19

La festividad de san Isidro estaba ya cercana, y la ciudad de Madrid ultimaba todos los preparativos para la fiesta en honor de su patrón: el labrador.

Todo parecía indicar que este año el tiempo iba a ser clemente con las personas que decidieran celebrar aquella fiesta. Y es que los dos años anteriores la festividad se había visto empañada por sendos aguaceros que habían deslucido el propósito de diversión que las gentes querían. Las previsiones hablaban de cielos despejados de nubes y de temperaturas muy agradables; el resto sería cuestión de cada uno.

A Isabel Valverde siempre le habían hecho especial ilusión las verbenas callejeras que abundaban en ese tipo de celebraciones por las calles de la capital.

Joaquín e Isabel habían intentado inculcarle a Javier, desde muy pequeño, el divertirse en ese tipo de fiestas populares. Las tradiciones eran algo que no debía perderse, ya que eran parte de la memoria de cada pueblo y olvidarlas sería como arrinconar los orígenes de uno mismo.

Pero este año Javier no tenía ningunas ganas de fiesta. En los últimos días, incluso, había intentado pasar lo menos posible por los barrios por los que había verbenas instaladas cuando hacía los encargos, porque no se sentía con ánimos de celebrar nada.

Isabel ya le había dicho noches atrás, durante una de las ya frecuentes cenas con cada vez menos diálogo entre los tres miembros de la familia, que ella y su padre sí que irían a ver lo que había en las calles y que lo mejor sería que él quedara con sus amigos y saliera también a despejarse un poco; que falta le hacía. Pero aquella conversación había terminado como casi siempre: los tres discutiendo sobre la conveniencia de que Javier saliera más y se olvidara de Sofía de una vez por todas. Evidentemente Javier había defendido su posición y, una vez más, se negó a hacerles caso.

* * *

La mañana de san Isidro se presentó soleada como se esperaba. Todos los madrileños y los visitante agradecieron mucho que las previsiones se hubieran cumplido ya que un tercer año seguido sin poder celebrar la onomástica de su patrón hubiera sido histórico en la capital.

Pero a pesar de que la climatología era inmejorable, el día no iba a empezar bien para Javier. Era día festivo y le tocó trabajar. Para colmo el encargo que tenía que realizar era más grande de lo habitual y su padre le condenó a que su acompañante fuera Eduardo. Hubiera preferido que el mismísimo Diablo le hubiera ayudado con las bolsas; aunque pensándolo bien Satanás era un corderito al lado de su primo.

—Pero papá, hoy es fiesta —intentó quejarse Javier—. Este tipo de entregas no deberíamos hacerlas. Al final los clientes se van a acostumbrar y ya verás…

—Me parece que todavía no te has dado cuenta de que esto es un negocio, Javier. Y si queremos ganar algo de dinero tenemos que trabajar, ya sea fiesta o no. Así que deja de decir tonterías y lárgate de mi vista antes de que me enfade más contigo.

La voz de Joaquín era firme y no parecía admitir ningún tipo de réplica. Empezaba a estar ya cansado de tantas excusas tontas.

Mientras tanto Eduardo observaba la escena con una media sonrisa entre dientes, disfrutando de aquel momento.

—Venga no os enfadéis ninguno —trató de poner paz Isabel—. La verdad es que el chico tiene parte de razón. Hoy es un día especial y ya que cerramos a la hora de comer deberíamos haber retrasado este encargo para mañana.

—Pero no lo hemos hecho —protestó Joaquín viendo que su mujer se alineaba del lado de su hijo otra vez—. Así que ya no hay marcha atrás. Yo personalmente di mi palabra de que entregaríamos el pedido y lo haremos. Al parecer el cliente quiere celebrar una fiesta por ser san Isidro y no seremos nosotros los que se la fastidiemos.

No había concesión alguna en las palabras del dueño de la panadería. Las posibilidades de no hacer el encargo ese día eran las mismas que tenía el desierto de convertirse en océano de la noche a la mañana; ninguna.

—Y encima tengo que ir con… con… éste —dijo Javier con todo el desprecio del que fue capaz de acumular.

—Eso es… así haréis solamente un viaje —sentenció Joaquín.

—Preferiría hacer cuarenta…

Durante unos segundos el silencio se instaló en la vacía panadería. Joaquín, Isabel, Javier, Rocío y Eduardo se miraron entre sí sin decirse nada.

—Venga, ya está bien —rompió a hablar Isabel—. Haz caso a tu padre, Javier. Que así terminaréis antes.

—A éste lo que le pasa es que me tiene manía —dijo Eduardo con cierta malicia en su cara. Disfrutaba horrores viendo a su primo acorralado por su culpa y no podía dejar pasar una ocasión como ésa para regocijarse de él—. Por mí no hay ningún problema en llevar el pedido, ya que me he levantado pronto prefiero trabajar a perder el tiempo sin hacer nada.

Javier le mandó una mirada cargada de odio que de haberle podido herir físicamente, lo habría matado en aquel mismo momento. Conocía lo sumamente provocador que era, en especial con él, pero siempre que creía conocer su límite máximo, Eduardo lo sorprendía dándole otra vuelta de tuerca a su retorcida estrategia.

—Eso es verdad —intervino Rocío intentando defender a su hijo—. Mi chico no te ha hecho nada y tú siempre estás enfadado con él. Deberías ser un poco más amable, que al fin y al cabo sois primos.

—Mira, tía. Tú no te metas, que no sabes ni la mitad de lo que pasa —contestó insolente Javier.

—¡¡¡Niño!!!, ni se te ocurra volver a contestar así a tu tía —bramó Joaquín.

—Este chico está muy mal criado. Como siga por este camino al final terminará muy mal —ahondó en la llaga Rocío.

Isabel viendo por dónde podía acabar la discusión se plantó en el centro de la panadería y alzando la voz para que los otros la oyeran dijo firmemente:

—¡¡¡Bueno ya está bien!!! Estoy harta de que cada dos por tres estemos discutiendo. Tú, Javier, coged ahora mismo las bolsas y marcharos los dos a llevar el encargo. Y no quiero que discutáis. En cuanto terminéis os volvéis y en cuanto lleguéis cerraremos la tienda hasta mañana. Y en cuanto a ti, Eduardo, no quiero que hagas nada que enfade a Javier. Tu madre tiene razón: sois primos y deberíais llevaros mejor, pero los dos tenéis que poner de vuestra parte. Además hoy es un buen día para que empecéis a hacerlo.

Javier volvió a mirar a su primo y descubrió que Eduardo había acentuado su expresión de imbécil integral. Su sonrisa se había vuelto más amplia y su gesto era más triunfal. Se henchía de gozo por dentro ante la escena que estaba presenciando.

—Ya os he dicho que prefiero ir solo aunque tenga que hacer más viajes —dijo Javier sabiendo que no conseguiría nada positivo haciéndolo.

Este comentario hizo que la paciencia de Joaquín, de siempre escasa, terminara por colmarse. El hombre pegó un puñetazo al mostrador, que estuvo a punto de partirlo en dos, y con la voz en grito rugió:

—¡¡¡Ya estoy harto!!! Vas a hacer lo que te estamos diciendo. Lo vais a hacer los dos ahora mismo. Y no quiero más protestas, porque como te escuche otra vez voy a tener que pegarte dos guantazos a ver si así me entiendes mejor. Que estoy ya hasta los huevos de tantas tonterías.

—Por mí de acuerdo —rebuznó Eduardo.

Entonces, ante el acorralamiento al que estaba siendo sometido en esos momentos, Javier buscó a su madre para que ésta le ayudara como en tantas ocasiones anteriores lo había hecho. Pero esta vez al ver el gesto apesadumbrado de Isabel, el chico se dio cuenta de que era mejor no tensar aún más la situación creada. A veces era mejor esperar a otra ocasión para contraatacar una humillación como la que estaba sufriendo. Se decía que a todo cerdo le llegaba su san Martín; aunque Eduardo, y mucho menos Javier, sabían que le faltaba muy poco para comprobar la veracidad del chascarrillo en primera persona.

Sin decir nada más al respecto se dirigió al lugar donde se encontraban las bolsas con el pedido esperando a ser trasportadas y cogió las dos que le parecieron menos pesadas. Las otras las tendría que llevar Eduardo, que a fin de cuentas había repetido hasta la saciedad que no le importaba hacer en el encargo, así que ahora tenía la gran oportunidad de demostrarlo con hechos, que casi siempre eran mejores que las simples palabras.

Cargado como iba se dirigió a la puerta de salida de la panadería y al cruzarse con su primo, le miró de manera desafiante mientras le decía con un tono inquietante en la voz:

—Coge las bolsas que quedan y vámonos, que todavía no hemos salido y ya estoy deseando volver.

Eduardo le devolvió el guante escudriñándolo con esa cara de besugo que Dios le había dado. Y sin dejar de hacer el payaso se cuadró de forma militar con mucha ceremonia mientras decía con su sonrisa de hiena:

—A sus órdenes, mi general.

Esto sacó de quicio a Javier, que tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no reventarle la cabeza a su primo de un puñetazo. Se hubiera quedado muy a gusto si lo hubiera hecho, pero seguro que ninguno de los otros tres asistentes a la discusión se lo hubieran permitido. Tiempo al tiempo: si seguía por ese camino, más pronto que tarde acabaría poniéndole en su sitio.

—Está bien —dijo Javier utilizando otra táctica para vengarse de Eduardo—. Pero el dinero lo llevo yo, que no me fío nada de ti, ¿estamos?

El gesto del chico cambió radicalmente, puesto que sabía perfectamente de lo que estaba hablando Javier. La sombra de aquel robo a su abuela años atrás seguía presente, junto con el hurto en la tienda. Además la tez se le volvió más pálida que de costumbre, fruto del efecto de aquellas palabras. La táctica había dado sus frutos y el verdugo ahora era la víctima. Javier tuvo que reconocer que por unos instantes sintió auténtico placer al hacer el mal contra su primo.

—Pero bueno, mira que serás insolente. ¿Es que no te has enterado de lo que te hemos dicho? ¿Se puede saber a qué viene eso ahora? —dijo Rocío visiblemente enfadada por el comentario de su sobrino.

—Eduardo ya sabe por qué se lo digo —contestó Javier sin darle mucha importancia. Aunque después añadió con expresión pícara—: ¿Quieres saberlo tú también?

—¡¡No!! —se apresuró a gritar Eduardo con las bolsas que le correspondía llevar ya en la mano—. Déjalo mamá, que es una tontería. Ya sabes que yo siempre he sido muy malo con las matemáticas y me parece que tiene razón: es mejor que el dinero lo lleve él, no vaya a ser que yo me vuelva a equivocar.

Todos volvieron a guardar silencio. Salvo las dos personas que conocían la verdad de la historia, el resto intentaba hacer sus propias cábalas intentado averiguar el sentido real de todas aquellas palabras.

—Vámonos —dijo secamente Javier mientras salía de la tienda sin esperar respuesta alguna—. Que cuanto antes nos vayamos, antes volveremos.

