Flint cuenta una historia
Sturm recuerda una leyenda
Durante varias horas tras el ataque del dragón, reinó el caos. Miembros de una misma familia se habían perdido de vista durante la enloquecida desbandada; los niños se habían separado de sus padres, los maridos de sus esposas. Tanis y sus amigos se esforzaron en calmar a todo el mundo mientras los conducían de vuelta a las cuevas, donde estarían a salvo si el dragón regresaba. Goldmoon y los otros clérigos de Mishakal asistieron a los asustados y los heridos. Elistan ayudó a restaurar la calma y el orden y, a la tarde, se había encontrado a todos los desaparecidos y las familias estaban reunidas de nuevo. No había habido muertos, cosa que Tanis afirmaba que era un milagro.
Convocó una reunión para esa noche a fin de hablar sobre la grave emergencia y en esta ocasión estableció unas normas. Nada de montones de personas agrupadas en el exterior. La reunión se celebraría en la caverna más grande que hubiera y que, por supuesto, era la que Hederick había elegido como su morada. Tenía un techo alto, con una chimenea natural para la ventilación que permitía al Sumo Teócrata disfrutar de una hoguera. Ésta vez, la reunión estuvo limitada a los delegados. Tanis se había mostrado inflexible en ese punto e incluso Hederick había admitido, aunque a regañadientes, el sentido común en los argumentos del semielfo. A partir de ese momento, nadie saldría de las cuevas a menos que hubiese una buena razón para hacerlo.
Los delegados atestaban la cueva y ocupaban cualquier espacio disponible. Tanis se hizo acompañar por Sturm y por Flint y dijo al resto del grupo que se quedaran en sus habitáculos. También había invitado a Raistlin, pero el mago no había llegado todavía. Caramon tenía órdenes de mantener a Tas alejado de allí e incluso de encadenar al revoltoso kender a una pared si hacía falta. Riverwind y Goldmoon representaban al pueblo de las Llanuras. La terrible revelación de que Verminaard seguía vivo y el hecho de que hubiese descubierto su emplazamiento había servido para que los Hombres de las Llanuras reconsideraran sus planes de ponerse en marcha solos. Elistan también estaba presente, con Laurana a su lado. Hederick, como siempre, habló en primer lugar.
Tanis creía que el Sumo Teócrata sería el primero en abogar por abandonar el valle, así que el semielfo se sorprendió cuando el hombre siguió empeñado en quedarse allí.
—Si acaso, este ataque refuerza mi argumento de que deberíamos permanecer en el valle, donde estamos a salvo —dijo Hederick—. ¿Imagináis la tragedia que habría ocurrido si el dragón nos hubiese sorprendido caminando tranquilamente por algún sendero de montaña sin tener dónde escondernos ni hacia dónde huir? ¡Ésa bestia nos habría matado a todos! Al no ser así, el Señor del Dragón comprendió que no era enemigo para nosotros y huyó.
—El Señor del Dragón no vino a atacarnos, Sumo Teócrata —replicó Sturm—. Lord Verminaard vino a localizarnos y tuvo éxito. Ahora sabe dónde encontrarnos.
—¿Y qué hará al respecto? —inquirió Hederick mientras abría los brazos en un gesto interrogante. Sus partidarios, reunidos a su alrededor, asintieron con la cabeza en aire enterado—. ¡No va a hacer nada porque no puede hacer nada! No puede traer tropas a través del paso. Y si vuelve con el dragón nos limitaremos a quedarnos dentro de las cuevas. ¡Ni siquiera lord Verminaard puede prender fuego a esta montaña!
—No estés tan seguro de eso —masculló Tanis.
Intercambió una mirada con Riverwind. Los dos recordaban con absoluta claridad la destrucción en Queshu, el pueblo del Hombre de las Llanuras, y las sólidas paredes de piedra derretidas como si fueran de mantequilla recién batida.
Tanis miró de soslayo a Elistan y se preguntó cuándo pensaba tomar la palabra el Hijo Venerable. El semielfo empezaba a tener serias dudas respecto a Elistan y sus dioses de la luz. El clérigo había proclamado que el Señor del Dragón había muerto con la ayuda de los dioses, pero sin embargo el perverso personaje seguía vivo. Tanis habría querido preguntarle a Elistan por qué los dioses de la luz no habían sido capaces de impedir que Verminaard volviera de entre los muertos. Sin embargo, no era el momento de cuestionar la fe del Hijo Venerable. El Sumo Teócrata esperaba que se presentara cualquier ocasión para condenar a los nuevos dioses y así volver a la veneración de los dioses de los Buscadores que él y sus seguidores habían promocionado en su propio beneficio. Tanis suponía que Hederick y su pandilla ya estaban trabajando para socavar las enseñanzas de Elistan. Sólo faltaba que él los ayudara en su propósito.
