El mandato de Raistlin
El ultimátum de Tika
Caramon hace una elección
Fistandantilus. Caramon conocía ese nombre. Se había puesto tenso al oír al enano pronunciarlo y siguió tenso durante el resto de la reunión; perdió completamente el hilo de la discusión que se desarrolló a continuación. Estaba recordando una conversación con su gemelo en la ciudad en ruinas de Xak Tsaroth.
Raistlin le había dicho que entre el tesoro del dragón de esa condenada ciudad había un libro de hechizos de inmenso valor. Si conseguían derrotar al dragón, Raistlin le había ordenado a Caramon que buscara ese libro y se hiciera con él para dárselo después.
—¿Cómo es? —le había preguntado a su hermano.
—Es como mi libro de encantamientos, sólo que en lugar de estar encuadernado en pergamino, lo está en piel azul oscuro y las runas son de color plateado. Cuando lo toques, notarás un frío sobrenatural —le había dicho Raistlin.
—¿Qué dicen las runas? —Caramon desconfiaba del encargo. No le había gustado la forma en la que su hermano había descrito el libro.
—Será mejor que no lo sepas… —Raistlin había esbozado una sonrisa para sí mismo, una sonrisa misteriosa.
—¿A quién pertenecía ese libro?
Aunque Caramon no era mago sabía muchas cosas sobre la forma de actuar de los hechiceros al haber estado siempre cerca de su gemelo. La posesión más valiosa de un mago era su libro de hechizos, recopilados a lo largo de una vida de trabajo. Escrito en el lenguaje de la magia, cada conjuro se apuntaba con todo detalle y con las palabras precisas, junto con anotaciones sobre la correcta pronunciación de cada vocablo, la inflexión y la entonación exactas, qué gestos debían utilizarse y qué ingredientes podrían hacer falta.
—Tú nunca has oído hablar de él, hermano —le había dicho Raistlin a Caramon tras uno de aquellos raros lapsus en los que parecía estar mirando dentro de sí mismo, aparentemente buscando algo perdido—. Y, no obstante, fue uno de los hechiceros más notables que haya existido. Se llamaba Fistandantilus.
Caramon se había sentido reacio a hacer la siguiente pregunta, temeroso de la respuesta que podría recibir. Al rememorarlo ahora, se dio cuenta de que había sabido con exactitud lo que iba a oír. Ojalá no hubiera abierto la boca.
—Ése Fistandantilus… ¿vestía la Túnica Negra?
—¡No me hagas más preguntas! —Raistlin se había enfadado—. ¡Eres tan desconfiado como los demás! ¡Ninguno de vosotros me comprende!
Pero Caramon comprendía. Lo había comprendido entonces. Lo comprendía ahora… o eso creía. El hombretón esperó hasta que la asamblea empezó a disolverse y entonces se acercó a su gemelo.
—Fistandantilus —dijo en voz baja mientras miraba alrededor para estar seguro de que nadie fuera a oírlos por casualidad—. Ése es el nombre del hechicero perverso… Ése a quien pertenecía el libro que encontraste…
—Sólo porque un mago lleve la Túnica Negra no lo convierte en malvado —repuso Raistlin con un gesto impaciente—. ¿Por qué nunca te entra esa idea en tu dura cabezota?
—De cualquier forma —dijo el guerrero, que no quería tener otra discusión porque lo dejaban confuso y embarullado—, me alegro de que Tanis y Flint decidieran no ir a ese sitio, ese Monte de la Calavera.
—¡Son unos imbéciles, todos ellos! —dijo Raistlin, que echaba chispas—. Ya puestos, Tanis podría usar la cabeza del enano para llamar en la ladera de la montaña, para lo que les va a servir. Nunca encontrarán el modo de entrar en Thorbardin. ¡El secreto está en el Monte de la Calavera!
Le sobrevino un ataque de tos y el mago tuvo que dejar de hablar.
—Te estás excitando demasiado —dijo Caramon—. Eso no te conviene.
Raistlin sacó el pañuelo y se lo llevó a los labios. Inhaló entrecortada, trabajosamente, dos veces. El ataque cedió y el mago posó la mano en el brazo de su hermano.
—Ven conmigo, Caramon. Tenemos mucho que hacer y muy poco tiempo para hacerlo.