Desde dentro de la panadería le llegó la inconfundible voz de su madre que les decía:

—Tened cuidado.

Durante el trayecto Javier avanzaba rápido y siempre por delante de Eduardo, que ya se había acostumbrado a que en esos tipos de excursiones siempre se quedaba atrás. No le importaba lo más mínimo porque él tampoco tenía muchas ganas de compartir paseos con su primo. Ninguno de los dos se hablaba porque no tenían nada que decirse.

Javier guardaba la secreta esperanza de que la torpeza de Eduardo hiciera que, en algún momento del camino que tenía que recorrer juntos, terminara por pisar en el hueco de una alcantarilla abierta y se colara hasta el mismísimo centro de la Tierra. Así el mundo se libraría de uno de los seres más odiosos que lo habían habitado a lo largo de sus millones de años de historia. Pero desgraciadamente para él los operarios municipales tenían la costumbre de dejar cerrados los sumideros, así que prefirió seguir avanzando hacia su destino sin dirigirle la palabra.

—¿Falta mucho para llegar? —preguntó de repente Eduardo.

Javier notó en su voz que debía estar fatigado. No en vano, iba cargado con las bolsas más pesadas. Debía estar cansado. Jamás le confesaría que le estaba llevando por un itinerario mucho más largo de lo que podía haber sido si hubiera realizado el encargo él solo. Se estaba vengando a su manera, y a fe que se estaba divirtiendo horrores mientras lo hacía.

—¿Me has escuchado?

Le había oído perfectamente, pero pasaba olímpicamente de él. Intentaba concentrase en su único objetivo en esos momentos: acabar cuanto antes con el pedido mientras minaba la moral de su primo.

—¿Me vas a contestar?

De mala gana Javier se giró en redondo y esperó a que Eduardo llegara a su altura para decirle:

—Tú procura no enredarte con tus torpes piernas, no vaya a ser que tires las bolsas al suelo y tengamos que volvernos. Ya te diré yo cuando hemos llegado. Y sin más siguió andando calle adelante dejando atrás a su primo herido en su orgullo. Apretó el paso para que Eduardo tuviera aún más dificultades en alcanzarlo.

—Tú eres imbécil, chaval —desafió Eduardo.

Javier seguía andando sin dar signos de hacerle el más mínimo caso, cosa que a Eduardo le quemaba por dentro. No soportaba el hecho de no ser el centro de atención.

—Te luce bastante hacerme el vacío, ¿verdad?

No hubo contestación.

Y la paciencia del chico se derramó finalmente. Dio unas cuantas zancadas más grandes y se puso a la altura de Javier, que lo miró con gesto insolente. La ira se podía ver reflejada en las pupilas dilatadas de Eduardo, que fue a bramar algo.

—Bien, pues ya hemos llegado —lo interrumpió Javier parándose frente a un portal—. Así que ahora tú ver, oír y callar.

Eduardo, humillado nuevamente, siguió a su primo mientras subían los dos tramos de escaleras para llegar al piso donde tenían que entregar las bolsas. Aguardó silencioso a que Javier hiciera la transacción y no metió las narices en ningún momento de la entrega.

El camino de vuelta a la panadería descolocó aún más a Eduardo, puesto que las calles que recorrían no eran las mismas por las que habían hecho el camino de ida. Deconcertado miraba una y otra vez a Javier intentando saber qué se proponía su primo. Para colmo en un giro misterioso, y aparentemente sin sentido, Eduardo se encontró en el interior de un parque que seguro no había visto en su vida. Desconfiado le preguntó:

—¿Se puede saber qué es lo que pretendes? Por aquí no hemos estado antes.

—Mejor, así vas a conocer más sitios de Madrid. Ya sabes que el saber no ocupa lugar, o eso dicen —contestó Javier despreocupado—. Y encima no te quejes que te estoy haciendo de guía turístico sin cobrarte nada.

—Eres insoportable, chaval.

—¿Y me lo dices tú?

Los dos se miraron desafiantes durante unos segundos y a ambos se les pasó la misma idea por la cabeza: un puñetazo bien dado y fin del problema.

—¿Qué pretendes?

—Déjame en paz. Si no te gusta este sitio, te puedes ir por donde quieras —le dijo Javier con toda la intención del mundo sabiendo que su contrincante estaba totalmente perdido e indefenso en aquel lugar.

Se adentraron un poco más en el parque y Javier optó por sentarse en un banco. En parte porque estaba cansado del paseo y en parte porque quería seguir fastidiando a su primo.

Como un toro desbocado Eduardo se dejó caer a su lado y Javier temió por la integridad de los maderos en los que ahora los dos estaban sentados. Su plan estaba alcanzando el cenit y la moral de su primo estaba a punto de perder su línea de flotación.

—Me estoy empezando a cansar de ti. Además, te has pasado muchos pueblos con tu comentario sobre el dinero en la panadería.

—¿Tú crees?

Eduardo se lo quedó mirando con furia en los ojos y la cara totalmente roja de ira.

—Si no hubieras hecho aquello hace tiempo, ahora no tendrías que preocuparte de nada —le advirtió Javier—. El hombre es esclavo de sus hechos, recuérdalo.

—Cometí un error, de acuerdo, lo admito. ¿Es que me lo vas a estar recordando siempre? —dijo Eduardo con desesperación.

—Hasta que tú dejes de meterte en mi vida y me trates de forma normal. Desde siempre me has humillado y te has burlado de mí porque yo era más pequeño que tú. Pero no pensaste que algún día me haría mayor y que podría devolverte todo lo que me has hecho. Pues bien, ya he crecido y sé muchas cosas que tú no quieres que se sepan. Así que a partir de ahora tienes dos opciones: que nos llevemos bien o que nos llevemos mal. Y créeme que a estas alturas de mi vida me importa más bien poco llevarme por delante a quien sea.

La insolencia de Javier cogió por sorpresa a Eduardo. No se esperaba aquel monólogo y, mucho menos, aquella advertencia. No podía arriesgarse a poner a prueba a su primo, que ahora parecía un animal herido con mucho veneno en su interior dispuesto a salpicarle. Y ya se sabía que los cachorros heridos podían ser muy peligrosos cuando se defendían de una posible agresión.

De repente Eduardo se levantó del banco y se plantó frente a Javier. Lo miró con su habitual cara de imbécil y le dijo:

—Ah claro, es eso. Tú también tienes algo que ocultar, ¿verdad? Por eso no quieres que me meta en tu vida. Y seguro que tiene algo que ver con esa Sofía, ¿estoy en lo cierto, primito?

Javier puso los ojos en blanco en gesto de desesperación e intentó aguantar el asco que le producía escuchar el nombre de su princesa en boca de aquel bastardo. Cada vez estaba más cerca de perder las pocas fuerzas que aún le retenían sentado en el banco y de levantarse para partirle la cara a aquel capullo. Y haciendo un nuevo alarde de autocontrol suspiró ostentosamente para sujetar los nervios que le quedaban y habló mirando al infinito:

—No vayas por ahí, primito, que vas a acabar muy mal y no respondo de mis actos.

Eduardo sonrió satisfecho. Estaba provocando a su primo. Era lo que pretendía y parecía que lo estaba consiguiendo.

—Uy, uy, uy. Pero que miedo que me das, chaval —habló en tono burlón—. Parece que he dado en el clavo, ¿no?… Ya te dije yo que esa chica era mucha mujer para ti y como no podía ser de otra forma tú vas y la cagas con ella… Si es que no está hecha la miel para la boca del asno.

Javier seguía mirando hacia el horizonte sin prestar mucha atención a las provocaciones de su primo. Le parecía imposible que siendo de la misma familia tuvieran tan pocas cosas en común. El chico era consciente de que podría llevarse mejor con cualquier persona que cruzara en esos momentos por el parque que con Eduardo. Qué extraña era la vida a la hora de elegirte las amistades.

—Te lo estoy advirtiendo, primo —insinuó Javier con tono severo—. No me busques que me vas a encontrar.

Dicho esto, y teniendo en cuenta que su límite de paciencia estaba a punto de alcanzar el máximo, Javier se levantó muy despacio del banco y se dispuso a marcharse dejando a Eduardo con la palabra en la boca; ya que intuía que su primo no querría terminar ahí el diálogo que habían mantenido.

Eduardo adivinó al vuelo sus intenciones y se interpuso en el camino que prentendía tomar su primo. Ambos se volvieron a observar en silencio durante unos segundos. La cara de resignación de Javier contrataba con la de merluzo de Eduardo.

Ésa iba a ser la gota que colmara el vaso de Javier. Ya no podía aguantar más las estupideces de Eduardo. En unos segundos todo su ser estaría con la sensación más reconfortante que hubiera conocido en mucho tiempo. Sólo tenía que levantar el puño izquierdo y depositarlo con la mayor fuerza posible en el rostro de aquel patán. Lo demás sería pan comido.

Tres, dos, uno…

—Hola, chicos —oyó una voz familiar que le cortó de cuajo sus planes.

Mónica venía acompañada de Antonio. Ambos se acercaron hasta ellos y Mónica sólo le dio dos besos a Javier para saludarlo. Antonio, en cambio, le dio primero la mano sin mucha efusividad a Eduardo y después mucho más amistosamente a su amigo.

—No me digas que incluso en fiestas tienes que trabajar —dijo Antonio mientras terminaba de abrazarle.

—Ya lo ves. Ésta es la vida del currante —contestó Javier—. Pero ya he terminado con el encargo. Sólo me queda entregar el dinero, así que se puede decir que ya casi estoy de fiesta.

—Pues perfecto entonces, porque así podrás venirte esta tarde con nosotros a la verbena —dijo Mónica con alegría.

—Tú deliras, bonita —dijo Eduardo—. Este pringao seguro que prefiere quedarse en casa sin hacer nada lamentándose, que es lo único que sabe hacer… y así le va.

—Tú cállate, que a ti nadie te ha preguntado —atajó Antonio enojado—. Además eso que dices no es cierto, así que modera tu vocabulario.

Eduardo se quedó callado un segundo mientras evaluaba el alcance de aquella amenaza, pero rápidamente volvió a ser el mismo de antes. Y sobrado de soberbia contestó a Antonio:

—Oh, usted perdone. Aunque ahora que lo dices, sí, creo que tienes razón: el caso es que sí que hizo algo… violó a vuestra amiga. Joder, que plan más bueno. La viola, la embaraza y así se asegura el casarse con ella y abandonar esta vida tan mísera que lleva. No, si a lo mejor aquí mi primo es todo un genio. Sólo que no contó con que su futuro suegro tendría también algo que decir a respecto. Ya se sabe que no existe el crimen perfecto… Pero que pringao…

Javier asistía callado a aquel ataque frontal que estaba recibiendo. Tenía más ganas que nunca de machacar a su primo, pero sabía que su amiga tampoco aprobaba ningún tipo de violencia y que de hacerlo, Antonio lo separaría con rapidez para evitar que cometiera una locura.

—¡¡¡Cállate, no sabes de lo que hablas!!! —gritó Mónica alterada—. Eres malo. Una mala persona. Disfrutas haciendo daño a los demás, ¿verdad? No sé cómo alguien puede ser como tú.

