Los días seguían siendo fríos y muy tristes en la ciudad de Salamanca. Además las horas en Santa María Redentora parecían eternas, puesto que todo seguía igual que hacía meses, años o siglos entre aquellas paredes… El tiempo se había olvidado por completo de hacer acto de presencia dentro de los límites del convento salmantino.
O ésa, al menos, era la sensación que tenía Sofía allí encerrada.
Desde hacía tres semanas la situación de la niña en aquella cárcel había cambiado de forma radical, dando un giro de ciento ochenta grados. La hermana Virtudes había ordenado que María y ella durmieran en habitaciones diferentes. Se había cansado de las tramas que ambas chicas maquinaban y había buscado la manera de que estuvieran lo más separadas posible. El traslado había sido inmediato y desde entonces ambas eran vigiladas muy de cerca por las monjas, lo que reducía sus ratos de intimidad a encuentros esporádicos en los que las dos amigas se jugaban algo más que un simple castigo si eran descubiertas juntas. Aunque a ninguna de las dos las imponían las exageradas medidas de seguridad que les habían impuesto, ya que buscaban la manera de burlarlas cada vez que les era posible.
Por su parte, Piedad era la que mejor parada había salido del castigo de la hermana Virtudes: a ella su ceguera la había servido para rebajar sensiblemente su condena. La monja había considerado que la pobre niña ciega había sido arrastrada por sus otras dos amigas a revelarse contra las normas que ella misma dictaba; así que creyó que era suficiente con una buena regañina y la promesa de la niña de no dejarse volver a embaucar por Sofía y María. Promesa oficial que no tenía ningún valor real, puesto que las tres chiquillas se habían prometido que tras esa adversidad que estaban soportando se iban a mantener más unidas que nunca para que ninguna de ellas sufriera por aquel injusto castigo.
* * *
Sofía se encontraba tumbada en la cama de su nueva habitación con la mirada perdida en el techo y su pensamiento puesto en Madrid, en Javier… en su amor. Con sus manos acariciaba dulcemente el vientre que daba cobijo a su bebé. Cada día que pasaba lo notaba más grande y el miedo se apoderaba de ella al recordar lo que sucedería dentro de poco tiempo, cuando naciera su hija. Estaba segura de que no sería capaz de soportar que la separaran de su bebé y de que no pudiera verlo nunca. Qué clase de persona no permitiría que pudiera ver su carita, sus ojitos, su sonrisa… Quién podría ser capaz de impedir que la abrazara, que la cubriera de besos y que la cuidara como al tesoro más grande del mundo.
Pensaba en Javier, como cada día y como casi a todas horas, y en lo feliz que la haría si apareciera allí y la liberara de esa infernal cárcel cristiana en la que ahora estaba recluida. Soñaba con que ambos pudieran escapar de allí cuanto antes y dejar atrás aquellos amargos momentos.
Con la única luz de un candelabro, que iluminaba vagamente la habitación, se dio cuenta de que necesitaba imperiosamente abrazar a Javier y comérselo a besos. Se maldijo por no haber expresado sus sentimientos al chico que ocupaba todo su corazón cuando había tenido la oportunidad de hacerlo. Ahora sólo podía añorarlo y esperar a que un milagro la ayudara.
Sin darse cuenta apretó sus manos alrededor de su bebé, que se revolvió en su interior molesto, y empezó a llorar desconsoladamente ante su mala fortuna.
Hubiera dado lo que fuera por volver un año atrás en el tiempo… así no volvería a pasar por lo que estaba viviendo; así estaría prevenida y no dejaría que Javier se escapara de su vida. Pero era consciente de que no podía hacerlo, ella no sabía cómo poder manipular el Tiempo. Un Tiempo que nunca había admitido dueño y que nunca lo tendría.
De repente se sobresaltó al darse cuenta de que la chica que ahora era su compañera de habitación no había vuelto todavía. No era consciente de qué hora debía ser exactamente, pero se imaginó que por el rato de llevaba sola ya debería estar allí.
