó con pesadez en el tronco de un árbol caído. Respiraba de forma trabajosa, con ásperos resuellos. Caramon quitó el tapón del odre de agua y, mientras se lo tendía a su hermano para que bebiera, advirtió que en la tez dorada de Raistlin había un rubor febril. Sabedor de que era mejor no mencionar aquello y temeroso de provocar la ira de su hermano, Caramon aprovechó la oportunidad al tenderle el odre para rozar con su mano la de él. Raistlin tenía siempre un calor en la piel que no parecía natural, pero a Caramon le dio la impresión de que estaba más caliente de lo que era habitual.

—Sturm, ¿podrías recoger un poco de leña? Quiero encender una lumbre —pidió el guerrero—. Te prepararé la infusión, Raist. Tú puedes dar una cabezada.

El mago le lanzó una mirada que lo hizo enmudecer.

—¡Una cabezada! —repitió Raistlin con mordacidad—. ¿Crees que esto es una excursión kender, hermano?

—No —contestó Caramon en tono desdichado—. Es sólo que te…

Raistlin se puso de pie. En las profundidades de la capucha sus ojos centellearon.

—Adelante, Caramon, prepara una lumbre. Tú y el caballero podéis disfrutar de una comida campestre. Podrías ir de pesca y a lo mejor capturas una trucha. Cuando hayáis terminado, quizá consideréis la idea de alcanzarme. —Señaló con el bastón sus huellas en la nieve—. No tendréis problemas para seguirme el rastro.

Empezó a toser, pero se las arregló para sofocar la tos en la manga de la túnica. Luego se apoyó en el bastón y echó a andar.

—Por los dioses y por un céntimo de cobre doblado que yo sí me iría a pescar —manifestó Sturm con vehemencia—. ¡Deja que se vaya y acabe en las tripas de un lobo hambriento!

Caramon no se molestó en contestar y se limitó a recoger en silencio su equipaje y el de su gemelo antes de echar a andar tras él.

—Por un céntimo de cobre doblado —masculló Sturm.

Puesto que no había nadie por allí para que le ofreciera un incentivo, el caballero recogió su equipo y los siguió, torvo el gesto.

* * *

Tanis no se sorprendió en absoluto cuando Flint dio con la antigua senda enana, oculta a la vista y cortada en la piedra de la falda de la montaña. Flint había avanzado sin quitar ojo del suelo ni de las paredes rocosas; buscaba señales que sólo él era capaz de ver, marcas secretas dejadas por su pueblo, que había vivido en las Kharolis y en sus aledaños desde el principio de los tiempos, cuando Reorx, el dios de los enanos, había forjado el mundo.

El semielfo, sin embargo, fingió sorprenderse y juró que tenía la seguridad de que se habían perdido sin remedio. Flint enrojeció, enorgullecido, si bien se comportó como si no hubiese hecho nada del otro mundo. Tanis observó el trazado del sendero, que se extendía ante ellos sinuoso, serpenteando a través de la cara de la montaña.

—Es estrecho —dijo, pues pensaba en los refugiados que quizá tendrían que utilizarlo—. Y empinado.

—Lo es, sí —convino el enano—. Está pensado para que lo recorran pies enanos, no humanos. —Señaló al frente—. ¿Ves esa brecha en la pared, más adelante? Allí es donde conduce el sendero. Así es como cruzamos las montañas.

Desde luego la brecha era angosta y tenía la forma casi perfecta de una «V». Tanis no sabía lo ancha que era realmente, ya que se hallaba a cierta distancia, pero desde la ventajosa posición en la que estaba calculó que dos humanos que caminaran por ella hombro con hombro entrarían muy justos. En el sendero en el que se encontraba cabrían un par de humanos en algunos tramos, pero saltaba a la vista que en otros sitios habría que caminar en fila, de uno en uno.

Flint y él habían ido subiendo sin parar desde que habían dejado atrás las estribaciones. A un lado del sendero se alzaba el respaldo sólido de la montaña, en tanto que en el otro había un gran precipicio. Atravesar semejante terreno no inquietaba lo más mínimo a los enanos. Flint afirmaba que mientras tuviesen roca bajo los pies, las botas enanas no resbalaban. Tanis imaginó a Goldmoon —a la que aterraban las alturas— recorriendo ese sendero y por un instante deseó creer en esos dioses recién encontrados para así rogarles que ahorraran a la mujer y a los demás la necesidad de realizar ese terrible viaje. Tal como estaban las cosas, sólo quedaba la esperanza y él no tenía mucha.