—Raist… —A veces, Caramon era capaz de leerle la mente a su hermano y eso fue lo que ocurrió en ese momento, que supo exactamente lo que se proponía hacer Raistlin. El hombretón intentó protestar, pero los ojos de su hermano se entrecerraron de manera alarmante y Caramon se tragó las palabras.
—Vuelvo a nuestro habitáculo —dijo fríamente Raistlin—. Tú decides si vienes o no conmigo.
Dicho esto echó a andar a buen paso y Caramon lo siguió, aunque más despacio.
Raistlin llevaba tanta prisa y su gemelo iba tan decaído que ninguno de los dos reparó en que Sturm caminaba detrás.
* * *
Mientras se celebraba la reunión, Tika Waylan permaneció en la cueva que compartía con Laurana intentando peinar la enredada mata de rizos pelirrojos. Tika se había sentado en una pequeña banqueta que Caramon había hecho para ella, a la luz de una vela, y se esforzaba por deshacer un nudo en un mechón donde el peine de madera se había quedado atascado. Podía intentar desenredarlo suavemente, como Laurana le había enseñado, pero ella tenía muy poca paciencia. Antes o después le daría un tirón al peine y arrastraría el nudo y un puñado de cabellos con él.
La manta que la joven había utilizado como puerta improvisada para tapar la entrada se abrió y una ráfaga de aire y un remolino de copos de nieve precedieron a Laurana, que entró con un farol en la mano. Tika alzó la cabeza.
—¿Qué tal ha ido la reunión?
Cuando se habían conocido en Qualiniesti, Tika se había quedado impresionada con Laurana. Las dos no podían ser más distintas. Laurana era hija de un monarca, mientras que Tika era hija de un ilusionista a tiempo parcial y ladrón a jornada completa. Laurana era una elfa, una princesa.
Tika había crecido como una salvaje gran parte de su vida. Habiéndole tomado el gusto a robar ella también, había cometido delitos. Otik Sandhal, propietario de la posada El Último Hogar, en Solace, se había ofrecido a adoptar a la huérfana y le había dado un ganancioso empleo como camarera.
Las dos jóvenes eran totalmente diferentes en aspecto. Laurana era esbelta y grácil, en tanto que Tika tenía un generoso busto y una constitución robusta. La elfa era muy rubia, de tez blanca y sonrosada, mientras que el cabello de la humana era tan rojo como el fuego y su cara estaba llena de pecas.
Tika sabía muy bien que poseía su propio tipo de belleza y la mayor parte del tiempo —cuando no estaba con Laurana— se sentía conforme consigo misma. El pelo rubio de la elfa hacía que el de ella, en contraste, pareciera aún más rojo, del mismo modo que la grácil figura de Laurana hacía que Tika tuviera la impresión de ser toda ella busto y caderas.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó Tika, contenta de tener una excusa para dejar de lado el peine. Le dolían el brazo y el hombro y sentía pinchazos en el cuero cabelludo.
—Como era de esperar —repuso Laurana con un suspiro—. Se discutió mucho. Hederick es tonto de remate.
—¡A mí me lo vas a decir! —exclamó Tika, sucinta—. Estaba en la posada cuando metió la mano en el fuego.
—Justo cuando parecía que nadie se pondría de acuerdo, Elistan propuso una solución —continuó Laurana y su voz se suavizó con un tono de admiración—. Su plan es brillante y todos lo han aceptado, incluso Hederick. Elistan sugirió que enviásemos una delegación al reino enano de Thorbardin para ver si podremos encontrar refugio allí. Tanis se ofreció voluntario para ir, junto con Flint.
—¿Y Caramon no? —preguntó Tika con ansiedad.
—No, sólo Tanis y Flint. Raistlin quería que fuesen primero a un lugar llamado el Monte de la Calavera para encontrar el camino secreto que lleva al reino enano o algo por el estilo, pero Flint dijo que el Monte de la Calavera estaba hechizado y Elistan añadió que no había tiempo para hacer ese viaje antes de que entrara el invierno. Raistlin parecía enfadado.
—Apuesto a que sí —dijo Tika con un escalofrío—. Un sitio hechizado con el nombre de Monte de la Calavera encaja con él a la perfección y arrastraría a Caramon con él allí. ¡Gracias a los dioses que no van!
—Hasta Hederick admitió que el plan de Elistan era bueno —comentó Laurana.
—Supongo que la sabiduría va de la mano con las canas —apuntó Tika al tiempo que volvía a coger el peine—. Aunque, por supuesto, eso no ha funcionado en el caso de Hederick.