«Hablaré en privado con Elistan —pensó el semielfo—. Entretanto, el Hijo Venerable podría al menos respaldarme y no limitarse a estar ahí sentado, en silencio. Si fuera tan sabio como afirma Laurana se daría cuenta de que no podemos quedarnos aquí».
—El peligro que corremos aumenta a cada minuto que pasa, mi estimada gente de bien —decía Sturm en ese momento, dirigiéndose a los reunidos—. Verminaard sabe dónde estamos. ¡Y no nos buscó sólo porque sí! Tiene pensado algún plan, eso podéis darlo por seguro. No hacer nada es condenarnos a todos a una muerte cierta.
Uno de los delegados, una mujer llamada Maritta, se puso de pie. Era de mediana edad, robusta y poco atractiva, pero también era una mujer con arrojo y juiciosa que había desempeñado un importante papel ayudando a los refugiados a escapar de Pax Tharkas. Admiraba a Elistan, y Hederick no le gustaba. Entrelazando las manos sobre el estómago, se encaró con el Sumo Teócrata.
—Señor, afirmas que estaremos a salvo del dragón si nos quedamos aquí, pero el dragón no es nuestro único enemigo. Tenemos otro adversario en el invierno y es igual de mortífero. ¿Qué pasará cuando empiecen a escasear nuestras reservas de comida y falte la caza? ¿O cuando el crudo invierno y la carencia de buenos alimentos provoquen enfermedades y muertes entre los mayores y los niños? —Se giró hacia Tanis.
»Y tú, semielfo, quieres que nos marchemos. Bien, de acuerdo. ¿Dónde iremos? ¡Contéstame a eso! ¿Nos harías ponernos en camino sin haber previsto el lugar al que dirigirnos y correr el riesgo de perdernos en terreno agreste o morir de hambre en alguna ladera congelada?
Antes de que Tanis tuviera ocasión de contestar, entró una bocanada de aire helado. La trabajada mampara de ramas entretejidas y pieles de animales que cubría la boca de la cueva de Hederick crujió y se desplazó hacia un lado. La luz de la antorcha parpadeó con el viento; las llamas de la lumbre temblaron. Todos se volvieron para ver quién había llegado.
Raistlin entró en la zona de la reunión. El mago llevaba la capucha bien echada sobre la cara.
—Ha empezado a nevar —informó.
—¿Es que disfruta trayendo malas noticias? —rezongó Sturm.
—¿Qué hace aquí? —demandó Flint.
—Le pedí que viniera y le dije cuándo era la reunión —repuso Tanis, irritado—. ¡Me pregunto por qué llega tarde!
—Porque así podía hacer una entrada efectista —dijo Sturm.
Raistlin se adelantó para acercarse a la lumbre. El mago se movió despacio, sin apresurarse, consciente de que todos los ojos estaban clavados en él, aunque en pocos hubiera algún atisbo de afecto. No obstante, le daba igual ser motivo de una antipatía generalizada. Tanis pensó que quizás Raistlin se deleitaba con ello.
—No te interrumpas por mí, semielfo —dijo el mago, que tosió con suavidad y extendió las manos hacia el fuego para calentarlas. La luz de la lumbre se reflejaba de manera espeluznante en la piel de brillo dorado—. Estabas a punto de decir algo sobre el reino enano.
Tanis no había dicho ni una palabra sobre eso aún. No había pensado soltárselo así a los delegados, de esa forma tan brusca.
—He estado dándole vueltas a la idea de que podríamos hallar un refugio seguro en el reino de Thorbardin… —empezó de mala gana.
Su propuesta provocó una explosión de protestas.
—¡Enanos! —gritó Hederick, ceñudo—. ¡No queremos tener nada que ver con los enanos!
Su opinión fue coreada sonoramente por sus seguidores. Riverwind, sombrío el gesto, sacudió la cabeza.
—Mi gente no viajará a Thorbardin.
—Eh, un momento, todos vosotros —intervino Maritta—. Bien que bebéis aguardiente enano y andáis bien espabilados a la hora de aceptar su dinero cuando los enanos van a vuestras tiendas…
—Eso no significa que tengamos que vivir con ellos. —Hederick hizo una reverencia forzada, con suficiencia, a Flint—. Mejorando lo presente, por supuesto.
