PRÓLOGO

De pie junto al cadáver ensangrentado del caído Señor del Dragón Verminaard, el draconiano aurak, Dray-yan, vio revelarse ante sí su destino.

La repentina y cegadora visión lo sacudió con la fuerza de un cometa caído del cielo haciendo que la sangre le bullera y provocándole un cosquilleo que le recorrió todo el cuerpo escamoso hasta los dedos rematados en garras. Al destello inicial lo siguió un torrente de ideas que lo colmaron. Todo el plan cobró forma en cuestión de segundos.

Dray-yan se quitó la capa ornamentada y la usó para cubrir el cadáver del Señor del Dragón y ocultar el gran charco de sangre que había debajo. El draconiano aurak estaba aterrorizado, o eso debía de parecerles a quienes lo observaban. Pidiendo ayuda a gritos destemplados, reunió un grupo de varios baaz (draconianos de estatura baja y conocidos por su lerda simpleza) y les ordenó que buscaran una camilla.

—¡Daos prisa! ¡Lord Verminaard está gravemente herido! ¡Tenemos que llevarlo a sus aposentos! ¡Rápido! De prisa, antes de que su señoría sucumba a las heridas.

Por suerte para Dray-yan, la situación en el interior de la fortaleza de Pax Tharkas era caótica: esclavos en plena huida; dos Dragones Rojos combatiendo entre ellos; el repentino desprendimiento de toneladas de rocas que habían bloqueado el acceso y aplastado a un vasto número de soldados. Nadie prestaba atención al caído Señor del Dragón que era transportado al interior de la fortaleza ni al aurak que lo acompañaba.

Cuando el cadáver de Verminaard estuvo dentro de sus aposentos a buen recaudo, Dray-yan cerró las puertas. Apostó fuera a los draconianos baaz que habían cargado la camilla para que las guardaran, y dio orden de que no se permitiera el paso al nadie.

Entonces Dray-yan se sirvió de una botella del mejor vino de Verminaard, se sentó ante el escritorio de éste y empezó a revisar sus documentos secretos. Lo que Dray-yan leyó lo intrigó y lo impresionó. Tomó el vino a sorbos, estudió la situación y revisó mentalmente sus planes. De vez en cuando llegaba alguien ante la puerta solicitando órdenes, y Dray-yan respondía a voces que a su señoría no se lo podía molestar. Pasaron las horas y entonces, cuando cayó la noche, Dray-yan abrió la puerta un poco.

—Decidle al comandante Grag que se requiere su presencia en los aposentos de lord Verminaard.

Pasó un buen rato hasta que el corpulento comandante bozak llegó. En ese intervalo, Dray-yan se planteó si debía o no hacerlo partícipe de su secreto. Por instinto no se fiaba de nadie, y menos de un draconiano al que consideraba su inferior. Sin embargo, debía admitir que no podía llevar a cabo su plan solo. Iba a necesitar ayuda y, aunque sentía menosprecio por Grag, tenía que reconocer que el comandante no era tan estúpido e incompetente como la mayoría de los otros bozak que conocía. De hecho Grag era bastante inteligente, un excelente comandante militar. Si Grag hubiese tenido el mando de Pax Tharkas en lugar de ese humano, un montón de músculos y ningún cerebro que había sido Verminaard, no habría habido sublevación de los esclavos humanos. Ése desastre no habría ocurrido.

Por desgracia, nadie se habría planteado siquiera darle a Grag el mando de humanos, quienes pensaban que a los «hombreslagarto», con sus brillantes escamas, alas y colas, se los criaba exclusivamente para matar, que eran incapaces de discurrir un pensamiento racional e incompetentes para desempeñar cualquier tipo de liderazgo en el ejército de la Reina Oscura. Dray-yan sabía que la propia Takhisis era de esa opinión y en secreto despreciaba por ello a su diosa.

Le demostraría su equivocación. Los draconianos darían prueba de sus capacidades. Si su plan tenía éxito, a lo mejor llegaba a ser el próximo Señor del Dragón.

Pero las cosas había que hacerlas paso a paso.

—El comandante Grag —anunció uno de los baaz.