Cristina, que así se llamaba su nueva compañera, era muy callada. En el tiempo que llevaban compartiendo habitación apenas si habían cruzado algunas palabras un par de veces, casi siempre por mera educación.
Cristina tenía muy claro que no quería tener nada que ver con aquella alborotadora de la que tanto hablaban la monjas. La desconfianza fue lo primero con lo que recibió a Sofía cuando ésta fue trasladada a su cuarto. Tan rara era que hasta entonces no tenía compañera de habitación. Ella prefería estar sola. No le había hecho ninguna gracia que la hermana Virtudes la impusiera a Sofía como nueva inquilina, pero era inteligente y entendió que de nada le serviría quejarse a la monja. Así que tomó la decisión de pasar absolutamente de aquella intrusa el tiempo que estuviera en su habitación. Además muy pronto daría a luz y podría librarse de ella. Esperaría pacientemente, no tenía ninguna prisa.
Era muy raro que aún no estuviera en su lecho, pensó Sofía. Aquello no podía ser una buena señal. Y la sevillana sospechó que otro problema más se podría sumar a los que ya tenía. La andaluza era sabedora de que no le caía nada bien a Cristina y temió que ésta pudiera haber ido con algún tipo de farsa a las monjas para precipitar su traslado nuevamente. Sofía estaba segura de que estorbaba a Cristina y de que estaba de más en aquella habitación que no sentía suya.
En esas cavilaciones estaba la chica cuando la puerta de la habitación se abrió muy lentamente. Sofía se revolvió en su cama y se puso de espaldas a la puerta ya que intuyó que aquella visita debía ser de la hermana Virtudes o de alguna de las monjas para comprobar que ella seguía recluida en aquella celda. Además tampoco le apetecía que nadie la viera llorar, eso sería darles un motivo más para seguir torturándola de aquella manera.
Desde su posición Sofía escuchó que la puerta se volvía a cerrar con el mismo cuidado con que se había abierto momentos antes y durante unos escasos segundos no se oyó nada en aquella habitación, salvo los ruidos procedentes del exterior.
Poco después unos pasos sigilosos recorrieron lentamente la distancia que había desde la entrada hasta la cama que aún estaba vacía, donde Sofía intuyó que su compañera se había sentado debido al ruido que había hecho el colchón. Al menos esta vez Cristina había tenido la delicadeza de no hacer ruido para despertarla. Quizá no fuera tan mala como aparentaba.
Nuevamente pasaron unos segundos en los que el silencio reinó sobre todas las cosas. Sofía no quería dar ningún indicio de estar despierta para evitar una posible confrontación con Cristina, pero una inoportuna patada de su bebé la hizo retorcerse dejando al descubierto su mentira.
—Sofía, cielo, ¿estabas dormida?
La voz era casi un susurro, pero a la sevillana le fue suficiente para reconocer a su dueña. Aquella dulce voz era inconfundible. Esa delicadeza tenía una única dueña posible.
Sofía se incorporó de un salto en la cama para sentarse torpemente en el borde de la misma ante la sorpresa de la recién llegada. Después se quedó mirando a su visitante a través de la tenue luz del candelabro con una sonrisa en la cara, mezcla de esperanza y alivio.
—María… María… —dijo Sofía—. Estás loca. ¿Qué haces tú aquí? Como te pille la hermana Virtudes nos matará a las dos…
—¿Una monja matando a dos niñas?… Eso sería muy cristiano, sí señor — comentó divertida María y ambas amigas se rieron con ganas por la ocurrencia.
La chica se levantó de la cama de Cristina y se fue sentar en la de Sofía, que la recibió con un fuerte abrazo al que ella correspondió con igual efusividad.
Instintivamente las manos de María fueron a parar al abdomen de su amiga y empezaron a masajearlo dulcemente. A la chica siempre le había gustado hacer eso desde que conoció a Sofía. Ambas coincidían en pensar que a las dos las relajaba aquel inocente gesto. María se sentía más cerca de la sevillana, y ésta notaba que tenía alguien que la apoyaba y la ayudaba con su bebé. Aquellos momentos de intimidad hacían que las niñas estuvieran más unidas en su desgracia. Tras los muros de Santa María Redentora había muy pocas personas en las que poder confiar. Sofía, María, Piedad y alguna contada excepción confirmaban esa regla.