—Elistan no tiene el cabello canoso —protestó Laurana—. Es plateado. El pelo plateado hace distinguido a un hombre.
—¿Estás enamorada de Elistan? —preguntó Tika, que metió el peine en la rizosa melena y empezó a dar tirones.
—¡Espera, deja que yo haga eso! —exclamó la elfa, que se había encogido al verla tirar del pelo.
Tika le pasó el peine con gratitud.
—Eres demasiado impaciente —la reconvino Laurana—. Acabarás estropeándote el pelo y sería una lástima, con lo bonito que lo tienes. Te envidio.
—¿En serio? —Tika no salía de su asombro—. ¡No se me ocurre por qué! ¡Tienes un pelo tan brillante y tan rubio!
—Y liso como una tabla —añadió con tristeza la elfa. En sus manos, el peine trabajaba suavemente cada nudo hasta desenredarlo—. En cuanto a Elistan, no, no estoy enamorada de él, pero lo admiro y lo respeto. Ha soportado tanto dolor y sufrimiento… Ésas experiencias habrían vuelto cínico y rencoroso a cualquier otro, pero a Elistan lo han hecho más compasivo e indulgente.
—Pues sé de alguien que cree que estás enamorada de Elistan —dijo Tika con una sonrisa traviesa.
—¿A quién te refieres? —preguntó Laurana, que se había puesto colorada.
—A Tanis, por supuesto —repuso la otra joven con picardía—. Está celoso.
—¡Eso es imposible! —Laurana dio al peine un tirón más fuerte de lo normal—. Tanis no me ama. Eso lo dejó bien claro. Está enamorado de esa humana.
—¡Ésa zorra de Kitiara! —Tika resopló con desprecio—. Perdón porque haya usado ese lenguaje. En cuanto a Tanis, no sabe distinguir su corazón de su… En fin, no voy a decir qué, pero ya sabes a lo que me refiero. Les pasa igual a todos los hombres.
Laurana se había quedado callada, y Tika giró la cabeza para mirar a la elfa y ver si estaba enfadada.
Laurana, enrojecidas las mejillas por un suave rubor, bajó los ojos. La elfa seguía peinándola pero no prestaba atención a lo que hacía.
«A lo mejor no me ha entendido», comprendió Tika de repente. Le resultaba muy chocante que una mujer de cien años supiera menos sobre el mundo y los hombres que otra que tenía sólo diecinueve. Aun así, Laurana había vivido esos años mimada y protegida en el palacio de su padre, en mitad de un bosque. No era de extrañar su candidez.
—¿Crees de verdad que Tanis está celoso? —preguntó Laurana aún más ruborizada.
—He observado que se pone verde como un goblin cada vez que os ve juntos a Elistan y a ti.
—No tiene razón alguna para pensar que hay algo entre nosotros —dijo la elfa—. Hablaré con él.
—¡Ni se te ocurra! —Tika se giró con tanta rapidez que el peine se le quedó enganchado en el pelo y se lo arrancó de las manos a Laurana—. Déjalo que se cueza en su propia salsa durante un tiempo. A lo mejor así se le quita de la cabeza esa gata montes de Kitiara.
—Pero eso sería casi como mentir —protestó Laurana mientras recuperaba el peine.
—No, no lo sería —dijo Tika—. Además ¿y qué si lo fuera? Todo vale en el amor y en la guerra y los dioses saben que para nosotras, las mujeres, el amor es la guerra. Ojalá hubiera alguien por aquí con quien pudiera darle celos a Caramon.
—Caramon te quiere mucho, Tika —dijo Laurana con una sonrisa—. Eso lo ve cualquiera por la forma que te mira.
—¡No quiero que se limite a echarme miraditas con cara de perro apaleado! ¡Quiero que haga algo al respecto!
—Está Raistlin… —empezó Laurana.
—¡No me menciones a Raistlin! —espetó Tika—. Más que un hermano, Caramon es un esclavo y un día abrirá los ojos y se dará cuenta. Sólo que para entonces quizá ya sea demasiado tarde. —Irguió la cabeza—. Es posible que algunos de nosotros hayamos seguido adelante con nuestra vida.
No hubo más conversación. Laurana reflexionaba sobre la nueva e inesperada revelación de que Tanis quizás estaba celoso de su relación con Elistan. Desde luego, eso explicaría el comentario que le había hecho en la reunión.
