17

A lo largo de la historia el hombre siempre ha sentido un especial temor por los eclipses. Unos fenómenos astronómicos fascinantes a los que siempre les ha envuelto un halo de misterio irremediable. Múltiples leyendas inventadas por cientos de personas han tratado de dar una explicación, muchas veces ilógica, a algo tan sencillo como el movimientos de los astros en el Universo.

En la antigua China se representaban los eclipses como un dragón que devoraba al astro rey lentamente. Con el objetivo de ahuyentar al dragón, los habitantes preparaban todo tipo de ceremonias, las cuales siempre terminaban cumpliendo con su objetivo, puesto que la luna siempre terminaba apartándose y dejaba ver el sol nuevamente.

Contaba una fábula que en el año 2137 a.C., los astrónomos Hsi y Ho se emborracharon y no predijeron el eclipse que debía suceder el 22 de octubre de aquel año. Por esta razón no se pudieron celebrar las ceremonias y, después del pánico que se creó ante tal hecho inesperado, el rey ordenó decapitar a ambos por su irresponsabilidad.

Otra leyenda relataba que el 28 de mayo del año 585 a.C. se produjo un eclipse que terminó con una guerra que había durado seis años. El oscurecimiento ocurrió en medio de una batalla entre los dos bandos contendientes. Cuando, de súbito, se hizo de noche, los combatientes se quedaron anonadados por lo extraño de la situación y lo interpretaron como una señal divina que pedía la paz entre ellos. Cuando el sol volvió a brillar, los guerreros firmaron un tratado de paz y lo sellaron con un matrimonio de naciones.

En 1503 Cristóbal Colón tuvo que atracar en una isla de Jamaica, en su cuarto viaje al nuevo continente, con sus barcas destrozadas para poder repararlas. Al comienzo consiguió que los indígenas de la isla le diesen de comer. Pero a medida que iba pasando el tiempo, le resultaba más complicado conseguir comida para él y para sus hombres, ya que los nativos se negaron a dársela. Colón preparó un encuentro con los nativos el 29 de febrero de 1504, ya que gracias a sus cartas de navegación sabía que en aquella fecha se produciría un eclipse total de luna. Reunió a los aborígenes y les dijo que su tacañería iba a ser castigada por los dioses. Y así ocurrió. Los indígenas, presos del pavor al ver ocultarse al astro, pensaron que aquel fenómeno era un castigo por no haber sido lo suficientemente hospitalarios con los visitantes y por esta razón les ofrecieron toda la comida que pidieron.

* * *

Aquella mañana Javier se levantó con una extraña sensación en su cuerpo, y no precisamente porque el inminente eclipse del sol que se iba a producir en Madrid lo fuera a afectar de manera especial. Un par de horas restaban para que la luz natural se ocultara por unos minutos y dejara a la capital sumida en una efímera oscuridad; a él eso no le importaba lo más mínimo.

Extrañamente había dormido bien y, por lo tanto, no se encontraba cansado como hubiera sido lo normal en su estado. Pero el sueño que había tenido esa noche le había hecho despertarse con un tremendo lío en su cabeza. En su mente escuchaba nítidas las palabras que semanas antes le había dicho la señora Dolores al despedirse en su casa:

Y recuerda: nunca dejes de luchar por ellas…

Aquellas palabras lo estaban taladrando por dentro, así que se levantó de la cama con otra perspectiva y se dispuso a desayunar. No le apetecía mucho tomarse leche y tardó toda una eternidad en comerse una magdalena de esas que tanto le gustaban a Antonio. Mientras trataba de hacer un esfuerzo por terminársela se quedó mirando fijamente al bollo que sostenía en su mano izquierda y no pudo evitar acordarse de Sofía, ya que sabía que a ella también la gustaban mucho aquellas magdalenas.

Cuando terminó de desayunar hizo su cama, recogió un poco su habitación y limpió por encima el resto de la casa, para terminar marchándose a la panadería donde le esperaba otro gran día de trabajo.

Mientras se dirigía paseando hacia la tienda pensó que necesitaba estar solo dando vueltas por las calles de Madrid para pensar en la situación en la que estaba su vida. Ya lo había hecho muchas veces y en ese momento, más que nunca, necesitaba volver a hacerlo; necesitaba encontrar un escape a todo el sufrimiento que llevaba acumulado desde que Sofía había vuelto de Italia y le había contado lo de su violación.

Al llegar a la tienda se encontró con la cara más larga de lo habitual de su padre. Estaba claro que Joaquín se encontraba enfadado, cosa que no era nueva; de lo que se iba a enterar en pocos segundos era de la razón por la que lo estaba esta vez, aunque también se lo podía imaginar.

—¿Te parece buena hora ésta de llegar? —le reprochó agriamente—. Ya creíamos que no te ibas a dignar a venir. Tu primo a tenido que ir solo a hacer un encargo por tu culpa.

«Pues será la primera vez que Eduardo hace algo solo», pensó Javier, aunque prefirió callarse para evitar males mayores. La situación ya parecía lo suficientemente tensa como para agravarla aún más.

