La Mezcladora de Cemento

LAS VOCES DE LAS BRUJAS susurraban como hierbas secas debajo de la abierta ventana.

—¡Ettil, el cobarde! ¡Ettil, el renegado! ¡Ettil, que no quiere participar en la gloriosa guerra de Marte contra la Tierra!

—¡Os escucho, brujas! —gritó Ettil.

Las voces descendieron hasta convertirse en un murmullo como el del agua en los largos canales bajo el cielo marciano.

—¡Ettil, el padre de un hijo que crecerá a la sombra de esta horrible verdad! —dijeron las viejas de piel arrugada y ojos astutos, entrechocando suavemente las cabezas—. ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza!

La mujer de Ettil estaba llorando en un rincón de la habitación. Las lágrimas caían como una lluvia, numerosas y frescas, sobre los azulejos.

—Oh, Ettil, ¿cómo puedes pensar así?

Ettil dejó a un lado el libro de metal con marco de oro que, rozado por los dedos, le había cantado una historia durante toda la mañana.

—He tratado de explicártelo —dijo—. Esto es una locura. Que Marte invada la Tierra… Nos matarán a todos.

Afuera, un ruido estrepitoso, la música repentina de una banda, un tambor, un grito, unas botas, estandartes y cantos. El ejército desfilaba por las calles de piedra, armas al hombro, seguido por los niños. Las viejas agitaban unas banderas sucias.

—Me quedaré en Marte, a leer —dijo Ettil.

Un golpe brusco en la puerta. Tylla fue a abrir. Su padre entró rugiendo:

—¿Es cierto lo que me han dicho? ¿Mi yerno un traidor?

—Sí, padre.

—¿No vas a luchar en el ejército marciano?

—No, padre.

—¡Dioses! —El viejo enrojeció hasta las orejas— ¡Qué oprobio! Te matarán.

—Y bueno, que me maten. No habrá más discusiones.

—¿Quién ha oído hablar alguna vez de un marciano que no quiera invadir la Tierra? ¿Quién?

—Nadie. Admito que es algo increíble.

—Increíble —repitieron las roncas voces de las brujas bajo la ventana.

—Padre, ¿por qué no tratas de convencerlo? —preguntó Tylla.

—¿Convencer a un montón de estiércol? —gritó el suegro con los ojos brillantes. Se acercó a Ettil— Brilla el sol, suena la música, las mujeres lloran, los niños saltan, todo como debe ser, los hombres desfilan valientemente, ¡y tú sentado aquí! ¡Qué vergüenza!

—¡Qué vergüenza! —gimieron las lejanas voces desde los setos.

—¡Salga de mi casa! ¡Váyase al diablo con sus frases idiotas! —estalló Ettil—. ¡Váyase! ¡Llévese sus medallas y sus tambores!

Ettil echó a empujones a su suegro mientras su mujer lloraba a gritos. Un escuadrón militar cruzó la puerta.

—¿Ettil Vrye? —gritó una voz.

—Sí.

—¡Está usted arrestado!

—Adiós, querida. Me voy a la guerra con estos imbéciles —gritó Ettil, mientras los hombres vestidos con mallas de bronce lo arrastraban hacia la puerta.

—Adiós, adiós —dijeron las brujas del pueblo, perdiéndose a lo lejos.

El calabozo era limpio y claro. Sin libros, Ettil se sentía nervioso. Se tomó de las rejas y observó los cohetes que subían en el aire nocturno. Las estrellas eran muchas y frías; cuando un cohete se lanzaba hacia ellas, parecían apartarse.

—Imbéciles —murmuraba Ettil—. Imbéciles.

Se abrió la puerta y entró un hombre con una especie de vehículo lleno de libros. Libros aquí, libros allí, libros en todas las cámaras del carricoche. Y detrás del vehículo venía el comisionado militar.

—Ettil Vrye, nos gustaría saber por qué tenía usted estos ilegales libros terrestres en su casa. Estos ejemplares de Historias Maravillosas, Cuentos Científicos, Historias Fantásticas. Explíquese.

El hombre asió a Ettil por la muñeca. Ettil se liberó con un ademán.

—Si van a matarme, mátenme de una vez. Esta literatura terrestre explica precisamente por qué no quiero ir a la Tierra. Explica por qué la invasión fracasará.

El comisionado frunció el ceño volviéndose hacia las revistas amarillentas.

—¿Cómo es eso?

—Tome cualquier ejemplar —dijo Ettil—. Cualquiera. Nueve de cada diez historias (publicadas entre los años 1929 y 1950, según el calendario terrestre) hablan de una invasión marciana que invade exitosamente la Tierra.

—Ah.—El comisionado sonrió, asintiendo con un movimiento de cabeza.

—Y que luego —dijo Ettil—, fracasa.

—¡Traición! ¡Literatura subversiva!

—Como guste, pero permítame que saque algunas conclusiones. Las invasiones fracasan, invariablemente, a causa de un hombre joven, generalmente delgado, generalmente irlandés, generalmente solo, llamado Mick o Rick o Jick, que destruye a los marcianos.

—¡No creerá eso!

—No, no creo que los terrestres puedan hoy hacer eso… no. Pero tienen una tradición, ¿comprende, comisionado? Varias generaciones de niños han leído, han absorbido esos cuentos. No conocen sino una serie de invasiones sucesivamente aplastadas. ¿Puede usted decir otro tanto de la literatura de Marte?

—Bueno… Creo que no.

—Sabe que no. Nunca hemos escrito esas historias tan fantásticas. Sólo atacamos, y morimos.

