Los siguientes días fueron difíciles de asimilar en la ciudad de Madrid. Una mañana todos los ciudadanos de la capital se despertaron con la terrible noticia de que varios trenes habían chocado cerca de la estación de Atocha, dejando como resultado decenas de viajeros muertos y un centenar de heridos. Era el accidente más grave de esas características que hubiera tenido que soportar la capital y rápidamente todo el mundo se volcó en ayudar a los afectados de la manera que cada uno podía.
En un principio el caos se apoderó de todo y la tragedia sobrepasó todas las previsiones. El horror y el pánico encontró un buen lugar para acampar a sus anchas por los estados de ánimo de las ciudadanos.
Durante varios días las informaciones fueron contradictorias, puesto que nadie parecía encontrar la razón a tal catástrofe. La pena y la tristeza podían respirarse en cada esquina, en cada calle, en cada persona. Nadie podía entender que una cosa así hubiera sucedido.
Los familiares de los fallecidos lloraban a sus seres queridos y muchos de los vivos tenían la sensación de que habían vuelto a nacer. Además flotaba en el ambiente la sensación de que podía haber sido cualquiera el que viajara en esos trenes que nunca llegaron a su destino.
La red de ferrocarril estuvo cortada durante dos días mientras se procedía a retirar los restos de los vagones siniestrados, y el jefe de gobierno de Madrid agradeció a todos los ciudadanos el apoyo que habían mostrado a los cuerpos de seguridad y a los responsables sanitarios.
La ciudad de Madrid no podría olvidar nunca aquella triste mañana. En todas las personas con uso de razón quedaría marcada la fecha de aquel suceso para el resto de sus días.
Sólo Dios podía saber por qué…
* * *
Javier pasó esos días muy inquieto. Aunque intentaba olvidarlo, una y otra vez recordaba aquella pesadilla que tenía como protagonistas al señor Olmedo y a aquella niña que le llamaba papá. No era capaz de evitar que su mente volviera a revivir, paso a paso, lo que había soñado días atrás y eso le hacía estar demasiado susceptible ante cualquier persona que se le acercara.
Dormir un par de horas seguidas era todo un logro para él y cada vez que el cansancio le podía, volvía a encontrarse en las calles oscuras de aquella extraña ciudad en busca de su hija. Llegó un momento que incluso sintió terror a quedarse dormido, puesto que el resultado de sus pesadillas siempre era el mismo: Rafael Olmedo se llevaba a su hija ante sus propias narices sin que él pudiera hacer nada para impedirlo.
Javier nunca había creído en las posibles interpretaciones que podían hacerse de los sueños de las personas. No le convencían las teorías que decían que algunos reflejaban los anhelos de quienes los soñaban, o incluso que eran premonitorios de cosas venideras. Para él todas aquellas explicaciones habían sido cuentos chinos y jamás les había dado importancia. Pero en su situación podría amarrarse a un clavo ardiendo porque quizá hubiera algo de razón en aquellas conjeturas.
¿Y si aquellas pesadillas le estaban diciendo que el señor Olmedo haría todo lo posible por que no viera nunca a su niña?
¿Y si de verdad los sueños podían predecir el futuro de algunas personas?
Una tarde Javier se encontró con la sorpresa de que a las seis había terminado con el reparto de aquella jornada. Como la panadería casi no tenía clientela, pidió permiso a sus padres para marcharse pronto a casa y así poder descansar un poco. Su madre lo miró con cara de preocupación, pero admitió que era una buena idea que se fuera a reposar.
Mientras caminaba por la calle cerró los ojos y dejó que la suave brisa que corría en aquel momento le acariciara el rostro mientras trataba de evadirse de la realidad que lo rodeaba. Caminó con paso tranquilo, casi lento, para regocijarse de aquella calma que estaba sintiendo.
Pero de repente un extraño presentimiento recorrió su, hasta ese momento, tranquila mente. No supo reconocer lo que estaba sintiendo, pero tuvo muy claro que tenía que ver con Sofía y con el bebé.
Al mirar a su alrededor se sorprendió al comprobar que estaba en el Paseo del Prado. Inconscientemente sus pasos le habían llevado hasta ese lugar y Javier supo que no era por la proximidad a la estación de Atocha por lo que se encontraba allí.
Y sin mediar ningún gesto más, y ante el asombro de algunos viandantes, el chico echó a correr en dirección al Museo del Prado, aunque lo pasó de largo en su carrera dejándolo a su derecha. Su instinto le decía que tenía que llegar a toda prisa al destino que tenía marcado en su memoria y, que al igual que en sus pesadillas, debía sacar fuerzas de donde no las tuviera para poder conseguirlo.
En su carrera estuvo a punto de llevarse a alguna persona por delante y de sufrir el atropello de un coche que estuvo muy cerca de darle un serio disgusto. Pero él ni siquiera se detuvo ante este hecho, tenía que llegar a «la esquina de la rotonda».
Más que correr voló el último tramo de calle que le llevó a estar frente a la Puerta de Alcalá. Allí varias personas, que también paseaban, se lo quedaron mirando extrañados por el comportamiento de aquel joven que acababa de llegar a la carrera y ahora daba vueltas en redondo sobre sí mismo buscando algo.
Pero la ilusión le duró poco a Javier. Había ido hasta allí con la absurda esperanza de ver a Sofía. Había sentido que lo llamaba y que, como tantas veces antes, quedaba con él en aquel sitio tan especial para ambos. Pero no estaba. Trató de buscarla en todas las partes que alcanzaban sus cansados ojos, pero aquella cara tan bonita no se encontraba allí.
Abatido y algo cansado decidió darse por vencido tras unos minutos y buscó un banco a la sombra donde poder sentarse.
Allí, con la visión de Madrid a su frente, se sintió como un auténtico imbécil después de lo que había hecho. Se reprochó a sí mismo que si hubiera sido un poco más sensato se hubiera dado cuenta de que era imposible que su princesa lo estuviera esperando. Había corrido en busca de una quimera y como siempre se había dado de bruces con la realidad; nunca aprendería esa lección. Nunca se daría cuenta de que la felicidad, aunque sólo fuera efímera, no estaba reservada para él.
Para intentar sacudirse el sentimiento de frustración que arrastraba se inclinó un poco y cobijó su cabeza entre sus manos para perderse únicamente en los sonidos de la calle.
Y, casi como una medicina que cura el dolor de cabeza, recordó el día en que conoció a Sofía:
Recordó que se la presentaron sus amigos Antonio y Mónica hacía ya cuatro años una tarde en la que quedaron para tomarse algo juntos. Qué rápido había pasado el tiempo. Cuando se vieron por primera vez Javier la miró extrañado porque no esperaba encontrarse a nadie desconocido en su cita con sus amigos de siempre. Antonio y Mónica le comentaron que era una chica que había llegado nueva a la escuela, que estaba en la misma clase que ellos dos y que como todavía no conocía a nadie, ellos se había ofrecido para ayudarla a integrarse poco a poco y para enseñarle Madrid. A Javier le pareció una idea genial y no se le escapó la magia que los ojos de aquella anónima chica tenían retenida en aquel rostro tan bonito.
Además pensó que si alguna vez el diccionario de la Real Academia de la Lengua decidía incluir ejemplos en alguno de sus vocablos, seguro que al lado del de amigo deberían aparecer los nombres de Antonio y de Mónica. Ellos sí que eran la amistad personificada; eran amigos de verdad.
Y si por un casual también llegaba el día en que los diccionarios expusieran ejemplos visuales de sus contenidos, junto a las palabras belleza, bonita, preciosa y hermosa debería ponerse la fotografía de la chica nueva, ya que esos adjetivos parecían estar reservados en exclusiva sólo para ella.
Esa misma tarde, mientras merendaban, los tres supieron por boca de Sofía que sus padres y ella se habían trasladado hacía pocas semanas desde Sevilla. Su padre era el jefe de la delegación sevillana de una importante editorial. El negocio, según contó la niña, iba de maravilla y las ventas aumentaban a un ritmo más que interesante. Hasta que un día le llamaron desde Madrid. El director de la sede central había fallecido y el consejo de administración de la editorial había pensado en él para sustituirle y convertirse en el nuevo director general a nivel nacional. Su padre, al parecer, no tuvo que pensárselo mucho, puesto que aquella era una oportunidad que cualquier persona en su sano juicio no podría rechazar y así en menos de un mes la familia Olmedo puso rumbo a la capital de España cargada con muchas ilusiones.
A Javier le sorprendió bastante el haber logrado escuchar con atención a esa chica en todo su relato. No es que no le interesara lo que decía, es que simplemente se había quedado embobado con aquella sevillana de la que estaba seguro que le gustaba todo: como hablaba, como se reía, como andaba… Era un ser perfecto. Era un verdadero ángel. Pero tendría que tener mucho cuidado de no mostrar en público aquella debilidad que sentía por niña que decía llamarse Sofía, ya que era consciente de que aquélla era mucha mujer para él.
Los dos chicos congeniaron muy bien desde el principio de conocerse. A ella le gustaba mucho que Javier le contara historias y él estaba encantado de haber encontrado a alguien que quisiera, y supiera, escucharle. Desde el primer momento siempre estaban juntos en el grupo de amigos y poco tiempo les bastó para convertirse en seres inseparables. Ambos habían encontrado en el otro a la persona que necesitaban para sentirse a gusto.
Su confianza fue creciendo día a día y este hecho no pasó desapercibido para el resto de integrantes del grupo. Sofía era una atracción de todos, pero ella sólo parecía estar en su salsa si se encontraba cerca de Javier. Y esto originó que ambos tuvieran que soportar más de una vez las bromas de sus amigos al respecto de la «bonita amistad» que tenían los dos. Pero a los dos les hacía gracia que todos los demás pensaran eso; ellos sabían que eran sólo amigos…
Y metido de lleno en sus recuerdos, a Javier también le vino a la mente la imagen del primer día en que Sofía y su madre fueron a comprar pan a la panadería de sus padres. Fue un sábado, lo podría recordar siempre; jamás lo olvidaría.
