Aquella tarde había resultado ser más despejada de lo que se podía prever algunas horas antes. Toda la mañana había estado lloviendo de manera intermitente, pero incesante. Había sido una típica tormenta de verano de esas que, más que suavizar las altas temperaturas existentes, lo que conseguían eran sacar todo el bochorno que la ciudad guardaba en su interior. Poco a poco el ambiente iba notando la sequedad que habían producido las escasas lluvias registradas en los últimos tiempos, y aunque insuficientes, casi todo el mundo agradeció las gotas de agua que esa mañana se posaron sobre la ciudad de Madrid.
Aunque casi sin tiempo para darse cuenta los ciudadanos habían tenido que pasar de coger el paraguas para cualquier desplazamiento, a volver a tener que refugiarse en la sombra de cualquier árbol o edifico para poder mitigar el agobiante calor. Verdaderamente el tiempo estaba loco, como solían decir los viejos entendidos del lugar. Ninguno parecía recordar unos cambios en el clima como los que se estaban produciendo en aquellos tiempos. Y eso, según ellos, era síntoma de que algo malo se avecinaba. Era curioso que la gente mayor asociara cualquier cambio en las cosas más impredecibles a catástrofes inminentes. Realmente parecían tener ganas de que algo malo sucediera y les daba igual cual fuera el detonante para que se produjera. Cualquier cosa valía, cualquier cosa era susceptible de ser interpretada como el principio de una hecatombe de dimensiones que a ellos mismos se les escapaban cuando intentaban darles alguna explicación plausible. Todo fuera por prevenir a los jóvenes de lo que les podía suceder si no hacían caso a sus recomendaciones. Ellos ya habían vivido mucho y sabían de lo que hablaban, pero claro, los jóvenes no los escuchaban porque lo único que les importaba era divertirse; eso y nada más. Algún día se tendrían que lamentar por no haber escuchado los sabios consejos de sus mayores…
* * *
Javier sabía que ya llegaba tarde a su cita. Se había entretenido demasiado ordenando su habitación. Sobre todo, los libros que tenía y que cada vez más empezaban a ocupar una gran parte del espacio destinado a su cuarto. A él siempre le había gustado mucho leer y siempre que podía se compraba alguna obra. Además sus amigos sabedores de su afición literaria también habían contribuido a que su biblioteca particular creciera poco a poco. Era su manera de tener la mente ocupada en cosas totalmente opuestas a la realidad que lo rodeaba. Era su forma de evadirse del mundo y de viajar a lugares que nunca podría visitar y que le hubiera encantado conocer. Los tenía de cualquier género: novelas, ensayos, poesías… cualquier tipo de lectura podría encontrarse en la abarrotada estantería que Javier tenía en su habitación. Él siempre decía que había una lectura para cada momento y que por eso su colección era tan diversa. Siempre deseó haber tenido el dinero suficiente para poder comprar los ejemplares más importantes de la literatura universal… pero él era hijo de unos panaderos… aquél era otro de los sueños que jamás podría cumplir…
Cuando llegó a la altura del número tres de la calle Felipe IV le faltaba la respiración. Sabedor de que llegaba con retraso, había recorrido el último tramo del camino corriendo y ahora tenía que pagar las consecuencias de no hacer ningún tipo de ejercicio. Se sorprendió al ver que no le estaba esperando nadie todavía. Se miró su reloj y comprobó que pasaban diez minutos de la hora acordada.
Muy extraño…
—No está bien hacer esperar a una princesa —dijo Sofía risueña saliendo del portal.
Javier se asustó ante la inesperada aparición de la niña. Con las prisas no se le había ocurrido mirar en el lugar por el que ella había aparecido. De todas formas, las palabras de su amiga no parecían denotar enfado alguno; todo lo contrario. Su sonrisa, dulce y cariñosa, indicaba que estaba gastando una broma a su caballero, pero Javier no se dio cuenta…
—Lo siento, es que… —dijo avergonzado—. Da igual… lo siento.
Y Sofía no pudo contener más tiempo la risa ante la cara del chico. Notaba que su amigo estaba arrepentido por su retraso y que no había captado la ironía de sus palabras. Llevaba ya algunos días pensando que podía hacer lo que quisiera con él. Cada momento que pasaba se daba cuenta de que era una buena persona en todo lo que esa expresión significaba y podía asegurar, sin temor a equivocarse, que era una suerte haberle conocido.
—Pero mira que eres tonto, Javi.
«Nadie nunca podría describir mínimamente la belleza de la cara de Sofía», pensó Javier tras mirarla unos segundos. Sería la modelo perfecta para cualquier maestro de arte. Aunque ni siquiera los más grandes podrían acercarse a captar la esencia de un ser tan perfecto como lo era su amiga. Ningún cuadro reflejaría nunca una realidad tan única e irrepetible en la historia como era la belleza de Sofía…
Tras esperar unos segundos a que Javier recuperara el aire perdido por la carrera, los dos chicos se dirigieron al Parque del Retiro, donde tenían dispuesto pasar la tarde.
Mientras caminaban Javier se dio cuenta de que su amiga llevaba en su mano un sobre grande color sepia. Por el bulto que se intuía podía pensarse que dentro había algo voluminoso. En cualquier caso, no era una cosa que le interesara, aunque sí le extrañó que Sofía no le dijera nada al respecto. Qué podría contener aquel sobre. Quizá una sorpresa para él. Ya estaba acostumbrado a que a menudo su amiga le sorprendiera con actos que él no podía ni imaginarse. Pero decidió no preguntar por si acaso metía la pata, que sería lo más probable.
Habían recorrido ya parte del trayecto cuando Sofía dijo:
—Oye, Javier. ¿Has pensado en lo que pasó el otro día?
Esta vez no se podía hacer el tonto, ya que sabía perfectamente de lo que le estaba hablando. Claro que había estado pensando en ello. Más bien se podría decir que había estado recordándolo cada segundo desde que había sucedido. Hasta su madre le había dicho que le notaba más feliz cuando esa tarde había regresado a casa. Era absurdo negar que desde aquel día sus más secretos sentimientos hacia su amiga habían tomado un rumbo incontrolado. Aún sentía el roce de sus labios y esa sensación que parecía haber parado el mundo entero para que sólo ellos dos pudieran disfrutar de aquellos segundos irrepetibles.
Vacilante ante la inseguridad que le daba el no saber muy bien lo que contestar, Javier respiró hondo y dijo:
—Sí, claro que lo he pensado. Y quiero que sepas que no me arrepiento de nada.
Me pareció algo muy bonito y creo que nunca te podré agradecer lo que hiciste.
Y Sofía cambió su cara de nerviosismo por otra de alegría. Ella también tenía sus reservas ante la posible contestación del chico. Había pasado toda la noche anterior dándole vueltas a la manera de poder sacar el tema frente a su amigo. Necesitaba saber su opinión y saber si a él le había parecido tan importante como a ella. La costaba reconocer que el acto en sí fue un puro impulso del momento, pero que después de realizarlo había sentido que no se había equivocado al hacerlo. Podrían haber pasado muchas cosas desde ese instante, todo podría haber cambiado de rumbo debido a su espontánea acción…
¿Qué hubiera pasado si Javier no hubiera reaccionado como lo había hecho?
¿Qué hubiera pasado si Javier la hubiera rechazado por aquella tontería que había hecho sin pensar en las posibles consecuencias?
Pero Javier no la hubiera rechazado nunca por aquello. Ella aún no lo sabía, y muy posiblemente no lo sabría nunca, pero su caballero había ascendido a lo más alto que podía llegar en toda su vida gracias a aquel beso inesperado que le confirmó lo que su corazón ya le llevaba diciendo desde hacía mucho tiempo…
La había querido, la quería y la querría siempre…
Siempre, pasara lo que pasara…
Ella era su princesa…
Y él sería su caballero…
Y la querría más cada segundo que pasara, porque nada podía ya parar aquel sentimiento que crecía en él desde lo más profundo de su alma y de su corazón. Nunca había sentido nada parecido por nadie, y se sorprendió al comprobar que Sofía ocupara sitio preferente en todos sus pensamientos. Se acordaba de ella con cualquier cosa que le sucediera en su vida cotidiana. Se imaginaba la cara que pondría bajo cualquier situación, lo que le diría si estuviera junto a él o simplemente, a veces, en la soledad de su habitación entonaba un diálogo sin oyente en el que la contaba muchas cosas de las que le habían sucedido. Y no sólo eso, Sofía era la última persona en la que se acordaba cuando se acostaba cada noche y la primera al levantarse cada mañana. Se podría decir que ella era su energía para vivir, la razón por la que cada día merecía la pena estar vivo.
Ciertas comparaciones siempre habían sido odiosas, pero en el caso de Javier comparar cualquier sentimiento anterior con el que estaba disfrutando en esos momentos era básicamente comparar a Dios con el Diablo. No tenían nada que ver el uno con el otro… no había comparación posible.
Javier recordaba como había vivido su relación con Belén tiempo atrás y definitivamente no había puntos en común, salvo que cada chica había ocupado su corazón en un momento determinado de su vida. A Belén siempre la quiso mucho, no en vano el tiempo que estuvieron juntos sirvió para que él madurara bastante como persona; cosa que no podía decir de ella… Durante su aventura amorosa Javier dio lo máximo que pudo de su parte, pero no le sirvió para que Belén entendiera hasta que punto él la quería. Su relación había acabado como empezó: prácticamente sin darse cuenta. De la noche a la mañana comprendió que no merecía la pena seguir luchando por algo que nunca había tenido, por algo que jamás había sido suyo… por algo que nunca podría conseguir. Tuvo que asumir, tras mucho tiempo, que lo que para él había sido algo importante para Belén había sido un mero juego. Nunca podría asegurar que ella hubiera jugado con él, pero la duda sobre tantas cosas que había escuchado de su boca planearía en su mente mientras viviera: palabras cariñosas, promesas, juegos… ahora todo eso era tan lejano para él como cualquier historia de las que leía en sus libros, aunque ésta sí estuviera basada en hechos reales… muy reales. En varias ocasiones Javier había pensado que quizá se había precipitado a la hora de terminar su relación con Belén de manera tan radical; quizá hubiera sido mejor dejar pasar el tiempo sin cerrar del todo la muralla que había construido alrededor de su corazón para evitarse un nuevo desengaño. A lo mejor así, tras hablar con ella del tema, podrían haber encontrado una explicación a lo que les había sucedido. Pero en esos momentos apareció Sofía, que le ofreció toda la ayuda que necesitó en aquellos difíciles instantes y todo pareció serenarse en su mente. La sevillana le ayudó a enfocar su historia desde otra perspectiva en la que nunca había reparado. Y así, poco a poco, fue superando algo en lo que nunca tuvo fe en que pudiera superar. Y siempre tuvo muy claro quien fue la auténtica artífice de aquella milagrosa recuperación: Sofía.