—No comprendo su razonamiento. ¿Qué relación ve usted entre la guerra y estas revistas?

—La moral. Algo muy importante. Los terrestres saben que no pueden fracasar. Lo llevan adentro, como la sangre en las venas. No pueden fracasar. Rechazaron todas las invasiones, aun aquellas maravillosamente organizadas. El haber leído durante su adolescencia todas esas historias les ha dado una fe que no conocemos. Nosotros, los marcianos, no estamos seguros. Sabemos que podemos fracasar. Nuestra moral es muy baja, a pesar del estrépito de tambores y cobres.

—¡Basta! ¡Traidor! —gritó el comisionado—. Arrojaremos al fuego estas revistas y haremos lo mismo con usted dentro de diez minutos. Elija, Ettil Vrye: unirse a la legión de los guerreros, o morir en la hoguera.

—Hay que elegir entre dos muertes. Elijo la hoguera.

—¡Hombres!

Arrastraron a Ettil hasta el patio. Allí vio como arrojaban al fuego sus revistas, tan cuidadosamente coleccionadas. Habían preparado un pozo de petróleo de un metro y medio de profundidad. Encendieron el pozo. Las llamas atronaron el aire. Dentro de un minuto me echarán ahí, pensó Ettil.

En el otro extremo del patio, en la sombra, vio la solemne y solitaria figura de su hijo, con los ojos amarillos, grandes y brillantes, llenos de pena y miedo. El niño, silencioso, no se movía. Miraba a su padre como un animal agonizante, un animal callado que sólo quería esconderse.

Ettil miró el pozo de fuego. Sintió unas manos rudas que le arrancaban la ropa y lo empujaban hacia el rojo perímetro de la muerte. Tragó saliva, y gritó:

—¡Un momento!

El rostro del comisionado, enrojecido por las llamas, se adelantó a través del aire tembloroso.

—¿Qué pasa?

—Me uniré a la legión de los guerreros —respondió Ettil.

—¡Bien! Déjenlo en libertad. Las manos cayeron.

Ettil se volvió y vio a su hijo que esperaba, allá en el otro extremo del patio. No sonreía, esperaba. En lo alto del cielo un dorado cohete incandescente subió entre las estrellas.

—Y ahora despediremos a estos valientes guerreros —dijo el comisionado.

La banda rompió a tocar, y el viento bañó suavemente, con una dulce lluvia de lágrimas, al ejército sudoroso. Los niños correteaban. Ettil miró a su mujer, que lloraba de orgullo, y a su hijo, serio y callado.

Entraron marchando en la nave, entre risas y hurras. Se ataron a las hamacas de tela de araña. Las hamacas se llenaron de hombres cansados y perezosos que esperaban masticando un poco de comida.

Una compuerta se cerró de golpe. Una válvula silbó.

—Hacia la Tierra y la destrucción —murmuró Ettil.

—¿Qué? —preguntó alguien.

—Hacia la gloriosa victoria —dijo Ettil con una mueca. El cohete dio un salto.

El espacio, pensó Ettil. Henos aquí, rodando entre las tintas negras y las luces rosadas del espacio, en una cacerola. Henos aquí, en un cohete celebratorio lanzado hacia los terrestres para que cuando alcen la cabeza los ojos se les llenen de reflejos de miedo. ¿A qué se parece esto, estar lejos, muy lejos del hogar, la mujer y los hijos?

Ettil trató de analizar sus temblores. Es como atar tus entrañas a Marte y dar luego un salto de un millón de kilómetros. Tu corazón sigue allí, en Marte, reluciente, palpitante. Tu cerebro sigue allí, pensando, humeando, como una antorcha abandonada. Tu estómago sigue allí, en Marte, somnoliento, tratando de digerir la última cena. Tus pulmones están allí, respirando el aire azul y embriagador de Marte, como un blando fuelle plegado que desea abrirse, que suspira añorando el resto de tu cuerpo.

Y aquí estás, un autómata sin engranajes, ni ruedas. El gobierno te ha hecho una autopsia, abandonando lo más importante sobre mares secos y oscuras colinas. Y aquí estás, vacío como una botella, apagado, sin sangre, con sólo un par de manos, para matar a los terrestres. Eres sólo un par de manos, pensó Ettil, en su frío aislamiento.

Aquí estás, en esta enorme tela de araña. Te acompañan algunos otros, pero están completos… tienen cuerpos y corazones. Pero lo vivo que había en ti, está allá ahora, arrastrándose por los mares vacíos, entre los vientos de la tarde. Esto que soy ahora, este barro helado, está ya muerto.

—¡Destacamentos de combate! ¡Destacamentos de combate!

—Listos, listos, listos.

—¡Arriba! ¡Dejen las telas! ¡Rápido!

Ettil se movió. Las dos manos frías se movieron ante él, en alguna parte.

Qué rápido ha sido todo, pensó. Hace un año un cohete terrestre llegó a Marte. Nuestros hombres de ciencia, con sus increíbles talentos telepáticos, copiaron la nave; nuestros trabajadores, con sus fábricas increíbles, la reprodujeron, cien veces. Ninguna otra nave ha llegado a Marte desde entonces, y sin embargo ya todos hablamos perfectamente el idioma de la Tierra. Conocemos su cultura, su modo de pensar. Y ahora vamos a pagar el precio de nuestra inteligencia.

—¡Preparen las armas!

—¡Listos!

—¡Apunten!

—¿Distancia?

—¡Quince mil kilómetros!

—¡Al ataque!

