13

Nunca llueve a gusto de todos, decía el refrán. Lo que para unos podía resultar ventajoso, para otros seguro que era perjudicial. La vida y el destino no paraban de enredar y de enredarse, obligando a todos los mortales a tener que aguantar sus caprichosos designios. No había, ni se podía encontrar, una razón para buscarle la lógica a algo tan ilógico por naturaleza. Las cosas sucedían porque tenían que suceder y ya está; no había que darle más vueltas.

* * *

Aquel día de primavera era uno de los más radiantes que se recordaban en Madrid. El sol lo inundaba todo e invitaba a las personas a disfrutar de la maravillosa capital. Era raro, y prácticamente imposible, no ver todos los parques llenos de gente que se disponía a pasar una agradable mañana de sábado sin preocupaciones y con el único deseo de disfrutar de aquel momento en compañía de sus seres queridos.

Pero en aquel día tan maravilloso, Javier Torres no sentía ningunas ganas de divertirse como el resto. Llevaba ya dos semanas encerrado en su casa y no podía soportar más aquella inútil espera de nada.

Cansado, hasta más no poder, de tener que sufrir el infierno en que se estaban convirtiendo los días entre esas paredes que cada vez más se le parecían a una cárcel, decidió poner la radio que tenían en el salón e intentar distraerse así. Sus padres le traían todos los días el periódico y algún tebeo de los que a él le gustaban, pero hasta leer se le antojaba algo aburrido; qué paradoja, a él que siempre le había encantado leer.

Buscó en el dial de la radio alguna emisora en la que estuvieran poniendo algo de música. Era necesario aplacar a la fiera que llevaba dentro. Pero salvo algún que otro debate absurdo, alguna radionovela y muchas interferencias, no fue capaz de encontrar nada que mereciera la pena. Así que decepcionado volvió a apagar aquel invento y se dejó caer durante unos minutos en uno de los sillones con las manos en la cara intentando cubrirse de la intensa claridad que entraba por la ventana que daba a la calle.

Definitivamente necesitaba salir de la prisión en que se había convertido en esos momentos su casa y encontrar a alguien en quien confiarle todo lo que llevaba dentro de sí mismo. Necesitaba saber que el mundo no se había parado con él enterrado en aquel lugar y que seguía girando ahí fuera.

Esa mañana se había levantado temprano, raro en él por esa época de su vida. Y aprovechando que sus padres estaban en la panadería, dejó con extrema rapidez los muros que le retenían y se puso a deambular en solitario por las calles de Madrid sin un rumbo predeterminado. En principio le daba igual donde terminara su aventura; cada paso que daba se hacía recobrar un poco la confianza en sí mismo.

Durante horas caminó y caminó sin prestarle mucha atención a nada, pero sintiéndose una vez más autónomo. Aquel paseo matutino le estaba devolviendo, en parte, la libertad que había perdido con aquel incidente de su detención. Había prometido al padre de Antonio no meterse en ningún lío, y desde esa fecha a fe que lo había cumplido a rajatabla. Era materialmente imposible que cualquier lío le hubiera salpicado, ya que sus salidas de la casa situada en la calle Fray Luis de León habían podido contarse con los dedos de una mano, sobrando alguno además.

Tanto esfuerzo empezó a hacerle efecto pasada la media mañana. Nunca había estado acostumbrado a andar y mucho menos la cantidad de kilómetros que había recorrido esa mañana.

Javier se apoyó sobre un muro que tenía en el lado de la acera por la que estaba transitando y comprendió perfectamente por qué en el año 490 antes de Cristo el guerrero griego Filípides murió de extenuación tras recorrer a pie la distancia que separaba las ciudades de Maratón y Atenas para comunicar la victoria de los griegos ante los persas. Un poco más y él también hubiera tenido serios problemas de salud por su acto de irresponsabilidad; ni era un guerrero ni tenía que comunicar nada a nadie, así que mejor sería que no volviera a exponer sus pies a semejante tortura si no querían que éstos le terminaran pasando la factura de su atrevimiento.

Descansó lo que creyó suficiente y al buscar el lugar por donde debía regresar se sorprendió al reconocer el sitio en el que se encontraba. Sus pasos ignorantes le habían llevado hasta la misma tapia del Cementerio del Este. Tras unos segundos de indecisión su rostro esbozó una leve sonrisa al reconocer interiormente que el destino de su caminar no había sido aleatorio en absoluto. Últimamente para Javier la casualidad empezaba a no tener ningún sentido en su vida. Todo lo que le sucedía parecía cada vez más claro que pertenecía a un macabro guión ideado por su peor enemigo.

Pero instantes después un súbito escalofrío le recorrió todo el cuerpo al recordar algo sucedido en esa misma pared que ahora recorría con paso lento dejando que sus dedos apreciaran las formas irregulares del muro: en los seis años posteriores a la Guerra Civil Española habían sido fusilados más de dos mil seiscientos españoles en ese mismo lugar.

Javier no pudo evitar preguntarse cuántos de aquellos infelices merecerían de verdad morir en aquellas circunstancias y, casi sin darle tiempo a terminar su planteamiento, su propia mente le devolvió clara y nítida la respuesta que buscaba: muy pocos, seguramente ninguno de ellos merecía aquel final tan poco honroso.

Le parecía increíble que aquel lugar donde ahora brillaba el sol con fuerza y se podía escuchar a los pájaros cantar, hubiera sido el último sitio que vieran tantas y tantas personas. Y que, sin embargo, ahora fuera un simple límite entre la ciudad de los vivos, fuera de la tapia, y la de los muertos por dentro.

Aquella maldita guerra, la Civil, le había contado su abuelo una vez, había sido lo peor que le había sucedido a España. Un auténtico sin sentido que había conseguido que miembros de una misma familia se mataran entre ellos sin tener ninguna razón aparente para hacerlo. Otra vez el odio, como tantas otras veces, había convertido a los hombres en bestias, a los hermanos en enemigos y a los vencedores en vencidos: desde que el mundo era mundo, Javier no recordaba ni una sola guerra en la que uno de los bandos contendientes pudiera decir con el absoluto poder de la verdad que habían vencido sobre los demás. Era absurdo, en una guerra nunca nadie ganaba a nadie; siempre se acababa perdiendo.

«Y te lo digo por propia experiencia… yo lo he vivido y sé de lo que hablo», eso también se lo dijo su abuelo.

Aquella no sería la última guerra, pensó Javier, pero estaba seguro de que por más veces que el hombre insistiera en aniquilar a su prójimo, jamás lograría vencer en una maldita guerra; porque fueras quien fueras, y lucharas en el bando que lucharas, siempre terminarías vencido.

Javier recordó, también, que siempre que había escuchado a su abuelo hablar de aquella guerra, el hombre indefectiblemente acababa con lágrimas en los ojos.

Todos en la familia conocían el episodio en el que el abuelo Marcos relataba como había matado a su propio hermano sin saberlo a causa de aquella barbarie:

* * *

El abuelo Marcos tenía un hermano llamado Manuel, dos años mayor que él. Su familia siempre había sido humilde y sus padres habían tenido que trabajar lo indecible para poder sacar adelante a sus dos hijos.

Los primeros años de vida del siglo XX fueron tiempos difíciles para todos, incluso en Madrid. El padre de Marcos trabajaba como pocero de sol a sol allá donde se le necesitara. Lo había estado haciendo desde que tenía uso de razón y albergaba la absurda esperanza de que sus dos hijos continuaran con la tradición familiar de poceros. Su mujer, Jacinta, notaba que con Marcos podían contar para tal fin, pero que Manuel nunca alimentaría la ilusión de su padre. Era su madre y le conocía tan bien que nada podría hacerle cambiar de opinión. Ella sabía que no se equivocaba.

El hijo mayor era inquieto por naturaleza; nada que ver con su hermano menor. Manuel era un río desbocado al que nada ni nadie podía encauzar. De pequeño, lo justo hubiera sido que se le calificara de «trasto» total. Prueba de ello eran las dos cicatrices que recorrían su frente longitudinalmente y la que adornaba su pierna izquierda, fruto de sus innumerables travesuras.

A los veintitrés años, en 1913, Manuel dejó helada a su familia cuando en el transcurso de la comida un día les comentó que se marcharía de Madrid en busca de un futuro mejor. Lo tenía todo decidido. Pensaba irse hasta Bilbao y buscar allí trabajo en los astilleros. Le gustaba la aventura y no tenía miedo a nada. De siempre le había obsesionado el mar, quizá porque como él mismo constantemente decía: «haber nacido en Madrid me ha creado una añoranza de mar que algún día lograré mitigar».

