6

Salida a hurtadillas

Ojos en el cielo

Día de colada

La mano de su hermano lo sacudió por el hombro y lo despertó.

—¡Guarda silencio! —susurró Raistlin—. ¡Y date prisa! ¡Quiero marcharme antes de que nadie se levante!

—¿Y qué pasa con el desayuno? —preguntó Caramon.

Raistlin le asestó una mirada de aversión.

—Bueno, tengo hambre —dijo el guerrero.

—Comeremos en el camino —contestó su hermano.

Caramon suspiró. Recogió las dos mochilas y el odre y salió de la cueva en pos de su hermano. El cielo estaba oscuro y cuajado de estrellas. El aire era frío y tan cortante que pinchaba al entrar en los pulmones. Había dejado de nevar a lo largo de la noche, poco después de alfombrar el suelo. No obstante, las nubes se acumulaban encima de las montañas; volvería a nevar antes de que acabara el día.

Solinari, la luna plateada, tenía forma de hoz en el cielo. Lunitari, la luna roja y diosa de la magia practicada por Raistlin, entraba en el último cuarto creciente. Su luz rojiza proyectaba sombras misteriosas en la nieve. El mago alzó los ojos hacia el astro y sonrió.

—La diosa alumbra nuestro camino hacia el alba —dijo—. Un buen augurio.

Caramon esperaba que su gemelo estuviera en lo cierto. Ahora, iniciado el viaje y comprometidos con el objetivo marcado, el guerrero deseaba alejarse de los demás lo antes posible. Por suerte, Raistlin tenía uno de sus días buenos. Apenas tosía y caminaba con agilidad y rapidez por la vereda.

Descendieron a buen paso por la ladera al fondo del valle y de allí se encaminaron hacia el sudeste. Al llegar a una zona arbolada se metieron entre los árboles y en seguida perdieron de vista el campamento y cualquier posible refugiado madrugador.

El guerrero respiraba más tranquilo cuando el tintineo de una armadura y un choque metálico hicieron que tirara los bultos al suelo y llevara la mano hacia su espada. Los dedos de Raistlin buscaron en un saquillo los ingredientes de conjuros.

Sturm Brightblade salió de las sombras enrojecidas de las ramas de los árboles y se plantó en el sendero, cerrándoles el paso.

Raistlin asestó a Caramon una mirada furiosa.

—¡No le dije nada, Raist! ¡De verdad! —dijo atropelladamente el guerrero.

—Tu hermano no me contó nada, Raistlin —confirmó el caballero—, así que no desahogues tu ira con él. En lo tocante a cómo me he enterado, no ha sido difícil. Te conozco desde hace muchos años, los suficientes para comprender que saldrías en busca de tus intereses sin importarte los demás ni pensar en ellos. Cuando abandonaste la reunión anoche sabía que te proponías partir a hurtadillas hacia el Monte de la Calavera.

—Entonces —repuso el mago, iracundo—, también deberías saber que no puedes impedírmelo, así que apártate a un lado y déjanos pasar a mi hermano y a mí. —Hizo una pausa y luego añadió—: Por bien de nuestra amistad no querría hacerte daño.

La mano de Sturm se desplazó hacia la empuñadura de la espada, pero no desenvainó el arma. Su mirada se desvió hacia Caramon y después volvió hacia su gemelo.

—No discuto que pongas en peligro tu vida, Raistlin. En realidad, no es un secreto que pienso que el mundo sería un lugar mejor sin estar tú en él, pero no es preciso que hagas que maten a tu hermano también.

—Caramon viene por decisión propia —repuso el mago con una sonrisa ambigua ante el candor del caballero—. ¿No es cierto, hermano?

—Raistlin dice que hemos de ir, Sturm —intervino el guerrero—. Dice que Flint y Tanis no podrán encontrar la puerta de Thorbardin sin la llave secreta que se encuentra en el Monte de la Calavera.

—Hay muchas cosas importantes por las que deberían conseguir entrar en Thorbardin, ¿no es cierto, Sturm Brightblade? —sugirió Raistlin con un ligero golpe de tos.

El caballero lo miró atentamente.

—Os dejaré ir con una condición —dijo luego, mientras soltaba la empuñadura de la espada y se apartaba a un lado—. Iré con vosotros.