Un silencio susurrante. Un silencio de insectos en las paredes del cohete. El zumbido de insecto de las menudas bobinas, los pistones y los ejes de las ruedas. Un silencio de hombres acechantes. Un silencio de glándulas que emitían, acompasadamente, lentamente, unas gotas de sudor, en las axilas, sobre las cejas, bajo los ojos apagados y fijos.

—¡Atención! ¡Prepárense!

Ettil trató de sostenerse clavándose fuertemente las uñas en la razón. Silencio… silencio, silencio. Espera.

¡Tiiii… ti… tiii!>/em>

—¿Qué es eso?

—¡Una radio de la Tierra!

—¡Sintonicen!

—¡Están tratando de comunicarse con nosotros! ¡Sintonicen!

¡Tii… ii!

—¡Aquí están! ¡Escuchen!

—Aquí la Tierra, llamando a la flota de invasión marciana.

El atento silencio, el zumbido de insecto retrocedieron para que la penetrante voz de la Tierra resonara en las cámaras llenas de hombres expectantes.

—Aquí la Tierra. ¡Os habla William Sommers, presidente de la Asociación de Productores Americanos!

Ettil se inclinó hacia adelante cerrando los ojos.

—Bienvenidos a la Tierra.

—¿Qué? —rugieron los hombres en el cohete—. ¿Qué dijo?

—Sí, bienvenidos a la Tierra.

—¡Es una trampa!

Ettil se estremeció, abrió los ojos y miró con asombro la voz invisible que brotaba del techo.

—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos a la Tierra industrial y verde! —declaró la amable voz—. Os damos la bienvenida con los brazos abiertos. ¡Que vuestra sangrienta invasión se transforme en una eterna amistad!

—¡Una trampa!

—¡Chist! ¡Escuchen!

—Hace ya muchos años, nosotros los terrestres, renunciamos a la guerra, destruimos nuestras bombas atómicas. Todo el planeta es vuestro. Sólo os pedimos un poco de gracia, bondadosos invasores.

—¡No puede ser cierto! —murmuró una voz.

—Es una trampa.

—Aterrizad y sed bienvenidos, todos vosotros —dijo el señor William Sommers de la Tierra—. Aterrizad en cualquier parte. ¡La Tierra es vuestra! ¡Todos somos hermanos!

Ettil se echó a reír. Todos se volvieron hacia él. Los marcianos parpadearon.

—¡Se ha vuelto loco!

Ettil no dejó de reír hasta que alguien lo golpeó.

Un hombre bajo y gordo que esperaba en el centro de la plataforma de cohetes, en Green Town, California, sacó un limpio pañuelo blanco y se enjugó la frente cubierta de sudor. Luego miró allá abajo a las cincuenta mil personas rodeadas por un cordón de policías. Todos miraban el cielo.

—¡Allá vienen!

—¡Ah! —dijo la multitud.

—¡No, son gaviotas!

Un murmullo de desilusión.

—Quizá hubiese sido mejor declararles la guerra —dijo el alcalde—. Hubiésemos podido volvernos a casa.

—¡Chist! —dijo su mujer.

—¡Allá! —rugió la multitud.

Los cohetes marcianos surgieron de la luz.

El alcalde miró nerviosamente a su alrededor.

—¿Todos preparados?

—Sí, señor —dijo Miss California 1965.

—Sí —dijo Miss América 1940 que había venido corriendo a sustituir a Miss América 1966 que estaba enferma.

—Sí, viejo —dijo el campeón de los recolectores de frutillas del valle de San Fernando, 1956.

—¿Lista la banda?

La banda alzó sus instrumentos de cobre como si fuesen cañones. Los cohetes aterrizaron.

—¡Ahora!

La banda tocó Allá voy, California, diez veces.

Desde el mediodía hasta la una, el alcalde pronunció un discurso con ademanes ante los silenciosos y desconfiados cohetes.

A la una y cuarto se abrieron las puertas de las naves. La banda tocó Oh, tú, hermoso país, tres veces.

Ettil y otros cincuenta marcianos saltaron a tierra con las armas preparadas. El alcalde corrió hacia ellos con la llave de la Tierra en las manos.

La banda tocó Santa Claus llega hoy a la ciudad y un coro traído de Long Beach cantó algo así como Los marcianos llegan hoy a la ciudad.

Los marcianos vieron que nadie llevaba armas y se tranquilizaron un poco.

Desde la una y media hasta las dos y cuarto el alcalde volvió a pronunciar su discurso pro marciano.

A las dos y media Miss América 1940 se ofreció a besar a todos los marcianos si se ponían en fila.

A las dos y media y diez segundos la banda tocó ¿Cómo están todos, cómo están? para disimular la confusión creada por la sugestión de Miss América.

A las dos y treinta y cinco el campeón de los recolectores de frutillas, 1956, presentó a los marcianos un camión de dos toneladas lleno de frutillas.

A las dos y treinta y siete el alcalde repartió entre los marcianos unos pases gratuitos para los cines Elite y Majestic, uniendo a este regalo otro discurso que duró hasta después de las tres.

La banda tocó y las cincuenta mil personas cantaron Pues son tan alegres y buenos. Se hicieron las cuatro de la tarde.

Ettil se sentó a la sombra del cohete, con dos de sus compañeros.

—¡Así que esto es la Tierra!

—Yo opino que hay que matar a estas ratas sucias —dijo un marciano—. No confío en ellos. Son astutos como serpientes. ¿Por qué nos reciben de este modo? —Alzó una caja. En su interior algo se movía, susurrando—. ¿Qué me han dado aquí? Una muestra, dijeron.