Su familia, incluido Marcos, intentaron por todos los medios convencerle de que no renunciara a su hogar y los dejara abandonados a ellos. Pero a Manuel nunca le había gustado Madrid y nada ni nadie le iba a impedir realizar su sueño de volar libre.

El día de su partida todos lloraron su marcha; menos Manuel. Él tenía prisa por marcharse y por eso las despedidas con cada miembro de su familia fueron cortas, serias y muy tensas.

Pero Marcos siempre recordaría la suya. Hubo un segundo en el que pensó que aún podría convencer a su hermano para que recapacitara sobre su decisión. Entró en la habitación de Marcos y llorando de pena mientras le miraba a los ojos le preguntó que si había pensado bien lo que iba a hacer.

Veinticinco años después Marcos recordaría con claridad meridiana la contestación de su hermano Manuel aquella mañana en la que habló con él por última vez: «Estoy tan seguro de lo que voy a hacer que sólo espero que la próxima vez que me veas sea con los pies por delante». Palabras que ahora, cuarenta y cinco años más tarde en total, todavía seguían retumbando en su mente y, sobre todo, en su desconsolado corazón.

En Bilbao no le costó apenas esfuerzo encontrar trabajo en los astilleros. Era joven y tenía muchas ganas de aprender, por lo que su sueño fue relativamente fácil de hacer realidad. Empezó desde lo más bajo y poco a poco fue ascendiendo hasta ganarse el respeto de todos sus compañeros. Fue ocupando puestos de mayor responsabilidad hasta llegar a convertirse en maestro armador.

Allí, no sólo encontró prosperidad profesional, descubrió también el amor. Conoció a Izaskun y desde el principio ambos supieron que estaban hechos el uno para el otro. Se casaron tras tres años de relación y tuvieron dos hijos.

El primero de ellos murió a las tres semanas de su nacimiento fruto de una extraña enfermedad que ningún médico supo identificar ni atajar a tiempo. Tres años después nacería Verónica y con su alegría lograría calmar, en parte, la tristeza que había dejado en sus padre la ausencia de su hermano mayor.

En 1937 la guerra despojó a Manuel de sus ilusiones por completo y le mostró todo su macabro esplendor. Sin tiempo siquiera para hacerse ninguna pregunta al respecto, el conflicto fratricida le arrancó a su mujer y a su hija de raíz. Las dos fueron brutalmente asesinadas por desalmados integrantes del supuesto bando contrario al que esas dos inocentes almas debían pertenecer.

Manuel, sin que nada lo retuviera ya en Bilbao, decidió huir de aquella horrible ciudad en la que se había convertido su hogar, y para ello vagó y penó duramente mucho tiempo por las tierras en conflicto a punto de morir en varias ocasiones. A esas alturas de su vida en su mente sólo tenía dos únicos objetivos: volver a ver a su familia y conservar como fuera su vida el tiempo suficiente para poder conseguirlo; lo demás no le importaba en absoluto.

Sólo Dios supo de las desdichas que Manuel tuvo que sufrir hasta llegar a Coslada, un pueblo cercano a su destino final: Madrid. Allí, al borde de la extenuación decidió que ése era un buen sitio para descansar durante unos días antes de emprender el último tramo de su increíble viaje. Para ello debería aguantar como lo había hecho hasta ahora en los demás pueblos por los que había pasado: tratando de relacionarse lo menos posible con sus gentes, ya que nunca se sabía con qué bando simpatizarían más sus habitantes.

Días de mal comer y una inmensa necesidad de alimentarse fueron su macabra condena.

Nada más entrar en el pueblo se encontró con un huerto en el que se le ofrecían los más exquisitos manjares que él hubiera visto desde que abandonara Bilbao hacía meses. Sin pensárselo ni siquiera un solo segundo, Manuel profanó aquel lugar en nombre del hambre que llevaba adosado a su cuerpo desde tiempos que ya ni la memoria le alcanzaba a recordar. Y el cruel destino quiso que tuviera tiempo de hartarse de todo lo que quiso antes de que un disparo en la cabeza le alejara del mundo de los vivos para siempre en tan sólo una décima de segundo.

Marcos ni siquiera corrió para rematar al ladrón. Sabía que su escopeta había dado cumplida cuenta de aquel bastardo. Estaba cansado de que cualquier muerto de hambre terminara robándole la comida de su huerto. La guerra estaba siendo dura para todos y él también necesitaba aquella comida para sobrevivir junto con su mujer y sus dos hijos: Joaquín y Rocío. Así que esa misma mañana había decidido que haría guardia en su huerto y mataría al próximo que osara a quitarle algo de su propiedad. Además el sentimiento de rabia y de venganza que lo invadía había hecho que con este vulgar ladrón se cebara por completo, ya que le había permitido comer todo lo que quisiera. Sería su última comida, así que mejor que fuera buena; pensó Marcos.

Por un momento pensó en dejarlo allí tirado como un fardo para escarmiento de próximos posibles imitadores de su acto, pero algo en su interior le hizo dirigirse hasta el infeliz. Quizá su rabia no estuviera satisfecha del todo con lo que había hecho. Una cosa estaba clara: cuando se corriera la voz por el pueblo y los alrededores de lo que había sucedido en su huerto, la gente se lo pensaría dos veces antes de volverle a robar.

Cuando llegó a altura del cadáver comprobó que había reventado la nuca de aquel hombre, que por su aspecto debía tener la misma edad que él, aunque mucho más curtido. Su rostro no reflejaba sorpresa alguna ante el desenlace que había tenido su vida; ni siquiera había tenido tiempo para sentirla. El disparo le había alcanzado por la espalda.

Marcos lo miró con desprecio y con satisfacción. Cuando ya se iba a marchar del lugar cayó en la cuenta de que al lado del ladrón había una cartera que se había debido deslizar de sus pertenencias y que ahora era surcada por algunas hormigas. Se agachó y la cogió por instinto y al abrirla el mundo se le cayó encima con la fuerza de mil guerras. En el interior encontró una foto desgastada de su madre Jacinta y un documento con el nombre del hombre que ahora yacía muerto a sus pies: Manuel Torres Álvarez. El abuelo Marcos acababa de matar a su propio hermano.

El destino quiso que Manuel nunca pudiera confesar que echó de menos cada día de su vida a su familia. Que siempre los quiso y que hubiera dado cualquier cosa por volverlos a ver una vez más y así poder pedirles perdón por todo el daño que les hizo años atrás.

Por su parte, la vida no permitió que Marcos le contara a su hermano mayor lo que le había sucedido para haber terminado viviendo en aquel pueblo. Además le cargó sobre sus hombros con la terrible condena de vivir con el horrible cargo de culpa de haber sido él quien acabara con la vida de su hermano.

«… sólo espero que la próxima vez que me veas sea con los pies por delante».

* * *

Javier sólo había entrado en ese cementerio la vez que había ido con Sofía, pero supo sin ninguna duda hacia dónde debía dirigirse.

Mientras recorría el camino que su mente tenía trazado en su memoria, se dio cuenta de que ya no le impresionaban tanto las tumbas y los nichos como antes. Se sintió extrañamente aliviado porque pensó que aquellas personas en su silencio perpetuo comprenderían mejor que nadie su sufrimiento. Incluso, si se atrevía a compararse con ellos, él se podía sentir afortunado de estar en el lado de los vivos, ¿o no? Cada persona allí enterrado tenía su propia historia y, por supuesto, cada historia sería la más importante para su dueño.

Tras varios minutos de caminata, Javier se colocó enfrente de la lápida que lo había estado llamando a voces.

Dª ELISA RAMOS ROMERO

SUBIÓ AL CIELO EL 10-07-1964

A LOS 42 AÑOS DE EDAD

TU ESPOSO E HIJA NO TE OLVIDAN

D.E.P.

Todo estaba como Javier lo recordaba de su última visita, excepto en un detalle: un hermoso jarrón de cerámica presidía la fría piedra y sobre él docenas de rosas rojas puestas allí, hacía muy poco tiempo, coronaban un precioso recuerdo de alguien anónimo.