Caramon se encogió al temer que su gemelo montaría en cólera.

En cambio, Raistlin dirigió a Sturm una mirada extraña, con los ojos entrecerrados.

—No veo inconveniente alguno en que el caballero nos acompañe —dijo después en voz queda—. ¿Y tú, hermano?

—No —contestó Caramon, asombrado.

—De hecho, podría serme de utilidad. —Raistlin empujó al caballero para pasar y siguió por la vereda que conducía a través del bosque.

Sturm recogió un petate que, por el ruido metálico que salía de él, debía de guardar la mayor parte de su armadura. Llevaba puestos el yelmo y el peto, con la rosa y el martín pescador, símbolo de la orden de caballería de Solamnia; el resto lo cargaba en el petate.

—¿Lo sabe Tanis? —preguntó Caramon en voz baja cuando Sturm lo alcanzó en la vereda.

—Lo sabe. Lo hice partícipe de mi sospecha de que Raistlin se marcharía por su cuenta —contestó Sturm mientras se colocaba el petate en una postura más cómoda sobre el hombro.

—¿Le… eh… dijo algo Tika?

—Así que se lo dijiste a ella —dijo el caballero con una sonrisa—, pero no se lo contaste a Tanis.

Caramon se sonrojó hasta la raíz del cabello.

—No iba a decírselo a nadie, pero Tika me… acorraló. ¿Está muy enfadada? —preguntó, entristecido.

Sturm no contestó y se atusó el largo bigote, que era la forma que tenía el caballero de no entrar en un tema desagradable. Caramon suspiró y sacudió la cabeza.

—Me sorprende que Tanis no intentara detener a Raistlin.

—Cree que hay algo de verdad en las afirmaciones de tu hermano, aunque no quiso decirlo delante de Hederick. Si conseguimos hallar la llave de las puertas de Thorbardin y si encontramos las puertas a tiempo, hemos de hacérselo saber de inmediato.

—¿Y cómo sabremos dónde buscarlo? —inquirió el guerrero—. Va a estar de caminata por las montañas con Flint.

Sturm dirigió una mirada penetrante a Caramon.

—Es interesante que a Raistlin no se le ocurriera preguntar eso a Tanis, ¿verdad? Sospecho que su plan es buscar Thorbardin él mismo si da con la llave. ¿Qué crees tú que anda buscando en el Monte de la Calavera?

—Eh… No lo sé —contestó Caramon, con los ojos clavados en el suelo cubierto de nieve—. No me lo había planteado.

—No —dijo Sturm en voz baja mientras le lanzaba una mirada penetrante—. Supongo que no te lo plantearías.

—¡Raist dice que vamos a ayudar a los refugiados! —arguyó el guerrero, a la defensiva, y Sturm gruñó.

—¿Cómo sabe dónde va? —preguntó luego en voz baja—. ¿Cómo es que conoce el camino? ¿O es que vamos a deambular a la aventura por ahí?

Caramon observó a su gemelo, que caminaba con seguridad por la vereda entre los árboles. El mago iba ahora más despacio y de vez en cuando tanteaba con la punta del bastón en el suelo, como haría un ciego, y, sin embargo, no daba la impresión de que se hubiera perdido. Avanzaba con determinación y cuando se paraba para mirar a su alrededor lo hacía sólo con brevedad y en seguida reanudaba la marcha.

—Dice que conoce un camino, un camino secreto. —Al advertir la expresión de Sturm añadió—: Raist sabe muchas cosas. Lee libros.

Nada más haber hablado, Caramon lamentó haberlo hecho porque le hizo pensar en algo que no le gustaba —el libro de encuadernación azul oscura— y rechazó el recuerdo rápidamente. Si Raistlin había encontrado indicaciones en el libro que había pertenecido a un malvado hechicero, él no quería saberlo.

—A lo mejor se lo dijo Flint —sugirió el guerrero, y la posibilidad de que hubiese sido así lo alegró—. Sí, eso es. Flint tiene que habérselo dicho.

Sturm sabía que era inútil señalar lo obvio: Flint no le diría a Raistlin ni la hora que era. Caramon llevaba tantos años engañándose a sí mismo con respecto a su hermano que no vería la verdad ahora ni aunque le diera una patada en el trasero.

