Marzo ventoso y Abril lluvioso, sacan a Mayo florido y hermoso.
Eso decía un dicho popular y a fe que este año estaba siendo uno de los que con más razón podía entonarse el refrán.
El mes de Marzo había sido uno de los más virulentos en cuanto a vientos en la capital. Muy numerosas fueron las intervenciones que los bomberos se habían visto obligados a realizar para intentar arreglar los estragos que la Madre Naturaleza parecía querer provocar en Madrid. Incluso las autoridades decidieron cerrar al público el Parque del Retiro por el más que evidente peligro que se cernía sobre cualquier ciudadano que quisiera pasear por él. La ingente cantidad de árboles con que contaba el parque, unida a las inclemencias del tiempo, hacían del lugar una trampa mortal para cualquier persona. Y dicha medida, como era habitual, fue acogida de diferente forma por los madrileños, que vieron en esta decisión algo más de imposición que de prevención. Pero el parque estuvo cerrado unos días y pronto la normalidad volvió a reinar en la ciudad.
Por su parte el mes de Abril había seguido dando la razón a la expresión popular y desde el mismo día uno los cielos se habían cubierto de espesas nubes negras. Más de la mitad del mes había pasado ya y la gente no podía recordar dos días seguidos en los que nos hubieran tenido que utilizar el paraguas. Los embalses eran los más agradecidos con aquella lluvia; sus reservas, en constante aumento, auguraban muchos meses sin restricciones en toda la zona centro del país.
Pero el temporal no sólo había azotado a la comunidad de Madrid. El resto de España no se había librado de las inclemencias meteorológicas, en mayor o menor medida, del capricho de la Naturaleza. Casi ninguna región podía estar aliviada, los daños eran más evidentes en las zonas rurales que en las urbes; y muchos de los agricultores daban por perdidas sus cosechas para ese año debido al destrozo provocado primero por los vientos y más tarde por las lluvias.
* * *
Donde también llevaba lloviendo varios días consecutivos era en Salamanca. Allí el tiempo había sido más benévolo que en la capital y aquellos chaparrones no se habían notado más abundantes que en años anteriores.
En el interior de Santa María Redentora daba igual que lloviera, que hiciera viento, que saliera el sol… todos los días eran igual de grises independientemente del color con que amaneciera el cielo.
Sofía había citado a sus dos amigas en la iglesia del convento, porque sabía que a esas horas de la tarde casi no había posibilidades de que las sorprendieran en esa reunión tan clandestina como no autorizada. Había contado con la dificultad que conllevaba el hecho de que Piedad fuera ciega; y ante una eventual huida si fueran descubiertas, aquello y su avanzadísimo estado de gestación complicaría mucho la situación de las tres.
Pero todo aquello eran riesgos insignificantes que todas estaban dispuestas a correr. Lo importante era la perspectiva que les ofrecía aquella reunión en la que las tres volverían a estar juntas, porque lo que la sevillana tenía que decirles a sus amigas podía cambiar para siempre la relación entre ellas. Las consecuencias de lo que iba a contarles en unos minutos sólo Dios podía saberlas.
Durante el desayuno Sofía se había acercado hasta el lugar donde comía Piedad y haciendo ver que se interesaba por ella, ante la mirada inquisidora de la monjas, le había dejado el mensaje de que fuera la mensajera con María del lugar donde se verían por la tarde mientras la daba dos besos en las mejillas. Ninguna de las monjas se sorprendió de la actitud cariñosa que la andaluza había adoptado con aquella pobre desgraciada, ya que de siempre las dos niñas se habían llevado muy bien. Sin dar más que hablar Sofía se había retirado a su lugar, muy lejos de Piedad y por supuesto de María, y había terminado de desayunar sola. Confiaba en la niña ciega y sabía que María siempre la ayudaba a ir a todos los sitios, porque la quería y sobre todo porque ninguna de las otras niñas internas quería cargar con aquel saco ciego que era Piedad. Así que tuvo la seguridad de que en el primer momento que tuvieran a solas su mensaje sería entregado a la única de las tres chicas que aún no conocía los planes que la andaluza había hecho la noche anterior mientras intentaba en vano dormir un poco en la cama de su habitación.
La sevillana había llegado la primera a la iglesia. En cuanto había terminado con sus obligaciones se había encaminado con paso lento hasta la ermita. Cuando llegó a su destino descubrió con alivio que nadie había elegido aquel lugar para pasar el tiempo.
Nada más entrar se dirigió hacia la talla del Cristo, que había sido su confesor, y se persignó ante Él. Le miró con recelo y descubrió que su expresión era la misma de siempre. Quizá la última vez que lo vio no hubiera llorado ante sus palabras. Quizá sólo fue una alucinación. Quizá…
Después se fue a sentar en uno de los bancos para esperar a sus amigas. Estaba muy nerviosa y le era imposible contener los nervios que se apoderaban de todo su cuerpo. Incluso su bebé la había notado más intranquila que de costumbre, y en alguna ocasión se lo había demostrado dándole alguna patadita en su vientre a modo de advertencia.
