El conjuro para la tos
Infusión caliente
Las gallinas no son águilas
Con cansancio, Raistlin Majere se arrebujó en una manta y se tendió en el suelo de tierra de la cueva, oscura como boca de lobo, e intentó conciliar el sueño. Casi de inmediato se puso a toser. Esperó que fuera un corto ataque de tos, como ocurría a veces, y que se le pasara pronto, pero la sensación de opresión en el pecho no cesó. Por el contrario, la tos empeoró. Se sentó derecho y respiró con esfuerzo mientras un regusto a hierro le llenaba la boca. Buscó a tientas el pañuelo y se lo llevó a los labios. En la profunda oscuridad de la pequeña cueva no podía verlo, pero tampoco era necesario. Sabía muy bien que cuando retirara el pañuelo la tela tendría manchas rojas.
Raistlin era un hombre joven, de poco más de veinte años, pero a veces se sentía como si hubiese vivido un siglo y cada uno de esos años le hubiera pasado factura. La salud se le había hecho añicos en cuestión de instantes, durante la temida Prueba en la Torre de la Alta Hechicería. Había entrado en esa prueba como un hombre joven, físicamente débil, quizá, pero relativamente sano. Había salido de ella como un viejo y con la salud irreparablemente dañada; el cabello, castaño rojizo, se había vuelto blanco; la tez tenía un brillo dorado; su sentido de la vista era una maldición.
La generalidad de las personas se horrorizaba. Una prueba que dejaba a un joven lisiado no tenía nada de prueba, argumentaban. Era una tortura sádica. Los sabios hechiceros sabían a qué atenerse. La magia era una fuerza muy poderosa, un regalo de los dioses de la magia, y una fuerza tan poderosa conllevaba una responsabilidad pareja. En el pasado, ese poder se había empleado mal. Hubo un tiempo en el que los hechiceros habían estado a punto de destruir el mundo. Los dioses de la magia habían intervenido y habían establecido reglas y leyes para hacer uso de la magia, y ahora sólo se permitía manejarla a aquellos mortales capaces de asumir tal responsabilidad.
Todos los magos que deseaban avanzar en su profesión tenían que pasar una prueba que les preparaban los hechiceros más poderosos de la Orden. A fin de asegurarse de que todos los magos que se presentan a esa prueba eran serios con su arte, las Ordenes de la Alta Hechicería habían decretado que el mago debía estar dispuesto a jugarse la vida en el resultado. El fracaso significaba la muerte. Ni siquiera quienes tenían éxito lo lograban sin sacrificio. La Prueba estaba pensada para enseñar al mago algo sobre sí mismo.
Raistlin había aprendido muchísimo acerca de su persona, más de lo que habría querido llegar a saber. Había cometido un acto terrible en aquella Torre, un acto que horrorizaba a una parte de su ser, pero había otra parte que sabía muy bien que volvería a hacer lo mismo. No había sido un episodio real, aunque a él se lo había parecido en aquel momento ¡y cómo! La Prueba consistía en situar al mago en un mundo de ilusión. Las elecciones que hacía en ese mundo lo afectarían el resto de su vida… Incluso podían costarle la vida.
El terrible acto cometido por Raistlin tenía que ver con su hermano gemelo, Caramon, que había sido testigo aterrado de la escena. Los dos no hablaban nunca de lo ocurrido, pero la certeza de saberlo estaba siempre presente y arrojaba una sombra sobre ellos.
La Prueba de la Torre estaba preparada para que el mago descubriera más cosas sobre sus puntos fuertes y sus puntos débiles a fin de que mejorara. De ahí el castigo. De ahí la recompensa. En el caso de Raistlin el castigo había sido severo: la pérdida de la salud y una maldita anomalía en la vista. Había salido de la Prueba con las pupilas en forma de reloj de arena. Para que aprendiera humildad y compasión, veía el paso del tiempo acelerado; allí donde posara la vista, ya fuera una hermosa doncella o una manzana recién cogida del árbol, todo se marchitaba con la huella dejada por el tiempo mientras lo contemplaba.
Sin embargo, la recompensa lo merecía. Raistlin tenía poder ahora, un poder que asombraba, maravillaba y asustaba a quienes mejor conocían al joven mago. Par-Salian, jefe del Cónclave, le había entregado a Raistlin el Bastón de Mago, un artefacto excepcional y valioso. Aun ahora, mientras se doblaba por el ataque de tos, Raistlin alargó la mano para tocar el cayado. Su presencia lo reconfortaba, lo tranquilizaba. Merecía la pena su sufrimiento. El mágico bastón había sido creado por Magius, uno de los hechiceros mejor dotados de la historia. Ya hacía unos años que Raistlin tenía el bastón en su poder y aún no conocía los poderes del cayado en toda su extensión.
