La mañana se presentó muy húmeda en la ciudad de Madrid después de haber estado toda la noche lloviendo a mares. La gente usaba ropa de abrigo para salir a la calle y todo el mundo parecía tener prisa por llegar a algún sitio donde poder resguardarse del mal tiempo imperante.
La reserva de los pantanos debía haber subido considerablemente en las últimas horas, pero la gente no parecía estar muy agradecida por todo aquel derroche de agua caída del cielo. La lluvia lo ralentizaba todo y cualquier cosa era mucho más desagradable de hacer con lluvia de por medio.
* * *
El comandante Francisco Rivera había sido precavido y, esta vez sí, había cogido su paraguas antes de salir de casa. Había tenido que discutir con su hijo Antonio porque el chico quería acompañarle en la visita misteriosa que iba a realizar alegando que si tenía algo que ver con su amigo Javier, él también quería ayudar en lo que fuera posible. Pero Francisco sabía que más que ayudar, su hijo iba a enredar las cosas y el asunto no estaba para que nadie lo complicara más.
Casi una hora le había costado al comandante convencerle de que era mejor que no se metiera en ese asunto, que cada vez parecía más enmarañado. Al final, y tras múltiples negociaciones, ambos habían llegado a un acuerdo: Antonio se quedaría en casa y su padre le contaría todo sobre aquella salida y después le dejaría que lo ayudara si el chico podía hacer algo. No era lo que Antonio hubiera preferido, pero menos era nada. Además sabía que con su padre ese tipo de acuerdos era mejor aceptarlos a la primera. Con Francisco Rivera no se jugaba y si se pasaba en sus pretensiones acabaría por quedarse sin saber nada del caso de su amigo Javier.
Así que para matar el tiempo y no ponerse aún más nervioso decidió dedicarle la mañana a su hermana Marta. Al principio la niña recibió el ofrecimiento de Antonio con escepticismo, ya que no estaba acostumbrada a que su hermano jugara con ella por propia voluntad, pero pronto se la pasaron los recelos iniciales y ambos estuvieron enfrascados en juegos infantiles que los divirtieron a los dos por igual.
* * *
Debían de ser las nueve de la mañana aproximadamente cuando Francisco Rivera llamó a la puerta de la casa del número tres de la calle Felipe IV. Había tardado más en encontrar la dirección de lo que había previsto y pensó que si no hubiera sido por la disputa con su hijo ya podría estar de vuelta. Para él estaba muy claro el asunto. Sólo necesitaba pulsar ciertos resortes y su presa caería sola en la trampa. Desde el principio él también había pensado que Javier era inocente de la violación de esa chica, pero, tras descubrir ciertas cosas en el cuartel, ahora estaba completamente seguro de la inocencia de aquel chico. Y hasta la fecha el comandante Rivera jamás se había equivocado en ninguna de sus apreciaciones.
Esperó unos segundos pero nadie abrió la puerta. Otra vez se acordó de la terquedad de su hijo; quizá la presa hubiera volado de su nido. Desesperado ante esa posibilidad volvió a llamar al timbre otra vez, ahora de forma más enérgica.
Casi instantáneamente un hombre abrió la puerta con expresión distraída. Daba la impresión de que se acabara de levantar, aunque su traje negro parecía confirmar todo lo contrario. En cualquier caso a aquellas horas no debía esperar ninguna visita.
—Buenos días, señor. Mi nombre es Francisco Rivera y usted debe de ser Rafael Olmedo, ¿no es cierto? —dijo el comandante tendiendo la mano al hombre que tenía delante.
Durante unos segundos el editor no supo como reaccionar. Su rostro reflejaba la tremenda sorpresa que se había llevado al ver a un hombre vestido con el uniforme de la Guardia Civil en la puerta de su casa. Aunque lo que más le había sorprendido había sido la identidad de aquella inesperada visita, puesto que él también había oído hablar de Francisco.