Flint no tenía nada que decir en respuesta… Mala señal. Lo normal habría sido que soltara la lengua y le dijera unos cuantas frescas al Teócrata. Por el contrario, el enano permaneció sentado en silencio, ocupado en tallar un trozo de madera. Tanis suspiró para sus adentros. Desde el principio había sabido que el mayor obstáculo a su plan de viajar al reino de Thorbardin iba a ser aquel viejo enano cabezota.
La discusión se acaloró. Tanis echó una mirada de soslayo a Raistlin, que seguía frente al fuego calentándose las manos con un atisbo de sonrisa en los finos labios. «Nos ha lanzado esa bola de fuego por alguna razón —pensó el semielfo—. Raistlin tiene algo en mente. Me pregunto qué será».
—Ni siquiera se sabe con certeza que siga habiendo enanos bajo las montañas —apuntó Hederick.
Flint rebulló al oír aquello, pero siguió sin decir nada.
—No me opongo a viajar a Thorbardin —manifestó Maritta—, pero es bien sabido que los enanos cerraron las puertas de su reino hace trescientos años.
—Así fue, en efecto —intervino Flint—. ¡Y yo digo que dejemos que esas puertas sigan cerradas!
Un silencio sorprendido se adueñó de los presentes mientras los demás miraban al enano con extrañeza.
—No estás siendo de ninguna ayuda —le reprochó Tanis en voz baja.
—Ya sabes lo que pienso de eso —replicó Flint con acritud—. ¡No pondré un pie bajo la montaña! Aun en el caso de que encontrásemos las puertas, cosa que dudo. Hace trescientos años que desaparecieron.
—Así que no es seguro quedarse aquí y no tenemos adonde ir. ¿En qué posición nos deja eso? —inquirió Maritta.
—En la de seguir aquí —dijo Hederick.
Todos se pusieron a hablar a la vez. La cueva se caldeaba con rapidez, en parte por el fuego y en parte por tantos cuerpos acalorados. Tanis empezó a sudar. No le gustaban los sitios confinados, no le gustaba respirar el mismo aire que otros habían respirado una y otra vez. Estuvo tentado de marcharse y dejar que cada cual cuidara de sí mismo. El jaleo aumentó y el eco de las discusiones rebotó en las paredes rocosas. Entonces Raistlin tosió suavemente.
—Si se me permite hablar —empezó con su timbre de voz suave, enronquecido, y se hizo, el silencio—. Sé cómo encontrar la llave a Thorbardin. El secreto se encuentra debajo del Monte de la Calavera.
Todos lo miraron de hito en hito, en silencio, sin entender lo que quería decir; todos excepto Flint.
El semblante del enano estaba sombrío; tenía prietos los dientes, respiraba entre jadeos y tallaba el trozo de madera con tal furia que saltaban astillas por el aire. No quitó los ojos de lo que estaba haciendo.
—Te escuchamos, Raistlin —dijo Tanis—. ¿Qué es el Monte de la Calavera? ¿Dónde está y a qué te refieres al decir que el secreto para entrar en Thorbardin se encuentra debajo?
—En realidad no sé mucho sobre ese lugar —contestó el mago—. Son menudencias y detalles que he ido reuniendo durante mis años de estudio. Flint puede contarnos más cosas…
—Sí, pero Flint no piensa hacerlo —replicó el enano.
Raistlin abrió la boca para hablar de nuevo, pero algo lo interrumpió. La mampara de la boca de la cueva volvió a apartarse, esta vez con un ominoso crujido cuando unas manazas la manejaron con torpeza, y Caramon entró dando tropezones.
—Tanis, ¿has visto a Raist? —preguntó, preocupado—. No lo encuentro y… ¡Oh, está aquí! —Miró a su alrededor a los delegados y se puso rojo como la grana—. Os pido disculpas. No sabía que…
—¿Qué haces aquí, hermano? —demandó el mago.
—Es que… —empezó, avergonzado—. Estabas conmigo en cierto momento y al siguiente habías desaparecido. No sabía dónde habías ido y pensé…
—No, no lo hiciste —espetó Raistlin—. Tú nunca piensas. No tienes ni idea de lo que significa esa palabra. ¡Ya no soy un niño que no osa aventurarse fuera de casa sin ir de la mano de la niñera! ¿Quién está al cuidado del kender?
—Yo… eh… Lo até a una pata de la mesa…
Su explicación provocó risas y Raistlin lanzó una mirada furiosa a su gemelo. Caramon retrocedió hacia un rincón envuelto en la penumbra.
—Me… Esperaré aquí.
—Flint —dijo Tanis—, ¿qué es el Monte de la Calavera? ¿Sabes a qué se refiere?
