La Navidad estaba cada vez más cerca y la primera nevada en cinco años hizo acto de presencia en un Madrid que se despertó con la sorpresa de Lencontrarse el suelo de sus calles vestido de un blanco inmaculado. Lo inesperado de aquel hecho hizo que la mayoría de los madrileños se tomaran la nevada como algo festivo. Raro era no encontrarse por la calle a alguien que disfrutara tirando bolas de nieve hacia cualquier objetivo humano. Los parques estaban llenos de padres e hijos que contemplaban la bonita estampa que había dejado la nieve en la capital. Niños y mayores se divertían con algo que no era muy común en la ciudad. Todo el mundo parecía estar contento ante el manto blanco que cubría todos los lugares. Los colegios tuvieron que permitir que sus alumnos jugaran con la nieve, ya que algunos niños ni siquiera habían nacido la última vez que había nevado. El invierno estaba empeñado en seguir sorprendiendo a todos los ciudadanos con su frías temperaturas y con esta nevada tan bien recibida por los madrileños.
Durante los siguientes tres días la actividad en la panadería de los Torres se multiplicó en intensidad. Cada vez eran más las personas que acudían a la tienda a comprar el pan y los bollos que ofrecían. Joaquín se alegraba de haber hecho la ampliación, pues en fechas como estas las ventas habían subido como la espuma. Había decidido que también venderías dulces, polvorones, mazapán, turrón y demás productos relacionados con la Navidad. Así los clientes cuando fueran a comprar el pan también podrían llevarse a casa cualquiera de aquellos exquisitos productos típicos de aquella temporada.
Y claro está, las ventas habían subido y los encargos también. Durante la última semana el volumen de repartos se habían disparado considerablemente. Tanto fue así, que Rocío llegó a comentarle a su hermano la posibilidad de contratar a otro chico para que ayudara a Eduardo —no recordó que Javier también lo hacía— en los recados. Pero Joaquín se mostró inflexible y sentenció que los chicos tenían que saber lo que era trabajar para que pudieran convertirse en hombres de provecho. Si ahora estaban trabajando más, ya les llegaría el momento en que no tuvieran nada que hacer y entonces no se quejarían tanto. Y desde ese momento no se volvió a hablar más del tema, aunque personalmente Javier hubiera agradecido enormemente la posibilidad de que la propuesta de su tía hubiera sido tomada en cuenta.
Los viajes por las calles de Madrid se hacían interminables y las horas no parecían pasar nunca. Terminada una entrega ya estaba esperando otra y no había ni tiempo para descansar, ya que todo el mundo quería tener su pedido lo antes posible. Aquel trajín era de locos.
Javier, en cierto modo, agradeció aquel ritmo frenético en las entregas ya que así tenía menos tiempo para pensar en todo lo relacionado con el asunto de Sofía. Era difícil quitarse de la cabeza lo que había escuchado y cada segundo que tenía libre, su mente se dirigía sin remedio hacia su amiga y lo terrible de la situación.
Durante unos días pudo ocultar su estado de ánimo a todos los demás, pero poco a poco la preocupación se fue apoderando de él. Pasó a estar muy despistado y a cometer muchos errores inusuales en su persona, hechos que no pasó por alto Isabel. Estuvo observando a su hijo y concluyó que aquello no era normal. El chico siempre había sido responsable y muy eficaz, pero de un tiempo a esa parte la aptitud de Javier había cambiado por completo. Ahora contestaba siempre en tono de enfado a cualquier pregunta que le hicieran, parecía tener la cabeza en algún lugar distante del que no encontraba salida, hacía las cosas por automatismo y parecía querer estar solo todo el tiempo que le fuera posible. Además Isabel notó que muchas de las veces en las que su hijo salía de aquella soledad que se auto imponía, sus ojos declaraban que había estado llorando. La panadera temía que su hijo tuviera algún problema y que no fuera capaz de contárselo. Siempre había sido muy reservado, pero nunca hasta esos extremos.
Así que una mañana después de cerrar para comer, y mientras los dos se dirigían a casa, Isabel no pudo evitar sacar el tema que la llevaba preocupando desde hacía días.
—¿Te pasa algo, Javier?
El chico caminaba junto a su madre ajeno a todo lo que le sucedía alrededor; tenía sus propias cosas en qué pensar. Isabel, ante la falta de contestación por parte de su hijo, se plantó delante de él cortándole el paso y con mirada furiosa le dijo:
—Pero bueno, ¿se puede saber qué te pasa?
Javier se paró en seco y se sorprendió del gesto que conservaba el rostro de su madre. Había rabia contenida en aquella cara, pero a la vez había preocupación y ansiedad.
—No me pasa nada, mamá —contestó con tono cansino.
—¿Cómo que no te pasa nada? Pero, ¿tú te has visto últimamente? Andas solo todo el tiempo, contestas como un mohíno y no quieres hablar con nadie. Tú no eras así, hijo. Algo te tiene que estar pasando.
Javier siempre había sido una persona muy callada con respecto a sus temas personales. La desgracia de no haber tenido ningún hermano le había hecho ser prudente casi en extremo. No le gustaba tener que dar explicaciones a nadie de lo que hacía ni de lo que sentía, pero se daba cuenta de que en ese momento estaba acorralado ante su propia madre.
—Que no me pasa nada, mamá —volvió a decir arrastrando las palabras—. No te preocupes. Simplemente estoy triste, debe de ser por estas fechas… pero se me pasará, ya lo verás.
La explicación no convenció a Isabel, pero se apartó y ambos siguieron su camino en silencio hasta su casa. No era oportuno montar una escena en medio de la calle.
Al llegar al portal la sufrida madre volvió a retomar el tema con estas palabras:
—Mira Javier, tú podrás creer que me engañas pero yo soy tu madre y a mí no me la das. Sé que te pasa algo y sé que no me lo quieres contar. No voy a obligarte a decirme nada si no quieres, pero espero que sepas que si necesitas ayuda me la puedes pedir. A lo mejor tú piensas que lo que te ocurre es más grave de lo que realmente es y quizá si me lo contaras podríamos solucionarlo juntos. Sabes que siempre me has tenido para lo que has querido y necesitado. No me gusta verte triste y mucho menos que no me dejes ayudarte.
Javier guardó silencio. No podía contarle a su madre lo que le pasaba; al menos no en ese momento. Primero tenía que ordenar su cabeza y saber cómo actuar ante lo que se le había venido encima sin darse cuenta. Posiblemente su madre podría escucharlo y entenderlo, pero no podría ayudarlo porque en esas circunstancias ni Dios podía hacerlo.
Cuando entraron en casa, el chico se dirigió directamente hacia su habitación donde se encerró ante la desesperación de Isabel, que prefirió dedicarse a hacer la comida antes que volver a tener un nuevo monólogo inútil con su hijo. Le dejó sólo; quizá fuera lo mejor…
Javier lloró en su cama una vez más por Sofía. No encontraba ninguna cosa que poder hacer para ayudarla. Él, que pretendía ser su mejor amigo, no era capaz de encontrar una solución al sufrimiento de aquella niña de ojos color miel que le tenía totalmente conquistado. Cerró los ojos con fuerza y trató de imaginarse la escena que su amiga le había contado: Sofía y el italiano en el estudio de Roma. Aquella imagen le helaba la sangre y le provocaba una ira descomunal. Hubiera dado lo que fuera por haber estado juntos a ella en aquellos terribles instantes y haber podido proteger a su princesa. Un caballero que se preciara debería haber estado allí para salvarla… pero él no era un buen caballero, ni siquiera era un buen amigo. Ahora su princesa sufría y él no sabía qué hacer para poder evitarlo.
Así pasó el tiempo que su madre tardó en preparar la comida. Unos golpes en la puerta y la voz de Isabel llamándolo para comer le devolvieron a su habitación nuevamente. Últimamente daba igual lo que hubiera de comer, puesto que Javier se pasaba todo el tiempo dando vueltas a su tenedor alrededor del plato que tuviera enfrente. Isabel se esforzaba por hacer comidas que a Javier le gustaran para intentar que el chico comiera algo más, pero era inútil. Su hijo cada vez comía menos e Isabel temía que al final enfermara por su absurda cabezonería.
La comida fue silenciosa, cosa que el chico agradeció enormemente. No estaba de humor para tener que volver a decir que no le pasaba nada. No obstante, Isabel no le quitaba ojo y comprobó que otra vez su hijo iba a pasar un nuevo día sin comer apenas nada. Pero no le dijo nada.
Terminada la comida Javier ayudó a recoger los platos, como de costumbre, y se puso a leer el periódico para distraerse un rato. Pero leer también era harto complicado en las últimas fechas, dadas las circunstancias. De hecho, cualquier acto que requiriera un mínimo de concentración era imposible de realizar para él. Toda su mente y todo su ser estaban en un sitio concreto de la inmensidad del Universo: estaban junto a su amiga Sofía.
Y de repente Javier sintió una necesidad extrema. Un deseo de hacer algo que no podía esperar. Se levantó como un resorte del sillón que ocupaba en el salón y se dirigió hacia el armario que tenía enfrente suyo.
—¿Dónde vas, hijo? —preguntó Joaquín extrañado.
El chico siguió su camino y mientras descolgaba el teléfono dijo sin hacer demasiado caso a su padre:
—Voy a llamar a Sofía… para… para ver cómo está.
—¿Es que está enferma? —curioseó el hombre.
De los nervios que tenía, Javier tuvo que marcar tres veces el número de su amiga, ya que en las dos primeras ocasiones una voz cansina le informaba de que el número que había marcado no existía. Pero a la tercera fue la vencida y tras varios segundos empezó a escuchar los tonos típicos de una llamada. Esperar a que Sofía cogiera la llamada era una tortura. Pasaron varios segundos hasta que por fin escuchó la dulce voz de su princesa que preguntaba:
—Dígame.
Esa era la voz que esperaba escuchar y en cierto modo le alivió escucharla. La sintió cerca, pero necesitaba tenerla mucho más.
—¿Diga? —repitió la niña en tono nervioso.
—Hola… Sofía… soy yo…
La voz de Javier era muy insegura. Su primer arrebato había sido llamar a su amiga, pero ni siquiera había pensado lo que iba a decirla. Lo había hecho sin más, improvisando.
—Verás, te llamaba porque necesitaba verte —continuó el chico—. Y me preguntaba si te apetecería que nos fuéramos por ahí.
Durante unos segundos hubo un silencio en la línea. Javier temió que la comunicación con la sevillana se hubiera cortado y no se atrevió a articular ninguna palabra esperando que su sospecha no se hubiera hecho realidad.
—Pues claro que me apetece verte, Javier —sonó al fin la dulce voz de su princesa por el auricular—. Y si no te importa, me gustaría que fuera cuanto antes, ¿vale?
Joaquín asistió mudo a la conversación que su hijo mantenía con su amiga. Hacía que leía el periódico, pero no pudo evitar escuchar el diálogo telefónico que se estaba produciendo a escasos metros de donde él estaba sentado.
Javier y Sofía quedaron en verse esa misma tarde en el portal de la niña. No esperarían demasiado para reencontrarse, ya que ambos quedaron en prepararse lo antes posible. Javier se arreglaría un poco e iría a buscar a su princesa tardando sólo el tiempo imprescindible para realizar aquel trayecto de sobra conocido para él.
Las últimas palabras, antes de colgar el teléfono, de Sofía quedaron grabadas en la mente de su caballero:
—No tardes, Javier. Por favor.
Sin decir ni una sola palabra el chico se dirigió a su habitación para cambiarse de ropa. No le hacía ninguna gracia perder el tiempo en eso, ya que un solo segundo desperdiciado significaba un segundo menos de estar al lado de Sofía. Aunque reconocía que debía ir bien vestido ya que su amiga se merecía que su indumentaria fuera la más apropiada. Tras elegir los pantalones y la camisa se fue al baño para peinarse y echarse la colonia que tantas veces su madre le había recordado. Todo lo hizo muy rápido, mucho más de lo habitual en él, ya que no quería seguir malgastando un tiempo que se le antojaba vital.
Pasó como una exhalación por el salón y se despidió de su padre. Joaquín no se atrevió a objetar nada, ya que después de haber escuchado la conversación telefónica sabía que nada de lo que dijera serviría para que su hijo renunciara a salir al encuentro de su amiga.
Su última parada antes de salir de su casa fue la cocina. Allí estaba su madre terminando de fregar. Javier se dirigió a ella, la dio dos besos y la dijo que se marchaba a ver a Sofía. Isabel se quedó mirando de arriba abajo a su hijo y ante lo imprevisto de aquellas palabras, preguntó:
—¿Está bien? ¿La pasa algo?
La pregunta de su madre cogió a Javier ya en la puerta de la cocina. Se paró en seco y durante unos segundo evaluó en silencio la posibilidad de contarle a su madre la verdadera historia de lo que le estaba pasando. Ella jamás podría desearle ningún mal y seguro que le ayudaría a buscar una solución. Quizá no estaría de más que se enterara de lo que sucedía. Quizá los pudiera ayudar a los dos…
—Sí, sí… está bien. No te preocupes —dijo al fin lamentándose enormemente de mentir a su madre—. Es que dice que quiere verme para no sé qué historia… ya sabes, cosas nuestras.
—Bueno, bueno —contestó Isabel—. Pues dale un beso de mi parte.
Javier decidió dar por concluida la conversación para no perder más tiempo y se dirigió a toda velocidad hacia la calle en dirección al portal de su princesa.
A pesar de que iba abrigado no hubiera necesitado ningún tipo de suplemento a la camisa y los pantalones que vestía, ya que el ímpetu con el que recorría las calles le hacía mantener una temperatura corporal más que aceptable para esas fechas. Nunca había calculado el tiempo que tardaba en recorrer la distancia hasta la casa de Sofía, pero seguro que en ese viaje batiría cualquier récord anterior. Más que andar volaba por el asfalto de Madrid. Sus pies no acertaban a posarle en el suelo cuando volvían a reiniciar una nueva zancada. En varias ocasiones estuvo a punto de llevarse por delante a algún viandante y cruzó dos pasos de cebra sin ni siquiera mirar a los lados para comprobar si algún coche se dirigía hacia él. De todas formas no los hubiera visto, ya que andaba como un autómata programado sólo para llegar a su destino.
Cuando llegó al número tres de la calle Felipe IV, Sofía ya lo estaba esperando en el portal. Al verlo salió corriendo en dirección suya y lo abrazó muy fuerte mientras le decía:
—Gracias, Javier, gracias…
El chico también abrazó a su amiga y la dio varios besos en su cabeza mientras se impregnaba del olor a lilas que desprendía aquel cabello negro azabache.
—¿Qué tal estás, princesa? —la dijo mientras ambos seguían abrazados.
La niña se mantuvo aún unos segundos abrazada en silencio a Javier. La gustaba esa sensación de estar protegida por su caballero. Su mundo se paraba cada vez que estaba abrazada a él. En esos momentos no había problemas, no existía la tristeza; aquellos momentos sólo eran de ellos dos.
Lentamente se fueron separando y Javier notó en el rostro de su amiga algo de la luz que había perdido. Seguía estando guapa, para él siempre sería preciosa, pero todavía sus ojeras y sus ojos enrojecidos la delataban sobre unos días de sufrimiento que Javier intuía ya demasiado largos.
—Ahora que estás aquí, mucho mejor —contestó Sofía mientras le sonreía con dulzura—. He estado pensando mucho, ¿sabes? Sobre todo lo que me ha pasado… sobre mí… sobre nosotros…
—¿Por qué no damos un paseo y me lo cuentas? —dijo Javier ofreciéndole su mano.
La niña agradeció enormemente tanto la propuesta como el gesto y aceptó ambos de buena gana. Javier se sintió extraño: en muchas ocasiones se había imaginado como sería pasear cogido de la mano de su princesa. Lo había soñado muchas veces y ahora estaba viviéndolo de verdad; pero no en las circunstancias que él hubiera deseado. Consideró que quizá Sofía hiciera en esos momentos ciertas cosas condicionada por su situación y no porque realmente las sintiera. Debía tener cuidado de no hacerse demasiadas ilusiones, porque la caída podía ser muy dura si al final descubría que Sofía no sentía hacía él lo mismo que él sentía por ella…
De momento sería mejor hacer todo lo posible por ayudar a su amiga, ya habría tiempo de hablar y de dejar claras otros asuntos. Ahora cualquier acto era poco con tal de que la sevillana no se hundiera.