Los dos continuaron y la marcha se fue haciendo más lenta porque, si bien el enano caminaba con seguridad por el sendero, Tanis tenía que ir con más cuidado. Por suerte, la montaña había resguardado el sendero de la nieve y no estaba helado. Aun así, el semielfo tenía mucho cuidado en mirar dónde pisaba y, aunque la altura no le impresionaba, cada vez que echaba una ojeada por el borde del precipicio notaba que ciertas partes del cuerpo se le encogían.

Al final de la tarde, Flint y él llegaron a la brecha, que resultó ser tan angosta y difícil de cruzar como le había parecido desde lejos.

—Acamparemos aquí para pasar la noche, donde las paredes nos resguardarán del viento —dijo el enano—. Cruzaremos por la mañana.

Mientras Tanis buscaba el sitio menos malo para pasar una fría noche en una garganta sembrada de piedras, Flint se puso en jarras y contempló con los labios fruncidos el pico que se erguía, imponente, sobre ellos. Finalmente, tras un largo y detenido examen, gruñó con satisfacción.

—Justo lo que me imaginaba —dijo—. Tenemos que dejar una señal a Riverwind.

—He ido dejando señales, ya lo has visto —comentó el semielfo—. No le será difícil encontrar el sendero.

—No es el sendero lo que quiero indicarle. Ven y echa un vistazo. —Flint señaló un gran pedrusco—. ¿Qué te parece eso, muchacho?

—Una roca. Como cualquier otra de las que hay por aquí.

—Ajá. Pero no lo es —dijo en tono triunfal el enano—. Ésa roca tiene vetas rojas y naranjas, mientras que las que hay alrededor son grises.

—Entonces será que ha caído rodando por la cara de la montaña. Hay montones de rocas y pedruscos sueltos ahí arriba.

—Ésa no cayó. Alguien la puso ahí. Bien, pues ¿por qué crees tú que alguien haría una cosa así? —Flint sonrió. Se estaba divirtiendo.

Tanis se limitó a sacudir la cabeza.

—Es una clave, una piedra angular —explicó Flint—. Quítala de ahí y se quitará esa otra roca, y esa roca quitará esa otra y antes de que te des cuenta todo el tinglado se te habrá venido encima.

—Así que quieres que advierta a Riverwind de que nadie toque esa roca —dijo Tanis.

—El frío te ha congelado los sesos, semielfo —repuso Flint con un resoplido—. Quiero que le adviertas que si alguien los persigue debe echarla abajo una vez que la gente haya cruzado y esté a salvo. Bloqueará el sendero.

—Traed picos, le avisaste —recordó Tanis la conversación de esa mañana. Observó pensativamente la enorme piedra y sacudió la cabeza—. Explicar algo tan complicado va a resultar difícil, a menos que se le deje una nota escrita. Deberías haberle comentado algo esta mañana.

—No estaba seguro de que la encontraría. Que yo supiera, si mi pueblo había dejado una piedra angular, cosa que a veces hace y a veces no, cabía la posibilidad de que ya se hubiera utilizado o que se hubiera desplomado por sí misma.

—Lo que habría significado que este paso habría sido impracticable —razonó Tanis—. Habríamos llegado hasta aquí para nada, a no ser que haya otra salida.

Flint se encogió de hombros.

—Por las señales dejadas por mi pueblo, éste es el único paso que hay. Y no había forma de saber si seguía abierto sin venir a comprobarlo nosotros mismos.

—Aun así, deberías haberle hablado de la piedra angular a Riverwind.

—Enseñarte esto ya es una deslealtad hacia mi pueblo, semielfo, pero lo que no pienso hacer es ir revelando secretos a un montón de humanos. —El enano echaba chispas por los ojos.

Iracundo, echó a andar y dejó a Tanis para resolver el problema. Finalmente, el semielfo cogió el pico de Flint y lo dejó junto a la piedra angular con la punta encarada a la roca. Cualquiera que se lo encontrara por casualidad pensaría que se les había caído o que lo habían dejado allí por descuido. Esperaba que Riverwind recordara que Flint había mencionado específicamente los picos y comprendiera que era una pista. Que llegara a la conclusión de que era una pista para bloquear el camino tras su paso si los iban persiguiendo ya era harina de otro costal.