El enano se mantuvo encerrado en su furioso y obstinado silencio.
Tampoco Raistlin parecía inclinado ya a seguir hablando. Retirando a un lado los pliegues de la roja túnica, el mago se sentó en una caja puesta boca abajo y se echó más la capucha sobre el rostro.
—Raistlin, dinos a qué te referías… —pidió Tanis.
El mago negó con la cabeza.
—Por lo visto a todos os interesa más reíros de mi estúpido hermano.
—Deja que siga enfurruñado —dijo Sturm, asqueado.
Flint arrojó al suelo el cuchillo y el trozo de madera, que para entonces era poco más que una astilla. El cuchillo resonó contra la piedra de la caverna. Los ojos de Flint, en medio del laberinto de arrugas, echaban chispas. La larga barba le temblaba. El enano era bajo, robusto, de constitución fuerte, con brazos y muñecas de grandes huesos, y las manos capacitadas de un maestro artesano. Tanis y él habían sido amigos durante incontables años, ya que su amistad se remontaba a la desdichada infancia del semielfo. Flint tenía una voz profunda y gruñona que parecía brotar de las entrañas de la tierra.
—Os contaré la historia del Monte de la Calavera —dijo con un timbre feroz—. Seré breve para no aburriros. Soy un Enano de las Colinas, un neidar, como se conoce a mi pueblo. ¡Y me siento orgulloso de serlo! Hace siglos, mi gente abandonó el hogar de la montaña, Thorbardin. Eligió vivir en el mundo, no bajo él. Establecimos rutas de comercio con humanos y elfos. Las mercancías salían del interior de la montaña y se distribuían a otras gentes a través de los nuestros. Gracias a nosotros, nuestros parientes, los Enanos de la Montaña, prosperaron. Entonces llegó el Cataclismo.
»La caída de la montaña de fuego sobre Krynn se remonta a generaciones en la mayoría de vosotros, los humanos, pero no en mi raza. Mi propio abuelo lo vivió. Vio la lluvia de fuego que cayó de los cielos. Sintió sacudirse y ondear la tierra bajo sus pies, la vio quebrarse y desgarrarse. Nuestros hogares se destruyeron. Nuestro sustento desapareció porque no crecían cosechas. Las ciudades humanas eran ruinas y los elfos se apartaron del mundo, encolerizados.
»Nuestros pequeños lloraban de hambre y tiritaban de frío. Ogros, goblins, secuaces y ladrones humanos campaban a sus anchas. Asaltaban nuestras tierras y mataban a muchos de los nuestros. Acudimos a nuestros parientes que vivían bajo la montaña. Les suplicamos que nos dejaran entrar, que nos salvarán de la hambruna y otras desdichas, de peligros que entonces acechaban en el mundo. —La voz de Flint sonó severa.
»¡El Rey Supremo, Duncan, nos cerró las puertas en las narices! No nos permitía entrar en la montaña y envió un ejército para mantenernos a raya.
»Entonces apareció entre nosotros un mal mayor que cualquiera de los que habíamos conocido. Por desgracia, tomamos, erróneamente, aquel mal como nuestra salvación. Ése mal llevaba por nombre Fistandantilus…
Caramon hizo un ruido, algo como una exclamación ahogada. Raistlin asestó a su gemelo una mirada de advertencia desde debajo de los pliegues de la capucha, y Caramon permaneció en silencio.
—Fistandantilus era un hechicero humano. Vestía la Túnica Negra y eso tendría que habernos servido de advertencia, pero nuestros corazones estaban negros por el odio y no nos cuestionamos sus motivos para ayudarnos. El tal Fistandantilus nos dijo que deberíamos estar bajo la montaña, cómodos y a salvo, con comida de sobra y sin temor a sufrir daño alguno. Utilizando una magia poderosa, hizo surgir una sólida fortaleza cerca de Thorbardin y después reunió un gran ejército de enanos y humanos que envió a atacar Thorbardin.
»Los enanos de Thorbardin salieron de su hogar en la montaña a nuestro encuentro en el valle. La batalla se prolongó con todo ensañamiento durante mucho tiempo y murieron muchos enanos de ambos bandos.
»Sin embargo, no estábamos a la altura de nuestros parientes como contrincantes. Cuando se hizo evidente que la derrota era inevitable, Fistandantilus montó en cólera. Juró que ningún enano se apoderaría de su maravillosa fortaleza y, mediante la magia, provocó una explosión que hizo que la fortaleza estallara en pedazos y se desplomara sobre él. La explosión mató a millares de enanos de uno y otro bando. Al derrumbarse, la fortaleza adquirió la forma de un cráneo, de ahí el nombre de Monte de la Calavera.