El marciano leyó el marbete: BLIX, EL NUEVO JABÓN EN ESCAMAS.

La multitud erraba a la deriva, apretada alrededor de los marcianos como en un desfile de carnaval.

Se oía el murmullo insistente de los que hacían preguntas señalando las naves con el dedo.

Ettil sentía frío. Temblaba más que antes.

—¿No lo sienten? —susurró—. La tensión, la maldad de todo esto. Algo va a pasarnos. Tienen algún plan. Un plan sutil y horrible. Van a hacernos algo… lo sé.

—¡Opino que hay que matarlos a todos!

—¿Cómo vas a matar a una gente que te llama «compañero» y «querido mío»? —preguntó otro marciano.

Ettil sacudió la cabeza.

—Son sinceros. Y sin embargo, siento como si nos disolviésemos lentamente en un tanque de ácido. Tengo miedo, de veras.—Sondeó las mentes de la multitud—. Sí, son verdaderamente cordiales. Adelante, camaradas, bienvenidos, eso nos dicen. Un montón de gente común que adora por igual a perros, gatos y marcianos. Y sin embargo… sin embargo…

La banda tocó Barrilito de cerveza. Por cortesía de las cervecerías Hagenback, Fresno, California, se distribuyó cerveza gratis a todo el mundo.

Los marcianos se sintieron enfermos. Se pusieron a vomitar. Las bocas se transformaron en fuentes de agua sucia. El ruido de los vómitos atravesó los prados.

Ettil, enfermo, se sentó bajo un sicomoro.

—Una conspiración, una horrorosa conspiración —gruñó llevándose las manos al vientre.

—¿Que comió? —preguntó el comisionado militar.

—Algo que llamaban copos de maíz —murmuró Ettil.

—¿Y nada más?

—Una especie de cilindro de carne, dentro de un pan; y un líquido amarillo en un vaso frío, y algo así como un pescado… —suspiró Ettil. Se le cerraban los ojos.

Los gemidos de los invasores marcianos se oían en todas partes.

—¡Maten a esas víboras! —gritó alguien débilmente.

—Calma —dijo el comisionado—. Han exagerado su hospitalidad, nada más. Vamos, de pie. En marcha hacia el pueblo. Instalaremos unas cuantas guarniciones para estar más seguros. Los otros cohetes ya están descendiendo en otros pueblos. Tenemos mucho trabajo por delante.

Los hombres se incorporaron y miraron estúpidamente a su alrededor.

—¡De frente, marchen!

—¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro!

Las inmaculadas tiendas del pueblecito dormían bajo un sol abrasador. El calor lo bañaba todo… los postes, el cemento, los metales, los toldos, las terrazas, el alquitrán… todo.

Los pasos marcianos resonaban sobre el asfalto.

—¡Alerta, hombres! —susurró el comisionado.

Pasaban en ese momento ante un instituto de belleza. Del interior de la casa surgió una risita furtiva.

—¡Miren!

Una cabeza cobriza se asomó y desapareció como una muñeca. Un ojo azul brilló e hizo un guiño desde el agujero de una cerradura.

—Una conspiración —murmuro Ettil—. Una conspiración como les dije.

Olores y perfumes, impulsados por los ventiladores, llenaron el aire de la calle. Las mujeres estaban escondidas en cavernas, como criaturas submarinas, bajo conos eléctricos, con cabello ondulados en raros torbellinos y picos, con ojos maliciosos y duros, tímidos y animales; con bocas rojas como el neón incandescente. Los ventiladores giraban y giraban, y un viento perfumado invadía la tarde tranquila, moviéndose entre árboles verdes, retorciéndose entre asombrados marcianos.

—¡En nombre de Dios! —gritó Ettil, con los nervios deshechos—. ¡Volvamos a los cohetes! ¡Volvamos a casa! ¡Nos agarrarán! ¿No las veis? ¡Esos horribles animales marinos, esas mujeres ocultas en sus frescas cuevitas de piedra artificial!

—¡Cállese!

Miradlas, pensó Ettil. Agitan los vestidos como agallas verdes y frías sobre las columnas de las piernas.

Ettil dio un grito.

—¡Cierre la boca!

—¡Van a arrojarse sobre nosotros, esgrimiendo cajas de bombones y ejemplares de El amor y Bellezas de Hollywood, chillando con sus bocas rojizas y grasientas! ¡Van a inundarnos con trivialidades, a destruir nuestra sensibilidad! ¡Miradlas, a punto de morir electrocutadas, con sus voces susurrantes, sus cantos y sus murmullos! ¿Os atreveríais a entrar ahí?

—¿Por qué no? —preguntaron los otros marcianos.

—¡Os freirán, os sacarán la sangre! Nadie podrá reconoceros. Os harán pedazos, os azotarán hasta que no quede de vosotros sino un marido, un hombre trabajador, el hombre que paga para que ellas puedan venir a sentarse aquí, a devorar sus malditos chocolates. ¿Pensáis que podríais dominarlas?

—Sí, por todos los dioses.

A lo lejos se oyó una voz, una voz alta y aguda, una voz de mujer que decía:

—¿No es gracioso ése del medio?

—Los marcianos no son tan malos después de todo. Son sólo hombres —dijo otra.

—¡Eh, eh! ¡Yoo-hoo! ¡Marcianos! ¡Eh!

Ettil escapó dando gritos.