—He estado pensando mucho y creo que tengo que decírselo a mi padre cuanto antes —habló Sofía con tono triste—. Pero no sé cómo hacerlo porque me da mucho miedo. Mi padre lo pasó muy mal con la muerte de mi madre y sé que esto será un palo tremendo para él. Ojalá no hubiera pasado… ojalá esto fuera una pesadilla.
«Ojalá esto fuera una pesadilla», pensó también Javier.
Pero aquello no era una pesadilla.
Si lo hubiera sido, ya habría pasado el tiempo suficiente para haberse despertado una mañana y comprobar que todo era mentira.
Pero aquello no era mentira.
Todo era demasiado real y el rumbo de los acontecimientos seguía adelante sin que nadie pudiera frenarlo.
—¿Sabes una cosa? —dijo Javier con la vista en el otro extremo de la calle por la que caminaban—. Creo que es lo mejor que puedes hacer porque, como dijiste el otro día, más pronto o más tarde no vas a poder ocultarlo.
—Ya, pero es que no sé cómo hacerlo.
Javier apretó un poco la mano de su amiga mientras cruzaban una calle. Ahora se la iba a jugar. La respuesta a lo que iba plantearle a Sofía podría hacer depender lo que sucediera entre los dos en los próximos días.
—Bueno… si tú quieres… —empezó a decir—. Si tú quieres y para que estás más tranquila yo te acompañaré cuando se lo digas, ¿vale?
Sofía, entonces, paró en seco su caminar y sin darle tiempo a reaccionar se abrazó a él y empezó a cubrirle de besos. Sonreía, con esa sonrisa tan bella, pero a la vez lloraba; aunque esta vez Javier creyó que era por el alivio que le habían transmitido sus palabras. Incluso llegó a pensar, por la expresión de su amiga, que quizá pudiera sentirse incluso un poco feliz.
—¿Harías eso por mí? —le preguntó mientras le agarraba la cara con la dos manos y se la acercaba a la suya hasta que sus narices estuvieron en contacto.
Javier le sonrío dulcemente y se perdió por unos segundos en los ojos color miel que tanta paz le daban al mirarlos. Para él, en ese momento, no existía nadie más que Sofía. El mundo volvía a estar parado sólo para ellos dos.
—¿Acaso tú me lo preguntas, princesa? —le dijo en tono burlón.
Después, muy lentamente subió su rostro hasta que sus labios tocaron la nariz de su amiga y acto seguido la dio un beso que a ambos les supo a gloria.
—Pues claro que haría eso por ti. Haría eso y mucho más —continuó diciendo mientras se separaba de la niña y la volvía a ofrecer su mano—. Ya sabes que te dije que siempre me tendrías para lo que me necesitaras y ahora es un buen momento para demostrarte que mi promesa no era sólo palabras vacías que se lleva el viento. Lo que tenemos que preparar es el modo en el que se lo diremos a tu padre, porque me temo que no va a ser fácil que lo acepte.
Pero la niña ya no escuchaba nada. Estaba exultante después de que su caballero se hubiera ofrecido a estar a su lado en aquel momento tan delicado de su vida. Volvió a tomar la mano ofrecida por Javier y ambos caminaron hasta un parque cercano donde se sentaron a descansar.
Javier miraba a Sofía, que observaba ausente el horizonte del parque. En cierto modo le provocaba pena contemplarla ahí como si no le sucediera nada sabiendo que en su interior portaba una nueva vida. Era injusto que tuviera que pasar por aquello; pero nadie había dicho que la vida fuera justa.
Javier se extrañó de que la niña guardara silencio durante tanto tiempo seguido. Habían pasado varios minutos desde que se habían sentado en el banco, donde ahora estaban, y ninguno de los dos había dicho nada. Sofía seguía mirando fija hacia un punto indeterminando del parque. Intrigado siguió la dirección que marcaban los ojos color miel de la andaluza y descubrió que a cierta distancia un barquillero recorría la extensión del parque. Y no se lo pensó dos veces: se levantó como un resorte de su asiento y se encaminó hacia el hombre de los dulces después de decirle a su princesa:
—Espérame aquí un segundo. Y no te muevas.
La niña adivinó las intenciones de su caballero rápidamente. Le conocía muy bien, igual que él a ella. Intentó replicarle y encontrar una excusa para que no lo hiciera, pero cuando quiso reaccionar Javier ya estaba lo suficientemente lejos como para no escucharla. Sofía pensó que era un cabezón, pero en el fondo sonrió ante esos ataques de locura que a ella la encantaban y que la hacían reír siempre en los momentos en los que más lo necesitaba.
Javier tuvo poco que negociar con el barquillero. Le contó que quería comprarle los barquillos para una amiga que lo estaba pasando mal y el hombre aceptó que sólo le pagara tres de los cuatro que le entregó. El barquillero era un hombre ya mayor y se vio reflejado en Javier cuando esté le confesó para quién eran los barquillos que quería. De joven él también tuvo un amor al que quiso como a nadie en su vida. Ella pertenecía a una familia rica y sus padres nunca aceptaron la relación de ambos ya que él era hijo de un albañil. Una tarde en la que los dos habían quedado para verse ella no apareció. Pasaron los días y nunca volvió a saber nada de su amor y ahora, a su edad, aún seguía preguntándose dónde estaría aquella chica rubia que le robó el corazón hacía cuarenta y siete años y no que nunca más volvió a ver.
El chico volvió al banco en el que le esperaba Sofía con los barquillos como trofeo. Según se acercaba descubrió que su amiga le sonreía de manera dulce y tierna. Para él no existía en el mundo mejor regalo que ese: ver a Sofía sonreír. Eso le hacía sentirse muy orgulloso, ya que en parte se creía culpable de aquellos pequeños momentos de alegría de su princesa. Ojalá pudiera hacer que siempre fuera así, que esa sonrisa estuviera perpetua iluminando con su luz a todo el que tuviera el privilegio de poder conocer a aquella niña.
—Toma —le dijo sonriendo—. Esto es una sorpresa. Espero que te guste porque no me ha dado tiempo de envolvértela, pero da igual, ¿no?
Sofía recogió los barquillos que Javier la ofrecía y se puso a reír. Intuía que su amigo la iba a decir cualquier tontería, y no se equivocó. Ése era el tipo de cosas que la encantaban de Javier. Siempre sabía sacarla una sonrisa.
—¡¡Vaya, una sorpresa!!… ¿y para mí? —exclamó la niña haciendo una gran exageración al hablar—. Pues la verdad es que no me lo esperaba, pero un regalo siempre es bien recibido; y más si viene de alguien tan especial como tú.
Este comentario hizo que la cara de Javier se tiñera de color rojo ante la vergüenza que le provocaba escuchar eso. Hacía mucho que no le sucedía, ahora era más difícil que alguien le sacara los colores. Aunque no se había dado cuenta de que siempre habría una persona que con sus tiernas palabras le provocarían aquellas sensaciones tan bonitas materializadas en el color bermellón de su cara.
Tras unos segundos de silencio en el que los dos se comieron sus respectivos barquillos, ambos se fijaron en una pareja que jugaba con sus dos niños pequeños justo enfrente de donde ellos estaban sentados. Los dos chicos, sin haberlo preparado, pensaron en lo mismo a la vez: se imaginaron que aquella pareja que tenían delante eran ellos mismos con unos cuantos años más. Ambos se regocijaron pensando que serían muy felices juntos jugando con sus hijos. Pero ninguno de los dos dijo nada al otro.
—¿Por qué haces esto, Javier? —preguntó de repente Sofía mientras se terminaba el segundo barquillo.
Al chico le pilló por sorpresa la pregunta, ya que todavía estaba mirando embobado a la pareja con los niños. El comía más lento que su amiga y aún le quedaba medio barquillo por terminar. Tosió exageradamente para intentar ganar tiempo en buscar una respuesta. Miró a su princesa y comprobó que ésta lo observaba con una expresión que revelaba el deseo que tenía de escuchar una respuesta de sus labios. El chico decidió que era hora de volver a dejar otra de sus perlas a Sofía. Sonriendo a la niña que tenía al lado, estiró su mano derecha y la puso sobre la tripa de su amiga. Sofía se extrañó por el gesto de su amigo, ya que no se esperaba aquella reacción y menos de su amigo. Viendo la expresión de la cara de Sofía, Javier sonrió aún más y la guiñó un ojo mientras las decía:
—Pues el caso es que hace tiempo leí en un periódico un estudio de unos científicos muy importantes que decía que los barquillos son muy buenos para las mujeres embarazadas y para sus bebés…
Acto seguido los dos se rieron con ganas ante la ocurrencia del chico. Sofía lo abrazó y tras darle dos sonoros besos en la mejilla, le dijo:
—Mira que eres tonto. Pero gracias, mil gracias por todo. Eres genial, ¿sabes?
La sevillana sintió que aquellos momentos de alegría hacía tiempo que no los sentía. Aún estando en la situación que se encontraba podía decir sin ánimo de equivocarse que era feliz. Y tenía muy claro que el culpable de que ella estuviera así era Javier. ¿Qué habría sido de ella si no le hubiera tenido a su lado en aquellos momentos?
Siempre estaría en deuda con él, toda una vida no la sería suficiente para agradecerle aquellos momentos que la dedicaba en exclusiva y que le hacían sentirse en la gloria.
Al final el medio barquillo que le quedaba a Javier se lo terminó comiendo ella. El chico la convenció, en otra de sus bromas, de que ahora tenía que comer por dos personas y de que él se lo cedía al bebé con todo su cariño. Sofía aceptó y aquel dulce la supo más especial que el resto.
Mientras regresaban paseando, Javier vio en un jardín unas rosas que inexplicablemente seguían vivas a pesar de las temperaturas que últimamente había tenido que soportar la ciudad de Madrid. Y ni corto ni perezoso saltó la valla que formaba el aligustre alrededor de ellas y se dirigió hacia las flores ante la mirada sorprendida de Sofía. Y cortó una de cada color: blanca, amarilla y roja; y, por supuesto como era de esperar, se pinchó con alguna espina ya que tuvo que realizar la operación muy deprisa para que nadie le descubriera.
Cuando se las entregó a Sofía, ésta lo seguía mirando con una expresión mezcla de admiración, sorpresa, miedo e incredulidad.
—Esta es otra sorpresa. Espero que no te importe que tampoco haya podido envolvértelas, pero es que llevaba un poco de prisa, ¿sabes?
Y ambos volvieron a reírse con ganas. La niña cogió con mucho cuidado los tallos de las rosas y las olió para impregnarse de aquel aroma tan especial que despedían las flores que le acababa de regalar su caballero. Era la primera vez que alguien la regalaba flores, excepción hecha de su padre, y se sintió muy feliz de que fuera Javier quien lo hubiera hecho.
—Estás loco, ¿sabes? —comentó Sofía con su típico acento sevillano mientras admiraba su segundo regalo de la tarde—. ¿Y si te hubieran pillado?
Javier se la quedó mirando con cara de bobo y contestó de la manera más natural que supo:
—Si me hubieran pillado les hubiera dicho que las flores eran para ti; que era un antojo que tenías. Ya sabes que la gente siempre le tiene mucho respeto a los antojos de las embarazadas… Y bien pensado, en parte mi excusa tendría algo de verdad, ¿no?
Durante el resto del paseo las flores fueron el tesoro de Sofía.
Sin darse cuenta ambos caminaron cogidos de la mano otra vez. Ese gesto inocente hacía que ambos se sintieran más unidos. No habían reparado en ello y aunque lo hubieran hecho ninguno hubiera soltado la mano del otro. Aquella conexión les hacía felices a los dos y ambos sabían que debían aprovechar esos segundos de bienestar que pronto se verían reducidos debido a las circunstancias que los rodeaban.
Caminaron unos minutos embelesados en el paisaje que se les presentaba ante sus ojos. Se cruzaron con gente, que como ellos paseaban por Madrid; todos con sus propias vidas y con sus propios problemas.
De repente Sofía se soltó de la mano de Javier. Su gesto no fue premeditado, más bien surgió del hecho de querer ponerse delante de su amigo para cortarle el paso en su caminar; gesto que ya había utilizado muchas veces antes. Javier la miró en silencio y descubrió que su rostro ahora estaba más serio que hacia unos minutos. Con las flores en la mano parecía una muñeca de esas que las niñas coleccionaban; sólo que ella era más bonita que cualquier pieza única e irrepetible. De todas formas el chico intuyó que su princesa quería decirle algo importante, y no se equivocó.
—Se me ha ocurrido una idea.
—Soy todo oídos.
Entonces Sofía cogió las manos de Javier y bajó la cabeza para decir mientras miraba al suelo:
—He pensado que voy a decirle a mi padre que te he invitado a merendar uno de estos días. Así cuando estés conmigo le diré que estoy embarazada. Me va a resultar muy difícil hacerlo, pero sé que si tú estás a mi lado será más fácil. ¿Quieres?
« ¿Cómo no voy a querer? », pensó Javier.
Lo cierto es que la situación lo incomodaba bastante. Le preocupaba demasiado la reacción que tuviera Rafael Olmedo ante el anuncio de su hija de que estaba embarazada; y lo que era peor: ¿cómo se tomaría que su futuro nieto fuera fruto de una violación? Seguro que terminaría por preguntar quién era el padre y Sofía tendría que confesarle que era aquel bastardo italiano con el que había negociado los contratos de la editorial. Aquello se daba cuenta de que era un gran lío y él estaba en todo el medio; pero algo tenía muy claro: no abandonaría a Sofía bajo ningún concepto. Mantendría el juramento que se había hecho y estaría a su lado pasara lo que pasara.
—Claro que quiero. Eso no deberías ni siquiera habérmelo preguntado. Si tú te sientes más cómoda, allí estaré contigo.
La niña alzó la cabeza y miró a su caballero a los ojos. Javier sintió una especie de mareo al perderse en aquellas pupilas color miel. La cara de Sofía reflejaba el agradecimiento eterno que sentía en lo más hondo de su ser por todo lo que su amigo estaba haciendo por ella. Cada segundo que pasaba estaba más convencida de que había hecho bien al contárselo sólo a él. Sólo él la había escuchado desde el principio y sólo él había hecho todo lo posible por ayudarla. Para ella era mucho más que un amigo, aunque las circunstancias no fueran las más idóneas para confesarle lo que realmente sentía su joven corazón sevillano.
—Vale. Pues entonces, si a ti te parece bien, se los diremos pasado mañana.
La cara que puso Javier fue todo un poema. Dos días. Tenían sólo dos días para preparar la manera de dar una noticia del calibre de lo que ambos sabían al padre de Sofía. Era poco tiempo, demasiado poco para encontrar las palabras justas para este caso.
Sofía reconociendo en el rostro de Javier la angustia que le había producido el plazo que ella le acababa de sugerir, intentó buscar una buena excusa para convencerlo:
—Pasado mañana es viernes y mi padre sólo trabaja hasta la hora de comer. Si no, cualquier otro día tendríamos que decírselo muy tarde y yo no puedo dejar que pasen demasiados días.
Esta vez la niña había hablado en tono de tristeza y mientras lo hacía había pasado sus manos por su incipiente tripa.
—De acuerdo entonces, princesa. Pasado mañana se lo diremos. Ahora procura estar tranquila que ya verás como todo sale bien —reaccionó rápido Javier.
La verdad era que no estaba muy convencido de sus propias palabras, pero levantar el ánimo de su amiga era lo primero. La situación ya era bastante complicada como para hacerla aún más.
Sofía no pudo reprimir por más tiempo la alegría que le provocaban la presencia y la ayuda de Javier. Sin más palabras le lanzó sobre su amigo y lo abrazó tan fuerte que el chico se sorprendió de la fuerza de su princesa.