»Al ver aquello, los neidar que habían sobrevivido lo interpretaron como una señal. Mi pueblo se retiró del valle, llevándose sus muertos. Los Enanos de la Montaña cerraron a cal y canto las puertas de Thorbardin, aunque, de todos modos, ninguno de nosotros habría puesto un pie allí dentro después de lo ocurrido —añadió Flint con amargura—. ¡Ni aunque nos lo hubiesen suplicado! ¡Y aún pensamos así!
Se sentó pesadamente en el afloramiento rocoso que había utilizado de asiento, recogió el cuchillo y se lo guardó en el cinturón.
—¿Es posible que la llave para entrar en Thorbardin se encuentre en el Monte de la Calavera? —preguntó Tanis.
—No lo sé —contestó el enano al tiempo que se encogía de hombros—. Y probablemente nadie lo sabrá jamás. Ése sitio está maldito.
—¡Maldito! ¡Bah! —se burló Raistlin—. El Monte de la Calavera es una fortaleza en ruinas, un montón de escombros, nada más. Los fantasmas que recorren ese lugar lo hacen únicamente en las mentes simples de los ignorantes.
—¡Mentes simples, claro! —replicó Flint—. ¡Supongo que todos nos entontecimos en el Bosque Oscuro!
—Eso fue diferente —repuso Raistlin con frialdad—. La única razón de que creas que el Monte de la Calavera está maldito es porque la fortaleza la construyó un archimago y todos los hechiceros son perversos, según tú.
—Vamos, Raistlin, cálmate —intervino Tanis—. Ninguno de nosotros piensa eso.
—Algunos sí —masculló Sturm.
—Creo que tengo la solución —dijo Elistan al tiempo que se ponía de pie.
Hederick abrió la boca, pero el clérigo se le adelantó.
—Ya has hecho uso de tu turno, Sumo Teócrata. Te pido que tengas paciencia un momento y me escuches.
—Por supuesto, Elistan —contestó Hederick con una sonrisa desabrida—. Todos estamos deseosos de oír lo que tengas que decir.
—La señora Maritta ha planteado nuestro dilema de una forma bastante clara y concisa. Corremos peligro si nos quedamos y no hacemos nada, pero nos exponemos a un peligro mayor si nos marchamos precipitadamente sin tomar las debidas precauciones y sin saber dónde vamos. Esto es lo que propongo:
»Enviamos a nuestros representantes hacia el sur para buscar el reino enano y ver si se puede encontrar la puerta. Y si es posible, entonces pedir ayuda a los enanos.
Flint resopló y abrió la boca para hablar. Tanis le pisó un pie y el enano guardó silencio.
—Si los enanos están dispuestos a acogernos —continuó Elistan—, podemos viajar a Thorbardin antes de que entren los meses más crudos del invierno. Ése viaje se emprendería de inmediato —añadió el clérigo con gesto grave—. Estoy de acuerdo con Tanis y los otros respecto a que el peligro que corremos aquí es mayor cada día que pasa. Dicho lo cual, y a pesar de la sugerencia del mago… —Elistan hizo una reverencia a Raistlin—, no creo que haya tiempo para hacer un viaje paralelo al Monte de la Calavera.
—Cambiaréis de parecer cuando llaméis en vano a la ladera de una montaña que no se abrirá —dijo Raistlin con los ojos entornados en dos estrechas rendijas.
Ésta vez fue Hederick el que habló antes de que Elistan pudiese replicar.
—Es una idea excelente, Hijo Venerable. Propongo que enviemos a Tanis el Semielfo en esa expedición, junto con su amigo, el enano. Como digo siempre, para pillar a un enano, usa a otro enano.
Hederick rio su broma tonta.
Tanis estaba asombrado por esa repentina aquiescencia y de inmediato sospechó que había algo detrás. Había esperado que Hederick se opusiera con firmeza a cualquier sugerencia de marcharse y ahora estaba propiciando el plan. El semielfo miró a la asamblea para ver qué pensaban los demás. Elistan se encogió de hombros, como para decir que tampoco lo entendía, pero que deberían aprovechar el repentino cambio de posición del Sumo Teócrata para lograr su propósito. Riverwind estaba encerrado en un silencio impasible. No le gustaba la idea de ir a Thorbardin. Aún cabía la posibilidad de que él y su pueblo decidieran ponerse en marcha solos. Eso le dio una idea a Tanis.
—Estoy de acuerdo en ir —dijo—. Y Flint vendrá conmigo…
—¿Qué? —Flint alzó la cabeza sin salir de su asombro.
