Sylvia visitaba la aldea todas las mañanas, después de asegurarse de que las cosas marchaban bien en el hospital. Se hacía acompañar por Listo o por Zebedee, pues uno de ellos debía quedarse a atender a los enfermos. En las chozas se encontraban los pacientes aquejados de enfermedades lentas y crónicas, en cuya presencia ella y el n’ganga cambiaban miradas que expresaban lo que se guardaban muy bien de decir. Porque si algo entendía este doctor del monte mejor que cualquier médico corriente era el valor de los pensamientos alegres; y era evidente que la mayor parte de su muti, hechizos y prácticas estaban especialmente concebidos para cumplir con ese objetivo: mantener un sistema inmunitario optimista. No obstante, cuando ella y ese hombre inteligente se miraban de cierta manera, su expresión denotaba que el paciente en cuestión pronto descansaría entre los árboles del nuevo cementerio, que estaba bastante alejado de la aldea y destinado a las víctimas del sida o flaco. Se excavaban tumbas muy profundas, ya que la gente temía que el demonio que había matado a esas personas escapase y atacara a otros.
Sylvia sabía —aunque no se lo había contado Rebecca, sino Listo— que esta mujer sensata y práctica, en quien tanto confiaban el padre McGuire y ella, creía que sus tres hijos habían muerto y un cuarto estaba enfermo porque la joven esposa de su hermano, que siempre la había odiado, había contratado a un n’ganga más poderoso que el del lugar para que atacase a los niños. Esa cuñada suya era estéril y estaba convencida de que Rebecca había pagado por pociones, encantamientos y hechizos con el fin de evitar que tuviera hijos.
Algunos pensaban que no los tenía porque en su choza había más cosas robadas del hospital abandonado que en cualquier otra. Todos consideraban que el objeto más peligroso del saqueo era la silla de dentista, que durante un tiempo había estado en medio de la aldea, donde los niños jugaban con ella, pero había acabado en el fondo de una zanja, adonde la arrojaron para librarse de sus malignas influencias. Ahora servía de escenario para los inofensivos juegos de los micos, y en una ocasión Sylvia había visto sentado en ella a un viejo babuino con una brizna de hierba entre los labios, mirando alrededor con aire pensativo, como un abuelo que mata el tiempo en un porche.
Edna Pyne subió a la vieja camioneta para ir a la misión, porque la perseguía lo que ella llamaba su «perro negro», que incluso tenía nombre: «Plutón me está pisando los talones otra vez», decía y aseguraba que tanto Sheba como Lusaka percibían la presencia de este misterioso perseguidor y le gruñían.
Cuando ella bromeaba al respecto, Cedric, lejos de reírse, comentaba que su mujer estaba volviéndose tan supersticiosa como los negros. Hasta hacía cinco años Edna había tenido amigas en las granjas cercanas, a quienes visitaba cuando estaba deprimida, pero ya no le quedaba ninguna. Las que no habían establecido granjas en Perth (Australia), o en Devon, habían «dado el salto» a Sudáfrica. En definitiva, se habían largado. Estaba desesperada por hablar con mujeres, pues se sentía sola en medio de un desierto masculino: su marido, los hombres que trabajaban en la casa y en el jardín, las visitas, los inspectores del Gobierno, los topógrafos, los expertos en cultivos en curvas de nivel y los nuevos metomentodos negros, siempre imponiendo extrañas normas. Todos eran hombres. Esperaba encontrar a Sylvia para charlar un rato, aunque no le caía tan bien como sabía que se merecía: era admirable, sí, pero estaba un poco loca. Cuando llegó a la casa del padre McGuire, se le antojó vacía. Entró en el fresco y oscuro salón, y Rebecca salió de la cocina con un paño que debería haber estado más limpio. Por desgracia la sequía estaba comprometiendo también la pulcritud de su casa: en el pozo había menos agua que nunca.
—¿Está la doctora Sylvia?
—Ha ido al hospital. Hay una chica de parto. Y el padre McGuire se ha llevado el coche para ir a ver al cura de la vieja misión.
Edna se sentó como si le hubiesen asestado un golpe en las rodillas. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Cuando los abrió, Rebecca continuaba de pie delante de ella, esperando.
—Dios. —Edna suspiró—. No puedo más.
—Le prepararé una taza de té —dijo Rebecca, volviéndose hacia la cocina.
—¿Cuándo regresará la doctora?
—No lo sé. Es un parto difícil. El niño viene de nalgas.
Edna abrió desorbitadamente los ojos al oír aquella explicación médica. Al igual que la mayoría de los viejos colonos blancos, su mente estaba dividida en compartimentos; es decir, como nos ocurre a casi todos, si bien en mayor medida. Sabía que algunos negros eran tan inteligentes como la mayoría de los blancos, pero equiparaba la inteligencia con la educación, y Rebecca trabajaba en una cocina.
Cuando la criada depositó la bandeja del té delante de ella y giró sobre sus talones para irse, Edna se oyó decir:
—Siéntate, Rebecca. —Y añadió—: ¿Tienes un momento?
Rebecca no tenía un momento; había estado corriendo de aquí para allí toda la mañana. Como el hijo que solía ir a buscar agua al río estaba con su padre, que la noche anterior había vuelto a emborracharse, ella se había visto obligada a acarrear agua a su casa desde esa misma cocina, después de pedirle permiso al padre McGuire no una sino cinco veces. El aljibe de la casa estaba prácticamente vacío: en todas partes la tierra parecía absorber el agua, cada vez más difícil de obtener. A pesar de todo, Rebecca advirtió que esa mujer blanca estaba muy alterada y la necesitaba. Se sentó y aguardó. Se alegró de que la señora Pyne estuviese allí con la camioneta, porque el padre se había llevado el coche y Sylvia había dicho que quizás hubiera que trasladar a la parturienta al hospital para practicarle una cesárea.
Las palabras que habían estado bullendo en la cabeza de Edna durante días brotaron en un torrente lleno de vehemencia, resentimiento y autocompasión, aunque Rebecca no era la persona más indicada para oírlas. Claro que Sylvia tampoco lo era.
—No sé qué hacer —dijo con ojos muy abiertos y la vista fija, no en Rebecca, sino en las cuentas azules cosidas en el borde de la campana para proteger de los insectos que cubría la bandeja del té—. Estoy al borde de un ataque de nervios. Creo que mi marido se ha vuelto loco. Bueno, todos los hombres están locos, ¿no te parece?
Rebecca, que la noche anterior había tenido que esquivar los golpes y los abrazos de su desquiciado marido, contestó que sí, que a veces los hombres se ponían difíciles.
—Y que lo digas. ¿Sabes qué ha hecho? Ha comprado otra granja. Dice que si no lo hubiera hecho, algún ministro se habría quedado con ella. Si os la dieran a vosotros, sería otra historia, desde luego. En fin, asegura que puede pagarla, que se la ofrecieron al Gobierno y no la quiso, de modo que la ha comprado. Y ahora está construyendo una represa cerca de las colinas.
