Amanecer de un nuevo día
La añoranza del hogar
Tanis el Semielfo se despertó con resaca; lo curioso era que no había bebido nada. Su resaca no era resultado de pasar la noche de regocijo, bailando y bebiendo demasiada cerveza, sino de estar la mitad de la noche despierto y preocupado en su jergón.
La víspera había abandonado el festejo de la boda temprano. El espíritu de celebración le rechinaba en el alma. La música fuerte le provocaba una mueca de dolor y lo hacía mirar hacia atrás, temeroso de que estuvieran revelando su posición a sus enemigos. Deseaba decirles a los músicos que golpeaban y soplaban los toscos instrumentos que no tocaran tan alto. Había ojos que espiaban en la oscuridad, oídos que escuchaban. Finalmente había buscado a Raistlin, al encontrar la compañía del cínico y sombrío mago más acorde con sus propios pensamientos negros y pesimistas.
También lo había pagado. Cuando por fin consiguió dormirse, soñó con caballos y zanahorias, y que era una bestia de tiro que daba vueltas y más vueltas en un círculo sin fin siguiendo en vano la zanahoria que nunca podría alcanzar.
—Primero, la zanahoria es la Vara de Cristal Azul —dijo con resentimiento mientras se frotaba la dolorida frente—. Teníamos que ponerla a salvo para que no cayera en malas manos. Lo hicimos, y entonces dijeron que eso no era suficiente. Tuvimos que viajar a Xak Tsaroth para encontrar el mayor regalo de una deidad, los sagrados Discos de Mishakal, sólo para descubrir que somos incapaces de leerlos. Así que tuvimos que buscar a la persona que podía hacerlo y, mientras tanto, nos fuimos metiendo cada vez más en esta guerra… ¡Una guerra que ninguno de nosotros sabía que estaba teniendo lugar!
—Sí, claro que lo sabías —gruñó un bulto más bien grande y apenas distinguible en la penumbra del alba que empezaba a colarse entre las mantas que tapaban la boca de la cueva—. Habías viajado lo suficiente, habías visto lo suficiente, habías oído lo suficiente para saber que se avecinaba una guerra, sólo que no querías admitirlo.
—Lo siento, Flint, no era mi intención despertarte. No me di cuenta de que hablaba en voz alta.
—Eso es síntoma de locura, ¿sabes? —rezongó el enano—. Hablar consigo mismo, quiero decir, así que no lo cojas por costumbre. Y ahora, vuelve a dormirte antes de que despiertes al kender.
Tanis echó un vistazo al otro bulto tendido en el lado opuesto de la cueva, que más que cueva era un agujero excavado en la montaña. Flint, que de todos modos se había mostrado reacio a compartir su cueva con el kender, había relegado a Tas a un rincón apartado. Sin embargo, Tanis no quería perder de vista al kender y finalmente convenció al enano para que permitiera a Tas compartir su habitáculo.
—Creo que podría gritar y no lo despertaría —dijo el semielfo, sonriente.
El kender dormía el sueño plácido e inocente de los niños y de los perros. Muy a la manera de estos últimos, Tas rebullía y resoplaba en el jergón mientras los pequeños dedos se movían como si hasta en sueños estuviera examinando todo tipo de cosas curiosas y maravillosas. Los preciados saquillos de Tas, que contenían su tesoro de valiosos objetos «tomados prestados», yacían esparcidos a su alrededor. Uno de ellos lo usaba de almohada.
Tanis tomó nota de echar un vistazo a esos saquillos a lo largo del día, cuando Tas hubiera salido a una de sus excursiones. El semielfo registraba de forma regular las posesiones del kender en busca de objetos que la gente había «extraviado» o había «dejado caer». Tanis les devolvía esos objetos a sus propietarios, quienes los recibían de muy mal humor y le decían que habría que hacer algo respecto a las raterías del kender.
Puesto que los kenders habían sustraído cosas desde el día que el paso de la Gema Gris los había creado (si se daba crédito a las viejas leyendas), poco podía hacer Tanis para impedírselo, salvo llevar al kender a lo alto de la montaña y tirarlo de un empujón, que era la solución al problema preferida de Flint.