La puerta se abrió y Grag entró en el cuarto. El bozak superaba el metro ochenta de estatura y las grandes alas lo hacían parecer aún más alto. Se cubría las escamas broncíneas con una mínima armadura, ya que contaba con ellas y con el duro pellejo para protegerse. En aquel momento las llevaba manchadas de polvo y tierra, así como de sangre. Era evidente que estaba exhausto. La larga cola se movía lentamente de un lado a otro; los labios se cerraban, tirantes, sobre los dientes; los ojos amarillos se estrecharon al clavar en Dray-yan una mirada dura e intensa.

—¿Qué quieres? —demandó con grosería al tiempo que agitaba una garra—. Más vale que sea importante. Hago falta ahí fuera. —Entonces reparó en la figura tendida en la cama—. He oído decir que su señoría estaba herido. ¿Lo estás curando?

A Grag el aurak no le caía bien ni se fiaba de él, y Dray-yan lo sabía de sobra. Los draconianos bozak nacían para ser guerreros. Al igual que los aurak, los bozak poseían la capacidad de realizar conjuros como favor de su reina, si bien la magia bozak era de naturaleza marcial y ni de lejos tan poderosa como la de los aurak. En cuanto a la personalidad, los corpulentos y fornidos bozak tendían a ser abiertos, directos, claros, derechos al grano.

En contraste, los draconianos aurak no estaban hechos para librar batallas. Altos y esbeltos, eran reservados por naturaleza, astutos, sutiles, y la suya era una magia poderosa en extremo.

Los humanos, por miedo a que de otro modo se volvieran demasiado poderosos, los creaban inculcándoles el odio y la desconfianza entre sí; o al menos eso era lo que Dray-yan había acabado por creer.

—Su señoría está gravemente herido —contestó en voz alta para que lo oyeran los baaz, quienes sin duda tenían pegada la oreja a la puerta—, pero estoy elevando preces a su Oscura Majestad y todo indica que se recuperará. Entra, comandante, por favor, y cierra la puerta.

Grag vaciló y después hizo lo que le decía.

—Asegúrate de que la puerta está cerrada y echado el pestillo —añadió el aurak—. Y ahora, ven aquí.

Dray-yan hizo una seña a Grag para que se acercara al lecho de Verminaard.

Grag bajó la vista al cuerpo y después volvió a alzarla.

—No está herido —dijo el comandante—. Está muerto.

—Así es —corroboró Dray-yan con voz desapasionada.

—Entonces ¿por qué me has dicho que vivía?

—Más que decírtelo a ti se lo decía a los guardias baaz que hay en la puerta.

—Qué falsos sois los aurak —dijo Grag con desprecio—. Tenéis que darle la vuelta a todo…

—El hecho es —lo interrumpió Dray-yan— que los únicos que sabemos que está muerto somos nosotros dos

Grag lo miró de hito en hito, desconcertado.

—Permíteme dejar claro esto, comandante —dijo el aurak—. Nosotros, tú y yo, somos los dos únicos seres vivos en este mundo que sabemos que lord Verminaard ha dejado de existir. Hasta esos baaz que han transportado a su señoría a esta habitación creen que aún vive.

—Sigo sin entender a qué viene…

—Verminaard ha muerto. No hay un Señor del Dragón, nadie que comande el Ala Roja del ejército de los Dragones.

Grag se encogió de hombros.

—Cuando la noticia de la muerte de Verminaard le llegue al emperador Ariakas, mandará a otro humano para que lo sustituya —dijo luego con tono agrio—. Sólo es cuestión de tiempo.

—Los dos sabemos que eso sería un error —dijo Dray-yan—. Los dos sabemos que hay otros más capacitados.

Grag miró a Dray-yan, y los ojos amarillos del bozak parpadearon.

—¿En quién estás pensando?

—En nosotros dos.

—¿Nosotros? —repitió Grag, que curvó la boca en una mueca.

—Sí, nosotros —insistió el aurak con frialdad—. Mis conocimientos sobre tácticas y estrategias militares son escasos. Eso lo dejaría en manos de un comandante de tu dilatada experiencia.

Los ojos de Grag parpadearon de nuevo, esta vez con sorna ante el intento del aurak de adularlo. Desvió la vista hacia el cadáver.

—Así que yo habría de dirigir el Ala Roja del ejército mientras que tú te ocuparías de… ¿qué?

—Yo seré lord Verminaard —contestó el aurak.

Grag se giró para preguntarle a Dray-yan qué diablos quería decir con ese último comentario y se encontró con lord Verminaard plantado de pie a su lado. Su señoría, en toda su corpulenta y vigorosa gloria, lo fulminaba con la mirada.