Javier empezó a reírse de forma nerviosa y dijo:
—Pero bueno, ¿y esto?
La niña liberó a su amigo del abrazo al que le estaba sometiendo y pasó sus manos por el rostro de aquel chico que tanta tristeza le estaba aliviando. Durante unos segundos ambos se miraron al fondo de sus ojos sin decir nada, y los dos se sintieron nuevamente unidos por un sentimiento mucho más fuerte que la amistad.
—¿Y tú me lo preguntas? —comenzó a hablar Sofía mientras seguía sin apartar su mirada de los ojos nerviosos de Javier—. Esto es por ser como eres. Por estar siempre a mi lado. Por ayudarme en todo lo que necesito. Por ser tan bueno conmigo.
Por no ponerme nunca una mala cara. Por ser mi mejor amigo. Tú te mereces mucho más, pero yo ahora sólo te lo puedo agradecer de esta manera.
Los ojos de Javier empezaron a notar el significado de las palabras de Sofía y, poco a poco, sus párpados dejaron escapar dos lágrimas que resbalaron muy lentamente por su rostro camino del suelo que sujetaba sus pies.
Sofía auxilió rápidamente a su caballero y con sus manos limpió la cara de su amigo con mucha delicadeza.
—Pero no llores, Javier —dijo—. Si te digo esto es porque lo siento. Eres una persona maravillosa y yo no podría haber encontrado un amigo mejor en toda mi vida. Lo que tú has hecho por mí desde que nos conocemos no lo habría hecho nadie más. Sigues sin creerme, pero eres una persona muy especial. Algún día te darás cuenta de lo que te digo y tendrás que darme la razón.
—No digas eso, princesa —contestó Javier—. Cualquiera hubiera hecho todo eso por ti, porque la que es especial eres tú. No sé si te has dado cuenta, pero tú desprendes cariño y dulzura por donde quieras que vas. Por como tú eres, es casi imposible no quererte. Estoy seguro de que todo el que tiene la suerte de conocerte un poco termina por adorarte… y mucho. No quiero que olvides nunca que eres la persona más importante de este mundo y que no habrá nada que yo pueda hacer para agradecerte todo lo que tú me has dado en este tiempo.
Los dos chicos quedaron en silencio asimilando lo que ambos se habían dicho. Verdades que sentían, pero no toda la verdad. Seguían guardándose sus emociones más ocultas por vergüenza… además ahora sentían que la situación no era la más idónea más revelarse aquellos sentimientos que guardaban en sus corazones, aunque quizá los hubiera servido para sobrellevar mejor su condena.
—Gracias, Javier. Gracias por todo. Nunca me faltes… nunca.
Y acto seguido Javier le dio dos sonoros besos en la frente mientras la decía en un susurro:
—Nunca… te lo juro.
—Entonces quedamos el viernes a las cinco en mi casa, ¿vale?
—Allí estaré, princesa…
* * *
La mañana del jueves se planteó más ajetreada de lo que en principio se podía imaginar. La panadería había ido aumentando en ventas progresivamente desde que la gente había conocido las delicias que se vendían en la bollería. La decisión de ampliar el negocio había sido todo un acierto de la familia Torres. Excepción hecha del robo, el cual seguía sin aclararse, la verdad es que desde ni Joaquín ni Isabel podían quejarse de la marcha de la tienda. Los primeros temores sobre la rentabilidad de aumentar el negocio habían sido borrados por los resultados que habían llegado antes incluso de lo que se esperaban.
Cuando Javier llegó a la tienda se encontró con una desagradable sorpresa. Su madre le comunicó que no había demasiados encargos y que como Eduardo seguía quejándose porque le mandaban los más difíciles, esa mañana le acompañaría para enseñarle los sitios donde debían hacerse algunas de las entregas. En las últimas semanas el primo se había perdido varias veces en sus viajes y sus entradas en la panadería cuando había regresado siempre habían venido acompañadas de gritos furiosos.
La idea de acompañar a Eduardo toda la mañana era lo último que deseaba Javier. Isabel le comentó que podía aprovechar para demostrarle a su primo que era mucho más inteligente que él. Debía demostrarle que algo tan fácil como recordar las calles de Madrid no necesitaba de una preparación especial.
A regañadientes Javier tuvo que aceptar. No le quedaba otro remedio. Además así podría jactarse de la ignorancia de Eduardo, y eso le hacía sentirse bien. La oportunidad de devolverle a su primo las mofas que éste le había infringido durante mucho tiempo hizo que Javier se planteara aquella mañana como el momento de hacer pagar a Eduardo toda su altanería.
Tras recoger los productos que debían entregar y las direcciones donde debían hacerlo, los dos primos se pusieron en camino para llevar al primer destino el encargo pertinente. Durante unos minutos ambos caminaron por las calles sin decirse nada. A Eduardo tampoco le hizo mucha gracias el saber que su primo le iba a acompañar aquella mañana, y mucho menos sabiendo que era su propia torpeza la que lo había provocado. Se sintió dolido porque el hecho dejaba bien claro que sus tíos no confiaban en que pudiera hacer su tarea él sólo, e indirectamente así le estaban llamando inútil. Debía hacer caso a Javier y atender a todo lo que éste le enseñara, le había dicho su madre. Pero Eduardo no soportaba la idea de tener que obedecer a su primo. Y menos últimamente que había notado como cada vez que se cruzaba con él, éste le observaba con un odio inmenso reflejado en su rostro. Apenas se dirigían la palabra y era prácticamente imposible que los dos estuvieran juntos en un espacio cerrado más del tiempo justo para que alguno de los dos desapareciera rápidamente con alguna absurda excusa.
Javier tampoco tenía ninguna gana de hablar con su primo. Desde que había comprendido lo que realmente había sucedido en la habitación de su abuela veía a Eduardo como un ladrón. Para él era un ser despreciable y encima todavía sobrevolaba en su mente la creencia de que la persona que caminaba a su lado no era del todo ajena al robo en la panadería. Le daba asco tener que estar cerca de él. Cuando lo miraba sólo veía a un vulgar chorizo que tenía que hacer esas cosas para fanfarronear delante de sus amigos, que eran aún peor que él ya que simplemente le reían las gracias por el miedo que tenían a que Eduardo se vengara de ellos si no le aumentaban el ego con su peloteo.
Definitivamente Eduardo era un desgraciado.
—Podías ir un poco más despacio, ¿sabes? —comentó enfadado Eduardo—. Yo no conozco estos sitios como tú y se supone que has venido conmigo para enseñarme.
Javier siguió a su ritmo sin decir nada. Había escuchado perfectamente a su primo, pero no quería darle el gusto de recibir una contestación de disculpa. Ahora era él quien tenía la sartén por el mango y le gustaba esa sensación.
—¿Me has oído, chaval? —gritó Eduardo—. Que vayas más despacio, que no me estoy enterando por dónde vamos.
Entonces Javier paró en saco sus pasos, se giró sobre sí mismo y con una expresión de indiferencia dijo:
—Lo siento, pero yo no tengo la culpa de que seas tan inútil en orientación geográfica. Este recorrido lo podría aprender hasta un niño…
Y acto seguido retomó su caminar hacia su destino. Eduardo se tragó su soberbia y su desesperación ante el hecho de tener que reconocer que si no seguía a Javier se volvería a perder otra vez. Así que corrió para ponerse a la altura de su primo y ambos continuaron toda la mañana sin hablarse.
Tras entregar el primer pedido en casa de una pareja de ancianos, Javier y Eduardo volvieron a tener otra discusión.
—Deberías haberme dado a mí el dinero —recriminó Eduardo cuando ambos estaban ya en la calle.
Una vez más obtuvo silencio como única respuesta. Javier sabía que esto enervaba en sobremanera a su primo y más aposta le hacía sufrir negándole una respuesta. Aquella mañana se estaba tomando cumplida venganza por todo lo que había tenido que soportar en el pasado. Aunque no lo miraba, Javier sabía que Eduardo debía estar a punto de estallar de ira. La indiferencia era lo que más enojaba a su primo y él estaba explotando ese arma todo lo que podía.
—No me gusta nada que no me hagas caso cuando te hablo, ¿sabes? —dijo Eduardo plantándose delante de Javier y cortándole el paso.
—Y a mí no me gusta nada escuchar tonterías —contestó Javier molesto—. Ya sabes lo que ha dicho mi padre: el dinero lo llevo yo. Tú sólo vienes para conocer la ruta y los sitios donde vendrás tú solo a partir de mañana. Así que limítate a estar atento y cerrar la boca, que ya tengo bastantes problemas como para tener que aguantarte.
Las palabras de Javier pillaron desprevenido a Eduardo. Nadie osaba a contestarle de esa manera, ni siquiera su madre.
—A ti te pasa algo conmigo.
—Sí, que no te soporto —contesto Javier—. Que me das asco.
Y sin decir nada más siguieron camino de la segunda entrega.
Terminaron de hacer todos los repartos antes de lo previsto ya que Javier era un gran conocedor de las calles de Madrid y sabía coger atajos que le permitieran hacer su trabajo de la manera más rápida. Eduardo tuvo que reconocer, para sus adentros, que si hubiera tenido que hacerlos él solo hubiera tardado varios días y, en el fondo, admiró secretamente a su primo.
Mientras regresaban a la panadería la tensión entre ambos se hacía patente cada segundo que pasaba. No se hablaban y Javier utilizó para regresar un camino muy distinto del que hubiera sido más fácil para llegar hasta la tienda. Muy en el fondo albergaba la esperanza de perder en alguna esquina a Eduardo y no tener que soportar su estúpida cara a su lado.
—Todavía no me has dicho si esa amiga tuya es tu novia —dijo de repente Eduardo.
—Eso a ti no te importa —contestó secamente Javier.
Eduardo había encontrado la manera de fastidiar a Javier. Llevaba toda la mañana intentando devolverle a su primo lo que le estaba haciendo pasar y parecía que ese era el hilo del que debía tirar si quería alterarlo.
—Claro que me importa. Más de lo que tú te crees. Esa chica es muy guapa, ¿sabes? Y sería una pena que perdiera el tiempo con alguien que no se merece.
—Ella es inteligente y sabrá elegir a quien más la convenga.
—Eso espero, aunque a lo mejor algo de ayuda a la hora de decidirse no la vendría mal —dijo Eduardo con toda su maldad.
Javier continuó andando sin prestar mayor atención a lo que acababa de escuchar. Sabía, sin lugar a dudas, que lo estaba provocando adrede y no quiso entrar en su juego. Se limitó a callar.
—Estoy pensando que me la podías presentar —volvió a hablar Eduardo—. Como, según tú, no es tu novia no creo que te importe que la conozca, ¿no?
Javier suspiró hondo. Cada vez tenía que esforzarse más para no volverse y darle un puñetazo a su primo. No entendía como alguien podía disfrutar tanto haciendo de sufrir a los demás. Aquella diversión le parecía absurda, pero en su primo tenía la prueba de que existía gente que sin vida propia se dedicaba a fastidiar a los demás. Qué tristes eran esas personas, y qué mala suerte era tener una de ellas en su propia familia.
—No creo que a ella le gustara la idea de conocerte.
Eduardo soltó una carcajada forzada y su cara mostró toda la hipocresía que contenía aquel chico.
—¿Y se puede saber por qué estás tan seguro de que no le gustaría conocerme?
—Por que como te he dicho antes ella es inteligente —contestó Javier con indiferencia—. Además tú mismo has dicho que sería una pena que perdiera el tiempo con alguien que no se merece. Así que estoy seguro de que no querría conocerte.
Aquella contestación le dolió a Eduardo en lo más profundo de su ser. Su intención de provocar a Javier no estaba resultando del todo efectiva. Más bien era él quien parecía ir perdiendo a los puntos en ese combate dialéctico. Tenía que hacer algo para no quedar nuevamente el ridículo esa mañana.
—A lo mejor es que tienes miedo de que te la pudiera quitar.
Javier miró con desprecio y lástima a su primo. Era patético ver como Eduardo intentaba enojarle con cualquier excusa absurda.
—Me parece que a ti te ha afectado un poco el sol que te ha dado en la cabeza esta mañana —dijo Javier displicente.
—Estoy seguro de que si esa chica pasara una sola tarde conmigo iba a saber lo que es un hombre de verdad y se olvidaría de ti para siempre. Yo sé lo que quieren las chicas como ella y no me costaría nada dárselo para demostrarte a ti que eres un imbécil.
Y en ese preciso instante la paciencia de Javier se desbordó. Aquella gota había colmado su vaso y ahora el agua se había derramado como un río desbordado. Todo el enfado que había estado conteniendo durante la mañana se concentró en ese momento e hizo que el chico hiciera algo que jamás había hecho.
Sin mediar palabra se dio la vuelta y con la cara desencajada recorrió los dos pasos que le separaban de su primo, que aún lo miraba con la mirada de superioridad con que miraba a todo el mundo. Tomó de la pechera de la camisa a Eduardo y con una fuerza inusitada lo estrelló contra la pared de un edificio que tenía a su derecha. A Eduardo le cogió por sorpresa la reacción de su primo y se preocupó cuando éste acercó su cara a la suya y le dijo casi en un susurro, pero lo suficientemente alto como para que lo escuchara:
—Mira, pedazo de capullo. Si tocas un solo pelo a Sofía te mato, ¿me has oído?, te mato. Me va a dar igual que seas mi primo, porque no vas a tener sitio donde esconderte. ¿Me estoy explicando con suficiente claridad? Si la haces algo soy capaz de sacarte la piel a tiras. Estoy harto de ti. Harto de tu chulería. Harto de que nos mires a todos por encima del hombro y te creas que puedes hacer lo que quieras. Estoy harto de ver tu cara en la tienda de mis padres. Y, créeme, desde que trabajas en la panadería estoy deseando que me des una sola razón para destrozarte esa estúpida cara que tienes… Y sabes por qué…
Eduardo negó con la cabeza. Se sentía asustado por la situación en la que se encontraba. Jamás ninguna de las victimas de sus pesadas bromas se había tomado la justicia por su mano como lo estaba haciendo su primo. Aquello era nuevo para él. Nunca había estado en ese lado de la historia, siempre había sido él quien intimidaba a los demás y no al contrario. Además la expresión del rostro de Javier era más que inquietante. En ese estado podía hacer cualquier cosa; cualquier locura.
—Estoy tan harto de ti porque después de muchos años me he dado cuenta de que eres una mala persona —continuó Javier—. Hace poco descubrí lo que estabas haciendo en la habitación de la abuela aquel día que jugamos al escondite y sé que algo tienes que ver con el robo de la panadería, así que si no quieres que todo el mundo sepa la clase de persona que eres, más te valdría no hacer ninguna tontería, ¿estamos?
Y acto seguido descargo un puñetazo en la pared del edificio que rozó el rostro de su primo. El simple aire que proyectó la mano de Javier hizo que Eduardo cerrara los ojos a modo de defensa.
Tras esto Eduardo logró liberarse del acoso al que había estado sometido e intentó recuperar la normalidad en su respiración tras varios segundos en los que la tos, producto del nerviosismo que tenía, le había provocado el cambio de color en su rostro. Después miró a Javier con una mezcla de odio y miedo, pero no dijo nada. No se atrevía a rebatirle nada. Su primo sabía demasiadas cosas importantes y no dudaría en contárselas a quien fuera necesario. Era muy capaz de hacerlo. Quizá fuera mejor no seguir provocándolo por el momento. No era bueno tener un enemigo como él cerca; alguien que podía arruinar su vida si contara lo que sabía.