Tanis salió de debajo de su manta y, moviéndose tan en silencio como le era posible, abandonó el refugio. Tenía que tomar una decisión importante ese día y, si se quedaba en el jergón tratando de volver a dormirse, lo único que haría sería dar vueltas sin parar mientras pensaba en ello, además de arriesgarse a recibir otra reprimenda de Flint. A pesar del frío de la madrugada —y el invierno se hacía notar ya en el aire, sin la menor duda—. Tanis decidió ir a quitarse de la mente la idea de las zanahorias dándose un baño en el arroyo.
Su cueva era una de las muchas que salpicaban la ladera de la montaña como un sarpullido. Los refugiados de Pax Tharkas no eran las primeras personas que habitaban esas cuevas. Las pinturas en las paredes de algunas indicaban que pueblos antiguos habían vivido allí antes. Las escenas representaban cazadores con arcos y flechas, así como animales que parecían ciervos si bien eran unos cuernos afilados los que les adornaban la testa, en lugar de las cuernas ramosas de los venados. En algunas se veían criaturas aladas. Enormes criaturas que expulsaban fuego por la boca. Dragones.
Se quedó parado un momento en la cornisa que había delante de la cueva y contempló el valle que se extendía a sus pies, allá abajo. No veía el arroyo; el valle estaba envuelto en una niebla baja que se levantaba del agua. El sol alumbraba el cielo, pero todavía no había salido por encima de las montañas, de modo que el valle permanecía arropado en su manto de bruma, en apariencia tan reacio a despertarse como el viejo enano.
Mientras bajaba de la zona rocosa al húmedo tapiz de hierba bajo la penumbra de la niebla y se encaminaba hacia el arroyo flanqueado por árboles, Tanis pensó que era un lugar bello.
Las hojas rojizas de los arces y las doradas de los castaños y los robles ofrecían un colorido contraste con el verde oscuro de los pinos, del mismo modo que el gris de las piedras de la montaña contrastaba con el puro e intenso blanco de las recientes nevadas. Vio el rastro de animales de caza en la embarrada trocha que conducía al arroyo. En el suelo había nueces caídas y las bayas colgaban, relucientes, de las ramas de los arbustos.
—Podríamos quedarnos en este valle durante los meses invernales —dijo Tanis, de nuevo hablando en voz alta. Resbaló y se deslizó por la ribera hasta llegar al borde de la corriente profunda y rápida—. ¿Qué mal puede haber en eso? —preguntó a su reflejo en el agua.
El rostro que lo contemplaba sonrió en respuesta. Por sus venas corría sangre elfa, pero nadie lo habría pensado al verlo. Laurana lo acusaba de ocultarlo. Bueno, a lo mejor era verdad; eso le hacía la vida más fácil. Se rascó la barba que a ningún elfo le crecería. El largo cabello le tapaba las orejas ligeramente puntiagudas. Su cuerpo no tenía la esbelta delicadeza de la constitución elfa, sino la corpulencia de las hechuras humanas.
Quitándose la túnica de suave cuero, los calzones y las botas, Tanis se metió en el frío arroyo y se echó agua en el pecho y en la nuca. Después, conteniendo la respiración, se dio un chapuzón. Salió resoplando y echando agua por la nariz y la boca y con una sonrisa de oreja a oreja por la cosquilleante sensación que le recorría todo el cuerpo. Ya se sentía mejor.
Después de todo ¿por qué no podían quedarse allí?
—Las montañas nos protegen de los vientos fríos. Tenemos víveres suficientes para que nos duren todo el invierno, si tenemos cuidado. —Tanis lanzó agua al aire, como un niño que jugara—. Estamos a salvo de nuestros enemigos…
—¿Durante cuánto tiempo?
Tanis, que creía encontrarse solo, casi salió del agua de un brinco cuando oyó la otra voz.
—¡Riverwind! —exclamó mientras se daba la vuelta y miraba al hombre alto plantado de pie en la orilla—. ¡Me has dado un susto que me has quitado seis años de vida!
—Puesto que eres semielfo y tu esperanza de vida se calcula en varios cientos de años, seis no parecen muchos para que te preocupes por eso —comentó Riverwind.
Tanis observó al Hombre de las Llanuras de manera escrutadora. Riverwind no había visto a nadie con sangre elfa hasta que lo había conocido a él y, aunque Tanis era sólo medio humano y medio elfo, a Riverwind le parecía extraño, totalmente fuera de lo normal. Había habido ocasiones entre ambos en las que tal comentario sobre la raza de Tanis habría significado un insulto.