—Vendrás —repitió Tanis, que de nuevo le pisó el pie y añadió en un susurro—: Te lo explicaré después.
»En mi ausencia —alzó la voz para continuar—, el Sumo Teócrata y Elistan pueden ocuparse de las necesidades espirituales de la gente. Propongo que Riverwind de Que-shu esté a cargo de su seguridad.
Ahora le llegó el turno a Riverwind de asombrarse.
—Excelente idea —dijo Elistan—. Todos hemos sido testigos de la valentía de Riverwind en la batalla de Pax Tharkas. Hoy mismo hemos visto cómo él y su gente han superado el terror al dragón para atacar al reptil.
Hederick pensaba tan de prisa que Tanis podía ver el proceso mental del hombre reflejado en su cara. Primero, frunció el entrecejo y apretó los labios. El Sumo Teócrata no estaba seguro de que ahora le gustara la idea del viaje, aunque hubiese sido él quien había propuesto que Tanis y Flint fueran a Thorbardin. Estaba seguro de que el semielfo tenía que estar tramando algo si ofrecía el mando a Riverwind. La mirada de los ojos demasiado juntos de Hederick se dirigió hacia el Hombre de las Llanuras, a la túnica y al pantalón de piel de ante, y después desapareció el ceño. Riverwind era un salvaje, un bárbaro. Sin instrucción, sin educación, sería fácil de manipular… O eso suponía Hederick. Podría haber sido peor. El semielfo habría podido elegir a ese insufrible caballero solámnico para que fuese el cabecilla en su ausencia. Eso era lo que Hederick estaba pensando.
Tanis había estado a punto de escoger a Sturm. De hecho, iba a decirlo cuando reconsideró la idea. Al elegir a Riverwind no sólo esperaba persuadirlos a él y a los suyos de que se quedaran, sino que además estaba convencido de que sería un líder mejor. Para Sturm todo era blanco o negro, sin los infinitos matices del gris. Era demasiado estricto, inflexible, intransigente. Riverwind era la mejor opción.
—Si el Hombre de las Llanuras acepta la tarea —dijo Hederick con una amplia sonrisa—, yo no tengo ninguna objeción.
Riverwind iba a rechazar la propuesta en ese mismo momento, pero Goldmoon le puso las manos en el brazo y alzó la vista hacia él. No dijo nada con palabras, pero él la entendió.
—Lo pensaré —contestó tras una pausa.
Goldmoon le sonrió y él cerró su mano sobre las de su esposa. Los seguidores de Hederick se reunieron a su alrededor para hablar de lo que se había tratado. Maritta se acercó a Laurana y las dos se pusieron a hablar con Elistan. La reunión se terminaba.
—¿A qué ha venido eso de que yo iré a Thorbardin? —demandó Flint—. ¡No pondré un pie dentro de esa montaña!
—Luego hablamos —contestó Tanis.
En ese momento, sabiendo que Sturm pensaba que estaba mejor cualificado para el puesto por educación y por linaje, tenía que hablar con el caballero y explicarle por qué había elegido a Riverwind en vez de a él. Sturm era muy quisquilloso con esas cosas y se ofendía fácilmente.
Tanis se abrió paso entre la gente. Flint continuaba con el tema de Thorbardin y lo seguía tan de cerca que el enano tropezaba con los talones del semielfo cada dos por tres. Intentando esquivar el agujero de la lumbre, Tanis pasó cerca de Hederick. El Teócrata estaba de espaldas y hablaba con uno de sus compinches.
—La única forma de salir de este valle es por las montañas —le explicaba en voz baja—. El semielfo y el enano tardarán semanas en cruzarlas y pasarán otras cuantas semanas más mientras buscan ese inexistente reino enano. De esa manera, nos habremos librado del entrometido mestizo…
Tanis siguió andando, prietos los labios. «De modo que ésa es la razón de que Hederick respalde el plan de ir a Thorbardin —pensó—. Librarse de mí. Una vez que me haya ido, cree que puede pasar por encima de Elistan y de Riverwind. Yo que él no estaría tan seguro de eso».
A pesar de su razonamiento, Tanis se preguntó si Hederick tendría razón. Cabía la posibilidad de que Flint y él pasaran semanas intentando cruzar las montañas.
—No te preocupes por lo que diga ese charlatán —dijo la voz gruñona de Flint junto a su codo—. Hay un camino.
Tanis bajó la vista hacia su amigo.
—¿Significa eso que has cambiado de opinión?
—No —replicó el enano, hosco—. Significa que puedo explicarte cómo encontrar ese camino.