—Una represa —repitió Rebecca, recobrando el sentido: había estado dormitando—. Vale…, una represa…, vale.
—En cuanto la haya construido —prosiguió Edna—, uno de esos cerdos negros se la quitará; sí, señor, es lo que hacen siempre: esperan a que uno haga algo útil, como una represa, y después van y lo roban. Así que «para qué lo haces», le pregunto, pero él dice… —Estaba sentada con una galleta en una mano y la taza en la otra. Hablaba tan deprisa que no tenía tiempo para beber—. Quiero marcharme, Rebecca, ¿te parece mal? ¿Lo entiendes? Éste no es mi país; vosotros mismos lo decís, y yo estoy de acuerdo, pero según mi marido es tan suyo como vuestro, así que ha comprado… —Se le escapó un sollozo. Dejó la taza, luego la galleta, sacó un pañuelo del bolso y se enjugó las lágrimas. Guardó silencio por unos instantes, después se inclinó hacia delante y, con el entrecejo fruncido, tocó las cuentas azules—. Muy bonito. ¿Lo has hecho tú?
—Sí.
—Bonito. Bien hecho. Y hay algo más. El Gobierno no para de criticarnos, pero en nuestros barracones vive el triple de gente de la que debería estar allí; vienen todos los días desde las tierras comunales, y les damos de comer, estamos alimentando a todas esas personas, que se mueren de hambre por culpa de la sequía, aunque tú ya lo sabes, ¿verdad, Rebecca?
—Vale. Sí. Es verdad. Se mueren de hambre. El padre McGuire ha abierto un comedor en la escuela, porque los niños están tan hambrientos que en cuanto llegan se sientan y se echan a llorar.
—Ya ves. Y aun así tu Gobierno es incapaz de decir algo bueno de nosotros.
Edna lloraba con desconsuelo, igual que una niña. Rebecca sabía que no lo hacía por quienes no tenían nada que llevarse a la boca, sino por lo que ella consideraba «demasiado». «Es demasiado —le decía a Sylvia—. Es demasiado para mí». Entonces se sentaba, se cubría la cara con las manos y se mecía emitiendo un gemido monocorde, mientras Sylvia buscaba pildoras (sedantes) que ella luego tragaba obedientemente.
—A veces todo me parece demasiado, todo me desborda —añadió Edna entre sollozos aunque su voz parecía indicar que se encontraba mejor—. Las cosas ya iban mal, pero ahora con la sequía, el Gobierno y…
En ese momento, Listo apareció en la puerta para comunicarle a Rebecca que la doctora Sylvia le había dicho que corriese a casa de los Pyne y pidiera que alguien llevase a la parturienta al hospital en coche.
¡Y allí estaba Edna Pyne! Al chico se le iluminó el rostro, y hasta se marcó unos pasos de baile en el porche.
—Bien. Ahora no morirá. El niño está atascado —informó—, pero si llega al hospital a tiempo… —Echó a correr cuesta abajo y al cabo de unos instantes llegó Sylvia, sosteniendo a una mujer envuelta en una manta.
—Bueno, veo que después de todo serviré para algo —dijo Edna, y fue a ayudar a Sylvia a sujetar a la mujer, que lloraba de dolor.
—Ojalá terminasen el hospital nuevo… —comentó Sylvia.
—Baja de las nubes.
—Le tiene miedo a la cesárea. Ya le he asegurado mil veces que no es nada.
—¿No puedes operarla tú?
—Todos cometemos errores —repuso Sylvia—, y el más estúpido, absurdo e imperdonable que he cometido yo es no especializarme en cirugía. —Hablaba con voz monocorde, pero Edna reconoció en su estado el arrebato emocional que ella misma acababa de sufrir. Sylvia se estaba desahogando, y no había que tomarla en serio—. Enviaré a Listo contigo. Debo ocuparme de un hombre muy enfermo.
—Espero no tener que traer al mundo a un niño.
—Pues lo harías tan bien como cualquiera. Pero Listo es muy bueno. Además, le he dado algo a esta mujer para retrasar el nacimiento. Su hermana os acompañará.
En el coche ya esperaba una mujer. Tendió los brazos, y la parturienta se arrojó a ellos, gimiendo.
Sylvia corrió hacia el hospital. La camioneta se puso en marcha. El camino era accidentado y el viaje duró casi una hora, porque la parturienta gritaba cada vez que pasaban por un bache. Edna dejó a las dos mujeres en el viejo hospital, que había sido construido durante el Gobierno de los blancos y debía atender a medio millón de pacientes, cuando había sido concebido para que se ocupara de unos pocos miles.
Edna se puso al volante y Listo se sentó a su lado. «Debería ir detrás», pensó ella aunque sin irritarse. Escuchó su entusiasta parloteo sobre las clases de la doctora Sylvia bajo los árboles, los libros, los cuadernos, los bolígrafos, todo lo cual era mucho mejor que en la escuela. A Edna le picó la curiosidad, de manera que en lugar de dejar al muchacho en el cruce para que regresara a la misión a pie lo llevó hasta ésta y aparcó.
Sólo eran las doce y media, y Sylvia almorzaba con el cura en el comedor, sentada en el sitio que ella había ocupado un rato antes. Edna estaba a punto de aceptar la invitación a comer cuando Sylvia le dijo que no se ofendiese, pero que tenía que ir a la aldea. De manera que Edna, una mujer que apreciaba el arte culinario, esperó a que el cura le preparase un bocadillo de rebanadas de tomate y sin mantequilla —sí, con la sequía era difícil conseguir mantequilla— y se marchó con Sylvia.
Ignoraba con qué iba a encontrarse, y se quedó impresionada. Todo el mundo sabía quién era la señora Pyne, por supuesto, y la recibieron con sonrisas. Después de acercarle una banqueta, se olvidaron por completo de su presencia. Dejó el bocadillo en el bolso, porque sospechaba que algunos de los que la rodeaban debían de estar hambrientos, y no convenía que comiese delante de ellos. «Santo Dios —pensó—, quién me iba a decir que llegaría el día en que dos rebanadas de pan duro y una rodaja de tomate me parecieran un lujo vergonzoso».
Escuchó a Sylvia leer en inglés, pronunciando cada palabra con lentitud, un texto de un autor africano del que nunca había oído hablar, aunque sabía que los negros también escribían novelas, mientras la gente la escuchaba como si…, Dios, como si estuvieran en la iglesia. Luego Sylvia le pidió a un joven, y luego a una niña, que explicasen de qué trataba la historia. Lo hicieron bien, y Edna se alegró de ello: deseaba que ese proyecto fuese un éxito, y estaba orgullosa de sí misma por desearlo.
Sylvia le dijo a una anciana que describiese una sequía que recordara de su infancia. La vieja hablaba un inglés entrecortado y confuso, y Sylvia recurrió a una muchacha para que tradujese sus palabras.