Sin embargo, el semielfo reparó en la afectuosa sonrisa que se reflejaba en los ojos castaños del Hombre de las Llanuras y respondió con otra igual. Riverwind y él habían pasado juntos por demasiadas cosas para que los viejos prejuicios perduraran. El fuego de los dragones había abrasado la desconfianza y el odio, y las lágrimas de alegría y de aflicción habían arrastrado las cenizas.
Tanis salió del arroyo y usó la túnica de fina piel para secarse antes de sentarse al lado de Riverwind, tiritando por el aire frío. El sol, que brillaba por una brecha entre las montañas, evaporó la niebla y lo hizo entrar en calor en seguida.
El semielfo miró a su amigo con una preocupación que estaba a medio camino entre fingida y en serio.
—¿Qué hace el novio levantado tan temprano a la mañana siguiente de su boda? No esperaba veros ni a ti ni a Goldmoon en varios días.
Riverwind siguió contemplando el agua. El sol le daba de lleno en el rostro. Era un hombre muy reservado; sus sentimientos y pensamientos íntimos eran suyos, personales y privados, no para compartirlos con cualquiera. El rostro atezado mostraba normalmente una máscara inexpresiva, lo mismo que ese día, pero Tanis percibía un resplandor que emanaba de dentro.
—Mi gozo era demasiado grande para que cupiera dentro de unos muros de piedra —susurró el Hombre de las Llanuras—. Tenía que salir para compartirlo con la tierra y con el viento, con el agua y con el sol. Pero incluso el ancho y vasto mundo parece demasiado pequeño para contenerlo.
Tanis tuvo que mirar a otro lado. Se alegraba por Riverwind, pero también sentía envidia y no quería que se le notara. Él mismo anhelaba un amor y un gozo así. Lo irónico era que podía tenerlos. Sólo tenía que borrar de su mente el recuerdo de un cabello oscuro y rizoso, unos centelleantes ojos negros y una sonrisa encantadora y equívoca.
—Deseo lo mismo para ti, amigo mío —dijo Riverwind como si le hubiese leído el pensamiento—. Quizá tú y Laurana…
Dejó la frase sin terminar. Tanis sacudió la cabeza y cambió de tema.
—Hoy tenemos esa reunión con Elistan y los Buscadores. Quiero que tú y los tuyos asistáis. Hemos de decidir qué hacer, si nos quedamos aquí o nos marchamos.
Riverwind asintió con la cabeza, pero no dijo nada.
»Sé que esto no podría ser más inoportuno —añadió Tanis, pesaroso—. Si hay alguien capaz de agriar la alegría es Hederick el Sumo Teócrata, pero hemos de tomar una decisión en seguida, antes de que empiecen las nevadas.
—Por lo que estabas diciendo ya has decidido que nos quedemos —adujo Riverwind—. ¿Es prudente hacerlo? Aún estamos muy cerca de Pax Tharkas y del ejército de los Dragones.
—Cierto —convino Tanis—, pero el paso entre Pax Tharkas y aquí está bloqueado con rocas y nieve. El ejército de los Dragones tiene mejores cosas que hacer que perseguirnos. Han de conquistar naciones y nosotros somos una chusma de antiguos esclavos…
—… que se les han escapado después de ponerles un ojo morado. —Riverwind giró la cabeza y clavó la intensa mirada en Tanis—. El enemigo tiene que perseguirnos. Si los pueblos que conquistan se enteran de que otros se quitaron los grilletes y se liberaron, empezarán a creer que también pueden derrocar a sus amos. Los ejércitos de la Reina Oscura vendrán tras nosotros. Tal vez no sea en seguida, pero vendrán.
Tanis sabía que tenía razón. Sabía que Raistlin con su analogía sobre la zanahoria tenía razón. Quedarse allí era peligroso. Cada día que pasara podría ir acercando a sus enemigos. No quería admitirlo. Tanis el Semielfo había recorrido el mundo durante cinco años para buscarse a sí mismo. Pensó que lo había conseguido y a su vuelta descubrió que no era quien había creído ser.