Esto descolocó un poco a el chico, porque dedujo que alguien las había llevado hasta ese lugar y, que él supiera, la única familia de Elisa en Madrid eran Sofía y su marido, el señor Olmedo. Alguien, por lo tanto, había visitado a Elisa recientemente a juzgar por el buen estado de las flores.

Con mucho cuidado de no romper la armonía del ramo, cogió una de las rosas y después de quitarle algunas espinas se puso a acariciarla muy dulcemente con sus dedos. La textura de aquella flor le trajo a su recuerdo el tacto de la piel de Sofía. Las dos eran especiales, cada una a su manera; pero muy parecidas en algo: eran bellas y frágiles a la vez.

Sin querer evitarlo se emocionó evocando, una vez más, los buenos ratos que había pasado junto a la que ya no dudaba en calificar como algo más que amiga; porque para él era eso y mucho más, para él lo era todo en este mundo.

Muy lentamente, y aún con la rosa entre sus manos, se sentó en la lápida de la madre de Sofía y empezó a hablar con la mujer que le estaba esperando y que sabía que le escucharía como sólo lo hacen las buenas personas; las personas como Elisa.

—Hola, señora Olmedo… Supongo que ya sabrá quién soy. Soy Javier, el… bueno el… bueno sí, el amigo de su hija. Espero que usted me deje explicarme y que pueda comprender que todo lo que he hecho hasta ahora es porque quiero a su Sofía y porque me parece que, ella más que nadie en este mundo, se merece ser feliz. Que ya ha sufrido suficiente. Sé que yo no me la merezco, que ella merece alguien mejor que yo. Pero le aseguro que nunca nadie la podrá querer más en toda su vida. Podría beber los vientos por ella o regalarle la luna si me lo pidiera. Cualquier cosa de este mundo sería poco para ella.

Las frases salían de la boca de Javier de forma atropellada. Estaba nervioso porque tenía muchas cosas que decir y no quería olvidarse de ninguna. Sabía, además, que el desahogo que estaba consumando en esos momentos le vendría muy bien para afrontar lo que el destino le deparara de ahí en adelante.

—Recordará usted que siempre decía que Sofía y yo tendríamos que ser novios, que hacíamos muy buena pareja y nosotros nos reíamos. Pues mire… —continuó el chico en tono melancólico—. Lo que es la vida… cuando más necesitamos estar juntos, es cuando estamos separados.

La tristeza era dueña total de todo su ser. Hablar de su princesa era clavarle miles de estacas en su maltrecho corazón. Era torpedearle en la línea de flotación del sentimiento que anidaba en el fondo de su alma.

—Yo debo reconocer que siempre he tenido un cariño especial por su hija, porque ella me ha ayudado mucho, y muchas veces, en momentos que ni siquiera ella sabe. Con una sola palabra, un gesto ó una simple sonrisa hacía que mis problemas parecieran insignificantes a su lado. Ha sido la mejor amiga que he tenido nunca y, por supuesto, es la chica más bonita que he conocido en mi vida.

En esos momentos se sentía lanzado, a gusto con la situación. Nadie podía interrumpirle en ese ataque de palabrería en el que estaba sumido. Era un alivio saber que nadie le obstaculizaría mientras abría su corazón a la madre de Sofía. Lo que hubiera dado por que la hija de aquella difunta también estuviera allí para escucharle.

—Pero nunca me atreví a decírselo… me daba vergüenza, lo reconozco, porque estoy seguro de que ella se merece a alguien mejor que yo… yo sólo soy el hijo de un panadero; bueno eso usted también lo sabe. Ella se merece una vida a su altura, la que se merece una princesa, que es lo que ella es. Y yo soy sólo el bufón que se enamoró de su dueña y que maldice cada segundo de su mala suerte.

Sus lágrimas empezaron a caer sobre la rosa que abrazaba entre sus manos, quien atrapó entre sus pétalos los reproches que salían de los ojos de Javier como si no quisiera que nadie más fuera testigo de aquellas desconsoladas palabras.

—Señora Olmedo, sé que usted me entenderá cuando le digo que el amor que yo siento está más allá de lo que un mortal pueda sentir. Usted sabe que no miento y que jamás le engañaría ni a usted ni a su hija. Tengo los ojos de Sofía grabados a fuego en mi mente y su risa retumba aún en lo más hondo de mi corazón, ¿acaso eso no es amor?; pero su ausencia se me antoja la pérdida más importante de mi vida. No puedo, ni quiero evitarlo: la quiero, la quiero con toda mi alma.

Quizá fuera una estupidez, pero Javier creyó notar que el mármol de la tumba de Elisa ya no estaba tan frío como al principio. Esto le hizo creer que en el fondo, estuviera donde estuviera aquella mujer, lo estaba escuchando con atención.

—Nadie sabe lo que estoy sufriendo desde aquel maldito día en el que su hija me contó que la habían violado, ¿cómo puede haber gente así en el mundo? Y seguro que aquel cabrón estará ahora tan feliz mientras nosotros tenemos arruinadas nuestras vidas por su culpa y nos morimos poco a poco por dentro… qué injusto es todo esto, señora Olmedo.

Llegado a este punto de su declaración, cerró lentamente los ojos y se mantuvo unos segundos en silencio intentando empaparse lo más posible de la paz que reinaba en el camposanto. Aunque pareciera paradójico, en aquel lugar se sentía bien.

—Y el bebé —retomó la palabra una vez más—, señora Olmedo, del bebé me acuerdo a todas horas. Incluso he soñado con él, aunque más que sueños han sido pesadillas. Mi madre siempre me ha dicho que tener un bebé es lo más bonito que le puede pasar a una persona, y yo la creo porque a mí siempre me ha tratado como a un rey. Por eso, aunque ese bebé no sea mi hijo realmente, yo lo querré como si lo fuera porque su madre y él son mi única razón de ser. Usted sabe que no miento… por Dios, qué ganas tengo de oírle llamarme papá, de pasear los tres por Madrid y ser felices juntos; ¿acaso estoy pidiendo demasiado?

Su cabeza se inclinó hacia el suelo y sus ojos se clavaron en la tierra que rodeaba la última morada de Elisa. Haciendo un gesto de negación se contestó a sí mismo a la pregunta que acababa de plantear. Seguía sin poder asimilar que le estuvieran pasando todas esas cosas a él, cuyo único delito había sido querer a Sofía y desear que ella fuera también feliz.

—Por supuesto que no me olvido de usted, y si esto se arregla algún día le juro que vendremos a visitarla siempre que podamos… si es que algún día se arregla, porque… Por favor, señora Olmedo —añadió Javier suplicando—, usted que ahora está con Dios, porque usted siempre fue muy buena, pídale que ayude a Sofía y al bebé. Su hija siempre la ha querido con locura y ahora, más que nunca, necesita toda la ayuda que puedan ofrecerla sin importar de donde proceda. A usted seguro que Dios la hace caso. Yo rezo todas las noches, pero a mí ya no me escucha. He sufrido mucho en estos últimos días por las cosas que me han pasado, pero le juro que los doy por bien empleados si eso significa que Sofía y el bebé serán felices en el futuro. Dígale esto también a ese Dios en el que tanto cree su hija y en el que yo ya no sé si creer o no…

Concluido lo que tenía que decir, Javier se levantó de la lápida, le dio un beso a la rosa que había sido su única compañera en los últimos minutos y la volvió a colocar en el interior del ramo del que había sido arrebatada al llegar.

—Gracias por escucharme, señora Olmedo. Ojalá estuviera usted viva, porque seguro que las cosas hubieran sido muy distintas. Hasta pronto…

Antes de irse, Javier se persignó. Nunca entendió el significado de esta acción, pero se lo había visto hacer a su madre cuando iban al cementerio y creyó que no estaría de más hacerlo en ese momento. Elisa merecía cualquier trato de deferencia hacia su persona. Para rematar su acto se dio un beso en los dedos índice y corazón de su mano derecha y al ir a dejarlos sobre la piedra del sepulcro se dio cuenta de otra novedad que había pasado por alto al llegar. Las prisas con las que había acudido y los nervios que le atenazaban lo habían ocultado a su vista. A golpe de cincel la tumba tenía inscrito algo más que el nombre de su inquilina.

VOLVERÉ A ENCONTRARME CON LOS MÍOS.

VOLVERÉ A SONREÍR EN LA MAÑANA.

VOLVERÉ CON LÁGRIMAS EN LOS OJOS.