Para Eduardo aquellas palabras lejos de ser críticas hacia su persona, eran elogios para sus oídos. Le encantaba sacar de quicio a cualquiera que tuviera delante y ahora disponía de dos nuevas víctimas que añadir a su larga lista. No podía dejar pasar aquella oportunidad, así que optó por tomar una aptitud teatral haciéndose el sorprendido y diciendo:

—Aunque bien pensando no sé yo quienes sois peores: si vosotros o él. No me extraña nada que seáis amiguitos; míralos, igual de patéticos los tres. Por más vueltas que le doy, la que no me cuadra en el grupo es Sofía. Ella tenía mucha más clase que todos vosotros juntos pero, vamos primito, que no te preocupes que tú solito le has arruinado la vida por un mal apretón de una tarde y le has hecho bajar de golpe todos los peldaños que ella os llevaba de ventaja, y la has puesto a tu… perdón… a vuestra misma altura. Espero que puedas vivir con ello a tus espaldas para siempre.

Todo sucedió muy rápido.

De repente, un puñetazo de fuerza extraordinaria fue a impactar de forma violentísima en el rostro de Eduardo, que no tuvo ni tiempo de intuir el tremendo golpe. Dicho impacto le hizo tambalearse durante unos segundos hasta conseguir que el chico cayera al suelo cuán largo era, totalmente aturdido.

Nadie en el resto del parque pareció haber visto la escena.

—¡¡¡Antonio, por Dios!!! —gritó Mónica en tono severo mientras apartaba a su novio de las cercanías de Eduardo—. Pero, ¿tú estás loco?

—Déjame Moni —contestó el chico jadeante todavía por la ira que le había provocado el momento de tensión que había vivido—. Este tío es un gilipollas y alguien tenía que hacerlo más pronto o más tarde. Sólo sabe provocar. Veremos si es tan valiente cuando se le discuten las cosas.

—Venga, ya está bien —intentó terciar Javier todavía sin creerse lo que acababan de ver sus ojos—. Y tú Antonio contrólate, que eso es lo que quiere el capullo éste.

En esos momentos Eduardo recobró la verticalidad con alguna dificultad añadida a lo que él esperaba. Se acarició la cara en busca de algún síntoma del guantazo, pero comprobó aliviado que no sangraba. De momento no parecía lesionado, aunque el intenso dolor que sentía en el lado derecho de su rostro y las ropas ensuciadas por la tierra del parque, daban pruebas suficientes para desechar la posibilidad de que todo lo que había sucedido dos minutos antes fuera un sueño. Un mal sueño para Eduardo.

Con mirada desafiante se plantó frente a Antonio, y los dos se dirigieron sendas miradas de odio. La tirantez entre ambos era tan alta que se podía cortar con un cuchillo el poco aire que corría entre sus dos cuerpos. Durante unos segundos el tiempo se paró alrededor de aquellas dos fieras.

—¿Quieres más? —le escupió prácticamente Antonio poniendo su cara a escasos centímetros de la de Eduardo—. A lo mejor todavía no te ha quedado claro que eres un payaso y un bocazas. Pero no te preocupes que yo te lo voy a explicar de una manera que no vas a tener más dudas en toda tu vida.

Mónica temiéndose que ambos se enfretaran en una pelea sin sentido, intentó terciar entre ellos colocándose rápidamente delante de su novio. Había que evitar de cualquier manera otro altercado porque las cosecuencias en esos momentos eran totalmente impredecibles.

—¡¡¡Basta Antonio!!! —imploró la chica—. ¿Quieres que os dejemos que os matéis como animales?

Eduardo dio un paso hacia atrás para dejar de estar cerca de aquella rubia que de nunca le había caído bien. Miró también con desprecio a su primo y tras escupir sangre a la tierra del suelo, dijo con todo el odio que pudo:

—Lo que yo decía: todos iguales. Ya nos veremos tú y yo —añadió dirigiéndose a Antonio.

—Cuando quieras, imbécil.

—¡¡¡Antonio!!! —suplicó Mónica—. ¿Quieres dejarlo ya?

Aquello se había puesto más complicado de lo que Eduardo había podido predecir tras recibir el puñetazo. Él no era tonto y sabía que en esos momentos estaba en inferioridad manifiesta de opciones de triunfar en aquel duelo.

—Yo me voy, que tengo cosas que hacer —dijo dándose media vuelta.

—Sí, anda, márchate y déjanos en paz a todos de una vez —le recriminó Mónica enfadada.

Eduardo, humillado, se marchó del parque dando grandes zancadas muy enojado por lo sucedido. Prefirió no mirar atrás mientras andaba, ya que pensaba que su primo y sus amigos seguirían atentos sus movimientos. Necesitaba huir del parque cuanto antes para olvidarlo todo.

—Gracias Antonio. Te debo una —comentó Javier dándole una palmada en la espalda a su amigo a modo de agradecimiento.

—De nada hombre. Si quieres que te diga la verdad, me he quedado muy a gusto después de haberle dado semejante puñetazo —y añadió en tono pícaro, siendo consciente de que Mónica lo estaba escuchando—. Fíjate que estoy pensando en salir corriendo detrás de ese imbécil y darle otro para quedarme a gusto del todo.

Los dos chicos rieron a carcajadas y con ganas mientras su amiga los miraba con ojos de sorpresa e incredulidad.

—Pero, ¿qué dices? ¿Estás tonto? Tú no eres así —dijo Mónica asustada ante la incomprensión de que estaba siendo objeto por parte de sus amigos.

Javier y Antonio rieron ahora con más ganas ante la expresión angustiada de Mónica, que seguía sin entender por qué ahora se había convertido ella en el mejor chiste que hubieran escuchado en toda su vida los dos chicos.

Estaba empezando a irritarse con el asunto cuando Antonio, que se había dado cuenta de que la broma no debía de ir más allá, abrazó a Mónica cariñosamente y tras darle dos besos en la frente, le dijo:

—No te preocupes, mujer. Que estamos de broma. Si ese bastardo no se merece que malgastemos nuestras fuerzas en pegarle… Aunque no te digo yo que si me lo vuelvo a cruzar…

Mónica se revolvió del abrazo de su novio y alzándose sobre sus pies para intentar igualarle en altura, colocó su rostro a escasos centímetros de la cara de Antonio. El chico detectó en los ojos color miel que ahora le miraban tan cercanos y sin pestañear el relampagueo del enfado mezclado con el reproche y el enojo. No convenía jugar tanto con Mónica, y menos con ese tema.

—… más vale que estés tú cerca para que me sujetes, porque si no…

—No digas eso ni en broma, ¿vale? No quiero que te conviertas en un camorrista por culpa de ése payaso —sentenció Mónica aún fastidiada por el comentario de Antonio.

Antonio la volvió a abrazar y esta vez la dio un beso en la mejilla intentando calmar un poco los ánimos de su novia. Ésta se dejó hacer; pero él no le contestó.

—De todas formas debo acordarme de que no tengo que hacerte enfadar por nada del mundo —dijo Javier en tono amistoso dirigiéndose a su amigo con una amplia sonrisa, procurando así que todo volviera a los cauces de la normalidad—, porque la verdad es que tienes un derechazo que da miedo sólo verlo.

—Pues ya lo sabes. Y que no se te olvide nunca. Tú no me lleves la contraria y yo no tendré que presentarte formalmente a mi puño.

Los dos volvieron a reírse con ganas, y esta vez Mónica se unió a ellos habiendo comprendido que no tenían arreglo y que de nada le iba a servir enfadarse. Ambos chocaron sus manos confirmando con ese gesto el tono jocoso de sus palabras. Mónica al verlos dejó atrás toda la tensión que había acumulado en minutos antes y sonriendo aún más ostentosamente dijo con expresión afable:

—Mira que sois tontos los dos…

—Sí, sí, tontos; pero tú nos quieres igual —dijo Antonio dándola un achuchón que no dejaba lugar a dudas sobre la reconciliación entre ambos.

Todos volvieron a sonreír animadamente y el sol que a esa hora se reflejaba en las ciudad de Madrid selló el instante con sus brillantes rayos de luz. Había aumentado el número de personas que paseaban por el parque, hecho que alarmó a Javier sobre la hora que debía de ser. Se había entretenido demasiado; además estaba su primo que seguro que…

—Bueno chicos, yo tengo que dejaros ya. Que todavía tengo que ir a la panadería a llevar el dinero del encargo… y a aguantar la bronca que me espera cuando Eduardo haya contado lo que le ha pasado aquí.

—Si quieres vamos contigo y yo lo explico todo —se ofreció Antonio sabedor de que el único culpable era él.

—No, dejadlo. Que hoy es fiesta y con que a uno se la amarguen es suficiente. Gracias de todos modos.

—¿Estás seguro? —preguntó Mónica—. Mira que yo creo que sería mejor que Antonio fuera y lo dejara todo claro, no vaya a ser que luego te lleves tú las culpas de algo que no has hecho.

—Estoy seguro —dijo Javier en tono de resignación—. Será mejor que vaya yo solo. De verdad, muchas gracias.

Los tres guardaron silencio. Mónica y Antonio decidieron no presionar más a su amigo, que últimamente las cosas habían cambiado mucho con respecto al Javier que habían conocido tiempo atrás. Estaba claro que él sabía que podía contar con ellos, pero si no quería hacerlo era una decisión que no iban a discutir por más que les doliera no poderlo ayudar como se merecía.

—Espera un momento. Como antes me has dicho que me debías una… — empezó a hablar Antonio sin dejar que su amigo empezara a marcharse todavía—. Te cojo la palabra ahora mismo y esta tarde te vienes con nosotros a la verbena de san Isidro.

Javier miró al cielo y puso los ojos en blanco. Sabía que más pronto o más tarde sus amigos, porque realmente ellos eran sus amigos, los mejores amigos que una persona podía tener; terminarían intentando que celebrara la fiesta del patrón. Era un trago por el que tenía muy claro que tendría que pasar; y ya había llegado el momento. Para ello intentó poner el mejor gesto posible para contestar al ofrecimiento que tan sinceramente le había hecho Antonio.

—No insistáis, por favor. Que ya sabéis que últimamente no me apetece mucho divertirme. Salid vosotros y pasároslo bien por mí.

—Si es que no vamos a insistir —dijo Mónica dulce, pero secamente—. Es que directamente vamos a ir a buscarte, así que estate preparado porque no nos vamos a mover de tu casa hasta que te vengas con nosotros. En tu mano está que vayamos todos a la verbena o que no vayamos ninguno.

Javier miró a su amigo Antonio buscando un poco de ayuda y de comprensión en el otro miembro masculino del grupo y éste le devolvió un gesto de aprobación mientras le decía:

—Ya la has oído. Y tú sabes, también como yo, que a esta chica no se le puede llevar la contraria con lo cabezota que es.

—¡¡¡Antonio!!! —dijo Mónica molesta por el comentario.