Le habría gustado pasar un tiempo —aunque sólo fuera durante un corto período— en un lugar tranquilo al que pudiera llamar su hogar, un lugar donde pudiera reflexionar, comprender ciertas cosas. Una cueva compartida con un enano irascible y un kender ratero y en ocasiones muy irritante no era la idea que tenía de un hogar, pero comparado con la calzada le resultaba muy atractivo.
—Es un buen razonamiento, amigo mío, pero Hederick dirá que ésa no es la verdadera razón de que quieras marcharte —señaló Tanis—. Tú y los tuyos queréis regresar a vuestras tierras. Deseáis volver a las Llanuras.
—Queremos reclamar lo que es nuestro —dijo Riverwind—, lo que nos quitaron.
—No queda nada —murmuró Tanis con delicadeza al recordar el pueblo arrasado de Que-shu.
—Quedamos nosotros —arguyó Riverwind.
Tanis tuvo un escalofrío. El sol se había ocultado detrás de una nube, y el semielfo se había quedado helado. Llevaba tiempo temiéndose que el propósito de Riverwind fuera ése.
—De modo que tú y tu gente planeáis atacar sin ayuda de nadie.
—Aún no hemos decidido nada —repuso Riverwind—, pero ésa es la dirección en la que se dirigen nuestros pensamientos.
—Mira, Riverwind, sé que es mucho pedir, pero tus guerreros han sido una gran ayuda para nosotros. Éstas personas no están acostumbradas a vivir así. Antes de que los hicieran esclavos eran tenderos, comerciantes, granjeros y zapateros remendones. Proceden de ciudades como Haven y Solace y un montón más de villas y pueblos de toda Abanasinia. Nunca han tenido que vivir en lugares agrestes. No saben cómo hacerlo.
—Y durante siglos esos moradores de ciudades nos han despreciado —replicó el Hombre de las Llanuras—. Nos llaman bárbaros, salvajes.
«Y tú me llamas semielfo» pensó Tanis, aunque no lo dijo en voz alta.
—Cuando estuvimos prisioneros, todos dejamos a un lado los odios y los malentendidos. Trabajamos juntos para ayudarnos unos a otros a escapar. ¿Por qué sacar a relucir eso ahora?
—Porque los otros lo sacaron primero —repuso duramente Riverwind.
—Hederick —dijo Tanis, que suspiró—. Ése hombre es un asno, simple y llanamente. Tú lo sabes. Aunque gracias al hecho de que sea un asno os conocimos a Goldmoon y a ti.
—Cierto —convino Riverwind, que sonrió y su tono se suavizó al evocar la escena—. No lo he olvidado.
—Hederick se cayó en la chimenea. La Vara de Cristal Azul de Goldmoon lo sanó y a ese hombre sólo se le ocurrió empezar a gritar que era una bruja y volvió a meter la mano en el fuego, tras lo cual salió corriendo y llamó a la guardia. Eso deja claro la clase de majadero que es. No puedes hacer caso de las tonterías que dice.
—Otros lo hacen, amigo mío.
—Lo sé —admitió el semielfo, sombrío. Cogió un puñado de piedrecillas y empezó a tirarlas al agua de una en una.
—Hemos cumplido con nuestra parte —continuó Riverwind—. Ayudamos a explorar el terreno para encontrar este valle. Explicamos a vuestros tenderos cómo transformar cuevas en moradas. Les enseñamos a rastrear y a cobrar piezas de caza, a poner trampas y lazos. Les mostramos qué bayas eran comestibles y cuáles venenosas. Goldmoon, mi esposa —era la primera vez que utilizaba ese término y lo hizo con tierno orgullo—, ha curado a los enfermos.
—Están agradecidos, aunque no lo digan. Es posible que tú y los tuyos podáis cruzar las montañas y regresar a vuestra tierra sin peligro antes de que llegue lo peor del invierno, pero sabes tan bien como yo que es arriesgado. Me gustaría que os quedaseis con nosotros. Tengo esa sensación en el estómago de que todos deberíamos permanecer juntos.