Por su parte, Tika siguió sentada en la banqueta que Caramon había hecho para ella y parpadeó para contener las lágrimas… Lágrimas causadas por los tirones en el pelo, claro.
* * *
Caramon se quedó rezagado a propósito de camino a la pequeña cueva que ocupaban su gemelo y él. El hombretón conocía a su hermano y sabía que Raistlin planeaba algo; por lo general caminaba despacio, con pasos cautelosos, apoyado en el bastón o en su brazo, pero ahora lo hacía de prisa. El cristal que asía la garra de dragón en lo alto del bastón arrojaba una luz mágica para guiarle los pasos y la roja túnica susurraba al rozarle en los tobillos. No se volvió a mirar para ver si Caramon lo seguía; sabía que iría detrás.
Al llegar a la cueva, Raistlin apartó a un lado la mampara de madera y entró. Caramon lo hizo más despacio y se paró para poner la mampara en su sitio y dejar cerrado durante la noche. Raistlin lo detuvo.
—Déjala así —dijo—. Tienes que salir otra vez.
—¿Quieres que te traiga agua caliente para la infusión? —preguntó Caramon.
—¿Acaso me estoy muriendo con un ataque de tos? —demandó el mago.
—No.
—Entonces, no necesito la infusión. —Raistlin rebuscó entre sus pertenencias, sacó un odre para agua y se lo tendió a su hermano—. Ve al arroyo y llena esto.
—Hay agua en el cubo… —empezó el hombretón.
—Si quieres llevar agua en el cubo durante el viaje, hermano, entonces hazlo, ¡cómo no! —repuso fríamente Raistlin—. A la mayoría de la gente le resulta más práctico un odre.
—¿Qué viaje? —preguntó Caramon.
—El que emprenderemos por la mañana —repuso Raistlin, que volvió a tenderle el odre a su gemelo—. ¡Toma, cógelo!
—¿Dónde vamos? —inquirió Caramon, que mantuvo las manos pegadas a los costados.
—¡Oh, venga ya, Caramon! ¡Ni siquiera tú puedes ser tan estúpido! —Raistlin tiró el odre a los pies de su hermano—. Haz lo que te digo. Partiremos muy temprano y quiero estudiar mis hechizos antes de ir a dormir. También necesitaremos vituallas.
Raistlin tomó asiento en la única silla que había en la cueva, tomó su libro de hechizos y lo abrió. Unos segundos después, sin embargo, lo cerró y, rebuscando en el fondo de una de sus bolsas sacó otro, el libro de encantamientos con la encuadernación en cuero azul. No lo abrió, sólo lo sostuvo entre las manos.
—Vamos al Monte de la Calavera, ¿verdad? —dijo Caramon.
Raistlin no respondió y siguió con las manos en el libro cerrado.
»¡Ni siquiera sabes dónde está! —protestó su hermano.
El mago alzó los ojos hacia Caramon; los iris dorados relucían de un modo extraño a la mágica luz del bastón.
—La cosa es, Caramon, que sí sé dónde está —susurró—. Conozco la ubicación y sé cómo llegar allí. No sé por qué… —Dejó la frase en el aire.
—¿Por qué, qué? —demandó Caramon, desconcertado.
—Por qué lo sé o cómo lo sé. Es extraño, como si ya hubiese estado allí.
—Guarda ese libro, Raistlin, y olvídate de todo esto —pidió el hombretón, preocupado—. El viaje sería muy duro para ti. No podemos escalar la montaña…
—No tenemos que hacerlo —dijo Raistlin.
—Aunque deje de nevar, hará frío, humedad y será un viaje peligroso —añadió Caramon—. ¿Y si Verminaard vuelve otra vez y nos sorprende en campo abierto?
—Eso no ocurrirá porque no estaremos en campo abierto. —El mago asestó una mirada furiosa a su gemelo—. ¡Deja de discutir y ve a llenar el odre de agua!
—No. —Caramon sacudió la cabeza—. No lo haré.
Raistlin inhaló con un ruido que sonaba como un borboteo y luego soltó el aire con fuerza.
—Hermano mío —empezó con suavidad—, si no hacemos este viaje, Tanis y Flint no encontrarán la puerta, y menos aún la forma de entrar en la montaña.
—¿Estás seguro de eso? —Caramon miró a su hermano a los ojos, fijamente.
—Tan seguro como que les aguarda la muerte, que nos aguarda a todos, si fracasan —contestó el mago sin que le flaqueara la voz ni le vacilara la mirada.