Volvió a toser, una tos que parecía que le desgarraba carne y huesos. El único remedio para esos ataques era una mezcla especial de hierbas en infusión. Tenía que tomarse caliente para que hiciera más efecto. La cueva que era su casa actual no tenía hoyo para lumbre ni medios para calentar agua. Raistlin habría tenido que abandonar la calidez de las mantas y salir en plena noche para buscar agua caliente.
Lo normal habría sido tener a Caramon a mano para que se ocupara de ir a buscar el agua y prepararle la infusión. Pero su hermano no estaba con él. Sano y robusto, con un corazón tan grande como su cuerpo y de espíritu generoso, el gemelo de Raistlin andaba por alguna parte allí fuera, en la noche, bailando alegremente con los otros invitados a la boda de Riverwind y Goldmoon.
Ya era tarde, bien pasada la medianoche, pero Raistlin aún oía las risas y la música de la celebración. Estaba enfadado con Caramon por abandonarlo y perderse por ahí a divertirse con alguna chica —Tika Waylan, probablemente— dejando que su hermano enfermo se las apañara solo.
Medio ahogado por la tos, Raistlin intentó ponerse de pie y casi se desplomó. Se agarró a una silla, se sentó en ella y apoyó, desmadejado, la cabeza en la tosca mesa que Caramon había improvisado con las tablas de una caja.
—¡Raistlin! —llamó una voz alegre desde fuera—, ¿estás dormido? ¡Tengo que preguntarte una cosa!
—¡Tas! —intentó pronunciar el nombre del kender, pero otro espasmo de tos lo interrumpió.
—Oh, bien, estás despierto —continuó la voz alegre al oírlo toser.
Tas —diminutivo de Tasslehoff— Burrfoot entró en la cueva dando brincos. Al kender le habían repetido hasta la saciedad que en una sociedad educada uno siempre llamaba a la puerta (o, en este caso, la mampara de ramas entretejidas que tapaba la entrada a la cueva) y esperaba a que lo invitaran a pasar antes de entrar. Tas tenía dificultades para adaptarse a esa costumbre, que no era una norma en la sociedad kender, donde las puertas se cerraban al mal tiempo y a los trasgos gigantes (y a veces ni siquiera a los trasgos, cuando resultaban interesantes). De modo que, cuando Tas se acordaba de llamar, por lo general lo hacía y entraba casi de forma simultánea si el ocupante tenía suerte. De otro modo, entraba antes y luego se acordaba de llamar, que fue lo que pasó en esta ocasión.
Tas retiró la, mampara y se deslizó ágilmente al interior de la cueva llevando consigo la intensa luz de un farol.
—Hola, Raistlin —saludó. Se acercó al joven mago y metió una mano mugrienta y el farol debajo de la nariz de Raistlin—, ¿qué clase de pluma es ésta?
La raza kender era pequeña, y todo el mundo —excepto los enanos— decía que estaba emparentada con la raza enana. Los kenders desconocían el miedo y tenían debilidad por las ropas de colores chillones, los saquillos de cuero y coleccionar objetos interesantes para guardarlos en esos saquillos. La kender era una raza optimista y, por desgracia, una raza con tendencia a ser ligera de manos. Llamar ladrón a un kender sería usar un término equivocado. Los kenders nunca tenían intención de robar. Tomaban las cosas prestadas y siempre con la más firme intención de devolver lo que habían cogido. Sin embargo, sería difícil persuadir a una persona corta de miras de que eso era cierto, sobre todo si acababa de encontrar la mano de un kender en su bolsillo.
Tasslehoff era un buen ejemplo de su raza. Rondaba el metro veinte de estatura, dependiendo de lo alto que llevara el copete ese día. Estaba muy orgulloso de su copete y a menudo se lo adornaba, como había hecho esa noche, que se había puesto varias hojas de arce rojas. Miraba a Raistlin con una gran sonrisa, chispeantes los ojos ligeramente rasgados y las orejas puntiagudas temblándole de emoción.