»Sé que aquí no podemos quedarnos —reconoció Tanis con un suspiro—. Sé que es peligroso. —Vaciló antes de continuar, consciente de cómo sería recibida su propuesta. Después, como si volviera a zambullirse en el agua fría, se lanzó—. Estoy seguro de que si encontramos el reino enano de Thorbardin…
—¡Thorbardin! ¿La plaza fuerte en la montaña de los enanos? —Riverwind frunció el entrecejo—. Ni siquiera consideraré la posibilidad.
—Pues deberías planteártelo. Oculto a gran profundidad bajo tierra, el reino enano sería el refugio perfecto para los nuestros. Podríamos quedarnos allí durante el invierno, a salvo bajo la montaña. Ni tan siquiera los ojos de los dragones podrían encontrarnos…
—¡También estaríamos a salvo enterrados en una tumba! —manifestó Riverwind con mordacidad—. Mi gente no irá a Thorbardin. No nos acercaremos a los enanos. Exploraremos y encontraremos nuestro propio camino. Después de todo, no llevamos niños con nosotros que nos retrasen.
Su semblante se ensombreció. Todos los niños de las tribus de las Llanuras habían perecido en el ataque de los draconianos a sus poblados.
»Ahora tenéis a Elistan con vosotros —prosiguió Riverwind—. Es un clérigo de Paladine, capaz de curar a los enfermos en ausencia de Goldmoon y de dar a conocer a vuestra gente el regreso de los dioses. Los míos y yo deseamos volver a casa. ¿Es que no lo entiendes?
Tanis pensó en su casa de Solace y se preguntó si seguiría en pie, si habría resistido al ataque del ejército de los Dragones. Le gustaba pensar que sí. Aunque no había pisado su casa hacía cinco años, saber que estaba allí, esperando para recibirlo, era un consuelo.
—Sí, claro que lo entiendo —contestó.
—Todavía no hemos tomado una decisión definitiva —apuntó Riverwind al ver abatido a su amigo—. Algunos de los nuestros creen como tú que deberíamos permanecer juntos, que hay seguridad en un grupo numeroso.
—Entre ellos, tu esposa —dijo Goldmoon, que se había acercado a los dos hombres por detrás.
Riverwind se puso de pie y se giró para recibir a su recién desposada mujer, que llegaba a él con el amanecer.
Goldmoon siempre había sido hermosa. El largo cabello como finas hebras de oro y plata, tan poco común entre su pueblo, siempre resplandecía a la media luz del alba. Como era habitual en ella, lucía las ropas de piel suave y flexible de su pueblo con una gracia y una elegancia que habrían envidiado las damas de Palanthas. Ésa mañana hacía que el término «bella» sonara insignificante e inadecuado para describirla. Era como si a su paso la niebla se abriera y las sombras se disiparan.
—No estarías preocupada por mí, ¿verdad? —preguntó Riverwind con un atisbo de inquietud en la voz.
—No, esposo mío —contestó Goldmoon, que pareció recrearse amorosamente en esas palabras—. Sabía dónde encontrarte. —Alzó los ojos hacia el azul del cielo—. Sabía que estarías bajo el firmamento, aquí fuera, donde puedes respirar.
Ella tomó de las manos y se saludaron rozándose las mejillas. Los habitantes de las Llanuras pensaban que los sentimientos sólo debían expresarse en privado.
—Reclamo el privilegio de besar a la novia —dijo Tanis.
—Ése privilegio ya lo reclamaste anoche —protestó Riverwind, sonriente.
—Me gustaría seguir reclamándolo el resto de mi vida —dijo el semielfo, que besó a Goldmoon en la mejilla.
El sol, que salió por detrás de la cumbre de la montaña como si lo hiciera expresamente para admirar a Goldmoon, hizo que el cabello oro y plata de la mujer irradiara con su luz.
—Con semejante belleza en el mundo ¿cómo puede existir el mal? —preguntó Tanis.
Goldmoon se echó a reír.
—Quizá para hacerme parecer más guapa en contraste —bromeó—. Estabais hablando de asuntos serios antes de que os interrumpiera —añadió en un tono más circunspecto.
—Riverwind cree que vosotros y vuestra gente deberíais continuar solos, viajar hacia el este, a las Llanuras. Dice que tú quieres quedarte con nosotros.
—Es cierto —contestó la mujer con complacencia—. Me gustaría quedarme con vosotros y con los demás. Creo que hago falta, pero mi voto es sólo uno más entre nuestra gente. Si mi esposo y el resto deciden que deberíamos irnos, entonces nos marcharemos.