Javier negó con la cabeza y con una media sonrisa sólo pudo abrir la boca para decir en tono cariñoso:

—¿Sabéis que sois una pareja ideal?, porque sois igual de pesados los dos. De verdad que no creo que hubierais podido encontrar otra media naranja con la que os hubierais podido llevar mejor. ¡¡Vaya dos patas para un banco!!

—Sí, sí, pesados; pero tú nos quieres igual —comentó Mónica haciendo suya la expresión de Antonio.

Todos rieron a la vez ante la ocurrencia de la chica.

—Aprendes rápido, pequeña —le dijo Antonio dándole otro beso en la mejilla. —Y que lo digas —sentenció Javier.

Ella hizo caso omiso de los comentarios de los chicos y siguió con lo que de verdad la interesaba en esos instantes.

—Bueno, pues ya lo sabes: a las cinco en punto te quiero dispuesto —amenazó más de palabra que de corazón.

—Vale, vale —se resignó Javier—. De verdad que no sé cómo puedo seguir queriendo ser amigo vuestro con lo plastas que sois.

—Pues porque nosotros te queremos a ti —dijo Mónica con una sonrisa de oreja a oreja ante su victoria en aquella batalla.

Acto seguido todos se fundieron en un abrazo y tras los besos y los apretones de manos de rigor para despedirse cada uno se marchó por donde habían venido. Durante el camino de regreso a la panadería, Javier pensó en la mejor manera para excusarse por el incidente del parque. No le cabía la menor duda de que su primo habría contado la historia a su manera a quien hubiera querido escucharle y seguro que él sería el culpable de haberle dado un puñetazo, o más, en la nueva versión inventada por Eduardo.

Por un lado prefería que las culpas cayeran sobre él, porque así Antonio no estaría implicado. No quería arrastrar a nadie más en su enfrentamiento personal con el hijo de su tía, aunque nunca podría agradecerle el paso que había dado al marcarle los nudillos en la cara sin apenas pensárselo. En su mente se repetía una y otra vez el brutal impacto con una nitidez extrema.

Mientras andaba, Javier decidió que la mejor defensa que podía utilizar a su favor era atacarle diciendo todo lo que pensaba de él. Así dejaría las cosas claras no sólo a Eduardo, si no también a su tía Rocío; y por extensión a sus padres, que seguro que lo estarían esperando de uñas y ya era hora de que se enteraran de qué clase de persona era Eduardo.

Pero aquel día no dejaba de depararle sorpresas agradables. Quizá no debería de acabarse nunca.

Cuando llegó a tienda se encontró con el cierre metálico medio cerrado y sospechó que la hora de llegada también formaría parte del orden del día en la bronca que le esperaba. Al pasar al interior comprobó que su tía y sus padres estaban terminando de recoger las cosas para cerrar en breves momentos. Había que dejar todo colocado ya que por la tarde no abrirían.

—Hombre, por fin has llegado —dijo Isabel levantando la cabeza para ver quien había entrado en la panadería—. ¿Dónde has estado? Eduardo hace ya un rato que volvió.

Aquella pregunta podía contener miles de matices, así que Javier decidió esperar unos segundos antes de contestarla. El tono de su madre no había sido en absoluto de reproche, y ahora lo miraba sonriente mientras esperaba sus explicaciones. Todo era bastante raro. ¿Acaso no deberían estar ya los tres gritándole como energúmenos por lo que había hecho? Mejor dicho, por lo que había hecho Antonio.

—Es que me he entretenido con unos amigos —intentó disculparse Javier.

—¿Con qué amigos?, si puede saberse.

Isabel no parecía muy convencida con aquel argumento y Javier decidió echar toda la carne en el asador para atraer a su terreno a su madre, que ahora le miraba con desconfianza. A veces la verdad era la única solución que te podía salvar de un problema mayor.

—Pues qué amigos van a ser, mamá —argumentó el chico—. Antonio y Mónica, que ya sabes lo pesados que son y resulta que hoy les ha dado porque me tenía que ir con ellos esta tarde a la verbena y no han parado hasta que les he dicho que sí.

Javier sabía que ésa era la verdad a medias, pero una verdad a fin de cuentas. Y además certera. Aquellas palabras borraron de un plumazo las pocas dudas de Isabel e hicieron que recobrara el gesto dulce que siempre la había caracterizado. La sonrisa de felicidad casi se la salía del rostro cuando le dijo a su hijo:

—Así que al final vas a salir esta tarde. Pues me alegro un montón, Javier. Ya les daré yo las gracias a tus amigos cuando los vea. Si no fuera por ellos estarías en casa como un ermitaño.

—Qué remedio, mamá. Ten amigos para esto.

Joaquín se le quedó mirando, pero prefirió negar con la cabeza antes que hacer cualquier comentario al respecto. Y Javier se lo agradeció, porque sabía que dijera lo que dijera, la conversación viraría irremediablemente hacia discusión.

—Por cierto, ¿dónde está Eduardo? ¿No decíais que hacía rato que había llegado?

—Se ha ido a casa —le contestó su tía Rocío desde la puerta de la trastienda—. Ha dicho que se encontraba un poco mareado.

Ja, ja, ja.

¿Mareado?

Ja, ja, ja.

Así que acababa de recibir un gancho de campeonato y el muy gallina ni siquiera se había atrevido a decirle la verdad a su madre. Al final iba a resultar que Eduardo no era tan listo como Javier había pensado. Había tenido en bandeja la oportunidad de ponerle en contra a toda su familia y sólo se le había ocurrido decirles que estaba un poco mareado. Ver para creer. Aquel chico era una verdadera caja de sorpresas.

Ja, ja, ja.

—Bueno mamá, pues que al final he quedado con Antonio y con Mónica a las cinco. Espero que no te moleste.

Isabel dejó el delantal que llevaba encima del mostrador y rápidamente se acercó a su hijo y le abrazó dándole mil besos como cuando era pequeño. Esto desesperaba a Javier, que se sentía desubicado ante aquellas innecesarias muestras de afecto de su progenitora. Pero ella era su madre y tenía ciertos derechos; derechos como el que estaba ejerciendo en esos momentos.

—¿Molestarme? Me alegro un montón, hijo. Y esta tarde tienes que prometerme que te vas a divertir mucho, ¿vale?

—Que sí, mamá. Pero suéltame ya.

* * *

La mañana siguiente a la festividad de san Isidro había sido estupenda en cuanto a clima, como lo había sido también la tarde anterior en la que los madrileños habían podido disfrutar de todas las celebraciones que la capital rendía a su patrón; el Labrador.

Incluido Javier, que finalmente no había podido evitar que sus amigos le arrastraran hasta la verbena que había instalada cerca de su casa. Todos se habían divertido mucho durante el tiempo que estuvieron envueltos en la celebración y, por unas horas, Antonio y Mónica habían logrado que su amigo olvidara momentáneamente sus problemas y esbozara alguna sonrisa varias veces a lo largo de la tarde—noche.

Habían bailado y cantado hasta que la orquesta encargada de animar a la gente se quedó extenuada de tanto entusiasmo que les había ofrecido el agradecido público madrileño.

Al final los tres lamentaron que la fiesta acabara, puesto que aquellos momentos les habían recordado acontecimientos no muy lejanos en el tiempo, pero muy distantes en sus pensamientos.

Aquella mañana Javier se había librado de madrugar para acudir a la panadería gracias a Isabel. Su madre había decidido que como premio por haber hecho el esfuerzo de intentar divertirse al día anterior, su hijo podía quedarse en la cama descansando de aquella tarde de fiesta. Recompensa con la que no estuvo muy de acuerdo para nada Joaquín desde un principio, ya que alegó que él tenía que hacer unas gestiones muy importantes, en el banco, que no podían esperar más tiempo a ser resueltas y que lo más probable sería que estuviera toda la mañana sola en la panadería; ya se sabía como eran de rápidos en los bancos a la hora de resolver los problemas de los clientes.

Pero cualquier intento de hacerla entrar en razón se terminaba chocando en el muro que Isabel había erigido en torno a su coartada: todos tenían que hacer lo posible para ayudar a Javier a salir del mal momento que estaba atravesando, y sus padres los primeros. Además ella sabía con total seguridad que dejarle que no madrugara esa mañana para que les ayudara en la panadería sería bueno para su hijo. Era su madre, lo sabía, y eso era suficiente.

Y Javier había aceptado encantado la propuesta de su madre la noche anterior cuando había regresado a casa y se había encontrado con que sus padres también acababan de volver de las fiestas. Además se lo agradecía enormemente porque la falta de costumbre en celebraciones como la del día anterior le había terminado por pasar factura y ahora lo único que deseaba era dormir plácidamente en su cama; que ésta lo abrazara cariñosamente ofreciéndole el anhelado descanso que él tanto necesitaba.

Al final Isabel había tenido razón: el ambiente en la panadería había sido más tranquilo de lo habitual en un día normal como aquél. Quizá los clientes también estuvieran descansando de los excesos de la tarde anterior, pensó la panadera mientras colocaba en una banasta de mimbre las barras de pan recién salidas del horno. Las verbenas de san Isidro no perdonaban a nadie, sonrió para sí Isabel.

Seguro que cuando se lo contara a Joaquín, éste no la iba a creer. Con cuentagotas habían atendido ella y Rocío a los compradores de la mañana; además no había pedidos que entregar al ser el día anterior festivo, así que menos trabajo todavía.

Isabel pensó que de seguir así el día sería absurdo abrir la tienda por la tarde, aunque rápidamente desechó aquella ocurrencia ante la imagen mental que se le presentó ante sus ojos: la reacción de su marido cuando fuera informado. Decidido, aunque no vendieran ni una triste magdalena, la panadería de la familia Torres abriría sus puertas por la tarde. Mejor sería tener la fiesta en paz.

Como no había nadie a quien atender Isabel y Rocío se pusieron a limpiar un poco la tienda. Lo cierto es que no les hacía falta hacerlo, porque de siempre el establecimiento se había distinguido por ser de los más impolutos del barrio. Tratándose de un negocio de comida, sus dueños siempre se habían tomado la limpieza muy en serio y era algo que siempre llevaban a rajatabla.

—Menos mal que no hemos hecho venir a los chicos, ¿verdad? —dijo Isabel mientras se subía a un taburete para limpiar una estantería—. Porque con el poco lío que hay se hubieran aburrido mucho.

Rocío la miró con cautela y la contestó sin pensar:

—Pues sí, aunque ya era hora de que mi a Eduardo también le tocara algo bueno.

Ahora fue Isabel la que miró a su cuñada con expresión extrañada.

—¿Qué quieres decir con eso?

—No me digas que no lo sabes, Isabel.

—Pues no, no sé de lo que me estás hablando, pero preferiría que me lo dijeras más claro.

Isabel dejó lo que estaba haciendo y bajó de un salto del taburete en el que estaba subida. Y casi antes de llegar al suelo se alegró de que su hijo no la hubiera visto hacerlo, ya que siempre procuraba ser él quien hiciera ese tipo de trabajos al estar ella todavía un poco delicada con lo de su operación.