Ni siquiera se excusó ante su dejadez, no tenía ganas de alargar aquel absurdo monólogo de su padre.

—Bueno, pues a ver si te pones las pilas porque hay que hacer otro recado urgente. Así que ya sabes…

—El caso es que yo venía a deciros que tengo una cosa que hacer y que no voy a poder llevar ningún encargo esta mañana —dijo serenamente Javier.

La cara de Joaquín mudó un punto más allá, y pasó en décimas de segundo del enfado a la ira.

—Hombre, muy bien. ¿Y quiere algo más el señorito? —gritó el hombre—. Mira deja de decir tonterías y coge ahora mismo aquellas bolsas y desaparece de mi vista antes de que te dé un guantazo.

—¿Es que no has escuchado lo que te he dicho, papá? Tengo que hacer algo muy importante y no puede esperar, así que si hay que entregar ese encargo que lo haga Eduardo cuando vuelva, que falta le hace aprenderse las calles de Madrid. Yo he estado haciéndolo solo durante mucho tiempo y nadie me vino a ayudar, así que por un día que no lo haga no creo que se acabe el mundo. Y si no hazlo tú…

Entonces Isabel, que había escuchado las voces entre padre e hijo, salió de la trastienda e intuyendo que aquella discusión entre ambos podía acabar muy mal, cogió a Javier por un brazo y lo metió a trompicones en la habitación interior ante la irritación de su marido.

—Javier, por favor, haz caso a tu padre y lleva ese encargo que es muy importante. Hazlo por mí —le dijo en tono conciliador.

—Pero mamá es que no ves que no puedo hacer nada yo solo —se revolvió el chico—. Únicamente pido que me dejéis una mañana libre para mí, sólo eso…

—¿Acaso tú crees que a mí me gusta veros discutir así, cariño? Mira, si lo que tienes que hacer es tan importante, hazlo cuando vuelvas del recado. Me parece que no está lejos la dirección donde hay que hacer la entrega, así que cuanto antes vayas antes podrás volver y hacer lo que quieras. Ya me encargaré yo de que no tengas que hacer más salidas hoy, pero no te acostumbres porque mira como se ha puesto tu padre.

Y acto seguido le abrazó y le dio un beso en la frente. Tener una madre como Isabel era siempre una bendición. Javier, casi siempre, terminaba haciendo lo que ella quería; pero él también podía hacer lo que quisiera, sabiendo jugar sus cartas. Su madre era especial, muy especial.

—Está bien, mamá —aceptó Javier a regañadientes—. Pero que conste que lo hago sólo porque tú me lo pides.

—Gracias, hijo.

Javier salió de la trastienda y cogió las bolsas que anteriormente le había indicado su padre, leyó la nota donde estaba escrita la dirección de la entrega y salió de la panadería sin despedirse de nadie. En ese momento sólo estaba en la tienda su padre, que atendía a una clienta indecisa en cuanto al tipo de magdalenas que iba a comprar.

Cuando salió a la calle, puso rumbo al domicilio de destino donde debía entregar varias barras de pan y algunas bolsas de bollos surtidos. Su madre no le había engañado, puesto que era verdad que la dirección estaba muy cerca de la tienda, y eso le creó una gran satisfacción en su interior. Además decidió acatar el consejo que le había dado Isabel de hacer lo que tenía pensado a la vuelta del encargo. Así aprovecharía para pasear solo y darse una vuelta en busca de inspiración. Necesitaba despejarse y salir de la monotonía de la panadería.

Como la entrega se resolvió muy rápido, Javier decidió adelantar su paseo y empezó a caminar por los alrededores dejando pasar el tiempo para no volver demasiado pronto a la tienda, ya que se temía que su madre no hubiera sido capaz de convencer a su padre y que éste le estuviera esperando con alguna sorpresita.

Caminando sin rumbo fijo llegó hasta un parque y se sentó en uno de los bancos para descansar y dejarse acariciar por la suave temperatura que hacía en ese día. En esos momentos el eclipse estaba empezando a notarse. Todas las personas que se encontraban en el parque giraron sus cabezas hacía el cielo y intentando no perderse ni un solo instante de aquel maravilloso fenómeno. Javier también miró al sol y pudo descubrir como, poco a poco, iba desapareciendo junto con la luz reinante. Amargamente sintió que su vida, cada vez más, se parecía a aquel eclipse: poco a poco también se iba apagando inexorablemente.

Minutos después, cuando la claridad volvió a ser la habitual a esas horas del día, Javier hizo una repaso visual por la extensión del parque y se sorprendió al no haberse dado cuenta de la cantidad de padres que había jugando con sus hijos pequeños. Bien es cierto que era sábado, pero eso no parecía suficiente razón para que fueran tantos. O quizá sí, y una tremenda emoción de nostalgia le invadió al recordar a su Sofía y a su bebé, al que cada vez sentía más como hijo suyo.