—Encantado —contestó Rafael devolviéndole el saludo presto—. Verá, ahora me coge en un mal momento, porque llego tarde a una reunión que…
Pero no pudo terminar su frase. Francisco con tono muy serio se lo impidió.
—No se preocupe, señor Olmedo. No creo que le haga perder mucho tiempo.Vengo a hablarle de un asunto mucho más importante que esa reunión que dice tener.
—Pues lo dudo mucho porque de esa reunión dependen parte de mis ganancias. Así que si me disculpa puedo atenderle en cualquier otro momento —contestó el editor un poco molesto.
El Benemérito se lo quedó mirando con expresión de rabia, pero calló lo que estaba pensando. Le parecía increíble que aquel hombre se estuviera comportando de aquella manera, teniendo en cuenta lo que él sabía.
—¿Acaso piensa que una estúpida reunión puede ser más importante que la violación de su hija? —le soltó de sopetón con expresión inquisitiva.
Toda la rabia posible en una persona se concentró en el rostro de Rafael Olmedo. Francisco se dio cuenta y, sabiéndose dueño de la situación, añadió:
—¿Me dejará pasar ahora, señor Olmedo?
Definitivamente la furia de Rafael no tenía límites. La ira con que ahora miraba a los ojos del comandante podría haber fulminado a cualquier otra persona, pero no a Francisco.
Con un gesto casi imperceptible el dueño de la casa le indicó a su visita que podía entrar en el domicilio. Francisco pasó con lentitud y se sobresaltó con el portazo que el otro hombre le propinó a la puerta de la entrada. Después siguió a su anfitrión por un pasillo que le condujo hasta el salón, donde ambos se sentaron en los sillones dispuestos para tal efecto. Durante unos segundos ambos se miraron fijamente en silencio. La tensión era evidente entre aquellos dos hombres y ninguno parecía tener ganas de aliviarla de ninguna manera.
—Pues usted dirá… —se arrancó, por fin, Rafael.
Francisco esperó aún unos segundos antes de contestar. Justo el tiempo necesario para darse cuenta de que aquella persona que tenía enfrente no era un cualquiera. Su forma de vestir, la casa que tenía y sobretodo la posición que ocupaba en la sociedad no eran la de cualquier trabajador de a pie. Rafael Olmedo era algo más que un editor de mucho prestigio en Madrid.
—Verá, señor Olmedo —comenzó a hablar Francisco—, la verdad es que no sé muy bien por donde empezar a contarle lo que tengo que decirle. En este asunto, el de la violación de su hija, hay tantas cosas anómalas y poco claras. Tantas son las anomalías, que no sé muy bien qué pensar de todo esto.
—¿Poco claras? —reaccionó con gesto de sorpresa—. Pues según mis últimas noticias creo que ya han detenido al culpable. Mejor así, que se pudra en la cárcel… si por mí fuera…
Francisco miró a su contrincante dialéctico con cierta desconfianza. Cada segundo que pasaba en esa casa estaba más seguro de que aquel hombre tenía algo que ver con la detención del amigo de su hijo.
—Yo más bien diría que el detenido era un sospechoso, aunque quizá usted sepa algo que yo desconozco.
Silencio sepulcral en el salón.
—De todas formas lo que creo que no sabe es que ayer de madrugada fue puesto en libertad —añadió Francisco.
Aquella noticia le sentó a Rafael como un jarro de agua fría. Ni por lo más remoto se podía imaginar que aquella mañana le iban a decir que el violador de su hija, al menos para él, estaba en la calle.
—¡¡¡¿Que lo han soltado?!!! —gritó hasta perder la compostura—. ¿Pero por qué? ¿Ésa es la manera que tienen ustedes de defender a los ciudadanos? ¿Soltando a los violadores como si no hubiera pasado nada? Ese chico es un peligro público — añadió visiblemente alterado.
—¿Lo es, señor Olmedo? —interrogó Francisco.