Unos pasos por delante de los otros, Raistlin sabía perfectamente que su hermano y el caballero hablaban de él. Incluso sabía sobre qué hablaban. Podría haber citado palabra por palabra las frases de cada uno de ellos. Le daba igual. Si el caballero lo difamaba, Caramon lo defendería. Él lo defendía siempre. A veces, Raistlin se sorprendía a sí mismo deseando que Caramon sacara a relucir un poco de carácter y le hiciera frente, que lo desafiara. Entonces razonaba que si tal cosa ocurría Caramon dejaría de serle útil y todavía lo necesitaba. Llegaría el día en el que podría vivir sin depender de su hermano, pero por ahora no. Todavía no.

El mago echó una mirada de soslayo por encima del hombro a los dos hombres: su hermano cargado como una acémila y Sturm Brightblade, el caballero venido a menos, a cuestas por el mundo con su nobleza dentro de un petate.

«¿Por qué habrá querido venir? —se preguntó Raistlin, intrigado—. ¡Desde luego, al noble caballero no le preocupa la suerte que pueda correr yo! Finge estar preocupado por Caramon, pero sabe perfectamente que mi hermano es un guerrero experimentado que sabe cuidar de sí mismo. Sturm tiene alguna razón propia para acompañarnos. Me pregunto qué será… ¿Por qué se muestra tan interesado en el Monte de la Calavera? En realidad ¿por qué me interesa tanto a mí?», se planteó Raistlin.

No sabía la respuesta a eso.

El mago se quedó plantado en medio del sendero, obstruyéndoles el paso a los otros dos, y escudriñó la pared rocosa de la montaña. Buscaba la imagen que todavía era borrosa en su mente, pero que se iba haciendo más clara y más precisa a cada paso que daba. Sabía lo que estaba buscando… O, más bien, lo sabría cuando lo viera. Sabía un camino secreto que llevaba al Monte de la Calavera, pero aún no lo conocía. Había recorrido ese camino antes y jamás había puesto los pies en él. Había estado allí y no había estado. Había hecho todo aquello sin hacerlo.

El día del ataque del dragón en la arboleda, Raistlin estaba escribiendo un nuevo conjuro en su libro de hechizos cuando de repente el cálamo, aparentemente por voluntad propia, se había puesto a garabatear las palabras «Monte de la Calavera» sobre la página.

Raistlin había mirado de hito en hito aquellas palabras, el cálamo y la mano con la que lo sujetaba. Tras romper la página estropeada había intentado anotar de nuevo el encantamiento. Por segunda vez, la pluma había escrito el mismo nombre. Raistlin había arrojado lejos de sí el cálamo mientras rebuscaba en su mente hasta recordar, por fin, dónde había oído ese nombre y relacionado con qué y con quién.

Fistandantilus. El Monte de la Calavera era la tumba del hechicero.

Un escalofrío desagradable le había recorrido todo el cuerpo al tiempo que sentía un hormigueo en la sangre, como si le estuviera entrando fiebre. No lo había pensado hasta ese momento, pero el Monte de la Calavera tenía que hallarse cerca de donde estaban acampados. ¡Las maravillas que podría encontrar allí! Artefactos mágicos de la antigüedad, los libros de encantamientos del hechicero, iguales al que ya tenía en su poder.

Ésa sería su recompensa, pero Raistlin tenía la incómoda sensación de que alguien lo estaba guiando hacia el Monte de la Calavera por razones más oscuras y siniestras. De ser así —y tal era la razón de que hubiese decidido admitir a Sturm en el grupo— ya se enfrentaría a ello llegado el momento.

Sturm Brightblade era un mojigato arrogante e insufrible que no meaba sin antes rezar por ello. Aun así, era un diestro espadachín. Quizás el Monte de la Calavera sólo era un montón de antiguas ruinas, como les había dicho a los demás en la asamblea la noche anterior.

Ni siquiera él mismo lo creía.

* * *

—Así que Raistlin ha ido al Monte de la Calavera —dijo Flint, que añadió con acritud—: Pues… ¡adiós muy buenas! Pero ha llevado a dos buenos hombres, Caramon y Sturm, a su muerte.

—Esperemos que las cosas no lleguen a eso —deseó Tanis—. ¿Estás listo?