Caramon dio un profundo suspiro, se agachó para recoger el odre y salió de nuevo a la noche y a la nieve.
Raistlin se relajó en la silla, dejó a un lado el libro de hechizos de encuademación en azul oscuro y abrió el suyo.
—Qué alma cándida eres, hermano mío —comentó en tono mordaz.
Al salir, Caramon atisbó a Sturm apostado cerca de la cueva. El hombretón sabía perfectamente bien la razón por la que Sturm se encontraba allí. Había notado que el caballero los observaba en la reunión. Sturm no se rebajaría a espiar a sus amigos; ni a sus enemigos, de hecho. Un acto tan deshonroso iba en contra del Código y la Medida, las rígidas directrices que regían la vida de un Caballero de Solamnia. Sin embargo, el Código y la Medida no mencionaban nada sobre una persuasión amigable. Sturm estaba allí para abordar a Caramon y sacarle la verdad con «persuasión».
El hombretón no sabía guardar secretos; y mentir, menos aún. Si le contaba a Sturm que Raistlin planeaba ir al Monte de la Calavera, el caballero se lo diría a Tanis y sólo los dioses sabían en qué quedaría aquello… Una discusión desagradable en el mejor de los casos; en el peor, una ruptura desastrosa entre amigos de mucho tiempo. Caramon habría querido que Sturm se olvidara del tema.
Una fuerte ráfaga arremolinó los copos de nieve y le permitió ocultar sus movimientos; descendió por la larga cuesta hasta el arroyo. La nevisca cesó, las nubes se abrieron y salieron las estrellas. Echando una ojeada hacia atrás, divisó la silueta de Sturm a la plateada luz de Solinari, todavía deambulando por las inmediaciones de la cueva.
«Dentro de un rato renunciará y se irá a la cama», razonó Caramon.
Al hombretón no le gustaba el plan de su hermano de ir a ese sitio encantado del Monte de la Calavera, pero confiaba en él y creía en el argumento de Raistlin de que el viaje era necesario para salvar vidas. Sabía que era el único en tener esa confianza en su gemelo.
«Bueno, no exactamente. A menudo Tanis busca a Raistlin para pedirle consejo». Era esa certeza más que el razonamiento de su hermano lo que finalmente lo había inducido a secundarlo en su plan.
«Tanis aprobaría que nos fuéramos si tuviera tiempo para pensar en ello —se dijo para sus adentros Caramon—. Lo que ocurre es que todo ha pasado muy de prisa y Tanis ya tiene muchas cosas de las que preocuparse, tal como están las cosas».
En cuanto a que Raistlin supiera dónde encontrar el Monte de la Calavera y cómo se proponía llegar allí, Caramon sabía que era mejor no preguntar nada; de todos modos, suponía que tampoco lo entendería. Nunca había entendido a su gemelo, ni siquiera cuando eran niños, y tampoco ahora. La terrible Prueba en la Torre de la Alta Hechicería había cambiado para siempre a su hermano en unos modos que escapaban a su comprensión.
La Prueba también había cambiado para siempre la relación entre ambos. El secreto que Caramon guardaba era lo que había descubierto acerca de su hermano en la Torre. Era un secreto oscuro y espantoso, y Caramon lo guardaba principalmente porque nunca se permitía pensar en ello.
Tras haber sorteado a Sturm, el hombretón alzó la cabeza y respiró el aire frío de la noche. Se sentía mejor a campo raso, lejos de las voces. Allí podía pensar. Caramon no era estúpido, como algunos creían. Le gustaba considerar un problema desde todos los ángulos, rumiarlo, darle vueltas, y eso era lo que lo hacía parecer lento. Nadie se había sorprendido más que él cuando sus amigos elogiaron su idea de que Raistlin usara la magia para provocar una avalancha que cerrara el paso.
Caramon se sentía tan bien allí, a solas, que cuando empezó otra vez a nevar sacó la lengua para atrapar los copos, como había hecho de pequeño. La nieve siempre hacía que volviera a sentirse niño de nuevo. Si la nevada hubiese sido más profunda habría estado tentado de tumbarse en ella boca arriba, abrir y cerrar brazos y piernas y hacer la figura del pájaro en vuelo. Sin embargo, la nieve no era todavía lo bastante profunda y tampoco parecía que tal cosa fuera a ocurrir pronto; las estrellas resplandecían entre las nubes.