—Un momento… —dijo de repente Sofía poniéndose muy seria y azarada—. ¿Y si te descubre aquí Cristina? Puede aparecer en cualquier momento… de hecho ya debería estar de vuelta.
Pero a María no pareció afectarle el nerviosismo de su amiga. Siguió tocando la tripa de Sofía y cuando lo creyó conveniente depositó un beso en ella dirigido al bebé que tanto quería.
Después miró a Sofía con expresión pícara y sonrió alegremente, dadas las circunstancias que hasta ese momento sólo ella conocía. Estaban juntas otra vez y eso era mucho más importante que cualquier otra cosa en esos momentos.
—No te preocupes, cariño. Cristina me debía un favor… esta noche dormirá ella en mi habitación y, créeme, que no dirá nada a nadie si sabe bien lo que le conviene.
A Sofía no le gustó nada el tono de las palabras de María. Sabía que aquella chica podía hacer cualquier cosa por ella, pero… ¿hasta dónde habría sido capaz de llegar esta vez para terminar en aquel cuarto? En cualquier caso la perspectiva de poder pasar toda la noche juntas le importó más que las deudas que tuvieran entre María y Cristina. Ésas eran cosas de las dos chicas que no la incumbían a ella. Era momento de disfrutar.
Entonces Sofía abrazó a su amiga María y le dio un beso en la frente que sirvió para relajarse un poco.
Mientras las velas del candelabro se iban consumiendo inexorablemente, las dos chicas intentaron recuperar el tiempo perdido poniéndose al día de las cosas que habían pasado desde que no estaban juntas. A ambas ese tiempo les había parecido eterno y se esforzaban en hablarse atropelladamente la una a la otra. No les importaba la hora que fuera en el exterior de aquella habitación, sólo les preocupaba que nada se les olvidara puesto que no tenían claro cuándo sería la próxima vez que tuvieran una situación como la que estaban disfrutando en esos momentos.
—A mí la que me preocupa también es Piedad —dijo María en un momento de la conversación—. Se ha tomado el asunto de tu bebé como suyo propio y a veces creo que se está arriesgando demasiado para conseguir información sobre lo que las monjas quieren hacer contigo y con el bebé. Mañana mismo procuraré hablar con ella, porque ya tiene bastante con lo suyo… y no quiero que la pase nada. No me perdonaría el que la castigaran otra vez por nuestra culpa.
Ambas mantuvieron unos segundos de silencio en los que cada una evaluó la situación de la chica ciega. En algo estaban seguras las dos: ninguna permitiría que Cristina fuera castigada. Ya las había ayudado bastante. Aquella niña de cabellos negros azabache y ojos color verde claros era una gran amiga y siempre lo sería, pero no debía cargar con responsabilidades innecesarias.
—Cuídala, María. Nos ha ayudado mucho y nosotras tenemos que protegerla. Se lo debemos —dijo Sofía en voz baja.
—A veces la vida es de lo más injusta, ¿verdad? —apuntó María visiblemente contrariada con sus propias palabras—. Lo digo por Piedad. Ella es una chica muy bonita, tiene el mismo rostro de los ángeles que hay pintados en los cuadros del convento. Es dulce, simpática y siempre la ves con una sonrisa dibujada en su cara. Nunca tiene un mal gesto, ni una mala palabra; es lo que cualquier diccionario pondría como ejemplo para explicar el significado de la expresión «buena persona»… pero nunca conoció a sus padres, vive entre estas paredes desde que nació y, para colmo de todo mal, es ciega. Si alguien es capaz de decirme que eso es justicia divina, que baje Dios y lo vea.
—Tienes razón. Piedad es una persona maravillosa. No puedo entender porqué su vida no ha sido mejor. Ella no ha hecho nada para merecer un destino así.