Como no sabía muy bien qué hacer mientras aguardaba la llegada de Piedad y de María, levantó la cabeza y comprobó que estaba sentada justo debajo de la imagen de san Jorge. E instintivamente una sonrisa le iluminó el rostro. Recordó que Javier, una vez de tantas, le había contado la historia de ese santo.
Sofía se acordó que lo primero que le contó su caballero era que la existencia de san Jorge no era del todo demostrable, cosa que sorprendió a la niña cuando lo oyó, pero que la tradición decía que fue un soldado romano de Capadocia (actual Turquía), mártir y más tarde santo cristiano. Su festividad se celebraba el veintitrés de abril porque se creía que ésa fue la fecha de su muerte en el año trescientos tres, con una edad próxima a los treinta años.
* * *
En la Edad Media fue uno de los santos más venerados en las diferentes creencias cristianas e incluso, en uno de los casos más extraños que se recuerdan en la historia de las religiones, también en el mundo musulmán.
La leyenda real de san Jorge se originó en el siglo IV. Se contaba que habría nacido en el seno de una familia cristiana de finales del siglo III. Su padre era originario de Capadocia y servía como oficial en el ejército romano. Su madre enviudó cuando él aún era muy joven y ambos regresaron a Lydda, ciudad natal materna, donde Jorge tuvo una buena educación.
El joven, al parecer, tuvo muy claro desde que era adolescente lo que deseaba y quiso seguir los pasos de su padre y se unió a las filas del ejército romano poco después de cumplir la mayoría de edad. Debido a su gran carisma entre los suyos ascendió muy pronto de grado militar, llegando a ser uno de los tribunos más jóvenes. Toda esta fama tuvo su recompensa cuando llegó a ser destinado dentro de la guardia personal del emperador romano Diocleciano.
La historia sostenía que san Jorge recibió órdenes de participar en la persecución contra los cristianos ordenada por el propio Diocleciano en el año trescientos tres y ante tal tesitura prefirió dar a conocer su condición cristiana y cuestionar la decisión del emperador al que servía tan eficientemente hasta esos momentos. Entonces, un iracundo Diocleciano herido en su orgullo más profundo, reaccionó ordenando la tortura y la ejecución de aquel traidor a sus ideas.
Tras diversas y numerosas torturas, Jorge fue decapitado frente a las murallas de Nicomedia el veintitrés de abril del año trescientos tres.
* * *
Sofía recordó también que Javier le había hablado alguna vez de otra leyenda mucho más fantasiosa sobre la vida de aquel santo que ahora la observaba desde su posición privilegiada en las alturas.
Una historia que al chico le encantaba, ya que hablaba de princesas, caballeros, reyes, dragones…
La niña cerró los ojos y se dejó envolver por la voz de Javier que se la volvía a recitar con aquella dulzura con la que siempre la había hablado. Tontamente se sentía más cerca de él mientras lo escuchaba narrar en su mente.
* * *
Javier le había contado que en el siglo IX había empezado a difundirse ese nuevo cuento, que habría dado lugar a muchas representaciones pictóricas de san Jorge a lo largo de los siglos montado a caballo como vencedor en la lucha contra un dragón. Esta historia era conocida como «San Jorge y el dragón», y parecía el más que probable origen de todos los cuentos de hadas sobre princesas y dragones en Occidente.
Dicha leyenda onírica contaba que cierto día san Jorge llegó a una ciudad de nombre Silca, en la provincia de Libia. Cerca de aquella población había un lago tan inmenso que algunos creían que era un mar dada su vasta extensión y puesto que en el horizonte no podía verse su fin. En sus aguas se ocultaba un dragón de tal fiereza y tan descomunal tamaño que tenía horrorizadas a las gentes de toda la comarca, porque todas las tentativas de capturarlo habían terminado con la huida despavorida de cuantos lo habían intentado, a pesar de que en cada prueba los aspirantes iban mejor preparados y armados que sus antecesores. Aquel monstruo emitía un fuerte hedor que llegaba hasta los muros de la ciudad y con él infestaba a cuantos trataban de acercarse a la orilla del lago. Los ciudadanos de Silca arrojaban al lago cada día dos ovejas para que el dragón se las comiese y los dejase tranquilos, porque si le faltaba el alimento acudía en busca de él hasta la misma muralla, atemorizándoles ya que con la podredumbre de su hediondez contaminaba el ambiente y causaba la muerte a muchas personas.