Por el contrario Javier se sintió muy bien después de haberle dejado las cosas claras a ese imbécil. Se lo estaba mereciendo y no se sentía culpable de las cosas que le había dicho. Sin lugar a dudas haría todo lo que había expresado si se diera el caso y ahora se había dado cuenta de que además disfrutaría haciéndolo. Se había sentido atacado en lo que más quería en este mundo y encima por la persona que más odiaba en su vida. Quizá la reacción fuera excesiva, pero en el fondo se la merecía. Desde ese momento Javier dejó claro a Eduardo que ya no era el niño que podía manejar de años atrás. A partir de ahora tendría que tener cuidado con él, ya que sabía muchas cosas…
El resto del camino hasta la panadería lo recorrieron en silencio. Ambos caminaban separados por algunos pasos de distancia. Javier delante, Eduardo detrás; cada uno pensando en sus cosas, y ninguno en el otro.
Al llegar a la panadería Javier entró por la puerta de siempre y se sintió satisfecho al comprobar que Eduardo se metía en la tienda por la puerta de la bollería. Ni siquiera quería entrar con él, debía de seguir acobardado por su anterior reacción. Sonrió para sus adentros al sentirse más fuerte después de lo que había acontecido minutos antes en la calle. De lo único que se arrepentía era de que el puñetazo que se habían llevado los ladrillos del edificio no hubiera terminado en el rostro de su primo; seguro que en esos momentos estaría recibiendo la bronca de sus padres y de su tía Rocío, pero era un precio que hubiera pagado con gusto con tal de ver a Eduardo con la cara hecha un cromo.
Al entrar en la panadería se encontró con una sorpresa agradable. Después de una mañana como la que había pasado en compañía de su primo, Javier se alegró de ver dos caras conocidas y de su propio bando. Al fondo de la tienda y pegados al mostrador estaban Antonio y Mónica hablando con su madre. Casi era la hora de comer, así que Javier dedujo que si estaban allí era porque le estaban esperando a él.
Al verlo llegar los dos amigos fueron a su encuentro y tras darle la mano a Antonio y dos besos a Mónica, los tres se retiraron a una esquina de la tienda.
—¿Qué tal estáis chicos? ¿Qué tal os va todo?
—Bien, ¿y tú? —preguntó Mónica.
—Pues reconozco que hoy no tengo un buen día, aunque también es verdad que últimamente no tengo un día bueno —contestó Javier.
Los tres se quedaron en silencio unos segundos. Isabel, al fondo de la tienda seguía la conversación de los amigos mientras disimulaba haciendo otras faenas cuando no atendía a los últimos clientes rezagados.
—Bueno, bueno, no te quejes tanto —dijo Antonio—. Que si vieras la que tengo yo montada en casa con las dichosas pruebas de la Guardia Civil. Resulta que ahora le ha dado a mi padre por decir que tengo que irme a correr todos los días para poder pasar las pruebas físicas, ¡¡como si yo lo necesitara!! Y para colmo, el poco tiempo que está en casa me machaca con preguntas para que le responda como actuaría yo en ciertos casos si fuera un agente. Dice que lo hace para que aprenda, pero cada vez que digo algo mal me cae una regañina que no veas. El otro día discutimos porque me dijo que era un vago y que así no llegaría nunca a nada. Hasta mi madre tuvo que calmarle de lo nervioso que se puso.
Javier se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos y asintió con la cabeza ligeramente. Debía ser muy difícil tener en casa a alguien como el padre de Antonio, que pensaba, de manera que casi rozaba el fanatismo, que la Guardia Civil era lo más alto a lo que podía aspirar un español. Y encima que quería que sus hijos siguieran sus pasos costara lo que costara.
—Pues yo no estoy mucho mejor —habló Mónica—. Las pruebas del conservatorio son muy duras y cada vez tengo que dedicarles más tiempo. La música me encanta, pero creo que el sacrificio que requiere no era lo que yo me esperaba. Y lo peor es que ahora no puedo dejarlo, porque no podría empezar a estudiar otra cosa y, sobre todo, porque a mis padres no les haría mucha gracia que abandonara algo que siempre he dicho que me encantaría estudiar.
Nuevamente el silencio se hizo protagonista de la conversación de los amigos. Al parecer todos tenían sus propios problemas. Nadie se salvaba de los caprichos del destino.
—Pues sí que estamos bien entonces —dijo Javier sonriendo forzadamente—. De todas formas me alegro de que hayáis venido. Hacía mucho que no nos veíamos y no está bien perder las buenas costumbres.
Esas palabras hicieron que tanto Antonio como Mónica sonrieran con una luz distinta en sus ojos. Javier se extrañó ante la reacción de sus dos amigos. Algo estaban tramando, seguro. Esas caras ya se las conocía bastante bien.
—Totalmente de acuerdo con lo de no perder las buenas costumbres, Javier —dijo Antonio.
—De hecho, por eso estamos aquí —concluyó Mónica.
Javier los miró a ambos con cara de bobo, ya que no entendía lo que sus amigos le querían decir. Estaba claro que estaban allí por él, pero la razón exacta se le escapaba.
—Mira, Antonio y yo hemos pensado que como hace mucho que no nos vemos podíamos quedar mañana para salir juntos y divertirnos un poco, que por lo visto falta nos hace a todos —aclaró Mónica.
—Claro, díselo a Sofía y así quedamos los cuatro —dijo Antonio entusiasmado.
—Por cierto, ¿cómo está Sofía? —preguntó Mónica—. Hace un montón que no hablo con ella. Creo que desde que se marchó a Italia…
Javier sintió una fuerte punzada en su corazón. No había sido un dolor natural; había sido un dolor por el recuerdo de su princesa por las palabras de su amiga. La melena rubia de Mónica relucía con los rayos de sol que traspasaban los cristales de la panadería. Ella y Antonio esperaban su contestación.
—Sofía también anda algo liada con sus cosas —fue lo primero que se le ocurrió en ese momento—. Ya sabéis que su padre quería que lo ayudara con lo de la editorial y ahora tiene que aprenderse todo muy rápido. Así que también muy liada.
—Pues perfecto —sentenció Antonio—. Otra a la que la vendrá muy bien salir y distraerse un poco. Entonces quedamos, ¿no?
Javier miró a sus dos amigos y vio en sus caras la esperanza de dos buenas personas. Sabía que lo que estaban haciendo lo hacían de corazón y le dolía en sobremanera tener que decepcionarles rechazando su oferta, pero el viernes ya lo tenía ocupado con una cita mucho más importante para el devenir de su vida. Antonio y Mónica no podían saber la verdad, al menos no de momento. Quizá todos juntos podrían ayudar mejor a Sofía, pero no podía revelar una cosa así a nadie sin haberlo consultado antes con la propia protagonista. No podía traicionar así la confianza que había depositado en él su princesa.
—Veréis… —titubeó al empezar a hablar—. Mañana ya tengo planes y no va a poder ser.
Mientras hablaba, Javier bajó la cabeza y miró al suelo. Le daba vergüenza tener que decir eso, sabiendo que no era mentira del todo pero que tampoco era la verdad absoluta. Sus amigos no se lo merecían.
—Venga hombre no te hagas de rogar —insistió Antonio—. Si nos lo vamos a pasar genial. Además seguro que Sofía también se anima. Y no sé por qué me da que si ella viene tú también vendrás.
Tras esto Antonio miró a Mónica y la guiñó un ojo de manera pícara para acentuar el efecto de sus palabras. Los dos chicos se rieron con ganas tras la ocurrencia de Antonio, ya que ambos sabían que lo que acababa de decir era tan cierto como que en esos momentos era de día. El único que no se rió fue Javier, que no le encontró la gracia al comentario de su amigo.
—De verdad que lo siento, pero es que no puede ser. Lo que tengo que hacer no lo puedo retrasar para otro día.
—Oye, no te habrás buscado otros amigos, ¿verdad? —preguntó Antonio borrando la sonrisa de su cara.
—Que no, que no es eso. Es que simplemente ya tengo otros planes —intentó disculparse Javier—. Si me lo hubierais dicho antes…
Y acto seguido comprobó los rostros decepcionados de sus dos amigos. Aquello le dolía a él más que a ellos, pero debía ser así. Ahora no lo entendían pero algún día, cuando supieran la verdad, seguro que lo perdonarían. Ellos eran amigos de verdad, buenas personas; sabrían entender lo que estaba pasando.
—Venga hombre, no seas así —suplicó Mónica—. Hemos pensado en quedar porque la mayoría están estudiando fuera y nosotros, que somos los que nos hemos quedado en Madrid, tampoco nos vemos. Anda, anímate.
Aquello estaba devorando por dentro a Javier. Esa invitación había llegado en el peor momento posible. Mira que había días y tenía que ser precisamente ése el que hubieran elegido sus dos amigos para proponerle quedar para divertirse. Precisamente eso era lo último que le apetecía en esos momentos después de lo que Sofía le había contado.
Suspiró hondo ante el mal rato que estaba pasando y sin levantar la vista del suelo dijo:
—A mí también me gustaría mucho quedar con vosotros algún día, pero es que mañana ya tengo un compromiso y no puedo faltar. De verdad que otro día lo hablamos y buscamos otra fecha. Pero, por favor, no os enfadéis.
Los dos amigos se extrañaron ante la reacción de Javier y comprendieron que no iban a conseguir nada aunque insistieran. Un buen amigo siempre debía estar al lado de otro si éste lo necesitaba, pero también debía saber cuando retirarse y dejar sola a la otra persona si por alguna razón su ayuda no era la más propicia. Aquel gesto también formaba parte de la amistad; de la verdadera amistad. Antonio y Mónica sabían que algo no iba bien, que a Javier le pasaba algo. Lo conocían lo suficiente.
—Vale, no vamos a insistir más —dijo Mónica—. Te tomamos la palabra y quedaremos otro día. Pero que sepas que no nos la das, sabemos que a ti te pasa algo porque tú no eres así y espero que no tenga que recordarte que somos tus amigos y que puedes contar con nosotros para lo que quieras.
La sorpresa se reflejó ahora en los rostros de los dos chicos.
Antonio escuchó a la chica y se asombró de lo directa que había sido en sus palabras. Era cierto que a él también se le había pasado por la mente la idea de que a Javier le debía estar sucediendo algo para que no quisiera quedar con ellos y, sobre todo, para que fuera capaz de negarse hablándoles a la cara. Pero Mónica había sido demasiado clara. A veces un amigo también debía ser duro.
Quien bien te quiere te hará llorar, decía un dicho popular.
Javier, por su parte, también se había sorprendido por las palabras que sin tapujos le había lanzado su amiga. Todo el mundo le notaba algo y parecían querer meterse en un lugar que estaba acotado para todos, excepto para él y para Sofía. No era necesario que se lo recordara: sabía que en Antonio y en Mónica siempre podría encontrar la ayuda que necesitara, pero no les podía contar la verdad.
—De verdad que lo siento —se intentó disculpar otra vez.
Ya era tarde, así que los tres se despidieron, no sin antes volver a recordarle a Javier que si necesitaba algo ya sabía donde los podía encontrar.
Javier agradeció la ayuda que sus dos amigos le ofrecían y antes de marcharse Antonio se volvió ya en la puerta de la panadería y dijo:
—Y que sepas que no se me olvidará que tenemos pendiente quedar otro día.
Javier vio con tristeza a través de los cristales como sus dos amigos se alejaban de la tienda camino de sus respectivas casas. Sabía que los había decepcionado, sabía que lo que acababa de hacer era difícil de reparar; pero se prometió que algún día recompensaría a sus amigos por lo que les acababa de hacer.
Con la cabeza hecha un auténtico lío, Javier suspiró hondo y se dio la vuelta para dirigirse a la trastienda. Pero al mirar hacia el fondo se encontró con su madre que lo observaba con expresión extraña. No tenía ninguna gana de enfrentarse a ella, pero sabía que la confrontación iba a ser inevitable. Durante unos segundos la miró a los ojos e intentó sostenerle la mirada… pero no pudo. Se sentía muy culpable y muy sucio. Bajó los ojos hacia el suelo y deseó que la tierra se le tragara y no dejara ni rastro de él. Anheló el poder desaparecer de aquel lugar y refugiarse en la soledad de algún lugar donde nadie le conociera, donde nadie le pidiera explicaciones; donde sólo estuvieran Sofía y él…
—No me mires así mamá, por favor —dijo casi en un susurro.
Isabel no dijo nada. Le seguía observando desde su posición y no se movía. La mirada se había endurecido y ahora era más oscura. Lentamente inició una caminata que la llevó a quedarse a menos de un metro de su hijo. Javier no era capaz de levantar la vista del suelo. Estaba nervioso y al notar la proximidad de su madre intentó darse la vuelta, pero no pudo.
—A mí tampoco me la das, Javier —habló Isabel—. Yo también te he notado raro desde hace días. No hablas con nadie, te encierras en tu habitación, sales lo justo… y ahora encima no quieres quedar con tus amigos que han venido verte… ¿qué te pasa, cariño?
Pero Javier persistió en su mutismo. No podía revelar a nadie lo que le pasaba. A su madre especialmente le dolía no poder decirle la verdad, porque ella siempre había estado junto a él cuando lo había necesitado… pero no podía.
Durante unos segundos Javier intentó dirigir la mirada hacia cualquier punto de la tienda y así no cruzarse con la de su madre. Sabía que la expresión de Isabel sería una mezcla de súplica y reproche… pero no pudo. Inevitablemente terminó por mirar aquellos ojos marrones a los que tantas veces le habían dicho que se parecían los suyos.
Pero no dijo nada. No podía decir nada. Tenía demasiadas cosas en la cabeza y lo único que quería en esos momentos era desaparecer de la panadería y estar solo. La soledad era la única que últimamente lo entendía: no le pedía explicaciones y lo acogía cada vez que acudía a ella.
—Es que ya había quedado, mamá… ya he quedado… —dijo por fin.
Y acto seguido, y sin mirar atrás, dio media vuelta y salió a la calle.
Isabel lo observó con tristeza. Con un nudo en la garganta y con el corazón desbocado vio como su hijo se alejaba camino de algún lugar que sólo él debía conocer, si es que lo conocía. Notó una punzada en su interior al verle alejarse. Lo había tenido dentro de ella y sabía que no lo estaba pasando bien, pero no podía hacer más por ayudarle. Se sentía impotente…
La entrada un nuevo cliente la hizo volver a la realidad.
Por su parte Javier anduvo durante horas sin rumbo fijo. Intentar armar el puzzle que tenía en el interior de su cabeza y que se le presentaba como algo imposible. Había demasiadas piezas y todas estaban demasiado dispersas. Además, cuanto más tiempo pasaba, más piezas se iban añadiendo y el rompecabezas se hacía más y más complicado de resolver.
De una parte sí que estaba seguro Javier: no le cabía ninguna duda de que cada vez se estaba alejando más de su madre. Desgraciadamente había comenzado un viaje sin retorno que había desembocado en un distanciamiento inimaginable poco tiempo antes. Jamás pensó que la relación que le unía con su madre pudiera llegar algún día a deteriorarse de aquella manera. Y lo peor es que él era el único culpable y no podía hacer nada por evitarlo.
Durante un tiempo estuvo pensando que a su edad ya tenía demasiadas deudas que resolver.
Debía compensar a su madre por todo lo que la estaba haciendo sufrir; ella más que nadie se merecía que algún día tuviera el detalle de contarle la verdad. Se sentaría con ella y lo hablarían todo; como antiguamente. Ella le perdonaría y le daría uno de sus sabios consejos que tanto le habían ayudado a lo largo de su vida; como antiguamente. Después le daría un abrazo; como antiguamente. Llorando le daría un par de besos; como antiguamente. Y después le sonreiría dulcemente; como antiguamente.
Otros que merecían una explicación eran Mónica y Antonio. Eran sus amigos, sus amigos de verdad. Casi con toda seguridad también entenderían sus argumentos cuando se los explicara. No le pedirían más aclaraciones de las que él quisiera darles. Un amigo de verdad no exige nada, sólo escucha cuando quien tiene delante lo necesita. Y ambos lo perdonarían, seguro. Porque la amistad que tenían los tres iba más allá de cualquier cosa que pudiera sucederles.
A partir de ese momento se dio cuenta de que la vida ya le debía al menos el tiempo suficiente para poder ayudar a Sofía y para aclarar las cosas con su madre y sus amigos.