Las dos niñas se observaron durante unos instantes y fueron incapaces de mantenerse la mirada. A ambas les superaba la historia de aquella niña que ahora también formaba parte de sus vidas. La querían y sabían que ese tipo de amistad era verdadera y de las que no se olvidan.
—Y encima Piedad lo acepta con total resignación. Ella cree que sí se merece todo lo que la está pasando. A eso me refiero cuando digo que ese Dios del que estoy harta de oír hablar a todas horas, no debe de ser tan justo y tan misericordioso como nos lo pintan porque no entiendo, ni entenderé nunca, que alguien pueda amarte tanto como dicen las monjas y que te haga lo que le ha hecho a la pobre Piedad —razonó María muy enfadada con sus propios argumentos.
Esta vez el silencio fue provocado por las últimas palabras que se habían escuchado en la habitación. Las velas del candelabro seguían consumiéndose lentamente.
—O quizá sí que Dios sea bueno; lo que pasa es que nos pone pruebas para que le demostremos nuestra fe —dijo Sofía sin mucho convencimiento.
María la miró extrañada y sorprendida. Esperaba que su amiga la apoyara en su razonamiento y se encontró con esa respuesta tan alejada de su perspectiva.
—Me asusta escucharte hablar así, Sofía —habló muy seria—. Pareces una de las mojas, ¿a ti también te han lavado el cerebro? Seguro que si te oyeran las podrías tan felices que te levantarían el castigo. ¿Acaso crees que lo que le ha pasado a Piedad ó lo que te está pasando a ti, sin ir más lejos, son pruebas de fe aceptables de un Dios que nos ama tanto como dicen? ¿No te parece que más bien deben ser juegos de un ser sádico y mezquino que se divierte a costa de destrozar la vida de los demás? Yo tengo muy claro que ese Dios del que las Hermanas nos hablan no me gusta nada de nada y que si por mí fuera lo eliminaría de este mundo, junto con todos los fanáticos que le son fieles y que intentan imponer sus ideas por la fuerza a los demás… O mejor aún, les haría pasar a todos ellos lo que estáis viviendo Piedad y tú para que me demostraran «su fe cristiana».
Sofía se quedó observando la dura expresión del rostro de su amiga. Aunque no le sorprendieron las palabras que acababa de escuchar, porque conocía de sobra el pensamiento de María en lo que a la religión se refería. Lo que sí que le llamó la atención fue que no se incluyera ella como ejemplo del macabro juego del que hablaba. María había perdido a sus padres y había acabado en Santa María Redentora como las demás, pero para ella eso no era comparable a lo que le había sucedido a Sofía y a Piedad. Lo suyo, siempre decía, había sido un accidente; un bache en su destino. Quizá el preocuparse de los problemas de sus amigas la hacían evadirse de su propia desgracia, pensó Sofía en su interior. Quizá aún no hubiera superado todo lo que había vivido. Quizá ella, que parecía tan fuerte, también necesitara ayuda. Y Sofía se la prestaría siempre que pudiera.
—No digas eso, María. No hables así del Señor —dijo Sofía abrazándola para tratar de tranquilizarla y de calmar esa sangre desbocada que tenía su amiga.
María le devolvió el abrazo y poco a poco recuperó la dulzura que había cautivado desde el principio de conocerse a Sofía. La andaluza le besó en la frente y después secó con sus manos las lágrimas de rabia que surcaban el rostro de la niña. Ambas se sonrieron a la vez y volvieron a estar nuevamente unidos frente a todo lo que se les viniera encima.
—Cielo, nunca me has contado tu historia. Todavía no sé por qué estás aquí — dijo María con ternura en su voz.
Sofía se quedó mirando a su amiga y su rostro se torno a pesadumbre y tristeza. Era cierto que ella conocía la historia de María, pero nunca le había relatado la suya. En el fondo se sentía culpable por no haberlo hecho y pensó que quizá María pensara que no confiaba en ella.
—Tranquila, si no quieres no me lo cuentes —se apresuró a decir la niña rubia entendiendo que aquella expresión de Sofía era producto de su curiosidad—. No quiero que te pongas más triste por mi culpa… Perdóname por ser tan cotilla. Si algún día necesitas contárselo a alguien ya sabes quien te escuchará.