Y de repente una pelota roja llegó hasta sus pies y se paró frente a él. El chico la recogió con cuidado y al levantar la mirada vio como una niña rubia y con coletas, de unos tres años venía hacia él tambaleándose corriendo y con los brazos extendidos intentando recuperar su pelota. Además balbuceaba cosas ininteligibles y tenía un gesto de ligero sufrimiento en su cara ante la pérdida de su bola. Entonces, Javier al verla tan decidida se levantó del banco que ocupaba y le ofreció el juguete con una amplia sonrisa en su rostro intentando transmitirla tranquilidad.

La niña al ver tan cerca su objeto deseado intentó correr aún más rápido, y quiso la mala suerte que metiera el pie en un agujero del parque que no vio y se tropezara acabando con su frágil cuerpo en la tierra del suelo del parque. Javier alarmado por la absurda caída de la niña salió corriendo hacia ella para intentar ayudarla. Al llegar a su altura la recogió del suelo y comprobó que sólo tenía unos pequeños rasguños en sus piernas y un tremendo susto que no la permitía dejar de llorar con una energía inusitada, sólo al alcance de los críos de su corta edad.

El chico intentó consolar a la niña ofreciéndole la pelota para ver si así dejaba de llorar, pero nada parecía calmar la pena que tenía aquella pequeña criatura.

—No llores, cielo —le dijo Javier.— Que no te ha pasado nada. Mira la pelota. Es tuya, ¿verdad?

Javier, aún con la niña en brazos, decidió hacer lo que su madre hacía con él cuando era pequeño y le sucedía algo parecido: la abrazó para que la pequeña se sintiera protegida y la dio un par de besos.

—No llores, mujer. Que estás muy guapa. Mira, si ni siquiera te has manchado el vestido. Anda, no llores.

Pero era inútil. La niña no atendía a nada. Tenía agarrada con fuerza su pelota pero, aunque intentaba dejar de llorar, sólo conseguía seguir haciéndolo con la dificultad del hipo añadido.

Y cuando la situación se estaba volviendo un poco complicada, una mujer con el gesto torcido apareció corriendo en dirección al lugar donde se encontraban Javier y la niña.

—¡¡¡Silvia, Silvia!!! ¿Qué te ha pasado, cariño? —gritaba la mujer visiblemente asustada.

La pequeña al escuchar su nombre se giró buscando a la voz familiar que lo había pronunciado y al ver a su madre se revolvió en los brazos de Javier, queriendo escaparse de él.

Cuando la mujer llegó a la altura de su hija, la recogió y la cubrió de besos intentando así calmarla. Y como casi siempre suele suceder, ese gesto sí que dio resultado ante la mirada atónita de Javier, que volvió a sonreír aliviado al ver a la niña más tranquila.

—Verá, señora, la niña venía buscando su pelota y se cayó cuando yo se la iba a dar. Pero no se ha hecho nada, sólo unos arañazos.

—Gracias, chico —dijo la mujer—. Esta niña es un trasto. Sólo me he despistado un segundo dejándola de prestar atención y se me ha escapado sin dejar rastro. Estaba muy preocupada y al escuchar a una niña llorando me he imaginado que sería ella.

—No se preocupe —dijo Javier sintiéndose un poco culpable—. Lo único que siento es que quizá por mi culpa la niña ha echado a correr y por eso se ha terminado cayendo. Tenía que haberle dado la pelota y ya está.

—Bueno, bueno, tampoco te culpes de algo que ya te digo que era inevitable con esta cría. Y tú no llores más, cariño, que no te ha pasado nada. Muchas gracias…

—Javier, me llamo Javier.

—Pues muchas gracias, Javier. Tírale un besito a Javi, Silvia.

La niña tímidamente le lanzó el ósculo y acto seguido madre e hija se alejaron en dirección al lugar de donde había aparecido la mujer momentos antes.

—Que tengas un buen día.

—Gracias, y usted también —contestó él, mientras veía marcharse a la hija en brazos de su madre.

El chico las observó mientras se marchaban y volvió a esbozar una amplia sonrisa cuando, ya en la lejanía, vio a la pequeña decirle adiós con su brazo y volver a enviarle otro besito que Javier le devolvió con efusividad.

Había pasado un tiempo indeterminado desde que estaba en el parque, así que cuando Javier se miró el reloj de pulsera comprobó que ya estaba cercana la hora de comer. Tenía el tiempo justo para volver a la panadería antes de que sus padres cerraran y entregar el dinero del pedido.

Caminando más deprisa de lo que en él era habitual llegó a la tienda cuando ya no había nadie comprando y sus padres estaban recogiendo todo para marcharse. Entró en la trastienda sin decir nada y dejó el importe del encargo en la caja registradora que tenían en aquel lugar para tal efecto. El dinero de los encargos no se guardaba junto con el dinero de la panadería, eso lo sabía desde hacía mucho tiempo, y en ese momentos un duda lo asaltó… ¿lo sabría también Eduardo?

—¿Qué tal estás, cariño? —le preguntó Isabel, que acababa de entrar—. Menos mal que he podido convencer a tu padre de que no hicieras más encargos hoy, que si no mira que horas traes. Tu primo se ha equivocado y menuda nos ha liado con el cambio del encargo que tenía que hacer.