Aquella sequía no parecía muy distinta de la actual. El Gobierno blanco había distribuido maíz en las zonas más afectadas, rememoró la anciana, arrancando de los presentes aplausos que sólo podían interpretarse como una crítica a los gobernantes negros. Terminado el relato, Sylvia indicó a los que sabían escribir que volcasen al papel sus propios recuerdos, y a los que no sabían, que inventasen un cuento para contarlo al día siguiente.
Eran las dos y media. Sylvia dejó a la anciana que había contado la historia de la sequía al frente de los demás, que eran casi un centenar, y regresó con Edna a la casa. Tomarían una taza de té, se sentarían a charlar y por fin Edna tendría la oportunidad de conversar con ella…, aunque, curiosamente, su necesidad de desahogarse parecía haberse esfumado.
—Son muy buena gente —señaló Sylvia—. No soporto ver lo desperdiciados que están.
Se hallaban de pie junto a la casa, cerca del coche.
—Bueno, supongo que todos valemos más de lo que nos permiten demostrar.
La glacial mirada de Sylvia evidenció que ésa no era la clase de comentario que esperaba oír de ella. ¿Por qué?
—¿Te gustaría que te ayudase con la escuela…, o con tus pacientes? —preguntó Edna.
—Oh, sí, ¿lo harías? ¿De verdad lo harías?
—Avísame cuando me necesites —dijo Edna. Subió al coche y se marchó con la sensación de que acababa de dar un gran paso hacia una nueva dimensión. Ignoraba que si allí y entonces hubiese preguntado: «¿Puedo empezar ahora?», Sylvia le habría respondido: «Sí, ven a ayudarme con un enfermo que está muriéndose de malaria entre terribles temblores». Sin embargo, Sylvia tomó el ofrecimiento de Edna por una simple fórmula de cortesía y no volvió a pensar en él.
En cuanto a Edna, durante el resto de su vida pensaría que había perdido una oportunidad, que se le había abierto una puerta, y que había elegido no darse cuenta. El problema era que durante años se había burlado de los buenos samaritanos, y convertirse en uno… A pesar de todo, no bromeaba cuando se había prestado a echar una mano. Por un momento había dejado de ser la Edna Pyne que conocía para transformarse en una persona muy distinta. No le contó a Cedric que había llevado a una negra al hospital: ¿y si se quejaba por la gasolina, con lo que costaba conseguirla? En cambio, sí mencionó que había estado en la aldea y había visto los objetos robados del hospital en obras. «Mejor para ellos —comentó él—. Estarán mejor allí que pudriéndose en el monte».
El señor Edward Phiri, inspector escolar, había escrito al director de la escuela secundaria de Kwadere para avisar que llegaría a las nueve de la mañana y que esperaba comer con él y con el personal. Su Mercedes, comprado de tercera mano —no merecía uno nuevo, pues no era ministro—, se había averiado cerca del letrero de la granja de los Pyne. Se apeó y recorrió enfurruñado los doscientos metros que lo separaban de la casa de éstos. Al llegar se presentó y dijo que debía hablar con el señor Mandizi, del Centro de Desarrollo, para que pasase a recogerlo y lo llevase a la escuela, pero le informaron de que hacía un mes que la línea telefónica estaba cortada.
—¿Y por qué no la han reparado?
—Me temo que eso debería preguntárselo al ministro de Comunicaciones. Hay constantes desperfectos en la red y en ocasiones tardan semanas en arreglarlos. —Pese a que era Edna la que hablaba, Phiri no quitaba ojo al marido de ésta, que por ser hombre era el responsable de imponer el orden. Aparentemente ajeno a su papel, Cedric guardó silencio.
Phiri contempló la mesa del desayuno.
—Desayunan tarde. Yo lo hice hace horas.
—Cedric se fue al campo poco después de las cinco de la mañana —dijo Edna en el mismo tono acusador—. Todavía no había luz. ¿Le apetece tomar una taza de té, o quizá desayunar de nuevo?
Phiri recuperó el buen humor y se sentó.
—Tal vez. Me sorprende oír que empieza a trabajar tan temprano —le dijo a Cedric—. Yo tenía la impresión de que los agricultores blancos se tomaban las cosas con calma.
—Por lo visto tenía usted varias impresiones falsas —repuso Cedric—. Y ahora debo pedirle que me disculpe; he de volver a la represa.
—¿La represa? ¿Qué represa? No hay ninguna señalada en el mapa.
Edna y Cedric cambiaron una mirada. Empezaban a sospechar que el funcionario había fingido lo de la avería con el fin de inspeccionar la granja.
Prácticamente lo había confesado al mencionar el mapa.
—¿Quiere que mande preparar otra tetera?
—No, me basta con lo que hay en ésta. Y si no le importa me comeré esos huevos que han dejado. Sería una pena tirarlos.
—No los tiraríamos. Se los comería el cocinero.
—Vaya, me sorprenden. No estoy a favor de consentir a los criados. Mi cocinero come sadza; no huevos de granja, desde luego. —Aparentemente inconsciente de su incorrección política, Phiri sonrió mientras Edna le llenaba el plato con huevos fritos, beicon y salchichas. Empezó a comer y añadió—: No le importa que lo acompañe, ¿verdad? Todo indica que esta mañana no podré ir a la escuela.
—¿Por qué? —inquirió Edna—. Lo acercaré en mi coche, y cuando termine, alguien de la misión lo llevará al Centro de Desarrollo.
—Pero ¿qué pasará con mi coche si lo dejo en el camino? Me lo robarán.
—Es muy posible —admitió Cedric con el mismo tono seco y distante que había empleado desde el principio, muy diferente del de su esposa, que destilaba emoción.
—Entonces, ¿podría ordenar a uno de sus trabajadores que lo vigile?
Edna y Cedric se miraron de nuevo. Ella, que había recuperado la compostura ante la furia de su marido, en la que Phiri al parecer no había reparado, exigía en silencio que lo complaciera. Cedric se levantó, fue a la cocina, regresó al cabo de unos instantes y dijo:
—Le he indicado al cocinero que mande al jardinero a vigilar el coche; pero ¿no deberíamos hacer algo para repararlo?
—Excelente idea —repuso Phiri, que había terminado los huevos y estaba comiendo con evidente deleite unos dulces cubiertos de azúcar—. ¿Y cómo lo haremos?
Edna, al advertir que Cedric se estaba conteniendo para no espetar algo como «¿Y a mí qué más me da?», se apresuró a intervenir.
—Podrías comprobar si funciona la radio, Cedric.
—Ah, ¿así que tienen una radio? —preguntó Phiri.
—Las pilas están casi descargadas. Supongo que ya sabrá que es difícil conseguir pilas nuevas.
—Es verdad, pero ¿podría intentarlo?
Cedric no había mencionado la radio porque no quería malgastar la poca energía que le quedaba haciéndole un favor a Phiri.