MIRAD AL CIELO Y DAD LAS GRACIAS

— — — —

VOLVERÉ A SENTARME CON LOS MÍOS.

VOLVERÉ A COMPARTIR MI ALEGRÍA

VOLVERÉ PARA CONTARTE QUE HE SOÑADO.

COLORES NUEVOS Y DÍAS CLAROS.

VOLVERÉ PARA CONTARTE QUE HE SOÑADO.

COLORES NUEVOS Y DÍAS CLAROS.

Javier identificó rápidamente aquellos versos. Pertenecían al poeta favorito de la madre de Sofía. Recordó que una vez su amiga le pidió ayuda para comprarle a su madre un libro de poesía de un autor que la niña desconocía. La única pista que tenía eran precisamente esos versos. Les costó tiempo encontrarlo, pero con la ayuda de su caballero dieron con el ejemplar en cuestión y el regalo le gustó mucho a Elisa.

Durante un tiempo el chico se quedó pensativo dándole vueltas a aquellas palabras grabadas en la fría piedra y llegó a la conclusión de que eran estrofas que perfectamente podían haber sido dedicadas para ella. Seguro que estuviera donde estuviera Elisa, esos versos serían los que le gustaría que las personas que la conocieron leyeran cuando fueran a visitarla en su última morada. Eran una especie de promesa que les haría a todos de que no se había marchado para siempre. Y es que, a veces, los mortales se creían equivocadamente que los muertos estaban muy lejos de los vivos.

Una vez más deseó que Sofía estuviera allí con él para que pudiera ver aquel mensaje póstumo de su madre. Seguro que a ella también la hubiera parecido precioso.

Aún le quedaba algo por hacer antes de irse: volvió a besarse los dedos de su manos derecha y esta vez su ósculo fue a depositarse en el ramo de rosas, con tan mala suerte que una de las espinas se le clavó en el dedo corazón provocándole un dolor inesperado.

Por última vez se despidió de Elisa persignándose nuevamente y mientras se chupaba el dedo de manera infantil para recoger la sangre provocada por la espina, se dio cuenta de que en el pasillo que discurría por entre las tumbas se encontraba una señora mayor que lo observaba con expresión mezcla de pena y compasión. La primera impresión que tuvo Javier al verla fue llevarse un gran susto, ya que la mujer iba vestida completamente de negro. Pero al acercarse a ella su rostro dulce le proporcionó una tranquilidad inmediata.

Cuando el chico pasó a su lado, la señora le sonrió y le preguntó:

—¿Era tu madre, joven?

La voz era acorde a aquel rostro: dulce, muy dulce. Javier intentó devolverle la sonrisa, pero tuvo que conformarse con contestar cabizbajo:

—No, señora, pero como si lo fuera.

Acto seguido se dirigió hacia la salida del cementerio reconociendo que el tiempo que había pasado en la necrópolis le había reconfortado enormemente.

Al llegar a las puertas sintió un tremendo cansancio sólo de pensar el recorrido que le esperaba hasta llegar a la panadería de sus padres. Aunque, casi al momento, pensó que le vendría muy bien la caminata; así le daría el aire fresco y podría disfrutar del día tan bueno que seguía haciendo en Madrid.

Mientras caminaba por la calles rumbo a la tienda sintió que se había liberado de parte del peso que le oprimía. Haberle contado todo aquello a Elisa le había provocado una intensa sensación de paz que no recordaba haber sentido en los últimos meses. Aún así era consciente de que nada había cambiado en su situación; su problema seguía estancado en mismo lugar que antes, sin avanzar nada, en un punto alejado equidistantemente de cualquier solución, si es que la había.

Ojalá la madre de Elisa estuviera viva. Ella nunca hubiera permitido que Sofía y Javier se separan. Ella los quería y creía en ellos. En el fondo siempre había albergado la ilusión de ver casarse a su hija con aquel amigo que la quería tanto. Nunca la importó que Javier fuera hijo de un panadero. ¿Y a quién podía interesar ese dato? Ella era hija de un carnicero y nunca se había avergonzado de serlo. Las personas no se medían por los oficios de sus padres ni por los suyos propios; las personas debían medirse por el corazón que cada una posee. Y para Elisa, Javier tenía un gran corazón. Un corazón que se moría por estar al lado de su hija.

En estas meditaciones estaba sumergido mientras andaba cuando se dio cuenta de que un extraño nerviosismo le recorría todo el cuerpo. Empezó a pensar que ya había dejado pasar demasiados días sin hacer nada por encontrar a Sofía y esto, una vez más, le hizo sentirse inútil. Cualquier otro en su lugar habría movido cielo y tierra para encontrar a la chica más importante del mundo… pero el mundo era demasiado grande y su amor podía encontrarse en cualquier sitio.

Esto le inquietó aún más si cabe, aunque extrañamente tuvo la seguridad de que Sofía, desde su escondite obligado, también pensaba en él. No era mucho pero, al menos, le hizo sentirse un poco mejor.

Javier iba tan abstraído en su mundo que en una de las calles cruzó la carretera sin mirar y estuvo apunto de ser atropellado por un coche que circulaba por allí. El conductor del vehículo, tras recuperarse del susto, le recriminó al chico que fuera despistado. Se interesó por su estado, pero al ver que estaba bien todo quedó en una pequeña bronca por haber cruzado sin mirar. Javier se disculpó con el hombre y tras reponerse también del susto que se había llevado recorrió con paso firme el camino que le restaba para llegar a la panadería.

Cuando llegó a la tienda, había varias personas haciendo sus compras, así que dio los buenos días a los presentes y sin esperar respuesta alguna se dirigió hasta la trastienda. Allí se sentó en una silla y poniendo los codos sobre una mesa, apoyó la cabeza entre sus manos suspirando por la desesperación que lo atenazaba.

Pasaron varios minutos y Javier notó que el barullo en la panadería había bajado de intensidad. Eso sólo podía significar que el número de clientes era escaso. Al momento entró su madre y al verlo con tan mala pinta se dirigió hasta él corriendo.

—¿Qué te pasa, cariño? —le preguntó asustada.

—Nada, mamá —contestó apesadumbrado el chico temiéndose la parrafada que iba a tener que soportar—. No te preocupes.

—¿Dónde has estado toda la mañana? Cada vez estás más raro. Tu padre y yo hemos estado muy ocupados con la panadería. Nos tenías muy preocupados porque no sabíamos nada de ti. ¿A ti te parece normal lo que estás haciendo?

Tal y como había previsto Javier, Isabel no hacía más que reprocharle su aptitud. Y una vez más llevaba toda la razón al reprenderle por su forma de actuar. Él era consciente de que sus pasos le estaban alejando de cualquier ser humano y lo peor es que no sabía cómo regresar a la senda correcta.

—Lo siento, mamá. He estado viendo a una amiga y se me ha hecho tarde. No me he dado cuenta. Lo siento.

Isabel miró a su hijo con gesto de enorme pena. Buscó otra silla y la colocó frente a la del chico sentándose en ella y en un tono de enorme tristeza le cogió las manos y empezó a decir muy lentamente:

—Javier, he estado pensando mucho en todo lo que te ha pasado en este tiempo… ya sabes que yo duermo bastante poco y con lo que me tienes de preocupada últimamente se podría decir que no duermo nada… y creo que lo mejor es que te olvidaras de Sofía… para siempre…

Al chico aquellas palabras le cayeron como un jarro de agua fría. No podía creer lo que estaba escuchando y menos aún que fuera su madre quien las estuviera pronunciando. Apartó las manos de las de Isabel con la sensación de haber recibido una descarga eléctrica mortal a la altura de su corazón.

—¿Pero qué estás diciendo, mamá? ¿Cómo puedes estar hablando así? No puedo dejar a Sofía sola. No puedo permitir que sufra más de lo que debe estar sufriendo… ¿Es que nadie puede entender que yo la quiero y que ella me quiere a mí?

—¿Y crees que es justo que por ella estés sufriendo tú de esta manera? —le preguntó Isabel—. ¿Acaso te parece normal lo que has tenido que soportar por culpa de esa familia?

Javier empezaba a desesperarse porque sabía que no podría hacer entrar en razón a su madre. Cuando ella elegía una causa, la defendía hasta la extenuación. Y lo peor era que casi siempre tenía razón. Ojalá ésta fuera una de las pocas en las que se equivocara en sus apreciaciones.