—Si es que el que nace imbécil, siempre lo es —contestó Javier con desprecio.

—Tú nunca no le has tenido mucho aprecio a Eduardo, ¿verdad?

—Ni aprecio ni nada, para mí no existe.

—¿Vas a venir a comer a casa, cielo? —preguntó Isabel.

—No, mamá. Ya te he dicho esta mañana que tenía algo que hacer. He estado pensando mucho y creo que tengo que hacerlo ya. Pero no te preocupes que no es ninguna tontería.

—Bueno, pues ten mucho cuidado. Y hagas lo que hagas, procura volver pronto a casa, que tu padre no está para muchas bromas. Ya sabes cómo es.

—Gracias mamá —dijo Javier después de darle un beso en la mejilla—. Algún día te devolveré todo lo que estás haciendo por mí, te lo juro.

Sin más que decir, el chico salió corriendo de la tienda en busca de su destino. Tenía claro que su próximo paso debía ser volver a ver a la señora Dolores. Aquella frase que había soñado la noche anterior debía tener algún significado y seguro que ella sabría dárselo.

El trayecto, de sobra conocido por él, se le hizo mucho más largo de lo que recordaba. Quizá fueran las ganas que tenía de llegar, o quizá fuera que estaba dando más vueltas que otras veces; pero el caso es que no terminaba de ver el portal de la anciana.

Cuando llegó a la calle de la señora Dolores, vio que en los alrededores había mucho barullo de gente muy nerviosa. Además se dio cuenta de que hasta allí se había desplazado una ambulancia y un coche de la Guardia Civil; éste último le dio a Javier una muy mala sensación.

Lentamente se fue acercando hacia el portal de la anciana, y a medida que avanzaba en su caminar tenía que apartar a más gente, que ya indiscutiblemente se arremolinaban sobre el destino fijado por el chico horas antes.

Y un nuevo presentimiento recorrió todo el cuerpo de Javier. Demasiadas casualidades eran que hubiera pasado algo en Madrid, y precisamente en el portal de la señora Dolores. Algo raro flotaba en el ambiente y Javier creyó que, una vez más, sería el protagonista indirectamente aunque no quisiera serlo.

Como la aglomeración de gente era infranqueable, decidió que lo mejor sería esperar acontecimientos a escasos metros del portal. La gente a su alrededor parecía angustiada, apenada, triste… Algunas mujeres lloraban y otras consolaban a las primeras. Algo malo había sucedido en aquel edificio.

Y otro escalofrío recorrió la espina dorsal de Javier.

—¿Me puede decir que ha pasado, señora? —preguntó el chico.

La interpelada se lo quedó mirando con ojos vidriosos con gesto extrañado ante la pregunta del aquel joven al que no conocía de nada.

—Hijo, ¿es que no te has enterado? —le contestó.

Javier negó con la cabeza y la respuesta a su pregunta se la dio la mujer que tenía justo detrás de él:

—Esta mañana han encontrado a la señora Dolores muerta en su casa.

Aquella noticia le cayó como miles de jarros de agua fría lanzados con una fuerza inusitada. De todo lo que podía esperar escuchar en esos momentos, ésa era la peor opción posible. Ahora sí que sus planes se habían hecho trizas. Estaba convencido que en su actual posición y situación, la señora Dolores era la única que podía ayudarle y comprenderle. Las desgracias nunca venían solas, decía un refrán, y Javier sintió que él era la prueba viviente de la certeza de aquel chascarrillo popular.

Decidió entonces que sobraba en aquel lugar; estaba de más en todos los sitios que estuviera. Así que con una tristeza indescriptible se alejó lentamente de la que para él era ya otra estación de su Vía Crucis particular. Desde aquella vez en que le leyó las manos, Javier la había querido como a un familiar más. Sentía que ella le podría haber querido igualmente y que, sobre todo, tendría respuestas a algunas preguntas que ahora se quedarían perdidas en la nada.

Anduvo y caminó sin rumbo fijo por las calles de su Madrid, y sobre sus hombros volvió a sentir el nuevo mazazo que el destino, su cruel amigo el destino, le había dado al arrebatarle todas las esperanzas que había depositado en la ayuda que la señora Dolores le podía haber facilitado.

Avanzó durante un tiempo indeterminado, no le importaba ni las horas que habían pasado y la distancia que había recorrido. Pero, de repente, al levantar la mirada del suelo de la capital se dio cuenta de que se encontraba frente a las puertas de una iglesia.

Miró a su alrededor y, en ese primer vistazo, no supo identificar el lugar en el que se encontraba. Estaba perdido, desubicado; aunque le daba igual, todo le sobraba. Así que sus pies le dieron un nuevo aviso de que llevaban demasiado tiempo sin descansar, y pensó que ese santuario sería tan bueno como cualquier otro sitio para concederles un breve tiempo de tregua antes de regresar de vuelta a su casa. Además allí dentro quizá encontrara la paz que tanto necesitaba en esos momentos.