—Lo intentaré, aunque no le prometo nada. —Volvió a marcharse.
—¿Qué son estos dulces deliciosos que estoy comiendo?
—Papaya escarchada.
—Tiene que darme la receta. Le diré a mi esposa que la prepare.
—Es probable que ya la tenga. La dieron por la radio, en Saque todo el partido a nuestros productos.
—Me extraña que escuche un programa dedicado a las negras pobres.
—Esta blanca pobre escucha todos los programas femeninos, y si su esposa considera que éste no es digno de sus oídos, no sabe lo que se pierde.
—Pobre… —Phiri rió con ganas, sinceramente, y cuando cayó en la cuenta de que acababan de soltarle una grosería, añadió con acritud—: Eso sí que es un buen chiste.
—Me alegro de que le guste.
—Vale —dijo Phiri, lo que significaba: «Ya es suficiente».
Sin embargo, Edna prosiguió:
—Es un programa muy bueno. He aprendido mucho escuchándolo. Todo lo que ve en esta mesa se produce en la granja.
Phiri se tomó su tiempo para observar los platos, pero se resistió a reconocer que algunos le resultaban extraños: paté de pescado, paté de hígado, pescado al curry…
—Las mermeladas, por supuesto. ¿Me permite probar ésta? —Levantó un frasco—. Rosa de Jamaica…, rosa de Jamaica…, pero si es una planta silvestre que crece en todas partes, ¿no?
—¿Y qué? Sirve para hacer una mermelada estupenda.
Phiri dejó el frasco sin degustar su contenido.
—He oído que las monjas de la misión se niegan a comer los maravillosos melocotones que crecen en su jardín —dijo—; sólo comen melocotones de lata, porque no quieren que las tomen por seres primitivos. —Rió con desprecio y añadió—: Su marido ha comprado la granja aledaña a ésta, ¿verdad?
—Estaba en venta. Ustedes no la quisieron cuando se la ofrecieron. Le aseguro que lo hizo en contra de mi voluntad.
Volvieron a mirarse, pero esta vez de verdad, hasta el momento los ojos de ambos no habían expresado más que el esfuerzo por causar una buena impresión en el otro.
A Phiri no le caía bien aquella mujer. En primer lugar, por principios: era la esposa de un agricultor blanco, la clase de fémina que, estaba convencido, había tomado las armas durante la guerra de liberación para defender las casas, los caminos y los depósitos de municiones: en esa zona se habían librado batallas encarnizadas. Sí, la imaginaba en traje de campaña y con un fusil en la mano. Por otro lado, a él la guerra ni siquiera lo había rozado, pues en aquel entonces era un niño que vivía protegido en Senga.
Edna detestaba a esos funcionarios negros a quienes llamaba «pequeños Hitleres», y le encantaba repetir todas las barbaridades que oía acerca de ellos. Trataban a sus criados como si fuesen basura, mucho peor que cualquier blanco, hasta el punto de que los negros preferían trabajar para éstos. Abusaban de su poder, aceptaban sobornos y formaban una panda de incompetentes, lo que constituía su principal pecado. Y ese individuo en particular le había caído mal desde el principio.
La tensa y acartonada mujer blanca y el robusto y seguro de sí mismo hombre negro se observaron y dejaron que sus ojos hablasen por ellos.
—Vale —dijo Phiri por fin.
Por suerte Cedric llegó en ese momento.
—Conseguí transmitir un mensaje justo antes de que ese trasto se parara. Mandizi vendrá a recogerlo. Aunque ha dicho que no se encuentra bien.
—Estoy seguro de que el señor Mandizi se dará toda la prisa posible, pero de todos modos tenemos tiempo para ver esa represa.
Los dos hombres se encaminaron hacia la camioneta, que estaba aparcada debajo de un árbol, sin mirar siquiera a Edna, quien esbozó una sonrisa que más parecía una mueca de amargura.
Cedric condujo a toda velocidad por los accidentados caminos de la granja, a través de campos, suaves colinas y parcelas de monte. Phiri, que prácticamente no salía de Senga, no sabía cómo interpretar lo que veía, tal como le había ocurrido a Rose.
—¿De qué son esos cultivos?
—De tabaco. Es lo que mantiene la economía de su país.
—Conque ése es el famoso tabaco, ¿eh?
—¿Me está diciendo que nunca había visto plantas de tabaco?
—Cuando salgo de Senga para inspeccionar una escuela, siempre tengo mucha prisa; soy un hombre muy ocupado. Por eso me alegro de esta oportunidad de ver una hacienda de verdad, y con un granjero blanco.
—Algunos agricultores negros cultivan buen tabaco, ¿no lo sabía?
Phiri no respondió, pues a la vuelta de una colina apareció ante ellos un yermo de tierra amarilla, con montículos, surcos y una excavadora que trabajaba, manteniendo un precario equilibrio sobre cuestas y declives.
—Hemos llegado —anunció Cedric, que se apeó de un salto y echó a andar sin fijarse en si el inspector lo seguía.
Un negro, el compañero del que manejaba la excavadora, se acercó a Cedric y los dos estudiaron una especie de mapa, junto al borde de un foso excavado en la densa tierra amarilla. Phiri avanzó con cautela entre los montículos, procurando no ensuciarse los zapatos. El polvo flotaba en el aire. Su mejor traje ya estaba sucio.
—Bueno, esto es lo que hay —comentó Cedric al regresar a su lado.
—Pero ¿dónde está la represa?
—Ahí. —Cedric se la señaló.
—¿Y qué tamaño tendrá cuando esté terminada?
—Desde allí hasta allí… Desde el límite de aquella arboleda hasta esa colina, y desde ahí hasta donde estamos nosotros.
—Entonces será una represa grande, ¿no?
—No será la de Kariba.
—Vale —murmuró Phiri, decepcionado. Había esperado ver un lago de bonitas aguas pardas, con vacas metidas hasta el vientre, y rodeado de espinos coronados con nidos colgantes de pájaros tejedores. Si bien no recordaba haber visto una escena parecida, ésa era la imagen que el término «represa» evocaba en su mente—. ¿Cuándo estará llena?
—¿No podría usted conseguir que llueva a cántaros? Es la tercera temporada en que sólo caen unas gotas.
Phiri rió, pero se sentía como un colegial, y eso no le gustaba. Era incapaz de imaginar una masa de agua debajo de esas colinas.
—Si no quiere que se le escape Mandizi, deberíamos volver —sugirió Cedric.
—Vale. —Esta vez Phiri empleó el término en su acepción original: «Sí, de acuerdo».
—Ahora lo llevaré por otro camino —le informó Cedric. Aunque no le convenía impresionar a ese hombre que quería robarle la granja, deseaba manifestar su orgullo por lo que había hecho con el monte.
A un kilómetro y medio de la casa, una manada de vacas comía mazorcas de maíz secas. Phiri sólo vio reses, mombies, y lo asaltó el ansia de poseerlas. Sus ojos, llenos de admiración por esos animales, no se percataron de que tenían problemas.