—Todo lo listo que puedo estar —rezongó el enano—. Pero quiero hacer constar que todo esto es una pérdida de tiempo. Si damos con las puertas, cosa que dudo, los enanos no las abrirán para nosotros jamás. Si las abren, no nos dejarán entrar. Los corazones de los clanes de Thorbardin son duros y fríos como la misma montaña. La única razón de que vaya, semielfo, es para tener la oportunidad de decir: «¡Te lo dije!».

—Son tantas las cosas que están cambiando en el mundo que quizá los corazones de los enanos han cambiado también —sugirió Tanis.

Flint soltó un sonoro resoplido y continuó haciendo el equipaje. Dejó que Tanis se encargara de apaciguar al kender, que se mostraba tremendamente defraudado.

—¡Por favor, por favor, por favor, Tanis, déjame ir! —suplicaba Tasslehoff. Estaba sentado en una silla, la misma a la que lo habían atado hacía poco, y daba patadas contra las patas—. Es justo y lo sabes. Después de todo, vas a utilizar uno de mis mejores mapas.

—¡Que le llevemos, dice! —rezongó Flint desde el otro lado de la cueva—. Nos dejarían fuera otros trescientos años. Los enanos nunca permitirían entrar a un kender en la montaña.

—Creo que sí lo harían —argumentó Tas, anhelante—. Después de todo, los enanos y los kenders estamos emparentados.

—¡No es cierto! —bramó Flint.

—Pues claro que sí —discutió Tas—. Al principio éramos gnomos, luego apareció la Gema Gris y los gnomos intentaron atraparla y ocurrió algo, ahora no me acuerdo qué, y Reorx convirtió a algunos gnomos en enanos y a otros en kenders, así que, ya ves, somos primos hermanos, Flint.

El enano empezó a farfullar.

—¿Por qué no me esperas fuera? —le pidió Tanis.

Flint lanzó una mirada furibunda a Tas y después recogió su mochila y salió pisando fuerte.

—Por favor, Tanis —imploró el kender, que lo miraba con ojos suplicantes—. Sabes que me necesitas para evitar que te metas en líos.

—Aquí te necesito mucho más, Tas —adujo el semielfo.

—Eso sólo lo dices por decir. —El kender sacudió la cabeza con aire abatido.

—Estando ausentes Sturm, Caramon y Raistlin, cuando nos marchemos Flint y yo ¿quién va a cuidar de Tika y de Laurana? Y de Riverwind y Goldmoon.

Tas reflexionó sobre ello.

—Riverwind tiene a Goldmoon. Laurana tiene a Elistan… ¿Qué pasa, Tanis? ¿Te duele el estómago?

—No, qué va a dolerme el estómago —repuso el semielfo, irritado. No sabía por qué la mención de Laurana y Elistan tenía que ponerlo de mal humor. Al fin y al cabo, lo que hicieran no era de su incumbencia.

—Es que has puesto ese gesto que tiene la gente cuando les da dolor de…

—¡He dicho que no me duele el estómago! —gritó Tanis.

—Pues mejor así —comentó Tas—. No hay nada peor que un dolor de estómago cuando se emprende un largo viaje. Tienes razón. Estando fuera Caramon, Tika no tiene a nadie. Me quedaré para cuidar de ella.

—Gracias, Tas. Me has quitado un peso de encima.

—Será mejor que vaya a buscarla ahora mismo —añadió Tas, encantado con su nueva responsabilidad—. A lo mejor está en peligro.

A decir verdad, el que corría peligro era el kender. Tika no se levantaba nunca antes del mediodía si podía evitarlo y justo en ese momento el día estaba rompiendo. Tanis no quería imaginar lo que le podía ocurrir al pobre Tas cuando irrumpiera en la cueva y la despertara a esa hora tan temprana.

Tanis encontró a Riverwind y a Goldmoon esperándolo. La mujer le dio un suave beso.

—Pediré a los dioses que te acompañen, Tanis —dijo y añadió con una sonrisa traviesa—: tanto si quieres que vayan contigo como si no.

Tanis esbozó una mueca un tanto tímida y se rascó la barba. No sabía qué decir y, para cambiar de tema, se volvió hacia Riverwind.