Días antes la niña le había preguntado que en qué trabajaban sus padres y Javier, con cierta timidez, le había contestado que eran panaderos. Sofía puso cara de extrañarse por la actitud de Javier y le dijo que no debía avergonzarse porque sus padres se dedicaran a eso. Todas las profesiones eran dignas, le dijo. Esto tranquilizó un poco los nervios del chico y para intentar suavizar el momento de tensión que se había provocado con la pregunta de su amiga, Javier le prometió que en su panadería se vendía el mejor pan de todo Madrid y que estaba invitada a comprobarlo cuando quisiera.
Según contó la madre de Sofía, a ésta le hizo tanta gracia el comentario de su nuevo amigo, que estuvo insistiéndole varios días para que fueran a comprar el pan a la panadería de los señores Torres hasta que consiguió convencerla. Pero no quedó ahí la cosa: tan complacidas quedaron ambas de su compra, que convencieron a varias vecinas para que también compraran allí y, desde entonces, las convirtieron en clientes asiduas a la panadería de los padres de Javier.
—Javier, Javier…
El chico literalmente pegó un salto en el banco donde estaba sentado y tardó varios segundos en hacerse una composición del lugar en el que se encontraba en esos momentos. Miró a su alrededor nervioso y un poco desconcertado hasta que se topó de cara con un rostro conocido.
—Chico —le dijo Antonio sonriendo—. Perdona que te haya despertado de esta manera, pero es que te he visto aquí solo y me ha extrañado un poco.
Javier intentó poner un gesto que no revelara lo estúpido que se sentía en esos instantes, pero sólo logró esbozar una leve y débil sonrisa que para nada fue creíble.
—¿Te pasa algo? —preguntó Antonio notablemente interesado—. Parece que estás un poco pálido. ¿Te sientes mal?
El chico notó la preocupación en las palabras de su amigo y pensó que no podía seguir haciendo cosas para hacerle más daño. Así que respiró hondo y negando con la cabeza le dijo:
—No, no. No te preocupes, que no me pasa nada. Sólo estaba descansando de un reparto que acabo de terminar. Ya sabes que yo nunca me acostumbraré a andar tanto.
Antonio calló, aunque no le convencía mucho la explicación que acababa de oír. Javier no solía mentir, pero ahora se le notaba a la legua que no contaba toda la verdad. A pesar de eso, Antonio prefirió no presionar más a su amigo.
—Vaya, pues sí que te has tomado en serio lo de ayudar en la panadería —dijo al fin—. Ya sé yo quien va a ser el mejor panadero de Madrid en unos años.
Antonio había hablado con la guasa por bandera, sabiendo que a Javier podía gastarle ese tipo de bromas.
—El mejor no sé —contestó con ironía Javier—, pero te puedo asegurar que, a este paso, el que más trabaje sí que voy a ser yo.
Ambos se rieron a la vez ante la ocurrencia del chico y ese momento hizo que, nuevamente, Javier se sintiera especial. Casi había olvidado los buenos ratos que había pasado junto a su amigo Antonio, y esas risas que ambos se echaban cuando se dedicaban tardes enteras a decir tonterías. Todo aquello ahora le parecía lejano, demasiado lejano; casi irreal. Tenía la sensación, incluso, de no haberlo vivido. De que quizá fuera una leyenda y no realidad.
Nuevamente las palabras de Antonio le sacaron de sus pensamientos:
—Oye, por cierto, ¿tienes un momento ahora que dices que ya has terminado de hacer los repartos para acompañarme a comprar una cosa?
Javier lo miró fijamente y agradeció en silencio el hecho de que su amigo le estuviera ofreciendo la oportunidad, ignorante de lo que realmente sucedía, de que su mente se despejara durante unos instantes de todas las preocupaciones que tenía. Ese don también era propio de los amigos de verdad: siempre ofrecían su ayuda cuando uno más lo necesitaba.
—De acuerdo —contestó.
—Pues perfecto. La verdad es que necesito una segunda opinión para lo que quiero comprar, porque me juego mucho. ¿Vamos?
Javier miró a su amigo con gesto intrigado mientras se levantaba del banco y seguía a Antonio en la dirección que éste había tomado. Ambos anduvieron durante muy pocos segundos callados: Antonio nervioso y Javier pensando a qué lugar se dirigían.
Fue Antonio el que habló para dar una pequeña pista de su destino:
—Supongo que no se te habrá olvidado que la semana que viene es el cumpleaños de Mónica, ¿no?
Javier paró su caminar en seco.
—Anda, pues es verdad —dijo con tono culpable Javier—. Pues si quieres que te sea sincero, con todas las cosas que tengo en la cabeza ni me había acordado. Menudo fallo, si no me lo llegas a recordar…
Antonio se paró unos pasos por delante de él y sonrió levemente al ver la culpa reflejada en la cara de su amigo.
—Bueno, hombre, no te preocupes —dijo—. Para eso estamos los amigos, ¿no? Tú hubieras hecho lo mismo por mí.
Entonces ambos siguieron andando camino de un destino, de momento, conocido sólo por Antonio.
A esa hora la afluencia de gente era mayor y los chicos tuvieron que tener cuidado al sortear a las personas que se encontraban en su camino para no chocar con ellas. La calles del centro de Madrid eran un hervidero.
—¿Sabes?… —comenzó a decir Antonio—. Había pensado que… bueno que… estaría bien que la compara una pulsera… ¿Qué…?… ¿Qué te parece?
Javier notó el nerviosismo en las últimas palabras de su amigo. Era evidente que algo le pasaba a su amigo, porque le costaba horrores pronunciar más de dos palabras seguidas sin hacer una pausa.
—Hombre, pues yo creo que le hará mucha ilusión —dijo Javier, tratando de no darle más importancia de la debida—. Además ya sabes que ha ella le encantan todas esas cosas, así que seguro que la gustará.
Estas palabras hicieron que una luz se iluminara en los ojos de Antonio, algo que no pasó desapercibido para Javier. Había algo más, seguro.
Siguieron caminando unos metros y, de repente, Antonio pegó un ligero salto y se puso delante de Javier, cortándole el paso. La expresión de ambos fue casi ridícula y los dos no pudieron por menos que reírse a pleno pulmón de la situación tan cómica que habían provocado.
—¿Puedo contarte algo? —inquirió Antonio en todo dubitativo.
—Puedes, si tú crees que puedes —contestó Javier sin mucho ánimo.
Antonio se lo quedó mirando, una vez más, intentando descubrir si la indiferencia de su amigo era real ó simplemente se estaba haciendo el interesante. Pero el rostro del chico no aclaraba nada, era una auténtica cara inexpresiva completamente.
—Es que es algo que me gustaría que quedara entre nosotros, ¿sabes? —se arrancó nuevamente Antonio—. Vamos, que quiero que sea un secreto.
—Pues entonces… si me lo cuentas dejará de serlo. Javier arrastró las palabras de su respuesta, pero sonrió de manera ostentosa a su amigo, quien diluyó sus primeros momentos de enfado al creer que se estaba convirtiendo una vez más en motivo de burla.
—Bueno, lo que quería decir es que esperaba que después de contártelo a ti siguiera siendo un secreto, porque la verdad es que me da un poco de vergüenza.
No había que ser demasiado listo para darse cuenta de lo que Antonio estaba a punto de contar. Si había algo que de verdad diera vergüenza a un joven, eso era confesar que estaba enamorado. Cualquier otra cosa podía contarse de una manera o de otra al resto de los mortales, pero cuando las flechas de Cupido daban de lleno en un corazón, las explicaciones podían enredarse en laberintos de inusitadas dimensiones. El amor era así de maravilloso y de complicado.
—Adelante, soy todo oídos —dijo Javier—. Puedes creerme cuando te digo que lo que me cuentes no saldrá nunca de mi boca. Tu secreto estará a salvo conmigo.
Antonio le hizo señas y ambos se resguardaron del sol bajo el toldo de una librería. A Javier le parecía haber entendido que su amigo quería comprarle a Mónica una pulsera, pero no dijo nada ante el temor de meter la pata; quizá hubiera escuchado mal o quizá Antonio se lo había pensado mejor. Además sabía que su amiga era también una lectora empedernida, así que un libro seguro que también la gustaría. Quizá Antonio le había llevado hasta allí medio engañado para que le aconsejara sobre alguna obra.
—Nadie lo sabe, así que prométeme que esto quedará entre nosotros.
Esas palabras hicieron que Javier sintiera una punzada muy dolorosa en su corazón, ya que le recordaban demasiado a otra promesa que tuvo que escuchar tiempo atrás y que le había provocado el derrumbe de su vida.
—¿Estás bien? —le preguntó Antonio al notar la palidez de su cara.
Estaba claro que no eran libros lo que iban a comprar; había escuchado bien la primera explicación de su amigo.
—Sí, sí, estoy bien —se intentó disculpar Javier—. Venga hombre, cuéntamelo ya que nos van a dar las uvas.
Antonio agachó la cabeza y su pie izquierdo comenzó a dibujar los bordes de las baldosas del suelo de la calle. Estaba nervioso, se le notaba mucho y no podía evitarlo por más que se empeñara en hacerlo.
—Verás… —empezó a decir casi en un susurro—. Es que me he dado cuenta de que me gusta mucho Mónica. Demasiado, diría yo…
Alzó la mirada para comprobar la reacción de Javier y se encontró con un gesto de cariño y de aprobación que le animó a seguir confesándose con más seguridad en sí mismo.
—Creo que me he enamorado de ella, ¿sabes? —continuó—. La verdad es que me gusta desde hace tiempo, pero no he tenido el valor suficiente para decírselo.
A Javier le sonaban demasiado esas palabras.
—Estoy loco por ella, para qué te lo voy a negar. Me encantaría que saliera conmigo… pero en plan serio, ya sabes lo que quiero decirte. No como un rollete, si no en plan de novios de verdad.
Claro que lo sabía, cómo no iba a saberlo si era lo mismo que le pasaba a él con Sofía. Por un momento se imaginó lo maravillosa que sería la vida si hubiera permitido que ambas parejas siguieran siendo amigos para siempre. Y novios, y casarse… Podrían quedar juntos, ir al cine, pasear… demasiado bonito para ser verdad.