—Me veo obligado a matar a los terneros en cuanto nacen —explicó Cedric con aspereza.
—Pero, pero… —balbuceó Phiri, horrorizado—. Sí, he leído algo en el periódico…, pero eso es terrible. —Advirtió que había lágrimas en las mejillas del blanco—. Terrible —repitió con un suspiro, y tuvo la delicadeza de apartar la vista de Cedric. Empezaba a caerle simpático, pero no sabía qué actitud tomar si el hombre blanco se desmoronaba y se echaba a llorar—. Matar terneros… Pero ¿no hay nada…, nada…?
—Sus madres no tienen leche —señaló Cedric—, y cuando una vaca está tan flaca como ésas, pare terneros de mala calidad.
Ya estaban junto a la casa.
Acababa de llegar Mandizi, aunque al verlo Cedric pensó que había enviado a otra persona: su tamaño había quedado reducido a la mitad.
—Ha adelgazado mucho —dijo.
—Sí, así es.
Había dejado al mecánico junto al Mercedes y abrió la portezuela trasera de su coche.
—Suba, por favor —le dijo a Phiri y luego, dirigiéndose a Cedric en tono formal, añadió—: Debería mandar arreglar la radio. Casi no le oía.
—Ya me gustaría hacerlo —repuso Cedric.
—Y ahora, a la escuela —ordenó Phiri, desanimado a causa de los terneros.
No abrió la boca hasta llegar a la misión.
—Ésta es la casa del cura —le informó Mandizi.
—Pero yo quiero ver al director.
—No hay ningún director. Me temo que está en la cárcel.
—¿Y por qué no han mandado un sustituto?
—Lo hemos pedido, pero, como puede comprobar, éste no es un destino agradable. Prefieren trabajar en la ciudad, o lo más cerca posible de ella.
La ira devolvió la vitalidad a Phiri, que caminó a paso vivo hacia la casa, seguido de su subordinado. No había nadie a la vista. Dio un par de palmadas y apareció Rebecca.
—Avísale al cura que he llegado.
—El padre McGuire está en la escuela. Si sube por ese sendero, lo encontrará.
—¿Y por qué no vas tú?
—Tengo algo en el horno. Y el padre McGuire lo espera allí.
—¿Qué hace allí?
—Enseña a los niños mayores. Creo que da muchas clases porque el director no está. —Rebecca se volvió para regresar a la cocina.
—¿Adónde vas? No te he dado permiso para marcharte.
Rebecca hizo una ampulosa y lenta reverencia, juntó las manos y agachó la cabeza.
Phiri la fulminó con la mirada y rehuyó los ojos de Mandizi, consciente de que estaban tomándole el pelo.
—Muy bien, ya puedes irte.
—Vale —dijo Rebecca.
Los dos hombres echaron a andar por el polvoriento sendero, bajo un sol que caía de plano sobre su cabeza y sus hombros.
Desde las ocho de la mañana las aulas eran un pandemónium donde los niños aguardaban al gran hombre rebosantes de expectación. Los maestros, que al fin y al cabo no eran mucho mayores que ellos, también estaban eufóricos. Sin embargo, no llegaba ningún coche; sólo se oían los arrullos de las palomas y el canto de las cigarras en la arboleda cercana al depósito del agua, que estaba vacío. Hacía semanas que todos los niños tenían sed, y algunos también hambre, y no habían comido más que lo que el padre McGuire había repartido para desayunar: unos trozos del pesado pan hecho con harina blanca y leche en polvo. Dieron las nueve, luego las diez. Reanudadas las clases, el estruendo de varios centenares de voces coreando las inevitables repeticiones, ya que no había libros ni cuadernos, podía oírse a más de quinientos metros a la redonda, y no cesó hasta que aparecieron Phiri y Mandizi, acalorados y sudorosos.
—¿Qué es esto? ¿Dónde está el profesor?
—Aquí —respondió humildemente un joven, sonriendo con expresión de angustia y aprensión.
—¿Y qué clase es ésta? ¿A qué viene tanto barullo? No recuerdo que el programa comprendiese lecciones orales. ¿Dónde están los cuadernos?
Cincuenta niños exaltados respondieron al unísono:
—Camarada inspector, camarada inspector, no tenemos cuadernos ni libros; por favor, denos cuadernos. Y lápices, sí, lápices, no se olvide de nosotros, camarada inspector.
—¿Y por qué no tienen cuadernos? —preguntó Phiri a Mandizi en tono autoritario.
—Enviamos los formularios de solicitud, pero no nos mandan ni cuadernos ni libros. —Aunque llevaban tres años en esa situación, no se atrevió a decírselo delante de los niños y el maestro.
—Si se han retrasado, llame a Senga y métales prisa.
No le dejó alternativa.
—Hace tres años que la escuela recibió la última remesa de libros y cuadernos.
Phiri miró a Mandizi, al joven maestro y a los niños.
—Camarada inspector, señor —dijo el maestro—, nosotros hacemos todo lo que podemos, pero es difícil trabajar sin libros.
El camarada inspector se sintió atrapado. Sabía que en algunas escuelas —bueno, sólo en unas pocas— escaseaban los libros. Lo cierto era que rara vez salía de las ciudades, pues se aseguraba de que le tocase inspeccionar las escuelas urbanas. Aunque en éstas también había carencias, no resultaba tan terrible que hubiese un manual cada cuatro o cinco niños, que éstos tuvieran que escribir en papel de embalar, ¿no? Sin embargo, allí no había un solo libro. Alcanzó el punto de ebullición y estalló.
—Y fíjese en ese suelo. ¿Cuándo fue la última vez que barrieron?
—Hay muchísimo polvo —se justificó el maestro en voz baja, avergonzado—. El polvo…
—Hable más alto.
Los niños intervinieron:
—En cuanto terminamos de barrer, todo vuelve a llenarse de polvo.
—Poneos de pie para hablar conmigo —los increpó Phiri.
El joven maestro no les había indicado que se levantaran porque los funcionarios habían irrumpido sin anunciarse, pero en ese momento se oyeron chirridos de pupitres y pies.
—¿Cómo es posible que estos niños no sepan recibir a un representante del Gobierno?
—Buenos días, camarada inspector —retumbó el ensayado saludo de los niños, todos sonrientes y entusiasmados por esa visita de la que esperaban conseguir libros, lápices y, quizás, un director.
—Ocúpese del suelo —ordenó Phiri al maestro, que sonreía como un mendigo despreciado.
—Señor Phiri, camarada inspector, señor… —El maestro fue detrás de los funcionarios, que se dirigían al aula contigua.
—¿Qué ocurre?