—Gracias por aceptar tomar el mando de la gente, amigo mío —le dijo—. Sé que no ha sido una decisión fácil y tampoco lo será la tarea que te espera, me temo. ¿Sabes lo que hay que hacer si atacan el valle?

—Lo sé. —Riverwind tenía una expresión sombría, si bien agregó en voz queda—: Los dioses están con nosotros. Confiemos en que ese ataque no se produzca.

«Los dioses están más con Verrninaard que con nosotros —pensó el semielfo con amargura—. Lo trajeron de vuelta a la vida».

Sin embargo, se limitó a asentir con la cabeza y, mientras estrechaba la mano a Riverwind, volvió a recordarle la ubicación del lugar en el que habían acordado reunirse, un poblado de enanos gullys al mismo pie de la montaña donde Flint decía que podría encontrarse la puerta a Thorbardin.

A regañadientes y sólo después de muchos esfuerzos para persuadirlo, el enano reveló la existencia de ese poblado. Se negó a decir cómo sabía que estaba allí, pero Tanis sospechaba que había sido allí donde el viejo enano había sido capturado por los gullys unos cuantos años atrás y lo habían tenido prisionero. Flint nunca había querido hablar de los detalles de aquella experiencia horrenda y traumática.

Riverwind señaló el mapa enrollado que llevaba metido debajo del cinturón. Lo había dibujado la noche anterior con las indicaciones de Flint y consultando uno de los mapas de Tasslehoff.

—Sé dónde está situado el poblado —dijo—. Se encuentra al otro lado de las montañas y, por ahora, no hay forma de cruzar esa cordillera.

—Hay un paso —afirmó, impasible, Flint.

—No dejas de repetir eso, pero mi gente ha rastreado el área y no ha encontrado la menor señal de que lo haya.

—¿Tus exploradores son enanos? Cuando lo sean, vuelve y hablaremos —rezongó Flint. Colgados de un correaje a la espalda llevaba el hacha de guerra y el zapapico y se ajustó las armas hasta encontrar una postura más cómoda, tras lo cual dirigió una mirada ceñuda a Tanis—. Si vamos a marcharnos, más vale que nos pongamos en camino y nos dejemos de cháchara.

—Bien, pues, nos vamos. Iremos marcando el camino para que lo sigáis si tenéis que hacerlo. Espero que…

Enmudeció en mitad de la frase cuando un escalofrío de miedo le estrujó las entrañas. Se le puso piel de gallina y el vello de la nuca se le erizó. Las viejas comadres habrían dicho que alguien caminaba sobre su tumba. Goldmoon había empalidecido y la respiración de Riverwind, que tenía prietos los puños, era agitada. Flint sacó el hacha y buscó al enemigo, pero la sensación pasó sin que hubiese aparecido enemigo alguno.

—Dragones —dijo el enano, sombrío.

—Están ahí arriba —convino Goldmoon con un escalofrío, y se arrebujó en la capa—, observándonos.

Riverwind tenía la cabeza echada hacia atrás y escudriñaba el cielo. Tanis hizo otro tanto, pero ninguno de los dos consiguió divisar nada en el pálido azul del alba. Los dos hombres se miraron y comprendieron que ambos habían adivinado lo que pasaba.

—Tanto si los vemos como si no, están ahí arriba. Haz que la gente esté preparada, Riverwind. Si surgen problemas, no dispondréis de mucho tiempo para huir.

Tanis se entretuvo un poco más buscando alguna frase de esperanza o de consuelo. No se le ocurrió nada que decir. Recogió la mochila y el enano y él echaron a andar por la vereda que conducía pendiente abajo. El enano se detuvo un instante y se giró hacia atrás.

—¡Traed picos! —gritó.

—¡Picos! —repitió Riverwind, fruncido el entrecejo—. ¿Es que quiere que nos abramos camino al interior de la montaña a golpe de pico? Esto no me gusta. Empiezo a pensar que me equivoqué al tomar esta decisión. Nuestro pueblo debería haber partido sin otra compañía.

—Tus razones para tomar esta decisión eran acertadas, esposo. Ni siquiera los guerreros que-kiris se opusieron cuando les comunicaste tu decisión. Tienen suficiente sentido común para darse cuenta de que un grupo numeroso da más seguridad. No empieces a cuestionar tus decisiones. El jefe de tribu que mira hacia atrás mientras camina hacia adelante tropezará y caerá. Es lo que decía mi padre.