Con paso inseguro ascendió la veintena de peldaños de piedra que daban acceso al templo y observó la tremendas puertas de madera talladas de la entrada. En ellas se representaban dos escenas que Javier supo reconocer al instante: en la hoja de la izquierda la imagen contaba el episodio bíblico en el Noé iba introduciendo una pareja de animales en su Arca; en la de la derecha los representados eran Moisés y sus Tablas con la Ley de Dios. Javier tocó con sus dedos los relieves de las figuras allí simbolizadas y no pudo si no admirarse de la perfección de aquella obra.

Tomó impulso y se dio ánimos a sí mismo para terminar entrando en la iglesia casi con un sentimiento de culpa al hacerlo. A pesar de no encontrarse más que con varios feligreses en su interior, se sintió observado desde cada esquina de aquel lugar. Nadie le había prestado atención, pero aún así no estaba cómodo.

Como no sabía dónde estaba, decidió observar la iglesia en la que creía que era la primera vez que pisaba. La construcción era más bien sencilla: se accedía por el ala derecha hasta una nave central bastante larga en la que al fondo se encontraba situado el altar mayor, justo delante de una preciosa vidriera que en las alturas escenificaba en tonos policromados la Pasión de Cristo. Algo que sorprendió bastante a Javier es que por debajo de la vidriera, un retablo excesivamente recargado de adornos innecesarios estaba presidido por una estatua de la Virgen María, de unos setenta centímetros de alto, sosteniendo a su niño. Era extraño entrar en una iglesia y no ser recibido por la horrible imagen de un Jesucristo crucificado. Desde ese momento Javier sintió afecto por aquel templo. Interiormente agradeció al «culpable» de aquella elección que ahorrara a todo el que fuera hasta ese santuario la visión de un Dios clavado a dos maderos.

Las columnas en las que se sujetaba la bóveda central de crucería y los arcos de medio punto eran más bien toscos. Varias lámparas de hierro, de diseño más bien discutible, salpicaban toda la extensión de la iglesia proyectando una luz tenue con sus velas encendidas. Confesionarios, largos bancos reclinatorios y algunas imágenes de santos que Javier no pudo identificar en una primera, y rápida, observación completaban en conjunto arquitectónico religioso en el que se encontraba.

Tras dar una vuelta por toda la extensión del santuario, decidió que ya había llegado la hora de sentarse y descansar en uno de los bancos. Más bien se dejó caer a plomo sobre uno de ellos sin calcular el estruendo que su cuerpo provocó en la acústica del lugar. Los pocos feligreses que aún quedaban en el interior de la iglesia giraron sus cabezas ante el estrépito realizado por Javier y pensaron que aquel joven era otro de las muchas almas perdidas que cada día buscaban ayuda en la casa de Dios. Ninguno de ellos se preocupó más por él.

Pero el chico no se dio cuenta de los varios pares de ojos que le habían observado. Él estaba metido completamente en sus pensamientos de recuerdo a la señora Dolores y nada de lo que sucedía a su alrededor le importaba; ni siquiera percibió que un hombre joven vestido de negro riguroso, que lo había observado desde que entró en el templo, se había acercado a él sigilosamente y se había sentado a su lado en el banco.

Javier trataba de sobrellevar su ofuscación con el mundo ocultando la cabeza entre sus manos, con la vista pegada a las baldosas irregulares del suelo.

—¿Buscas algo, hijo?

—No.

—Todos buscamos algo… —dijo el hombre.

—Yo no.

—Hasta aquél que no busca nada, alguna vez necesita algo —sentenció el hombre.

Javier levantó la mirada y pudo comprobar que su acompañante vestía los hábitos propios de un cura. Pero su edad no parecía la de un sacerdote común. Era demasiado joven para serlo. Y el tono de su voz tampoco era tan autoritario como venía siendo lo habitual. La suma de todas esas cosas terminó de desconcertar del todo a Javier.

—Lo que yo necesito es un milagro… padre.

—Pues no es mal sitio éste donde has venido a buscarlo.

—Pues créame usted a mí, padre, cuando le digo que el hecho de estar ahora mismo aquí es sólo pura casualidad —contestó molesto Javier.

El párroco lo observó y sonrió de manera dulce. En otras circunstancias Javier hubiera sentido que aquel hombre se estaba riendo de él en su propia cara, pero ese joven le inspiraba confianza y seguridad. Parecía tener un halo de bondad adosado a su persona.

—¿Tú crees?… nada es producto de la casualidad. Todo en este mundo se rige por un orden… el orden de Dios.

—¿Dios? —pronunció Javier en tono sarcástico—. No me cuente historias raras porque no me va a convencer. Ya no creo en Dios, ni en nada de lo que usted me pueda contar sobre Él. No creo en nada, ni en nadie… Nada me importa ya, ¿sabe?

Durante unos segundos hubo un silencio extraño en aquella escena. El tiempo pareció pararse sobre las cabezas de aquellas dos personas.

—No crees en nada, pues de acuerdo —empezó a decir el cura—. Y por eso te has postrado ante la Cruz cuando has entrado en la iglesia y ahora te sientas cerca del Cristo crucificado, ¿no? Tú dirás, y creerás, lo que quieras, pero por alguna razón ahora estás aquí. Y sólo tú sabes que es aquí donde realmente debías estar.