—Pero mamá, es que Sofía va a tener un bebé. Nuestro bebé y yo no puedo olvidarme de ella, ¿es que no lo entiendes? No puedo dejar de pensar en ella cada segundo, la veo en todas partes; me estoy volviendo loco y tú me pides que la olvide.

Isabel empezó a llorar ante la reacción de su hijo. Creía que estaba tirando su vida por aquella obsesión en ayudar a una chica a la que su padre ya había condenado a no ser feliz y no quería que Javier se auto condenara a lo mismo. No merecía la pena.

—Ese bebé no es tuyo, Javier. Y tú lo sabes igual que yo.

—¿Cómo? —dijo Javier muy sorprendido.

—Lo que has oído, hijo —contestó Isabel recobrando la compostura—. Me parece muy noble que quieras ayudar a Sofía en este momento porque seguro que muy pocas personas harían lo que tú estás haciendo. Eso demuestra que eres un buen chico y no te lo digo porque yo sea tu madre. Pero no cargues con las culpas y las responsabilidades de otro. No me preguntes cómo lo sé, pero el caso es que lo sé; ese bebé que tanto te preocupa y quieres, ése que Sofía lleva en su vientre no puede ser tuyo… las madres conocemos a nuestros hijos mucho mejor de lo que vosotros os creéis y yo sé que tú no serías capaz de hacerle algo así porque estoy segura de que la quieres de verdad.

Javier se quedó unos segundos callado, meditando sobre las explicaciones que acababa de recibir por parte de su madre. No sabía qué decir. Aquella exposición le había dejado sin palabras. Cualquier comentario sobraba. Estaba claro que había subestimado a la mujer que le había dado la vida; ella lo conocía mucho mejor de lo que se había podido imaginar.

—Ya está bien de pasar por lo que no eres, hijo —volvió a hablarle—, de ser el pelele con el que don Rafael Olmedo se divierte, ¿no crees?… Javier, tú vales mucho más que eso. Sofía ya tiene escrito su destino y por mucho que te duela tú no estás en él. Además si te empeñas en cambiarlo vas a sufrir mucho. Su padre ya se ha encargado de dejarnos muy claro que no quiere tener nada que ver con nosotros, por favor cariño, te lo ruego, no te dejes humillar de esta manera.

El mutismo de Javier era total. En su cabeza fluían desbordados una cantidad ingente de pensamientos, todos guiados por algo parecido a la ira. Se notaba enfadado por lo que su madre le estaba diciendo, pero sabía perfectamente que contra Isabel nunca podría sentir algo como el odio que le hubieran provocado esas mismas palabras pronunciadas por cualquier otra persona. Le constaba que lo quería y, extrañamente, sabía que tenía razón en casi todo. Pero en esos momentos de desesperación que estaba pasando, cualquier persona que se interpusiera entre Sofía y él sería automáticamente declarada «su enemigo». En este caso concreto o se estaba con él, o se estaba en contra; no existía término medio cuando se hablaba de su princesa.

—Mamá, no me puedo creer lo que estoy oyendo —balbuceó Javier al fin—. De todas las personas de este mundo, tú eres la única por la que habría apostado a que me apoyaría siempre…

Aquella acusación llegó hasta el fondo del corazón de Isabel e hizo que crujieran todos sus cimientos. La mujer miró a su hijo a los ojos y Javier tuvo reconocer la expresión de infinita tristeza que éstos destilaban. Le dolía profundamente tratarla de esa manera, pero Sofía lo merecía.

Quizá fuera verdad que aquella sevillana se estaba convirtiendo en una obsesión para él. O quizá fuera tan sencillo, y tan complicado a la vez, como aceptar que quería a Sofía más que a su propia vida y que estaría dispuesto a defenderla frente a quien hiciera falta… fuera quien fuera.

—Javier, sabes que eres lo que más quiero en este mundo y que no dudaría en dar mi vida por ti, pero me parece que esto se ha convertido en una obsesión para ti y no eres capaz de ver lo que está pasando realmente a tu alrededor.

—¡¡¡¿Y tú sí, mamá?!!! —chilló Javier sin poder contener más el enfado. Acto seguido se levantó de un salto de la silla donde estaba sentado y se dirigió hacia la tienda con paso firme. Segundos después, y ante la atenta mirada de Isabel, el chico volvió sobre sus pasos y dijo aún con expresión seria:

—Me voy a casa. Me llevo tus llaves, que se me olvidó coger las mías esta mañana.

Y sin más se marchó tan deprisa que no pudo ver como su madre se quedaba en la trastienda destrozada y llorando sin consuelo mientras decía:

—Javier… hijo… mi niño…

* * *

Mientras anduvo por las calles camino de su casa, Javier intentó relajarse y no darle demasiada importancia a todo lo que había ocurrido en la panadería. Notó que le molestaba tremendamente el sol que brillaba ignorante muy por encima de su cabeza. Realmente a esas alturas de la historia era inútil negar que le molestaba todo. Ahora el mundo entero se había revelado contra él; le había dado la espalda.

Tenía la sensación de que todo, excepto Sofía, le sobraba. Además sintió que el bienestar que había recuperado tras la visita a la tumba de Elisa se había desvanecido por completo. Qué efímera era la felicidad para los que habían nacido desgraciados como él.

Llegó a su casa casi sin darse cuenta.

El cansancio que le había provocado toda aquella mañana de sobresaltos hizo que Javier se dirigiera directamente a su habitación. Allí sólo tuvo fuerzas para bajar del todo la persiana de la ventana y tumbarse en su cama cuan largo era.

A pesar de tener los ojos cerrados, su mente le proyectaba miles de imágenes a una velocidad de vértigo. Para su desgracia todas ellas se hacían sentirse profundamente mal, ya que en ninguna podía encontrar consuelo. Empezó a llorar sin medida y a su mente volvió el recuerdo de la pesadilla en la que Rafael Olmedo raptaba a su bebé.

Entonces, en un momento de lucidez, se dio cuenta de que odiaba al padre de Sofía, lo odiaba con todo su alma. Sentía que toda la ira que se había ido acumulando en sus años de vida estaba canalizada únicamente hacia una víctima: el señor Olmedo. Era consciente de que aceptar abiertamente ese sentimiento era algo nuevo para él y, aunque un poco asustado por la novedad de la situación, tuvo que reconocer que ese odio le hacía sentirse más poderoso. Se envalentonó tanto que pensó acertadamente que en esos momentos se sentía mucho más seguro de sí mismo; se sentía más fuerte.

Tan grande se apreciaba que por su mente empezaron a discurrir varias ideas para hacer pagar al padre de su princesa todo lo que le había hecho pasar. Cada segundo que pasaba allí tumbado y en la más absoluta oscuridad, su deseo de venganza hacia ese hombre se multiplicaba en intensidad.

Su repentina demencia le hizo estar seguro de que lo mejor que podía hacer, y que le podía pasar, era enfrentarse a Rafael Olmedo y que ese encuentro fuera algo que el hombre nunca jamás pudiera olvidar. Quizá su madre tuviera razón al decirle que era un pelele en manos del editor, quizá él no se hubiera dado cuenta cegado por el amor que sentía por Sofía; pero eso iba a cambiar de una vez por todas.

Hasta hacía unos días Javier Torres era sólo un chiquillo como otro cualquiera, pero ahora era un hombre y tenía muy claro lo que quería: quería a Sofía y a su bebé, todo lo demás carecía de importancia para él.

Poco a poco el cansancio le hizo caer en un sueño febril que le fue sumiendo en un estado de relajación extrema.

* * *

De repente se vio frente al estaque del Parque del Retiro, aquel lugar que tanto le gustaba y que tan buenos recuerdos le traía siempre.

El día era soleado y el cielo, despejado de incómodas nubes, tenía un tono azulado como nunca antes lo había visto. Mucha gente paseaba por el parque porque la temperatura era más agradable gracias a una pequeña brisa que se levantaba por momentos y que hacía perfecta la idea de dedicarle un poco de tiempo a perderse en aquel pulmón de la capital.

Javier se sintió tremendamente confundido ante aquella situación, pues no recordaba la manera en la que había llegado hasta aquel lugar. Todo le resultaba muy extraño. No sabía cuál era la razón por la que se encontraba allí.