—Pues sinceramente no creo que tengas ningún problema —dijo Javier volviendo a la realidad ante la mirada inquisidora de Antonio—, porque yo veo que os lleváis bastante bien. Además a Mónica siempre le ha gustado tu forma de ser, así que díselo y veremos lo que pasa. Al menos no te quedes con la duda por no haberlo intentado, que lo mismo llega otro más lanzado que tú y te la quita.
Una vez más Javier se recriminó interiormente a sí mismo el no seguir sus propios consejos. Estaba claro que se le daba mucho mejor ofrecerlos que acatarlos.
Los ojos de Antonio volvieron a iluminarse otra vez. La ilusión emanaba de cada poro de su piel. Desde lo más profundo de su corazón Javier deseó con todas sus fuerzas que al menos ellos tuvieran la suerte que tan esquiva había sido para Sofía y para él.
—Ya, pero es que me da mucho miedo decirle nada porque no quiero que me rechace, se enfade conmigo y me deje de hablar. Además me da mucha vergüenza contárselo.
Javier suspiró hondo y puso los ojos en blanco ante la confesión de su amigo. Parecía que iba a necesitar de un empujoncito para lanzarse al embravecido mar del amor.
—Mira yo siempre he creído… —comenzó a decir, interrumpiendo la frase al darse cuenta de que debía utilizar las palabras con mucho tacto en ese preciso momento—, que nadie debería avergonzarse de confesarle a otra persona que la quiere. Lo que a ti te pasa es lo que nos pasa a todos los chicos, porque nos no vamos a engañar entre tú y yo… las chicas son las que al final deciden. Pero tú no te preocupes porque seguro que todo sale bien. Además deberías tener un poco más de confianza en ti mismo, hombre. A mí me parecéis una pareja ideal.
—Gracias, Javi —dijo Antonio—. Espero que no te equivoques.
El chico, sabiendo lo que su amigo debía sentir en esos momentos, pasó su brazo por encima del hombro del enamorado y le dio una palmada en la espalda mientras con tono amable le decía:
—¿Vamos a comprar eso que querías?
—Claro, sí, vamos…
Anduvieron durante unos minutos más, siempre guiados por un Antonio que parecía más jovial después de haber confesado su secreto. Atravesaron varias calles con paso rápido, ya que se habían entretenido más de la cuenta y no quería llegar cuando ya hubieran cerrado.
Cuando Javier ya estaba empezando a sentir el esfuerzo en sus piernas, Antonio se paró ante el escaparte de una joyería. Durante unos segundos los dos chicos quedaron admirados ante el despliegue de alhajas que se extendía ante sus ojos. La palabra fealdad, y todos sus derivados, debían pasar de largo ante ese comercio. Era complicado elegir una de esas joyas sobre cualquiera de las demás, ya que todas parecían hechas para llamar la atención de los posibles compradores.
—¿Que te parece ésta? —dijo Antonio señalando una pulsera a través del cristal.
Javier estaba mirando los relojes que se encontraban en el otro lado del escaparate, pero rápidamente se acercó hasta su amigo y siguió con la vista la dirección que le marcaba su dedo. Vio entonces una pulsera que se enroscaba en una falsa mano realizada en escayola. Era de plata y su diseño se asemejaba a las escamas de una serpiente. Las puntas estaban coronadas por dos pequeñas bolas, presumiblemente también de plata y cerca de ellas, dos incrustaciones de oro culminaban la joya. Definitivamente era realmente bonita, como todo lo que había en esa tienda.
—A mí me gusta —se sinceró Javier—. Y sinceramente creo que a ella le va a encantar.
—Pues entonces no se hable más. Vamos.
Ambos entraron en la joyería, donde les atendió una señora mayor que parecía conocer el negocio a la perfección. A pesar de que los chicos le comentaron lo que querían, la dependienta les mostró varios modelos más para que pudieran elegir sobre un catálogo más amplio. Pero Antonio era persona de primeras ideas y por muchas pulseras más que le ofrecieron, él tenía claro cuál era la que quería para Mónica.
Diez minutos después de haber entrado, los dos chicos salían felices por la compra realizada. Antonio se encontraba orgulloso porque la mujer mayor le había envuelto la pulsera en una caja de regalo en forma de corazón que había forrado con papel de colores y para colmo le había puesto una pegatina con un lazo que decía «Espero que te guste».
Pero Javier no pudo resistirse a hacerle una pregunta que le rondaba en la cabeza:
—Oye, ¿por qué has puesto esa cara de disgusto cuando la dependienta nos ha dicho lo que costaba la pulsera?
El rostro de Antonio recuperó la expresión de culpabilidad que lo había embargado minutos antes y sus ojos se dirigieron hacia la bolsa donde reposaba el regalo que acababa de comprar. Después suspiró hondo y miró al suelo con pesadumbre.
—Es poco para ella, ¿verdad? —dijo levantando la vista hacia Javier—. Ella se merece mucho más, pero yo no puedo permitírmelo. De hecho, creo que tendré que quedarme sin salir un par de semanas con lo que me he gastado… pero seguro que es poco para ella. Seguro que no le va a gustar.
En ese momento Javier comprendió que no podía permitir que su amigo se derrumbara, y mucho menos por una cosa tan absurda como esa. El regalo era perfecto y no había razón para ponerse así.
—¿Acaso crees de verdad que a Mónica le va a importar mucho lo que te haya costado? —le preguntó Javier en tono serio—. El detalle es lo que importa y a ella le encantará que tú le regales algo tan bonito como eso. Ya verás como va a presumir delante de los demás cuando se la des. No digas tonterías, anda.
—Tienes razón —reconoció el chico alegrando nuevamente la cara—. Supongo que no tengo de qué preocuparme, ¿no? Lo siento, soy un imbécil.
—Ahora tengo que buscar yo un regalo para Mónica —dijo pensativamente Javier—. Espero que no se me olvide, porque si no la llevo nada seguro que me mata por no haberme acordado.
Y ambos volvieron a reírse con ganas.
De regreso a sus respectivas casas los dos amigos caminaron contándose los pocos planes de futuro que tenían. Antonio volvió a quejarse amargamente de su padre, que seguía empeñado en que se hiciera guardia civil. También habló de Marta, a quien ya se le había caído su primer diente de leche y de la sorpresa que se había llevado cuando había descubierto lo que el ratoncito Pérez le había dejado debajo de su almohada.
—Oye, que muchas gracias por haberme ayudado con lo de la pulsera —dijo Antonio.
—No hay de qué, hombre —contestó Javier—. Para eso estamos los amigos, ¿no?
—Ya… sí… claro…
Javier notó que Antonio lo observaba con recelo. Parecía querer decirle algo, pero era evidente que no sabía cómo hacerlo. Siempre habían sido muy fáciles de prever sus acciones ya que su rostro lo delataba siempre; y esta vez no era diferente.
—¿Tienes algo que decirme? —dijo en tono un poco molesto Javier.
Su amigo lo miró de arriba abajo y su rostro se sonrojó, aunque lo que más llamó la atención de Javier en ese momento fue la cara de pícaro que tenía Antonio.
—Verás, es que me estaba preguntando una cosa.
—¿Otro secreto que nadie más puede saber? —arrastró Javier las palabras con visibles gestos de fastidio.
—No lo sé —contestó divertido Antonio—. Eso depende de ti.
Por primera vez desde que se conocían, Javier tuvo la sensación de que Antonio estaba jugando con él. Parecía estar riéndose por momentos y encima estar disfrutándolo. Lo que más le incomodaba de todo es que no sabía a qué se estaba refiriendo y no le gustaba nada que la gente hablara delante de él de cosas que no entendía.
—No sé a qué te refieres —dijo lo más secamente posible—. Pero si me lo dices de una vez, a lo mejor te puedo ayudar…
—El caso es que me estaba preguntando por qué no te decides tú también con Sofía… A pedirle que salga contigo, ya sabes.
—No sé de qué estás hablando —se limitó a contestar Javier sin hacer más caso.
Antonio se puso delante de él y su rostro lo miró con diversión ante el más que seguro tinte rojizo que habría tomado su cara.
—¡Oh, vamos! No te hagas el tonto conmigo, chaval. Claro que sabes de lo que te estoy hablando. Tú dirás lo que quieras, pero a mí me parece que a ti te gusta Sofía, y mucho. Además yo creo que haríais muy buena pareja. Si quieres podías decírselo también en el cumpleaños de Mónica. Fíjate, si nos sale bien luego ninguno de los cuatro podríamos olvidarnos el día nuestro aniversario porque sería el mismo, ¿qué te parece la idea?
Javier era consciente de que la intención de Antonio era inocente y sincera, pero no podía permitir que ese tema siguiera su curso ante lo peligrosa que podía resultar la situación. Sintió que una vez más iba a tener que hacer daño a su amigo, aunque esta vez intentaría suavizarlo.
—Pues mira, me parece una soberana tontería —el enfado de Javier no podía ocultarse—. Anda cállate y déjame en paz, que no sabes lo que dices.
Antonio se extrañó ante la reacción de su amigo. No había calculado las posibles consecuencias de sus palabras y ahora sentía que no había sido buena idea haber sacado el tema. Últimamente Javier no era el de antes y sus reacciones no eran las habituales, quizá debería haberlo pensado antes de hablar.
—Bueno, bueno, no te enfades —dijo Antonio pasándole un brazo por encima del hombro—. Que estamos entre amigos. Yo sólo lo decía porque se os ve muy bien juntos y antes de que se la lleve otro, preferiría que salieras tú con ella.
Javier no quiso escuchar las últimas palabras de su amigo. La sola posibilidad de que alguien le arrebatara a Sofía le hacía hervir la sangre. Sabía que ese golpe sería mortal para él y que, en caso de suceder, no sería capaz de volver a levantarse otra vez.
—Te agradezco el interés, pero tú lo que tendrías que hacer es pedírselo a Mónica y no preocuparte de los demás.
—Tienes razón —contestó Antonio—. Y creo que lo voy a hacer el día de su cumpleaños. Tú haz lo que quieras.