Pero ahora todo era distinto. Lo que sentía por la andaluza, aún siendo igualmente amor, no tenía comparación con cualquier cosa que hubiera sentido antes, porque era algo que no tenía ningún límite. Pero Javier tenía su propio diablillo particular que le susurraba al oído que tuviera cuidado porque una vez ya había entregado todo lo que su corazón podía dar y había acabado muy mal. Tenía la certeza de que si volvía a cometer el mismo error con su amiga, ya no habría más Sofías en las que poder apoyarse después de una caída así. No habría más Sofías simplemente porque Sofía era única e irrepetible. Y ese tipo de personas escaseaban como cualquier tesoro en el mundo. Si eras tan afortunado de conocer en tu vida a alguna persona como ella, mejor era que trataras de conservar su amistad porque aunque la niña no se diera cuenta, su sola compañía podía ser la mejor cura para cualquiera que estuviera a su lado. Este tipo de personas irradiaban una paz y una calma que conseguían hacer olvidar los males del mundo mientras te hablaban. Era algo hipnótico, y Javier sabía perfectamente donde estaba el epicentro del poder de su amiga: en sus ojos… aquellos ojos que habían sido su luz desde que la conoció.
—Pues me alegro de que te pareciera bonito —dijo la niña algo más convencida—. No sabía muy bien como ibas a reaccionar cuando me vieras otra vez…, pero el caso es que yo tampoco me arrepiento de nada. No quiero que pienses que lo hice por compromiso, lo hice porque quería hacerlo y porque te estabas poniendo un poco pesadito con lo de que me iba a cansar de ti.
Ambos se rieron sin mucha convicción.
—O sea que cuando quiera que me des un beso sólo tengo que ponerme pesadito como tú dices y me lo darás… Interesante, muy interesante; bueno es saberlo.
E inmediatamente la cara de Javier tomó un tono sonrojado ante lo que acababa de decir. No fue consciente de lo que había expresado hasta el mismo instante en que había terminado de pronunciar su frase y ahora todos los calores, habidos y por haber en su cuerpo, se habían concentrado en su rostro pintándolo de un rojo intenso. A eso se le llamaba avergonzarse de lo dicho, y Javier de eso entendía bastante bien.
Pero lo que no podía imaginarse era que la reacción de Sofía fuera reírse con aún mayor intensidad para luego decir:
—Pero mira que eres tonto, ¿eh? ¿Acaso crees que ésa sería la única forma que tienes de conseguir que yo te besara? Y ahora que lo pienso, con lo pesado que te estabas poniendo más que un beso te hubieras merecido un bofetón; pero lo hecho, hecho está.
—Ya decía yo que era demasiado bueno para ser verdad —comentó Javier socarronamente—. Casi mejor me voy a callar no sea que al final me lleve alguna «caricia no deseada» de mi princesa.
Y la miró con cara burlona.
—Más te vale que no se vuelva a repetir lo del otro día porque sabes que no me gusta nada que hables así. No aguanto que no te valores nada y no soporto que digas que llegará un día en el que no nos volvamos a ver, porque no es verdad, ¿está claro?
Javier dudó unos segundos su respuesta debido a que no tenía muy claro si la conversación seguía por los cauces de la medio broma o habían pasado ya a hablar en serio. Debía extremar el cuidado a la hora de contestar si no quería que Sofía se enfadara con él… aunque así, a lo mejor se ganaba otro beso, volvió a pensar.
—Vale, vale. No te enfades —dijo—. Si ya sabes que nada me haría más feliz que seguir contando contigo siempre porque eres mi mayor apoyo, pero hay cosas que pasan en la vida y que uno no puede evitar que ocurran y me da miedo que una de ellas sea que nos tengamos que separar. Pero, tienes razón, es mejor no pensar en ello y aprovechar estos momentos. Por cierto, ¿me puedes decir porqué eres tan buena conmigo? No sé, te parecerá una pregunta tonta, pero creo que haces siempre más por mí de lo que yo me merezco y me gustaría saber si hay algún tipo de razón oculta que se me escape.
La niña paró de andar y puso su vista en un punto distante de donde se encontraban los dos amigos. Durante unos segundos su cara reflejaba indiferencia ante su alrededor, y como si fuera lo más normal de mundo abrió la boca para contestar:
—Por amistad, porque me importas y porque te lo mereces. ¿Por qué si no iba a hacerlo?
Javier la miró sorprendido a la cara y comprobó que todavía seguía en aquel lugar distante. Tampoco le convencían mucho las palabras de Sofía porque seguía pensando que no era merecedor de ellas, pero de momento no haría alegaciones al respecto. Lo dejaría pasar…
«Por amistad, porque le importo y porque me lo merezco» pensó Javier. Tres buenas razones, aunque no suficientes para que la andaluza le hubiera entregado tantas y tantas cosas. Tomaría nota de esas palabras; ellas formarían otro de sus recuerdos imborrables con el paso del tiempo.
—¿Sabes?, yo también podría preguntarte lo mismo —dijo Sofía con mirada pícara en sus ojos—. Y creo que tu respuesta sería muy parecida. O eso espero.
Y tenía razón al creer así, aunque Javier pensó que en su caso hubiera tenido que añadir, al menos, una razón más en su respuesta a las que ella había expuesto segundos antes. Una razón que cada vez estaba más cerca de confesarle.
Llegaron al Parque del Retiro y pronto se encaminaron hacia la zona del estanque. Allí buscarían un banco para sentarse a descansar un poco mientras contemplaban a todas las personas que habían pensado, al igual que ellos, en pasar la tarde en aquel maravilloso lugar.
Accedieron por la Puerta de España y mientras recorrían el Paseo de la Argentina camino del lago, Javier buscó infructuosamente algún barquillero para invitar a su amiga a uno de esos dulces que tanto la gustaban. Un poco decepcionado ante la oportunidad perdida por no poder hacerlo dijo:
—Me parece que hoy te vas a quedar sin barquillos, princesa.
—Mejor, porque con la suerte que tuve la última vez no quiero que te gastes el dinero para que luego vaya yo y sólo consiga dos.
—Mira que eres tonta —contestó Javier sin mirarla.
Javier sabía que a Sofía le encantaban esos cilindros de galleta, así que se prometió que si en algún momento de la tarde divisaba algún barquillero nadie podría evitar que fuera hasta él para conseguirlos. Su princesa se lo merecía.
Llegaron a la zona deseada y tuvieron suerte de que a esa hora de la tarde hubiera algún banco libre a la sombra. La temperatura era suave y las pequeñas brisas que se levantaban por momentos hacían que la sensación fuera muy agradable. Apetecía mucho dejar pasar el tiempo en ese refugio natural que parecía ofrecer la calma necesaria a cada persona que lo visitaba.
La gente caminaba de un lado al otro del paseo que bordeaba el estanque con aparente parsimonia. Todos parecían querer retener aquellos momentos de paz que podían disfrutar al resguardo de los árboles. Aquel espacio de naturaleza en medio de la gran ciudad había sido y seguiría siendo testigo de multitud de historias. Las historias de sus visitantes que en algún momento de su vida habían ido a parar a aquel pedazo de paraíso que tenía Madrid en sus entrañas y que se habían quedado allí para siempre.
Cuando ya estuvieron acomodados en un banco, Javier siguió mirando a las personas que pasaban por delante de ellos, pero sin perder de vista a la posible llegada del barquillero. Y casi tuvo que salir corriendo al rescate de un niño pequeño que casi se cae dentro del estanque por culpa de un descuido de sus padres. Afortunadamente el chiquillo había sido sujetado por una persona mayor escasos momentos antes de haber acabado empapado hasta los huesos. Sofía también se asustó porque al igual que Javier, vio al niño en el fondo del lago antes de tiempo y también se levantó del asiento que ocupaba. Salvo ese pequeño incidente todo parecía estar en calma.
Del susto, había dejado caer el sobre que había llevado con ella todo el tiempo.
Lo recogió con mucho cuidado y tras sentarse lo colocó otra vez encima de sus rodillas.
—Menos mal que no le ha pasado nada —dijo—. Si se entera mi padre de que he tirado esto al suelo me mata.
Javier, que ya hacía tiempo que había perdido la curiosidad por el sobre sepia, la miró con indiferencia y dijo:
—Ya será menos, mujer. Qué exagerada que eres. Si no fuera por algunas expresiones que te delatan, nadie sabría que eres andaluza.
Y seguidamente se echó a reír. Otra de las cosas que admiraba de Sofía era que podía gastarle las bromas que quisiera porque ella nunca se enfadaba. Las encajaba perfectamente y casi siempre le acababa premiando con una sonrisa de las que recordaba durante días.
—Mira tú que gracioso me ha salido mi niño. Pues que sepas que lo que contiene este sobre es para ti. Y me parece muy extraño que no me hayas preguntado por él todavía.
¿Ese sobre era para él? ¿Y qué podía contener? No recordaba haberle pedido nada a Sofía y estaba casi seguro de que la niña le había devuelto todos los libros que le había prestado para que se leyera. Además para qué iba a devolverle un libro suyo dentro de un sobre. El siempre se los había dejado sin ningún envoltorio.
—¿Para mí? —dijo Javier entornando las cejas.
Ahora la curiosidad le corroía por dentro. Era lo malo de saber las cosas a medias: que hasta que las sabías del todo estabas en un sin vivir.
Además Sofía parecía disfrutar especialmente con aquel juego que estaba practicando con su amigo. Se divertía viendo como la expresión de Javier la hacía pensar que estaba buscando la respuesta a lo que podía contener el sobre que reposaba encima de sus piernas. Aunque ella jugaba con ventaja porque era consciente de que por muchas cosas que Javier pudiera pensar, jamás daría con lo que había en su interior. Era imposible que acertara con el contenido, seguro.
—Pues sí, es para ti —dijo la niña finalmente—. Aunque más bien debería decir que es un favor que me ha pedido mi padre que le hagas. Así que comprenderás porqué decía lo de que no tenía que haber permitido que se me cayera al suelo antes.
—¿Un favor de tu padre? —masculló Javier entornando aún más las cejas.
Aquello empezaba a no tener ningún sentido. ¿El señor Olmedo le iba a pedir un favor a él? Estaba claro que no podía negarse a aceptarlo, fuera lo que fuera. Pero, ¿qué podría necesitar un hombre como Rafael Olmedo para tener que pedírselo a él? La respuesta la tenía a un metro escaso de distancia, pero la persona que debía aclararle aquel enigma no parecía estar dispuesta a dejar de jugar con él.