Al cabo de cierto tiempo los habitantes de la región se quedaron casi sin ovejas y, como la situación se estaba volviendo insostenible, celebraron una reunión y en ella acordaron arrojar cada día al agua del lago, para comida de la bestia, una sola oveja y una persona; y que la designación de ésta última se hiciera diariamente mediante un sorteo, y sin excluir de él a nadie. Así se hizo, pero llegó un momento en que casi todos los habitantes habían sido devorados por el dragón. Cuando ya quedaban muy pocos, un día, al hacer el sorteo de la víctima humana, la suerte recayó en la única hija del rey. Entonces su padre, profundamente afligido por el hecho, ofreció a sus súbditos todas sus riquezas, y hasta la mitad de su reino, a cambio de la salvación de la princesa.
Pero el pueblo, indignado ante la postura de su monarca, no aceptó su propuesta y le recordó que él había sido quien había ideado ese sistema de asignación, y que todos habían ido perdiendo a sus familiares y seres queridos; pero que siempre habían acatado aquel acuerdo sin rebelarse; y le recriminaron que ahora le había llegado el turno a su hija pretendía modificar su propia proposición. Además le amenazaron con que si la princesa no era arrojada al lago para ser devorada por el dragón, como antes tantos otros infelices, lo quemarían vivo y prenderían fuego su casa.
En vista de tal actitud el rey comenzó a dar alaridos y, dirigiéndose a sus ciudadanos, les suplicó que aplazaran el sacrificio de su hija siete días para poder llorar durante ellos su desgracia. Al menos ese privilegio debían concederle por ser de sangre real.
El pueblo, entonces, accedió a esta petición, pero, pasado el plazo de cortesía que se le había concedido, la gente de la ciudad exigió al monarca que cumpliera con su palabra, clamando enfurecidos frente a las puertas de su palacio. Convencido el rey de que no podía hacer ya nada por salvar la vida de su hija, la vistió con ricas y suntuosas galas; y la despidió entre lágrimas sabiendo que sería la última vez que la vería.
Cuando la princesa caminaba hacia el lago para cumplir con su funesto destino, san Jorge se encontró casualmente con ella y, al verla tan afligida, le preguntó por la causa de que derramara tan copiosas lágrimas. Ella intentó prevenirle de lo que podía sucederle si no se alejaba de aquel lugar, pero el caballero insistió en sus preguntas.
Durante el dialogo entre la muchacha y el hidalgo, el dragón hambriento, sacó la cabeza de debajo de las aguas y nadó hasta la orilla del lago, salió a tierra firme y empezó a avanzar hacia ellos. La princesa le imploró al hombre para que huyera de allí. Entonces Jorge, de un salto, se acomodó en su caballo, se santiguó, se encomendó a Dios, enristró su lanza, y haciéndola vibrar en el aire y espoleando a su cabalgadura, se dirigió hacia la bestia a toda carrera. Cuando la tuvo a su alcance hundió en su cuerpo el arma y la hirió. Acto seguido la capturó y la llevó malherida hasta las puertas de la muralla de la ciudad, prometiendo a sus atemorizados habitantes que mataría al dragón si todos se bautizaban y abrazaban a Cristo en su fe.
El rey primero, y el resto del pueblo después se convirtieron y cuando todos los ciudadanos de la urbe hubieron recibido el bautismo san Jorge, en presencia de una gran multitud que se había congregado en el lugar por curiosidad, desenvainó su espada y con ella dio muerte al monstruo y se lo llevó lejos de la ciudad para que fuera alimento de los animales carroñeros.
El monarca, agradecido por la salvación de su hija, ordenó erigir una iglesia enorme, consagrada a santa María y a san Jorge. La leyenda redondeaba aún más el halo fantástico de la historia añadiendo como dato curioso que al poco tiempo de terminarse la construcción, al pie del altar mayor de dicho templo comenzó a manar una fuente muy abundante de agua tan milagrosa que cuantos enfermos bebían de ella quedaban curados de cualquier dolencia que les aquejase.
* * *
Sofía miró al zócalo que tenía a un par de metros por encima de su cabeza y vio la imagen del santo representada como Javier le había contado que solía ser común tradicionalmente, salvo en un detalle: por razones obvias de espacio no había ningún caballo en la representación de aquella imagen. A pesar de ello el hombre allí representado iba vestido al modo militar medieval, con palma, la lanza partida, espada y escudo. A sus pies la cabeza inerte del malvado dragón daba testimonio de su heroica victoria.
De repente el silencio fue interrumpido por el ruido provocado por la inexplicable caída de un cirio del altar mayor que retumbó sobre el suelo de la iglesia.
En ese momento Sofía volvió a la realidad del momento que estaba viviendo, y sintió de nuevo temor al pensar que si alguna de las monjas la descubría en aquella actitud sólo podría salvar momentáneamente la situación mintiéndole, alegando que había ido hasta allí para rezar. Incluso tenía claro que añadiría a sus argumentos el estado de embarazo para crear así más compasión en su descubridora. Era consciente de que aquella maniobra tenía más mismas opciones de salirle bien como de salirle mal; por su bien, y por el de sus dos amigas, esperaba que si se daba el caso le saliera bien.