Tanis miró alternativamente a uno y a otro. No sabía bien cómo decirles lo que pensaba, de modo que decidió soltarlo sin darle más vueltas.
—Disculpad si lo pregunto, pero ¿qué ha pasado con lo de la Hija de Chieftain? —planteó torpemente.
Goldmoon se echó a reír otra vez, una risa larga y alegre, e incluso Riverwind sonrió.
Tanis no veía dónde estaba la gracia. Cuando los había conocido, Goldmoon era la Hija de Chieftain y Riverwind, un humilde pastor, era su súbdito. Cierto, se amaban profundamente y a Tanis le había dado la impresión más de una vez de que Goldmoon habría renunciado a la responsabilidad del liderazgo de muy buen grado, pero Riverwind se había negado obstinadamente a que lo hiciera. Había insistido en actuar como su subordinado, obligándola a tomar decisiones. Puesta en esa situación, la mujer las había tomado.
—No lo pillo —dijo Tanis.
—La Hija de Chieftain dio su última orden anoche —explicó Goldmoon.
Durante la ceremonia matrimonial, Riverwind se había arrodillado ante ella, puesto que era su dirigente, pero Goldmoon le había pedido a su esposo que se levantara y había indicado que los dos se unían en matrimonio como iguales.
—Soy Goldmoon de las Llanuras —dijo ella—. Discípula de Mishakal. Sacerdotisa de los que-shus.
—¿Y quién será Chieftain de los que-shus? —inquirió Tanis—. Hay supervivientes de vuestra tribu entre las otras tribus de las Llanuras. ¿Aceptarán a Riverwind como su jefe? Ha demostrado ser un cabecilla fuerte.
Goldmoon miró a su esposo, pero él, de forma deliberada, mantuvo clavados los ojos en el borboteo de las aguas del arroyo, prietos los labios.
—Los que-shus tienen buena memoria —contestó Goldmoon al ver que su esposo no pensaba decir nada—. Saben que mi padre no aceptaba a Riverwind como mi esposo y que ordenó lapidarlo. Saben que, de no ser por el milagro de la Vara de Cristal Azul, Riverwind y yo habríamos muerto apedreados.
—De modo que no lo aceptarán como Chieftain, aun cuando busquen en él consejo y orientación.
—Es lo que hacen los que-shus —dijo Goldmoon—, pero no son los únicos habitantes de las Llanuras que hay aquí. Hay algunos de la tribu Que-kiri y ellos fueron nuestros enemigos implacables en el pasado. Nuestras tribus se encontraron en el campo de batalla muchas veces.
Tanis masculló unas palabras en elfo.
—No te pediré que me traduzcas lo que has dicho, amigo mío. —Goldmoon esbozó una triste sonrisa—. Sé, y mi pueblo sabe, la historia de dos lobos que se enfrentaron el uno al otro y del león que devoró a los dos. No es fácil para la gente superar rencores que duran generaciones.
—Tú y Riverwind lo habéis conseguido —adujo el semielfo.
—Todavía tenemos problemas —admitió la mujer—, pero sabemos dónde acudir cuando necesitamos ayuda.
Su mano se alzó hasta el medallón que llevaba al cuello, el que era regalo de la diosa al tiempo que un emblema de su fe.
—Quizás esté siendo egoísta —musitó Tanis—. Tal vez no quiera decir adiós.
—No hablemos de adioses en este día de gozo, nuestro primer día como una pareja casada —pidió Goldmoon con firmeza.
Alargó la mano para tomar la de su esposo y los dedos de ambos se entrelazaron. De esta guisa regresaron Goldmoon y Riverwind hacia su habitáculo, y Tanis se quedó solo en la orilla del arroyo.
Puede que fuese un día gozoso para ellos, pero el semielfo tenía la sensación de que iba a ser una jornada de contrariedades y enfrentamientos para él. Como para demostrar que estaba en lo cierto, Tasslehoff Burrfoot, perseguido por un iracundo molinero, salió corriendo del bosque tan de prisa como se lo permitían sus cortas piernas.
—¡No lo entiendo! —gritaba el kender mientras miraba hacia atrás—. ¡Sólo intentaba dejarlo en su sitio!