Javier asintió complacido. Estaba casi seguro de que aquella relación funcionaría muy bien. Conocía a los dos protagonistas y sabía que ambos podrían formar una gran pareja. Intentó imaginarse la cara de Mónica cuando su amigo se le declarara y una pequeña sonrisilla se le dibujó en el rostro. Una vez más, y en silencio, los deseó suerte a ambos.
—Me parece bien —dijo Javier en tono más jovial—. Pero ahorradnos a todos el rollo pasteloso, ¿vale? Y por tercera vez esa tarde los dos amigos se rieron a carcajadas juntos.
En la esquina de la calle de Valencia con Sombrerería los dos chicos se despidieron. Habían pasado casi toda la tarde juntos y eso había ayudado a Javier a olvidarse momentáneamente de todos los problemas que tenía encima. Era una lástima que tardes como esa no se repitieran más a menudo, pensó Javier, ya que aquello le hacía sentirse muy a gusto.
Tras la despedida cada chico se encaminó hacia su casa.
Javier, entonces, cayó en la cuenta de algo que hasta ese momento había pasado por alto: había una posibilidad de volver a ver a Sofía en el cumpleaños de Mónica. Esa perspectiva le hizo recuperar la ilusión y sin darse cuenta se encontró con nuevas energías venidas desde lo más hondo de su corazón. Una inyección de optimismo se instaló en su persona y casi flotando en una nube regresó a su casa. Una semana, sólo tendría que esperar una semana para volver a ver a su princesa.
Una semana que, sin duda, se le haría eterna.
Pero esa espera también le serviría para poder preparar lo que la diría cuando se vieran otra vez. No dejaría pasar más tiempo para confesarle todo lo que sentía por ella y lo que significaba para él. Quizá la idea de Antonio de que se declarara aquel día no iba a ser tan mala. A esas alturas ya no podía dejar que Sofía no supiera la verdad sobre lo que su corazón guardaba en el más profundo secreto.
* * *
En los siguientes días Javier buscó un regalo para comprarle a Mónica. Se propuso seriamente no fallarle otra vez. Sabía que comprara lo que comprara no iba a poder compensar todo lo malo que le había hecho últimamente, pero al menos la demostraría que se acordaba de ella. Además era consciente de que Mónica sabría apreciar cualquier detalle que la llevara. La chica nunca había sido interesada para los obsequios y más de una vez les había dicho a sus amigos que con su simple presencia ella ya se sentía más que recompensada. Aún así tenía que encontrar algo para regalarle.
En un principio barajó la posibilidad de comprarle unos pendientes o un anillo, ya que sabía que a ella todo ese tipo de cosas le gustaban mucho. Pero pronto desechó esa idea siendo consciente de que no debía interferir en el regalo que ya había comprado Antonio. Ellos eran amigos y no podía pisarle la sorpresa de esa manera. La joya se la había comprado él, y además aquella pulsera llevaba implícita una segunda lectura mucho más seria que un simple regalo de cumpleaños.
Algo de ropa también se le ocurrió como posible solución, pero también la eliminó a la velocidad de rayo dándose cuenta de que su sentido de la moda dejaba mucho que desear. Su madre podría ayudarlo a encontrar algo para su amiga, pero tal y como estaban las cosas en su casa sería mejor no tentar a la suerte. Además tampoco sabía la talla de Mónica y no quería que si se equivocaba y ella tenía que ir a cambiarlo, se enterara de lo que le había costado. Decidido: ropa tampoco sería el regalo de este año.
Agobiado por el paso de los días y por la inminente llegada del cumpleaños sin haber comprado todavía nada, el destino vino a su encuentro de la manera más imprevista.
Era domingo, y ese día no había tenido de que ir a la panadería porque no había encargos que hacer. Se levantó tarde, ya que por una vez el sueño lo tuvo retenido casi toda la noche. De regreso al mundo de los despiertos, se notó muy lleno de energías. Una noche durmiendo a pata suelta revitalizaba a cualquiera, siempre había dicho su abuela y debía ser verdad por que Javier se encontraba pletórico.
Ante la soledad en la que se encontraba en su casa, se demoró bastante a la hora de desayunar. Su tazón de leche con galletas de chocolate no se terminaba nunca y Javier comía sin parar intentando acallar a su exigente estómago, que no parecía tener fondo. Hasta él mismo se sorprendió de la cantidad de galletas que había devorado. Tras quedar satisfecho, y con cierta sensación de pesadez en su tripa se dispuso a fregar el tazón. Ya de paso recogió también un par de vasos que sus padres habían dejado de su desayuno; total ya puestos en faena, qué más daba quitar un cacharro que tres.
Tras dejar la cocina adecentada se dispuso a limpiar y barrer el resto de la casa. No era la primera vez que lo hacía y, por supuesto, tampoco sería la última. Así daría una alegría a su madre, que últimamente estaba falta y necesitada de ellas. Cuando regresaran sus padres a la hora de comer, Isabel sólo tendría que preocuparse de la comida.
Dejar la casa recogida le llevó más tiempo del que había pensado. Su madre siempre decía que el trabajo de una mujer en su casa no estaba reconocido y Javier no pudo por menos que sonreír ante ese recuerdo y darle la razón. Además, pensó, que ese trabajo en concreto era algo que no lucía para nada tras haberlo realizado, porque no pasaba mucho tiempo sin que, por una razón o por otra, no se notaba el esfuerzo de la persona que había limpiado todo.
Consciente de lo que hacía, dejó para lo último su propia habitación. Llevaba ya demasiado tiempo sin arreglarla y aunque no era de vital necesidad hacerlo, cada cierto tiempo le gustaba colocar sus pertenencias. Aquella habitación estaba colocada al milímetro y Javier era capaz de encontrar cualquier cosa que estuviera encerrada entre esas cuatro paredes en un tiempo récord; para él aquel ligero desorden tenía un orden lógico, por eso no permitía que Isabel le cambiara nada de sitio. Ya se encargaba él de la limpieza de aquel territorio vedado a cualquier intruso que no fuera él mismo.
Empezó a mirar por debajo de la cama y allí encontró varias cajas con juguetes antiguos, dos balones de fútbol y varias cajas de zapatos. Pero aquí no tuvo que hacer ningún cambio ni arreglo, ya que todo estaba perfectamente colocado. De todas formas se sorprendió al ver cuales eran los juegos que guardaba allí, y se prometió que cuando las aguas estuvieran menos revueltas le daría alguno a Marta, la hermana de Antonio, para que jugara con ellos. Seguro que le iban a gustar mucho.
Seguidamente se dirigió hacia el armario de la habitación, pero allí decidió no meter las manos. Había una extraña fuerza que hacía que la ropa y él no se llevaran bien de ninguna manera. No se gustaban mutuamente, y Javier había aprendido después de achicharrar una camisa con la plancha de su madre que cuando los polos opuestos de un imán se repelen de esa manera tan contundente, nadie puede hacer nada para que terminen atrayéndose. Así que mejor que del armario se encargara su madre, para eso sí que tenía el permiso concedido.
Miró la ventana y vio que aún seguía cerrada. Rápidamente la abrió para que el aire de la calle ventilara un poco la estancia y se extrañó de no haberlo realizado al despertarse. Pensó que como se había levantado de muy buena gana no debía haberse acordado de hacerlo. Se apoyó en el alfeizar y, mientras se dejaba acariciar por la suave brisa matutina, observó a la gente que caminaba varios metros por debajo de sus pies. Pero pronto se aburrió de hacerlo porque aquello no era una distracción muy entretenida. No había nada de interesante en mirar a las personas subir y bajar por la calle.
El reloj marcaba la una menos cinco cuando Javier se dejó caer en su cama abatido. Ya había hecho todo lo que tenía pendiente y sus padres aún tardarían bastante en volver. Se le ocurrió la idea de ir hasta la panadería para ver si podía ayudar en algo, pero tras un primer impulso decidió no hacerlo, evitando así algún posible encargo desagradable de última hora que seguro que con la mala suerte que tenía le tocaría hacer si se aventuraba a aparecer por la tienda.
Y mientras miraba distraídamente hacia la estantería donde se amontonaban sus libros dio con la solución al regalo de su amiga Mónica. Allí, entre varios volúmenes, descansaba uno que sería el regalo perfecto. A ella también le gustaba leer, así que con alegría decidió que no buscaría más. Estaba decidido
* * *
Aquel día Mónica cumplía veinte años. Era la primera del grupo en cumplirlos, ya que era la mayor de todos. A pesar de ello nunca había ejercido como tal ante sus compañeros. Era buena amiga de sus amigos y siempre había sentido debilidad por Sofía, Javier y Antonio. Ellos eran sus únicos amigos de verdad y ella tenía claro que daría cualquier cosa por ellos. Su larga melena rubia platino, heredada de su madre, y sus ojos color miel unidos a su corta estatura la daban un cierto aire de hada de los cuentos populares. Tenía una belleza que sobrepasaba con creces lo que vulgarmente se denominaba chica del montón, aunque ella siempre tiraba balones fuera cuando alguno de sus amigos trataba de hacerla comprender que era mucho más bonita de lo que se creía. De todas formas siempre habría alguien que se lo dijera, para divertimento de la chica.
La fiesta de cumpleaños se celebraría en su casa. Sus padres los iban a dejar solos para que pudieran divertirse mejor mientras ellos iban a cenar fuera y al teatro, así que no tendrían que preocuparse por ninguna interrupción indeseada.
Mónica estaba colocando algunas cosas en el salón cuando escuchó el timbre de la puerta. Miró la hora en su reloj y se extrañó de que fuera alguno de sus invitados, ya que aún era un poco pronto. Se dirigió hacia la entrada lo más rápido que pudo y al abrir la puerta su cara se iluminó al ver quién era su visitante.
—¡¡¡Hola, Javier!!!
El chico la miró y también se sorprendió de la efusividad de su amiga, que tras saludarlo de aquella manera le había abrazado y agasajado con dos sonoros besos en cada mejilla. Acto que estuvo a punto de hacer que las cosas que Javier traía en sus manos acabaran rodando por el suelo.
—Hola, Moni —dijo el chico aún cohibido por la situación—. Esto… Felicidades. Me parece que llego un poco pronto, ¿no?… Y torpemente la dio dos besos y amagó con darle un estirón de orejas que se quedó en una simple caricia inocente.