Tenía razón. Javier tuvo que reconocer interiormente que todas y cada una de las palabras que acababa de escuchar eran ciertas. La verdad a veces dolía, pero era la verdad y sólo tenía un camino.

—No tenía dónde ir… no sabía adónde dirigirme… por eso estoy aquí…

—Pues ésa ya es una razón —apostilló el padre.

Javier lo miró con gesto extrañado, como queriendo asimilar el beneficioso juego al que estaba siendo sometida su alma por el párroco. El hombre le devolvió una sonrisa cargada de paz y respeto.

—De todas formas, la casa del Señor es la casa de todos. Y haces bien en venir a encontrarte con Él.

—Pero ustedes, los creyentes, dicen que Dios está en todas partes, ¿no?. — apostilló Javier irreverente—. Así que daría igual que estuviera aquí que en cualquier otro lugar.

—Aunque esté en todas partes, también tiene su casa, como tú. Y nunca está de más visitar su casa de vez en cuando; claro que me da la sensación de que tú no eres de los asiduos por aquí porque no me suena tu cara.

—Si quiere que le diga la verdad, padre, no sé ni dónde estoy. Creo que no pisaba una iglesia desde que hice la comunión, así que imagínese. Y precisamente ésta no sabía ni que existía.

El sacerdote intentó omitir de su memoria el primer y el último comentario de Javier, ya que no entendía muy bien las razones por las que el chico que tenía sentado a su lado había hablado de esa manera. Su aspecto no era el de un indigente y parecía hablar con bastante normalidad y educación. Quizá sólo fuera otro alma sin rumbo que lo único que necesitaba era encontrar la luz necesaria para encaminar sus pasos en la vida.

—Pues viéndote intuyo que de eso, lo de tu comunión digo, hace ya mucho tiempo. Aunque ya sabrás que Dios es Amor y seguro que sabrá perdonarte.

Javier sonrió desesperadamente ya que escuchar las palabras Dios, Amor y perdón en una misma frase le parecían algo quimérico. No pudo por menos que sentir unas terribles ganas de gritar a los cuatro vientos la impotencia que sentía. Pero se contuvo, como tantas otras veces se había contenido, y prefirió seguir hablando con el clérigo dejando abrir mínimamente la puerta de sus sentimientos:

—Me da igual que me perdone o no, padre. ¿Acaso por venir más veces a la iglesia se me iban a solucionar los problemas que tengo? ¿Acaso me iría mejor en la vida por venir más a menudo? Sinceramente le digo que creo que en el punto en el que se encuentra mi vida, Dios me tiene tan olvidado que seguro que no se ha dado cuenta ni de que existo.

El párroco se lo volvió a quedar mirando, ahora con gesto escrutador; hecho que incomodó ligeramente a Javier, que sintió que quizá se hubiera pasado ligeramente en su exposición. El gesto del hombre hubiera sido perfecto para una partida de naipes, pensó el chico, ya que no demostraba ningún tipo de emoción; era totalmente neutro. No se podía saber si había encajado bien o mal los términos que acababa de escuchar.

—Son palabras muy duras las que dices, hijo —habló casi sentenciando cada letra que pronunciaba—. Aquí, en la iglesia, la gente viene a buscar respuestas… y muchos las encuentran. Dios no se olvida de nadie, aunque a veces pueda parecerlo.

—De mí sí, padre, créame. De mí sí. Hace tiempo debí de hacer algo horrible que no le gustó nada y desde entonces me lo está haciendo pagar a un precio que sé si voy a poder soportar. En cuanto a lo de las respuestas, permítame que dude de que aquí alguien pueda resolver sus problemas escuchando consejos de no se sabe qué…

El sacerdote ahora lo miraba con muchísimo más interés que antes. Lo dejaba hablar y calibraba cada expresión.

—En mi opinión —continuó Javier—, todo el que acudimos aquí es porque ya no tenemos otra alternativa; es el último clavo al que nos podemos agarrar; aunque arda y queme en exceso. Es un consuelo para necios.

El semblante del hombre seguía inconmovible e inalterable.

—Dios aprieta, pero no ahoga…

—Pues a mí me queda muy poco para quedarme sin aire, padre. Me asfixio por momentos.

—Vamos, vamos; siempre hay una camino, aunque a veces uno no pueda verlo porque se obceque en pesar que hay no salida para sus problemas —le rebatió el cura con semblante pacificador.

—Padre, ¿puedo hacerle una pregunta? —dijo Javier revolviéndose sobre su sitio y encarando abiertamente al hombre que tenía a su lado.

—Claro, hijo.

—¿Por qué Dios, su Dios, me ha abandonado? ¿Por qué no me ayuda, aunque sea sólo un poco? ¿No le basta con verme totalmente destrozado? ¿Qué clase de Dios defiende usted, que hace sufrir así a las personas? ¿Por qué todo me tiene que pasar a mí?