Rocío notó el cambio de registro que se había producido en Isabel y creyó que era buen momento para soltar todo lo que llevaba tiempo guardándose y que ahora saldría de su boca como un río desbocado.

—Pues me estoy refiriendo a los tratos de favor que recibe tu hijo —opinó todo lo duramente que se le ocurrió decir—. No te creas que soy tonta. Llevo mucho tiempo dándome cuenta de que tu hijo siempre hace las cosa buenas y el mío tiene que conformarse con hacer lo que Javier no quiere. Y para colmo ni siquiera confiáis en él. ¿Sabes?, estoy harta de que mi hijo parezca siempre el Diablo y tu hijo un santo. ¿Es que le has visto como trata a mi Eduardo?

Realmente Isabel tuvo que confesarse a sí misma que no se esperaba semejante salva de latigazos verbales por parte de la hermana de su marido. Se la notaba visiblemente molesta y estaba claro que todo lo que había dicho no era producto de la espontaneidad del momento. Aquello debía de estar comiendo a su cuñada por dentro desde mucho tiempo atrás.

—Sinceramente creo que no tienes razón. Pero si la tuvieras, ¿Acaso te has parado a pensar que a lo mejor hay una razón para que Eduardo sea tratado así? — asaeteó Isabel lanzando sus dardos directos al corazón de Rocío—. Estamos de acuerdo en que tu hijo no es el Diablo y el mío tampoco un santo, ni mucho menos. Pero espero que no tenga que recordarte lo que Eduardo hacía con Javier cuando los dos eran más pequeños.

—Eso es agua pasada —refunfuñó la interpelada con disgusto y fastidio—. No estamos hablando de eso ahora.

—Claro. Es agua pasada porque tú no tenías volverle a comprar los juguetes que tu hijo le destrozaba a mío. Tú no tenías que ver como Javier lloraba desesperado porque cada vez que Eduardo venía a nuestra casa se llevaba algo de mi hijo. ¿Y ahora qué pretendes, que encima Javier le de una palmadita en la espalda? Mi chico ya es un hombre y sabe que tu hijo se portó muy mal con él; lo que ahora tengan entre los dos debería de ser cosa de ellos.

Rocío acusó el golpe recibido por las palabras de la mujer de su hermano. Nunca le había gustado que la dijeran las verdades tan a las claras, porque por lo general siempre le había recordado algún mal momento vivido anteriormente; como era el caso. Trató de sobreponerse a la humillación que acababa de recibir y decidió que la mejor manera de hacerlo era atacar donde más le dolía a Isabel.

Con una cara de satisfacción máxima, y ante la incredulidad de Isabel, se dio la vuelta con mucha parsimonia y dirigiéndose hacia el mostrador de la pastelería dijo en tono envenenado:

—Al menos mi Eduardo no ha violado a nadie…

Aquellas palabras cayeron en el corazón de Isabel como puñaladas. Por unos segundos la faltó el aire para respirar, pero pronto se recuperó y con paso firme avanzó hasta el lugar donde se encontraba aquella víbora dispuesta a comérsela viva si hacía falta.

—Que sea la última vez que vuelves a decir eso. Porque como te escuche otra vez si quiera insinuarlo, te juro que soy capaz de matarte con mis propias manos, ¿me has entendido? —bramó la madre de Javier—. No creo que tenga que volver a repetírtelo, porque no habrá una próxima vez, ¿te enteras?

Incluso Rocío se sorprendió por el ímpetu que había demostrado Isabel. Se la notaba realmente enojada y en un momento de tensión como el que estaba sufriendo, nadie podía saber como terminaría reaccionando. Una madre herida en su orgullo era extremadamente peligrosa cuando se le atacaba a un hijo.

Rocío retrocedió un paso y dejó aún más distancia entre ella y el mostrador que la separaba, cual barrera, de su encolerizada contrincante.

Durante unos segundos las dos se miraron sin decirse nada, porque sus ojeadas lo decían todo. La tensión entre ambas rozaba límites hasta ahora desconocidos para las dos mujeres.

—¿Pueden atenderme, por favor? —dijo un hombre mayor a espaldas de Isabel sorprendiendo a las cuñadas.

Tan ensimismadas estaban en su discusión que un cliente había entrado en la tienda y no se habían dado cuenta.

—Usted dirá —contestó Isabel repuesta del susto.

—Pues quisiera unas magdalenas de chocolate y un bizcocho de limón.

—No se preocupes que ahora mismo le atiende Rocío.

Acto seguido Isabel se marchó hacia la parte de la tienda donde se encontraba la panadería para dejar que el cliente pudiera comprar a gusto lo que quisiera. De momento se quedó tras el mostrador observando a la hermana de su marido desde la distancia. Se sentía reconfortada y se regocijaba por el intercambio de palabras que había tenido con Rocío. Hacía tiempo que también le tenía ganas y una inocente conversación le había dado la oportunidad de desfogarse con ella. Ahora ya sabría a lo que atenerse y esperaba, por su bien, que no volviera a mencionar en la vida ninguna frase que contuviera las palabras Javier y violación. Advertida había quedado; y el que avisa no es traidor.

Pero su satisfacción fue efímera, ya que en un décima de segundo el gesto afable de su rostro mudó a reticencia y rabia. Por la puerta de la panadería acababa de entrar una pareja de guardias civiles perfectamente uniformados. Uno era rubio y el otro moreno pero, salvo ese pequeño detalle, se podría haber deducido que fueran gemelos. Ambos eran altos, delgados y bien parecidos. Y jóvenes, extremadamente jóvenes para pertenecer al Cuerpo; o al menos eso le pareció a Isabel cuando estuvieron a escasos pasos de ella.

—Buenos días, señora —saludó el benemérito moreno.

—Buenos días, ¿qué desean? —contestó molesta la panadera.

A los dos hombres no les pasó inadvertido el tono de la contestación de la tendera. La verdad es que no estaban acostumbrados a ser recibidos de aquella manera tan brusca, pero ellos no podían saber las razones que tenía Isabel para estar así.

—¿Podríamos hablar en otro lugar? —dijo el guardia rubio señalando con la cabeza a Rocío y al señor mayor, que aún seguía comprando bollos—. Venimos buscando a los señores Torres y a Javier Torres.

Isabel comprendió en seguida que la tienda no era el mejor sitio para mantener una conversación sobre su marido, ella y su hijo, con aquellos agentes de la autoridad. Asintió con la cabeza y tras indicar a Rocío que cuidara del negocio unos instantes se dirigió a la trastienda diciendo:

—Síganme, por favor.

Los dos guardias civiles fueron tras ella y entraron en la trastienda con cautela. Tampoco les parecía ése el lugar más apropiado para tratar el asunto que les había traído hasta la calle Mallorca, pero no les quedó otro remedio que aceptarlo. Aquél no era su terreno.

—Pues lo siento mucho, pero mi marido ha salido a realizar unas gestiones y todavía no ha regresado —dijo Isabel casi sin tiempo a que el último benemérito, el moreno, entrara en la trastienda—. Y mi hijo no ha llegado todavía, así que me parece que no voy a poder ayudarles.

Los dos hombres se miraron con gesto de fastidio y guardaron respetuoso silencio ante aquel imprevisto que se les había presentado.

—Que estén ustedes aquí no tendrá nada que ver con algún asunto relacionado con Rafael Olmedo, ¿verdad? —acusó más que preguntar la panadera.

—Me temo que sí, señora —contestó el rubio.

—Pues hagan el favor de marcharse ahora mismo por donde han venido, porque mi familia y yo estamos cansados ya de él, y no queremos saber nada de ese hombre. Bastante daño nos ha hecho ya a todos.

La furia y la rabia de Isabel estaba apoderándose de ella por momentos y ya más que hablar gritaba. Los agentes se dieron cuenta de que la mujer estaba entrando en un estado de nervios que podría ser peligroso para su salud. No pretendían perjudicarla, pero tenían una misión que efectuar y su obligación era cumplirla.

—Tranquilícese señora, por favor —dijo el moreno en tono serio y autoritario, aunque preocupado como su compañero—. Y déjenos decirle lo que nos ha traído hasta aquí.

—No, señores, escúchenme ustedes a mí: váyanse ahora mismo de mi tienda y díganle a señor Olmedo que se olvide de nosotros para siempre y que nos deje vivir en paz. ¿Acaso es mucho pedir?

Las palabras de Isabel iban acompañadas de lágrimas de tristeza. Los hombres intentaron sobreponerse a la situación que indirectamente habían provocado y buscaron terminar aquel tormento cuanto antes. A ellos también les incomodaba lo que estaban viendo.

—Me temo que eso no va a poder ser posible, señora. De hecho, por eso precisamente estamos aquí… y si nos lo permite se lo explicaremos lo más rápidamente que podamos —se explicó el moreno—. Venimos en nombre del comandante Francisco Rivera.

Al escuchar ese nombre la cara de Isabel compuso una expresión de sorpresa. ¿Qué tendría que ver el padre de Antonio, el amigo de Javier, en todo aquello? Cuando habían detenido a su hijo, se había portado de manera excelente con ellos y ahora, pasado el tiempo, aparecía otra vez en sus vidas; pero por qué… Qué estaba sucediendo.

El guardia rubio advirtió el cambio de expresión en la mujer e intentó aprovecharlo preguntando sin perder ni un segundo más:

—¿Nos dejará ahora contárselo?

Isabel asintió en silencio mientras se secaba las lágrimas de su rostro, dando así el consentimiento al benemérito para que siguiera hablando.

—Seré breve, se lo juro —continuó el moreno—, ya que veo que nuestra presencia le incomoda. Antes de nada quiero pedirle perdón si la hemos asustado; le aseguro que no era nuestra intención.

Isabel volvió a asentir en silencio.

—Permítame también que nos presentemos. Somos el oficial Fernández y el cabo Ordóñez.

Los dos saludaron a la mujer que les correspondió el gesto, impaciente porque alguno de los dos le contaran de una vez lo que estaba pasando.

—El caso es que estamos aquí por orden del comandante Rivera —prorrogó el oficial Fernández observando el silencio de Isabel—. El pasado lunes el señor don Rafael Olmedo apareció muerto en su casa de la calle Felipe IV.

Aquella noticia cayó como un jarro de agua fría sobre el cuerpo desprevenido de Isabel. Una vez más, la rabia y el odio cubrieron por completo el gesto de la panadera. Todo aquel asunto le estaba pareciendo demasiado extraño. Cómo podía ser que Rafael Olmedo estuviera muerto, y sobre todo: ¿qué tenía ellos que ver con aquel suceso?

—Y, ¿qué pretenden ustedes ahora? ¿Cargarle a mi hijo con el muerto? Porque seguro que ahora pensarán que ha sido él —les recriminó Isabel con los ojos inyectados en sangre por la ira.

—No, no, se confunde señora. Déjenos hablar, por favor —dijo el rubio cabo.

—El caso es que junto al cadáver del señor Olmedo se encontró un testamento póstumo, escrito de su puño y letra, en el que contaba que se había suicidado y en el que expresaba su deseo de que ustedes recibieran esto.