—Pasa anda. Y no digas tonterías. Me alegro de que ya estés aquí.
El chico entró en la casa de su amiga y comprobó que ésta estaba aún liada con los preparativos de la fiesta. Sobre una mesa del salón pudo ver una gran cantidad de discos, que supuso sonarían más tarde sin parar.
—Toma —dijo Javier cuando los dos volvieron a estar juntos—. Esto es una tarta que te ha hecho mi madre y este es mi regalo. Espero que te gusten.
—Cómo no me van a gustar, tonto —dijo la chica—. Dale las gracias de mi parte a tu madre. Espera, que voy a meter la tarta en el frigorífico. Ahora vuelvo.
Y acto seguido cogió la caja que le tendía Javier y se marchó en dirección a la cocina.
En el tiempo que estuvo solo, Javier pensó que Mónica siempre había sido para él lo más cercano a una hermana de verdad que hubiera tenido. La chica era mucho más madura que el resto del grupo de amigos y nunca había dudado al ofrecer la ayuda necesaria a quien la hubiera necesitado. Por un momento pensó en contarle lo que le estaba pasando, puesto que tenía muy claro que podría contar con ella para lo que fuera. Pero recordó que había hecho una promesa a Sofía y que pasara lo que pasara debía mantener su palabra. Al verla regresar por el pasillo en dirección a donde se encontraba él, sintió un nudo en el estómago al saber que también la estaba fallando a ella.
—Haberte sentado, hombre. ¿No me digas que ahora te da vergüenza mi casa? Oye, que no se te olvide darle las gracias a tu madre de mi parte por la tarta —dijo Mónica cuando regresó—. Ya sé que debería esperarme para abrir tu regalo, pero es que ya sabes que soy muy impaciente, así que trae aquí que lo abro ahora mismo.
Javier le cedió el paquete que aún sostenía en sus manos.
Estaba cubierto en papel de regalo que tenía impresos personajes de dibujos animados, como a ella le gustaba. Al principio la chica mantuvo los nervios e intentó deshacer el envoltorio sin romper demasiado el papel. Pero después de que en dos ocasiones tuviera que cortar dos pedazos para poder seguir abriendo el paquete, decidió que no merecía la pena conservar la hoja ilustrada. Y ante la risa de Javier, Mónica destrozó lo poco que le quedaba intacto para descubrir, por fin, su presente.
—La sombra del viento —dijo la chica—. Muchas gracias. No lo he leído, pero me han dicho que es muy bueno.
—Es genial.
Y otra vez Mónica volvió a besar efusivamente a su amigo.
—Oye, ya que has llegado pronto me vienes muy bien porque así me ayudas a terminar de preparar todo, ¿vale?
Javier sabía que no se podía quejar, cómo iba a decirle que no a su amiga. Así que durante los siguientes minutos ambos se dedicaron a colocar los sillones en el sitio que ocuparían durante la fiesta, seleccionar los discos que antes había visto Javier y colocar algún adorno en las paredes y los muebles. Después de inflar varios globos y de colgarlos en la lámpara dieron por terminada la fase de preparativos para la celebración. Ya estaba todo suficientemente decorado, así que los dos se sentaron en uno de los sillones.
—Gracias, Javi —dijo Mónica—. Con tu ayuda he terminado antes. Ahora sólo tenemos que esperar a que vengan los demás.
Javier se sentó a su lado y tras echar un vistazo a la habitación, dijo con cierta guasa:
—La verdad es que nos ha quedado muy bonito.
Ambos se rieron con fuerza y pasado el efecto las palabras del chico, ella le miró a los ojos y su cara se puso sería cuando habló.
—¿Estás ya mejor, Javier? —dijo en tono fácilmente identificable como de seria preocupación.
A su amigo también le mudó el rostro y su cara se puso tensa ante lo que podía venírsele encima si Mónica seguía por ese camino.
—Estoy bien… —contestó un poco molesto—. No sé a qué te refieres.
Durante unos segundos los dos mantuvieron un silencio incómodo. Javier no fue capaz de mirar a los ojos a su amiga y se limitó a fijar la vista en el suelo para poder ocultar su culpabilidad.
—Tú sabes que en los últimos días has estado muy raro. No quieres salir con nosotros, ya casi no hablamos nada… mira, tú dirás lo que quieras pero sabes que algo te pasa. Yo sólo te estoy ofreciendo mi ayuda, como siempre. Ya sabes que si tienes algo que contarme, yo voy a estar contigo siempre que me necesites. Pero no me engañes diciendo que no te pasa nada. Y sobre todo no te engañes a ti mismo.
Levantando la vista del suelo y fijándola en la puerta del balcón que había en uno de los extremos del salón, Javier dijo muy serio:
—No te preocupes, Moni, que no me pasa nada. De verdad, créeme. Además si me ocurriera algo, tú sabes que serías la primera persona a la que se lo contaría.
—Eso espero, Javi… Eso espero.
En ese momento el teléfono sonó en la entrada de la casa y casi al instante Mónica se levantó de su sitio para atenderlo. Por lo poco que pudo entender Javier de la conversación que mantenía su amiga, supo que la estaba felicitando una tía suya. Tampoco quiso escuchar más, porque no era de buena educación oír las conversaciones de otras personas. Así que él también se levantó del sillón, pero su destino fue el balcón.
Durante el tiempo que duró el diálogo telefónico de la chica, Javier estuvo mirando hacia la calle apoyado en la barandilla para ver si alguno de sus amigos llegaba a la fiesta. Aunque no se podía engañar a sí mismo ni a su corazón, a la única persona que deseaba ver camino del portal de la casa de Mónica era a Sofía. Pero su princesa no aparecía, por más gente que cruzaba de un lado a otro la calle.
No supo cuanto tiempo estuvo realmente asomado en el balcón porque sólo parecía importarle ver a la sevillana. Una mano posada sobre su hombro izquierdo le devolvió al piso de su amiga. Mónica lo miraba con cara divertida.
—Era mi tía de Barcelona.
Javier le devolvió la sonrisa asintiendo con la cabeza y la chica también se apoyó en la barandilla para observar la calle junto a su amigo. Y así estuvieron durante largo rato, mirando a las personas que por unas razones o por otras decidían pasar por aquel lugar.
—Oye Javi, ¿sabes algo de Sofía? —consultó Mónica.
Todos los músculos del chico se pusieron en alerta al escuchar el nombre de su princesa. Se extrañó mucho de que Mónica le preguntara por ella, ya que sabía que ambas eran muy buenas amigas y aquélla cuestión dejaba claro que no habían estado en contacto últimamente. Y eso no era una buena señal.
—No, no sé nada. Llevo varios días sin saber de ella… —contestó Javier—. Es que he estado muy liado con los repartos y eso. Yo creía que tú sabrías algo de ella y que la vería aquí.
Entonces Mónica se dio la vuelta sobre sí misma y se apoyó en la barandilla, pero de espaldas a la calle. Suspiró hondo mientras Javier la miraba con gesto impaciente.
—La verdad es que estoy un poco preocupada por ella. Ayer fui a su casa porque hacía mucho que no hablábamos y para pedirle que me ayudara hoy con los preparativos del cumpleaños. Me extrañaba que no me hubiera llamado, porque ya sabes que a ella le gusta mucho todo lo que tiene que ver con las fiestas.
Javier la escuchaba en silencio, pero preocupado. Cada palabra de su amiga parecía tardar una eternidad en salir de su boca.
—El caso es que al llegar a su casa me recibió su padre —prosiguió Mónica—. Y no sé qué le pasaba, pero lo hizo de muy mala manera. Debía de haber tenido un mal día, o no sé qué. La verdad es que me sorprendió bastante porque el señor Olmedo me conoce desde hace tiempo y siempre me había tratado muy bien. Supuse que debía estar enfadado por algún asunto de trabajo y le dije que sólo quería ver a Sofía para contarle lo de mi cumpleaños. Ni si quiera me dejó entrar en su casa y mucho menos ver a su hija. Lo único que me dijo es que no podía verla porque no estaba allí y que la dejáramos todos en paz, que ahora tenía cosas más importantes en las que preocuparse. Sin más me cerró la puerta en las narices y me dejó allí como una auténtica imbécil.
Javier seguía callado, pero su mente volvía a moverse a velocidades de vértigo intentando buscar una explicación a lo que estaba oyendo. Aquella reacción tampoco era normal en Rafael Olmedo.
—A mí me pareció muy raro todo porque tú sabes que Sofía y yo somos muy buenas amigas y no entiendo por qué su padre reaccionó así conmigo.
—Últimamente el señor Olmedo hace cosas que no se pueden entender —dijo Javier más como pensamiento en voz alta que como comentario.
Mónica lo miró extrañada, pero no dijo nada. Al parecer no era la única que había tenido contacto reciente con el padre de Sofía.
—Pero lo que más me preocupa —declaró Mónica con tono apesadumbrado—, es que desde hace días no sé nada de ella. Ni he podido verla, ni he podido hablar con ella… no sé, pero parece como si hubiera desaparecido y no hubiera dejado ningún rastro.
Aquello fue otro golpe directo al corazón de Javier. Todas las esperanzas que había puesto en volver a ver a su princesa en el cumpleaños se habían desvanecido por completo. Una vez más, la vida le volvía a poner en su sitio y le enseñaba que nunca se debe vender la piel del zorro antes de haberla cazado.
Ya todo le daba igual: el cumpleaños de Mónica, ver al resto de los invitados que vendrían a la fiesta; ya nada tenía sentido.
Ante la atenta mirada de su amiga, se tapó la cara con las manos mientras intentaba tomar un aire que se le antojaba ya innecesario para seguir viviendo.
«¿Qué más me puede pasar?», pensó en silencio.
—Entonces hoy no vendrá a tu cumpleaños —logró decir finalmente.
Mónica, preocupada ahora también por su amigo, le contestó fríamente:
—Supongo que no, porque después de lo que te he contando no creo que su padre la deje. Aunque en el fondo confío en que esté donde esté se acuerde del día que es hoy y venga… o al menos que me llame por teléfono para felicitarme.