¿Cuál sería el favor que el señor Olmedo le quería pedir?
¿Y por qué no se lo pedía a él directamente?
«Aunque casi mejor así», pensó enseguida Javier. Prefería no hablar con el padre de Sofía cara a cara; al menos de momento. Siempre le había infundido gran respeto el señor Olmedo y se había sentido muy nervioso cuando alguna vez había tenido que intercambiar algunas palabras con él. Mejor que estuviera su amiga de intermediaria.
—Toma anda —dijo Sofía entregándole el sobre.
Javier al recogerlo comprobó que pesaba más de lo que había esperado en un principio. Y decidió que ahora sería él quien jugara con Sofía. Seguro que ella estaba esperando que lo abriera inmediatamente y descubriera lo que había en su interior. Pero no, esperaría a recibir más explicaciones sobre lo que ahora él tenía entre sus manos.
—Lo que hay dentro de ese sobre es un libro de un autor nuevo que ha llegado a la editorial de mi padre —prosiguió—. Por lo visto es muy bueno y en breve saldrá a la venta si logran firmar el contrato con su creador. Llevo oyendo hablar de él varios días y como yo sé que te gustan tanto los libros y que tú has leído bastante pues le he pedido a mi padre que te deje leerlo antes de que lo publiquen y que le des tu opinión sobre lo que te parece.
Así que eso era. Un libro nuevo. Lo que pasaba es que este caso era totalmente distinto a los libros que había leído hasta la fecha. Él estaba acostumbrado a leer ejemplares ya publicados, no obras pendientes de salir a la venta. Y mucho menos se sentía con la capacidad suficiente como para darle su opinión a un editor de la talla de Rafael Olmedo sobre una obra que hubiera llegado hasta su editorial.
—Bueno, sí, a mí me gusta leer y escribir —empezó a decir Javier titubeante—. Pero no creo que esté capacitado para esa responsabilidad. La verdad es que me siento muy halagado por el ofrecimiento, pero no sé si estaré a la altura.
Sofía, entonces, se le quedó mirando pensativa. Dudó unos instantes antes de abrir la boca. No estaba segura de si debía decir lo que finalmente dijo:
—Pues si te pones así no sé si debería decirte esto. Yo no es que quiera presionarte, pero mi padre me ha dicho que aparte de él, sólo han leído esta obra los dos editores jefe y que todos han coincidido en que es un libro maravilloso. Y por lo visto tu opinión también contará porque quieren conocer el veredicto de alguien de fuera del mundo editorial, así que tú verás. Por si te sirve de algo te diré que en mi opinión no podían haber escogido a nadie mejor que tú para que les proporcione su punto de vista sobre lo que te parece. Y si aún así tienes dudas al respecto de tu capacidad para emitir un juicio justo sobre el libro, piensa que el favor también te lo pido yo.
En ese momento quedó claro para Javier que Sofía debía haber sido una pieza clave en el entramado que había terminado por llevar aquel paquete hasta sus manos.
Sobre él caía una gran responsabilidad puesto que al parecer su opinión iba a ser escuchada por personas muy importantes. Y también estaba el escritor. Javier pensó en las horas que esa persona habría invertido en su obra y que estaba a merced de que alguien decidiera darle salida en el mercado y que otros compraran su historia.
—Está bien, lo leeré y procuraré hacer lo que me pedís tú padre y tú.
—Perfecto, cuando llegue a casa se lo diré a papá. Ya verás que contento se va a poner.
No cabía ninguna duda de que la mano de Sofía había influido en la decisión de Rafael Olmedo de dejarle leer aquella obra. Debía ser algo muy especial porque no era muy lógico que una editorial dejara ver sus libros antes de firmar el contrato con el autor, aunque Javier supo que si su amiga se lo proponía podría convencer a quien quisiera de lo que se propusiera.
—¿Puedo abrirlo? —preguntó el chico.
La niña le miró con cara de sorpresa fingida y le contestó en tono de burla:
—Hombre yo esperaba que me dedicaras toda la tarde, pero vamos que si molesto me voy y ya está.
Javier dudó nuevamente ante las palabras de Sofía.
La chica se dio cuenta de las vacilaciones de su caballero y se echó a reír con todas sus ganas, y Javier comprendió que había sido víctima nuevamente de una de las bromas de su amiga.
—Pero mira que eres tonta, princesa —dijo—. ¿Acaso crees que prefiero leer a estar contigo? Lo decía sólo por verlo, aunque tienes razón porque ya tendré tiempo de mirarlo cuando llegue a casa.
Sofía no paraba de reírse y ahora lo hacía de manera nerviosa. Estaba luchando por dejar de hacerlo y poder contestar a Javier, pero cada vez que le miraba a la cara se retorcía recordando el gesto que había puesto su amigo segundos antes.
Cuando logró calmarse un poco, suspiró hondo y le dijo:
—Si es que me encanta picarte, porque caes siempre. Anda ábrelo y así lo vemos los dos.
El chico pensó en devolverle ahora él la broma y dejarla con la curiosidad, pero sus deseos de ver lo que contenía el sobre sepia fueron más grandes.
Muy lentamente rasgó un lateral del envoltorio, teniendo cuidado de no romperlo demasiado para que pudiera seguir sirviendo de funda a los folios que albergara dentro. Cuando la abertura fue lo suficientemente grande como para poder extraer las hojas, metió la mano con sumo cuidado y sacó el paquete de folios que había en el interior. A ojo, ambos calcularon que Javier tendría entre sus manos más de trescientos folios. Era una obra de dimensiones importantes.
Y por último, antes de que Javier regresara el fajo de hojas al sobre, los dos chicos leyeron el título de aquel misterioso libro:
La Sombra del Viento
por
Carlos Ruiz Zafón
El resto del tiempo lo pasaron entre más bromas y confidencias, como siempre habían hecho. Sólo faltaron los barquillos que hubieran dado el remate perfecto a aquella tarde, pensó Javier. Ambos se sentían a gusto en su mutua compañía y cada segundo que pasaban juntos les unía un poco más.
El ocaso empezaba a manifestarse con disimulo en el horizonte. Todavía restaba más de una hora para que la ciudad se convirtiera en el refugio de la noche. Sofía y Javier no habían notado el paso inexorable del tiempo, ya que cuando estaban juntos nada les importaba. La sevillana más de una vez había expuesto a Javier una teoría que al chico le había parecido de lo más acertada. Según la niña, cuando los dos estaban juntos el tiempo pasaba mucho más deprisa de lo normal. No era posible que prácticamente sin darse cuenta estuviera regresando a su casa después de pasa una tarde entera junto a Javier. Había alguien que jugaba con el tiempo cuando los dos quedaban. Alguien que les estaba robando un período precioso. Alguien que jamás podría entender el daño que les estaba haciendo por no permitirles disfrutar más de sus encuentros.
Casi sin darle tiempo a reaccionar a Javier después de contarle un chiste, Sofía se levantó del banco donde estaban sentados los dos amigos, suspiró hondo tratando de aprisionar en sus pulmones la mayor cantidad de aire puro posible y dijo:
—Vamos a ver el estanque antes de irnos.
La propuesta no admitía discusión y el tono empleado por Sofía menos. Javier notó que su amiga deseaba lo que estaba diciendo, así que no dudó en levantarse también llevando consigo el sobre con el libro del señor Olmedo.
La distancia que los separaba del estanque era corta y la cantidad de gente que ahora paseaba por el parque había bajado relativamente. Cuando llegaron al lago, ambos se apoyaron en la barandilla que lo bordeaba y observaron lo que sucedía en el interior. Vieron a los últimos valientes que luchaban sin mucho acierto con las barcas del estanque tratando de llevarlas al punto donde debían devolverlas tras su travesía. Javier recordó que siendo más pequeño estuvo a punto de caerse al lago una vez que montó en una de esas barcas junto a sus padres. Y no precisamente porque Joaquín fuera un mal marinero. El niño estaba deseoso de ver los peces que habitaban en el agua, y tanto se inclinó en uno de los laterales de la barca que estuvo a punto de hacerles compañía. Fue una suerte que Isabel estuviera atenta a su hijo y pudiera rescatarlo de un remojón seguro sujetándole por el cuello de la camisa que vestía ese día. Desde ese momento Javier tuvo mucho respeto a esas barcas. Y nunca más había montado en una de ellas.
Los últimos rayos del sol de la tarde se reflejaban en las ondas del agua y daban un toque melancólico al entorno. Había más gente contemplando el paisaje que se presentaba ante los ojos de los dos amigos, pero a ellos no parecía importarles. Al otro lado, en las gradas donde tantas veces habían estado, se podía divisar a grupos de personas que también apuraban la tarde al cobijo del parque. Cada uno con su historia particular, cada uno con su vida…
—Qué bonito es este sitio, ¿verdad? —dijo Sofía.
Su mirada estaba perdida en la cadencia que tenía el agua del estanque. Unas ondas que serenaban el ánimo de quien se paraba a mirarlas.
—Ojalá pudiéramos parar el tiempo y mantenernos aquí para siempre. Ojalá no tuviéramos que volver a casa —prosiguió la niña—. Aquí todo es distinto. Aquí tengo todo lo que necesito: buena compañía, buena conversación… ¿qué más podría pedir?
Y acto seguido se volvió hacia su amigo y le dedicó una cálida sonrisa cargada de algo de melancolía, detalle que no se le escapó a Javier.
—Tienes razón, princesa. Ojalá pudiéramos tener la virtud de parar el curso de la vida en los momentos en los que nos sentimos a gusto. Sería maravilloso poder retener esos instantes todo el tiempo que quisiéramos. Hay veces que daría lo que fuera porque el mundo no siguiera girando y se parara para dejarme disfrutar de lo que me está sucediendo. Así podría recrearme en los pocos momentos que he tenido de felicidad, así siempre podría recordar que, a veces, se puede ser feliz. Pero como no podemos hacerlo, es mejor que disfrutemos de cada segundo y tratemos de no pensar en lo que nos pueda pasar. O al menos eso es lo que tú me decías, ¿no?
Sofía lo miró de arriba abajo con expresión de incredulidad fingida. Javier temió que otra vez su amiga le hiciera blanco de sus graciosas bromas. Estaba claro que algo le iba a decir con respecto a lo que acaba de expresar.
—Pues mira, no podría estar más de acuerdo en lo que acabas de decir —dijo—. Lo que pasa es que me gustaría que tú mismo siguieras tu propio ejemplo y disfrutaras de cada momento sin preocuparte de lo que pueda pasar.