—Demasiadas preguntas las tuyas… —habló el párroco—. Y demasiado tristes para una persona tan joven como tú. Dios no tiene que ayudarte a nada: eres tú el que tiene que hacer que cambie eso que te está creando ese malestar. No puedes echarle la culpa al Señor de que te pasen ciertas cosas, y quedarte quieto quejándote y esperando que Él te las resuelva no va a llegar la solución a tus problemas, créeme.

—Padre, con lo joven que soy, tengo ya tantos problemas que, a veces, me parece que estoy soportando el peso de varias vidas juntas.

—No será para tanto, hijo…

Ambos sonrieron: Javier de modo amargo y el sacerdote intentando seguir trasmitiéndole confianza. Aquel dialogo se estaba convirtiendo en algo personal para el clérigo. Recordaba que él, hacía ya tiempo, también se había sentido así. La juventud daba fuerzas y rebeldía, pero también era una época en la que no se entendían muchas cosas que con la madurez iban encajando en el rompecabezas que era la vida. El tiempo ponía a cada cosa en su sitio exacto, sólo había que ser paciente y esperar…

—Mire, padre, le voy a contar algo que seguro que nunca a oído: le voy a contar en qué punto se encuentra mi vida, para que pueda juzgar si me quejo por vicio — desafió Javier.

—Te escucho.

—La chica a la que quiero, y por la que daría mi vida, está en Salamanca por órdenes de su padre, que no nos permite que estemos juntos. Está esperando un bebé de otro hombre que la violó por simple placer y no tengo forma humana de poder verla… y por si eso fuera poco… ella también me quiere y quiere estar conmigo… ¿cree ahora que exagero cuando le digo que mi vida es un infierno y que no tengo ganas ni de vivir?

—No hables del Infierno tan a la ligera, hijo. Y mucho menos desees no estar vivo. Lo que debes aprovechar es el don de la vida, aunque sólo sea por esa chica a la que dices querer tanto.

Javier cambió el gesto y la mueca de incredulidad que mostró rozó la vulgaridad y pareció que se había vuelto bobo de repente. No entendía por dónde quería llevarle el sacerdote. Sabía que había gente que intentaba embaucar a las personas con bonitas palabras y enredarlas en sus propios pensamientos para hacerles caer en la confusión y aprovecharse así de los momentos de mayor vulnerabilidad. Pero aquel hombre no parecía tener ninguna otra intención oculta que no fuera más allá del querer escucharle e intentar comprenderle.

—Es que no me ha escuchado, padre?… —dijo el chico con un más que evidente tono de malestar—. ¿De qué don se supone que me está hablando?

—Pues de la vida, hijo, del don de la vida. Ése que todos tenemos y que es lo más importante que poseemos. Nuestra vida es lo único que realmente adquirimos en propiedad desde que nacemos; la única cosa que de verdad nos pertenece a cada uno de nosotros. Sólo a nosotros.

Javier lo escuchaba atentamente. La voz armoniosa de aquel cura lo tranquilizaba y le hacía sentir bien. Verdaderamente le estaba interesando más de lo que esperaba todo lo que estaba oyendo.

—¿Has oído alguna vez la frase «mientras hay vida, hay esperanza»? — prosiguió el hombre—. Lo único que puede impedir que una cosa suceda o se cumpla, o no suceda o se cumpla, es la muerte. Aunque muchos os empeñáis en creer que no hay otra salida que el lamentarse de las desgracias que os ocurren… creéis que así se soluciona todo… pero no, hijo… eso es de cobardes…

Durante unos segundos el silencio volvió a apoderarse del templo. Sólo los pasos de algún feligrés rompieron el mutismo del momento. Ahora había más gente que cuando Javier había entrado en la iglesia.

—Padre, ¿puedo hacerle otra pregunta? —inquirió el chico.

—Claro que sí.

—Padre, ¿usted realmente cree en Dios?

Aquella consulta cogió desprevenido al párroco. No se esperaba que la pregunta fuera de tal dimensión. Nunca nadie le había formulado tal cuestión; y nunca nadie le había hecho pensar en algo que siempre había dado por cierto. Creía en Dios, claro, ¿en qué iba a creer si no?

—Claro, hijo —se precipitó a contestar—. Claro que creo. Si no creyera en Él no estaría aquí ahora mismo… al igual que tú…

Javier sonrió irónicamente ante la ocurrencia del hombre. Tenía respuesta para todo. Era una buena persona.

—Ya le he dicho que yo no creo.

Ahora fue el sacerdote el que sonrió, pero no sarcásticamente. La risa era sincera y cálida.

—Está bien, está bien, hijo. Piensa lo que quieras. No seré yo el que te lleve la contraria. Hay muchas maneras de creer… y no todas tienen por qué ser la «oficial».

—No sé lo que quiero, padre. No sé lo que debo hacer. Ojalá no estuviera viviendo ahora mismo todo lo que me está sucediendo. Ojalá me despertara y me diera cuenta de que todo esto es una pesadilla, una broma. Ojalá…

—Ojalá, ojalá, ojalá… —recitó el cura—. Este mundo no es perfecto.

—Dígamelo a mí —contestó suspirando Javier.