Decidió que quedándose en ese lugar, donde acaba de aparecer por arte de magia no iba a lograr esclarecer aquel misterio; así que empezó a caminar sin rumbo fijo, yendo de lado a lado del paseo y cubriéndose los ojos con una mano… el sol parecía brillar de forma tan irreal que le molestaba horrores.

Se cruzó con un montón de personas en su titubeante caminar que no le hicieron ni el más mínimo caso. Cada uno iba concentrado en sus cosas y no perdían el tiempo en un joven que parecía estar perdido en el parque.

En un momento levantó la cabeza del suelo y vio una figura conocida apoyada en la barandilla que daba al estanque. Aquello le sobresaltó enormemente y tuvo que pestañear varias veces para confirmar que no era mentira lo que sus ojos le estaban mostrando. Todavía sin creérselo del todo, se fue acercando hacia ella de manera sigilosa y lenta, muy lenta; casi temiendo la reacción que pudiera tener Sofía cuando le viera. Porque su corazón le decía que esa chica de melena negra azabache que tenía a escasos tres metros era su princesa: era su Sofía.

—Princesa —intentó decir con más nervios que acierto.

Aquello no iba bien. Javier no era capaz de escuchar sus propias palabras y súbitamente se dio cuenta que desde que había aparecido en el Retiro toda la escena se le había presentado ante sus ojos sin ningún sonido. No había oído el lógico bullicio provocado por la gente, ni a los pájaros; allí no se escuchaba nada. Definitivamente algo malo estaba pasando.

Entonces Javier desesperado cayó de rodillas e intentó gritar con todas sus fuerzas para que Sofía se diera cuenta de su presencia y le hiciera caso, pero fue nuevamente inútil: la figura seguía inmóvil, apoyada en los hierros y sin moverse.

Muy nervioso se levantó a toda prisa del suelo y corrió hasta donde estaba Sofía. Agarró su cuerpo, trató de abrazarla y comprobó que la niña estaba rígida. Para mayor horror el chico se vio incapaz de mover a su princesa de la postura en la que se encontraba. Todos sus esfuerzos fueron baldíos: Sofía estaba…

En un momento de angustia total Javier miró a la cara de la sevillana y se asustó al observar el dulce rostro de Sofía destrozado por una expresión de dolor en su gesto que iba más allá del aguante de cualquier ser humano. Sus ojos enrojecidos parecían haber derramado todas las lágrimas habidas y por haber en el mundo entero.

Una vez más, el caballero intentó zarandear el cuerpo de su niña para intentar que ésta reaccionara, pero su intención volvió a ser infructuosa en resultados. Sofía seguía sin mover un solo músculo.

Y en uno de esos instantes de lucidez que da la locura Javier se dio cuenta de que los ojos de su amiga estaban observando fijamente un punto del estanque. Aquella era la razón por la que no le hacía caso; algo en el agua retenía toda su atención.

El chico dirigió su mirada hacia el punto en cuestión y un mareo le hizo sujetarse a la barandilla para evitar caerse redondo. Un segundo vistazo le hizo comprobar horrorizado la causa del tormento que estaba sufriendo Sofía…

Allí, delante de él, a escasos metros de distancia un bebé flotaba ahogado en las aguas de un estanque del Retiro ahora más tétrico que nunca…

* * *

Javier se despertó empapado en sudor y con el corazón a punto de estallarle. No era consciente del tiempo que había estado dormido… pero una cosa estaba muy clara: había vuelto a tener una pesadilla con el bebé, pero ésta era mucho más macabra que la anterior. Ésta había sido la definitiva.

Tardó unos segundos en volver a ubicarse en el espacio y en el tiempo. Cuando recordó que aún estaba en su habitación, se levantó de su cama de un salto y volvió a subir la persiana para permitir que la luz entrara nuevamente en aquel lugar. No debía haber nadie en la casa, puesto que no se escuchaba ningún ruido. Seguía estando solo.

Instintivamente abrió la ventana de par en par y tras llenar sus pulmones del aire que le llegaba del exterior, se puso a mirar a la calle. Delante de sus narices podrían haber sucedido mil cosas, que Javier no se hubiera enterado de ninguna. En su mente sólo había sitio para el recuerdo del bebé ahogado en el lago. La imagen se le repetía una y otra vez junto con la cara desencajada de Sofía observando aquella aterradora escena. Parecía todo tan real…

Y de repente Javier se dio cuenta de que todo aquello se estaba convirtiendo en una obsesión para él, tal y como le había dicho su madre. Necesitaba ocupar sus pensamientos en cualquier cosa, así que decidió que era un buen momento para dedicarlo a limpiar y ordenar su habitación. Ante un primer vistazo, el diagnóstico fue claro: no era necesario ni limpiar ni ordenar nada; él siempre había sido muy cuidadoso con su habitación. Pero aún así se puso a recolocar algunos de los libros que tenía en las estanterías. La cosa era ocupar el tiempo en algo, en lo que fuera.

En esa absurda tarea estaba sumido cuando oyó que alguien llamaba a la puerta de su casa. No tenía ganas de ver a nadie, así que prefirió no abrir. Sus padres tenían llaves, así que no serían ellos. Fuera quien fuera ya se cansaría y volvería más tarde.

Segundos después volvieron a llamar al timbre, pero esta vez con más insistencia. Esto provocó que Javier empezara a notar como la sangre se le revolvía en todo el cuerpo. Al final iba a tener que atender a inoportuno visitante.

Casi sin dar tiempo a que el eco de la última llamada dejara de retumbar en los oídos del chico, el desconocido aporreó la puerta repetidamente. Harto de aquella situación Javier tiró a la cama los libros que tenía en la mano en ese momento y con un enfado tremendo se dirigió a la entrada dando zancadas tan potentes que podrían haber roto el suelo por su intensidad. La persona que estuviera detrás de la puerta no iba a tener el mejor recibimiento de su vida; y si tenía un poco de suerte no volvería a molestarle nunca.

Cuando estaba a escasos metros de la puerta, el maldito timbre sonó nuevamente y la madera fue golpeada repetidas veces con fuerza. Aquello ya era demasiado. Se iba a enterar…

—¡¡¡Abre la puerta, Javier!!! —gritó Mónica muy azarada—. Sé que estás ahí. Abre, por favor, es muy importante que hable contigo.

El chico reaccionó con una rapidez inusitada. La voz de su amiga le había puesto en alerta. Algo sucedía y no podía esperar para saber lo que era. Así que corrió hasta la entrada y al abrir la puerta la chica que lo reclamaba entró muy nerviosa en la casa.

—¿Qué es lo que pasa, Mónica? —preguntó Javier sorprendido mientras le daba dos besos de bienvenida.

La recién llegada tomó aire. Parecía haber llegado hasta allí corriendo, pues no paraba de jadear intentando paliar el cansancio. Además en la expresión de su rostro se podía notar que el asunto que la había llevado hasta ese lugar era importante, muy importante.

—¿Quieres un vaso de agua? —le ofreció el chico viendo que aún era incapaz de articular palabra—. Ven, y siéntate. Tranquilízate y ahora me cuentas.

Mónica aceptó agradecida con un gesto de asentimiento el ofrecimiento de su amigo y se fue a sentar en uno de los sillones del salón mientras Javier se fue a la cocina a por el agua. Pocos segundos después el chico volvió con el vaso, que la niña se bebió de un trago ante la sorpresa de su observador. Después Mónica volvió a respirar hondo y recuperando mínimamente la normalidad en su expresión dijo:

—He ido a buscarte a la panadería y tu madre me ha dicho que estabas aquí… necesitaba verte.

—Vale, vale. Pues ya me has encontrado. Pero, ¿qué es lo que te pasa?

La chica le miró con expresión triste y ante la impaciencia de su amigo, sacó un sobre del tamaño de medio folio de su chaqueta y se lo mostró a Javier. —He venido por esto…

—¿Qué es? —preguntó el chico intimidado.

Por su cabeza no pasaba la idea de que a los problemas que ya tenía se le pudiera sumar uno más, pero la expresión de Mónica parecía indicar todo lo contrario. Un refrán decía que no había mal que cien años durara, pero a Javier le parecía que pronto el pueblo llano debería cambiar aquella expresión tomándole a él como ejemplo. En cuestión de segundos averiguaría la siguiente contrariedad que la vida le tenía preparada.

—Míralo tú mismo —le dijo Mónica ofreciéndole el sobre.