Raistlin le dirigió una mirada fulminante y tan furiosa como fue capaz de poner, dado que estaba cegado por la repentina luz y medio asfixiado por la tos. Alargó la mano, asió al kender por la muñeca y apretó.
—¡Agua caliente! —pidió con voz ahogada—. ¡Infusión!
—¿Infusión? —repitió Tas, que sólo había entendido eso último—. No, gracias, acabo de comer.
Raistlin tosió en el pañuelo, que retiró de los labios enrojecidos con manchas de sangre. Volvió a asestar otra mirada furibunda a Tas, y esta vez el kender lo pilló.
—¡Ah, eres tú el que quiere una infusión! La que Caramon te prepara siempre para la tos. Caramon no está para prepararla y tú no puedes porque estás tosiendo. Lo que significa… —Tas vaciló. No quería interpretar mal las cosas.
Raistlin señaló con la mano temblorosa hacia la taza vacía que había en la mesa.
»¡Quieres que vaya por agua! —Tas dio un brinco—. ¡No tardaré ni un minuto!
El kender salió a todo correr y dejó la mampara de ramas abierta, de manera que el aire frío entró en la cueva e hizo temblar a Raistlin. El mago se echó la manta por los hombros y sufrió otro ataque de tos.
Tas volvió en seguida.
—Se me olvidaba la taza.
—Cierra la… —intentó advertir Raistlin, pero no logró hablar lo bastante de prisa. El kender había desaparecido ya y la mampara siguió abierta.
El mago escudriñó la noche. El sonido de la diversión era más fuerte ahora. Distinguía la luz de las hogueras y las siluetas de gente que bailaba. Los novios, Riverwind y Goldmoon, ya se habrían retirado a su lecho nupcial a esas alturas. Estarían uno en brazos del otro; su amor correspondido, sus pruebas, sus aflicciones y penalidades, su largo y oscuro viaje juntos culminaban en ese momento de gozo.
Raistlin pensó que sólo sería eso, un momento, una chispa que irradiaría un instante antes de que el destino funesto que se aproximaba veloz la apagara violentamente. Era el único con cerebro para verlo. Incluso Tanis el Semielfo, que tenía más sentido común que la mayoría de esa pandilla, se había dejado embaucar por aquella falsa sensación de paz y seguridad.
—La Reina de la Oscuridad no está vencida —le había dicho a Tanis no hacía muchas horas.
—Puede que no hayamos ganado la guerra —había contestado Tanis—, pero desde luego hemos ganado una importante batalla…
Raistlin había sacudido la cabeza ante tamaña tontería.
—¿No crees que hay esperanza? —había preguntado Tanis.
—La esperanza es una negación de la realidad —había sido su respuesta—. Es la zanahoria que se agita ante el caballo de tiro para que siga avanzando, luchando en vano por alcanzarla.
Se sentía bastante orgulloso de aquella imagen literaria y sonrió al recordarlo. Otro golpe de tos le borró la sonrisa e interrumpió sus pensamientos. Cuando se recobró, volvió a mirar fijamente hacia el exterior en un intento de localizar al kender a la luz de la luna. Raistlin dependía de una persona de poco fiar y lo sabía. Era más que probable que el cabeza de chorlito del kender se distrajera con cualquier cosa y se olvidara de él por completo.
—En cuyo caso estaré muerto por la mañana —murmuró el mago. Su irritación con Caramon aumentó. De nuevo sus pensamientos volvieron a la conversación que había tenido con Tanis.
—¿Estás diciendo que deberíamos rendirnos? —le había preguntado el semielfo.
—Lo que digo es que deberíamos tirar la zanahoria y avanzar con los ojos bien abiertos —le había contestado—. ¿Cómo vas a luchar contra los dragones, Tanis? ¡Porque habrá más! ¡Más de los que puedas imaginar! ¿Y dónde está ahora Huma? ¿Dónde está la legendaria Dragonlance?
El semielfo no tenía respuesta a esas preguntas, pero los comentarios de Raistlin le habían impresionado. Se había marchado para reflexionar sobre ellos y, ahora que la boda ya había pasado, quizá se podía hacer que la gente mirara sin tapujos la cruda realidad de su situación. El otoño estaba acabando. El viento frío que soplaba por la puerta, procedente de las montañas, presagiaba los meses invernales que se avecinaban.
Raistlin sufrió otro ataque de tos y cuando alzó la cabeza se encontró con el kender.
—Ya estoy aquí —anunció Tasslehoff alegre e innecesariamente—. Siento haber tardado, pero es que no quería derramar nada.