—¡Otra vez a vueltas con tu padre! —replicó Riverwind, furioso—. ¡No siempre tomó decisiones acertadas! Fue él quien ordenó a la gente que me lapidara ¿o es que te has olvidado de eso, Hija de Chieftain?

Echó a andar y dejó a Goldmoon, que no salía de su asombro, siguiéndolo con la mirada.

—No lo dijo en serio —la tranquilizó Laurana, que subía por la ladera y se paró a su lado—. Lo siento, no pude evitar oír lo que hablabais. Está preocupado, eso es todo. Carga con una gran responsabilidad.

—Lo sé. —Goldmoon suspiró con tristeza—. Y me temo que no soy precisamente una ayuda. Tiene razón. No tendría que compararlo cada dos por tres con mi padre. Mi intención era aconsejarlo, nada más. Mi padre era un hombre sabio y un buen jefe. Cometió un error, pero eso fue porque no entendía la situación. —Miró de nuevo a su esposo y suspiró otra vez.

»Lo amo muchísimo y, sin embargo, parece que le hago más daño del que le haría a mi peor enemigo.

—El amor nos da un poder mayor para hacer daño que el que da el odio —susurró Laurana.

Dirigió la vista hacia Flint y Tanis, unas formas imprecisas en el plomizo amanecer que descendían hacia el valle.

—¿Viniste a decirle adiós a Tanis? —preguntó Goldmoon al observar que la mirada de la joven los seguía.

—Pensé que querría despedirse de mí —contestó Laurana—. Esperé, pero no vino. —Se encogió de hombros—. Por lo visto le da igual.

—No le da igual, Laurana —la contradijo Goldmoon—. He visto cómo te mira. Lo que pasa es que… —Vaciló.

—No puedo competir con el recuerdo de una rival —dijo la elfa con amargura—. Kitiara siempre será perfecta para él. Sus besos siempre sabrán más dulces. No está aquí y no puede decir o hacer mal algo. Así es imposible que yo gane.

Goldmoon estaba impresionada con el comentario de la elfa. Competir con un recuerdo. Eso era lo que ella le estaba obligando a hacer a Riverwind. No era extraño que se sintiera molesto. Fue en su busca para disculparse, cosa que, al estar recién casados, sabía que un tierno «lo siento» sería bien acogido.

Laurana se quedó allí, con la mirada prendida en Tanis.

* * *

—¡Hola, Tika! —Tas apartó la mampara y entró en la cueva; sólo entonces recordó que tendría que haber llamado antes—, ¿no has sentido un escalofrío por todo el cuerpo hace unos segundos? Yo sí. ¡Era un dragón! ¡Pensé que más valía que me viniera de prisa para protegerte! ¡Ay! —gritó al tropezar con un bulto en la oscuridad… ¿Tika?— El kender tanteó con la mano. —¿Éste bulto eres tú?

—Sí, soy yo. —A juzgar por el tono, no parecía muy contenta.

—¿Qué haces sentada a oscuras?

—Pensar.

—¿Pensar en qué?

—En que Caramon Majere es el tonto más grande que hay en el mundo. —Hubo una pausa y después la joven añadió—: Se ha marchado al Monte de la Calavera con su hermano, ¿verdad?

—Supongo que sí. Es lo que dijo Tanis.

—¡Mandé a Sturm a que hablara con Tanis para que no lo dejara marcharse! —Tika le asestó una mirada feroz—. ¿Por qué no se lo han impedido?

—Tanis cree que podría haber algo importante en el Monte de la Calavera. En cuanto a Sturm, no lo sé —explicó el kender mientras se sentaba al lado de Tika, en la oscuridad. Suspiró, anhelante—. El Monte de la Calavera. ¿No te parece un sitio absolutamente maravilloso con ese nombre?

—Me parece espantoso. Es una trampa —dijo Tika.

—¿Una trampa? ¡Ahora querría haber ido con ellos! ¡Me encantan las trampas! —Tas estaba desconsolado.