Javier lo cogió lentamente y con las manos temblorosas. Todo aquello era muy extraño, y más viniendo de su amiga Mónica. El sobre estaba abierto. Los ojos de la chica le instaron a que leyera las letras que tenía escritas y casi temiendo que le fuera a estallar en las manos Javier lo hizo con sumo cuidado.

MÓNICA CASTILLO MARTÍN

c/ Relatores, n.º 5

MADRID

Javier se quedó dudando unos instantes sin saber muy bien lo que pensar. Mirando con expresión extrañada dio la vuelta al sobre y leyó el remite.

Rte. MARÍA OLMEDO RAMOS

El chico le hizo un gesto a Mónica, que ésta interpretó como que su amigo no entendía nada de todo aquello. Además Javier le estaba extendiendo mano para devolverle el dichoso sobre.

—¿No te suenan de nada los apellidos de la remitente? —le preguntó la chica.

Javier tardó sólo una décima de segundo en pasar de la confusión inicial a la sorpresa. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que aquellos apellidos eran el primero de Sofía y el segundo de su madre Elisa.

—Mira dentro —volvió a decir Mónica.

Así lo hizo y sacó del interior una hoja de papel doblada por la mitad y otro sobre más pequeño que estaba completamente cerrado y que únicamente tenía una inscripción con la misma letra que las anteriores:

Para Javier de su princesa

—Lee la hoja y, si puedes, explícame lo que está pasando de una vez —dijo Mónica ante la pasividad de su amigo.

Javier la miró con extrañeza. Ahora el tono de la niña era duro con él, casi de enfado. Parecía estar haciéndole culpable de algo que ni siquiera sabía lo que era. Aquella situación se estaba complicando por momentos, así que Javier se juró a sí mismo que pasara lo que pasara no permitiría que su amistad con Mónica se rompiera por nada del mundo; no quería perder a otra de las personas más importantes de su vida en tan breve plazo de tiempo. No podría soportar que a Sofía se le sumara Mónica en la lista de ex amigos…

Sin querer demorar más la espera y agilizar la desesperación de su amiga, Javier desdobló el folio y comenzó a leer:

Querida Mónica:

Antes de nada debo pedirte mil millones de perdones porque seguro que has tenido tus dudas de si el sobre que tienes entre tus manos realmente es para ti debido al remite. Espero que ver mi apellido y el de mi madre escritos te confirme que soy Sofía y que la carta es para ti. Ahora no puedo darte muchas explicaciones, pero sólo te diré que debido a mi situación no puedo enviar cartas con mi nombre en el remite porque me controlan todas las comunicaciones.

Necesito pedirte un favor muy grande que es muy importante para mí. Como habrás comprobado al abrir el sobre que te mando, además de esta pequeña carta hay otro sobre que necesito que le hagas llegar a Javier. En esa carta le cuento varias cosas que son de vital importancia para los dos y que necesito que él sepa cuanto antes. Ya no puedo esperar más.

Confío en ti para que me hagas ese favor. Algún día, si todo se soluciona, te contaré lo que me pasa… créeme, ahora no puedo…

Gracias Mónica, eres mi única esperanza en estos terribles momentos que estoy pasando para que Javier pueda saber de mí. Te doy las gracias también de su parte, aunque seguro que él te las dará en persona cuando le entregues el sobre.

Un beso enorme amiga,

Después de leer la carta Javier se quedó pensativo y sin decir ni una sola palabra durante unos segundos. Instintivamente volvió a releer aquellas líneas incrementando así su confusión. La tensión iba aumentando por momentos.

—Javier, esto no puede seguir así. Sofía desaparece y ninguno sabemos nada de ella, a ti te detiene la Guardia Civil y te acusan de haberla violado; y ahora ella hace esto… ¿Qué está pasando, Javier?… Te lo pido por favor. Mira, yo soy tu amiga y me encantaría poder ayudarte, pero necesito que confíes en mí, que me lo cuentes, sea lo que sea, porque yo siempre os voy a apoyar a ti y a Sofía. Los dos sois mis amigos, junto con Antonio los mejores que tengo, y no puedo soportar la idea de que estéis sufriendo y yo no pueda hacer nada por ayudaros. Déjame que te ayude, te lo suplico.

El chico miró a su amiga a la cara y observó con pesar que Mónica tenía la expresión de sinceridad más absoluta reflejada en aquellos ojos que ahora lo miraban. Además intuyó que ella también estaba sufriendo mucho por aquella situación. Era una gran amiga, sin duda, mucho mejor de lo que él se merecía. Y nuevamente por su culpa lo estaba pasando mal.

Ojalá pudiera librarle de todo aquello. Inconscientemente deseó que Mónica no fuera tan buena con él, pero recordó que su madre siempre le decía que las personas que eran buenas por naturaleza no dejaban de serlo por mucho que hubiera malas personas a su alrededor; por ejemplo gente como él…

Y en su interior se encontró con el dilema de contarle o no a su amiga la verdadera historia de lo que les estaba sucediendo a Sofía y a él. Todo podría cambiar si lo hacía, o podría empeorar más.

—Mónica —dijo intentando que la emoción del momento no le embargara—, no puedo decirte lo que pasa porque ni yo mismo lo sé. Lo único que puedo contarte es algo que aún no sabes… —y bajando la mirada hasta el suelo, confesó—: Sofía y yo vamos a tener un bebé y su padre…

—¿Qué vais a tener un bebé? —le interrumpió sorprendida—. ¿Y por qué no me lo has contado hasta ahora? ¿Y por qué te querían acusar de violarla?

La chica hablaba atropelladamente tras la información que acababa de recibir. Hubiera esperado cualquier tipo de explicación, pero aquella en concreto no estaba dentro de las posibilidades que había barajado.

—No sé, no lo sé. Estoy hecho un lío tremendo. Todo esto se hace más grande cada día y creo que me supera por momentos. Tengo que hacer algo, pero no sé qué…

Mónica se puso a dar vueltas por el salón con visibles síntomas de nerviosismo. Javier la seguía con la mirada incapaz de decirla nada. Pensó que era mejor no aumentar más el grado de incredulidad que la chica sufría. Lo estaba pasando mal, se la notaba.

—¡¡Madre mía, Javier!! —decía Mónica mientras andaba con las manos apoyadas en su cabeza—. No me puedo creer que no me lo hayas contado antes… somos amigos… ¿es que no confías en mí…

El chico la miraba con la culpabilidad reflejada en su cara. Sentía que había traicionado a su amiga, si todavía podía llamarla así. Y no encontraba la manera de disculparse. Sabía que Mónica hubiera dado su vida por ayudarlo y él no había confiado en ella. El infierno más horrible debía estar esperando para recibirle cuando muriera.

—Lo que no entiendo todavía es qué hace Sofía en Salamanca —apuntilló la chica intentando cambiar la dirección que estaba tomando aquella conversación, sabedora de que sus anteriores palabras habían hecho daño a Javier. Ella tampoco quería hacer sufrir más a Javier. Era su amiga y lo sería siempre, pasara lo que pasara.

—¿En Salamanca? ¿Cómo sabes tú eso? —dijo Javier sorprendido.

Acto seguido se levantó del sillón donde estaba sentado y se puso frente a Mónica, que tuvo que frenar en seco su caminar para no chocarse de bruces con él. Sin pensar lo que estaba haciendo, el chico la cogió de los brazos y la zarandeó levemente mientras la decía:

—Dime cómo sabes que Sofía está en Salamanca. Por favor, Mónica, te lo suplico. Dímelo.

A la chica le sorprendió aquella reacción y sin esfuerzo se liberó de los brazos de su amigo, que ahora tenía en la mirada una expresión mezcla de esperanza y tristeza. Seguidamente fue ella la que tomó los brazos de su amigo y le intentó consolar poniendo en su cara una sonrisa forzada que no surtió el efecto deseado. No era momento de reír.

—Por Dios, Javier. ¿Es que no has visto el matasellos del sobre? Sin casi dejar que Mónica terminara su frase, Javier volvió a coger el sobre que le había llevado su amiga. Volvió a mirarlo y tras ese segunda revisión, mucho más precisa que la anterior, tuvo que asentir en silencio ante la aplastante verdad sobre el paradero de su princesa.

—¿No vas a ver lo que tiene el sobre que lleva tu nombre? Seguro que también es de Sofía y ahí te explicará todo lo que está pasando.