Soltó la taza humeante en la mesa con todo cuidado y después miró a su alrededor buscando el saquillo de la mezcla de hierbas. Lo vio en el suelo, cerca, lo recogió y lo abrió de un tirón.
—¿Tengo que echar todo lo que hay en la bolsa y…?
Raistlin le arrebató bruscamente las preciadas hierbas. Con cuidado, sacudió el saquillo para echar unas pocas en el agua caliente y las observó con intensidad mientras giraban hasta posarse finalmente en el fondo de la taza. Cuando el agua se puso de un color oscuro y el penetrante y acre olor impregnó el aire, Raistlin tomó la taza entre las manos temblorosas y se la llevó a los labios.
La infusión había sido un regalo del archimago, Par-Salian; un regalo para aliviar su mala conciencia, era lo que siempre había pensado Raistlin. La cocción calmante bajó por la garganta del mago y casi de inmediato cesaron las toses espasmódicas. La sensación asfixiante, como si tuviera telarañas en los pulmones, desapareció. Raistlin inhaló profundamente.
—Eso huele como el picnic de un enano gully —dijo Tas mientras se frotaba la nariz—. ¿Seguro que te mejora?
Raistlin, deleitándose con el calor, se tomó la infusión a sorbos.
—Ahora que puedes hablar —prosiguió Tas—, quiero hacer una pregunta sobre esta pluma. ¿Dónde la he dejado…?
El kender se puso a buscar en los bolsillos de la zamarra.
Raistlin lo miró con frialdad.
—Estoy agotado y me gustaría volver a acostarme, pero supongo que no podré librarme de ti, ¿verdad?
—Fui a buscarte el agua caliente —le recordó Tas, que de repente pareció preocupado—. No tengo mi pluma.
Raistlin suspiró fuerte y observó cómo el kender seguía rebuscando en los bolsillos decorados con trencilla dorada que había tomado «prestada» de una capa ceremonial que se había encontrado en algún sitio. Al no hallar lo que buscaba, Tas se puso a rebuscar en los bolsillos de los pantalones amplios y después siguió con las botas. Raistlin no tenía energías para hacerlo o, de otro modo, habría sacado al kender a la fuerza.
—Es por esta zamarra nueva —protestó Tas—. Nunca sé dónde encontrar las cosas.
Había desechado la ropa que antes llevaba por un conjunto totalmente nuevo que había reunido durante las pasadas semanas de lo que descartaban los refugiados de Pax Tharkas, con los que viajaba en la actualidad.
Los refugiados habían sido esclavos, obligados a trabajar en minas de hierro para el Señor del Dragón Verminaard, que había muerto en una revuelta dirigida por Raistlin y sus amigos. Habían liberado a los esclavos y habían huido con ellos hacia la región montañosa, al sur de Pax Tharkas. Aunque costara creerlo, aquel molesto kender, Tasslehoff Burrfoot, había sido uno de los héroes de la revuelta. Él y el viejo y atolondrado mago, que se daba a sí mismo el pomposo nombre de Fizban el Fabuloso, habían puesto en marcha, inadvertidamente, el mecanismo que dejó caer cientos de toneladas de rocas en el paso de montaña que daba paso a Pax Tharkas, lo que impidió que el ejército de draconianos entrara en la fortaleza para sofocar la revuelta.
Verminaard había muerto a manos de Tanis y de Sturm Brightblade. La espada mágica del legendario rey elfo Kith-Kanan y la espada heredada del Caballero de Solamnia, Sturm Brightblade, atravesaron la armadura del Señor del Dragón y se hundieron profundamente en el cuerpo del hombre. Sobre sus cabezas, los dos Dragones Rojos combatían y ambos murieron. La sangre de los reptiles había caído como una lluvia espantosa sobre los aterrados espectadores.
Tanis y los demás habían actuado con rapidez para controlar la caótica situación. Algunos esclavos querían cobrarse venganza de los monstruosos draconianos que habían sido sus amos. Conscientes de que su única esperanza de sobrevivir era la huida, Tanis, Sturm y Elistan habían convencido a los hombres y las mujeres de que tenían una oportunidad como caída del cielo para escapar y conducir a sus familias a un lugar seguro.
Tanis había organizado los grupos de trabajo. Las mujeres y los niños habían reunido todas las provisiones que pudieron encontrar. Cargaron comida, mantas, herramientas y todo lo que creyeron que necesitarían en su viaje a la libertad en las carretas utilizadas para transportar el mineral desde las minas.