Entonces, tras las palabras del oficial, el guardia civil rubio mostró a la panadera una bolsa de plástico transparente en la que se podían ver varios sobres en su interior. El hombre se lo entregó con cuidado e Isabel lo recogió con la misma repugnancia que si hubiera recibido un miembro amputado de alguna persona. La bolsa la quemaba en las manos y para evitarse un mal trago decidió dejarlo rápidamente encima de la mesa que había en la trastienda. Más que dejarlo lo tiro sobre el tablero de madera y los sobres se revolvieron en su interior, quedando uno legible sobre el resto.

Para los señores Torres

—¿Dicen que el señor Olmedo se ha suicidado? —preguntó aún incrédula Isabel.

—Eso he dicho —sentenció el guardia moreno—. Además los informes médicos forenses lo han confirmado, así que desde ayer descansa ya en paz junto a su esposa en el Cementerio del Este. El comandante Rivera se ha encargado personalmente del caso y nos ha exigido que cumpliéramos con este encargo. Nuestra misión era únicamente hacerle entrega de estas cartas. Y eso hemos hecho.

Isabel los miró en silencio durante unos segundos con cara de asombro, ya que intentaba digerir lo que acababa de escuchar. Aquella revelación había roto todos sus esquemas; por lo inesperado y por sorprendente del hecho en sí.

—Si tienen ustedes alguna consulta más pueden dirigirse al comandante Rivera en persona, que estará encantado en atenderles a usted y a su familia. Además nos pedido expresamente que les comunicáramos que estaremos a su disposición para todo lo que necesiten —dijo el rubio.

—Pues… muchas gracias —fue lo único que pudo articular Isabel.

—No hay de qué, señora —la trató de calmar el oficial con tono suave en sus palabras—. Ahora, si nos disculpa, tenemos trabajo. Buenos días. Ambos volvieron a saludar a la panadera.

—Gracias, una vez más —dijo Isabel.

—Buenos días, entonces —se despidió el guardia rubio.

Ambos salieron de la trastienda antes que la tendera, y antes de marcharse se despidieron también a la tía de Javier que ahora atendía a tres mujeres al fondo del negocio.

Isabel se quedó mirando la puerta de salida durante unos instantes intentado ordenar todos los pensamientos que cruzaban vertiginosamente por su mente.

—Rocío —gritó con voz más alta de la que realmente quería poner—. Sigue atenta a la tienda, que yo tengo que hacer algo importante ahí dentro. No me molestes por nada.

—¿Pasa algo? —preguntó preocupada Rocío.

—Nada que te incumba. Así que no te metas y, sobre todo, no me molestes, ¿de acuerdo?

Ante el tono severo de las palabras de Isabel, la tía de Javier asintió y sin decir nada más al respecto siguió atendiendo a los clientes que había en la tienda. Estaba convencida de que pasaba algo, si no, por qué habían estado allí los guardias civiles.

Entonces Isabel volvió a pasar a la trastienda y se sentó en una silla frente a la mesa de madera. Con las manos temblorosas, fruto de los nervios que sentía, recogió la bolsa de plástico que le habían entregado los beneméritos y lo abrió con extremo cuidado para descubrir que en su interior había tres sobres:

Para los señores Torres

Para Javier Torres

Para mi hija

El que iba dirigido a su marido y a ella era más grueso que el resto. Estaban todos escritos con la misma letra; la de Rafael Olmedo, supuso Isabel. Qué contendrían en su interior, pensó inquieta la panadera.

Durante unos segundos los tres sobres fueron barajados entre sus nerviosas manos, mientras intentaba concentrarse en algo que la hiciera olvidar los últimos minutos de su existencia.

Isabel estaba visiblemente preocupada ante lo que tenía delante. A la inesperada noticia de la muerte de Rafael Olmedo, se le sumaba el hecho de que antes de suicidarse se hubiera acordado de ellos… y viniendo de aquel hombre… cualquier razón podía haberle llevado a ello. Este pensamiento sólo contribuyó a que Isabel se atemorizara un poco más y en sus manos aquellos sobres dedicados quemaran como brasas. Quizá ni después de muerto los dejara en paz. Los difuntos también debían respetar a los vivos, máxime cuando estando entre ellos les habían hecho la vida imposible; como era el caso del señor Olmedo.

Después de dejar pasar unos interminables segundos en los que ni siquiera el ruido de la panadería la distrajo de su preocupación, Isabel decidió abrir el sobre que llevaba como destinatarios a su marido y a ella para leerlo. No sabía lo que se podía encontrar en el interior, pero lo mejor sería conocerlo cuanto antes. De nada servía alargar aquella absurda agonía. Más pronto o más tarde tendría que saberlo. El momento había llegado.

Con sumo cuidado para no cortarse, y ayudada de un enorme cuchillo, abrió el sobre y extrajo varios folios cuidadosamente doblados, que a simple vista también estaban escritos con la letra de Rafael Olmedo. Su pulso se aceleró inmediatamente ante el contacto con el papel que aún vio con vida a aquel hombre en sus últimas horas. Era muy difícil explicar el extraño sentimiento que embargaba a Isabel en aquellos momentos.

Desplegó, aún con miedo, los papeles y leyó con mucha atención lo que, a todas luces, la última voluntad del padre de Sofía les contaba a su marido y a ella.

La epístola manuscrita le aclaró minuciosamente las razones de lo que había sucedido realmente pocas horas después de haberse escrito esas palabras. Rafael Olmedo daba toda clase de explicaciones, algunas incluso innecesarias, para justificarse y pedía perdón hasta la extenuación por los, según sus propias palabras, múltiples errores que había cometido en los últimos tiempos con la familia de panaderos.

Pero de todo aquel relato, a Isabel algo la inquietó en sobremanera un punto que jamás hubiera esperado leer: Rafael Olmedo, ese hombre al que odiaba con todo su corazón, les pedía, les suplicaba más bien, a Joaquín y a ella un último favor; un favor que ninguno de los dos, aún siendo él quien se lo pedía después de morir y por carta, podrían negarse dadas las circunstancias. El fallecido editor aseguraba que había dejado todo dispuesto para que con una autorización firmada también de su puño y letra, incluida en ese mismo sobre, la familia Torres pudiera ir a Salamanca para recoger a Sofía y traerla a Madrid. La niña podría quedarse a cargo de ellos si las dos partes así lo deseaban. Su padre admitía que sería la mejor opción que podría sucederle a la niña, dadas las circunstancias. Además daba plenos poderes a su hija para que dispusiera de todo el capital ahorrado para emplearlo en lo que necesitara. Daba por hecho que Sofía utilizaría el dinero con diligencia y responsabilidad. También confirmaba que el piso de la calle Felipe IV era ahora propiedad de la chica.

Rafael Olmedo había estudiado al milímetro cada paso que había dado antes de suicidarse tratando de dejar todo bien atado.

Después de leer la carta por segunda vez, Isabel tuvo en su interior un mezclado sentimiento contrariado: alegría y tristeza a la vez en cantidades iguales. Primero pensó en Javier y en el júbilo que le produciría la noticia de muy pronto podría volver a ver a Sofía. Ella conocía muy bien a su hijo, y sabía que nunca había dejado de querer a su amiga. Era curioso el sentir del ser humano: la terrible muerte de una persona podía dar pie a la mayor de las alegrías para otra…

Ahora, para Isabel, había llegado el momento en el que tenía que demostrar su papel del madre en toda su extensión. Sabía que sería difícil convencer a Joaquín para ir lo antes posible hasta Salamanca, pero también era consciente de que Javier necesitaba que le ayudara; y por un hijo se debía hacer cualquier cosa. Y ella lo haría.

Y como una ráfaga de iluminación extrema llegó a su mente la imagen de Sofía. Ése sí que sería un gran problema. Por un lado creía que la niña también se sentiría contenta al verlos ir en su rescate; pero alguien tendría que contarle lo de la muerte de su padre y eso sería mucho más difícil de lo que en principio podía parecer; y encima le tocaría a ella hacerlo.

En tan solo unos segundos, y sin que hubiera tenido opción de pensárselo si quiera, se había convertido en madre adoptiva, e impuesta, de una niña a la que siempre había querido y que desde ahora sería una más de su familia.

La emoción pudo con ella y tristes lágrimas emergieron de sus ojos ante la perspectiva de lo que se le venía encima, a ella y a toda la familia Torres.

Acto seguido barajó la posibilidad de no leer las otras dos cartas, pero creyó que lo mejor sería hacerlo, no fuera que sus destinatarios se llevaran alguna otra sorpresa inesperada. Demasiadas emociones juntas. Todavía no se fiaba del todo de lo que había pasado y leído; cabía aún una posibilidad, aunque mínima, de que ésa fuera una nueva treta de Rafael Olmedo.

Leyó con detenimiento primero la carta dirigida a su hijo y luego la de Sofía. De hecho tuvo que releer ambas dos veces para asimilar lo que en ellas se decía. Aquellos folios daban bastantes más detalles sobre la razón que había desencadenado el fatal desenlace de la muerte del editor; mucho más precisos que en los que el señor Olmedo les había dedicado a Joaquín y a ella.

Comprenderlos le desconcertó aún más de lo que ya estaba; aquel hombre se había vaciado y sincerado momentos antes de matarse con Javier y con Sofía hasta desnudar completamente su alma con ellos. Sus excusas y explicaciones eran muy loables, pero Isabel pensó que no era el momentos más adecuado para que los chicos conocieran la cruda verdad. Así que se guardó las cartas y se prometió a sí misma que cuando ambos estuvieran preparados para saber aquellas confesiones, ella misma se las daría para que las leyeran. Mientras tanto, y hasta que fuera inevitable que supieran de la existencia de esas cartas, la versión sería igual para los dos: Rafael Olmedo había muerto de muerte natural; un infarto sería de lo más creíble, al menos de momento. Ahora lo más importante es que los amigos pudieran recuperar la felicidad que la vida les tanto les debía, y que Rafael Olmedo les había robado.

—¡¡¡Mamá, ya estoy aquí!!!

Los gritos de Javier llegaron nítidos desde fuera hasta la trastienda e Isabel se sobresaltó tras volver de sopetón a la realidad que había abandonado mientras elucubraba las posibilidades que se abrían en su entorno tras la visita de los guardias civiles.

—Niño, ten cuidado que tu madre está muy rarita —le oyó decir a Rocío.

—¿Está dentro? —preguntó Javier secamente.

—Sí, pero ha dicho que no quiere que nadie la moleste. Así que yo que tú me daba una vuelta por ahí hasta que se le pase la tontería.

Durante unos segundos el diálogo entre tía y sobrino quedó interrumpido. Isabel temió por un instante que su hijo hubiera hecho caso a su cuñada y se hubiera marchado. Pero sus recelos se esfumaron tan rápido como oyó decir a Rocío:

—No me mires así, que te estoy diciendo la verdad. Vuestro lado de la familia debe de tener algo que os vuelve a todos locos, porque primero empezaste tú y ahora es tu madre la que se ha vuelto un poco rarita…

Pero no pudo terminar la frase, ya que Javier contraatacó como una fiera desbocada a la que le va la vida defender sus posesiones.