El chico sin decir palabra apretó los labios mientras observaba a su amiga y asintió vagamente sin mucha convicción. Sabía que era un buen consejo, como todos los que Sofía le daba, y sabía que ella se lo decía por su bien, pero…
Lentamente se volvió a apoyar en la barandilla y con la mirada perdida en las gradas que estaban enfrente, a varios metros de distancia, dijo:
—Sí, tienes razón, y lo sabes. Pero también sabes que no puedo dejar de pensar en lo que nos pueda pasar en el futuro…
La niña, entonces, lanzó un suspiro desesperado y se derrumbó en la barandilla de forma exagerada para que Javier la prestara toda su atención. Era una táctica que muchas veces había empleado con su amigo; y éste sabía que cuando ella hacía eso es que algo importante le iba a decir.
Tras unos segundos de cortesía para que el chico se tensara lo suficiente y pusiera toda su atención posible en ella, Sofía se irguió poco a poco hasta quedar apoyada con los codos en el hierro que delimitaba el lago.
—Pero mira que eres cabezota. Que a nosotros no nos va ha pasar nada y que siempre vamos a seguir siendo amigos. ¿No te quedó suficientemente claro ya el otro día? Por muchas vueltas que dé la vida, tú siempre serás especial para mí. Nunca nadie podrá interponerse entre nosotros. Me encanta estar contigo, me encanta que me cuentes cosas, me encanta pasear y que siempre tengamos algo de que hablar. Eso no lo podré tener nunca con nadie más porque aunque tú no te lo creas…
En ese momento el discurso de Sofía se paró en seco. Era una pausa premeditada. Ella sabía que así el efecto de sus próximas palabras sería todavía mayor que si las hubiera pronunciado de carrerilla. Además lo que iba a decir era la parte más importante de todo su alegato. Necesitaba que no hubiera nada que pudiera distraer a Javier de lo que iba a escuchar… otra cosa sería que se lo creyera o no, pero para eso ya estaba ella dispuesta a ayudarle.
—Aunque tú no te lo creas… —prosiguió la niña—. Eres especial, Javier. Eres la persona más especial que he conocido en mi vida y nunca dejaré que te marches de mi vida, aunque eso signifique el irme contigo. Donde sea y cuando sea mi sitio siempre estará junto a ti, porque no hay nadie como tú. ¿Está claro?
Javier escuchó en silencio a su amiga sin mover un solo músculo de la posición que había adoptado minutos antes. Ahora sí que se encontraba en un aprieto, porque no sabía como reaccionar. Su corazón bombeaba sangre a velocidades insospechadas y todo su cuerpo era un manojo de nervios. Le faltó poco, muy poco, para mandar al carajo todos sus esquemas y abrazar a su amiga y cubrirla de besos; algo que deseaba desde lo más profundo de su ser desde hacía mucho tiempo y que sólo su estúpida timidez le impedía realizar…
Aunque luego estaba lo que pensara Sofía, claro…
¿Y si no sentía lo mismo que él? ¿Y si cometía el error de abrazarla, besarla y eso hacía que ella no quisiera saber nada más de él nunca más? ¿Y si el beso del otro día no había significado lo mismo para ella que para él?… Javier se dio cuenta de que estaba perdidamente enamorado de Sofía y de que ese amor sería lo más importante para él mientras estuviera vivo.
«Por los siglos de los siglos» se juró Javier.
Con una lágrima resbalando por su mejilla izquierda se volvió hacia su amiga y con un suspiro de voz sólo acertó a decir:
—Gracias, princesa. Muchas gracias.
Ella entonces hizo algo totalmente inesperado para Javier. Puso su mano derecha sobre la izquierda de su amigo y la apretó levemente para reforzar su gesto. Entonces el chico correspondió a su amiga dando la vuelta a su mano. Ambas palmas se abrazaron por unos segundos y los dos chicos se sintieron cálidamente reconfortados.
Éste sería otro momento merecedor de que el tiempo se hubiera parado solamente para ellos dos, pensaron ambos a la vez.
—Te voy a proponer algo —dijo Sofía de repente—. Fíjate si estoy segura de lo que te he dicho que si tú quieres dentro de cuarenta años nos volveremos a ver aquí, en este mismo sitio, ¿vale? Así podré recordarte todo lo que has dicho y lo que yo te he dicho a ti. Y sobre todo, así podré alegrarme al decirte que te equivocabas. ¿Harías eso por mí?
«Haría eso y todo lo que me pidieras», pensó Javier.
La oferta era tentadora, aunque a muchos años vista. En cuarenta años podían pasar muchas cosas; demasiadas. En cuarenta años el destino podía ser muy variable en sus designios.
Cuarenta años era demasiado tiempo.
—Me parece una proposición magnífica. Ojalá tengas razón porque nunca me alegraré más en mi vida que de haberme equivocado en algo como esto. Aunque me parece que cuarenta años es mucho, ¿no? Seguro que seguirás estando tan bonita como hoy y seguro que yo me alegraré tanto de verte que…
Pero no pudo terminar su frase porque Sofía volvió a apretarle la mano, esta vez con más fuerza que en la anterior ocasión. Y aunque le clavó las uñas sin darse prácticamente cuenta, Javier no sintió dolor, al contrario, ese nuevo contacto le supo a gloria. Esa mano aferrada a la suya le transmitió paz y calma a la vez.
Y deseó que el tiempo se parara una vez más…
—¿Bonita yo con cuarenta años más? —dijo la niña—. Me parece que tú me miras con muy buenos ojos y me mimas demasiado. Pero si estaré llena de arrugas y mucho más fea. Anda, no digas tonterías. Yo lo decía para que vieras que no te estoy mintiendo cuando te digo que nada nos podrá separar nunca, aunque tienes razón en que cuarenta años es mucho tiempo.
—Me parece que la que está diciendo ahora tonterías eres tú, princesa. Con cuarenta años más estarás igual de preciosa —contestó Javier—. Y yo te seguiré queriendo tanto… o más que ahora.
Sofía se sonrojó ante las palabras de su caballero. Era francamente complicado ruborizar a esa andaluza de ojos color miel, pero esta vez la sinceridad de Javier lo había conseguido. La afirmación que acababa de escuchar había salido desde el claro convencimiento del chico de que siempre amaría a la persona que tenía a su lado, pero eso ella aún no lo sabía. Para la niña esa frase era unas de muchas que Javier la dedicaba a cada momento y que a ella la encantaba escuchar. La hacían sentirse bien, la gustaba escucharlas en boca de Javier; así tenían mucho más valor que si las oyera de otra persona.
—Recordaré estas palabras por si a ti se te olvidan dentro de cuarenta años. Y como tienes razón en que es demasiado tiempo el que te he propuesto, vamos a hacer una cosa: vamos a prometernos que siempre que podamos vendremos aquí para confirmar que nuestras vidas no se han separado. Éste será nuestro punto de encuentro y el lugar que certifique nuestra amistad eterna.
«No podía haber elegido mejor sitio», pensó Javier. A él siempre le había gustado ese punto en concreto de toda la ciudad de Madrid. Había algo mágico en esa parte del Parque del Retiro. Todo el parque en sí era especial con sus paseos, sus arboledas, sus bancos para descansar; pero la zona del estanque tenía algo que no podía explicar. Nunca había sabido porqué le había atraído tanto desde pequeño ese lugar, y ahora, después de los años lo había descubierto en un solo segundo: ese sería el lugar donde le pediría a Sofía que se casara con él. Y lo haría de rodillas, que era como la tradición decía que había que pedirlo… pero dentro de cuarenta años sería mucho esperar, aunque por ella esperaría lo que hiciera falta. Se lo merecía.
—Vale —dijo finalmente—. Este caballero promete a su princesa que estará siempre dispuesto a acudir a este lugar para rendirte pleitesía y para admirar la belleza que nunca marchitará de su gran amiga.
Acto seguido hizo una reverencia y se echó a reír un poco avergonzado.
Sofía, por su parte, no pudo contener la risa y dándole una palmada en la espalda le dijo:
—Deja de decir ya tonterías. Deberías ir a que te revisaran la vista porque me parece que te falla un poco. Yo soy una chica del montón, lo que pasa es que tú tienes un defecto en los ojos y ves cosas que no son verdad. Nunca me han gustado las personas mentirosas, que lo sepas.
Pero aunque lo intentó, la última frase que pronunció no sonó ni por asomo a reprimenda, más bien a guasa. En el fondo debía admitir que la gustaba y mucho que Javier la dijera esas cosas.
Javier siempre había creído que Sofía no se valoraba lo suficiente como persona. Había sido testigo varias veces, mientras habían paseado juntos, de cómo algunos chicos de su edad se la quedaban mirando al pasar por su lado. Incluso alguna vez, creyó intuir las maldiciones de alguno de ellos por la suerte que tenía al acompañar a una chica tan preciosa. Para Javier, Sofía siempre había sido muy especial en todos los sentidos, pero para él su opinión no era muy válida porque se había enamorado de ella desde el primer día que la conoció.
A lo largo de la historia de la humanidad la belleza siempre había sido un concepto subjetivo sin importar quien fuera el que la describiera, aunque para Javier la belleza y la perfección de Sofía no admitían ningún tipo de duda. Sofía era preciosa y lo seguiría siendo siempre, pasara lo que pasara y transcurrieran los años que transcurrieran… y si no, allí estaría él para recordárselo cuantas veces hicieran falta.
—Creo que es mejor que nos vayamos ya —dijo suspirando Sofía—. Dentro de poco anochecerá.
Javier despertó entonces del encantamiento que había estado viviendo en las últimas horas. Era hora de regresar al mundo real. De acompañar a su princesa hasta su casa y de esperar el lento paso de las eternas horas que le separaban de volver a estar junto a ella. Un tiempo desperdiciado que no hacía si no aumentar el sentimiento más puro que jamás hubiera sentido por nadie.
Lentamente Javier se irguió en su posición. Miró a su amiga a los ojos y la sonrió con dulzura. Sofía le devolvió la sonrisa, aunque algo confusa por la reacción de su caballero. Acto seguido el chico abrazó con sus manos las de Sofía y mirando hacia el bajo sol reflejado en las aguas del estanque, que era testigo de esos momentos únicos para ambos, dijo:
—¿Te he contado alguna vez la leyenda del sol y la luna?
Sofía abrió los ojos con expresión de sorpresa mayúscula. Siempre le habían encantado las historias que le contaba Javier. Parecía que ese sería el comienzo de otro de los estupendos cuentos que ella estaba acostumbrada a escuchar de boca de su amigo. Pero algo no cuadraba. Pronto anochecería y Javier era el primero que no quería que Sofía anduviera de noche por las calles de Madrid. Simple instinto de protección, pero ahora no parecía tener ninguna prisa por irse… como ella.