—Si usted pudiera pedir al departamento que nos enviaran los libros… —Corría al lado de ellos, como un mensajero tratando de transmitir un mensaje urgente, y ya sin pizca de dignidad, con las manos unidas y sollozando—. Camarada inspector, cuesta tanto enseñar cuando uno no tiene…
Pero los funcionarios habían entrado en el aula, donde casi de inmediato resonaron los furiosos gritos e imprecaciones de Phiri. Al cabo de un minuto salió de allí y entró en la clase contigua, para descargar otra andanada de alaridos. El maestro de la primera aula, que había estado escuchando mientras intentaba recuperar la compostura, hizo de tripas corazón y regresó con sus alumnos, que lo aguardaban esperanzados. Cincuenta pares de brillantes ojos se posaron en él: «Por favor, denos una buena noticia».
—Vale —dijo, la alegría se borró de todos los rostros.
El maestro hacía visibles esfuerzos por contener el llanto. Se oyeron comprensivos chasquidos de lengua y murmullos de: «Qué vergüenza».
—Ahora toca la clase de escritura. —Se volvió hacia la pizarra y con un fragmento de tiza garabateó con letra redonda e infantil: «El camarada inspector ha venido a nuestra escuela.»—. Y ahora, Mary…
Una muchacha corpulenta, de unos dieciséis años, aunque aparentaba más, se acercó por entre las hileras de apretujados pupitres, cogió la tiza y copió la frase. Hizo una reverencia al maestro —que sólo dos años antes había sido alumno de esa misma clase— y regresó a su sitio. Los niños estaban callados, pendientes de los gritos que procedían de la barraca de al lado. Todos deseaban que les permitiesen demostrar sus conocimientos en la pizarra. El problema era la escasez de tizas. El maestro tenía aquel trozo y dos barras enteras que guardaba en el bolsillo, porque aunque en los armarios de la escuela no había prácticamente nada, los forzaban a menudo. Resultaba impensable sacar al frente a todos los niños para que copiasen la frase.
Los gritos que acompañaban al señor Phiri y el señor Mandizi llegaron a la puerta del aula —ah, ¿volverían a entrar?, al menos había una frase bonita escrita en la pizarra—, pero no, pasaron de largo. Los niños corrieron a la ventana para echar un último vistazo al camarada inspector. Dos espaldas se alejaban en dirección a la casa del cura. Detrás de ellas, una tercera, cubierta por la polvorienta sotana negra del padre McGuire, agitaba la mano y les gritaba que se detuviesen.
Los niños regresaron a sus pupitres en silencio. Eran casi las doce, la hora del almuerzo. Quienes no habían llevado comida se sentarían a contemplar a sus compañeros mientras tomaban unas cucharadas de gachas frías o un trozo de calabaza.
—Después del recreo habrá gimnasia —anunció el maestro.
Gritos de alegría. A todos les encantaban los ejercicios que hacían en los polvorientos descampados que se extendían entre los barracones. No había espalderas ni potro ni cuerdas ni colchonetas donde tenderse.
Los dos hombres entraron en la casa del cura, que les pisaba los talones.
—No le he visto en la escuela —dijo Phiri.
—Creo que no inspeccionó el tercer grupo de aulas, que es donde estaba yo.
—Tengo entendido que enseña en nuestra escuela. ¿Cómo es eso?
—Doy clases de recuperación.
—No sabía que tuviéramos cursos de recuperación.
—Enseño a niños que van tres o cuatro años retrasados por culpa del lamentable estado de la escuela. A eso lo llamo recuperación. No cobro un sueldo. No le cuesto un centavo al Gobierno.
—¿Y por qué no imparten clases esas monjas que he visto por aquí?
—No están cualificadas. Ni siquiera para esta escuela.
A Phiri le entraron deseos de gritar y maldecir —e incluso golpear a alguien—, pero notaba un martilleo en la cabeza: su médico le había advertido que no debía exasperarse. Observó la comida dispuesta sobre la mesa: unas delgadas lonchas de embutido y unos tomates. Una hogaza recién horneada emanaba un delicioso aroma. Sadza, pensó, justo lo que necesitaba. Si pudiera sentir el peso y el calor de un buen plato de sadza en su estómago, revuelto por un centenar de emociones…
—¿Le apetece compartir nuestro almuerzo? —preguntó el cura.
Rebecca entró con un plato de patatas hervidas.
—¿Has preparado sadza?
—No, señor. No sabía que lo esperábamos a comer.
—Por desgracia —se apresuró a intervenir el padre McGuire—, como todos sabemos, se necesita al menos media hora para cocinar una buena sadza, y no querríamos ofenderlo sirviéndole una de inferior calidad; pero ¿qué tal un filete? Lamento decir que hay abundancia de carne por aquí, con tantos animales muertos por la sequía…
Phiri, que había empezado a acariciar la idea de comer sadza, sintió que el estómago se le revolvía de nuevo.
—Vaya a ver si está listo el coche —le ordenó a Mandizi, pero éste, que había puesto el ojo en el pan, le lanzó una mirada de protesta a su jefe. Tenía derecho a comer. No se movió—. Y vuelva a informarme. Si el mecánico no ha terminado, me iré con usted a su oficina.
—Estoy seguro de que habrá terminado. Ha tenido más de tres horas —repuso Mandizi.
—¿Cómo se atreve a desafiarme, señor Mandizi? ¿Soy o no soy su jefe? Por hoy ya he sido testigo de suficientes muestras de incompetencia. Su deber es estar al corriente de lo que ocurre en las escuelas locales y dar parte de las deficiencias. —Aunque gritaba, la voz de Phiri sonaba cansina y débil. Estaba a punto de prorrumpir en sollozos de impotencia, rabia y vergüenza por lo que había visto esa mañana.
Justo a tiempo, el padre McGuire lo salvó, movido por el mismo impulso que unas horas antes había inducido al señor Phiri a apartar la vista de un Cedric Pyne que lloraba por sus vacas.
—Siéntese, por favor, señor Phiri. Me alegro mucho de contar con su presencia, porque soy un viejo amigo de su padre, ¿no lo sabía? Fue alumno mío… Sí, en esa silla, y el señor Mandizi…
—El señor Mandizi hará lo que le he ordenado: ir a averiguar si mi coche está listo.
Sin mirar al inspector, Rebecca se acercó a la mesa, cortó dos gruesas rebanadas de pan, colocó un trozo de embutido en el medio y, con una pequeña reverencia, esta vez desprovista de burla, le ofreció el bocadillo a Mandizi.
—No se encuentra bien —señaló—. Sí, veo que no se encuentra bien.
El funcionario guardó silencio y permaneció donde estaba, con el bocadillo en la mano.
—¿Qué le ocurre, señor Mandizi? —preguntó Phiri.
Sin responder, Mandizi salió al porche, donde topó con Sylvia. Ésta le puso una mano sobre el brazo y le habló en voz baja y persuasiva.
Desde el salón oyeron:
—Sí, estoy enfermo, y mi mujer también.
Sylvia le rodeó los hombros con un brazo —resultaba fácil, porque había perdido mucho peso— y lo acompañó hasta el coche.