—Ten mucho cuidado con lo que dices, tía Rocío. Porque no se te olvide que tú también formas parte de esta familia; así que la locura también puede atacarte a ti. Por cierto, divina locura sería la que tuviera mi madre.

Y acto seguido dejó con la palabra en la boca a su tía, que a sus espaldas refunfuñaba algunas frases que contenían los términos maleducado, malcriado, acabarás mal… y demás lindezas propias de Rocío.

Al entrar en la trastienda Javier se sorprendió de que se sentía mejor después de haber contestado de esa manera a la hermana de su padre. Era una suerte haberse liberado de aquella opresión que había aguantado durante años. A partir de ahora no se callaría ante nada ni ante nadie. Era ya hora de que la gente dejara de verle como un niño sumiso, para tomarle en serio como lo que era: un hombre que sabía mucho y que hasta entonces había callado aún más.

Buscó a su madre y le intranquilizó verla sentada en la mesa de la trastienda con las manos tapándose la cara.

—Mamá, ¿te pasa algo?

Isabel, que no había notado la llegada de su hijo, apartó sus manos del rostro y le miró con la visión todavía cristalina de sus ojos llorosos. Esto le alarmó porque aquella reacción de su madre no podía ser injustificada. Debía existir una razón para que estuviera así.

—¿Qué ha pasado? —volvió a preguntar inquieto.

—Tranquilo, Javier. No te preocupes —dijo Isabel. Sus palabras intentaban sonar tranquilas, pero no logró darles la entonación correcta. El tremendo shock producido minutos antes en esa misma habitación todavía flotaba en el subconsciente de la panadera.

—¿Quieres que esté tranquilo? ¿Que no me preocupe? Pero mira cómo estás. Por Dios, ¿qué pasa?

La mujer comprendió que no podía mantener más con aquella incertidumbre a su hijo. Había llegado la hora de afrontar la primera fase de aquel tremendo embrollo en el que les había metido Rafael Olmedo; otra vez. Antes de nada, sacó de su bolsillo un pañuelo y se enjugó las pocas lágrimas que ya surcaban su rostro. Javier la seguía mirando con recelo. Después intentó componer un gesto dulce y con toda la tranquilidad que le fue posible acumular en diez segundos dijo:

—Ven Javier. Siéntate aquí, a mi lado, que tengo algo muy importante que decirte.

—Esto no me gusta nada, mamá.

—Hazme caso, hijo.

Sin pensárselo dos veces el chico acudió rápidamente a la llamada de su madre y se sentó en la silla que quedaba libre frente a Isabel. La panadera tomó entre sus manos las de Javier y comenzó a acariciarlas dulcemente ante el desconcierto del joven.

—¿Te acuerdas cuando eras pequeño y yo te hacía esto para calmarte cuando estabas enfadado?

—Claro —contestó Javier totalmente desconcertado.

Después se lo quedó mirando durante unos segundos a los ojos. Las pupilas marrones de la madre chocaron con las de idéntico color, aunque más claras de su hijo; e Isabel no pudo evitar que las lágrimas volvieran a brotar en su interior. Javier ya no era un niño, había crecido. Y en breve tendría que afrontar unas responsabilidades más acordes con alguien más mayor que él. Pero también sabía que sería capaz de enfrentarse a ellas… y si no ella y Joaquín los ayudarían… porque pronto serían uno más en la familia; o mejor dicho, dos.

Javier seguía expectante las reacciones que se producían en su madre. Estaba rara, muy rara incluso para ella. Aunque había un detalle que lo desconcertaba del todo: Isabel no parecía estar realmente triste. Se atisbaba un poco de amargura, pero su gesto, por extraño que pareciera en aquellos momentos, no tenía nada que ver con la expresión que hubiera tenido de suceder algo malo en su entorno. Aquel enigma lo estaba poniendo a prueba, y sus nervios no parecían estar dispuesto a esperar mucho tiempo más para poder resolverlo.

Fue a abrir la boca para volver a pedir explicaciones, cuando tuvo que tragarse las palabras sin pronunciarlas al escuchar a su madre decirle:

—¿Sigues queriendo a Sofía, cariño? —aquella cuestión era lo que el diccionario de la Real Academia de la Lengua hubiera puesto como ejemplo perfecto de pregunta retórica.

El rostro de Javier se quedó sin color durante el segundo que su corazón dejó de latir al escuchar el nombre de su amiga. Ahora sí que todo estaba más liado de lo que parecía.

—¿Qué dices, mamá? —sólo pudo articular tras recobrar la respiración.

—Que todavía sigues queriendo a Sofía, ¿verdad? —no había ni un ápice de reproche o condena en el tono de voz de Isabel. Hablaba con suma candidez y por primera vez sonreía mientras lo hacía.

—Pues claro que la sigo queriendo. No me he olvidado de ella ni del bebé ni un solo segundo. Tú, mejor que nadie, lo sabes. ¿Por qué me lo preguntas? Pero, ¿a qué viene esto ahora? ¿Qué sabes de Sofía? ¿Le ha pasado algo a ella o al bebé? Las palabras de Isabel, mal medidas en esta ocasión, habían logrado el efecto contrario al que deseaba: no sólo no habían tranquilizado a Javier, sino que encima lo habían alterado más de lo conveniente. Las últimas dos preguntas las había formulado con la voz en grito. Incluso, inconscientemente, se había soltado del abrazo manual de su madre.

—Verás hijo… —comenzó a decir la panadera—. Ha pasado algo que puede cambiar toda nuestra vida… sobre todo la tuya…

—Pero, ¿qué es lo que ha pasado? ¿Qué tiene que ver con Sofía? ¿Le ha pasado algo? ¡¡¡Contéstame, mamá!!!

En ese momento Isabel temió que Rocío estuviera escuchando desde fuera. No quería que su cuñada se enterara, al menos por ahora, del nuevo vuelco que había sufrido aquella inverosímil historia que estaban viviendo desde hacia meses. No le apetecía nada tenerla que dar explicaciones precisamente a ella.

Pero al que sí que tenía que dársela, y pronto, era a su hijo, que seguía mirándola con los ojos desencajados suplicándole que hablara de una vez.

Isabel suspiró lentamente intentando encontrar las palabras exactas para expresar lo que quería decirle a su hijo. No podía fallar. Era difícil, mucho más de lo que había previsto. Pero ella era su madre y estaba obligada a hacerlo.

—Un poco antes de llegar tú ha estado en la panadería una pareja de la Guardia Civil… —comenzó a decir.

La última parte de la frase hizo que todos los pelos de Javier se erizaban a la vez. Además un tremendo escalofrío le recorrió por completo la espina dorsal haciéndole revolverse en su asiento como un resorte. Su experiencia con la Benemérita no había sido agradable precisamente, aunque estaba seguro de que nunca la olvidaría; y cada vez que escuchaba algo relacionado con ella no podía evitar sentir náuseas.

Isabel denotó la creciente inquietud que estaba provocando en su hijo y continuó hablando para tratar de poner un poco de orden en el caos que se estaba creando en la cabeza de Javier.

—Han venido para traernos esto —dijo señalando al único sobre que había encima de la mesa.

Javier lo miró con curiosidad, puesto que hasta ese momento ni siquiera se había dado cuenta de su existencia. Lo tomó entre sus manos y leyó las letras impresas en él.

Para los señores Torres

Su desconcierto iba en aumento por segundos. Sin decir nada volvió a dejar el sobre en la mesa y miró a su madre con gesto de sorpresa, pero a la vez suplicante para solicitarle que aclarara de una vez lo que estaba sucediendo.

—El señor Olmedo ha fallecido y en este sobre hay una autorización firmada por él mismo para que Sofía pueda venirse a Madrid con nosotros.

—¡¿Qué?!

—Lo que has oído.

—¿De verdad? Dime que no me mientes, mamá —pidió Javier mientras daba un salto de la silla en la que todavía estaba acomodado—. Dime que no me estás engañando.

—No, no te engaño, hijo. Lo que te digo es tan cierto como que te tengo delante de mí en estos momentos —le aclaró Isabel.

—Pues entonces tenemos que irnos cuanto antes. No podemos permitir que Sofía esté más tiempo en Salamanca pudiendo estar aquí con nosotros —las palabras brotaban de su boca atropelladamente fruto de la alegría que lo embargaba . La muerte de Rafael Olmedo no parecía preocuparle lo más mínimo al chico. Era el único candado que le separaba de abrir las puertas de par en par de la felicidad junto a Sofía; y ahora había saltado por los aires dejando el camino yermo para ser recorrido en pos de un encuentro locamente ansiado entre dos corazones en la distancia unidos por algo más que la amistad.

—Espera, espera. Antes habrá que convencer a tu padre —aclaró su madre devolviéndole los pies al duro suelo de la panadería—. Y los dos sabemos que no va a ser nada fácil hacerlo. Ya sabes cómo es.

—Pues le convenceremos como sea, mamá. No tenemos elección. Hay que traer a Sofía ya. Por cierto, ¿dónde está papá?

La impaciencia estaba pudiendo con el joven. La noticia le había sorprendido, ya que era del todo inesperada. Pero ahora los segundos corrían en contra de Sofía y de él. Cuanto más tiempo tardaran en llegar a Salamanca, menos tiempo tendrían para estar juntos.

—Tranquilízate un poco, que todavía no ha vuelto del banco. Debía de haber mucha gente.

—Pues vamos a buscarle y se lo decimos. ¡¡¡Vamos!!!

—¿Cómo quieres que hagamos eso? —contestó Isabel con autoridad—. Cálmate un poco. Ir de aquí a Salamanca no es como llegar hasta la esquina de la calle. A la hora de comer se lo diremos en casa, que no quiero yo que nadie más se entere de esto. Y con un gesto de su cabeza señaló al exterior de la tienda, y Javier entendió que su madre se refería a su tía Rocío. Una vez más ella tenía razón. Sólo faltaba que aquella cotilla supiera más de lo que debía sobre aquel asunto. Tuvo que reconocer que el plan de Isabel era lo mejor, por mucho que las mariposas estuvieran plantándole batalla a su estómago.

El lapso de tiempo que pasó hasta que todos estuvieron sentados para comer en la mesa del salón de la casa de la calle Fray Luis de León se le hizo eterno a Javier. Joaquín había regresado del banco casi a la hora de cerrar la panadería. Los comentarios envenenados sobre la disposición de los trabajadores de la sucursal no se habían hecho esperar desde que el panadero había cruzado la puerta de la tienda. Parecía increíble que un trámite más o menos normal se pudiera alargar en el tiempo hasta el infinito por culpa de unos ineptos como aquellos. Javier siempre había pensado que en ciertos lugares de la Tierra el paso del tiempo era relativo dependiendo de dónde te encontraras; los bancos eran uno de esos misteriosos lugares, el calabozo donde había estado tiempo atrás había sido otro.