Pasaron unos instantes y la niña se puso aún más nerviosa ante la ausencia de Maria y de Piedad. Sólo el silencio más absoluto era el único sonido que la acompañaba en aquellos momentos.
No llegaban y no era normal. Algo estaba pasando. Quizá las monjas las hubieran descubierto mientras se dirigían hasta allí. A lo mejor no podían acudir a la cita…
Y cuando Sofía parecía más hundida en sus propias elucubraciones sobre el paradero de sus amigas, el ruido de unos pasos la hicieron que se desbocara su corazón. Casi si querer hacerlo, por lo que pudiera descubrir, la sevillana se giró lentamente sobre el banco en el que estaba sentada con intención de saber quién era el que había entrado en la desierta nave de la capilla.
Instantáneamente sus ojos se llenaron de lágrimas y volvieron a encenderse debido a la emoción que le provocó ver a dos chicas que avanzaban despacio por el pasillo central entre la fila de bancos: una apoyada en el brazo de la otra. La alegría se desbordó cuando descubrió que por fin habían llegado Piedad y María. Ambas le sonrieron al verla y en pocos segundos las tres se fundieron en un gran abrazo en el que todas liberaron sus nervios, sus temores y su júbilo por volver a estar juntas otra vez.
Durante unos segundos se miraron en silencio y las tres sonrieron con dulzura. Ninguna pensaba ya en la posibilidad de ser descubiertas. Todo lo demás las sobraba. Aquél era su momento.
—Gracias por venir, chicas —dijo Sofía aún visiblemente emocionada—. Sobre todo a ti, Piedad.
—No podía faltar, cariño —contestó la niña ciega—. Ya sabes que por ti haría cualquier cosa. Además María parecía muy preocupada por el tono en el que nos habías citado aquí.
Sofía miró a la interpelada con inquietud y ésta le devolvió un gesto de asentimiento y culpabilidad.
—Sí… bueno… lo siento —le intentó defender Sofía—. Siento mucho haberos preocupado, pero es que lo que tengo que deciros es muy importante. Vamos a sentarnos y os lo cuento.
Entonces la sevillana ayudó a María para conducir a Piedad hasta uno de los bancos del fondo, menos expuestos a la inoportuna mirada de cualquier intruso que osara entrar en la iglesia. Todas tomaron asiento en la zona más apartada: Sofía en medio, Maria a su izquierda y Piedad a su derecha; ésta última tomó entre sus manos las de Sofía y las empezó a acariciar dulcemente en un gesto que además la servía para mitigar la inquietud que sentía.
—Tranquilízate, mi niña —habló Piedad.
La cabeza de Sofía asentía sin mucha convicción, pero sus manos temblaban de nerviosismo puesto que sabía que no le sería nada fácil decir a sus amigas lo que su mente tenía encerrad
o.
—Veréis… lo que tengo que deciros no es nada fácil… —balbuceó Sofía sin saber cómo empezar a hablar.
María alarmada por el tono de la conversación y por la, cada vez más visible, intranquilidad de su amiga se revolvió en su asiento y preguntó en tono desesperado:
—¿Te ha pasado algo?
—No, no —se apresuró a contestar Sofía.
—¿Y a la niña? —insistió María—. ¿Le ha pasado algo a la niña?
La andaluza sintió que las manos de Piedad la apretaban ahora con más fuerza. La niña ciega tampoco lo estaba pasando nada bien, y Sofía se sintió culpable por provocar en sus amigas esos momentos tan amargos; y aquello sólo era el principio.
—No, tampoco. Estaros tranquilas que no nos ha pasado nada a ninguna. Las dos estamos bien.
Momento en el que Sofía aprovechó para acariciar su vientre. Después volvió a tomar las manos de Piedad y las llevó también hasta su abdomen. Ésta sonrió al tacto con la tripa de la andaluza y casi en un susurro dijo dulcemente:
—Hola pequeña, ¿qué tal estás?
El bebé reaccionó a la caricia moviéndose ligeramente en señal de agradecimiento. Y durante unos instantes no hubo nada que perturbara la paz de aquel momento. Piedad se inclinó lentamente y depositó en el vientre de Sofía un beso que iba destinado a la criatura que su amiga llevaba dentro.
—Habla Sofía, por favor. No nos tengas así. Cuéntanos qué es lo que pasa — dijo María sobresaltando a Piedad, que no se esperaba la ruptura tan abrupta de aquel íntimo instante.
Las voces de las tres chicas habían resonado muy poco en la nave de la iglesia, ya que todas hablaban muy bajo para no tentar a la suerte de ser descubiertas. Pero las últimas palabras de María zumbaron bastante más de lo aconsejable, fruto de los nervios que la habían incitado a levantar su voz muy por encima del tono debido. Además el gesto intranquilo de Sofía no ayudaba en nada a tranquilizar los ánimos de las otras dos niñas, que aguardaban impacientes una explicación para aquella extraña situación que las había llevado hasta allí.