Pero ahora toda su atención debía centrarse en la visita que haría a la casa de su princesa la tarde siguiente. Todavía no había encontrado la manera más idónea de contarle al señor Olmedo el embarazo de su hija. No se lo tomaría bien, seguro. Ningún padre se tomaría bien aquella noticia. Pero él la apoyaría, él la ayudaría, él estaría a su lado. Compartiría con ella todo lo que la pasara, porque era su amigo y, sobre todo porque la quería… la quería con locura… y cada día más.
Quedaban más de veinticuatro horas para que se produjera el encuentro, pero el tiempo parecía ir mucho más rápido de lo habitual.
* * *
La mañana del viernes se presentó muy nublada. El cielo amenazaba lluvia y todo parecía indicar que el paraguas sería el mejor compañero de todo aquel que tuviera que salir a las calles de Madrid. Una nueva ola de frío había llegado a la capital procedente de las gélidas tierras del norte y su virulencia se había hecho notar desde primera hora de la madrugada. Las previsiones habían llegado a pronosticar nieve en cotas muy bajas y muchos esperaban levantarse una de esas mañanas y encontrarse nuevamente con los suelos cubiertos por el manto blanco. Pero de momento no nevaba.
Javier prácticamente no había dormido nada en toda la noche. Las horas se le habían hecho eternamente cortas. Por un lado no encontraba el momento en el que amaneciera y comenzara aquel día que, sin ninguna duda, cambiaría su vida. Por otro cuando quiso darse cuenta ya era hora de levantarse para ir a la tienda, y aún no tenía una idea clara de cómo le presentarían Sofía y él la noticia al señor Olmedo.
Antes de acostarse había tenido que confesarle a su madre que el plan por el que no había podido quedar con Antonio y Mónica era que había quedado a merendar en casa de Sofía y así poder arreglar un pequeño asunto que preocupaba a su amiga. Isabel había insistido toda la tarde para que la dijera lo que le estaba pasando y Javier había tenido que ceder finalmente a contarle sólo esa pequeña parte de aquella verdad. No había revelado ni motivos y la magnitud del espinoso asunto, pero al menos había conseguido que su madre se calmara un poco.
Durante la mañana se dedicó a ayudar despachando en la panadería junto a su madre. Eduardo encargaría de todos los encargos, ya que sólo había tres. A medida que pasaban las horas, Javier iba poniéndose más nervioso. Isabel lo observaba de reojo y notaba que el asunto del que le había hablado su hijo debía ser más importante de lo que Javier estaba dispuesto a reconocerle. Y durante toda la mañana llegó a pensar que quizá la razón de tanto nerviosismo fuera simplemente el amor. Como buena madre que era se había dado cuenta desde hacía bastante tiempo que a Javier le brillaban los ojos de una manera especial cada vez que veía a Sofía. Cada vez que hablaba de ella una alegría le embargaba todo el cuerpo. Juntos los había visto reírse y gastarse bromas sin parar. Además creía haber notado un sentimiento recíproco en aquella niña sevillana que tenía la sonrisa tan dulce. Sin darse cuenta sonrió para sus adentros ante la posibilidad de que aquella tarde su hijo se fuera a declarar a Sofía. Bien pensado hacían una pareja muy bonita y Javier nunca había tenido una amiga como ella. Serían felices si la vida les permitía estar juntos.
Creyéndose su propia fantasía, Isabel apartó una docena de los mejores bollos de la panadería para que Javier los llevara a la casa de Sofía. Al chico le agradó la idea ya que pensó que así sería una buena manera de presentarse en aquel domicilio que tanto le intimidaba.
Como no había recibido ninguna llamada ni visita por parte de la andaluza, Javier supuso que todo seguía en pie y que el horario sería el que habían acordado. Después de comer, volvió a leer la carta de Sofía una vez más. Y pensó que quizá en el momento en el que se la estaba escribiendo ya hubiera pasado aquello que esa misma tarde se revelaría. No pudo evitar sentir un nudo en el corazón y la pena acudió presta a su lado como tantas veces lo había hecho últimamente.
Sacudió su cabeza para intentar alejar los malos pensamientos que le rondaban y se prometió que lo único que importaba en esos momentos era que Sofía no sufriera más de lo que ya estaba sufriendo. La quedaba un duro camino hasta que tuviera a su bebé y después de ello las cosas tampoco serían nada fáciles. Necesitaba, y necesitaría, todo el apoyo que la pudieran dar y él sería el primero que se ofrecería para ayudarla. Se lo debía, por muchas cosas: por amistad, por cariño… por amor.
Esta vez no tuvo que elegir la ropa con la que se presentaría en la casa de su princesa. Isabel, que seguía ilusionada con la posibilidad de que esa misma tarde Javier formalizara su relación con Sofía, le había dejado encima de la cama la camisa y los pantalones que debía ponerse. Era un alivio, ya que con los nervios que tenía podía haber aparecido con un pijama en aquella casa sin darse ni cuenta. Después de lavarse, vestirse y echarse colonia Javier creyó que era hora de acudir a la cita que tenía con su destino. Cogió los bollos que le había guardado su madre y se despidió de sus padres sabiendo que la próxima vez que los viera las cosas habrían cambiado mucho; demasiado.
Isabel, por su parte, no pudo reprimir una sonrisa de oreja a oreja cuando vio cerrar la puerta a Javier tras de sí. Aún seguía creyendo la historia que ella misma se había creado en su mente…
Javier decidió que acudiría al número tres de la calle Felipe IV andando a paso lento ya que el tiempo parecía haber mejorado con respecto a la mañana. Intentaba así ganar tiempo para poner en orden sus ideas y para enfocar mejor lo que le esperaba. Por muchas vueltas que había dado a su cabeza no había encontrado la manera de ayudar a su amiga, y se sentía culpable porque sabía que ella confiaba en él… sobre todo ahora con lo que se le venía encima. Pero le era imposible aclararse con todas las preguntas que se le amontonaban en su mente.
Al llegar al portal se miró el reloj y comprobó que aún faltaban diez minutos para las cinco de la tarde. Y dudó. ¿Debía subir ya? ¿Debía esperar un rato? No era cuestión de llegar tarde, pero si llegaba antes de la hora podría dar la sensación de que estaba desesperado por acudir a la casa de Rafael Olmedo.
En cualquier caso decidió que ya que estaba allí era absurdo esperar plantado en la calle. No había ninguna razón para que nadie se enfadara por llegar unos minutos antes, así que sin pensárselo más subió las escaleras del portal muy lentamente intentando hacer el mínimo ruido posible. Se sentía extraño, muy extraño. Sentía que todo el mundo lo estaba observando y que alguien esperaba que cometiera un fallo para abalanzarse sobre él y humillarlo. En esos pensamientos estaba cuando tropezó con uno de los escalones y estuvo a punto de perder el equilibrio y tirar al suelo los bollos que llevaba como regalo. Pero era joven y su agilidad le salvó al él y a los bollos de acabar rodando escaleras abajo.
Recuperado el aliento del susto que se acababa de llevar, Javier se encontró frente a la puerta de la casa de Sofía. Hacía tan sólo unos días que esa misma escalera y esa misma puerta habían sido testigos del comienzo de aquella historia que en breve escribiría su capítulo final. La suerte estaba echada. Respiró hondo y llamó al timbre dos veces. Sólo unos segundos después Rafael Olmedo abría la puerta sonriente.
—Hombre, hola Javier. ¿Qué tal estás? Pasa.
Estando tan cerca de él, hizo que Javier viera al señor Olmedo como un gigante.
En ese momento se sentía pequeño, muy pequeño. El hombre que lo observaba era mucho más alto que él, de complexión fuerte, moreno y con un bigote perfectamente recortado. Javier seguía impresionado y no reaccionó ante las palabras de su anfitrión.
—Pasa, hombre, no te quedes ahí —le invitó—. Con lo elegante que vienes casi no te reconozco. Parece que vinieras a una recogida de premios.
—Gracias… —sólo pudo decir el chico—. Y buenas tardes.
Y seguidamente Rafael soltó una carcajada y prácticamente empujó a Javier para que entrara en la casa. El chico sintió que los colores se le subían a la cara ante el comentario del padre de su amiga. La vergüenza lo volvía a traicionar y en el momento menos indicado y con la persona menos indicada. Aunque bien pensado era buen síntoma que Rafael estuviera de buen humor. Así podría asimilar mejor la noticia que estaba a punto de conocer. Lo que no estaba tan claro es cuanto le duraría esa alegría después de lo que tenía que escuchar. Por lo menos no podía negar que ése era un buen comienzo.
Con una cautela extrema Javier recorrió los pasos que le separaban del salón de los Olmedo. Conocía aquella casa porque ya había estado allí, pero en esos momentos no reconocía nada de lo que tenía delante. Al entrar en el salón vio que Sofía estaba sentada en uno de los sillones. Al verlo se levantó muy deprisa y tras darle un abrazo le besó en las mejillas.
—Hola… hola Sofía. Buenas tardes.
Javier se había quedado sin habla porque tenía frente a él a un ángel. Sofía, sabiendo también de la importancia de aquella merienda, se había puesto el vestido más bonito que tenía. Era blanco, con falda de vuelo. Ese color contrastaba con el tono moreno de su piel. La hacía todavía más preciosa. Además se había dejado el pelo suelto, como le gustaba a Javier.
« Es un ángel», pensó Javier, «el más bonito de todos».
Pero a pesar de todo el chico notó en la cara de su amiga la tensión que la estaba provocando aquel momento. Era evidente que no lo debía estar pasando muy bien.
Sofía, internamente, se sintió un poco más aliviada con la llegada de su amigo.
Nada podía hacer que cambiara lo que iba a suceder, pero al menos Javier había cumplido su promesa y estaba allí acompañándola. Una vez más su caballero le había demostrado que podía confiar en él, una vez más se había comportado como un auténtico amigo.
—Mira, he traído unos bollos que me ha dado mi madre —dijo al fin Javier volviendo a la realidad.
Sofía los cogió y sonrió en forma de agradecimiento.
—Bueno hombre, pues siéntate y hablamos un rato. Y tú, hija, trae algo de beber que Javier va a pensar que somos muy malos anfitriones ya que lo has invitado a merendar y es él quien trae las cosas.
Javier asintió con una sonrisa forzada y se sentó en el mismo sitio donde había conocido la terrible noticia que Sofía le había contado días antes. Algo incómodo ante aquel recuerdo sólo acertó a decir:
—No, descuide, no hace falta. Gracias, pero no tengo ganas de comer nada.
Esta vez Javier decía la verdad, no hablaba por compromiso. La situación le había hecho perder el apetito. No podía comer nada, su estómago no se lo permitía, pero también era consciente de que no podía hacerle ese feo al padre de Sofía.
—No seas tonto, hombre. Tú has venido a merendar y encima nos has traído bollos de esos que tanto nos gustan, ¿verdad Sofía?
La amabilidad de Rafael Olmedo no parecía tener límites y eso inquietaba por momentos cada vez más a Javier. Cada segundo que pasaba se sentía mucho más nervioso.
—Anda hija, no te quedes ahí parada —espetó el hombre—. Ves a traer algo a nuestro invitado. Que ya tengo yo ganas de hincarle el diente a uno de esos bollos.
La niña entonces se marchó del salón y Javier se quedó a solas con el señor Olmedo. Sin poder evitarlo sintió un sudor frío que le recorría todo el cuerpo haciéndole sentir un terrible escalofrío. En esos momentos se sintió muy incómodo por que no era capaz de acertar hacia un lugar donde mantener la mirada más de un segundo. La situación se estaba volviendo cada vez más tensa.
—Señor Olmedo, ¿qué tal va el negocio de la editorial? —preguntó Javier intentando evadirse de lo que realmente le preocupaba.
El hombre se sorprendió gratamente por la pregunta del chico.
—Pues la verdad es que no me puedo quejar. Va todo sobre ruedas. Gracias al contrato que firmamos con los italianos las ventas han subido mucho y el negocio va de maravilla. Fue todo un acierto que pudiéramos traer a España las obras de aquellos autores. La gente ha recibido muy bien esos libros y estamos pensando en hacer algunas ediciones especiales de los más vendidos.
Javier al escuchar las palabras del hombre que tenía enfrente sintió que su corazón se le paraba. Temió que el señor Olmedo notara que incluso se estaba mareando de la impresión que acaba recibir. La color debía haberle abandonado a la misma velocidad que lo había asaltado minutos antes en la puerta de aquella casa. Afortunadamente Rafael no parecía haber detectado el impacto que sus palabras habían provocado en su invitado.
—Por cierto, ¿te gustó el ejemplar de La sombra del viento que te envié? Sofía me insistió mucho para que te lo consiguiera, así que espero que te gustara. Tengo que reconocer que ha sido todo un acierto que lo publicáramos y en eso tú también tienes tu parte de culpa. Además desde que lo sacamos a la venta ha estado siempre entre los más vendidos… oye, ¿estás bien?… parece que te noto un poco pálido.
Javier se alarmó. Al final se lo había notado. Todos sus esfuerzos por no rebelar lo que estaba sintiendo en esos momentos no habían servido de nada.
—No, disculpe, no me pasa nada. Es que llevo varios días que no me encuentro muy bien. Debe ser el frío que me afecta y debo estar a punto de coger un constipado.
—Vaya, pues debe ser contagioso porque Sofía también lleva varios días un poco rara. En fin, tendríais que abrigaros más cuando salgáis a la calle que luego mira lo que pasa.
Javier sonrió de manera forzada ante los argumentos que acababa de oír. La cantidad de mentiras que había dicho desde que había entrado por la puerta de la casa de Sofía superaba con creces las de toda su vida; y aún faltaba lo peor por llegar.
—¿Crees que ganará el Madrid este domingo al Barcelona? —preguntó Rafael cambiando de tema.
El chico se sintió desconcertado ante el rumbo que había tomado la conversación, aunque reconoció que prefería hablar de fútbol que de la extraña enfermedad que los atenazaba a Sofía y a él. De este tema sí que podía pasarse horas hablando. Además sabía por su amiga que Rafael también era seguidor y forofo del Real Madrid, así que tenían puntos en común que podría utilizar para irse acomodando poco a poco e ir controlando los nervios que aún conservaba.
—Pues la verdad es que no lo sé, porque han empezado la temporada un poco bajos. Pero espero que jugando aquí terminen ganando.
Rafael asintió con la cabeza ante la respuesta de Javier y dijo:
—Hombre date cuenta que después de lo del año pasado es normal que ahora les cueste un poco coger el ritmo de la competición. Ganar la Liga y la Copa de Europa en la misma temporada no lo hace cualquiera, pero tienes razón que este año han empezado un poco despistados. A ver si se entonan porque como pierdan vamos a tener a los catalanes restregándonoslo durante siglos.
Los dos se rieron a la vez. Una vez más el fútbol unía en conversación a dos personas tan equidistantes como Rafael Olmedo y Javier Torres. Ésa era otra de las grandezas del deporte rey. Unía a las personas antes, durante y después de los partidos. Era todo un fenómeno digno de estudio sociológico.
—Tiene razón —apuntilló Javier—. Si hay algo que no soporto es que para una vez que nos ganan están recordándolo durante años.
La carcajada de Rafael Olmedo tuvo que escucharse hasta en la calle. Aquel comentario le había parecido de los más inocente, pero a la vez de lo más veraz.
—Totalmente de acuerdo, Javier. Eso es lo que tienen los que no saben comportarse cuando ganan. Hay que saber perder, pero también hay que saber ganar.
Tan metidos estaban los dos en su conversación futbolística que ninguno se dio cuenta de que Sofía había regresado y habían traído consigo, además de los bollos de Javier, té y pastas para todos. Como los había visto tan animados hablando se había limitado a dejar todo encima de la mesa y ahora escuchaba en silencio sentada al lado de Javier.
—De todas formas yo creo que este año tenemos mejor equipo. Ya verás como al final volvemos a celebrar algún título —añadió Rafael.