Cada segundo que pasaba parecían siglos enteros de desesperante espera y el chico no veía el momento de salir corriendo en busca de su princesa. Ahora hasta su casa le oprimía y las paredes en las que había vivido toda su vida le asfixiaban. Le daba la sensación de que estaban perdiendo un tiempo precioso. Sólo esperaba que no tuvieran que lamentarlo más adelante.

—Y a ti, ¿qué te pasa, Javier? —preguntó Joaquín tras ver que a su hijo se le caían los cubiertos y el pan en los múltiples viajes que había hecho a la cocina para terminar de poner la mesa.

—Vamos mamá, cuéntaselo —dijo Javier ansioso cuando empezaron a comer.

—¿Contarme qué? ¿Qué has hecho ahora tú? ¿En qué lío te has metido?

Javier buscó a su madre, pero esta no dijo nada. Todavía estaba pensando en cómo darle la noticia a su marido de forma que no fuera muy traumática. También con él debía cuidar mucho su vocabulario si no quería que los planes que habían hecho su hijo y ella se quedaran tan solo en buenas intenciones. Conocía a su marido y sabía que debía andar con precaución. De no salir las cosas bien tendría una difícil papeleta en su relación con Joaquín y, lo que era aún peor, terminaría por ser ella la que hundiera a Javier para siempre.

—En ninguno papá, de verdad.

—Sí, sí, seguro… Veremos a ver ahora por dónde nos sale la bromita.

Nuevamente el silencio se instauró en la habitación ante la desesperación de los dos hombres; aunque cada uno por razones totalmente equidistantes entre sí.

—No le reprendas. Esta vez el chico lleva razón —terció por fin Isabel—. Javier no ha hecho nada.

—¿Entonces? ¿Alguno de los dos me vais a contar lo que pasa?

—Verás… esta mañana hemos tenido una visita inesperada en la panadería — dijo la mujer todavía sin saber muy bien los derroteros que podía tomar la conversación.

Joaquín dejó de sorber la sopa que estaba intentando comer, dejando la cuchara al lado de su plato, y miró con expresión escrutadora a su mujer mientras le preguntaba intrigado:

—Una visita, ¿de quién?

—Eso no importa ahora. El caso es que… —intentó contestar Isabel.

Pero su intento de pasar por alto la pregunta de su marido para enfilar la parte más importante del anuncio que tenía que hacerle quedó anulado al interrumpirla Javier de modo impertinente y a destiempo.

—La Guardia Civil, papá. Dos guardias civiles fueron a nuestra panadería.

Aquellas palabras de su hijo hicieron que Joaquín pegara un puñetazo con rabia en la mesa, que hizo que su cuchara cayera al suelo junto con un mendrugo de pan, el de Javier.

—¡¿Cómo?! ¿Y qué coño querían esos mal nacidos ahora? —dijo completamente irritado.

—Cálmate, por favor —suplico su mujer.

—¿Que me calme? ¿Que me calme? Seguro que Rafael Olmedo ha tenido algo que ver en todo esto, ¿a que sí? Maldigo el día en que ese hombre entró en nuestras vidas, joder.

Javier temió por la integridad de sus propios intereses cuando vio a su padre reaccionar así. No podía permitir que ahora todo se fuera al traste.

—No, no, no, papá —intentó reconducir la situación—. Que esta vez es una buena noticia.

—¿Una buena noticia? —preguntó escéptico, aunque un poco más relajado, el panadero—. No os engañéis. Que no puede existir en ningún idioma conocido en todo el Universo una frase en la que Rafael Olmedo y buenas noticias estén juntas; y encima tengan un significado real. ¿Dónde está el truco?

—Depende de cómo se mire —volvió a hablar Isabel.

—Ya me extrañaba a mí —concedió el hombre—. Venga, sea lo que sea, contádmelo de una vez, y deprisita, que al final se me va a enfriar la comida y todavía tenemos que abrir la tienda esta tarde.

Durante la siguiente media hora Isabel, y sobre todo Javier que interrumpía a su madre cada dos por tres, pusieron en antecedentes a Joaquín sobre la muerte de Rafael Olmedo y las consecuencias que el suceso implicaba a toda la familia Torres.

El hombre no dejaba de poner pegas al plan que le exponían su mujer y su hijo sobre el «rescate» de Sofía. Le parecía disparatado e inverosímil el hecho de presentarse en un convento de Salamanca para reclamar la tutoría de una niña a la que su propio padre había mandado allí; bien era cierto que su progenitor, el que la había condenado a la clausura, ahora estaba muerto y que frente a él tenía una autorización firmada en la que se aseguraba que con ese documento no tendrían ningún problema para traer a la sevillana hasta Madrid; pero…

—¿Y si éste fuera otro de los planes de ese demente? —acusó Joaquín sin tenerlas todavía todas consigo—. ¿Os hacéis a la idea de en qué lío nos podríamos a meter? Lo mismo ese miserable nos acusaba después de querer secuestrar a su hija.

—Que no, papá. Que con ese papel que tenemos podemos ir a rescatar a Sofía.

Joaquín miró receloso a su hijo y vio en él la ansiedad que le provocaba todo aquel asunto. Él también era consciente de que su hijo había cambiado mucho su forma de ser con todo la historia de Sofía. La sola mención del nombre de aquella chica hacía que por el rostro de Javier cruzara fugazmente un brillo de ilusión. Quizá fuera buscar un consuelo en donde no lo había, pero el caso es que el chico misteriosamente siempre había guardado la esperanza de que algún día Sofía y él volvieran a estar juntos… Y ahora parecía que esa posibilidad se le ofrecía como último clavo al que amarrarse.

—Tenemos que hacerlo, Joaquín —dijo Isabel casi suplicante.

Eran dos contra uno y aquello no pareció gustarle a Joaquín. No quería ser el malo de aquella historia, pero no terminaba de ver tan claro como el resto de su familia aquella situación. Tenía que haber algo oculto que se le escapaba. No podía ser tan sencillo como que el señor Olmedo hubiera muerto y ellos se hubieran librado para siempre de su presencia. Algo raro tenía que haber provocado que ahora se encontraran tan divididos a la hora de tomar una decisión al respecto.

—Está bien, está bien —expresó manteniendo su escepticismo—. Supongamos que vamos a Salamanca y nos traemos a Sofía. ¿Acaso habéis pensado dónde va a vivir la chica?, por que os recuerdo que no sólo vendría ella… Y me parece que esta casa no es lo suficientemente grande para meter a una persona más; con que a una persona y a un bebé ni os quiero contar.

Era el último cartucho que tenía en su recámara y Joaquín intentó emplearlo de la manera menos traumática para sus oyentes. Daba por hecho que ahora se ganaría el odio eterno de su hijo y el enfado desmedido de su mujer, así que se preparó para recibir el vendaval de objeciones que ambos le tendrían preparado.

Primero contempló el rostro horrorizado de su hijo, que observaba a su madre. A ninguno de los dos se les había ocurrido cubrir aquel imprevisto. Se encontraban tan ilusionados con la posible vuelta de Sofía a la capital, que habían olvidado algo tan fundamental como el sitio donde la niña se quedaría a vivir, al menos de momento hasta que diera a luz. Además las palabras de Joaquín eran ciertas hasta lo doloroso: aquel piso no permitía demasiados lujos de espacio para tres personas.

Pero Isabel era mujer, y eso la dotaba de una sensibilidad especial para las situaciones críticas. Las mujeres siempre sabían lo que tenían que hacer y cómo reaccionar a tiempo en los momentos determinantes; y ése lo era.

—Eso no importa ahora, Joaquín. Lo verdaderamente importante es que los chicos estén juntos y sean felices de un vez por todas. Ya nos apañaremos cuando estemos todos aquí.

—Estáis locos, ¿lo sabíais? —dijo resignado a su derrota Joaquín.

Isabel y Javier se sonrieron ligeramente sabedores de que las pegas habían acabado; ambos le habían llevado hasta su terreno y habían ganado la batalla y la guerra.

—¿Y cuando teníais pensado que hiciéramos el dichoso viaje? —preguntó casi con miedo.

—¡¡¡Cuánto antes, papá!!! —dijo Javier excitado ante la nueva perspectiva que abría en su futuro más inmediato.

—Sí, hombre, sí. Si te parece nos vamos ahora mismo —le recriminó su padre.

—Por mí perfecto —contestó despreocupadamente el chico sin darse cuenta del sarcasmo que incluían las palabras de Joaquín.

—Pero, ¿tú estás loco? Me parece que todavía no sabéis los que estáis diciendo.

Padre e hijo se miraron a los ojos durante unos segundos en silencio. Estaba claro que ahora la lucha se libraba en otro frente. El tiempo era oro; y lo estaban desperdiciando por momentos.

—Vale ya los dos —habló Isabel intentando romper el momento de tensión reinante—. Iremos mañana por la mañana, porque no podemos esperar mucho dado el estado de Sofía, que ya debe de estar a punto de dar a luz a su criatura…

Joaquín y Javier la escucharon en silencio.

—Llamaré a tu hermana para que se haga cargo de la panadería —sentenció la mujer.

—Bueno, pues ya está todo decidido, ¿no? —dijo Joaquín fastidiado—. Y luego dicen que los hombres somos los que llevamos los pantalones.

—Venga, pues entonces quedamos en eso entonces. Vamos a prepararlo todo para que podamos salir cuanto antes —terció Isabel.

Joaquín prefirió callar y no meter más cizaña. Únicamente dijo a modo de pataleta:

—Definitivamente estáis locos perdidos. Como auténticas cabras. Sólo espero que esto salga bien, porque si no…

Entonces Isabel sabiendo actuar acertadamente, como casi siempre en ella, se levantó de la silla en la que estaba sentada y lentamente se dirigió hacia la que ocupaba su marido, que la observaba con expresión expectante. Al llegar a su altura le rodeó con sus brazos y le besó en la mejilla mientras con voz dulce le dijo:

—¿Acaso tú serías capaz de dejar a Sofía sola en su estado, abandonada a su suerte? No podemos desentendernos de ella ahora. Nos necesita porque ahora no tiene a nadie y nosotros somos su única familia.

Joaquín suspiró hondo y guardó silencio sabiendo que estaba totalmente desarmado ante aquel argumento. Isabel lo conocía perfectamente y sus años de matrimonio le habían enseñado cuáles eran sus puntos débiles de su marido. Isabel lo había pasado muy mal en su embarazo de Javier: prácticamente había tenido que estar todo aquel periodo en cama, y tras eso ambos habían decidido no tener más descendencia para no poner en peligro la vida de Isabel. Joaquín sufrió junto a su mujer durante los ocho meses que duró el embarazo de su único hijo, y desde entonces sintió una especial ternura, cariño y compasión por las mujeres embarazadas. Y Sofía lo estaba… Las veía muy frágiles y tenía la sensación de que debían ser ayudadas en todo lo posible. Y ahora tenía la oportunidad de demostrar sus propios sentimientos…

—Mañana os quiero preparados a los dos a primera hora —dijo Joaquín intentando parecer serio, aunque dando pruebas evidentes de que ya no estaba tan en desacuerdo con la idea de ir a buscar a Sofía.