La andaluza bajó el rostro y con visible pesadumbre dijo:
—No sé cómo deciros esto, pero creo que es mejor que lo haga cuanto antes, porque cuanto más tiempo pase más difícil será contároslo…
María y Piedad cada segundo que pasaba estaban más desconcertadas. Sofía parecía hablar otro idioma, porque ninguna de las dos entendían nada. Aún así pusieron toda su atención en la chica sevillana y mantuvieron un respetuoso silencio, haciéndose cargo del mal momento que estaba pasando su amiga; aunque todavía no supieran la razón de tal turbación.
Prosiguió hablando Sofía con emoción en su rostro:
—A ninguna de las dos puedo ocultaros que últimamente lo estoy pasando mal, muy mal. Y tengo que reconocer que si no hubiera sido por vuestra ayuda lo hubiera pasado mucho peor. Cada día que pasa me siento más triste y sólo de pensar que pronto llegará el día en el que nazca mi niña y ni siquiera pueda verla, me muero de pena por dentro. Me siento como uno de esos cirios, que se consumen lenta e irremediablemente y no hay nada que pueda evitarlo. Necesito salir de aquí. Necesito volver a ser feliz. Necesito ver a Javier… Así que después de pensarlo mucho durante estos últimos días he decidido que voy a escaparme en cuanto pueda.
—¡¡¡Qué!!!
Esta vez fue Piedad la que levantó la voz inconscientemente.
—Sé que os parecerá una locura, pero ya lo tengo decidido —se defendió Sofía.
—Que nos parece una locura no, que es una locura —reprendió María—. Pero, ¿tú sabes lo que estás diciendo, Sofía?
La anteriormente preciosa carita de la sevillana no aguantaba la presión y se desencajaba por momentos. Sabía que aquél sería un duro momento pero, ahora que estaba sucediendo, se daba cuenta de que era peor de lo que había esperado.
—Pues siento deciros que no hay marcha atrás en mi decisión —dijo todo lo desafiante que pudo—. Me estoy muriendo aquí dentro, ¿es que no lo entendéis?
Las dos niñas observaban el llanto de Sofía y ambas sintieron el mismo nudo en sus corazones al comprobar que la andaluza se había marchitado de una manera alarmante: ojeras muy acusadas se unían a un demacrado rostro de aquella estrella que brillaba cada vez con menos luz.
—Y, ¿se puede saber dónde vas a ir? —imploró María desesperada.
—Y, ¿qué vas a hacer cuando salgas del convento? —dijo Piedad.
—Pues no lo sé. Supongo que pediré a alguien que me ayude y me lleve hasta Madrid. Seguro que todavía hay gente buena que estará dispuesta a socorrerme, ya lo veréis.
La tensión iba creciendo por momentos. Inútilmente Sofía, antes de producirse aquella reunión, había pensado en utilizar una extraña estrategia con sus amigas: durante unos segundos creyó que si conseguía que María y Piedad, las dos chicas que habían sido su único apoyo en Santa María Redentora desde que había llegado, la odiasen, sería más fácil escapar de allí sin dejar atrás duros cargos de conciencia. No era lo más justo para ellas, pero a veces en la vida tenías que hacer daño a alguien en un momento concreto para no hacérselo durante toda la eternidad; era cuestión de elección. Y Sofía eligió no hacer nada de lo que había pensado: nunca podría perdonarse traicionar de esa manera a sus dos amigas. De haberlo hecho, estaba segura de que se hubiera odiado a sí misma el resto de sus días.
—¿Y crees que en tu estado alguien te hará caso? —le inquirió María—. Mira cielo, hasta ahora la loca he sido siempre yo, así que no hables más tonterías y piensa un poco lo que estás diciendo.
—No quiero pensar en nada más —se defendió Sofía—, no quiero seguir sufriendo en vano. Cada segundo que paso aquí dentro siento que se me está escapando la vida por cada poro de mi piel, y lo que más miedo me da es no poder aguantar lo suficiente como dársela a mi niña.
Casi en el mismo instante las dos oyentes mudaron su gesto y lo tornaron a sorpresa, confusión y asombro. Todo junto, a la vez, como si no fuera posible otra combinación de expresiones en sus rostros.
—Pero, ¿qué estás diciendo, Sofía? —preguntó Piedad muy alarmada e inquieta tras apretar con demasiada fuerza las manos de su amiga.
La andaluza suspiró hondo mientras intentaba que sus ojos dejaran de expulsar lágrimas al exterior de su cara. Sabía que si soltaba las manos de la niña ciega la agobiaría aún más. Era consciente de que Piedad seguro que a esas alturas ya sabía que ella estaba llorando, pero prefería pensar que por una vez su ceguera sería la aliada que la evitaría sufrimientos mayores. A María no se lo podía ocultar; así que mejor sería que aquel mal trago fuera lo menos traumático posible para todas.