Casi imperceptiblemente hizo un gesto que indicaba su desconocimiento sobre la leyenda a la que había hecho mención Javier. El chico entonces la sonrió y Sofía creyó detectar un cierto gesto de pícara soberbia reflejado en los ojos de su amigo.
«Lógico, ni yo tampoco me la sé…», pensó Javier para sus adentros , «… pero ahora nos vamos a enterar los dos».
Y sin perder más tiempo del debido para que Sofía se intrigara aún más, comenzó a explicar con aire solemne:
—El caso es que durante siglos se había creído que el sol y la luna tenían un ciclo por el cual cuando uno salía el otro se ocultaba dando lugar a lo que conocemos comúnmente como los días y las noches. Los antiguos contaban en sus canciones populares que ambos eran dos enamorados que fueron castigados por los dioses a no poder estar juntos nunca debido a que su amor era más puro que el propio amor divino. Al parecer la pareja se había conocido cuando la chica llegó al pueblo donde vivía el chico después de un largo viaje. Desde que se vieron por primera vez supieron que estaban hechos el uno para el otro y pronto su amor fue uniéndolos en una espiral de cariño y alegría mutuos. Pero los antiguos dioses eran vengativos y no permitieron que la pareja pudiera ser feliz. Decidieron, entonces, condenarlos al mayor de los tormentos que unos enamorados pudieran sufrir: los convirtieron en los dos astros que hoy conocemos como el sol y la luna, asegurándose de que no pudieran seguir queriéndose nunca más. Así, mientras el sol buscaba a su amada de día, la luna lo hacía de noche. Estaban condenados a no poder encontrarse jamás, pero era tan grande el amor que sentían el uno por el otro, que ambos se habían prometido pasarse la eternidad intentando volver a encontrarse para poder entregarse mutuamente el cariño que sentían. Sólo en los momentos del ocaso y del amanecer podían estar juntos mínimamente y esos efímeros encuentros les servían para mantener la esperanza de volver a estar algún día en compañía el uno del otro. Pero una y otra vez la amargura de la separación los hacía caer en una desesperanza sin límite. Hasta que un día decidieron realizar un acto arriesgado. Algo que cambiaría el curso del mundo para siempre. Aprovecharon uno de esos mínimos encuentros que tenían cada día para concebir una estrella. Una hija que ambos podrían cuidar y que sería el broche de oro a su prohibido amor. Pero inmediatamente temieron que los dioses que les habían condenados a ellos hicieran lo mismo con su niña. No podían permitir que su pequeña sufriera un castigo injusto como el que estaban viviendo ellos simplemente por haberse querido como nadie lo había hecho nunca antes, así que decidieron que la mejor opción que tenían era convertir a su hija en un ser humano y enviarla a la Tierra para que estuviera a salvo de aquellos que les habían robado la felicidad. Además la entregaron a los hombres con los dones del cariño y la bondad. Ella demostraría a todo el que la conociera que el amor es lo más importante que un ser tiene y que es lo más bonito que puede entregar a sus semejantes. Ella ayudaría a encontrar el camino a los perdidos. Enseñaría que merecía vivir una vida entera de penurias por el simple hecho de escucharla tan sólo un segundo. Y así lo hicieron. La niña fue enviada a una familia que la cuidó y la crió hasta que se hizo mayor. Pero sus verdaderos padres siempre estuvieron vigilándola y cuidándola desde el cielo: su padre de día y su madre por las noches. Y ambos encontraron en ella el punto que los faltaba para ser eternamente felices… Por cierto, ¿sabes como se llama la pequeña?
Sofía se encontraba muy sorprendida por lo que acababa de escuchar. Sin duda era una de las historias más bonitas que Javier le hubiera contado. Estaba claro que era sólo una simple leyenda, pero en boca de su amigo parecía tan real que no se atrevía a ponerla en duda bajo ningún concepto. Es más, prefería creer que la historia era cierta, que de verdad había sucedido lo que su amigo le acababa de contar; así sería todavía más bella.
—No —dijo casi con miedo—. No sé como se llama.
Ésta no era la primera vez que Javier se inventaba un cuento para contárselo después a Sofía. El chico era consciente de lo que a ella le gustaban sus historias. Además en esta ocasión buscaba un efecto doble: agradar a su amiga e indirectamente demostrarle hasta qué punto era especial para él. La cosa iba bastante bien, aunque aún faltaba el toque final. Un toque que Javier podría apostar lo que fuera a que su princesa no esperaba.
—Pues decidieron darle el nombre de Sofía, que en griego significa sabiduría. Ella es la hija del sol y de la luna; ella es la más bonita estrella que jamás haya existido en este mundo. —continuó Javier—. Y es un inmenso honor que esté hoy conmigo y que comparta su tiempo con este pobre mortal… Porque a mí me has enseñado muchas cosas y siempre tendré que agradecerles al sol y a la luna que te enviarán aquí. Por eso cada mañana el sol brilla sólo por ti; tú haces que los días sean siempre preciosos porque el sol cuando te ve desde el cielo brilla de alegría con toda su fuerza. Por eso cada noche la luna vigila tus sueños y cuando sabe que estás bien, brilla con todo su esplendor en las noches para demostrar su alegría; y yo cada vez que miro al cielo, sea de día o de noche, me acuerdo de ti…
Sofía no pudo evitarlo. No quiso contener más las lágrimas que estaban esperando a salir como un auténtico torrente recorriendo sus dulces mejillas. No era capaz de asimilar por completo lo que acababa de oír. Era lo más bonito que le habían dicho nunca. Javier le había hecho creer que formaba parte de una leyenda que se perdía en los albores del tiempo. Para ella estaba claro que ese cuento tenía que ser cierto, una fábula de la que además era la protagonista principal. Nadie en ningún lugar del mundo se podría sentir más feliz que ella en aquel momento.
—Oye, oye —dijo Javier asustado por la reacción de la chica—. Si llego a saber que te ibas a poner así no te lo cuento. Perdona, princesa.
Entonces Sofía se soltó de las manos de Javier y le abrazó con todas sus fuerzas. Su cabeza estaba apoyada en el pecho de su amigo y sus lágrimas no paraban de resbalar por su cara. Javier, por su parte, correspondió a su amiga abrazándola también mientras le daba un beso en alto de su cabeza, en el nacimiento de aquella melena azabache.
—Venga mujer, que no quiero que estés así. Yo sólo pretendía contarte algo bonito. ¿Ves como siempre meto la pata contigo? Venga, no llores más, por favor.
El tono de súplica de Javier pareció surtir efecto. La niña soltó a su amigo e intentó recuperarse un poco del efecto que había tenido en ella la leyenda de Javier.
Lloraba de alegría, pero eso sólo lo sabía ella. Se dio cuenta de que su caballero podía perfectamente haber malinterpretado su reacción y no podía permitir que creyera que algo así la iba a dañar. Así que respiró hondo y se secó las lágrimas que aún le surcaban la cara. Después trató de componer una sonrisa de lo más dulce para dedicársela a Javier. El chico vio entonces una nueva Sofía que no había visto antes; así, con lágrimas en los ojos y con una sonrisa en la cara también estaba preciosa, como siempre.
«Y cuándo no es fiesta», pensó Javier.
—¿Cómo puedes decir que has metido la pata? —dijo todavía entre lágrimas—. Si es lo más bonito que me han dicho nunca. Gracias, mil gracias.
Javier no supo cómo contestar a esas palabras de su amiga; no había contado con que su amiga le podría agradecer el haber creado esa historia para ella. Nunca le había gustado que la gente le agradeciera las cosas que hacía, no se sentía nada cómodo en esa situación. Él hacía las cosas porque había personas que se lo merecían, pero no para que le dieran las gracias por nada.
El atardecer estaba dejando lentamente paso al anochecer. Se deberían de dar prisa si no querían que la noche los pillara a medio camino de su destino.
—De nada, princesa. Venga vayámonos que al final se nos hará de noche.
* * *
Durante los siguientes cuatro días Javier no tuvo tiempo libre que emplear para nada. La mayor parte de los días y de las tardes se los pasó ayudando a sus padres en la panadería, algo que cada vez tenía más claro que terminaría convirtiéndose en su vocación futura. Y cuando llegaba a casa comía y cenaba con una rapidez inusitada porque algo le esperaba en su habitación. La Sombra del Viento se había convertido en una obsesión para él. Necesitaba devorar sus hojas para enterarse de lo que sucedía. Pero a la vez, avanzar en el relato le entristecía porque sabía que inexorablemente le conducía más rápido de lo que él deseaba hasta el desenlace de esa historia. Este libro le había enganchado desde el principio y su trama le estaba manteniendo en vilo desde que comenzara a leerlo. Nunca un texto le había enganchado tanto como aquél, y eso era mucho decir después de la cantidad de ejemplares que habían pasado por sus manos. Tenía algo especial, algo que no podía explicar: la trama, los personajes, todo parecía flotar en una atmósfera mágica. Sin duda sería un gran éxito cuando lo publicara el padre de Sofía, otro best seller que se apuntaría la editorial de Rafael Olmedo.
La noche del cuarto día Javier acabó de leer el libro con lágrimas en los ojos. Ésa era la mejor obra que había leído en su vida y muy difícil lo tendría cualquier otra para desbancarle de aquel puesto en su ranking particular. Con mucho cuidado ordenó el manojo de folios, los colocó con sumo cuidado, como si estuviera manejando un tesoro, y los guardó en el sobre color sepia en el que se los había entregado Sofía. En cuanto pudiera iría a devolvérselo al señor Olmedo y le diría que para él era un libro magnifico.
Cerró el sobre y lo colocó en una de las estanterías encima de varios de sus libros. En el fondo sintió pena de tenerse que deshacer de aquella obra. Esa sí que se podía decir que era una primera edición, pero no era suya, no le pertenecía. Esperaría a que saliera a la venta para tener un ejemplar. Una cosa tenía clara: ese libro tendría que formar parte de su biblioteca como fuera. Además ocuparía un lugar preferencial. Se lo merecía.
Tras apagar la luz de su habitación se tumbó en la cama y en la más absoluta oscuridad se dispuso a dormir. Había perdido la noción de la hora que podía ser, así que procuró no tardar mucho en coger el sueño; la mañana siguiente le esperaba muy temprano para ayudar en la panadería.
* * *
Definitivamente no era posible que hubiera dormido tanto. Tenía la sensación de que acababa de cerrar los ojos cuando un grito familiar le despertó súbitamente. Al principio creyó que fuera una pesadilla, pero las voces de su padre llegaron muy claras hasta sus oídos:
—¡¡Javier, despierta!! ¡¡Corre, ayúdame!!