Javier miró el sobre más pequeño, el que iba dirigido a él, y se puso a darle vueltas en sus manos incómodo por la situación que se le estaba planteando. No podía hablar porque no sabía cómo excusarse. Sabía que en pocos segundos daría el golpe de gracia a Mónica y que después de aquel día, su amistad con ella se habría roto en mil pedazos… otra vez por su culpa.

—Vamos, hombre. ¿A qué estás esperando? —le apremió la chica con una mirada desesperada que pedía a voces una explicación a aquel extraño comportamiento.

—Creo… creo que prefiero leerlo a solas —contestó Javier con hilo de voz.

El rostro de Mónica mudó en un segundo y su decepción pudo traspasar los límites de aquella casa. No comprendía porqué Javier se empeñaba en no ser ayudado. Todo aquello estaba claro que lo superaba, pero no había manera de hacerle cambiar de opinión. Con una frustración total y una impotencia sin límites, se apartó de él y le dijo:

—Muy bien, Javier, pues tú mismo… haz lo que quieras. Antonio y yo siempre estaremos contigo cuando nos necesites para ayudarte… sólo tienes que pedirlo, ya sabes donde…

Y sin esperar respuesta se encaminó a la salida con paso firme. Javier trató de seguirla, pero corría como una exhalación. Sólo cuando estuvo frente a la puerta, y habiéndola abierto ya para marcharse, se volvió y dijo con lágrimas en los ojos:

—Por cierto, creo que no te lo había dicho todavía… Antonio y yo estamos saliendo juntos. No sé si te importará, pero eres el primero en saberlo. A los dos nos hacía ilusión decírtelo a ti antes que a nadie, así que ya lo sabes… Si nos necesitas, llámanos…

Después salió de la casa y cerró la puerta tras de sí con un portazo que rompió pocos hilos que sostenían la esperanza de Javier en mantener algún tipo de relación con ella en adelante.

El chico se quedó triste y pensativo mirando la puerta por la que se acababa de esfumar su amistad con Mónica. Cerró los ojos y pudo ver la imagen de su, hasta entonces, amiga llorando. Y se derrumbó, no podía soportar haberla hecho daño también a ella. La lista de personas damnificadas por su culpa iba aumentando peligrosamente a cada segundo que pasaba y lo peor es que no sabía como frenar aquella peligrosa espiral.

Ante la desesperación que le atenazaba, se apoyó en la puerta de la calle y en un susurro de voz dijo consciente de que nadie lo escuchaba ya:

—Lo siento, Mónica. Lo siento mucho. Os deseo lo mejor a ti y a Antonio, de verdad. Ojalá tengáis más suerte de la que hemos tenido Sofía y yo.

El tiempo parecía haber pasado a una velocidad de vértigo para el chico. Ahora se sentía mucho más viejo, mucho más cansado y, sobre todo, mucho más triste de lo que se había sentido nunca en su vida. Todo le pesaba demasiado.

Destrozado interiormente se fue hasta el salón, donde descubrió el sobre de la discordia encima del sillón que pocos minutos antes había ocupado Mónica. Lo recogió inmediatamente y se sorprendió de que lo hubiera olvidado allí si más. Había salido tras Mónica y lo debía haber tirado en aquel lugar. Eso le hizo pensar que le importaba mucho más la chica que lo que pudiera contener aquel sobre, ¿o no?…

Con las manos temblándole enormemente lo abrió, o más exactamente lo destrozó producto de los nervios que eran dueños de su cuerpo. Extrajo las dos hojas que había en su interior y tras desdoblarlas, se sentó en un sillón para prestarle toda su atención.

Querido Javier:

¿Cómo estás mi niño?. Que tontería te pregunto, seguro que estás fatal después de todo lo que nos ha pasado. Yo te diría que estoy bien para que te alegraras por mí, pero a ti no puedo mentirte: estoy mal y cada día que pasa estoy peor porque no puedo verte.

Te estoy escribiendo desde Salamanca, como habrás comprobado por el remite del sobre. Mi padre decidió que para que no nos viéramos nunca más, lo mejor era que yo estudiara aquí en Salamanca, lejos de Madrid. Así que a la semana de contarle lo de mi embarazo, y gracias a los contactos que tiene en esta ciudad, me mandó a un internado para que estudie algo de provecho junto a las monjas de este convento.

Casi no puedo evitar las lágrimas mientras te escribo Javier… mi Javi…

Aquí he conocido a una chica que ha acabado como yo por ser huérfana y porque sus parientes más cercanos no han querido hacerse cargo de ella. Ha sido muy buena conmigo y como mi padre ordenó a las mojas que vigilen todas mis comunicaciones, ella se ha ofrecido a mandar esta carta por mí para que puedas leerla.

No voy a mentirte, Javier. Ahora mismo, mientras te estoy escribiendo, estoy llorando a mares y María, mi compañera de habitación, me observa en silencio… creo que en el fondo me entiende porque, según me ha contado en los días que llevo aquí, ella también ha sufrido mucho. A su manera, pero también ha sufrido. Yo sólo puedo agradecerle ese silencio que me brinda; es mi apoyo aquí y lo sabe.

Me acuerdo mucho de ti, Javier, más de lo que te puedas imaginar. Recuerdo los paseos por Madrid, las miles de historias que me contabas, las risas que me provocabas con tus payasadas… y ahora todo eso me parece tan distante y lejano que no puedo reprimir la tristeza que me traen.

Todavía no sé qué se te pasó por la cabeza aquel viernes para querer convertirte en el padre de mi bebé. Ahora puedo confesarte que aunque te parezca raro, me sentí muy feliz al escucharte decir que querías ser el padre de mi niña… porque estoy segura de que va a ser niña, eso las madres lo sabemos.

Ojalá la vida fuera más fácil y pudiéramos criar a nuestra niña juntos. Y te digo nuestra porque yo también deseo que sea de los dos, aunque te confieso que tengo mucho miedo por lo que nos pueda pasar en el futuro.

¿Sabes una cosa? El tiempo que llevamos sin vernos me ha hecho pensar en nosotros. Me ha hecho ver las cosas desde otra perspectiva y tener clara una cosa: que te quiero, te quiero mucho; y que siempre te he querido. Te adoro con todo mi corazón y daría lo que me pidieran a cambio de estar contigo. Ya ves, quién nos iba a decir que me iba a declarar al amor de mi vida a cientos de kilómetros de distancia y embarazada de otro hombre…

¿Por qué me pediste que no dijera nunca la verdad de mi embarazo? No es nada fácil vivir cada día sabiendo que te he arruinado la vida. Pero te juré que nunca se lo diría a nadie y así será, pero creo que no tengo derecho a arrastrarte conmigo en mi desgracia. Eres la persona más buena del mundo y no te mereces estar metido en todo este lío. Me da miedo confesarte que a los pocos días de estar aquí pensé en acabar con todo de una vez por todas, pero la ayuda de María y, sobre todo, la extraña ilusión que tengo en mi corazón de que algún día podamos pasear tú, yo y nuestra niña por Madrid, me han hecho recuperar alguna de las fuerzas que ya creía perdidas. ¿Te imaginas cuando podamos llevar a nuestra hija al estanque del Retiro?

Desearía que estuvieras ahora aquí conmigo y que me abrazaras mientras me cuentas una de tus preciosas historias. Yo te interrumpiría mil veces para darte besos y demostrarte lo mucho que te quiero, pero sé que tú no te enfadarías conmigo porque eres muy bueno y me perdonarías cualquier cosa, ¿a que sí? Necesito reírme como antes, necesito sentirme viva tanto como el bebé que llevo dentro de mí y sólo tú puedes hacerlo posible.

Creo que voy a tener que dejarte ya, Javier. Espero que esta carta te haya animado un poquito y que sirva para que te dé las mismas fuerzas que a mí. No hagas ninguna tontería mi amor y no pierdas la esperanza, que yo prometo volver a escribirte cuando pueda. Sé fuerte cariño… por ti, por mí y por nuestra hija. Yo te juro que haré todo lo posible por seguir esperando a que llegue el día en el que pueda estar en Madrid junto a ti y pensar que todo lo que nos está pasando es sólo un mal sueño.

Mil besos, Javier, y hasta pronto… Y no olvides nunca que te quiero, mi amor…

Después de leer la carta, Javier sintió que su mundo giraba a tal velocidad que una inmensa sensación de mareo lo embargó por completo.