—Lo que estoy tratando de deciros es… que… si no salgo de aquí rápido… terminaré por hacer una locura. Hasta ese punto estoy desesperada: me llevaré a mi niña conmigo para que no conozca lo que significa la palabra tristeza. Su madre ya habrá sufrido lo suficiente por las dos.
El silencio habló durante los siguientes segundos. La impresión que habían provocado las palabras de Sofía en sus dos amigas las había dejado literalmente sin palabras. Aquella confesión rompía con cualquier cosa de las que María y Piedad estuvieran dispuestas a escuchar de boca de aquella chica que tenían a su lado. El mundo giraba demasiado deprisa para las dos, y ambas sintieron un vértigo desorbitado en sus corazones.
—Y lo haré con vuestra ayuda o sin ella… —apostilló Sofía—, aunque preferiría contar con las dos para esto. Y otra cosa: si acaso llega la hora en que tenga de dejarlo todo, necesitaría que me hicierais un último favor. Sólo puedo confiar en vosotras para que busquéis a Javier, a mi Javier, y le contéis todo. Y cuando lo encontréis, no se os olvide decirle que su princesa y su niña le querían más que a nada en este mundo y que desde donde estemos estaremos observándole. Pedidle que no llore por nosotras, que las dos le estaremos esperando en el cielo para que cuando venga podamos estar juntos los tres. Pero que no tenga prisa en venir a vernos… que nosotras le esperaremos siempre, porque le queremos.
Ahora las tres niñas lloraban sin consolación. Nunca tanta aflicción había estado concentrada en un espacio tan reducido. Ninguna era capaz de hablar después de aquello. Era como si el tiempo se hubiera parado de repente para todas y no fueran capaces de hacer que el mundo volviera a girar. Todo el universo parecía estar pendiente de lo que sucedía en la iglesia del convento salmantino de Santa María Redentora.
—Pues conmigo no cuentes si pretendes hacer lo que creo que estás insinuando, bonita —rompió la tensión María visiblemente enfadada.
Sin lugar a dudas era la que peor de las dos chicas que había encajado la alusión de Sofía a su posible «desaparición». Si eso sucediera ella también estaba condenada a desaparecer en el olvido. La debía demasiadas cosas y tenía la intención de devolvérselas todas; y en vida, los homenajes póstumos era absurdos. Las cosas había que hacerlas mientras uno estaba vivo, después nada servía de nada.
Tras unos momentos en los que Piedad se acurrucó en el hombro de Sofía mientras lloraba amargamente su pena, la sevillana dirigió su mirada hacia María y la dijo en tono de súplica mirándola con aquellos ojos que siempre habían hablado por ella:
—¿No me ayudarías si yo te lo pidiera?
Entonces María se levantó como un resorte y pegó una patada al suelo para intentar aliviar su rabia. Anduvo varios pasos dando auténticos golpes con sus pies en el suelo de la iglesia. Se volvió muy rápido sobre sus pasos y se agarró la cabeza con sus manos. Aquello le había superado por completo. Se plantó delante de Sofía y la miró a los ojos, que aún seguían siendo tan bonitos como antes; ella seguía llorando pero ahora su llanto era de cólera. Empezó a negar con la cabeza haciendo aspavientos mientras decía:
—Sabes que haría cualquier cosa por ti… lo sabes, ¿verdad?… pero no puedes pedirme eso. No. Ni siquiera puedes planteármelo. No sabes lo que dices. ¿Tú sabes lo que me estarías pidiendo? Jamás podría vivir con un cargo de conciencia como ése. ¿Es que no lo entiendes?
Sofía asintió sabiéndose culpable por lo que había hecho. Sin quererlo estaba consiguiendo todo lo contrario a lo que tenía pensado que sucediera.
De repente la niña ciega volvió a sentarse de manera correcta en el espacio que ocupaba en el banco. Se secó las lágrimas con sus manos e intentó mirar a los ojos a su amiga. Sofía se sorprendió por el gesto que veía en su cara. Cualquiera podría haber apostado a que Piedad podía verla perfectamente en esos momentos. No daba la impresión de que la única imagen que podían devolverla aquellos intensos ojos verdes a su dueña fuera el negro más absoluto.
—Es una locura lo que dices, cariño —dijo Piedad con la emoción atenazándola en cada expresión que pronunciaba—. Quítate esa idea de la cabeza, por favor. Yo también he pensado en alguna ocasión hacer algo así, y comprenderás que en mi situación razones no me faltan para querer dejar de vivir en un mundo que ni siquiera puedo ver, pero después me he dado cuenta de que tengo que seguir viviendo para, entre otras cosas, poder conocer a gente tan buena como tú. Tú siempre me has ayudado a mí, y si en alguna ocasión me toca a mí ayudarte a ti, te juro que haré todo lo que pueda para evitarte tanto sufrimiento. ¿Sabes?, yo he pasado días enteros llorando por mi desgracia y desde mi ceguera he tenido mucho tiempo para pensar y he llegado a la conclusión de que todos nacemos con una misión, y que nuestra vida nos sirve para que podamos cumplirla. En nosotros mismos está la clave para que esa misión fracase o llegue a buen puerto. En ti está la decisión, Sofía. Yo tampoco te ayudaré nunca a quitarte la vida, ni aunque me lo suplicaras, pero para cualquier otra cosa que decidas ya sabes que por ti entregaría la mía sin dudarlo.