Encontró a Flint cómodamente instalado entre las piedras y masticando unas tiras de tasajo de venado.

—Estaba pensando en lo que dijiste sobre los enanos compartiendo sus secretos con los humanos. En mi opinión, si todos fuéramos capaces de vernos como un «pueblo», éste sería un mundo mejor.

—¿Qué diablos rezongas, semielfo? —demandó Flint.

—Decía que es una lástima que no confiemos unos en otros.

—Ah, si confiásemos unos en otros entonces seríamos kenders —dijo Flint—. ¿Y dónde estaríamos en tal caso? Me voy a dormir. Haz tú la primera guardia.

El enano, terminada la cena, se arrebujó en una manta y se tumbó boca arriba entre las piedras.

Tanis se recostó contra una roca inclinada; incapaz de encontrar una postura cómoda, alzó los ojos hacia el cielo estrellado.

—Si no hay otra salida del valle, ¿cómo llegará Raistlin al Monte de la Calavera? —preguntó.

—Volando en su escoba, seguramente —rezongó Flint y dio un tremendo bostezo, retiró una piedra que se le clavaba entre los hombros, cerró los ojos y soltó un profundo suspiro de satisfacción—. Me siento como en casa —dijo mientras enlazaba los dedos de las manos sobre el pecho. Poco después estaba roncando.

* * *

Raistlin, Caramon y Sturm siguieron por la vereda a través del valle durante toda la tarde. Era como si el mago estuviera insuflado de una energía fuera de lo normal que le impedía descansar y lo obligaba a seguir adelante. Caramon insistió varias veces en que se pararan, pero fue una pérdida de tiempo porque Raistlin se sentaba sólo unos instantes y en seguida se ponía de pie y paseaba con impaciencia mientras sus ojos iban hacia el sol, que ya empezaba a descender en el cielo.

—El ocaso —era lo único que decía antes de echar a andar otra vez.

La parte boscosa del valle terminó y ante ellos apareció el paisaje despejado de la pradera. La vereda que habían seguido entre los árboles desapareció, pero Raistlin siguió adelante por la hierba ahora cubierta de nieve. Caminaba con la cabeza gacha y se apoyaba pesadamente en el bastón. No miraba a derecha ni a izquierda, sino que mantenía la vista fija en los pies, como si así volcara toda su voluntad en dar un paso tras otro. La otra mano la llevaba apretada contra el pecho y la respiración era una especie de matraqueo en sus pulmones.

Sturm esperaba que el mago se desplomara en cualquier momento. Sin embargo, sabía que no debía decir nada, consciente de que cualquier intento de hacer que Raistlin descansara tendría por respuesta una mirada enconada y una pulla sarcástica.

—Esto será la muerte de tu hermano —le advirtió a Caramon en voz baja.

—Lo sé —contestó el guerrero, preocupado—, pero no quiere parar. He intentado hablar con él, pero se pone furioso.

—¿Dónde va con tanta prisa? ¡Delante de nosotros sólo hay una sólida pared rocosa!

La pradera, uniforme, sin señales de rastros, se extendía unos cuatro kilómetros y acababa de golpe en una pared vertical de piedra que salía del suelo del valle. La pared rocosa formaba una especie de puente natural entre dos montañas

—Desde que dejamos la cobertura de los árboles y salimos a la pradera, hasta un enano gully ciego podría localizarnos.

Caramon admitió cuan acertado era ese comentario con un lento cabeceo y siguió caminando.

—Esto no me gusta, Caramon —continuó el caballero—. Aquí pasa algo muy raro. —Había estado a punto de decir que parecía que estuviera interviniendo algo maligno, pero se contuvo en el último momento por miedo a molestar al guerrero, que de nuevo se limitó a asentir con la cabeza sin dejar de caminar.

Sturm se paró para recuperar el aliento. Siguiendo con la mirada a los gemelos, sacudió la cabeza.

«Creo que Raistlin podría ordenar a Caramon que lo siguiera al Abismo y él lo haría sin dudarlo un instante», se dijo para sus adentros. La lealtad fraternal era digna de admiración, pero no debería ser ciega y caminar dando tumbos, sino ver con claridad por dónde iba. Caramon se volvió.

—Sturm, ¿vienes?

El caballero recogió el petate y echó a andar. La lealtad hacia los amigos era incuestionable.