El semielfo sacudió la cabeza. Haría que el enano cambiara de opinión. En ese momento lo que le preocupaba era haber ofendido a Sturm.
El caballero se encontraba cerca de la lumbre, mirando las llamas. No parecía estar ofendido. De hecho, ni siquiera parecía darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor. Tanis tuvo que llamarlo varias veces para que le oyera.
Sturm se volvió hacia él. Los ojos del caballero brillaban con la luz del fuego. Su semblante, por lo general de gesto severo e impasible, se mostraba animado y expresivo.
—¡Qué plan tan brillante, Tanis! —exclamó mientras le estrechaba la mano con fuerza.
—¿Qué plan? —preguntó el semielfo, que miraba a su amigo sin salir de su estupor.
—Pues viajar a Thorbardin, claro. Puedes encontrarlo y traerlo de vuelta.
—¿Encontrar qué? —Tanis estaba cada vez más desconcertado.
—¡El Mazo de Kharas! Ésa es la verdadera razón de que te vayas allí, ¿verdad?
—Voy a Thorbardin para encontrar un refugio seguro para todas estas personas. No sé nada sobre ningún mazo…
—¿Es que has olvidado las leyendas? —preguntó Sturm, escandalizado—. Estuvimos hablando de eso la otra noche. Del sagrado y mágico Mazo de Kharas… ¡Utilizado para forjar la Dragonlance!
—Ah, sí, cierto. La Dragonlance.
Sturm, al captar el tono escéptico del semielfo, lo miró con decepción.
—La Dragonlance es la única arma capaz de derribar a un dragón, Tanis. Necesitamos esas lanzas para luchar contra la Reina Oscura y sus secuaces. ¡Ya viste lo que pasó cuando las flechas alcanzaron a esa bestia roja! ¡Rebotaron! Una Dragonlance, por otro lado, es una arma bendecida por los dioses. El gran Huma usó una Dragonlance para derrotar a Takhisis…
—Lo recuerdo —se apresuró a atajarlo Tanis—. El Mazo de Kharas. Lo tendré en mente.
—Deberías. Esto es importante, Tanis —insistió el caballero, y lo hizo con una tremenda seriedad—. Quizá sea la tarea más importante que hayas abordado en toda tu vida.
—Las vidas de ochocientas personas…
Sturm hizo un ademán con la mano, como desestimando ese tema.
—El Mazo es la única oportunidad que tenemos de ganar esta guerra y está en Thorbardin. —Los dedos del caballero presionaron con más fuerza el brazo de Tanis. Éste lo sintió temblar por la intensidad de sus emociones—. Tienes que pedir a los enanos que nos lo presten. ¡Has de hacerlo!
—Descuida, Sturm, lo haré, te lo prometo —contestó Tanis, perplejo por la vehemencia de su amigo—. En cuanto a Riverwind…
Pero la mirada de Sturm se había desviado hacia Raistlin y Caramon, a los que observaba ahora.
Caramon hablaba con su gemelo en voz baja. La expresión del hombretón era de preocupación. Raistlin hizo un gesto impaciente y luego, acercándose más a él, le dijo algo a su hermano.
—Raistlin planea algo —dijo Sturm, ceñudo—. Me pregunto qué será. ¿Por qué sacó a relucir el Monte de la Calavera?
—Nombré líder a Riverwind en mi ausencia… —volvió a intentarlo Tanis.
—Una buena elección, Tanis —comentó Sturm con aire ausente.
Los gemelos habían acabado la conversación y, dejando atrás a Caramon, Raistlin se encaminó hacia la boca de la cueva a paso vivo, con más energía de lo que era habitual en él. Los ojos de Caramon siguieron con expresión triste la marcha del mago. Después, el hombretón sacudió la cabeza y abandonó la cueva también.
—Discúlpame, Tanis —dijo Sturm, que se apresuró a ir en pos de los hermanos.
—¿A qué ha venido todo eso? —preguntó Flint.
—Que me maten si lo entiendo. ¿Sabes tú algo sobre ese mazo?
—Y dale con el mazo. —Flint estaba que echaba chispas—. No pienso poner los pies dentro de esa montaña.
Tanis suspiró y estaba a punto de llevar a cabo su propia escapada de la agobiante cueva cuando vio a Riverwind y a Goldmoon parados delante de la entrada. Creyó que les debía a ambos una explicación.
—Buena trampa me has tendido, semielfo —comentó Riverwind—. Estoy pillado en ella y ni siquiera mi esposa me liberará.
—Hiciste una sabia elección —dijo Goldmoon.
Riverwind sacudió la cabeza.