Sofía asintió levemente.
—No es eso, cariño… —dijo la embarazada titubeante—. Verás… no es que no te lo quiera contar… es que… nunca se lo he contado a nadie. Hice una promesa a la persona que más quiero y no puedo romperla. Espero que lo entiendas… te juro que algún día te lo contaré, pero ahora no puedo.
María la miró fijamente y Sofía vio en ella a la Bondad reflejada en su rostro. La sevillana sintió en lo más profundo de su corazón que su amiga quería saber de su historia por la simple razón de intentar ayudarla de alguna manera, como había hecho desde que se conocían; aunque sólo fuera escuchándola. La suya no era una amistad basada en el interés, como tantas otras. Se había jugado mucho en los día anteriores por estar junto a ella y apoyarla en todo lo posible… y Sofía eso lo sabía y lo valoraba como un tesoro. Por eso la dolía tanto no poderle contar su triste historia.
—Está bien, cielo, no te preocupes. No quiero ser yo la que te haga romper tu promesa. Un pecado más en mi lista podría significarme mi total excomunión y ya bastantes tengo con los míos —habló María en tono burlón intentando disolver la tensión del momento.
Sofía sólo pudo sonreír con alguna lágrima en su cara ante las palabras de la niña que estaba sentada a su lado. Desde que llegó al convento había admirado la capacidad que tenía María para hacerla esbozar una sonrisa en aquellos momentos en los que ninguna otra persona, excepto Javier, lo hubiera podido conseguir.
—Cielo, quiero que no se te olvide nunca que siempre estaré contigo para lo que necesites… Por cierto, ¿qué tal se porta la peque? —añadió María volviendo a tocar la tripa de Sofía.
Entonces, en un gesto cargado de una ternura infinita Sofía cogió las manos de María y las entrelazó con las suyas apretando suavemente las palmas y los dedos de su amiga. Las dos niñas intercambiaron sus miradas durante un momento indeterminado en cuanto a duración, pero que fue mágico para ambas y en el que el resto del Universo pareció estar de más. No hubo ninguna palabra, no las hacía falta hablarse. Lágrimas sinceras recorrieron los rostros de las dos amigas que terminaron abrazándose en una unión perfecta de dos seres puros como eran ellas.
—Gracias, María, gracias por todo —acertó a decir con dificultad Sofía con la voz quebrada por la emoción del momento.
María, visiblemente emocionada, le dio un beso en la frente a Sofía y otro al bebé mientras decía:
—Gracias a ti, amiga mía, por haberme hecho sentir importante otra vez, gracias.
Sofía extrañada por lo que acababa de escuchar se quedó mirando a su amiga mientras ésta se secaba las lágrimas con un pañuelo. La andaluza sabía que este llanto no era fruto de la tristeza, más bien de todo lo contrario, y por eso dejó que María se tomara su tiempo.
—Pero, ¿qué estás diciendo? Escúchame: tú siempre has sido importante, ¿me oyes?… y siempre lo serás; para mí y para todo el que te conozca. Así que no digas nunca más esa tontería.
María asintió levemente con la cabeza y sus ojos volvieron a ponerse vidriosos ante lo que acababa de escuchar. Palabras que sonaron en su corazón como la más bonita melodía que jamás hubiera escuchado. Y para colmo estaban dedicadas en exclusiva a ella… sólo a ella. Intentó forzar una sonrisa para agradecérselo a Sofía, pero la emoción la pudo más.
—Gracias, cielo… —dijo María todavía con la expresión triste—. Tú eres la única amiga que tengo aquí… bueno, en realidad eres la única amiga que he tenido en toda mi vida… Y créeme que no estoy muy orgullosa de este detalle en concreto… Ya sabes que mis padres murieron en un accidente y yo acabé aquí, en el convento. Nadie me preguntó ni me permitió elegir lo que yo quería. Entre estos muros, y durante todo el tiempo que tardaste en llegar, nadie nunca se preocupó por mí. Mi rebeldía ante lo injusto y lo embustero se encargó de crearme una leyenda de introvertida, insociable y díscola que, sinceramente no creo que me merezca… ¿verdad?