—¿Y bien? ¿Qué opinas, comandante? —le preguntó Dray-yan en una imitación perfecta de la voz de Verminaard, profunda y ronca.

La ilusión creada por el aurak era tan perfecta, tan convincente, que Grag echó una ojeada de soslayo al cadáver para asegurarse de que el humano estaba realmente muerto. Cuando volvió la vista hacia el aurak, Dray-yan volvía a tener su propia apariencia: las escamas doradas, la espalda sin alas, el remedo de cola, la pretenciosa arrogancia y todo lo demás.

—¿Cómo funcionaría la cosa? —preguntó Grag, que seguía sin confiar en el aurak.

—Tú y yo determinaríamos nuestro curso de acción. Haríamos planes para desplegar los ejércitos, llevar a cabo las batallas, etc. Huelga decir que esos temas te los delegaría —añadió en tono meloso.

Grag gruñó.

»Yo daré las órdenes y suplantaré a su señoría cuando haga falta que aparezca en público —concluyó Dray-yan.

Grag reflexionó sobre el asunto.

—Damos la noticia de que Verminaard fue herido pero que, por la gracia de la Reina Oscura, se está recuperando. Entre tanto, tú lo suplantas y pasas las órdenes desde su lecho mientras convalece.

—Dentro de poco tiempo, con la ayuda de la Reina Oscura, su señoría estará lo bastante recuperado para reanudar sus funciones habituales.

Grag estaba intrigado.

—Podría funcionar. —Miró a Dray-yan con admiración a regañadientes, aunque el aurak no se dio cuenta.

—Nuestro mayor problema será disponer del cuerpo. —Lanzó una mirada abrasadora al cadáver—. Era muy grande.

Lord Verminaard había sido un humano enorme que medía casi dos metros diez de estatura, con pesada estructura ósea, corpulencia y musculatura muy desarrollada.

—Las minas —sugirió Grag—. Tirar el cuerpo por uno de los pozos de las minas y después volar el pozo.

—Las minas están fuera del recinto amurallado. ¿Cómo pasamos el cuerpo a escondidas?

—Tengo entendido que los aurak podéis caminar por el aire —repuso Grag—. No debería ser ningún problema para ti sacar el cuerpo de aquí sin ser visto.

—Recorremos los senderos de la magia, del tiempo y el espacio —repuso Dray-yan en tono de censura—. Podría transportar al bastardo, supongo, aunque pesa una tonelada. Bien es cierto que uno ha de hacer sacrificios por la causa. Me desharé del cuerpo esta noche. Bien, dime qué pasa en la fortaleza. ¿Se ha capturado a los esclavos huidos?

—No —contestó Grag sin andarse con rodeos—, ni se los capturará. Tanto Pyros como Flamestrike han muerto. Los necios dragones se mataron el uno al otro. El dispositivo del mecanismo de defensa se accionó y provocó que los pedruscos cegaran el paso, y nuestras tropas han quedado atrapadas al otro lado.

—Podrías mandar a las fuerzas que tenemos aquí en persecución de los esclavos —sugirió Dray-yan.

—La mayoría de mis soldados yacen enterrados bajo el desprendimiento de rocas —explicó Grag con aire sombrío—. Allí es donde me encontraba cuando me mandaste llamar, intentando desenterrarlos y sacarlos. Se tardaría días, tal vez semanas, aunque contásemos con mano de obra, cosa que no tenemos. —El comandante sacudió la cabeza.

»Necesitamos la ayuda de dragones; eso cambiaría las cosas. Hay ocho Dragones Rojos asignados a este ejército, pero no tengo ni idea de dónde se hallan… Tal vez en Qualinesti o puede que en Abanasinia.

—Puedo enterarme. —El aurak dio un manotazo al montón de papeles esparcidos sobre el escritorio—. Los mandaré llamar en nombre de lord Verminaard.

—Los dragones no obedecerán órdenes de seres como nosotros —le hizo notar Grag—. Los dragones nos desprecian, incluso los que están en nuestro bando y luchan por la misma causa. A los Rojos les traería sin cuidado freírnos. Más vale que tu ilusión de Verminaard los engañe. O confiamos en eso o…

Hizo una pausa, pensativo.

—¿O? —lo apremió el aurak, preocupado. Estaba convencido de que su ilusión embaucaría a humanos y a los otros draconianos, pero no las tenía todas consigo respecto a los dragones.