—No sé yo… —replicó Javier poco convencido—. No sé yo…
Los dos hombres seguían enfrascados en su conversación y no parecían hacer caso a Sofía, que suspirando hondo se levantó de su sitio y dijo sin contemplaciones:
—¿Podéis escucharme un momento? Tengo algo importante que decir.
Tanto su padre como Javier se sorprendieron del tono que había empleado Sofía para cortar con la disertación que mantenían. La niña los observaba a ambos de frente a ellos, y la cara que tenía no expresaba alegría precisamente. Su expresión era sombría y de un nerviosismo que superaba cualquier medición. La temblaban las piernas, las manos, los labios y hasta los dientes. Lo que se avecinaba era algo que escapaba a cualquier previsión que pudiera haberse hecho previamente. Ahora todo empezaba de cero.
—Hay que ver como son las mujeres —dijo Rafael en tono jovial—. ¿Te has dado cuenta, Javier? En cuanto ven que dos hombres hablan de fútbol, hacen todo lo que sea posible para que dejen de hacerlo. No soportan que nos guste tanto este deporte.
Pero Javier esta vez no le rió la gracia al padre de Sofía. Al ver a su amiga de pie en medio del salón comprendió que el momento había llegado. Que a partir de ese segundo habría un antes y un después en las vidas de todos los presentes. Su pulso se aceleró y Javier temió que los latidos de su corazón pudieran ser escuchados por el padre de su amiga. La habitación empezó a darle vueltas y a su cabeza le llegaron de golpe todas las cosas que había estado pensando desde que sabía del embarazo de Sofía. Ése no era el mejor momento para darle la noticia a Rafael Olmedo, pero realmente nunca habría un momento mejor para hacerlo. Había llegado la hora de la verdad.
El hombre vio la seriedad reflejada en la cara de su hija y sólo pudo disculparse ante lo que él creía que la había enfadado:
—Bueno, cariño, perdona. Ya sabes como somos los hombres cuando hablamos de fútbol. Nos emocionamos, no lo podemos evitar. Venga perdónanos, cielo, y dinos lo que quieras.
El silencio planeó durante unos segundos en el salón de la casa. Los tres permanecieron callados. Javier y Sofía no mudaron su expresión de sus rostros. La tensión los podía a ambos. Estaban juntos en eso y juntos los estaban padeciendo.
Lentamente Sofía se acercó hasta Javier y se sentó a su lado, muy cerca de su amigo. El chico entonces intentó contener sus nervios y el roce con su princesa inexplicablemente le alivió.
—Venga, hija, dinos eso tan importante que nos tienes que contar, que a este paso nos vamos a hacer viejos.
Sofía suspiró hondo y al mirar a Javier se encontró con que su amigo también la estaba mirando a ella. Los ojos de su caballero la decían sin palabras que estaba junto a ella, que tenía su total apoyo, que pasara lo que pasara estaría siempre a su lado; y que si no lo hacía ahora no lo haría nunca. De algún modo la estaban suplicando que acabara de una vez con aquello.
Por su parte Javier notó que Sofía había crecido en estos dos días que llevaban sin verse. Ya no era la niña de siempre, era toda una mujer; una mujer preciosa a la que un hombre, que seguramente ya no la recordaba, le había arruinado la vida.
Rafael Olmedo empezó a sentirse incómodo ante tanto secretismo. No le gustaba nada que la gente diera rodeos cuando tenía que decirle algo. Eso le ponía nervioso en sobremanera. Ahora era su propia hija la que no acertaba con la forma de contarle algo. De manera instintiva se revolvió en su sillón y alargó su mano para coger uno de los bollos mientras miraba a Sofía con expresión inquisitiva. Sus ojos pedían explicaciones a su hija… y a Javier.
—¿Nos lo vas a contar o no? —dijo un poco alterado mientras bebía un poco de té.
Inconscientemente Sofía agarró la mano de Javier y éste se dejó hacer. Sabía que ella necesitaba encontrar algún apoyo a su situación y sin dudarlo el chico apretó la mano de su amiga para devolverle la energía que necesitaba.
Sofía suspiró hondo, miró al techo del salón donde se encontraban ella, su padre y su amigo, y sobre su cara empezaron a resbalar lágrimas de un llanto triste y desesperanzado.
—Lo que tengo que contarte no te va a gustar nada, papá —dijo casi en un susurro.
El señor Olmedo empezó a preocuparse de verdad. Esa actitud nunca se la había visto a su hija. Esa niña que ahora lloraba era la alegría de la casa y siempre procuraba que las personas que la rodeaban sonrieran como lo hacía ella. No permitía que nadie se hundiera en la tristeza, siempre estaba tratando de ayudar al que lo necesitara. Pero ahora era ella la que parecía necesitar una ayuda extrema para contar lo que la sucedía…; algo estaba pasando… y nada bueno podía ser…
—Hija, ve al grano, que nos estás preocupando —pidió Rafael visiblemente inquieto—. ¿Te pasa algo? Suéltalo ya.
—Papá… No sé cómo decirte esto…
Nadie podía saber quién de las tres personas que ocupaban el salón de la familia Olmedo estaba más nervioso en esos instantes. La tensión era palpable en todos los rostros.
—Vamos niña, ¿es que quieres que nos dé un infarto? —dijo el hombre casi gritando—. Que estamos Javier y yo que no vivimos de la incertidumbre.
En esos momentos Javier notó que el padre de Sofía había cambiado de semblante. Ya no era el hombre afable que lo había recibido con bromas cuando había llegado a la casa, ni la persona que había charlado con él de fútbol hacía tan solo unos minutos antes; ahora era un hombre serio, nervioso, inquieto.
Intentando ayudar en lo posible a su amiga en aquel trance, se giró sobre su sitio un poco y asió con sus manos las de Sofía. El gesto en cualquier otro momento hubiera sido recibido por la niña de otra manera, pero allí lo único que pudo fue acrecentar las ganas de llorar que ya tenía. Javier intentó formar una dulce sonrisa con sus labios, pero la tensión del momento hizo que aquel proyecto de sonrisa quedara en una simple mueca extraña. Si seguía mirando a su princesa a los ojos terminaría por llorar él también, así que decidió bajar la vista al suelo sin soltar las manos de Sofía.
Rafael Olmedo se extrañó aún más al contemplar el gesto entre los dos chicos.
Demasiados silencios entre los dos, pero a la vez demasiados gestos cómplices entre ambos.
—Javier, ¿tú sabes algo de lo que le pasa a Sofía? —preguntó directamente.
Al chico le cogió desprevenido la pregunta del padre de su amiga. Ingenuamente pensaba que no se habría dado cuenta de que le había cogido las manos a su hija. Lo había hecho muchas otras veces, pero claro no estaba su padre para verlo. Estaba atrapado. Rafael Olmedo le había hecho la pregunta clave y Javier no podía mentirle al padre de la chica que más quería en este mundo.
—Yo… yo… —balbuceó Javier.
Entonces en ese mismo momento en que Javier estaba a punto de hablar, Sofía bajó la cabeza, suspiró y con las lágrimas cayéndole como un río desbocado por su precioso vestido blanco dijo:
—Estoy embarazada, papá.
Un ruido sordo fue lo único que se oyó inmediatamente después de la confesión de Sofía. La taza de té que sostenía Rafael fue a parar al suelo, donde se deshizo en mil pedazos. El impacto de la taza en el terrazo no fue nada con el de la noticia en el corazón de aquel hombre que observaba incrédulo a los dos chicos que tenía enfrente. Su rostro se puso pálido y un ligero mareo se apoderó de su cuerpo. Intentó tomar aire, pero sus pulmones no respondían. Quiso gritar, pero su garganta no se lo permitió. Estaba totalmente paralizado ante lo que acababa de escuchar.
—¿Qué has dicho? —sólo fue capaz de articular.
La niña levantó la vista y se asustó al ver la expresión del rostro de su padre. Tenía la cara desencajada y eso unido a la falta de color, le daban un toque demasiado preocupante a la vista de cualquiera que quisiera observarle.
Sabiendo que en esos momentos su único apoyo eran las manos de Javier, las apretó con más fuerza y sintió que su gesto era correspondido por su caballero; seguía estando a su lado.
—Papá, lo siento… No sabía cómo decírtelo. Sé que no te lo esperabas, pero… lo siento…
El editor Rafael Olmedo estalló tras oír a su hija. Sin poder contener la rabia que lo embargaba dio un puñetazo la mesa y otra taza, la de Javier, corrió la misma suerte que la suya. Tampoco se preocupó por ella. Ahora toda su cólera circulaba alrededor de lo que Sofía había hablado.
—¿Que lo sientes? —gritó desesperado—. ¿Que lo sientes? ¿Sabes lo que estás diciendo? Pero, ¿es que te has vuelto loca?
Javier viendo que aquella situación iba empeorando a medida que pasaban los segundos soltó las manos de su amiga y haciendo un esfuerzo sobrehumano se levantó del sillón que ocupaba. En esos momentos supo que el señor Olmedo era la mejor definición de lo que el término «ira» podía significar.
Tenía que pensar rápido porque no podía dejar que Sofía terminara cargando con todo el enfado de su padre. No podía dejarla sola; se lo había prometido un millón de veces.
—Señor Olmedo… verá…
El nuevo esfuerzo que había tenido que hacer Javier para articular aquellas palabras no sirvió de nada, ya que no pudo terminar su frase.
Rafael Olmedo le cortó en seco con una mirada que no admitía dudas: estaba fuera de sí y cualquiera podía ser el blanco de sólo Dios sabía qué cosas.
Durante unos segundos el chico y el hombre se sostuvieron la mirada en silencio. Aquella situación agravó la tensión ya existente en aquel salón.
Tras relajar un poco su expresión, el señor Olmedo cerró los ojos y pareciendo querer calmarse un poco para poder hablar con más serenidad, dijo:
—Mira hijo, es mejor que no te metas en esto, puesto que me parece que no te incumbe. Además creo que lo más apropiado sería que te marcharas y nos dejaras solos a Sofía y a mí, porque tenemos muchas cosas de las que hablar. Otro día terminaremos la merienda, ¿de acuerdo? Dale las gracias a tu madre por los bollos.
¿Cómo no iba a meterse en eso? Estaba metido hasta el fondo porque era Sofía la que lo estaba padeciendo.
¿Que no le incumbía? Sofía era lo más importante en su vida y todo lo que la pasara a ella le concernía a él.
¿Marcharse y dejarla sola?. Le había prometido que estaría a su lado cuando le confesara al editor lo de su embarazado y pensaba cumplir esa promesa costara lo que costara.
Javier miró al padre de Sofía, que lo observaba impaciente esperando que aquel chico que tenía frente a él le hiciera caso y se marchara de su casa cuanto antes. Notó en la mirada del hombre algo que le decía que no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria.
Seguidamente su mirada fue a pasar al rostro de su amiga y lo que vio le terminó de hundir. La expresión de su amiga era de total horror. La cara desencajada de la niña lo observaba en silencio con unas mejillas totalmente bañadas en sus propias lágrimas. Nunca una cara tan bonita había tenido que soportar un sufrimiento así.
Javier se dio cuenta de que su princesa le estaba suplicando en silencio que no quería bajo ningún concepto quedarse a solas con su padre. Le estaba pidiendo que cumpliera su promesa; que no la abandonara, que estuviera a su lado ahora que lo estaba pasando mal. Javier sabía que ella había confiado únicamente en él para contarle su secreto y eso no podía olvidarlo.
Sin darle más vueltas a su enredada cabeza, el chico miró al padre de su amiga y comprobó que su expresión se había endurecido con respecto a la última vez que lo había observado.
Se la tenía que jugar… se lo debía a su corazón… se lo debía a Sofía…
—Bueno… lo cierto es que yo creo que sí que me incumbe…
El rostro de enfado de Rafael Olmedo contrastó con el de incredulidad de la niña. Nadie nunca se había atrevido a hablarle así a su padre y las consecuencias de tal osadía no podían saberse en esos instantes. Cualquier cosa podía pasar.
Javier esperó unos segundos a que Rafael le gritara o que hiciera cualquier otro gesto impidiéndole seguir hablando, pero nadie habló. El silencio era el único testigo de aquella escena.
—Bueno… la verdad es que no sabemos como pudo suceder… pero que sepa que yo quiero mucho a hija, que es lo más importante de mi vida y que me casaré con ella si ella quiere…
—¡¡¡Qué!!! —articuló Sofía sorprendida y dando un respingo en su asiento.
—¿Se puede saber qué estás diciendo, niñato? —bramó el hombre.
Javier sabía que ya no había vuelta atrás. Que debía terminar lo que había empezado y asumir las consecuencias de aquello que estaba haciendo. No se dio tiempo a pensar, porque sabía que si se daba un segundo para evaluar la situación no sería capaz de proseguir con su confesión.
Cada vez más nervioso por lo que se le iba a venir encima por culpa de sus propias palabras y ante la atenta mirada de sus dos oyentes sentenció:
—Pues eso… que no sabemos cómo pudo pasarnos… y que yo soy el padre del bebé de Sofía…
—¡¡¡Qué!!! —volvió a pronunciar Sofía aún más sorprendida que la anterior vez.
Y sin dejar que transcurriera ni un solo segundo Javier miró a su amiga, que seguía todavía impactada ante lo que acababa de escuchar, y la hizo un gesto para que no dijera nada. No pudo jurarlo, pero creyó ver en sus ojos, otra vez, la luz de la niña que un día fue feliz. Creyó que por un momento Sofía, su princesa, le estaba dando las gracias por lo que acababa de hacer.
Ahora era él quien debía enfrentarse a su padre, y lo hacía porque sentía en el fondo de su corazón lo que había dicho segundos antes: la quería de verdad y si ella quisiera se casarían. Era extraño que al final hubiera tenido que declararse a su amor verdadero de aquella patética manera. Él siempre había pensado que lo haría en el Retiro: frente al estanque, con el agua, los pájaros y el sol como testigos; en ese lugar que sólo era especial para Sofía y para él. Pero la vida era caprichosa y había tejido sus malas artes para que al final lo tuviera que hacer en aquellas circunstancias. Definitivamente cada vez tenía que agradecerle menos cosas a la vida, pensó Javier.
Aquello se estaba escapando a todo lo que hubiera podido pensar Rafael Olmedo horas antes de empezar aquella insólita merienda. Poco se podía imaginar el rumbo por el que iba a terminar derivando aquella inocente reunión.
Intentó calmarse y para ello se rebulló en el sillón de capitoné que ocupaba. No encontró la posición correcta, porque en esos momentos cualquier posición era incorrecta. La incomodidad era absoluta en todos los aspectos; todo le era perturbador: el lugar, las palabras de aquel chico, la situación… todo.
—¿Quieres que yo te explique lo que sucede cuando una niña se queda embarazada? —dijo alzando otra vez la voz y con la mirada perdida—. O mejor, ¿quieres que te diga cómo se queda embarazada? No me puedo explicar en qué estabais pensando… ¿y tú eres el padre?…
En ese instante Sofía no pudo contenerse más en su sitio. Con rabia se puso en pie y volvió a agarrar la mano de Javier. Una mano que colgaba sin vida debido al efecto de las palabras de su padre.
—Papá… por favor… —intentó explicarse la niña entre sollozos cada vez más abundantes.
Rafael Olmedo tampoco pudo aguantar sentado e imitó a su hija levantándose del sillón. No podía creer lo que estaba sucediendo; aquello no podía ser real. Tenía que ser una pesadilla, una mala pesadilla de la que despertaría en cualquier momento.
—Calla desgraciada —dijo al fin aquel hombre—, encima no pretendas defender a este crío que nos va a arruinar la vida a los dos.
Javier era el único que todavía seguía sentado, pero lo fue por poco tiempo más.
Al escuchar esas palabras no pudo por menos que levantarse a la vez que notaba como su nerviosismo aumentaba cada vez más ante la situación que estaba viviendo y sufriendo.
—Señor Olmedo, por favor… escúcheme —dijo el chico titubeando al hablar.