—No esa clase de trampas —aclaró la joven, desdeñosa—. Significa que Raistlin conduce a Caramon hacia una encerrona. He estado despierta toda la noche pensando en ello. Raistlin va debido a ese horrible hechicero antiguo, ese Fistandelano o como quiera que se llame. Caramon me contó todo sobre él y sobre ese maligno libro suyo, el mismo que sacó Raistlin a hurtadillas de Xak Tsaroth. El hechicero era un hombre malvado y ese sitio es un lugar siniestro. Raistlin lo sabe, pero no le importa. Va a conseguir que maten a Caramon.

—¡Un sitio siniestro que pertenece a un hechicero malvado y que está lleno de trampas! —Tas suspiró con anhelo—. Si no le hubiese hecho a Tanis la solemne promesa de quedarme para protegerte, Tika, me iría allí ahora mismo.

—¡Protegerme! —La joven estaba indignada—. No hace falta que me protejas. Nadie tiene que hacerlo. El que necesita protección es Caramon. Tiene menos sentido común que un chotacabras. Alguien debe advertirle sobre ese hermano suyo. Tanis no lo hará, así que supongo que me tocará a mí.

Tika apartó la manta que tenía echada sobre los hombros. La luz iba aumentado en la cueva de minuto en minuto y ahora el kender pudo ver que la joven estaba vestida para viajar, con pantalón y camisa de hombre y un chaleco que a Tas le resultaba muy parecido al que Flint había tenido una vez. Tas recordaba que el enano había protestado porque no lo encontraba. ¡De hecho, le había acusado a él de habérselo llevado!

La espada que Tika no sabía muy bien cómo utilizar estaba encima de la mesa, junto a su escudo; ése sí que sabía cómo usarlo, aunque no exactamente del modo para el que estaba pensado un escudo. Éste tenía una mella donde lo había golpeado contra la cabeza de un draconiano. Tas empezó a saltar con entusiasmo.

—¡Tanis me hizo prometerle solemnemente que te protegería, así que si tú vas al Monte de la Calavera, entonces tengo que ir contigo!

—No voy al Monte de la Calavera. Voy a encontrar a Caramon y a impedirle que vaya allí. Mi idea es hacer entrar en razón a ese cabeza de chorlito.

—Creo que sería más fácil enfrentarse a un hechicero malvado en el Monte de la Calavera que conseguir que Caramon tenga un poco de sentido común —opinó el kender.

—Seguramente tienes razón, pero he de intentarlo. —Tika cogió la espada para ceñírsela a la cintura—. ¿Hace mucho que se han ido?

—Antes de que amaneciera, pero Raistlin camina bastante despacio. Podremos alcanzarlos…

—¡Chitón! —advirtió la muchacha.

Alguien se acercaba a la mampara de la entrada. La luz del sol brillaba en el cabello rubio.

—¡Laurana! —gimió Tika en un susurro y se apresuró a dejar de nuevo la espada sobre la mesa—. ¡Ni una palabra, Tas! ¡Querrá impedírnoslo!

—¡Estás despierta! —dijo la elfa al entrar en la cueva. Se paró, sorprendida, al ver el atuendo de Tika—. ¿Por qué vas vestida así?

—Yo… eh… Voy a lavarme la ropa —contestó la joven humana—. Toda.

—¿Pensabas lavar también la espada? —inquirió Laurana con sorna.

Tika se ahorró tener que decir otra mentira, ya que la elfa siguió hablando.

—Estás de suerte. Tendrás compañía, porque Maritta ha decidido que hoy sea día de colada. Todas las mujeres van a lavar las prendas de vestir y la ropa de cama al arroyo. Tas, échanos una mano. Coge esas mantas…

Tas miró angustiado a Tika. La joven se encogió de hombros, impotente. No se le ocurría nada para salir airosa del atolladero.

El kender, que se tambaleaba bajo el peso de las mantas, iba hacia la boca de la cueva cuando Tika lo agarró.

—Nos escabulliremos cuando las mujeres vayan a comer —susurró—. ¡No me pierdas de vista! ¡Cuando haga una señal, ven corriendo!

—No te preocupes porque se retrase el viaje —musitó el kender—. Será fácil seguir el rastro de los enormes pies de Caramon, además de que Raistlin camina muy, muy despacio.

Tika fue en pos de Tas y de Laurana por el sendero que bajaba al arroyo. Sólo le quedaba esperar que el kender tuviera razón.