Durante unos minutos los dos amigos observaron la calle en el más absoluto de los silencios. Ambos sabían que ése no sería el mejor cumpleaños de Mónica y que, desgraciadamente, lo recordarían siempre. Aunque hubieran deseado que fuera por otras razones.
Javier se miró el reloj y dedujo que por la hora que era los invitados a la fiesta de Mónica estarían a punto de aparecer. Sinceramente no le hacía mucha gracia tener que verlos y mucho menos fingir que se estaba divirtiendo mientras por dentro su corazón se estaba rompiendo en mil pedazos y su mente empezaba a dar signos evidentes de flaqueza ante tantos problemas que analizar.
No sabía cómo decirle eso a Mónica, así que optó por la forma más rápida. Quizá no fuera la mejor, pero sí la más eficaz.
—Moni, no creo que sea buena idea que me quede a tu fiesta. Lo siento.
Su amiga se irguió como un resorte en su posición. Javier notó que la chica lo miraba como si estuviera viendo a un fantasma y sintió que también a ella iba a volver a hacerla daño.
—Mira, no quiero estropearte el cumpleaños —dijo intentando disculparse antes de que ella pudiera hablar—. La verdad es que no tengo muchas ganas de fiesta y si me quedo lo único que haré será contagiar a los otros. Ellos van a venir a divertirse y no tienen porqué estar aguantándome a mí que soy un amargado, como dice mi madre.
Mónica no daba crédito a lo que estaba oyendo. Tenía la sensación de estar en un sueño, un mal sueño; una pesadilla. Miró a los ojos al chico que tenía delante y se sintió algo incómoda al creer que había algo en ellos que no le era conocido. Sin darle ni un segundo para reaccionar, se acercó a él y cogió las manos de su amigo con las suyas.
—¿Pero qué estás diciendo, Javi? —le dijo dulcemente—. ¿Cómo te vas a ir ahora? Hazlo por mí, por favor. Yo quiero que te quedes. Si es por lo de Sofía, no te preocupes que yo te prometo que mañana mismo te ayudo a buscarla y entre los dos daremos con ella como sea. Si quieres se lo podemos decir a Antonio, que seguro que también nos echará una mano… pero no te vayas. Hoy casi seguro que no vendrá Sofía y no quiero que falten más amigos a mi fiesta. Por favor, te lo suplico.
Javier se soltó de las manos de su amiga con un gesto, que sólo un segundo después se arrepintió de haberlo hecho. Había sido muy brusco y no había medido la fuerza. Debía desaparecer de allí antes de que pudiera hacerle daño de verdad a su amiga. En esos momentos se sentía como un auténtico monstruo.
Para evitar que nadie pudiera verlos desde la calle, Javier se metió dentro del piso y comenzó a andar por el salón de aquella casa. Mónica lo siguió hasta en interior y se quedó parada en la puerta del balcón mientras veía al chico deambular sin rumbo.
—No puedo quedarme, Moni, de verdad —se intentó excusar Javier—. Perdóname, pero no puedo. Algún día te contaré lo que realmente sucede y espero que lo entiendas, porque ya está siendo bastante duro para mí todo. No me merezco que seas mi amiga después de esto, pero confía en mí y créeme que hay una explicación que ahora no puedo darte.
—No digas tonterías, yo siempre voy a ser tu amiga, ¿entiendes? —dijo Mónica con lágrimas en los ojos—. No sé lo que te pasa y no quieres contármelo, pero que sepas que yo siempre estaré para ti cuando me necesites. Si crees que no puedes quedarte en mi fiesta… pues adelante, márchate. No seré yo la que te retenga en contra de tu voluntad… pero eso no va a cambiar que yo te siga queriendo como a un amigo, como uno de mis mejores amigos. Me dolerá que lo hagas, no te lo voy a negar. Y me costará perdonártelo, te lo aseguro. Pero hagas lo que hagas siempre seré tu amiga… eso nunca podrás evitarlo.
En ese momento Javier se descubrió llorando de espaldas de Mónica. A pesar de todo lo que le había hecho hasta el momento, ella seguía asegurándole que no se extinguiría su amistad. Aquella declaración le dolió mucho más que si la chica le hubiera gritado o le hubiera echado a patadas de su casa. Así hubiera sido más fácil todo, pero aquella declaración de amistad eterna le partía el alma en dos. Máxime cuando era consciente de que aquellas palabras estaban pronunciadas desde lo más profundo del corazón de una chica que ahora lo miraba desconsolada y que únicamente había cometido el inmenso error de querer ser su amiga.
Estaba decidido y no podía dar marcha atrás, así que se encaminó con paso firme hasta el lugar donde Mónica lo estaba esperando y sin mediar palabra la abrazó intentado que todas las disculpas posibles estuvieran representadas en aquella unión corporal.
La chica creyó que su discurso había dado resultado y también abrazó a Javier con muchas ganas. En ese momento, en su rostro, las lágrimas de segundos antes se unieron a la sonrisa nerviosa que ahora asomaba en su cara.
—Lo siento, Moni —dijo Javier aún abrazado a ella—. Lo siento mucho. Deberías odiarme toda tu vida… sólo así me estarías tratando como realmente merezco.
Y acto seguido la dio dos besos en las mejillas y se encaminó hacia la puerta. La niña se quedó como una estatua petrificada mirando como su amigo se marchaba sin que ella pudiera hacer nada. Algo la tenía agarrotada todos los músculos de su cuerpo. Deseaba salir corriendo y amarrarlo para obligarle a que se quedara, pero no podía hacerlo. La tristeza y la rabia se lo impedían.
Antes de irse Javier se volvió y desde la puerta del salón la dijo mirando al suelo:
—Felicidades Mónica… Espero que de verdad algún día puedas perdonarme esto.
Y acto seguido se marchó cerrando la puerta de la calle tras de sí.
Mónica seguía sin creerse que Javier se hubiera marchado y al escuchar el sonido de la puerta, salió corriendo hacia la escalera. Cuando se asomó no vio a su amigo, pero como si supiera que estuviera en donde estuviera la podría escuchar gritó con rabia: —
¡¡¡Siempre seré tu amiga, que no se te olvide!!!
Y casi en un susurro añadió:
—Ya te he perdonado.
Al volver a entrar en su casa la chica supo que aquel sería el peor cumpleaños de toda su vida. Ya no la importaba lo más mínimo el resto de personas que acudieran a su fiesta, ni siquiera el celebrarlo era ya algo que le hiciera ilusión. Aquello había sido un golpe muy duro y, para más gravedad, se lo había dado uno de sus mejores amigos.
* * *
Sin saber muy bien a dónde dirigirse, Javier deambuló por las calles durante horas intentando saber lo que hacer. Necesitaba poner en orden todas sus ideas y sobre todo necesitaba saber qué le había pasado a Sofía; además de verla, por supuesto.
Cuando llegó al portal de su casa, le dolía todo el cuerpo. Había corrido hasta allí como alma que lleva el diablo y tanto esfuerzo estuvo a punto de hacerlo desfallecer allí mismo. Durante unos segundos se sentó en el suelo de la entrada intentando recuperar el aire que tanto anhelaban sus pulmones y al hacerlo sintió un ligero mareo que hizo que la visión se le nublara por momentos.
Sin más, al sentirse ya recuperado de ese pequeño desvanecimiento subió las escaleras de dos en dos camino de su casa. No podía esperar ni un segundo más, así que abrió la puerta lo más rápido que sus torpes manos se lo permitieron y buscó a voces a su madre por toda el piso.
Isabel al escuchar los gritos de su hijo salió rápidamente a su encuentro de la habitación donde se encontraba dejando encima de su cama un montón de ropa sin doblar que acababa de recoger.
—Pero, Javier… —dijo sorprendida—. ¿Qué ha pasado? ¿Y el cumpleaños de Mónica?…
Pero el chico no hizo caso a lo que su madre le preguntaba, no la atendía. Estaba visiblemente nervioso y su rostro desencajado, junto con el cambio físico que estaba sufriendo en las últimas fechas, le daba un aspecto realmente lamentable.
Isabel, sin pensárselo dos veces, abrazó a su hijo en intentó confortarle como sólo una madre puede hacer, mientras acariciaba su pelo moreno.
—¿Qué pasa, Javier? —le dijo en tono más dulce—. ¿Qué te pasa, hijo?
—Algo le ha pasado a Sofía, mamá —contestó él—. El señor Olmedo le ha hecho algo, estoy seguro.
Isabel se separó bruscamente del chico y cogió a su hijo por los hombros mientras le decía:
—Tranquilízate Javier, que te va a dar algo. ¿Qué ha pasado en el cumpleaños para que digas eso?
El chico la miró receloso y no pudo reprimir un sentimiento de vergüenza que le recorría todo el cuerpo. Esto hizo que su mirada se quedara fija en el suelo del pasillo donde se encontraba, mientras con voz cansada relató:
—Mónica me ha dicho que no la ha podido ver y que no sabe nada de ella desde hace muchos días. ¿No lo entiendes, mamá? Ellas son muy amigas y no es normal que lleven tanto tiempo sin ningún tipo de contacto. La ha tenido que pasar algo. Y encima no puedo hacer nada para averiguarlo porque su padre me mataría.
—Bueno, bueno, no pienses en lo peor —intentó tranquilizarlo Isabel—. A lo mejor está enferma y por eso no sabéis nada de ella. Ahora con el embarazo se tendría que cuidar más y lo mismo ha cogido una gripe, que ya sabes que este año ha venido muy fuerte.
—No, mamá. Estoy seguro de que le ha pasado algo, porque si no ya hubiéramos podido hablar con ella y además seguro que habría ido al cumpleaños de Mónica o la hubiera llamado para decirla que no podía ir. Algo la pasa y yo no puedo quedarme parado sin hacer nada para averiguarlo.
En ese momento Joaquín salió del salón y se encontró a su mujer y a su hijo en el pasillo. Había podido escuchar toda la conversación entre ambos porque estaba leyendo el periódico cuando Javier había llegado a la casa.
—Sólo te diré una cosa —dijo mientras se dirigía a la cocina para tomar un vaso de agua—: ten mucho cuidado con lo que haces, porque la situación ya es bastante delicada y no conviene que hagas ninguna tontería.