El padre de Sofía pudo ver en los ojos de Javier la angustia que el chico estaba pasando. Estuvo a punto de sentir pena por él, pero rápidamente se deshizo de ese sentimiento al recordar que ese muchacho había dejado embarazada a su hija. Aquello estaba por encima de cualquier otra cosa. Sin mediar palabra cruzó el salón y se puso a observar la calle desde la puerta del balcón. Pero no vio nada porque su mente no le permitía ver, ni oír…
—Mira Javier —dijo dándose la vuelta y en un tono inquietantemente calmado—. Ya he oído suficiente. Jamás imaginé que tú fueras a hacerme algo así, y mucho menos a mi hija. Me parecías un chico listo, y como Sofía me había hablado siempre muy bien de ti y de tu afición a los libros, incluso tenía pensado ofrecerte un trabajo de colaborador en la editorial si las cosas seguían marchando tan bien. Pero ahora… ahora…
De nuevo hubo silencio. Por primera vez Sofía y Javier vieron como por el rostro de Rafael Olmedo caían dos lágrimas fruto del dolor que sentía. Ninguno de los dos se atrevió a decir nada.
—Desaparece de mi casa, Javier, y no vuelvas nunca —prosiguió—. Y en cuanto a ti, Sofía, da por seguro que no volverás a verle nunca más.
Las palabras fueron recibidas como un jarro de agua fría por los dos chicos.
Ambos se miraron asustados y por un instante Sofía sintió que se mareaba. La perspectiva de no poder volver a ver al chico que amaba tiñó de negro sus pensamientos y resquebrajó su corazón.
—Pero papá es que tienes algo que saber… —suplicó la niña.
Entonces Javier se puso frente a su amiga y la cogió la mano que aún le quedaba libre. La miró a los ojos, como tantas veces en otras situaciones lo había hecho, y la dijo sin palabras que callara. Con un leve gesto, que intentó ser una sonrisa, intentó tranquilizarla. Y volviéndose hacia donde se hallaba su padre dijo en tono serio:
—No Sofía, déjalo, quizá tu padre tenga razón. Es mejor así.
La niña no daba crédito a lo que estaba escuchando. Todo su cuerpo empezó a temblar de manera estentórea. Sintió unas ganas tremendas de pedirle explicaciones a su amigo. ¿Por qué hacía eso? ¿Se había dado ya por vencido? ¿Es que no pensaba ayudarla? ¿La iba a abandonar ahora?
—Sólo le suplico un último favor, señor Olmedo —añadió Javier—: permítame despedirme de ella a solas… se lo suplico.
El hombre miró alternativamente a los dos chicos y comprendió que lo mejor que podía hacer en esos momentos era permitirles esos últimos instantes en compañía el uno del otro; después ya se encargaría él personalmente de que jamás se volvieran a repetir.
Para intentar dar una imagen de más severo todavía, se volvió a girar hacia la puerta del balcón y mirando el cielo madrileño, que ya empezaba a evidenciar la hora de la tarde, sentenció:
—Que sea rápido. Y aprovecha bien el tiempo porque no os veréis nunca más.
Ninguno de los dos chicos replicó nada. Ambos deseaban estar solos, aunque ambos eran conscientes de que la amenaza de Rafael Olmedo tenía todos los visos de hacerse realidad si el hombre se lo proponía seriamente. Él era una persona muy respetado en Madrid y tenía algunos amigos influyentes, así que cualquier cosa podía pasar…
Sin dejar tiempo a que el padre de su amiga se replanteara aquella concesión, Javier agarró del brazo a Sofía y prácticamente tuvo que tirar de ella para que la niña reaccionara y le acompañara hasta el portal de su casa. Bajaron las escaleras muy lentamente y Javier notó que su princesa más que andar flotaba. Era una persona sin voluntad propia, cambiaba de peldaño por pura inercia y más de una vez el chico tuvo que sujetarla para que no acabara con sus huesos en el suelo. Estaba en auténtico estado de shock.
El primero en terminar de bajar todos los escalones fue Javier, que se volvió sobre sus pasos para esperar a Sofía. En ese momento no había nadie en el portal y la gente pasaba de largo del número tres de la calle Felipe IV. Mientras veía bajar a su amiga los últimos escalones con ese vestido blanco, el chico no pudo evitar imaginarse que aquella niña parecía ir vestida de boda. Una boda que hacía unos minutos había sugerido a su hipotético suegro y que había acabado echándole de su casa. Pero de todas formas Sofía era, o sería, la novia más bonita del mundo porque aquella belleza no tenía comparación posible con nada conocido.
La niña se paró antes de bajar el último peldaño. Desde esa posición estaba a la misma altura que Javier, ya que ella era un poco más bajita que su amigo. Ambos se miraron durante unos segundos y lloraron sin querer evitarlo.
Entonces Sofía se inclinó hacia su amigo y lo rodeó con sus brazos hasta fundirse en un abrazo cargado de emoción y sentimiento.
—¿Por qué le has dicho eso a mi padre, Javier? ¿Por qué?
El chico también seguía sorprendido por sus propias palabras. Llevaba días intentando buscar la manera de decirle a Rafael Olmedo aquella noticia sin encontrar la solución, y resulta que en cuestión de segundos había reclamado para sí la paternidad de un bebé, del bebé de Sofía. El ser humano era capaz de reaccionar de manera imprevisible ante situaciones extremas.
—Lo he hecho por ti, princesa. Por la amistad que tenemos. Porque te prometí que estaría contigo en todo. Porque es lo primero que se me ha ocurrido para poder ayudarte… y porque te quiero, Sofía. Además no podíamos decirle la verdad, porque no nos hubiera creído y hubiera terminado sospechando que yo era el padre, ¿no crees?
—Pero lo que has hecho es una locura —dijo la niña soltando de su abrazo a su amigo—. Tú no sabes lo que puede hacer mi padre contra ti. Él conoce a mucha gente y yo no quiero que te haga daño por mi culpa.
—No me importa lo que me haga, princesa. Tú no te preocupes por mí. Lo único que me importa ahora es que tú y el bebé estéis bien y que seas fuerte para poder afrontar lo que se nos avecina porque seguro que será muy duro. Seguramente estaremos un tiempo sin vernos, pero yo te juro por mi vida que haré todo lo que pueda por volver a estar junto a ti muy pronto y por que la próxima vez que estemos juntos no nos volvamos a separar nunca más. Pero tienes que prometerme que vas a aguantar hasta que ese día llegue: por ti, por el bebé y por mí… ¿me lo prometes?
Sofía asintió con la cabeza sin poder decir nada producto de la emoción que sentía. Creía a ciegas en todo lo que le decía su caballero, él nunca le había engañado y estaba segura de que ahora tampoco lo haría.
Sin más la niña volvió a abalanzarse sobre Javier y otra vez volvió a abrazarle, ahora con más fuerza. Necesitaba tenerlo pegado a ella, necesitaba sentirlo cerca, necesitaba sentir como respiraba, como latía su corazón pegado a su cara. Y de repente, sin dar tiempo al chico para reaccionar, se alzó sobre sus pies y besó dulcemente a su amigo en los labios; gesto que ambos estaban deseando realizar y que ambos disfrutaron siendo conscientes de que en ese momento ninguno de los dos podía asegurar que aquello pudiera repetirse alguna vez.
—Ojalá el bebé que llevo dentro fuera de verdad tuyo, Javier —dijo Sofía en un suspiro—. Ojalá, porque eres la mejor persona que he conocido en mi vida y porque serías un padre perfecto.
Javier suspiró hondo ante las palabras de su amiga. Él tampoco podía negar que le hubiera encantado ser el padre de aquella criatura. Lo de ser un padre perfecto era más que discutible, pero seguro que lo hubiera hecho bien teniendo a Sofía a su lado; ella sí que sería la madre perfecta. Ojalá el bebé se pareciera a su madre, pensó el chico.
Entonces puso sus manos en las mejillas de Sofía sin importarle que se le mojaran por el llanto de su amiga. De buena gana se las hubiera limpiado a besos. Qué bonita seguía siendo aquella cara, ni siquiera la tristeza que ahora se apoderaba de ese rostro había podido borrar la preciosidad de aquella niña que en poco tiempo se había convertido en toda una mujer.
—Necesito que me prometas una cosa más.
Sofía volvió a asentir con la cabeza sin esperar explicación alguna. Daba igual lo que Javier le pidiera, la respuesta para él sería siempre sí. Podía pedirle lo que quisiera que ella siempre aceptaría; y más ahora, después de lo que acababa de hacer.
—Pase lo que pase a partir de ahora —prosiguió Javier—, nadie nunca debe saber la verdad de lo que pasó aquella mañana en Roma. Ése será nuestro secreto y —pasando la mano por la tripa de la niña— éste nuestro bebé, ¿de acuerdo?
Sí, claro que sí, le contestó Sofía con la mirada. Por un lado se sentía muy triste con todo lo que estaba pasando, pero por otro se sentía extrañamente alegre por lo que Javier estaba haciendo por ella. Nunca pudo pensar que su amigo quisiera ser el padre de su bebé y el hecho de que fuera así la consolaba enormemente en esos difíciles momentos que estaba pasando.
Javier miró nuevamente aquella cara tan preciosa que tenía su princesa y la volvió a besar en la frente, como tantas veces había hecho. La niña a su vez retuvo la cabeza de su amigo para alargar en el tiempo aquel gesto que tanto la gustaba recibir de su caballero. Al chico le dolía enormemente tener que separarse de ella, pero no podía seguir jugando con la paciencia de Rafael Olmedo.
—Tengo que marcharme ya, Sofía —le dijo en un tono de infinita tristeza—. No quiero que tu padre se enfade más de lo que ya está.
Y en ese momento la niña supo que debía hacer algo que su corazón la estaba pidiendo a gritos hacer. Rebosando aún lágrimas por sus mejillas, abrazó a su amigo y descansó su cabeza en el pecho de su caballero. Javier la correspondió devolviéndole el abrazo y apoyando su cara en la cabeza de Sofía.
—Sé fuerte, que me lo has prometido —se oyó decir Javier.
Pero Sofía no le contestó con palabras, lo hizo con gestos; con un gesto: se zafó lentamente de la unión que ambos tenían y sin pensárselo dos veces fue a depositar sus labios en los de Javier. Y esta vez el beso fue especial para los dos, porque tanto Sofía como Javier sabían que ése sería su último beso en mucho tiempo.
Tras unos segundos de indecisión en los que ambos se miraron en silencio para intentar mantener esa imagen el uno del otro en su mente hasta que volvieran a verse, Javier se fue separando de su amiga poco a poco. Se dirigió hacia la puerta del portal y desde allí se volvió y dijo:
—Hasta pronto, princesa.
Y no esperó contestación. Acto seguido se marchó calle abajo sin mirar atrás. Sabía que si aguantaba un segundo más junto a Sofía, haría cualquier cosa por no separarse de ella nunca más. Pero también era consciente de que no debía agravar más la situación que él mismo había empeorado con su intento de heroicidad al declararse el padre del bebé de su amiga. Las cosas ya estaban suficientemente complicadas.
Sofía lo vio alejarse de su vida y sintió que aquélla podría ser la última vez que viera a su amigo. Tuvo ganas de salir corriendo a su encuentro. Ella también hubiera hecho cualquier cosa por estar junto a Javier, pero la voz de su padre la devolvió a la realidad. Rafael Olmedo la llamaba a gritos y la instaba a que subiera a su casa rápidamente.
Sin querer hacer esperar a su padre, la niña subió lentamente los escalones de regreso a su casa, una casa que ahora le parecía más ajena que nunca. Pero tras dejar atrás el tercer peldaño, se giró y contemplando aún la puerta por la que segundos antes Javier se había marchado, dijo en un susurro:
—Gracias, Javier… no te olvides que yo también te quiero…
Ambos, y a la vez, sintieron que una parte de su corazón se resquebrajaba en ese mismo instante. Una parte de sus vidas se acababa de perder y jamás podrían volver a recuperarla.
* * *
La noche ya había hecho acto de presencia en las calles de Madrid. Muy pocas personas andaban fuera del refugio que les podían proporcionar sus casas. Eran contados los personajes con los que Javier se encontró mientras se dirigía a su casa.
Decaído y cabizbajo sólo podía pensar en lo que le podía estar pasando en esos instantes a Sofía. Especuló que quizá hubiera metido la pata al mentir sobre la paternidad de aquel bebé, pero su intención era buena. También reconocía que su apuesta había sido demasiado arriesgada. Debería haberlo consultado antes con su amiga, así podrían haber preparado mejor la estrategia para contárselo al señor Olmedo. Ahora ya era tarde para echarse atrás, ahora debía mantenerse firme en aquella mentira piadosa; ahora, más que nunca, debía hacerlo por Sofía y por el bebé…
Al llegar al portal de su casa de la calle Fray Luis de León, Javier sintió un gran agobio al tener que ver a sus padres de nuevo. Esta vez sí que no podría ocultar su tristeza ante su madre. Ella le conocía mejor que nadie y en cuanto le mirara a los ojos descubriría el gran sufrimiento por el que estaba pasando. Por un momento pensó que le encantaría que se le tragase el mundo, que nada de eso estuviera pasando realmente y que a la mañana siguiente, cuando despertara, aquello sólo fuera el mal recuerdo de una pesadilla.
Pero sabía con toda certeza que aquello no era una pesadilla. Sabía que ahora debía enfrentarse a sus padres y esa perspectiva tampoco lo tranquilizaba. Subió las escaleras de su portal con sumo cuidado pensando la mejor manera de contar lo que había ocurrido en la casa de su amiga Sofía. Debía también acertar con las palabras que iba a emplear si no quería acabar de la misma manera que había acabado con el señor Olmedo. Era consciente de que la noticia era de suma importancia y de una gravedad importante, pero también sabía que no ganaría nada ocultándola más tiempo. Tenía que ser valiente.
Cuando entró en su casa lo primero que recibió fue el olor a la cena que su madre estaba preparando. En cualquier otro día aquel aroma hubiera servido para alegrarle el estómago y hacerle olvidar cualquier pensamiento pero, ese día, ese día nada podía espantar a aquel nublado que tenía sobre su cabeza. Es más, por primera vez en su vida sintió nauseas al oler la comida.
Cerró con mucho cuidado la puerta de su casa intentando no hacer demasiado ruido para ocultar, momentáneamente, su presencia. Dejó sus llaves en el colgador de detrás de la puerta y casi no tuvo tiempo de reaccionar cuando escuchó:
—Javier, ¿quieres que haga más cena para ti, cariño?
Isabel asomaba la cabeza por el hueco que ella misma había dejado al abrir la puerta de la cocina, donde se encontraba haciendo la cena. Javier, en ese momento, tuvo la certeza de que entre su madre y él había algún tipo de conexión invisible por la cual Isabel podía saber en todo momento lo que le ocurría; era prácticamente imposible que con el ruido que había en la cocina pudiera haberlo escuchado entrar en la casa y, sin embargo, allí estaba ofreciéndose para hacerle algo de comer. Qué grande era aquella mujer, pensó Javier, y que pena que lo que le tenía que contar hiciera que, una vez más, aquella alegría se tornara tristeza en cuestión de segundos.
—No, gracias mamá, no tengo apetito —contestó el chico ante la mirada risueña de su madre, que lo seguía observando.
—Venga, no seas tonto. Si ya que estoy puesta me da lo mismo hacerte algo más para ti —insistió la mujer—. ¿O es que has merendado bien en casa de Sofía?
Tras esto soltó una risa nerviosa. Aquellas palabras habían sido soltado con toda la intención posible, pero la carcajada se ahogó en un instante al ver que era ella la única que se reía por su propia ocurrencia. Además la cara de pocos amigos de su hijo la alertó de que aquella broma no había tenido ni pizca de gracias… al menos para Javier.
Al darse cuenta de la situación tensa que ella misma parecía hacer creado, Isabel se puso seria y preguntó:
—¿Ha pasado algo en la merienda, hijo? ¿Es que no ha ido bien?
Javier guardó silencio unos segundos. Pensó en todo lo que había pasado aquella tarde y llegó a la conclusión de que la única contestación posible que podía darle a su madre era la siguiente:
—La merienda ha ido como esperaba.