Por un instante el padre Sofía se sintió intimidado por el guardia civil, que lo miraba inquisitivamente a un metro escaso de distancia. Posiblemente si no hubiera llevado uniforme lo habría echado de su casa a patadas, pero algo le decía que no debía dar ningún paso en falso.
—¿Qué habría pasado si la chica a la que violó ese monstruo hubiera sido su hija y no la mía? ¿A que todavía estaría entre rejas? —le recriminó Rafael.
Francisco Rivera tenía mucha escuela. La experiencia de los años en el Cuerpo le había enseñado a saber cuando no había que entrar en una provocación como aquella. Cada persona era un mundo, y cada una intentaba defender sus intereses de la manera que más le convenía. Aunque algunos eran tan patéticos que se dedicaban a defenderse acusando a su rival.
«Culpable cien por cien», pensó Francisco.
—Mire, para empezar a ese chico se le detuvo sin que hubiera de por medio ninguna denuncia —comentó en tono mucho más tranquilo.
—No sé de qué me está hablando —replicó el padre de Sofía molesto.
El comandante le miró fijamente a los ojos y sonrío levemente satisfecho por haber llevado a su terreno al señor Olmedo. Sabía que cada segundo que pasaba aquel hombre se iba enredando cada vez más en la tela de araña que le estaba tejiendo a su medida. Cuando quisiera darse cuenta tendría las patas tan pegadas que le sería imposible huir. Por eso, y por que estaba seguro de que era culpable, Francisco no sentía la más mínima pena por Rafael.
—Al parecer, a la familia del chaval se la ha engañado diciéndoles que su hija le había denunciado —habló al fin, ahora con tono más firme y serio—. Y fíjese que casualidad que ayer yo mismo me personé en el cuartel donde le tuvieron detenido y nadie pudo enseñarme la dichosa denuncia con la firma de su hija que, dicho sea de paso y según mis informaciones, hace varios días que nadie sabe nada de ella. Curioso, ¿no cree?
Ahora era Rafael el que retaba a su acompañante con la mirada. Aquel hombre era muy peligroso. Sabía lo que había sucedido con el chico y lo peor es que no parecía importarle en absoluto el saber a quién tenía delante. No podía arriesgarse a dar un mal paso.
—Sigo sin saber a dónde quiere llegar —lanzó sus palabras a modo de reto Rafael.
—Mire, señor Olmedo, a mí personalmente me parece que usted se está tomando demasiadas molestias para hacerle pagar a ese chico las culpas por algo que no ha hecho.
—¡¡¡Y usted qué sabe si lo ha hecho o no!!! —bramó el padre de Sofía pegando un sonoro golpe con el puño a la mesa que tenía delante.
Francisco Rivera ni siquiera se inmutó ante tal reacción. No era la primera vez que la vivía y estaba seguro de que no sería la última tampoco.
—La Guardia Civil es una institución que se creó para mantener la seguridad de los ciudadanos, no para que la gente se tome la justicia por su mano. Y mucho menos para que ciertas personas se aprovechen de su posición para limar rencillas personales a base de escarmientos innecesarios con la complicidad de algún miembro del Cuerpo. No sé si me explico…
Rafael Olmedo no pudo por menos que callar ante el aluvión de reproches que acababa de recibir. Estaba claro que le habían descubierto y que aquel hombre no estaba en su mismo bando.
—Usted no entiende nada… Nada… No puede entenderlo —dijo derrumbándose ligeramente—. En esta misma habitación mi hija me dijo que iba a tener un hijo de ese impresentable de su amigo. ¡¡¡Menudo amigo que está hecho!!! Además él mismo me confesó que era el padre de la criatura. Mi niña, tan joven…
Por un momento el comandante Rivera intentó ponerse en el lugar de Rafael y así intentar comprender lo que se le podía haber pasado por la cabeza para tomar esas represalias contra el amigo común de sus respectivos hijos. Pero no le encontró justificación alguna a ese acto tan cobarde. Generalmente las personas que cometían un delito siempre intentaban escudarse en alguna razón para explicar el por qué lo habían hecho; para ese caso en concreto no había excusas: el motivo había sido la venganza, pura y dura.