—Podríamos pedirle ayuda a su Oscura Majestad. A ella sí la obedecerían los dragones.

—Cierto —convino Dray-yan—. Por desgracia, la opinión que nuestra reina tiene de nosotros es casi tan mala como la de sus dragones.

—Tengo algunas ideas. —Grag empezaba a entusiasmarse con el plan—. Ideas sobre cómo los dragones y los draconianos pueden colaborar de forma que los humanos no pueden. Podría hablar con su majestad, si quieres. Creo que cuando le explique…

—¡Sí, hazlo! —apremió el aurak, contento de quitarse aquel peso de encima.

A los bozak se los conocía por su profunda devoción a la diosa. Si Takhisis prestaba oídos a alguien, sería a Grag.

Dray-yan retomó el tema original de la conversación.

—Así que los humanos escaparon. ¿Cómo ocurrió tal cosa?

—Mis soldados intentaron detenerlos —contestó a la defensiva el comandante, que tenía la impresión de que le estaba echando la culpa—. Éramos muy pocos. La dotación de esta fortaleza está muy por debajo de lo que haría falta. Requerí repetidamente que me trajeran más tropas, pero su señoría dijo que hacían falta en otros lugares. Unos guerreros humanos, dirigidos por un maldito caballero solámnico y una elfa, rechazaron a mis tropas mientras otros humanos saqueaban el almacén de suministros y se llevaban todo lo que pudieron cargar en carretas robadas. Tuve que dejarlos ir. No disponía de soldados suficientes para que los persiguieran.

—Los humanos tienen que viajar hacia el sur, una ruta que los llevará a las montañas Kharolis. Estando el invierno a las puertas, habrán de hallar refugio y alimento. ¿Cuántos han escapado?

—Unos ochocientos. Los que trabajaban en las minas. Hombres, mujeres, niños.

—Ah, llevan niños con ellos. —Dray-yan parecía complacido—. Eso los hará ir más despacio. Podemos actuar sin precipitación, comandante, perseguirlos cuando nos venga bien.

—¿Y qué pasa con las minas? El ejército necesita acero. Al emperador le disgustará que se cierren las minas.

—Tengo algunas ideas sobre ese asunto. En cuanto a los humanos…

—Por desgracia ahora tienen cabecillas —se quejó Grag—. Líderes inteligentes, no como esos temblorosos viejos idiotas, los Buscadores. Los mismos cabecillas que planearon la revuelta de los esclavos y combatieron y mataron a su señoría.

—Eso fue suerte, no destreza —manifestó el aurak, desdeñoso—. Vi a esos que llamas líderes: un mestizo elfo, un mago enfermo y un bárbaro salvaje. Los otros eran incluso menos dignos de prestarles atención. No creo que tengamos que preocuparnos por ellos demasiado.

—Hemos de perseguir a los humanos —insistió Grag—. Tenemos que encontrarlos y traerlos de vuelta, no sólo por el trabajo en las minas. Hay algo en ellos que es de vital importancia para su Oscura Majestad. Me ha ordenado ir tras ellos.

—Sé de qué se trata —contestó Dray-yan con aire triunfante—. Verminaard lo tenía puesto en sus notas. La reina teme que puedan descubrir algún tipo de artefacto enmohecido, un martillo o algo por el estilo. Se me ha olvidado cómo se llama.

Grag sacudió la cabeza. No le interesaban los artefactos.

»Los perseguiremos, Grag, te lo prometo —dijo el aurak—. Traeremos de vuelta a los hombres para que trabajen en las minas, aunque no nos tomaremos esa molestia con las mujeres y los niños. Sólo ocasionan problemas. Nos limitaremos a deshacernos de ellos…

—No de todas las mujeres. Mis soldados necesitan divertirse un poco… —comentó Grag en tono lascivo.

Dray-yan hizo una mueca de asco. Consideraba repulsiva la lujuria antinatural que algunos draconianos sentían por las hembras humanas.

—Mientras tanto, en el mundo tienen lugar otros acontecimientos más importantes sucesos que podrían tener repercusiones para la guerra y para nosotros.

Dray-yan sirvió una copa de vino a Grag, hizo que éste se sentara frente al escritorio y le acercó uno de los montones de papeles.

—Repasa tú estos documentos. Sobre todo presta atención cuando se hable de un sitio llamado Thorbardin.