El enano, Flint Fireforge, que había nacido y crecido en aquellas montañas, se había puesto al frente de exploradores de los Hombres de las Llanuras que había entre los esclavos y emprendieron una expedición al sur en busca de un refugio seguro para los refugiados. Habían descubierto un valle cobijado entre los picos de las Kharolis. Las cumbres de las montañas ya estaban blancas por la nieve, pero el valle, situado mucho más abajo, seguía verde y exuberante, con las hojas apenas tocadas por los rojos y dorados del otoño. Había caza en abundancia y arroyos claros se cruzaban y entrelazaban por el valle. Las estribaciones de las montañas eran un enjambre de cuevas que se podían usar como casas, almacenes y refugio en caso de sufrir ataques.
En aquellos primeros días, los refugiados esperaban que los dragones los atacaran en cualquier momento, perseguidos por los horribles hombresdragón conocidos como draconianos. Y podrían haberlos perseguido sin dificultad, ya que el ejército de los draconianos estaba capacitado para escalar el paso que conducía al valle. Sorprendentemente, había sido idea del gemelo de Raistlin, Caramon, bloquear el paso provocando una avalancha.
Y había sido la magia de Raistlin —un devastador conjuro de rayos que había aprendido en un libro de hechizos encuadernado en azul oscuro que había conseguido en la ciudad hundida de Xak Tsaroth— lo que había provocado el atronador chasquido que sacudió y soltó la nieve acumulada y que arrastró peñascos hasta el paso. Encima de la avalancha había caído más nieve, había nevado día y noche durante varias jornadas, de forma que el paso quedó taponado con ella al poco tiempo. Ningún ser —ni siquiera los hombres-lagarto con sus garras y sus alas— podría entrar ahora en el valle.
Los días habían transcurrido con pacífica tranquilidad para los refugiados y la gente se relajó. Las hojas rojas y doradas cayeron al suelo y se pusieron marrones. El recuerdo de los dragones y el terror de la cautividad se desvaneció. Seguros, cómodos y a salvo, los refugiados hablaban de pasar allí el invierno con idea de continuar el viaje hacia el sur cuando llegara la primavera. Hablaban de construir moradas permanentes. Hablaron de desmantelar las carretas y usar la madera para levantar toscas cabañas o construir edificios con piedras y barro en los que estarían calientes cuando las frías lluvias y las nieves del invierno llegaran finalmente al valle.
Raistlin frunció la boca en una mueca de desprecio.
—Me voy a acostar —dijo.
—¡La encontré! —gritó Tasslehoff, que en el último instante recordó que había ensartado la pluma en lugar seguro: su copete de cabello castaño.
El kender se sacó la pluma del pelo y, contemplándola con sobrecogimiento, la sostuvo en la palma de la mano como si se tratara de la más preciada joya.
Raistlin le dedicó una mirada desdeñosa.
—Es una pluma de gallina —precisó.
Se levantó de la silla, recogió los vuelos de la larga túnica de color rojo alrededor del consumido cuerpo y regresó al jergón extendido en el suelo de tierra.
—Ah, eso me parecía —susurró en voz queda Tasslehoff.
—Cierra la puerta cuando salgas —ordenó el mago, que se tendió en el jergón, se arrebujó en la manta y cerró los ojos.
Se estaba quedando dormido cuando una mano lo sacudió por el hombro y lo despertó.
—¿Qué? —espetó Raistlin.
—Esto es muy importante —dijo Tas en tono solemne mientras se inclinaba sobre el mago, al que echó en la cara el aliento a ajo de la cena—. ¿Las gallinas vuelan?
Raistlin cerró los ojos. Quizá sólo era una pesadilla.
—Sé que tienen alas —continuó Tas— y sé que los gallos pueden revolotear para posarse en el tejado del gallinero y cantar cuando sale el sol, pero lo que me pregunto es si las gallinas son capaces de volar muy alto, como las águilas. Porque, verás, resulta que esta pluma llegó flotando del cielo y miré hacia arriba pero no vi que pasara ninguna gallina volando, y entonces caí en la cuenta de que nunca había visto volar a las gallinas…
—¡Sal de aquí! —gruñó Raistlin, que alargó la mano hacia el Bastón de Mago que yacía junto al jergón—. O no respondo de que no te…
—Me conviertas en un sapo y me des de merienda a una serpiente. Sí, ya lo sé. —Tas suspiró y se puso de pie—. En cuanto a las gallinas…
Raistlin sabía que el kender no lo dejaría en paz ni siquiera con la amenaza de convertirlo en sapo, algo que, por otro lado, no tenía fuerzas para hacer.