Se sentó en un parque, estremeciéndose, recordando la escena. Alzó los ojos hacia el oscuro cielo de la noche, y se sintió tan lejos de su casa, tan desamparado. Sentado aquí, entre los árboles inmóviles, podía ver a lo lejos a los guerreros marcianos que paseaban por las calles, con mujeres terrestres, o desaparecían en la fantasmal oscuridad de los palacios de las emociones pequeñas, para oír allí los horribles sonidos de unas cosas blancas que se movían sobre pantallas blancas. Y al lado de los marcianos se sentaban unas mujercitas de pelo rizado, con unas bolas de goma gelatinosa entre las mandíbulas, y debajo de los asientos, se endurecían otras bolas de goma con unas fósiles huellas que los dientecitos de gato de las mujeres habían impreso para siempre. La cueva de los vientos… el cine.

—Hola.

Ettil volvió la cabeza, aterrorizado.

Una mujer se había sentado en el banco, masticando perezosamente su pastilla de goma.

—No se escape; no muerdo —dijo la mujer.

—Oh —dijo Ettil.

—¿No le gustaría ir al cine? —preguntó la mujer.

—No.

—Oh, vamos. Todos van.

—No —dijo Ettil—. ¿No hay otra cosa que hacer en este mundo?

—¿Otra cosa? ¿No es ya bastante? —Los ojos de la mujer se abrieron llenos de sospecha—. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me quede en mi cuarto a leer un libro? ¡Ja, ja! Estaría bueno.

Ettil la miró un momento y al fin le preguntó:

—¿No hace usted otra cosa?

—Paseo en auto. ¿No tiene auto? Debería conseguirse un convertible Podler Seis. ¡Son maravillosos! Un hombre con un Podler Seis conquista a cualquier chica. Se lo aseguro —dijo la mujer, mirándolo—. Apuesto a que usted tiene montones de dinero… Viene de Marte, y todo. Apuesto a que si quisiera podría comprarse un Podler Seis e ir a todas partes.

—¿Al cine, por ejemplo?

—¿Le parece mal?

—No… no…

—Oiga, ¿sabe como quién habla usted? —dijo la mujer—. Como un comunista. Sí, señor. Nadie aguanta aquí esa clase de charla, se lo aviso. Nuestro viejo sistemita no tiene nada de malo. Hasta hemos dejado que ustedes los marcianos nos invadan sin levantar ni siquiera el dedo meñique, ¿acaso no es cierto?

—Sí —dijo Ettil—, y no entiendo por qué. ¿Cuál es el motivo?

—Porque somos de gran corazón, por eso. No se olvide, de gran corazón. La mujer se alejó en busca de algún otro.

Recurriendo al poco ánimo que le quedaba, Ettil comenzó a escribirle a su mujer, moviendo cuidadosamente la pluma sobre la hoja apoyada en la pierna.

Querida Tylla…

Pero lo interrumpieron otra vez. Una vieja aniñada, con una carita llena de arrugas, pálida y redonda, sacudió una pandereta bajo las narices de Ettil obligándole a alzar los ojos.

—Hermano —exclamó la vieja con los ojos brillantes—. ¿Has sido salvado?

—¿Estoy en peligro? —preguntó Ettil incorporándose y dejando caer la lapicera.

—¡En terrible peligro! —lloró la mujer, golpeando la pandereta y clavando los ojos en el cielo—. Oh, hermano, necesitas ser salvado, urgentemente.

—Pienso lo mismo —dijo Ettil, estremeciéndose.

—Hoy hemos salvado a muchos. Yo misma salvé a tres marcianos. ¿No está bien? —La mujer le mostró los dientes.

—Creo que sí.

La vieja parecía dominada por alguna sospecha. Se inclinó hacia Ettil y le preguntó en voz baja:

—Hermano, ¿has sido bautizado?

—No sé —murmuró Ettil a su vez.

—¿No lo sabes? —gritó la mujer alzando la mano y la pandereta.

—¿Es como ser fusilado?

—Hermano —dijo la mujer—. Estás en un estado pecaminoso lamentable. Le echaremos la culpa a tu descuidada educación. Apuesto a que esas escuelas de Marte son terribles… No enseñarán ninguna verdad. Sólo un montón de mentiras. Hermano, tienes que bautizarte si quieres ser feliz.

—¿Seré feliz aun en este mundo? —preguntó Ettil.

—No pretendas manjares en tu plato —dijo la mujer—. Conténtate con unas viejas lentejas, pues nos espera otro mundo mejor que éste.

—Lo conozco —dijo Ettil.

—Un mundo de paz —continuó la mujer.

—Sí.

—De serenidad.

—Sí.

—De leche y miel —dijo la vieja.

—Sí, sí.

—Y donde todos ríen.

—Ahora me doy cuenta —dijo Ettil.

—Un mundo mejor.

—Mucho mejor. Sí, Marte es un hermoso planeta.

—Oye —dijo la mujer, estirándose y dándole, casi, con la pandereta en la cara—, ¿te ríes de mí?

—¿Por qué? No —Ettil se sentía confuso y asombrado—. Pensé que hablaba usted de…

—No de ese malvado, sucio y viejo Marte. ¡Créeme! Los hombres como tú arderán siglos y siglos, y sufrirán, y se cubrirán de pústulas negras, y serán horriblemente torturados.

—Reconozco que la vida en la Tierra no es nada agradable. La ha descrito usted muy bien.

—¡Estás burlándote de mí otra vez! —gritó la mujer, enojada.

—No, no… por favor. Soy un hombre ignorante.