Dicho esto, la niña extendió sus brazos y tanteando en su propio universo negro logró abrazar a Sofía, que la devolvió el dulce gesto totalmente emocionada ante las palabras de su amiga ciega.
—Gracias… gracias… gracias… —sólo pudo decir mientras besaba el cabello de Piedad.
—Mira, lo primero que hay que hacer es quitarte esa tontería de la cabeza —dijo María recobrando la casta que siempre había tenido—. Y te juro que como sigas pensando así yo misma te la voy a abrir para sacarte todo eso. Sobra decirte que yo también daría mi vida por ti, pero no creo que sea el momento de que nos juguemos nuestras existencias tan a la ligera.
Sofía la miró con atención y escrutó el gesto de su amiga sabiendo que sería capaz de cumplir las promesas que le acababa de hacer. No sería descabellado pensar que María se atreviera a eso y mucho más.
—No te hagas esto, Sofía —dijo Piedad cariñosamente mientras seguía acariciando la mano de la andaluza—. Déjanos que te ayudemos, por favor. Y, sobre todo, no le hagas esto a la niña.
—Claro, cielo —volvió a tomar la palabra María—, piensa en la niña. Ella no tiene la culpa de nada. Pero tiene el derecho a ser feliz y tú estás obligada a enseñarle las cosas buenas de la vida, que todas sabemos que las hay, porque tú eres su madre. Mira, no sé cómo, pero te juro que lograremos que salgas de aquí y que nunca más vuelvas a sufrir.
Una vez más Sofía confió en las palabras de su amiga. Siempre había sido sincera desde que se conocían; por qué dudar ahora.
—Yo también te lo juro —añadió Piedad casi en un susurro.
—Gracias, muchas gracias chicas —expresó Sofía con un nudo en la garganta mientras hablaba—. Sois increíbles. Sólo quiero que me comprendáis. Necesito huir porque me estoy marchitando aquí… De todas formas, pase lo que pase, nunca os olvidaré. Y si tengo la oportunidad, volveré para rescataros de este triste lugar, lo juro.
Las dos interpeladas dirigieron sus miradas hacia el rostro de la sevillana. María también se puso a acariciar la mano que hasta ese momento Sofía tenía libre y tras dejar pasar unos segundos en los que nadie se atrevió a romper el silencio reinante, dijo decidida:
—Bueno, bueno, tú procura que no se te vuelvan a ocurrir idioteces como las de antes y cuando logres estar a gusto junto a tu niña y a Javier, no rompas el encanto acordándote de nada de lo que has vivido entre estas paredes. Sé feliz, que lo demás no importará ya.
—Claro que importará. ¿Cómo puedes creer eso? Y me importará porque lo demás seréis vosotras —dijo Sofía—. Y a mí siempre me importaréis.
—A mí también me bastará con que tú seas feliz —confesó Piedad—. Ya que yo sólo he podido serlo desde que te conozco, te entrego mi parte de felicidad si aún me queda algo por disfrutar en esta vida.
Sofía volvió a abrazar a la niña ciega y la llenó de besos su cabello azabache. La fragilidad de Piedad era una de sus virtudes más enternecedoras. Toda ella era bondad y lo que la vida le había arrebatado, sólo servía para acrecentar más el cariño que inspiraba a todo el que la conocía y se molestaba en tratar con ella. Lástima que muy pocos quisieran conocerla de verdad a raíz de su ceguera.
—Gracias otra vez. Nunca podréis imaginaros todo el bien que me hacéis. Ojalá pueda agradecéroslo algún día como realmente merecéis.
—No tienes que agradecernos nada, Sofía. Somos amigas —dijo Piedad.
—Y lo seremos siempre —dijo la andaluza—. Os lo juro.
—Eso espero… —concluyó María.
Los segundos pasaron lentos mientras el silencio volvía a apoderarse del momento. Las tres intentaron durante esos instantes poner en orden sus cabezas, ya que una avalancha de sentimientos se habían instalado en sus mentes. Era complicado contar con palabras todo lo que pasaba por sus jóvenes, aunque maduras, personas.
La angustia que habían sentido María y Piedad cuando Sofía había insinuado su posible suicidio aún permanecía en ambas, y las dos eran conscientes de que durante unos segundos sus corazones habían dejado de latir tras ese macabro anuncio.
Aquella insolencia sería perdonada por las dos debido al estado de Sofía; en otras circunstancias, y con otra protagonista, ni siquiera las hubiera importado si aquellas palabras hubieran terminado haciéndose realidad… pero Sofía era demasiado importante para ambas.