Mientras sorteaba el obstáculo de un afloramiento rocoso que se encontraba en su camino y a la vez intentaba no perder el equilibrio, Caramon estuvo a punto de darse de bruces con Tika.
—¡Caramon! —soltó ella, complacida.
—¡Tika! —exclamó él, alarmado.
Se sintió como el guerrero del dicho popular que había esquivado a los kobolds para ir a caer víctima de los goblins. Había conseguido escabullirse de las preguntas de Sturm, pero si había una persona en el mundo capaz de enredarlo en sus rizos pelirrojos y engatusarlo para sacarle lo que quería saber, ésa era Tika Waylan.
—¿Qué haces aquí fuera en plena noche? —le preguntó la joven.
—Iba por agua —contestó Caramon al tiempo que alzaba el odre. Rebulló un instante, nervioso, apoyando el peso ora en un pie ora en otro, y después añadió—: ¡Tengo que irme ya! —y echó a andar.
—Yo también voy al arroyo —dijo Tika, que lo alcanzó—. Me temo que me perdí en la nieve. —Deslizó una mano por el brazo del hombretón para agarrarse—. Pero no tengo miedo cuando estoy contigo.
Caramon tembló de la cabeza a los pies. Hubo un tiempo en el que había pensado que Tika Waylan era la chica más fea que había en el mundo, además de ser el mayor incordio que hubiera pisado la faz de Krynn. Se había ausentado cinco años —en los que había trabajado como mercenario junto a su gemelo— y al regresar y ver a Tika le pareció la mujer más atractiva y maravillosa que había conocido en su vida; y no habían sido pocas.
Robusto, apuesto, fuerte y musculoso, con una sonrisa risueña y de natural bueno, a Caramon nunca le había faltado compañía femenina. Les gustaba a las chicas y las chicas le gustaban a él. Se había permitido tener numerosos devaneos con incontables mujeres y había pasado más veces de las que podía contar acurrucado con alguien en los altillos de establos y entre la paja de almiares. Sin embargo, ninguna mujer le había llegado al corazón. No hasta que apareció Tika. Y de hecho no es que le hubiese llegado al corazón, sino que el corazón le había saltado del pecho para caer rendido a sus pies.
Deseaba ser un hombre mejor por ella. Deseaba ser más listo, más valiente, y, no obstante, cada vez que estaba con ella se ponía nervioso y se atolondraba, sobre todo cuando se arrimaba a él, como hacía ahora. Caramon recordaba una conversación que había tenido con Goldmoon. La mujer de las Llanuras le había advertido que, a pesar de que Tika hablara y actuara como una mujer mundana, en realidad era joven e inocente. Caramon no debía aprovecharse de ella o le haría mucho daño. El hombretón estaba decidido a mantener un estricto control sobre sí mismo, pero le resultaba muy difícil cuando Tika lo miraba como hacía en ese momento, con la nieve arrancando destellos de los rizos pelirrojos, las mejillas arreboladas por el frío y los verdes ojos resplandecientes.
De repente, Caramon empezó a sospechar que la joven no estaba allí fuera para ir al arroyo. No llevaba cubo y, desde luego, no se iba a bañar. Iba al arroyo porque quería estar con él y aunque la idea era tan estimulante como un ponche con especias, el hecho de saberlo sólo conseguía incrementar su confusión.
Caminaron en silencio, con Tika echándole miradas de soslayo cada dos por tres, como esperando a que hablase. A él no se le ocurría nada de lo que hablar y entonces, cómo no, la joven dijo lo peor que podía haber dicho:
—He oído que tu hermano quería marcharse a una terrible fortaleza que se llama el Monte de la Calavera, pero que Tanis no lo dejó. —Tika tuvo un escalofrío y se apretó más contra él—. Me alegra que no vayas allí.
Caramon masculló algo ininteligible y siguió caminando. La cara le ardía. Seguramente llevaba escrita en la frente la palabra «culpable» y en letras tan grandes que hasta un enano gully podría leerla. Vio que la mirada de ella se desviaba hacia el odre y vio que los verdes ojos se entrecerraban. Caramon gimió para sus adentros.
Tika le soltó el brazo, se apartó de él un paso para que la ardiente rabia de su mirada cayera de lleno sobre él.
—Os marcháis, ¿verdad? —gritó—. ¡Vais a ir a ese sitio espantoso que todo el mundo sabe que está encantado y lleno de fantasmas!