—Bueno —dijo la mujer—, eres un pagano y los paganos no son gente buena. Toma este papel. Ve a esa dirección mañana. Te bautizaremos y serás feliz. Cantaremos y saltaremos y elevaremos juntos nuestras voces. Y si quieres podrás oír nuestra banda de trompetas. ¿Irás?

—Haré lo posible —dijo Ettil, titubeando.

La mujer se fue calle abajo, golpeando su pandereta, cantando hasta desgañitarse:

—¡Soy tan feliz, soy siempre tan feliz!

Aturdido, Ettil volvió a su carta:

Querida Tylla:

Pensar que en mi ingenuidad creí que los terrestres contraatacarían con fusiles y bombas. No, no. Cometí un triste error. Mick, o Rick, o Jick, esos apuestos jóvenes que salvan el mundo, no existen. No.

Hay rubios robots de rosados cuerpos de goma, reales, pero de algún modo irreales; vivos, pero de algún modo automáticos, que viven en cuevas. Sus dientes son de un tamaño increíble. Tienen, además, una mirada fija, inmóvil, por haberse pasado innumerables horas mirando películas. Sólo tienen músculos en las mandíbulas: mastican incesantemente unos trozos de goma.

Y no sólo eso, querida Tylla, toda la civilización terrestre es algo semejante. Y hemos sido arrojados en esta civilización como un puñado de semillas en una mezcladora de cemento. Ninguno de nosotros podría sobrevivir. Nos matarán a todos, pero no con una bala, sino con un amable apretón de manos. Nos destruirán a todos, pero no con un cohete, sino con un automóvil…

Alguien dio un grito. Un enorme ruido. Otro ruido. Silencio.

Ettil alzó los ojos. A lo lejos, en la calle, habían chocado dos autos. Uno lleno de marcianos, el otro de terrestres. Ettil volvió a su carta.

Querida, querida Tylla. Unos pocos números si me permites. Cuarenta y cinco mil personas se matan todos los años en este continente americano, transformándose en jalea ahí mismo, en la misma lata, en los automóviles. Una jalea de sangre roja, con huesos blancos aquí y allá, como repentinos pensamientos, pensamientos horribles y ridículos, incrustados en la jalea. Los coches se repliegan transformándose en herméticas latas de sardinas… sólo jugo, y silencio.

Estiércol de sangre para las sonoras moscas del verano, desparramado por todas las carreteras. Rostros transformados en máscaras de la Víspera de Todos los Santos. (Una de sus fiestas. Creo que ese día rinden culto a los automóviles. No sé. Es algo que tiene relación con la muerte.)

Miras por la ventana y ves a dos personas, que hasta hace un momento no se conocían, cariñosamente acostadas y juntas, muertas. Preveo que esas jóvenes brujas y esas gomas de mascar aplastarán, contaminarán y atraparán a nuestro ejército en los cines. Uno de estos días trataré de escapar e ir a Marte. Tendrá que ser pronto.

Quizá, Tylla mía, en algún lugar esta noche, en esta misma Tierra, haya un hombre que tiene una palanca. Cuando mueva esa palanca, el mundo se salvará. Este hombre es hoy un desocupado. Su palanca está cubierta de polvo. El pobre se pasa las horas jugando al dominó.

Las mujeres de este malvado planeta están ahogándose en una marea de sentimentalismo, de falso romance. Buenas noches, Tylla. Deséame buena suerte, pues moriré probablemente tratando de escapar. Besos a los chicos.

Llorando en silencio, Ettil dobló la carta y se prometió a sí mismo llevarla más tarde al correo del cohete.

Dejó el parque. ¿Qué podía hacer? ¿Escapar? ¿Pero cómo? ¿Ir al correo esa misma noche, robar uno de los cohetes y volver solo a Marte? ¿Sería posible? Sacudió la cabeza. Se sentía confundido.

Sólo sabía que si se quedaba en la Tierra pasaría a ser el esclavo de un montón de cosas que zumbaban, roncaban, silbaban y emitían nubes de humo y malos olores. Y en seis meses sería el propietario de una úlcera rosada, grande y sensible; una presión arterial de dimensiones algebraicas; una miopía próxima a la ceguera, y unas pesadillas profundas como océanos e infectadas de intestinos de increíble longitud a través de los cuales tendría que abrirse paso a la fuerza durante todas las noches. No, no.

Ettil observó los rostros alucinados de los terrestres que desfilaban en sus ataúdes mecánicos. Pronto… sí, muy pronto, inventarían un auto con seis asas de bronce.

—Eh, usted.

La bocina de un auto. El largo féretro de un coche, negro y siniestro, se acercó a la acera. Un hombre se asomó a la ventanilla.

—¿Es usted marciano?

—Sí.

—Justo el hombre que busco. Suba, rápido… La gran ocasión de su vida. Suba. Iremos a hablar a un lugar tranquilo. Vamos, suba, no se quede ahí.

Como hipnotizado, Ettil abrió la puerta y entró en el coche. El coche se alejó.

—¿Qué deseas, E. V.? ¿Un manhattan? Dos manhattans, camarero. Okay, E. V. Yo convido. ¡Yo y los Grandes Estudios! No saques la cartera. Mucho gusto en conocerte, E. V. Mi nombre es R. R. Van Plank. Quizá has oído hablar de mí. ¿No? Bueno, chócalas igual.

Ettil sintió que le estrujaban y le masajeaban la mano. Estaban en una ratonera oscura, rodeados de música y camareros. Aparecieron dos copas. Todo había ocurrido tan rápidamente. Van Plank, con las manos cruzadas sobre el pecho, observaba su descubrimiento marciano.