—Pues precisamente nosotros somos lo que tenemos que hacer todo lo que podamos para que lo parezca; y para que lo sea.

—¿Y cómo se hace eso, padre?

En ese momento el hombre pasó un brazo por encima del hombro de Javier y lo abrazó tiernamente para ofrecerle su apoyo. Había entendido que aquel chico lo estaba pasando muy mal. Pero él siempre había creído en la juventud y en los jóvenes. Muchos tenían problemas y casi todos los podrían solucionar si miraran en su interior y fueran más conscientes de lo importantes que eran para su entorno.

—¿Te quedarás a escuchar el sermón de la próxima misa? Tengo que oficiarla en un cuarto de hora. Quizá te ayude…

Javier asintió con la cabeza.

—Ánimo, chico. Y nunca des nada por perdido, que sólo la muerte puede hacerte perderlo todo.

No se le ocurría otro sitio donde pudiera estar mejor que en aquella iglesia donde había descubierto a alguien tan especial como aquel sacerdote que ahora se encaminaba lentamente hacia la sacristía saludando a cuantas personas se encontraba a su paso. Durante casi cuarenta y cinco minutos el cura habló a los congregados sobre la importancia de la vida y las cosas que se podían hacer para contribuir a mejorarla. Cada uno de los presentes tomó aquel monólogo como propio, pero a Javier le dio la sensación de que iba dedicado en exclusiva para él.

Terminado el sermón, todos los asistentes fueron despejando poco a poco la iglesia. Javier se quedó un rato más pensando en todo lo que había descubierto en las últimas horas.

—¿Qué te ha parecido? —le dijo de repente el sacerdote sobresaltando a Javier, que no se había dado cuenta de que otra vez estaba sentado a su derecha; como la primera vez.

—Bonitas palabras… pero no siempre las cosas son tan fáciles como usted dice, padre.

—Ya te dije antes que en nuestras manos está el intentar mejorarlas. Sólo hay que proponérselo.

—Sí, claro, y fracasar en el intento —sentenció Javier con desgana.

—O acertar y conseguir que lo que antes parecía negro, se convierta en blanco gracias al esfuerzo que hayamos realizado. No siempre hay que ver las cosas por el lado negativo.

—Pero es que la mayoría de las veces es porque sólo se pueden ver por ese lado.

—Y eso significa que también tienen un lado positivo. Lo negativo no existiría sin lo positivo. El Bien no existiría sin el mal. Ése, el Bien o el lado positivo, es el que hay que intentar encontrar y buscarlo poniendo todo el empeño en ello.

—Qué fácil es hablar, padre —dijo Javier—. Las palabras no siempre pueden arreglar las cosas.

—Pero hay cosas que se pueden arreglar con las palabras.

—Usted parece tener respuesta para todo, ¿eh?

Entonces el cura soltó una carcajada que retumbó en el desierto escenario del templo con un ruido atronador.

—Ya me gustaría a mí, ya, tener respuestas para todo, hijo. Pero no, no las tengo. Lo que pasa es que intento que tú veas que puedes hacer mucho más por ti mismo de lo que te crees. A lo mejor cuando salgas de aquí, lo que hemos hablado no te sirve de nada, pero con que te des cuenta de que vales mucho más de lo que creías cuando entraste en esta iglesia me sentiré satisfecho.

—¿Sabe, padre? En estos momentos no puedo decirle si esta conversación me ayudará o no en el futuro, pero sí que puedo asegurarle que cuando entré aquí no podía imaginar que terminara encontrando un amigo.

Ahora el gesto el sacerdote mudó hacia la sorpresa y la incredulidad que le había provocado la confesión de aquel chico.

—Vaya, pues sólo puedo darte las gracias por eso que dices. Y confesarte que también me sirve para estar satisfecho.

Acto seguido Javier se levantó del banco y se dispuso a marcharse de regreso a su casa. No sabía el tiempo que llevaba fuera de ella, pero estaba seguro de que su padre se lo recordaría en cuanto pusiera un pie en el piso de la calle Fray Luis de León. Después de la calma de aquellos momentos llegaría la tempestad de la bronca que le esperaba de Joaquín.

—Gracias, padre —se despidió cortésmente—. Tengo que irme ya. Le agradezco mucho que me haya escuchado y me haya dado su opinión. Sospecho que eso es lo que se supone que debe hacer un cura, pero de todos modos se lo agradezco.

Extendió su mano y el párroco se la estrechó transmitiéndole el último halo de paz y calma que podía ofrecerle.

—No tienes por qué agradecerme nada, hijo. Si alguna vez necesitas a alguien para volver a desahogarte no dudes en venir hasta aquí, que ya sabes que aunque sólo sea para escucharte yo estaré dispuesto a ayudarte. Y si por alguna razón aún no confías plenamente en mí, siempre podrás acogerte al Secreto de Confesión. Cuídate mucho… por cierto me llamo Alfonso.

—Y yo Javier. Gracias una vez más.

El camino de regreso a su domicilio fue más ameno de lo que había pensado. La gente en la calle parecía más animada; quizá hubiera sido por la influencia del eclipse de la mañana…