El padre McGuire no paraba de hablar mientras le pasaba al invitado el plato de la carne, el de los tomates, el de las patatas.
—Sí, llénese el plato, debe de estar hambriento, han pasado muchas horas desde el desayuno. Sí, yo también estoy muerto de hambre, y ¿qué tal está su padre? Era mi alumno favorito cuando enseñaba en Guti. Qué joven tan listo…
Phiri, sentado con los ojos cerrados, trataba de recuperarse. Cuando los abrió, vio ante sí a una menuda mujer de piel morena. ¿Una negra? No, era el color que adquirían cuando estaban demasiado expuestas al sol, ah, sí, era la mujer que había visto hacía un momento con Mandizi. Miraba a Rebecca con una sonrisa. ¿Estaría burlándose de él? La furia, que había empezado a abandonarlo gracias al filete y las patatas, volvió a apoderarse de Phiri:
—¿Es usted la mujer que, según me han dicho, ha estado usando el material de nuestra escuela para sus clases, o lo que usted llama clases?
Sylvia miró al sacerdote, que apretó los labios para indicarle que no dijese nada e intervino:
—La doctora Lennox ha comprado cuadernos y un atlas con su dinero, no debe preocuparse por eso; y ahora me gustaría saber algo de su madre… Fue mi cocinera durante una temporada, y he de decir que lo envidio por tener una madre que cocina tan bien.
—¿Y qué le enseña a sus alumnos? ¿Es usted maestra? ¿Tiene un título? Por lo que sé no es maestra sino médico.
Una vez más, el padre McGuire impidió que Sylvia contestara.
—Sí, no es maestra sino médico, nuestra médico, pero no se necesita un título para leer a los niños, o para enseñarles a leer.
—Vale —dijo Phiri. Estaba comiendo con el nerviosismo y la rapidez de alguien que se sirve de la comida para tranquilizarse. Cortó una gruesa rebanada de la hogaza que tenía delante; no había sadza, pero una cantidad suficiente de pan obraría el mismo efecto.
Rebecca intervino inesperadamente en la conversación.
—Quizás el camarada inspector quiera bajar a la aldea y comprobar lo mucho que nuestra gente aprecia lo que hace la doctora, la ayuda que nos presta.
El padre McGuire consiguió contener su irritación.
—Sí, sí, claro; pero en un día tan caluroso como éste, estoy seguro de que el señor Phiri preferirá quedarse con nosotros a la sombra y tomar una taza de té. Prepara té para el inspector, Rebecca, por favor.
Sylvia se disponía a preguntar por los libros y los cuadernos perdidos, cuando el cura, que lo intuía, dijo:
—Sylvia, creo que al inspector le gustaría que le hablases de la biblioteca que has organizado en la aldea.
—Sí. —Sylvia asintió—. Ya tenemos casi un centenar de libros.
—¿Y puedo preguntar quién los pagó?
—La doctora ha tenido la bondad de comprarlos con su dinero.
—Vaya. Supongo que en ese caso debemos estarle agradecidos. —Phiri suspiró y añadió—: Vale. —Sonó como otro suspiro.
—No has comido nada, Sylvia.
—Tomaré una taza de té.
Rebecca entró con la bandeja, distribuyó las tazas y los platos con deliberada lentitud, cubrió la jarra de leche con la campana de malla adornada con cuentas azules y empujó la gran tetera hacia Sylvia. Aunque normalmente era la encargada de servir el té, regresó a la cocina. El inspector frunció el entrecejo, consciente de que lo habían tratado con insolencia, aunque no habría sabido explicar exactamente cómo.
Sylvia sirvió el té sin levantar la vista de sus manos. Puso una taza delante del inspector, le acercó el azúcar y empezó a desmigar un mendrugo. Todos permanecían en silencio. En la cocina, Rebecca tarareaba una de las canciones de la guerra de liberación con la intención de molestar a Phiri, pero éste no pareció reconocer la tonada.
Por suerte, oyeron el motor de un coche, que al frenar levantó nubes de polvo. De él se apeó el mecánico, vestido con un elegante mono azul. Phiri se puso en pie.
—Veo que mi coche ya está arreglado —comentó con aire distraído, como quien ha perdido algo pero no sabe el qué ni dónde. Sospechaba que se había comportado de un modo poco apropiado, aunque no, claro que no, porque en todo momento había estado en lo cierto.
—Confío en que les cuente a sus padres que nos hemos visto y que rezaré por ellos —dijo el padre McGuire.
—Se lo diré cuando los vea. Viven en el monte, al otro lado del Centro de Desarrollo de Pambili. Han envejecido mucho.
Salió al porche. Una multitud de mariposas revoloteaba en torno a los hibiscos. El canto de un turaco se oía desde varios centenares de metros de distancia. Phiri subió al asiento trasero del vehículo y éste se alejó entre ríos de polvo.
Rebecca entró en el salón y se sentó a la mesa, algo insólito en ella. Sylvia le sirvió té. Nadie habló durante un rato.
—Los gritos de ese idiota se oían desde el hospital —dijo Sylvia al fin—. El camarada inspector tiene más probabilidades de sufrir una apoplejía que cualquier persona que haya conocido en mi vida.
—Sí, sí —reconoció el sacerdote.
—Qué vergüenza —prosiguió Sylvia—. Los niños han estado soñando con la visita de ese tipo durante semanas. «El inspector hará esto, el inspector hará lo otro, el inspector traerá libros…»
—No es para tanto, Sylvia —murmuró el padre McGuire.
—¿Qué? Cómo puede decir…
—Es una vergüenza, una vergüenza —terció Rebecca.
—¿Cómo puede estar tan tranquilo, Kevin? —Sylvia rara vez llamaba al padre McGuire por su nombre de pila—. Es un crimen. Ese hombre es un criminal.
—Sí, sí, sí —dijo el sacerdote. Al cabo de un largo silencio, y añadió—: ¿Nunca has pensado que ésa es la historia de la humanidad? Los poderosos le sacan el pan de la boca a los povos, pero los povos siempre se las ingenian para salir adelante.
—¿Se refiere a que los pobres siguen existiendo? —preguntó Sylvia con sarcasmo.
—¿Alguna vez has observado lo contrario?
—Y no hay nada que hacer porque todo seguirá igual, ¿verdad?
—Quizá —contestó el padre McGuire—. Lo que me llama la atención es tu actitud. Las injusticias no dejan de sorprenderte, a pesar de que las cosas siempre han sido así.
—Pero les prometieron tantas cosas… En el momento de la independencia les prometieron…, bueno, de todo.
—Los políticos hacen promesas que luego rompen.
—Yo les creí —admitió Rebecca—. Fui una idiota; cuando llegó la liberación me puse a dar gritos de alegría. Pensé que hablaban en serio.
—Claro que hablaban en serio —repuso el sacerdote.
—Creo que todos nuestros gobernantes se volvieron malos porque les echaron una maldición —dijo Rebecca.