—E. V. —dijo al fin—, te necesito para esto. La más espléndida de mis ideas. No sé ni cómo se me ocurrió; así de pronto. Estaba en casa, sentado, y pensé: ¡Dios mío, qué buena película sería! Los marcianos invaden la Tierra. ¿Qué necesito? Un consejero técnico. Subí a mi coche, te encontré, y aquí estamos. ¡Alcemos las copas! Por tu salud y tu futuro.

—Pero… —dijo Ettil.

—Sí, ya sé, necesitas dinero. Bueno, no faltará. Tengo aquí mismo una libretita de cheques muy apetitosa.

—No me gustan las golosinas terrestres…

—Muy gracioso, de veras. Bueno, te diré cómo imagino la película… Escucha. —Van Plank se inclino hacia adelante, excitado—. Para empezar, una escena con unos marcianos que bailan y tocan el tambor. Al fondo unas grandes ciudades de plata…

—Pero las ciudades marcianas no son así…

—Tenemos que darle color, muchacho, color. Deja que el viejo arregle este asunto. Bueno, ahí están los marcianos, bailando alrededor del fuego.

—Nosotros no bailamos alrededor del fuego.

—En esta película bailarán alrededor del fuego —declaró Van Plank con los ojos cerrados, orgulloso de su seguridad—. Luego aparecerán unas hermosas marcianas, altas y rubias.

—Las marcianas son morenas…

—Mira, E. V., así no podremos entendernos. Ah, me olvidaba, tendrás que cambiarte el nombre. ¿Cómo era?

—Ettil.

—Un nombre de mujer. Te voy a poner uno mejor: Joe. Te llamarás Joe. Okay, Joe, como decía, nuestras marcianas serán rubias porque… porque sí. Si no el viejo no estará contento. ¿Se te ocurre algo?

—Pensaba que…

—Y en otra escena, muy emocionante, la joven marciana salva de la muerte a todos los marcianos cuando un meteoro o algo parecido destroza el cohete. Una escena formidable. Me alegra haberte encontrado, Joe. Harás un buen negocio con nosotros, te lo aseguro.

Ettil se inclinó hacia adelante y tomó al hombre por la muñeca.

—Un momento. Quiero preguntarle algo.

—Seguro, Joe. Adelante.

—¿Por qué han sido tan amables con nosotros? Invadimos su planeta y nos reciben alegremente, como a unos niños que han estado extraviados durante mucho tiempo. ¿Por qué?

—No sois muy inteligentes en Marte, ¿eh? Sois bastante ingenuos, ya me doy cuenta. Mira, Joe, piensa un momento. Todos somos gente común, ¿no es así? —Van Plank agitó una manita oscura adornada con esmeraldas—. Somos tan vulgares como la basura, ¿no es cierto? Bueno, aquí en la Tierra estamos orgullosos de ser así. Este es el siglo del hombre común, Bill, y estamos orgullosos de nuestra medianía. Bill, estás en un planeta lleno de Saroyans. Sí, señor, una enorme familia de amables Saroyans… Todo el mundo ama a todo el mundo. Os entendemos, Joe, y sabemos por qué habéis invadido la Tierra. Sabemos que os sentíais muy solos en ese frío y pequeño Marte, y que envidiabais nuestras ciudades…

—Nuestra civilización es más antigua que la de ustedes.

—Por favor, Joe, no me gusta que me interrumpan. Déjame terminar y luego dirás todo lo que quieras. Como te iba diciendo, os sentíais muy solos allá arriba, y bajasteis a ver nuestras ciudades y nuestras mujeres y todo lo demás, y nosotros os recibimos con los brazos abiertos. Todos somos hermanos. Sois hombres comunes como nosotros. Y, además, Roscoe, esta invasión puede darnos algunos beneficios. Por ejemplo, esta película nos reportará una ganancia neta de un billón de dólares. Estoy seguro. La semana próxima comenzaremos a vender una muñeca marciana, algo especial, a treinta dólares. Piensa en los millones que podemos ganar. Firmaremos también un contrato para vender un juego marciano a cinco. Hay muchas posibilidades.

—Ya veo —dijo Ettil, echándose hacia atrás.

—Y luego, naturalmente, está ese nuevo y espléndido mercado. Piensa en los depilatorios, las pastillas de goma y las pomadas para calzado que podemos venderos.

—Espere. Otra pregunta.

—Lárgala.

—¿Cómo se llama usted? ¿Qué quiere decir R. R.?

—Richard Robert.

Ettil miró el cielo raso.

—¿Lo llamaron alguna vez, por casualidad, Rick?

—¿Cómo lo has adivinado, compañero? Rick, exacto.

Ettil suspiró y rió, rió. Extendió la mano.

—¿Así que usted es Rick? ¡Rick!

—¿Dónde está el chiste? Deja que el viejo lo sepa.

—No lo entendería… Una broma de familia. ¡Ja, ja! —Las lágrimas corrieron por las mejillas de Ettil y le llegaron a la boca. Golpeó la mesa, una y otra vez—. Así que usted es Rick. Oh, qué sorpresa, qué divertido. Nada de músculos prominentes, nada de fuertes mandíbulas, nada de revólveres. ¡Sólo una cartera llena de dinero y unos anillos de esmeraldas, y una enorme barriga!

—Eh, cuidado con lo que dices. No soy, quizá, un Apolo, pero…

—Deme la mano, Rick. ¡Deseaba tanto conocerlo! Usted conquistará Marte. Armado de cocteleras, arcos plantares, fichas de poker, bolsas de goma, gorras cuadriculadas y botellas de ron.