El chico decidió que no era momento de hacer comprobaciones sobre si todavía se encontraba en los dominios del dios Morfeo o si ya estaba totalmente despierto. Sin pensárselo dos veces se lanzó al suelo de terrazo de su cuarto y corrió hacia la habitación de sus padres, lugar de donde provenían los gritos de Joaquín. Sus pies no sintieron el frío de las baldosas que los sostenían. Su pijama era lo único que llevaba puesto en esos momentos. No había tiempo para arreglarse. Algo malo estaba sucediendo, lo podía presentir.
Cuando entró en la habitación de sus padres la escena que se encontró le dejó paralizado por completo.
El cuarto era el doble de grande que el suyo en dimensiones. Un armario enorme de madera oscura, un espejo ovalado, dos mesillas y una cama de matrimonio eran el único mobiliario que tenía. Isabel siempre había tenido ganas de cambiar ese dormitorio, pues era el que había comprado cuando se casó y su ilusión era tener uno más moderno. Pero unas veces por unas cosas y otras veces por otras, el caso es que seguían teniendo el mismo.
La habitación estaba sólo iluminada por las dos lamparitas que había encima de cada una de las mesillas. Javier pudo ver a su padre arrodillado en uno de los lados de la cama de matrimonio tratando de hacer algo que, en un primer momento, no pudo distinguir. Y entonces la vio… Vio a su madre tendida en la cama, inmóvil y con el rostro muy pálido. Todo el color que cualquier ser humano debía poseer en su carne había desaparecido por completo de la cara de Isabel. Javier rápidamente encendió la luz de la lámpara que había en el techo de la habitación, pero la visión no mejoró un ápice. Al contrario, fue todavía peor. Con esa luz más intensa se agudizó la extraña sensación que tenía el chico de que a su madre la habían robado el alma. Isabel tenía los ojos muy abiertos y su boca parecía querer decir algo, pero no podía. Algo no se lo permitía. La impresión que daba era de que se estuviera asfixiando por momentos y que nadie podía ayudarla a liberarse. Joaquín intentaba incorporarla, pero la mujer parecía un peso muerto que no se dejaba ayudar.
—Papá, ¿qué ha pasado? —dijo Javier corriendo hasta el lugar donde se encontraba su padre.
Joaquín le miró con cara desesperada y Javier notó que su padre había estado llorando porque sus ojos enrojecidos así parecían confirmárselo. La cara del padre de familia estaba totalmente desencajada y el sufrimiento por lo que estaba sucediendo en esos momentos emanaba por cada poro de su piel.
—No lo sé, hijo. Hace un rato me despertó y me dijo que se encontraba mal y que parecía que se mareaba. Yo fui a traerla un vaso de agua para que se despejara un poco y cuando he vuelto estaba así, pero es que… ¡¡¡no habla!!!
Y las lágrimas brotaron por los rostros de ambos hombres. La situación era muy delicada. Cada segundo que pasaba era tiempo que perdían para lograr ayudar a Isabel.
Tras intentarlo dos o tres veces más Joaquín se dio por vencido y trató de colocar el cuerpo de su mujer en la cama de la mejor manera posible. La arropó con sumo cuidado hasta la garganta, pues había notado al intentar moverla que su cuerpo estaba frío. Después se incorporó y mientras salía de la habitación le dijo a su hijo:
—Quédate aquí con mamá, y trata de que no se duerma, por lo que más quieras… ¡¡¡que no se duerma!!!, que yo voy a llamar a una ambulancia. Háblala, dile lo que sea, pero por Dios… ¡¡¡que no se duerma!!!
Y como una exhalación salió de camino al salón donde se encontraba el teléfono. Javier pensó que no tardaría mucho en llegar, puesto que el piso era pequeño y las distancias entre las habitaciones eran mínimas. Aún así el tiempo se le hizo eterno.
Con mucho cuidado se sentó en la cama de sus padres al lado del cuerpo marchitado de su madre. Ella le miraba con cara de tristeza y Javier se dio cuenta de que acaba de descubrir el significado de la frase «mirada vacía». Eso era lo que Isabel tenía: la mirada vacía. Miraba a su hijo fijamente, pero su expresión era tan neutra que podría estar mirando a cualquier otra cosa sin que importara lo que tuviera delante en ese momento. Solamente había un detalle que parecía confirmar que aún conservaba algo de conocimiento: dos lágrimas resbalaban por sus mejillas. Dos lágrimas que llevaban impresas la tristeza más grande que se pudiera sentir.
Javier cogió con sus manos la mano izquierda a su madre y lentamente se la llevó a la boca para darle muchos besos, no supo cuantos, no importaba el número. Él también notó que la temperatura de la piel de Isabel no era la adecuada, pero no dijo nada, se limitó a intentar cobijar en sus manos el peso desmadejado de la mano de su madre. Y sintió algo extraño, algo que Isabel le había dicho hacía mucho tiempo: notó que entre ellos, madre e hijo, se creaba un vínculo especial. Una comunicación que no necesitaba de palabras. Volvió a mirarla a los ojos y esta vez vio que la expresión que le devolvía ya sí que tenía un sentido. Ahora sí que lo miraba a él, fijamente y él notaba que esa mirada le quería decir muchas cosas.
—¿Qué te pasa, mamá? Dime qué te pasa, por favor.
El tono y la cara de Javier eran de súplica. No sabía muy bien cómo actuar en ese caso y sólo tenía clara una cosa: no permitiría que su madre se durmiera como le había pedido su padre.
Pero las palabras de Javier parecieron surtir un extraño efecto en la mujer. De repente sacó su mano derecha de debajo de la colcha que la cubría y juntándola con la otra y con las de su hijo las apretó todo lo fuerte que fue capaz. Su rostro cambió de expresión y vagamente intentó revolverse en la cama, sólo consiguiendo hacer una gran mueca de dolor que asustó a Javier.
—No te muevas, mamá. Dime lo que quieres, pero no te muevas. Papá ya ha ido a llamar a una ambulancia, así que no te preocupes que ya verás como te pones bien muy pronto.
Pero esas palabras carecían de la confianza suficiente como para que Isabel pudiera sentirse aliviada mínimamente. Eran palabras expresadas en un tono tan monótono que parecían no tener ni tan siquiera sentido.
Casi sin que Javier se diera cuenta, Isabel tomó lentamente aire en sus pulmones y con una voz ronca y cansada, que asustó a Javier más por el tono que por el mensaje en sí, dijo:
—Me muero, hijo… Te quiero… Dile a tu padre que la ambulancia no tarde tanto… que me muero…
El resto de lo que sucedió en las siguientes horas fue algo que Javier vivió como un mero espectador de una terrorífica obra de teatro, debido a que los acontecimientos se desarrollaron de manera muy rápida y casi no dieron tiempo a ninguno de los presentes para pararse a pensar en lo que estaba sucediendo.
Javier recordaba que su padre había vuelto a entrar en la habitación a toda prisa y que había dicho, casi a voces, que la ambulancia ya estaba en camino y que tardaría muy poco en llegar. Y posiblemente fuera así, pero padre e hijo sintieron que se retrasaba demasiado y cuando al fin dos enfermeros, acompañados de un médico, llamaron a la puerta de su casa, Joaquín tuvo la sensación de que llevaba años esperándolos. La relatividad del tiempo le había hecho creer que se habían demorado mucho y a punto estuvo de recriminárselo, pero recordó que lo más importante en ese momento era curar a su mujer y prefirió ayudar en todo lo que pudiera a aquellos salvadores vestidos con batas blancas que acababan de llegar. Cualquier otra cosa no hubiera tenido ningún sentido hacerla.
Joaquín Torres podría ser un hombre tosco, pero sabía perfectamente cuáles eran sus prioridades: ahora mismo únicamente su esposa.
Tras una primera revisión superficial los facultativos médicos determinaron que lo mejor era llevarse a Isabel al hospital para que allí pudieran determinar, tras hacerla las pruebas pertinentes, lo que la estaba sucediendo. Además debían hacerlo a la mayor rapidez posible, porque el primer examen había determinado que la mujer estaba muy débil y cualquier segundo que perdieran podría ser vital.
Casi sin darse cuenta Javier se encontró subido en el coche de su padre dirigiéndose hacia el hospital. Ya no llevaba el pijama, ahora vestía con unos pantalones negros y una camisa color pistacho. No sabía como había llegado esa ropa hasta su cuerpo, pero ahora lo que menos le preocupaba era saber como había logrado vestirse.
Las calles de Madrid parecían más largas que de costumbre. No había casi tráfico por ellas, debido a las horas que eran, pero aún así parecían poseer una longitud exagerada en comparación con lo que realmente debían de tener. Sólo las luces que proyectaban las farolas acompañaron a Joaquín y a Javier en su viaje hacia el hospital.
Joaquín conducía muy rápido y muy nervioso. Javier, a su lado, veía como la paciencia y la calma habían desaparecido del lado de su padre. El estado de nervios que tenían ambos no les permitía hablar en el coche, así que hicieron todo el trayecto juntos, pero en silencio. El chico pensó que era mejor así, porque casi siempre la gente empezaba diciendo que la cosa no iba a ser muy grave y se terminaba contando historias de algún conocido al que le había pasado algo parecido y que al final había terminado mal. Era curioso como algunas personas consolaban sus males sabiendo que había otras que en algún momento lo habían pasado peor que ellos. Para algunos, alegrarse de las desgracias ajenas siempre sería un deporte nacional.
Cuando llegaron al hospital Isabel ya estaba siendo examinada. La mujer que estaba en la recepción les dijo que cuando había llegado en la ambulancia, había sido llevada inmediatamente a la sala de urgencias para ver cuál era su estado. Les invitó amablemente a que aguardaran en la Sala de Espera las noticias que el médico que la estaba tratando pudiera proporcionarles en cuanto supieran algo concreto de lo que la sucedía. Además intentó tranquilizarles diciendo que la señora estaba en buenas manos y que muy pronto volverían a tenerla junto a ellos. En esos momentos ni Joaquín ni Javier pudieron creer las palabras de la mujer, pero agradecieron enormemente su comprensión. Siempre era bueno que alguien te intentara animar en momentos como ese. Siempre era bueno sentirse comprendido en circunstancias como aquella…
Entraron en la sala de espera y se sentaron en una silla de las que había habilitadas para tal efecto. La habitación estaba desierta, ya que a esas horas no era habitual que nadie las ocupara, a excepción de casos muy concretos; como éste. Durante varios minutos padre e hijo no se dijeron nada. El silencio los resguardaba de sus sentimientos y los permitía estar concentrados en sus pensamientos. Hablar sólo les serviría para aumentar el dolor que estaban sufriendo con aquel inesperado suceso. Era mejor callar, al menos de momento. Pronto alguien les informaría de lo que estaba pasando y acallaría todas las dudas que recorrían las mentes de aquellas dos personas que esperaban sin decirse nada en aquella fría sala del hospital.