—¿Por qué dices eso, Joaquín? —preguntó azarada Isabel—. ¿No ves que el chico está preocupado por Sofía? ¿Y si de verdad la hubiera pasado algo?
El hombre se paró en seco y suspiró visiblemente contrariado por las cuestiones que le había planteado su esposa.
—¿Es que todavía no os habéis dado cuenta de que Rafael Olmedo es una persona muy importante e influyente? Yo, sinceramente, temo que en un ataque de rabia pueda hacer algo contra nosotros. Él conoce a mucha gente y si se lo propone puede amargarnos la vida con sólo chasquear un par de dedos, así que creo que deberías olvidaros del asunto de una puñetera vez.
Sin más los volvió a dejar solos en el pasillo.
Javier había asistido al dialogo entre sus padres en silencio, pero el sentimiento de cólera producido por las palabras de Joaquín no podía ocultarlo de su cara. Una vez más no podía contar con el apoyo de su padre en aquellos difíciles momentos.
—Vamos a hacer una cosa, cariño —dijo Isabel intentando poner un poco de calma en aquella atmósfera tan tensa que se respiraba—. Mañana iremos tú y yo a ver a Sofía, para ver si realmente le pasa algo y para hablar con el señor Olmedo. ¿Te parece bien?
Javier asintió con la cabeza mientras la volvía a abrazar, pero no dijo nada. Una vez más Isabel le daba otro motivo para estar orgulloso de tenerla como madre. Lástima que no pudiera decir lo mismo de su padre.
Joaquín volvía ya de la cocina y al escuchar lo que acababa de decir su mujer no pudo atenazar el impulso de decir en voz suficientemente clara y seria:
—Pues yo creo que no deberíais hacerlo. Así sólo empeorareis las cosas, hacedme caso por favor.
La mujer soltó a su hijo y se encaró con su marido. Durante unos segundos los dos adultos se miraron desafiantes. Isabel vio en su esposo a un hombre totalmente entregado a su destino, fuera cual fuera; y Joaquín descubrió en su mujer el brillo en los ojos de quien sabe que lo que hace merece la pena para conseguir algo justo. Incluso se asustó de la seguridad que irradiaban aquellos ojos marrones.
—¿Y qué quieres que hagamos entonces? — le replicó con dureza—. ¿Pretendes que nos quedemos parados como si no hubiera pasado nada? Javier y Sofía van a tener un bebé y lo normal es que los chicos estuvieran juntos mientras eso sucede. Sobre todo por la pobre niña, que no tendría que sufrir por todo lo que está pasando porque ahora que está embarazada debe cuidarse mucho y estos disgustos no la vienen nada bien. Yo he sido madre y sé lo que se siente en esos momentos.
Todos guardaron silencio. Nadie se atrevía a objetar los argumentos de Isabel, entre otras razones porque ninguno más de los presentes había sido dado a luz a un hijo. Ella hablaba desde la experiencia personal y siempre se había dicho que eso era un grado.
—En el fondo entiendo que Rafael Olmedo se comporte así —dijo Joaquín ante el asombro de Isabel y Javier—. Sí, no me miréis así. Es normal que quiera ser tan protector con su hija. Hace relativamente poco tiempo que su mujer se murió, y todos recordamos cómo fue de desagradable aquella muerte, y ahora con lo de Sofía…
Pero no pudo terminar la frase que estaba pronunciando. Al observar a su esposa comprobó que ésta lo estaba fulminando con mirada y prefirió callar, sabiendo que ahora ella haría uso de la palabra.
—No defiendas lo indefendible, Joaquín —y sus palabras sonaron más a amenaza que a un comentario—. Ese señor se está portando muy mal con Javier y con su hija. Si su mujer viviera aún seguro que no habríamos llegado a esto porque, las mujeres sabemos resolver estas cosas de manera lógica; no como vosotros que siempre hacéis las cosas por cojones. Así es como os sentís más machitos. Y por eso el mundo va como va…
En ese momento Joaquín se dio por vencido. Era consciente de que por mucho tiempo que empleara en intentar convencer a su mujer, el esfuerzo sería inútil totalmente. Aunque quizá tuviera razón en que las mujeres siempre buscaban, y la mayoría de las veces encontraban, soluciones mucho más civilizadas a los problemas que los hombres.
Haciendo un gesto con su mano izquierda asumió su derrota mientras decía de camino al salón:
—Haced lo que queráis… sólo espero que no os tengáis que arrepentir de nada de lo que hagáis más adelante.
Isabel y Javier lo vieron desaparecer por el pasillo.
La mujer atrajo hacia sí a su hijo y le dio un fuerte beso en la frente.
—No te preocupes, cariño —dijo Isabel en un susurro—. Ya verás como todo se soluciona pronto.
—Ojalá, mamá, ojalá —sólo logró decir el chico.
* * *
La tarde del domingo era bastante soleada y calurosa. Aunque la frenética actividad de la ciudad había decaído con respecto a lo que era habitual en un día de fin de semana. Era como si todo el mundo estuviera pendiente de lo que en pocas horas podía suceder en la calle Felipe IV.
Después de comer Isabel y Javier se prepararon para hacer la visita al señor Olmedo. Durante todo el día el chico había estado muy nervioso porque sabía que aquel encuentro sería definitivo para lo que pudiera suceder en el futuro. Se jugaba mucho y estaba dispuesto a no volver a perder la oportunidad convencer al padre de su amiga de que quería a su hija y de que estaría a su lado para lo que necesitara. Además contaba con la baza de su madre, que estaba seguro que argumentaría lo que fuera necesario para hacer entrar en razón al terco editor.
Ambos hicieron el trayecto en silencio y Javier siguió demostrando que se encontraba muy inquieto. Isabel lo notó y trató de tranquilizarlo cogiéndolo de la mano. Al hacerlo notó que el chico sudaba más de lo habitual y que su tacto era frío.
—Cuando lleguemos a casa de Sofía no digas ninguna tontería —le dijo con tono serio—. Déjame hablar a mí, a ver si podemos conseguir que el señor Olmedo nos escuche.
El paseo se le hizo eterno a Javier, que no veía la hora de volver a ver a su princesa. Tras un espacio de tiempo bastante más largo de lo que se suponía que era normal, madre e hijo estuvieron frente al portal. Los dos se miraron e Isabel le devolvió al chico una sonrisa en la que Javier creyó ver un destello de esperanza reflejado en sus ojos.
—Venga, vamos allá… —dijo la mujer.
Subieron el tramo de escaleras despacio y en silencio, aunque Javier creyó que todo el mundo debía poder escuchar el latido de su corazón, que estaba a punto de explotarle. Fue una suerte que no se cruzaran con nadie en su ascenso, porque ambos estaban demasiado nerviosos.
En unos segundos se encontraron ante la puerta de la casa de Rafael Olmedo. Sin pensárselo ni un solo segundo, Isabel llamó al timbre y los dos esperaron respuesta.
Nadie contestó.
La mujer volvió a tocar el timbre y esta vez, quizá producto de su nerviosismo, apretó más de la cuenta el botón y poco faltó para que lo quemara.
Volvieron a esperar unos segundo y, ahora sí, escucharon pasos que se acercaban al otro lado de la puerta. Acto seguido oyeron como aquella persona estaba observando a través de la mirilla a sus visitantes. Poco después la puerta se abrió mínimamente dejando ver al señor Olmedo con gesto muy serio.
—Creo que ya dejé bastante claro que no quería volver a verlos —fue el saludo que los dio a ambos.
—Señor Olmedo, por favor —suplicó Isabel antes de que Rafael terminara de cerrar nuevamente la puerta—. Déjenos pasar. Sólo queremos hablar un momento con usted y saber cómo está Sofía. Se lo ruego.
El hombre los miró a ambos de arriba abajo durante unos tensos segundos y con un gesto casi imperceptible de su cabeza, los concedió permiso para entrar en su casa. Cuando hubieron entrado, cerró la puerta tras de sí y les indicó que se dirigieran hacia el salón, un lugar que Javier recordaba perfectamente.
Los tres se sentaron en los sillones que unos días atrás habían sido testigos del principio de aquella historia. Todos se miraron sin decirse nada. La tensión se podía notar a distancia.
—Señora, entenderá que me sienta un poco incómodo con su presencia. Personalmente creo que no tenemos nada de qué hablar, así que si usted piensa lo contrario le rogaría que fuera breve, porque tengo muchas cosas más importantes que hacer que estar aquí perdiendo el tiempo.
Isabel esperó para contestarle intentando descubrir en su mirada si aquellas palabras expresaban verdaderamente lo que aquel hombre sentía. No parecía dar ninguna muestra de humanidad en su expresión. El gesto serio y grave no había variado ni lo más mínimo en su rostro.
—Entonces entenderá que para nosotros esta situación tampoco sea muy agradable, señor Olmedo —dijo Isabel también secamente—. Y, sinceramente, yo sí creo que tenemos algo de qué hablar. Con todo lo que nos ha pasado, las cosas no pueden quedar así.
El editor la miraba con curiosidad, pero sin cambiar de expresión. Javier esperaba a que su madre utilizara uno de sus discursos frente al padre de su amiga. Y en ese momento se dio cuenta de que todavía no habían visto a Sofía. Aquello le extrañó en sobremanera ya que estaba seguro de que si estuviera en la casa los debería haber oído llegar; y se hubiera jugado la vida a que de ser así, la niña ya habría salido a su encuentro.
—Tener un hijo es lo más bonito e importante que le puede suceder a una mujer en su vida —prosiguió Isabel—. Se lo digo yo que soy mujer y madre. Es cierto que Sofía aún es muy joven, pero seguro que será una madre estupenda. Y ahora, en estos momentos, lo mejor para ella sería que todos los que la queremos la apoyemos y estemos a su lado para ayudarla en todo lo que pueda necesitar. Ella perdió a su madre, pero yo siempre estaré si me necesita para darle algún consejo con el bebé.
En ese momento Rafael Olmedo pareció enfadarse aún más de lo que estaba ya. Miró a la madre de Javier moviendo la cabeza lentamente de izquierda a derecha y apretando los puños con fuerza.