—Soy sólo un humilde hombre de negocios —dijo Van Plank bajando modestamente los ojos—. Hago mi trabajo y saco mis bocaditos. Eso es todo. Pero, como te decía, Marte será un gran mercado para los juegos automáticos y las historietas de Dick Tracy. Campo virgen. ¿Nunca habéis visto una historieta, eh? ¡Muy bien! Os meteremos por los ojos unas cuantas cosas a los marcianos. ¡Os vais a pelear por ellas, muchacho! ¡Os vais a pelear! ¿Y quién no? Perfumes, trajes de París, pantalones de Oshkosh, ¿eh? Y zapatos nuevos…

—No usamos zapatos.

—¿Pero qué me han traído? —preguntó R. R. con los ojos en el cielo raso—. ¿Un planeta de campesinos? Mira, Joe, ya arreglaremos eso. Os avergonzaréis de no usar zapatos. ¡Y luego os venderemos el betún!

—Oh.

Van Plank palmeó a Ettil.

—¿Trato hecho? ¿Serás el director técnico de mi película? Te daremos doscientos por semana para empezar. Y luego aumentaremos a quinientos. ¿Qué te parece?

—Me siento enfermo —dijo Ettil.

Había bebido el manhattan y estaba pálido.

—Caramba, lo siento. No sabía que eso podía hacerte mal. Vamos a tomar un poco de aire.

Al aire libre, Ettil se sintió mejor.

—¿Así que por eso nos recibieron en la Tierra?

—Claro, hijo. Cuando un terrestre puede ganarse honestamente un dólar, míralo, desborda de entusiasmo. El cliente nunca se equivoca. Nada de rencores… Bueno, ésta es mi tarjeta. Ve a los estudios de Hollywood mañana por la mañana, a las nueve. No te olvides de estar a las nueve. Es una regla de la casa.

—¿Por qué?

—Gallagher, eres un pájaro raro, de veras; pero me gustas. Buenas noches. ¡Feliz invasión!

El automóvil se alejó.

Ettil lo siguió con los ojos, incrédulo. Luego, frotándose la frente con la palma de la mano, echó a caminar por la calle, hacia el aeropuerto.

—Bueno, ¿qué vas a hacer? —se preguntó a sí mismo, en voz alta.

Los cohetes, silenciosos, resplandecían a la luz de la luna. De la ciudad llegaban los lejanos ruidos de las fiestas. En un puesto médico atendían un caso grave de depresión nerviosa: un joven marciano que, a juzgar por sus gritos, había visto demasiado, había bebido demasiado, había oído demasiadas canciones en los fonógrafos rojos y amarillos de los cafés, y había sido perseguido alrededor de innumerables mesas por una mujer parecida a un elefante.

—No puedo respirar… Aplastado, atrapado —murmuraba el enfermo.

Los sollozos cesaron. Ettil dejó las sombras y cruzó una ancha avenida que llegaba hasta las naves. A lo lejos los guardias dormían, borrachos. Escuchó. De la ciudad llegaba el débil ruido de los automóviles, la música y las bocinas. Imaginó otros ruidos: el insidioso zumbido de las máquinas que preparaban la levadura para engordar a los guerreros y hacerlos desmemoriados y perezosos; las narcóticas voces de las cavernas de los cines que acunaban y acunaban a los marcianos, incansablemente, incansablemente, hasta dormirlos de tal modo que desde entonces vivirían como sonámbulos.

Al cabo de un año, ¿cuántos marcianos habrían muerto enfermos del hígado, los riñones o el corazón? ¿Cuántos se habrían suicidado?

Ettil se detuvo en medio de la desierta avenida.

Podía elegir: quedarse aquí, aceptar el empleo en el estudio, presentarse todas las mañanas al trabajo, como consejero técnico, y al cabo de un tiempo decirle al productor que sí, de veras, había masacres en Marte; sí, las mujeres eran altas y rubias; sí, había danzas rituales y sacrificios; sí, sí, sí. O podía meterse en un cohete y volver, solo, a Marte.

—Pero, ¿y el año próximo? —se dijo.

Inaugurarían en Marte el club nocturno del Canal Azul, el casino de juegos de la Ciudad Antigua, en la misma ciudad. ¡Sí, en una de las antiguas ciudades de Marte! Tubos de neón, papeles sucios entre las ruinas, picnics en los viejos cementerios… todo eso, todo.

Pero no en seguida. Pronto llegaría a casa. Tylla estaría esperándolo con su hijo, y durante un tiempo podrían sentarse a orillas del canal a leer los viejos y hermosos libros, a saborear un vino suave y raro… Y hablarían y vivirían en paz hasta que los tubos de neón cayeran sobre ellos.

Y quizá pudieran irse entonces a las montañas azules y ocultarse allí un año o dos, hasta que llegasen los turistas a sacar sus instantáneas y decir qué bonito era todo.

Sabía ya lo que iba a decirle a Tylla:

—La guerra es mala, pero la paz puede ser algo horrible.

Ettil se había detenido en medio de la ancha avenida.

Volvió la cabeza y no se sorprendió al ver que un coche venía hacia él, haciendo eses; un coche abierto, lleno de muchachos y muchachas vociferantes, de no más de dieciséis años. Vio que los ocupantes del coche lo señalaban con el dedo y gritaban. Oyó el ruido creciente del motor. El coche se precipitaba hacia él a noventa kilómetros por hora.

Ettil echó a correr.

Sí, sí, pensó cansadamente, con el coche ya encima, qué raro, qué triste. Suena como… una mezcladora de cemento.