Y entonces a Javier le sobrevino una idea: Sofía. Su amiga no sabía nada de lo ocurrido. Debía decírselo, debía contárselo, se lo debía. Como si alguna cuerda invisible tirara de él se levantó de la silla que ocupaba y en vano buscó un teléfono para comunicarse con su princesa. Su padre al notar su repentino movimiento levantó la cabeza en busca del paradero de su hijo y al verle tan nervioso le preguntó:
—¿Qué buscas, Javier?
Aquellas palabras le hicieron volver a la realidad. De repente el chico fue consciente de la locura que había estado a punto de cometer. Se dio cuenta de que no eran horas de molestar a nadie y mucho menos a Sofía. Se imaginó el susto que podía haberla dado al recibir una llamada telefónica a esas horas de la noche. Y se acordó de Rafael Olmedo, al que seguro que tampoco le hubiera hecho mucha gracia que lo despertaran para contarle que la madre de un amigo de su hija estaba en el hospital. Además, después de lo que había sucedido con Elisa, a Sofía era mejor no involucrarla en ningún tema relacionado con enfermedades y hospitales. Ella no se merecía sufrir más como lo había hecho con su propia madre.
Lentamente se volvió a sentar en la silla sin decir nada a su padre y a la vez sintió alivio por no haber realizado la llamada y una tremenda necesidad de tener a su lado a la sevillana. Ahora más que nunca necesitaba ver esa sonrisa de su amiga que podía iluminar la noche más oscura, necesitaba abrazarla y sentir como su calor le transportaba a un lugar donde no existían los males y donde todo era felicidad y alegría a su lado; a un lugar que era sólo de ellos dos. Y sin poder evitarlo la echó mucho de menos, pero se convenció de que no era quién para amargar a aquella bonita flor que vivía en su corazón desde hacía tanto tiempo.
El tiempo pasaba muy lento en aquella sala y la tensa espera se estaba convirtiendo en agónica cada segundo. Cada vez que oían pasos por el pasillo Joaquín y Javier se ponían tensos. Por un lado deseaban tener noticias cuanto antes, pero por otro temían lo que los médicos les pudieran decir sobre el estado de Isabel, así que cuando escuchaban que las pisadas pasaban de largo una mezcla de desilusión y alivio les recorría el cuerpo.
Joaquín seguía sentado en su silla con la cabeza metida entre las manos y la vista fija en el suelo. No parecía estar en este mundo, no se movía prácticamente; era lo más parecido a una estatua de carne y hueso. Los nervios no le permitían hacer otra cosa que pensar y pensar en lo que podía estar ocurriendo con su mujer en alguna habitación perdida del hospital.
Por su parte Javier no pudo aguantar más la espera sentado y se levantó inquieto para terminar dando vueltas a la sala sin rumbo fijo. La espera le estaba comiendo por dentro y aquella incertidumbre le hacía pensar en muchas cosas raras, en muchas posibilidades…
¿Cuánto tiempo habría pasado ya?
Javier miró hacia la pared y comprobó en el tosco reloj que había colgado en el tabique que eran las seis y media de la madrugada. Calculó que al menos habrían pasado dos horas desde que habían llegado y todavía nadie les había dicho nada. La espera se estaba haciendo insoportable.
¿Cuánto tiempo más tendría que pasar para saber lo que estaba pasando con su madre?
Y de repente, sin que ninguno de los dos hubiera advertido que un hombre había pasado a la Sala de Espera, una voz ronca pero firme rompió el silencio que reinaba en la habitación:
—¿Son ustedes los familiares de Isabel Valverde?
Joaquín dio un respingo en la silla donde estaba sentado y Javier apunto estuvo de caerse al tropezar con otra cuando intentó cambiar la dirección de sus pasos hacia donde le dirigían sus pies. Ese era el momento tan esperado y tan temido a la vez. La cara del hombre vestido con bata blanca no expresaba ningún tipo de emoción: ese era su trabajo, él veía decenas de pacientes al día y no podía dejarse influenciar por los casos que trataba… y mucho menos por los familiares de los enfermos. Su rostro era indiferente y no ofrecía mucha confianza.
—Bien, soy el doctor Martínez —dijo mientras consultaba varios papeles que traía consigo—. Hemos estado realizando a la señora Valverde varias pruebas y nos tememos que ha sufrido una hemorragia interna. Aún es pronto para saber el alcance de la misma porque la han traído bastante rápido, pero creemos que puede haber sido fruto de los desarreglos propios de su edad. De todas formas es preciso que la operemos lo antes posible para poder asegurarnos de que no vuelva a repetirse otro ataque de este tipo. De momento la tenemos sedada y en observación, hasta que mañana la podamos llevar a quirófano. Les rogaría que si tienen a bien donen sangre los dos. No sabemos si será necesaria para ella, pero seguro que lo será para cualquier otra persona. En cuanto a las visitas, les pediría que no intenten pasar a verla de momento, no queremos que se altere con cualquier emoción externa. Y no se preocupen que mientras esté aquí estará bien cuidada.
La expresión de Joaquín y Javier era exactamente la misma. Parecían dos gotas de agua, pero con treinta años de diferencia. Una losa de dimensiones excepcionales se les había caído encima y ambos reflejaban así la confusión que sentían.
—Ahora si me lo permite necesitaría que me contestara a algunas preguntas relativas a la señora Valverde.
Durante los siguientes minutos Javier escuchó como el doctor Martínez le consultaba a su padre datos referentes a enfermedades, hábitos de comidas y costumbres varias de su madre. Joaquín contestaba confuso debido a una mezcla de nervios y desconocimiento de algunas de las respuestas que se le requerían. El médico apuntaba cuidadosamente los datos que iban recabando en los papeles que tenía y tras unas últimas palabras de ánimo, se despidió de los dos dejándolos nuevamente solos en la sala de espera.
Pasaron unos segundos sin que nadie rompiera el silencio reinante. Ninguno de los dos se atrevía a hablar. Ambos se sentían muy solos. Era la primera vez que Isabel no estaba con ellos en un momento malo. Ella era la que siempre había tirado de la familia, ella era la que nunca había permitido que nadie se hundiera ante una desgracia y ahora ella era la que no estaba.
—Javier, vayámonos a casa —dijo Joaquín apesadumbrado—. El doctor ha dicho que por lo menos hasta las nueve o las diez no podrán operar a mamá. Vámonos y así podré avisar a tu tía para que se haga cargo de la panadería y nosotros podremos ducharnos para despejarnos un poco. Total, ahora no nos van a dejar verla.
El chico asintió tímidamente y se dispuso a salir de aquel lugar que cada vez le parecía más triste, algo a lo que no contribuyó el hecho de saber a ciencia cierta que aún le quedarían muchas visitas por realizar a aquel sitio.
Durante el trayecto de vuelta a su casa Javier pensó en su tía. Era la hermana de su padre, pero nunca había tenido excesivo cariño hacia su madre. Disputas familiares habían hecho que la relación entre ambas se hubiera ido deteriorando poco a poco con el paso del tiempo. A él nunca le había caído demasiado bien, aunque mantenía un trato cordial con ella. Lo que sí debía reconocer es que siempre que la habían necesitado, ella había acudido en su ayuda. Así que ahora suponía que durante unos días los clientes habituales de la panadería verían a una nueva dependienta detrás del mostrador… e incluso puede que a un nuevo dependiente también, si su primo terminaba por ayudar a su madre.
A la mañana siguiente, sobre las nueve y cuarto, Isabel fue llevada al quirófano número tres. La operación duró más de dos horas, pero al parecer había sido un éxito. El equipo médico que la atendió logró localizar el foco por el que la paciente había sufrido la hemorragia y habían logrado taponarla a tiempo. Al final sí había sido necesario aplicarle sangre, ya que los cirujanos habían estimado que así se recuperaría más rápido. De momento, según había informado uno de los médicos a Joaquín y a Javier, todo parecía ir de acuerdo con lo previsto, pero aún debían esperar al postoperatorio que a veces traía alguna complicación imprevista. Ahora debían dejarla descansar unas horas hasta que pudiera subir a planta. Cuando ya estuviera en su habitación podrían ir a visitarla, de momento se quedaría en Cuidados Intensivos para evitarse cualquier sorpresa desagradable.
Joaquín Torres agradeció al médico todo lo que había hecho por su mujer y el hombre le deseó que todo saliera bien. Tras darle a la mano al padre y al hijo de su última paciente se disculpó amablemente por no poder quedarse más tiempo ya que aún tenía algunos otros enfermos a los que tratar; y sin más se marchó camino del quirófano dispuesto a ayudar a alguien más que lo necesitara.
Javier pensó que la amabilidad de los médicos que habían tratado a su madre contrastaba con la idea que él tenía formada de todo el mundo de la medicina. Siempre había pensado que aquella gente no tenía ningún tipo de sentimientos hacia las personas que acudían a ellos. Los médicos parecían limitarse a escuchar las penas que sus pacientes les contaban y tras oír lo que estos les tenían que decir, los recetaban cualquier cosa que pudiera aplacar el mal que tenían. Ahí acababa cualquier tipo de relación entre las dos partes. El siguiente enfermo estaba esperando en la puerta y no había tiempo para entretenerse en cuestiones mundanas. Pero el caso es que a estos médicos sí parecían preocupados por estado de sus pacientes, al menos sí por el estado de Isabel. A lo mejor los doctores sí que tenían sentimientos…
Isabel no fue subida a planta hasta pasadas las siete de la tarde. Joaquín y Javier fueron advertidos de que aún se encontraba muy débil para aguantar una visita, pero ambos insistieron en que no la molestarían. Sólo querían verla… necesitaban verla… Al final la doctora que se encargaba de las revisiones de los pacientes aceptó a regañadientes que pasaran un breve rato para poder verla y que así se quedaran más tranquilos. La facultativa además creyó que si hacía esto se ahorraría tener que tratar a otros dos pacientes más por crisis nerviosa.
Las habitaciones de los hospitales no eran la suite de ningún hotel, pero la de este hospital en concreto ni siquiera se acercaba a una habitación de hostal. Como único mobiliario se encontraban las dos camas dispuestas para los enfermos, un sillón para cada cama para que se pudiera sentar algún acompañante, un mueble para meter la ropa de los eventuales inquilinos y una mesita que dividía el espacio en dos partes iguales para cada paciente. La luz tampoco era precisamente el punto fuerte de aquella habitación. Al estar orientada hacia el este y teniendo de frente un edificio que doblaba en altura al pabellón del hospital, la luz natural parecía querer escapar de ese lugar para refugiarse en algún otro sitio mejor. Las paredes pintadas en un color crema terminaban de dar un aspecto poco alegre a la escena.