—¡¡¡No diga usted tonterías, señora!!! —bramó el hombre—. Usted nunca podrá ocupar el lugar de Elisa en la vida de mi hija. Su madre era su madre, y nadie podrá sustituirla. Además no me diga lo que es mejor para Sofía. Yo soy su padre y yo sé lo que la conviene; que no es precisamente juntarse con su… hijo.
Aquel hombre no parecía ceder nunca. Javier se preocupó por el cariz que estaba tomando la situación. Lejos de acercar posturas, la verdad es que cada vez parecían estar más lejanas. Rafael Olmedo era mucho más tozudo de lo que había pensado.
—Sé que ahora sería muy importante que Sofía pudiera estar cerca de su madre para que la pudiera aconsejar y ayudar, pero los dos sabemos que no es posible. Yo quiero la Sofía como una hija, entre otras cosas porque conmigo se ha portado siempre muy bien. No veo que haya nada de malo en que ella me pida ayuda si cree que la necesita para intentar sobrellevar mejor lo que la va a suceder a partir de ahora. Nunca pretendería suplantar a su verdadera madre, sólo quiero que sepa que en mí tendrá una segunda madre para lo que quiera.
Más silencio. Rafael y Javier intentaban asimilar las palabras de Isabel. El chico creyó que el argumento que estaba esgrimiendo su madre no era el más acertado para ese momento. Tocarle al padre de Sofía a su esposa había hecho que el hombre se enervara profundamente, justo lo contrario de lo que buscaban con aquella visita.
—Mire señora —comenzó a decir el hombre—. No sé qué es lo que pretende con todo ese discurso que me acaba de soltar, pero sepa que no me va a convencer de que la deje aconsejar a mi hija sobre lo que debe o no debe hacer en estos momentos. Y, por favor se lo pido, no me insulte; que sólo me faltaba escuchar que quiera ocupar el lugar de mi esposa ahora que ella no puede ayudar a su propia hija. Yo sé perfectamente como debo educar a mi niña, así que ahórrese su favor, que ya bastante han hecho por nosotros. Sobre todo su hijo, que si no hubiera sido por su culpa ahora podríamos seguir siendo felices.
Aquello terminó de encender la llama de la rabia que estaba fraguándose en el interior de Javier. Nunca nadie le había hablado de esa manera a su madre, y no iba a permitir que aquel hombre lo hiciera. Así que muy enfadado se levantó de su sitio y pegó un fuerte pisotón en el suelo que pilló por sorpresa tanto a su madre como al señor Olmedo.
—¡¡¡Ya estoy harto de usted!!! —gritó mirando al hombre a los ojos con expresión de furia—. ¿Dónde está Sofía? Quiero verla ahora mismo.
Tras recuperarse del sobresalto de aquella inesperada reacción de Javier, el hombre lo miró de arriba abajo desde el lugar que ocupaba en el salón. Pareció que durante unos segundos lo estudió para conocer el nivel real como persona del chico que tenía a pocos pasos de distancia. No parecieron alterarle ni las palabras que acababa de escuchar, ni la expresión desafiante con la que el amigo de su hija esperaba su respuesta.
—Tranquilízate un poco, chaval —dijo de manera sosegada y con una extraña sonrisa dibujada en su rostro—. Que tú precisamente vas a tardar mucho tiempo en volver a verla; si es que alguna vez la vuelves a ver. Sofía no está y ya le dije el otro día a su amiga que la dejarais de molestar. Ya la habéis hecho bastante daño entre todos; aunque tú, sin duda, el que más.
Su expresión, con esa media sonrisa burlona, denotaba que se sentía vencedor de aquel duelo. Había estado esperando todo el tiempo a que alguno de sus dos visitantes le preguntara por Sofía, para así poderles dar esa contestación. Eso le hacía dueño y señor de aquella situación y sobre todo le daba una sensación de superioridad ante Isabel y Javier que no podía describirse con palabras. Estaba disfrutando con aquel momento como lo hacía un niño con un caramelo.
Isabel había asistido muda a las palabras que Rafael Olmedo le había dedicado a su hijo. También ella empezó a pensar que quizá haber ido hasta allí no había sido una buena idea. Esperaba haberse encontrado a un hombre menos resentido y más dialogante, pero se había encontrado con un padre vengativo y rencoroso.
Aquello, si seguía por ese camino, no podía acabar bien de ninguna manera. Máxime cuando el enfrentamiento entre Javier y el padre de Sofía empezaba a tomar un cariz más serio. Los dos pretendían defender a Sofía, pero cada uno a su manera y estilo; y para desgracia del chico aquel hombre tenía las de ganar, puesto que entre otras cosas era el padre de la niña.
—¡¡¡Miente!!! —chilló Javier fuera de sí—. ¿Qué le ha hecho a Sofía? ¿Dónde está?
Casi sin darse cuenta Javier había ido avanzando mientras hablaba unos pasos hacia el lugar que ocupaba Rafael, intentando así crear más intimidación. Al finalizar su segunda pregunta, el dedo índice de su mano izquierda señalaba la cabeza del hombre como signo de amenaza.
Pero el señor Olmedo no se dejaba amedrentar por nada, y mucho menos por un crío. Sabía que cuanto más tiempo dedicara a ocultarle al chico la información que le estaba pidiendo, más rápido iría perdiendo los nervios. Y si eso sucedía le sería muy fácil actuar en consecuencia. Si retorcía un poco más sus tuercas, terminaría por cometer un error.
Ya casi podía verse vencedor de aquella batalla cuando por un instante posó su mirada en Isabel. Y lo que vio no le gustó nada. Observó una mujer abatida y que miraba con horror a su hijo. Creyó intuir que estaba llorando, pues en ambas mejillas un reguero brillante que iba a desembocar en su cuello. Por un momento pensó que quizá para aquella mujer todo lo que estaba sucediendo también fuera un excesivo castigo.
Volvió a mirar a Javier y suspirando con una tranquilidad impropia de la situación que estaba viviendo, dijo:
—Señora, creo que lo mejor es que se marchen ahora mismo de mi casa y que por el bien de todos no vuelvan nunca.
En ese momento Javier explotó y llorando de rabia ante el menosprecio que estaba sufriendo por parte de Rafael Olmedo se dirigió corriendo a la puerta del salón, la abrió de par en par y gritó:
—¡¡¡Sofía!!! ¡¡¡Sofía !!!
Isabel al verlo casi desencajado por la cólera que anidaba en él, se levantó presta e intentó calmarlo. Cuando llegó a su altura lo abrazó y lo intentó consolar, pero era inútil. El chico se revolvía y no dejaba que su madre lo tranquilizara con palabras que ni siquiera escuchaba.
—¡¡¡Sofía!!! ¡¡¡¿Dónde estás?!!! —gritaba cada vez con más fuerza—. ¡¡¡Soy yo, Javier!!!
Rafael Olmedo observaba la escena desde una distancia que le permitía seguir sintiéndose dueño de la situación. Estaba disfrutando como nunca, viendo como el chico se desesperaba mientras intentaba librarse del abrazo de su madre.
—Grita, grita todo lo que quieras —dijo en tono soberbio—. Sofía no puede escucharte. Así que si quieres puedes quedarte afónico llamándola.
Javier no aguantó más y tras dar un empujón a su madre que la hizo retroceder varios pasos para evitar caerse al suelo, se encaminó con paso firme y decidido hacia el lugar donde el padre de su amiga lo observaba. Tardó poco tiempo en llegar a su altura, demasiado poco, hecho que hizo que a Rafael le cambiara el gesto. Podía ver en los ojos del muchacho el odio que sentía por él y temió la reacción que pudiera tomar. Durante unos segundos apenas unos centímetros les separó al uno del otro, y Rafael Olmedo pudo sentir la respiración de Javier mientras lo observaba con un rencor visceral.
Y entonces sucedió algo que impresionó a Isabel y a Rafael: sin mediar palabra alguna Javier cogió de la solapa al señor Olmedo y lo miró directamente a los ojos. El hombre, al que dicha reacción le cogió por sorpresa, sintió que le faltaba el aire y trató de conseguir que su temor no se le reflejara en el rostro.
—No sé qué le ha hecho a Sofía —dijo el chico muy despacio para que sus palabras le quedaran lo suficientemente claras a su enemigo—, pero le juro que lo pagará claro. Esto no quedará así…
Isabel aterrorizada ante lo que estaban viendo sus ojos corrió hacía su hijo y lo separó de Rafael Olmedo. No tuvo que luchar demasiado porque Javier soltó su presa con desprecio sin ofrecer resistencia a su madre. Ya había hecho lo que quería: intentaba dejarle claro al padre de Sofía que no era ningún imbécil y, al parecer por la reacción del hombre, lo había conseguido de sobra.
—¡¡¡Javier, por Dios!!!
El hombre sólo tardó unos segundos en recobrar la compostura perdida. Se arregló la camisa dándose varios golpes a la altura de los hombros para dejarla otra vez colocada en su sitio y sin darle mayor importancia a lo que acababa de suceder, se dirigió con paso lento hacia el ventanal que daba a la calle, dejando a su espalda a los dos visitantes.
—Señora, váyanse cuanto antes de mi casa si no quiere que me arrepienta de mi hospitalidad —dijo mientras seguía mirando a la gente que paseaba bajo sus pies.
Javier fue a dar un paso al frente pero Isabel se lo impidió sujetándolo otra vez del brazo. Esta vez no hizo falta que la mujer utilizara su fuerza ya que el chico no intentó nada más.
—Buenas tardes —dijo Isabel a modo de despedida.
Tras esperar unos segundos y ver que Rafael no contestaba, madre e hijo se encaminaron a la puerta de salida. Los dos marchaban en silencio.
Ambos salieron de la casa y cuando se disponían a cerrar la puerta tras de sí, algo impidió que Isabel pudiera terminar de realizar esa sencilla operación. Rafael Olmedo sujetaba la puerta de su casa y los miraba con desprecio. La mujer tembló ante la posible reacción del hombre y casi sin darles tiempo a reaccionar el hombre dijo con voz atronadora:
—Por cierto Javier, tienes toda la razón… esto no quedará así…
Y con un portazo que retumbó en todo el edificio se despidió a sus visitantes.