—Te necesito, amigo mío —confesó Tanis completamente en serio—. Si he de emprender este viaje, necesito saber que tengo aquí a alguien en quien puedo confiar. Hederick es un asno que nos conducirá al desastre si se le presenta la menor oportunidad. Elistan es un buen hombre, pero no sabe nada de batallas. Si Verminaard y sus fuerzas atacaran, la gente no puede contar sólo con plegarias y discos de platino para que la salven.
—Tanis, no deberías hablar tan a la ligera de esas cosas. —La mujer estaba muy seria.
—Lo siento, Goldmoon —respondió el semielfo con toda la suavidad con la que fue capaz—, pero ahora no tengo tiempo para sermones. Ésta es la pura y dura verdad, a mi entender. Si vosotros y vuestros guerreros os marcháis, abandonaréis a esta gente a su suerte y a una muerte casi segura.
Riverwind parecía seguir dudando, pero Tanis se daba cuenta de que empezaba a flaquear.
—He de discutir esto con mi pueblo —dijo finalmente.
—Sí, hazlo —lo animó Tanis—. Necesito tu respuesta en seguida. Flint y yo nos marchamos por la mañana.
—Querrás decir que tú te marchas por la mañana —rezongó el enano.
—Tendrás mi respuesta antes de que te duermas —prometió Riverwind, y él y su esposa se fueron; Goldmoon le dirigió una mirada preocupada antes de salir de la cueva.
Tanis apartó a un lado el armazón de ramas y salió; ya fuera, respiró profundamente el fresco aire. Sintió el hormigueo del frío en los brazos al caerle encima los copos de nieve. Se quedó parado allí un momento, respirando el aire frío y puro, y después echó a andar por el camino que descendía por la ladera.
—¿Adónde vas? —demandó Flint.
—A soltar a Tasslehoff, a no ser que haya arrancado a mordiscos la pata de la mesa a estas alturas…
—Déjalo atado —aconsejó el enano—. Menos problemas para todos nosotros.
Los copos blancos seguían cayendo lentamente, pero aquí y allí Tanis divisó estrellas a través de las nubes. Ésa noche no caería una gran nevada, sólo la suficiente para dejar blanco el suelo, lo que facilitaría a los cazadores seguir el rastro de los venados. Cada vez había menos ciervos en el valle y eran más difíciles de encontrar.
—Después de que apacigüe a Tas, tú y yo tenemos que hacer el equipaje —continuó Tanis al oír a su espalda las fuertes pisadas del enano—. Quiero que nos pongamos en marcha tan pronto como haya luz.
Las pisadas se detuvieron. El enano se había cruzado de brazos; daba la impresión de tener el propósito de quedarse plantado sobre aquella piedra hasta echar raíces.
—Yo no voy. Te lo he dicho, Tanis. No pienso poner los pies…
—… dentro de esa montaña, sí, te he oído las primeras veinte veces. —El semielfo se paró y se volvió para mirar al enano—. Sabes que no puedo hacer esto solo, Flint. Sabes que necesito tu ayuda. Hablo el idioma enano y supongo que comprendo a los enanos más o menos como cualquier elfo o cualquier humano los comprende, pero no tanto como puede entenderlos uno de los suyos.
—¡No soy uno de los suyos! —bramó Flint—. Soy un Enano de las Colinas…
—Lo que significa que serás el primer neidar que pise dentro de la montaña en trescientos años. Harás historia, Flint. ¿Se te ha ocurrido pensar eso? ¡Incluso podrías ser el responsable de la unificación de las naciones enanas! Y, además, está el mazo. Si encontrases el Mazo de Kharas y lo trajeras de vuelta…
—¡El Mazo de Kharas! Algún cuento disparatado que le contó a Sturm su abuelita —se mofó Flint.
Tanis se encogió de hombros.
—Depende de ti, por supuesto —dijo—. Si decides quedarte, serás tú quien tendrá que hacerse cargo de Tasslehoff.
Flint dio un respingo horrorizado.
—¡No te atreverías a hacerme eso!
—¿Y en quién más puedo confiar? ¿En Caramon?
Tanis echó a andar de nuevo. A su espalda oyó un rezongo, el ruido de pies al arrastrarse y algún que otro resoplido furioso. Después sonaron las ruidosas pisadas de unas botas.
—Supongo que tendré que ir —claudicó el enano con voz destemplada—. Jamás encontrarías la puerta sin mi ayuda.
—No tendría la más mínima posibilidad —dijo Tanis.
El semielfo sonrió, al abrigo de la oscuridad, mientras la nieve seguía cayendo a su alrededor.