Cuando entraron en la habitación comprobaron que la cama más cercana a la puerta no estaba ocupada por nadie. De momento Isabel no tendría compañero de fatigas.
Al dirigir su mirada hacia la segunda cama vieron que esa sí que estaba ocupada y en ella se encontraba alguien que ambos conocían perfectamente. Pero a Javier le impresionó ver a su madre de esa manera: Isabel estaba cubierta con una sábana de las del hospital hasta el cuello. Sus brazos, por fuera de la sábana, estaban atravesados por dos vías intravenosas conectadas a dos bolsas que colgaban por encima de su cabeza. Un tubo minúsculo se introducía por su nariz y unos cables se introducían por el interior de la sábana no permitiendo saber cual era el punto donde finalizaban. Ella estaba dormida, se la notaba respirar y parecía tranquila. Ahora debía descansar, como les habían dicho los médicos.
Tras unos minutos en los que ni Joaquín ni Javier dijeron nada, el padre echó el brazo por encima del hombro de su hijo y le dijo:
—Venga, vamos a casa, que nosotros también necesitamos descansar un poco.
Seguidamente el hombre se acercó a hasta la cama donde se hallaba su mujer y la dio un dulce beso en la frente. No pudo evitarlo: acto seguido empezó a llorar y salió de la habitación secándose las lágrimas con un pañuelo.
Javier, por su parte, todavía impresionado por ver la imagen de su madre conectada a tantas cosas se quedó un momento más dentro de la habitación.
—Mamá, soy yo, Javier —dijo casi en un susurro—. Sólo quería decirte que te pongas buena. Que nos has dado un susto tremendo pero que no queremos que te pase nada malo. Que tú eres muy fuerte y que papá y yo te necesitamos… te necesitamos mucho. No sabes lo tristes que han sido estos días sin ti. Ahora descansa que te lo mereces, nosotros nos vamos a casa un momento pero mañana vendremos a verte otra vez.
Entonces, imitando a su padre, se acercó hasta la cama y con sumo cuidado también dio un beso a su madre en la frente. La miró unos segundos y aquella calma que parecía recorrerla le hizo recobrar un poco el ánimo. Ya iba a salirse de la habitación cuando algo le impulsó a volverse otra vez. Esta vez con paso decidido se volvió a acercar a la cama de Isabel, tomó la mano derecha de su madre entre las suyas y la dijo con tono firme:
—Te quiero, mamá.
Y sólo un segundo después Javier creyó sentir que la mano de su madre apretaba débilmente la suya. Con extremo cariño el chico dejó la mano de su madre en la posición en la que la había encontrado y mientras salía de la habitación se trató de convencer de que si el gesto no había sido reflejo, a lo mejor su madre le había escuchado y así le daba las gracias.
Durante los siguientes dos días la salud de Isabel no tuvo ningún cambio de consideración. Los médicos aseguraban a Joaquín que esa era una buena señal. La recuperación sería lenta, pero el hecho de que no hubiera empeorado era bueno. Ahora había que dejarla que reposara y que, poco a poco, recuperara fuerzas.
La mañana del tercer día Joaquín se quedó en la panadería para ayudar a su hermana y su sobrino, mientras que Javier se levantó temprano, se duchó rápidamente y, sin ni siquiera desayunar, se marchó hacia el hospital. No había dormido nada las últimas noches, pero sentía que su obligación era estar al lado de la mujer que le había dado la vida. Se lo debía por muchas razones, se lo debía porque la quería…
Al llegar al hospital, se encontró con que la doctora estaba haciendo el habitual reconocimiento matutino a los pacientes y las enfermeras que la acompañaban en su recorrido no le permitieron que entrara en la habitación. Viendo la cara de angustia del chico, una de ellas le tranquilizó diciendo que su madre había tenido una ligera mejoría y que parecía que todo iba por el buen camino. Javier se alegró mucho por la información que acababa de recibir, pero sintió que necesitaba verlo con sus propios ojos para convencerse del todo.
Ya que no podía pasar a ver a su madre, Javier se encaminó hacia uno de los bancos que había en el pasillo. Recordó que cerca de la entrada a ese pabellón había visto varios cuando había llegado y se lamentó de que no hubiera ninguno más cerca de las habitaciones. Aunque pensó que eso estaría seriamente estudiado: si colocaban bancos cerca de las habitaciones, los que precisamente no iban a poder descansar serían los pacientes. Las visitas los torturarían con sus voces, sus gritos y sus risas… casi mejor así. Cuando uno entraba en un hospital debía saber en qué lugar se encontraba y como debía comportarse… pero había gente que no lo entendería jamás.
Encontró los bancos donde los recordaba y al sentarse en uno de ellos para esperar, el radiante sol de la mañana se le reflejó en la cara desde una ventana situada enfrente suyo. Fue como un bálsamo reconfortante que lo acariciara desde un lugar lejano y, poco a poco, se dejó llevar por un estado de liviana somnolencia. En su mente se agolparon recuerdos en los que su madre era la protagonista; y todos ellos con un denominador común: siempre estaba haciendo algo por él. Veía como Isabel se pasaba horas y horas tratando de que comiera algo. Veía como jugaba con él y siempre estaba dispuesta a darle un beso. Veía como lloraba el día que hizo su Primera Comunión y como lo había cuidado desde que era niño. La debía muchas cosas a lo largo de su vida, pero lo más importante es que sin sus cuidados Javier sabía que no estaría donde estaba ahora; hacía tiempo que estaría acompañando a su abuela en un nicho de algún cementerio.
Dejándose acariciar por los rayos que entraban por la ventana, Javier alzó la cabeza y cerró los ojos lentamente prestándose a que sus recuerdos lo siguieran llevando hasta momentos alegres que había pasado junto a su madre. Y recordó uno muy especial: él tendría seis años y aquella tarde estaba muy malo. Tenía una fiebre tremenda y sólo tenía ganas de estar tumbado y no hacer nada. Se encontraba mal de veras, pero su madre no permitía que se durmiera en el sofá del cuarto. Intentaba por todos los medios que su hijo estuviera entretenido en algo para que no se amodorrara más. Le había leído cuentos, habían estado pintando en un cuaderno, habían cantando, pero Javier sólo quería estar tumbado. Entonces, Isabel fue hasta la habitación de su hijo y trajo un pequeño saquito de tela cuyo interior estaba lleno de canicas. Canicas de varios colores y tamaños. Ella sabía que a Javier le encantaba jugar con ellas y no dudó ni un solo momento en tirarse al suelo y empezar a sacar de su envoltorio las bolas de cristal. Javier al verlo, se animó un poco y también se puso a jugar y ambos pasaron toda la tarde entre risas y explicaciones del niño a su madre de cómo debía hacer para poder jugar correctamente. Quizá no tuviera nada que ver, pero Javier siempre pensó que aquel principio de neumonía que había sufrido se le había curado más rápidamente por la «ayuda» que su madre le había prestado. Y decidió que nunca se le olvidaría lo que había hecho por él.
De repente unos pasos le hicieron volver a la realidad y cuando abrió los ojos vio a escasos metros una figura conocida. Alguien a la que deseaba ver y que le devolvió la sonrisa a la cara con su sola aparición. Sofía al verle sentado en el banco echó a correr hacia él y al llegar a su altura le abrazó diciendo:
—Javier, ¿qué ha pasado?
El chico abrazó a su amiga y un tremendo peso cayó encima de él. Toda la tensión de los últimos días se estaba acumulando sobre sus hombros y le hacía sentir cada vez más pequeño.
—Princesa… ¿por qué has venido? —dijo él en un susurro mientras la daba un beso en la frente.
—¿Acaso te creías que no iba a venir a acompañarte en una cosa como ésta? He ido a buscarte a la panadería y tu padre me ha contado lo que había sucedido… Pero, ¿cómo no me lo has dicho? He venido enseguida porque tu padre me ha dicho que estabas aquí.
Javier entonces se separó de la chica y se puso a dar pasos por el pasillo sin un rumbo fijo. Se sentía culpable por no haberle contado a su amiga lo sucedido, pero él tenía una razón.
—Verás… —comenzó a decir—. Pensé en llamarte para decírtelo, de verdad, pero creí que no sería bueno alarmarte con la noticia. Además no quería que te preocuparas por algo que no tenías nada que ver. Lo siento, de veras. Perdóname.
La niña le miró con cara de pena y Javier se sintió todavía más culpable tras las palabras que acababa de pronunciar. Eran ciertas, pero intuía que Sofía no las había interpretado del modo en que él las había querido expresar. Una vez más creyó que no había acertado en la forma de decirle algo a su princesa; no era la primera vez que le sucedía y, desgraciadamente pensó, no sería la última.
Sofía decidió que no era momento de averiguar si Javier había actuado bien o no al no contarla lo que le había pasado a Isabel, y cambiando el gesto e intentando poner un gesto más dulce dijo:
—¿Cómo está? ¿Saben ya lo que le ha pasado?
Durante el resto de la mañana Javier estuvo explicándole a Sofía lo que les habían contado los médicos. Ella por su parte estuvo dándole ánimos y ayudándole a pasar lo mejor posible aquellos tristes momentos. Cuando las visitas pudieron pasar a las habitaciones los dos chicos entraron a ver a Isabel y ambos la contemplaron en silencio. Isabel estaba consciente y les agradeció que estuvieran allí. Era la primera vez que Javier veía a su madre despierta desde que estaba ingresada en el hospital y no pudo evitar pensar que Sofía había tenido algo que ver en aquel hecho. A la hora de comer llegó Joaquín y también se alegró de ver a Sofía, aunque más alegría le dio poder intercambiar algunas palabras con su mujer.
Durante los siguientes días la mejoría de Isabel fue en aumento. La respuesta al tratamiento al que estaba siendo sometida estaba dando muy buenos resultados y los médicos pensaron que en breve podría regresar a su casa si seguía con esa evolución.
Y finalmente después de tres semanas ingresada en el hospital, Isabel recibió el alta médica. Ahora debería descansar para reponer fuerzas y hacerse una revisión cada semana para evitar posibles complicaciones, pero el simple hecho de poder abandonar aquella triste habitación y poder regresar junto a los suyos ya era toda una alegría para ella.
Su marido y su hijo también recibieron con alegría la noticia y procuraron que la mujer no hiciera ningún tipo de esfuerzo cuando llegó a su casa. Cosa que a veces les resultó bastante complicado, ya que Isabel se empeñaba a cada momento en realizar alguna tarea no conveniente para su estado de convalecencia. En cualquier caso, en ningún momento estuvo sola y sólo tuvo que hacer lo meramente imprescindible.