—Las gallinas no son águilas. No pueden volar —dijo.
—¡Gracias! —exclamó alegremente Tasslehoff—. ¡Lo sabía! ¡Las gallinas no son águilas!
Apartó la mampara de ramas con brusquedad y, dejándola tirada en el suelo, se marchó sin llevarse el farol, cuya luz le daba de lleno a Raistlin en los ojos. El mago empezaba de nuevo a quedarse dormido cuando la vocecilla penetrante de Tas volvió a despertarlo.
—¡Caramon! ¡Ahí estás! —chilló Tas—. ¿A que no sabes qué? Las gallinas no son águilas. ¡No vuelan! Raistlin me lo ha dicho. ¡Aún hay esperanza, Caramon! Tu hermano se equivoca. No en lo de las gallinas, sino en lo de la esperanza. ¡Ésta pluma es una señal! Fizban lanzó un conjuro al que llamaba «caída de pluma» para salvarnos cuando nos precipitamos desde la cadena y se suponía que debíamos caer como plumas, pero en cambio lo que pasó fue que cayeron montones de plumas… Plumas de gallina. Las plumas me salvaron, aunque a Fizban no.
La voz del kender se apagó para dar paso a un gimoteo al recordar a su tristemente fallecido amigo.
—¿Has estado molestando a Raist? —demandó Caramon.
—¡No, lo he estado ayudando! —repuso Tas, enorgullecido—. La tos lo ahogaba hasta casi matarlo, como le pasa siempre, ya sabes. ¡Tenía sangre en los labios al toser! Lo salvé. Corrí a buscar el agua que usa para prepararse esa porquería que se toma y que huele tan mal. Ahora está mejor, así que no tienes que preocuparte. Caramon, ¿es que no quieres que te cuente lo de las plumas de…?
Al parecer, Caramon no quería, porque Raistlin oyó el ruido de las pesadas botas que calzaba su gemelo cuando éste echó a correr hacia el cobertizo.
—¡Raist! —llamó Caramon con tono nervioso—. ¿Te encuentras bien?
—No gracias a ti —masculló el mago, que se arrebujó más en la manta y mantuvo los ojos cerrados. Podía ver a Caramon muy bien sin necesidad de mirarlo.
Grande, musculoso, ancho de hombros, sonrisa pronta, campechano, apuesto… Su hermano era amigo de todo el mundo y el preferido de todas las chicas.
—Me has dejado abandonado a los cuidados de un kender mientras tú andabas por ahí achuchándote con esa exuberante Tika —le reprochó Raistlin.
—No hables de ella así, Raist —pidió Caramon con un leve timbre cortante en su voz, por lo general afable—. Tika es una buena chica. Estuvimos bailando, nada más.
Raistlin gruñó.
Caramon siguió plantado en el mismo sitio, apoyando el peso ora en un pie, ora en otro.
—Siento no haber estado aquí para prepararte la infusión —dijo al cabo, con remordimiento—. No me di cuenta de que era tan tarde. ¿Quieres que…? ¿Necesitas que te traiga algo? ¿O que haga algo?
—¡Puedes dejar de parlotear, cerrar esa pobre imitación de puerta y apagar esa maldita luz!
—Sí, Raist, claro. —Caramon recogió la mampara de ramas entretejidas y volvió a colocarla en su sitio. Apagó de un soplo la vela que había dentro del farol y se desnudó a oscuras.
Intentó no hacer ruido, pero el hombretón —musculoso y sano en contraste con su débil gemelo— tropezó con la mesa, tiró la silla y, a juzgar por el juramento que soltó, se golpeó en la cabeza con la pared de la cueva mientras buscaba a tientas su jergón.
Raistlin rechinó los dientes y esperó, sumido en un silencio iracundo, a que Caramon acabara de acomodarse. Poco después su hermano roncaba y Raistlin, a pesar de lo rendido que estaba, yació despierto, incapaz de conciliar el sueño.
Se quedó mirando la oscuridad, que no lo cegaba del todo como a su gemelo y a todos los demás. Sus ojos seguían abiertos a lo que vivía en ella.
—¡Plumas de gallina! —masculló con mordacidad y empezó a toser de nuevo.