—Bueno, pero el hecho de que su hija y él vayan a ser padres no implica, necesariamente, que su hija fuera violada. Ellos pueden quererse y es cierto que ambos son demasiado jóvenes para una responsabilidad así, pero quizá esto les sirva para estar más unidos. Además todos sus amigos coinciden en que eran casi… novios.
—¿Novios? ¿Mi hija novia de un patético hijo de panaderos? Espero que no haya venido a mi casa también para insultarme de esa manera —dijo Rafael visiblemente hastiado por el comentario.
Francisco se dio cuenta de que el hombre que tenía enfrente estaba muy solo en la vida. Su forma de hablar le delataba. Podría estar bien situado socialmente, pero era más que evidente que era un pobre desgraciado.
—Mire, señor Olmedo, a mí personalmente la profesión de los padres de ese chico me importa más bien poco. Y, si me permite que le diga algo, creo que a nadie debería importarle. Cada uno se gana la vida, y el pan, como buenamente puede; y mientras lo hagan dentro de la ley nadie debería reprochárselo… ni siquiera usted. Mi hijo también es amigo de ese chaval y no veo ningún inconveniente en que sigan siéndolo. Es más, mi hija pequeña lo adora y no creo que represente ningún peligro para ella, créame. Lo poco que lo he tratado me ha parecido siempre de lo más correcto, así que no entiendo por qué tiene usted esa obsesión por acusarle de algo que también sabe que no ha cometido. ¿Usted sabe el daño que le ha causado no sólo al chico, sino a toda esa familia?
—No le entiendo —contestó Rafael con aire socarrón.
Esto no le gustó nada al comandante. Nunca le había hecho mucha gracias el tener que repetir las cosas dos veces; y menos sabiendo que, como en este caso, la persona que tenía delante había cogido la indirecta a la primera. Si había algo que lo sacara de quicio era que la gente se riera de él, y más si estaba de servicio.
—Señor Olmedo —escupió Francisco cada palabra con tensa expresión—, esta visita sólo tenía el objetivo de recordarle que nadie, nadie está por encima de la ley y que, mucho menos, nadie puede tomarse la justicia por su mano, sea quien sea. Las leyes son iguales para todos lo ciudadanos, ¿me entiende ahora?
Aquellas frases fueron la gota que colmó el vaso de la paciencia de Rafael Olmedo. A nadie le gustaba que le dijeran las verdades a la cara, pero al editor mucho menos que a ninguna otra persona en este mundo.
—Señor Rivera —bramó el padre de Sofía—, le hago a usted responsable de que ese chico esté ahora mismo paseándose por las calles buscando a cualquier niña para hacerle sólo Dios sabe qué cosas.
—Asumo con mucho gusto esa responsabilidad que usted me impone —desafió Francisco—. Y ahora que ya nos conocemos casi todos los implicados en el caso, ¿podría decirme dónde está su hija? Me gustaría hablar con ella también porque, supongo, que tendrá algo que decir al respecto. Creo que es la que mayor luz puede arrojar a todo este oscuro asunto.
Dicho esto paseó la mirada por todo el salón examinando la opulencia que allí se percibía. Hasta una televisión último modelo presidía la habitación. Aquel hombre no se privaba de ningún lujo.
—Pues mucho me temo que eso no va a ser posible —contestó Rafael aceptando el reto que acababa de recibir.
El tono sorprendió a Francisco ya que indicaba que el hombre estaba dispuesto a seguir con el pulso que ambos mantenían. Iba a ser más difícil de lo esperado hacerle ver que con la Guardia Civil no se jugaba; porque si uno no tenía cuidado con el fuego podía acabar quemándose.
—¿Y puede decirme por qué razón no es posible? —añadió el comandante aún más desafiante.