Sabía lo que decía porque él ya conocía el secreto antes de que aquella fatídica tarde comenzara… y la verdad es que todo había salido, más o menos, como cabía esperarse.
—Y no hagas mucha cena para vosotros tampoco —añadió—, porque lo que os tengo que contar también os va a quitar el hambre a vosotros.
Isabel salió de la cocina y cerró tras de sí la puerta para evitar que el humo se propagara por toda la casa. Con expresión extrañada se acercó hasta la posición que ocupaba su hijo y lo miró con desconcierto.
—No me asustes, Javier. ¿Qué sucede? Cada día estás más misterioso. ¿Te pasa algo? ¿Le pasa algo a Sofía?
Definitivamente aquella conexión entre ambos existía, y acababa de volver a dar resultados.
—Tú hazme caso, mamá. No hagas demasiada cena. Voy a cambiarme y mientras cenamos os lo cuento.
Una vez más Isabel dejó que Javier se perdiera por el pasillo mientras se dirigía a su habitación. No podía hacer nada en esos momentos, sería mejor esperar a que todos estuvieran cenando y se aclararan las cosas. Ella como madre tenía la obligación de preocuparse por su hijo, pero su hijo no parecía darse cuenta de la inquietud que la provocaban aquellos silencios.
En su habitación Javier no tardó mucho en cambiarse de ropa. Antes de regresar al salón volvió a leer la famosa carta de Roma y no pudo evitar que dos lágrimas brotaran de sus ojos y recorrieran sus mejillas. Cada segundo que pasaba la quería más y más. No podía aguantar el dolor que sentía al estar separado de Sofía, y menos en esas circunstancias.
Pero una voz lo devolvió a la realidad:
—Cariño, ayúdame a poner la mesa.
Mientras ayudaba a su madre a colocar las cosas de la cena en la mesa, Javier intentaba que su mente le mostrara la manera más idónea para contarle a sus padres la noticia. Sus neuronas trabajaban a velocidad de vértigo, pero no daban con la solución al problema que tenían planteado. Debía haber como un millón de millones de maneras de comenzar aquel monólogo, pero en esos momentos ninguna parecía ser la correcta.
Cuando los tres estuvieron sentados a la mesa el silencio fue el primero en presidir aquella cena. Joaquín aún no sabía lo que estaba pasando pues cuando había llegado Javier, él estaba en el salón leyendo el periódico. Isabel estaba impaciente porque su hijo contara aquello que había prometido cuando había regresado de la merienda en casa de Sofía. Y Javier no sabía cómo empezar a relatar el principio del fin de su vida.
El ruido procedente del entrechocar de los cubiertos con los platos era el único sonido existente en aquel salón hasta que Isabel ya no pudo más y dijo:
—Bueno, hijo, ¿nos vas a contar eso que te tiene así?
Javier aún no había probado nada de la cena que tenía delante suyo. Había bebido mucho agua y picoteado algo de pan. Se estaba quedando más delgado, él mismo se lo había notado y era curioso que por una vez estuviera de acuerdo con su madre en aquella apreciación que siempre le había fastidiado escuchar.
—Bueno, veréis… —empezó a articular el chico.
El sudor recorría su frente y los nervios se apoderaron de su persona. Ahora se dio cuenta de que tanto su padre como su madre le miraban expectantes. Ambos habían dejado de cenar y se estaban atentos a sus palabras. Aquello era mucho más difícil de lo que Javier se podía haber imaginado. Pero tenía que hacerlo, no podía demorar más aquel momento.
—La verdad es que no sé cómo deciros esto —consiguió articular al fin.
Silencio sepulcral entre sus oyentes.
—Prefiero que lo sepáis por mí antes que por otras personas. Dada la situación es posible que os terminarais enterando por el señor Olmedo, ya que es capaz de hacer cualquier cosa y quiero ser yo el que os lo cuente.
La tensión seguía aumentando en el piso. Joaquín e Isabel habían estado escuchando las palabras de su hijo con atención y ahora esperaban a que el misterio quedara desvelado. La cena ya había quedado relegada a un segundo plano. Todo giraba ahora en torno a lo que Javier pudiera decir.
—Venga niño déjate ya de decir tonterías y ve al grano que mañana tengo que madrugar —expresó Joaquín impaciente—. Que tú empiezas con tus tonterías y parece que se va ha terminar el mundo.
Acto seguido intentó continuar con su cena, pero Isabel se lo impidió cogiéndole del brazo y haciéndole gestos para que mantuviera la concentración en lo que su hijo estaba intentando contar.
Joaquín la miró con gesto severo, pero cedió ante la insistencia de su mujer.
—¿Y qué tiene que ver Rafael Olmedo con lo que te pase a ti? —volvió a preguntar el padre.
—Venga hijo, cuéntanos lo que pasa y no nos tengas en ascuas —dijo Isabel.
Pero su voz más que una petición era una súplica. Ella, mejor que nadie, conocía a su hijo y sabía que no lo estaba pasando bien. Llevaba varios días con la sospecha de que algo estaba haciendo que Javier perdiera la alegría por momentos a pasos agigantados. Ella también intuía que aquél sería un momento que no iba a olvidar jamás por mucho tiempo que viviera.
—Pues veréis… —comenzó su declamación el chico—. El caso es que ya sabéis que esta tarde he ido a merendar a casa de Sofía. Bueno pues la verdad es que fui porque ella me lo pidió. Tenía que decirle algo a su padre y quería que yo estuviera con ella. Y la verdad es que lo que tenía que contarle a su padre os va a sorprender.
Silencio sepulcral entre sus oyentes.
—Sofía le confesó a su padre que estaba embarazada —prosiguió Javier—. Y claro, el señor Olmedo no se lo tomó muy bien.
Isabel al escuchar la noticia abrió la boca de par en par como gesto de sorpresa, tapándose la cara pocos segundos después ante el asombro provocado por aquella revelación.
Joaquín fue mucho más práctico:
—¿Y qué pretendías? ¿Que diera saltos de alegría cuando su hija le dice que está preñada? Y a saber de quién.
—Pero hijo, eso es una gran noticia —dijo Isabel sin hacer ningún caso a lo que acababa de comentar su marido—. Tener un hijo es lo más bonito que le puede pasar a una mujer; eso es lo más bonito del mundo. Aunque, también es verdad, que Sofía es aún muy joven y quizá aún es pronto para que sea madre.
Javier estaba cada vez más confuso. Por un lado tenía a su padre que no hacía si no contestarle con desgana y con cierto tono acusador, y por el otro a su madre que intentaba encontrar la parte positiva a algo que, sin lugar a dudas, no la tenía por mucho que se empeñara ella.
—Si es que los jóvenes no pensáis nada más que en divertiros y luego mira lo que pasa —acusó directamente Joaquín—. Ahora por culpa de una juerga la chica habrá arruinado su vida para siempre. Es que no tenéis cabeza ninguna. Ya me dirás tú el futuro que la espera a la pobre Sofía, por no decirte al crío.
La acusación se estaba acrecentando a medida que pasaban los segundos… y eso que Javier todavía no había contado la bomba.
—¿Tú conoces al padre, hijo? —preguntó Isabel—. ¿Es alguien de la pandilla?
Mira que no sabía yo que Sofía tuviera novio. Es más, me daba a mí que no lo tenía, fíjate.
Esa pregunta le sentó a Javier como si alguien le hubiera disparado a bocajarro.
No había calculado que quizá su madre, siempre su madre que también le conocía, le fuera a preguntar por el padre de la criatura. Había subestimado los «poderes» de Isabel.
Aquella mujer, que ahora lo miraba muy atenta, le había colocado en un callejón sin salida.
—Bueno… conocerlo… —sólo pudo balbucear.
Después sólo pudo agachar la cabeza y mirar al plato del que aún seguía sin apenas haber probado bocado. No pudo evitarlo: una lágrima se resbaló desde su rostro hasta el borde del plato y a Isabel no se le escapó el detalle.
—Ya sé lo que te pasa a ti —sentenció Isabel—. Siempre te ha gustado Sofía, ¿a que sí? Pero como eres tan parado, nunca se lo has dicho y ahora alguien se te ha adelantado. Pues mira me alegro, porque como la niña tuviera que estar esperándote se podía haber hecho vieja. A ver si así aprendes, Javier. Yo no sé por qué eres tan cortado con las chicas, pero como sigas así no te vas a echar novia en la vida.
Las acusaciones de su madre pesaron sobre Javier como una losa. Sabía que llevaba razón en lo que le estaba recriminando. Él quería a Sofía desde hacía mucho tiempo y nunca había reunido el valor suficiente para habérselo declarado. Tenía que aceptar que su actitud no era precisamente la ideal para lo que se podía esperar de alguien que sintiera un amor como el que él sentía por Sofía.
—Deberías pensar en lo que te ha dicho tu madre —habló Joaquín—, porque lleva toda la razón. Ahora de nada te va a servir llorar. Todo esto te pasa por ser tan tonto. No sé a quién habrás salido, pero desde luego no te pareces en nada a mí cuando tenía tu edad.
Javier se mantenía en silencio mientras le llovían las críticas de sus dos progenitores. Sabía que en el fondo las impresiones que estaba recibiendo eran constructivas, pero en esos momentos le costaba encontrarle el lado positivo a tanta acusación. Tuvo que admitir que había cometido un error tremendo al haber ocultado sus sentimientos hacía Sofía durante tanto tiempo. Ojalá pudiera dar marcha atrás al tiempo y volver a tener la oportunidad de confesarle todo su amor desde el primer momento que lo sintió.
—¿Sabes lo que te digo? —volvió a romper el silencio Isabel—. Que mañana voy a ir a darle la enhorabuena a Sofía y al señor Olmedo. Y para que si necesitan algo, sepan que pueden contar con nosotros. Ellos se preocuparon por mí cuando me operaron y ahora es justo que yo les devuelva el detalle. Además le voy a llevar a Sofía una de esas tartas especiales que tanto la gustan para que lo puedan celebrar.
En esos momentos Javier pareció salir de su letargo y reaccionó mirando fijamente a su madre.
—Pues yo que tú no me haría muchas ilusiones, mamá, y mucho menos haría una tarta especial porque creo que el padre de Sofía no va a tener muchas ganas de verte.
—Pero, ¿por qué?… —preguntó sorprendida Isabel—. Si siempre han sido muy amables con nosotros.
Había llegado el momento. Ahora debía soltar lo que su inconsciencia había provocado horas antes en casa de su princesa. Si difícil había sido hacerlo frente al padre de Sofía, más complicado iba a ser declararlo en su propia casa. Sin contar con la posible reacción de sus padres. Aquello podía terminar de cualquier manera, pero lo que Javier tenía seguro que ninguna sería buena. Ya no podía echarse atrás; se lo debía a Sofía y al bebé.
Con un sentimiento de culpa atenazándole cada rincón de su persona, Javier volvió a bajar la cabeza en dirección al plato de la cena que aún tenía delante y dijo:
—Pues porque el padre de ese bebé soy yo.
A Isabel se le cayó el tenedor a su plato y de ahí el cubierto fue a parar al suelo tras dejar un sonoro rastro. La cara de la madre de Javier expresaba a partes iguales la sorpresa producida por la noticia que acababa de recibir y la rabia de saber quién era el protagonista de aquella revelación. Se la saltaron las lágrimas y tampoco ella supo porqué exactamente estaba provocado ese llanto.
—Pero, ¿tú estás loco, chico? —gritó Joaquín—. Eso no puede ser.
—Sí es posible, papá. Ese bebé es de Sofía y mío. Y lo peor es que el padre de Sofía me ha prohibido que vuelva a verla.
—No me lo puedo creer —replicó Joaquín—. Pero, ¿en qué estabais pensando? Si sólo sois un par de críos.
Isabel no pudo contener por más tiempo la tristeza que le habían producido las palabras de su hijo. Empezó a llorar de manera desconsolada e hizo que tanto Joaquín como Javier temieran porque pudiera sufrir alguna bajada de tensión.
El chico cada vez se sentía más culpable por el daño que estaba haciendo a las personas que más quería y poco a poco iba notando como la rabia y el odio se concentraban en aquel italiano que le había destrozado la ilusión de estar junto a Sofía.
—Hijo, lo que has hecho os arruinará la vida a los dos —articuló a duras penas Isabel—. Sois muy jóvenes para tener un hijo. Tenéis toda la vida por delante. Por qué, hijo, por qué…
Pero la paciencia del chico se colmó ante tanta recriminación. Dio un golpe a la mesa con su puño y se levantó sin darse cuenta de que al hacerlo la silla donde estaba sentado calló al suelo producto del impulso que la había dado. Con expresión de enfado miró alternativamente a su madre y a su padre y dijo:
—Yo quiero a Sofía, ¿sabéis? La quiero mucho, mucho más de lo que vosotros podáis pensar.
Isabel y Joaquín lo escuchaban en silencio.
—No quiero que pase por este trago ella sola —prosiguió—, pero no sé qué hacer, ni como actuar. Además esperaba que vosotros que sois mis padres me comprendierais y, sobre todo, me ayudarais.
—Eso deberías haberlo pensado antes de condenarte a ser un desgraciado el resto de tu vida —le contestó su padre irritado—. Y no lamentarte ahora.
Padre e hijo se sostuvieron la mirada durante unos segundos de manera desafiante. Ambos deseaban decirse muchas cosas, pero los dos callaron. La ira podía verse dibujada en el rostro de Joaquín y la decepción surcaba cada rasgo de Javier. La tensión era irresistible en esos momento. Aquello podía estallar por cualquier lado y las consecuencias serían impredecibles.
—Callaos los dos —dijo Isabel más calmada—. Lo que está claro es que ya no podemos echar atrás el tiempo y cambiar lo que pasó. Lo hecho, hecho está. Ahora lo único que podemos hacer es ayudar a los chicos en todo lo que podamos para que puedan superar esto de la mejor manera posible. De momento creo que lo mejor es que dejemos pasar mañana para que Sofía y su padre puedan hablar de todo esto tranquilamente. El domingo iremos nosotros a verlos para ofrecerles nuestra ayuda, ya que ese bebé también es responsabilidad nuestra.
Las palabras de Isabel parecieron apaciguar los ánimos de los dos hombres de la casa. La tensión se diluyó poco a poco. Javier aceptó la idea que había propuesto su madre, aunque no se dejó llevar por la euforia, ya que era consciente de que convencer al señor Olmedo de que les dejara ayudar a Sofía iba a ser muy complicado. Pero al menos había que intentarlo de cualquier manera; el no ya lo tenían seguro.
—Si es que lo jóvenes cuanto más estudian, más tontos son —dijo Joaquín desesperado—. Si os hubiéramos puesto a trabajar desde pequeños como me hicieron a mí, ahora sabríais mucho más de la vida. No sé de qué os sirve leer tanto libro inútil si cuando tenéis que demostrar lo que sabéis, quedáis como unos auténticos pardillos.
La rabia volvió al ser de Javier. Había albergado, por un segundo, la esperanza de que su padre pudiera comprenderle en ese duro momento que estaba pasando y de que al final terminara por ofrecerle su ayuda, pero se había equivocado. Otra vez le había recordado lo inútil de que era. Aprovechaba cada oportunidad que tenía para perpetuárselo en la mente con auténticas pedradas dialécticas.
Con una decepción enorme y un gran enfado se dirigió hacia su habitación, pero al llegar al marco de la puerta del salón, se volvió y dijo con todo su sentimiento:
—Gracias papá, no me esperaba menos de ti.
Al llegar a su habitación dio un portazo a la puerta y se tumbó en su cama. Pudo escuchar la acalorada conversación que mantenían sus padres en el salón, pero decidió no prestarles atención porque ya tenía suficientes problemas.
Aquella noche no pudo apenas dormir. Cada vez que cerraba los ojos veía a Sofía pidiéndole apoyo. Tenía grabado a fuego el rostro de aquella niña y sabía que ella también estaba pensando en él, pero… ¿cómo podría ayudarla ahora?