—No está encantado —fue la débil protesta de Caramon.
Al instante se dio cuenta de que tendría que haber negado en redondo que iban allí, pero es que era incapaz de pensar cuando la tenía cerca.
—¡Ajá! ¡Así que lo admites! ¡Flint dice que el Monte de la Calavera está encantado! —repuso Tika—. Y él debe de saberlo, ya que nació y creció por esa zona. ¿Sabe Tanis que os marcháis? —Ella misma se encargó de responder a su pregunta—. Por supuesto que no. ¡Así que pensabas irte donde conseguirás que te maten sin despedirte siquiera de mí!
Caramon no tenía ni idea de cómo refutar todas esas acusaciones.
—Nadie va a matarme —contestó por fin de un modo poco convincente—. Raist dice…
—¡Raist dice! —lo imitó Tika—. ¿Por qué va Raistlin? Porque lo que sea tiene algo que ver con ese hechicero, Fistandelano o como quiera que se llame, ése del que me hablaste. El infame hechicero que vestía la Túnica Negra y uno de cuyos infames libros lleva siempre encima Raistlin. Laurana me explicó lo que Flint contó sobre el Monte de la Calavera. Sólo que ella no sabe que yo sé lo que sabes tú: que Raistlin tiene una especie de conexión rara con ese mago muerto.
—No se lo dijiste, ¿verdad? —preguntó Caramon, temeroso—. No se lo has contado a nadie, ¿eh?
—No, no se lo dije, aunque quizá debería hacerlo.
Tika lo miró a la cara con la cabeza inclinada hacia atrás y los verdes ojos echándole chispas.
—Si me quieres, Caramon, no te irás. ¡Le dirás a ese hermano tuyo que ya puede buscarse a otro que arriesgue la vida por él y le haga los recados y le prepare su estúpida infusión!
—Te quiero, Tika —admitió el hombretón, desesperado—, pero Raist es mi hermano. Sólo nos tenemos el uno al otro y dice que este viaje es importante, que la vida de todas esas personas depende de ello.
—¡Y tú le crees! —se mofó la joven.
—Sí —respondió Caramon con sencilla dignidad—. Le creo.
A Tika se le llenaron los ojos de lágrimas, que en seguida se deslizaron por las pecosas mejillas de la joven.
—¡Espero que un fantasma te chupe toda la sangre hasta dejarte sin una gota! —sollozó, furiosa, y luego echó a correr.
—¡Tika! —llamó Caramon, desconsolado.
La joven no miró atrás y, resbalando y tropezando, siguió corriendo por las piedras cubiertas de nieve.
Caramon habría querido ir tras ella, pero no lo hizo porque ¿qué podía decirle? No estaba en posición de darle lo que quería. No podía abandonar a su hermano por ella a pesar de lo mucho que la adoraba. Raistlin siempre había estado antes que nadie. Tika era fuerte. Raist era débil, frágil, enfermizo.
—Me necesita —se dijo Caramon en voz baja—. Depende de mí y cuenta conmigo. Si no estuviera a su lado para ayudarlo podría morir, igual que de pequeños. Ella no lo entiende.
Se encaminó de nuevo hacia el arroyo para llenar el odre, pese a que ahora ya no saldrían de viaje. Tika iría derecha a hablar con Tanis, y entonces el semielfo iría a hablar con Raistlin y le prohibiría que siguiera adelante con su plan, y Raistlin comprendería que él había descubierto el pastel. Si se entretenía un rato, a lo mejor la furia de su hermano se habría calmado para cuando volviera a la cueva. Caramon lo dudaba, pero siempre cabía la posibilidad.
* * *
Caramon se detuvo ante la boca de la cueva para armarse de valor, después apartó la mampara y entró.
—Raist, siento que…
Se paró al tiempo que guardaba silencio. Su gemelo dormía profundamente, envuelto en la manta y con la mano posada en el bastón que nunca dejaba lejos de él. La mochila con los libros de hechizos se encontraba junto a la entrada, al igual que la mochila del guerrero, todo preparado para emprender la marcha muy temprano.
Una oleada de alivio le recorrió de la cabeza a los pies. ¡Tika no se lo había dicho a Tanis! ¡Quizá, después de todo, lo había entendido!
Moviéndose con gran cuidado, dejó el odre lleno de agua en el suelo, se quitó la camisa, se tumbó y, con la despreocupación de quien tiene la conciencia tranquila, se quedó dormido casi de inmediato.