Sofía la escuchaba con extrema atención y en silencio dejándola que soltara todo lo que llevaba dentro.
—Pero cuando todo parecía oscuro, llegaste tú y me iluminaste el corazón. Y yo vi la luz, esa luz que las monjas nos cuentan en sus sermones y que dicen que ves y que te guía por el «Buen Camino» cuando no estás haciendo lo correcto. Conocerte a ti ha sido, sin duda, lo mejor que me ha pasado en la vida. Desde que tú estás aquí, en Santa María Redentora, yo soy otra… yo soy realmente María. La María que siempre he sido y que nadie, excepto tú, nunca ha querido conocer. Y todo te lo debo a ti, que desde el principio me has ayudado y has sabido comprenderme y escucharme. Ojalá hubiera en el mundo más personas como tú, Sofía… Ojalá te hubiera conocido antes, seguro que me hubiera ido mucho mejor. Por eso me prometí que haría lo que fuera por estar a tu lado apoyándote y ayudándote en todo lo que necesitaras; te lo debo. Es mi humilde manera de agradecerte todo lo que estás haciendo por mí.
Pero otra vez la felicidad de la niña se tornó tristeza cuando dijo:
—Y sé que algún día te marcharás, porque el destino no puede haber planeado que estés aquí encerrada para siempre. Tú te mereces algo mucho mejor. Y seguro que serás muy feliz con ese chico al que quieres tanto y con tu niña, que será tan bonita y tan buena como tú.
En ese momento sus ojos derramaron un torrente de lágrimas que hubieran helado el corazón de cualquier ser humano.
—Y yo… yo siempre te recordaré y me sentiré muy afortunada de haber podido conocer a un ángel de esos que las monjas nos cuentan y que yo nunca me creí que pudieran existir; pero existen… lo sé porque yo ahora tengo uno delante. Un ángel que me recordó que siempre hay algo por lo que luchar… que siempre hay algo por lo que vivir. Sólo te pido un favor cuando ya no estés aquí: acuérdate de mí, Sofía… acuérdate de mí…
Ahora fue la sevillana la que sólo pudo asentir en silencio con su cabeza; también lloraba, como María.
Sofía se quedó callada unos segundos intentando asimilar el torrente de sentimientos que su amiga le acababa de confesar. Había abierto su corazón de lleno y le había dicho cosas muy bonitas. Tanto le afectó a Sofía aquella confidencia que se le formó un nudo en la garganta al intentar contestarla. Pero le fue imposible, la emoción ahora también la embargaba a ella.
—Yo no soy mala, Sofía, te lo juro.
—Lo sé, cariño, lo sé —dijo Sofía secándole las lágrimas del rostro con su propia mano—. Nadie nunca podrá pensar que eres mala, porque no lo eres. Y no sufras, que ya verás como todo se arreglará pronto, para las dos… Y una cosa, cielo, no me duele decirte que no me acordaré de ti nunca, porque pase lo que pase estaremos juntas. No sé todavía cómo, pero tengo muy claro que siempre formarás parte de mi vida porque eres muy importante para mí y no me conformaré sólo con recordar estos momentos; seguiremos siendo amigas y seguiremos estando juntas… eso te lo juro por mi niña.
Sofía se sintió en esos momentos, más que nunca antes, protectora de su amiga María. Tenía la seguridad de que al igual que ella había recibido su ayuda desde que llegó al convento, también haría todo lo que estuviera a su alcance para auxiliarla en lo que pudiera. Pasara lo que pasara ya siempre formaría parte de su existencia.
—Ojalá tengas razón, cielo —dijo María—. Yo creo en ti, ¿sabes? Así que si tú lo dices, seguro que todo se arreglará.
Las dos niñas se volvieron a abrazar y después de unos segundos fundidas en ese gesto de cariño se separaron con sendas sonrisas en sus caras.
El resto de la noche la aprovecharon para contarse todo lo que no habían podido en los últimos días de separación forzosa.