—Bueno, pues ahora lo que hay que encontrar es una forma de que puedas escapar con ciertas garantías —dijo María nuevamente intentando seguir con la posibilidad de la huida, ya que la entusiasmaba mucho más que la de la inmolación de su amiga—, porque de nada nos iba a servir que preparáramos todo y te descubrieran a las primeras de cambio.
—Eso sólo lograría que las monjas se enfadaran aún más contigo —pensó en voz alta Piedad.
—Di mejor con nosotras —sentenció María—. No te olvides de que si pillaran a Sofía nunca pensarían que lo ha hecho ella sola… y tú y yo somos las únicas que la ayudaríamos a hacer algo así; y eso las brujas… perdón… las hermanas lo saben perfectamente. Así que vete preparando porque o todo sale bien o caeremos las tres a la vez. Y seguro que el castigo que nos espera no va ha ser comparable a cualquiera de los que hayamos sufrido hasta ahora.
Sofía se sobresaltó ante la aquella posibilidad tan cierta como real. Y en su interior, el bebé que llevaba dentro se revolvió dándole también indicios de que aquello no sería bueno para ninguna de las presentes.
—Pero eso no sería justo —protestó la niña—. Yo no quiero que os pase nada malo por mi culpa.
—¿Otra vez vamos a empezar con lo mismo? —resopló María con visible gesto de desesperación—. ¿Cuántas veces hay que decirte que no nos importa? Que la única que nos importa eres tú.
—Ya, pero…
—Pero nada —dijo María—. No quiero volver a oírte decir que no hagamos algo por ti, ¿entendido?
Sofía asintió con la cabeza sin atreverse a decir nada al respecto.
—Chicas, creo que es mejor que nos vayamos ya —advirtió Piedad—. Llevamos mucho tiempo aquí y posiblemente nos estén buscando.
—Tienes razón, cielo —dijo alarmada Sofía—. Siento mucho haberos entretenido tanto tiempo.
Las tres niñas se levantaron del banco y se despidieron con sendos besos y abrazos. María se encargaría de volver a acompañar a Piedad hasta su habitación y Sofía esperaría un poco más en la iglesia a que sus amigas estuvieran a salvo para dirigirse hasta la suya.
—Mañana seguiremos hablando de todo esto. Y tú, Sofía, prométeme que no vas a hacer nada sin contar con nosotras, ¿de acuerdo? —dijo María cuando ella y la niña ciega estaban a punto de marcharse.
—No te preocupes que no pasará nada sin que vosotras lo sepáis antes — concedió Sofía—. Y marcharos ya, que al final nos van a descubrir.
Piedad le lanzó un beso antes de marcharse y Sofía se lo devolvió sin preocuparle el estruendo que pudiera producir. Las vio alejarse por la salida de la iglesia y mientras hacía tiempo para que llegaran a su destino volvió a acercarse hasta la talla del Cristo crucificado. Allí se persignó y con total sumisión dijo al hombre que yacía por encima de su persona:
—Ayúdame Señor, te lo ruego. Se me están acabando las fuerzas para luchar y sólo tú puedes ayudarme.
Acto seguido se marchó de la iglesia camino de su habitación. Nadie de las compañeras con las que se cruzó por el camino se preocupó por ella, cosa que la sevillana agradeció interiormente. Prefería no dar explicaciones a nadie de sus horas de ausencia de la vida pública del convento. Mejor así.
Cuando llegó a su estancia Cristina estaba en su cama terminando algún tipo de trabajo. Ni siquiera la devolvió el saludo cuando Sofía se sentó en su lecho. Estaba claro que aquella relación era muy difícil de sostener.
Ya que obtuvo la callada por respuesta, Sofía optó por hacer lo que más la apetecía en esos momentos: sin que Cristina se diera cuenta recogió de su lugar secreto su tesoro y se puso a contemplarlo como lo había hecho millones de veces. Cada vez que lo hacía no podía reprimir aquellas lágrimas de tristeza que la evocaban sentimientos de días más felices; aquella vez no fue una excepción. Lloró y suplicó en silencio que todo acabara pronto. Después besó su tesoro y lo volvió a dejar con el mismo cuidado en su lugar secreto sin que Cristina se diera cuenta.
Decidió que lo mejor sería acostarse y esperar sin ninguna esperanza de cambio en su situación al nuevo día.
—¿Te importa que deje la luz encendida un rato? —preguntó Cristina al ver que su compañera se metía en la cama con intención de dormir—. Es que quiero terminar una cosa y estudiar un poco más.
—Haz lo que quieras —contestó fríamente Sofía.
Le daba igual; en realidad le daba igual todo, porque sabía que aquella noche tampoco podría dormir.
Y los segundos, los minutos y las horas volvieron a pasar lentos… como siempre desde que llevaba en Santa María Redentora.