Entre ambos hombres podía advertirse un auténtico combate de titanes. Los dos se observaban el uno al otro con el desprecio en sus caras. Ninguno se fiaba de su oponente y medir sus palabras se había convertido en algo vital para no perder el duelo. Los segundos de silencio en aquel salón parecieron horas enteras. De repente, y sin ninguna razón aparente para hacerlo, Rafael Olmedo relajó su rostro y su expresión se volvió más tranquila. Además, y casi sin darle importancia dijo con total indiferencia:
—Simple y llanamente porque no está aquí. La he mandado a estudiar a Salamanca, para que no siga jodiéndose la vida aquí en la capital.
«Culpable, culpable, culpable», pensó Francisco.
Aquella contestación olía a excusa a la legua, cosa que no pasó por alto el comandante. Pero tampoco podía hacer un registro de la casa del editor para comprobar que fuera cierto lo que le acababa de decir. La coartada tenía consistencia, e incluso sentido. En principio no habría de haber razones para dudar, pero… aquel asunto no era tan simple como para resolverse con una chica que era enviada a estudiar fuera de su ciudad.
—Bien. Entonces según lo veo yo, creo que es mejor que todos olvidemos este asunto cuanto antes, señor Olmedo —dijo Francisco tenso—. No me gustaría tener que volver a hacerle otra visita en relación a este asunto, porque le puedo asegurar que no sería tan amistosa.
Rafael se sintió amenazado y fue a levantarse para replicar al comandante, pero no tuvo tiempo de hacerlo ya que Francisco se le adelantó y ya de pie y mirándole a los ojos le dijo socarronamente:
—Y ahora, si me disculpa, tengo trabajo que realizar. Una ciudad como Madrid no se vigila sola. Siempre hay alguien ideando alguna maldad y ahí tenemos que estar nosotros para impedírselo. Si dejáramos que cada persona hiciera lo que quisiera, ¿para qué serviría el Cuerpo de la Guardia Civil, señor Olmedo?
El editor advirtió rápidamente que aquellas palabras sólo tenía una dirección: minar su paciencia, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no contestar a la provocación que acababa de lanzarle su contrincante.
—Sigo pensando que comete un grave error al dejar a ese chico en la calle. Nadie, ni siquiera usted, puede asegurar que ese… ese… no vuelva a cometer alguna atrocidad como la que hizo con mi hija. Y, ¿sabe una cosa? La culpa será suya si lo repite, y sólo suya.
Ahora fue Francisco el que hizo caso omiso a las palabras envenenadas del padre de Sofía. Era consciente de que estaba recibiendo un plato de la misma estrategia que había empleado él anteriormente y prefirió no darle ninguna importancia al hecho de que Rafael Olmedo se había defendido atacándole.
«Cobarde»
Anduvo el trecho que lo separaba de la salida sin mirar atrás para cerciorarse de que el dueño de la casa le seguía; no le hacía falta. Sabía que aquel hombre tenía casi tantas ganas como él de que desapareciera cuanto antes.
Abrió la puerta y salió a la escalera con paso firme. Bajó el primer escalón y se detuvo sabiendo que el padre de Sofía lo observaba desde el quicio. Para sorpresa de Rafael, el comandante sonrió sensiblemente y con voz sincera y muy clara le dijo:
—Una última cosa, señor Olmedo. Cuando su hija Sofía regrese a Madrid, porque supongo que alguna vez regresará, dígale que me gustaría hablar con ella… Y, si tiene algo de tiempo para dedicarla, hable con ella usted también. Quizá tenga cosas importantes que decirle. A veces no escuchamos a nuestros hijos porque nos creemos en poder de la Verdad Absoluta y si los dejáramos hablar nos daríamos cuenta de que, a veces, nosotros también nos equivocamos al querer protegerles tanto. Buenos días, señor Olmedo.
Rafael no contestó a Francisco. Se limitó a dar un tremendo portazo herido en lo más profundo de sus sentimientos; reconociendo que, en su caso concreto, esas últimas palabras de aquel hombre tenían tanto de verdad como que la Tierra era redonda.