—¡Que Dios nos asista! —exclamó el padre McGuire, perdiendo la paciencia—. No estoy de humor para escuchar esas tonterías —Sin embargo, no se levantó de la mesa.
—Sí —continuó Rebecca—. Fue por la guerra, porque en la guerra no enterramos a nuestros muertos. ¿Sabe que hay esqueletos en las cuevas de las colinas? ¿Lo sabía? Me lo contó Aaron. Y si no enterramos a los muertos según nuestras costumbres, ellos regresan y nos maldicen.
—Rebecca, eres una de las mujeres más inteligentes que conozco y…
—Y ahora aparece eso del sida. Es una maldición. ¿Qué otra cosa puede ser?
—No es una maldición, Rebecca —intervino Sylvia—, sino un virus.
—Yo tenía seis hijos, ahora tengo tres y pronto sólo me quedarán dos. Todos los días hay una tumba nueva en el cementerio.
—¿Sabes algo de la peste negra?
—¿Qué voy a saber yo? No pasé del primer curso.
Eso significaba que, si bien había oído algo al respecto y sabía más de lo que estaba dispuesta a reconocer, quería que la instruyesen.
—Fue una epidemia que afectó a Asia, Europa y el norte de África. Acabó con la tercera parte de la población —explicó Sylvia.
—Las ratas y las moscas —terció el padre McGuire—. Ellas propagaron la enfermedad.
—¿Y quién les señaló el camino a las ratas?
—Fue una epidemia, Rebecca. Igual que el sida, que el flaco.
—Dios está enfadado con nosotros —insistió Rebecca.
—Que el Señor nos asista a todos —dijo el sacerdote—. Ya soy viejo y quiero volver a Irlanda, a casa.
Lo cierto es que se quejaba tanto como un viejo y no tenía buen aspecto… Al menos en su caso, no cabía culpar al sida. Hacía poco que había sufrido otro ataque de malaria. Estaba extenuado.
Sylvia rompió a llorar.
—Voy a echarme un rato —anunció el padre McGuire—. Sé que es inútil que te sugiera que hagas lo mismo.
Rebecca ayudó a Sylvia a ponerse en pie y la acompañó a su habitación. La dejó en la cama, donde se tendió con una mano sobre los ojos. Rebecca se arrodilló a su lado y le pasó un brazo por debajo de la cabeza.
—Pobre Sylvia —susurró y comenzó a tararear una nana.
Rebecca llevaba una túnica de mangas anchas, y por entre los dedos Sylvia vio el delgado brazo negro y en él una úlcera que conocía muy bien. Esa misma mañana había vendado unas idénticas que padecía una paciente del hospital. La niña llorica que la había dominado hasta ese momento desapareció, para dar paso nuevamente a la doctora. Rebecca había contraído el sida. Sylvia lo sabía, ya era evidente, y lo sospechaba desde hacía tiempo, aunque se hubiera resistido a admitirlo. Rebecca había contraído la enfermedad y ella no podía hacer nada al respecto. Cerró los ojos y fingió dormir. Notó que Rebecca se apartaba con sigilo y salía de la habitación.
Sylvia permaneció tendida, oyendo crujir el techo de hierro a causa del calor. Miró el crucifijo donde estaba el Redentor. Miró las distintas imágenes de la Virgen, con su túnica azul. Descolgó el rosario del clavo que había junto a la cama y lo sujetó entre los dedos: las cuentas de cristal estaban calientes, como carne humana. Volvió a colgarlo.
Enfrente de ella, las mujeres de Leonardo ocupaban media pared. Las lepismas habían roído las hermosas caras, los bordes de la lámina se habían ondulado como una puntilla, y las rollizas extremidades de los niños estaban cubiertas de manchas.
Sylvia se levantó y echó a andar hacia la aldea, donde la aguardaba una muchedumbre de personas decepcionadas.
«Nieta de una conocida nazi e hija de un comunista de carrera, Sylvia Lennox ha encontrado un escondrijo rural en Zimlia, donde posee una clínica privada que utiliza material robado del hospital estatal de la zona».
Por desgracia, en ese país de ignorantes aún no se habían enterado de que el comunismo era políticamente incorrecto, y la palabra «nazi» no suscitaba las mismas reacciones que en Londres. De hecho, mucha gente simpatizaba allí con los nazis. Sólo había dos términos capaces de escandalizar a la gente. Uno era «racista», y el otro «espía sudafricano».
Rose sabía que Sylvia no era racista, pero como era blanca, la mayoría de los negros estarían dispuestos a creer lo contrario. Sin embargo, bastaría con que un negro enviase una carta al The Post en la que afirmase que Sylvia era amiga de los negros para… No, ¿y si la acusaba de espía? Eso también tenía sus inconvenientes. En esa época, poco antes de la caída del apartheid, la fiebre del miedo a los espías causaba estragos en los países limítrofes de Sudáfrica. Cualquiera que hubiese nacido, vivido o pasado recientemente las vacaciones en Sudáfrica, o que tuviera parientes allí; cualquiera que criticase a Zimlia o insinuase que era posible hacer las cosas mejor; cualquiera que «sabotease» un proyecto o una empresa perdiendo o dañando material, aunque se tratara de una caja de sobres o media docena de tornillos; o cualquiera, en fin, que se hubiese granjeado la mínima antipatía de los demás, podía ser tachado, y casi siempre lo era, de espía de Sudáfrica, un país que, por supuesto, hacía todo lo posible para desestabilizar a sus vecinos. En semejante ambiente, a Rose no le costaría convencerse a sí misma de que Sylvia era una espía sudafricana, pero habiendo tantos como había, no le bastaría con eso.
Pero entonces tuvo un golpe de suerte. La llamaron del despacho de Franklin para invitarla a una recepción en honor del embajador chino, en la que estaría presente el Líder. Se celebraría en el hotel Butler, el mejor. Rose se puso un vestido y llegó temprano. Aunque llevaba pocas semanas allí, asistía a una fiesta organizada para quienes ella describía como «la panda alternativa», los conocía a todos, o al menos lo suficiente para intercambiar saludos. Periodistas, editores, escritores, profesores universitarios, expatriados, miembros de las ONG…; una multitud variopinta en la que todavía predominaban los blancos y cuya inteligencia inquietaba a Rose, que siempre se figuraba que la gente se reía de ella. Eran informales, irreverentes y trabajadores, y la mayoría todavía depositaba grandes esperanzas en el futuro de Zimlia, aunque algunos habían perdido la fe y estaban amargados. No obstante, se sentía más a gusto con otro grupo, aquel con el que se reuniría esa noche: el de los mandamases, los jefes, los gobernantes, los ministros, los que ejercían el poder, y entre éstos había más negros que blancos.
Rose estaba en un rincón del enorme salón, cuya elegancia la tranquilizaba y le indicaba que se encontraba en el sitio oportuno, esperando a Franklin. No quería beber demasiado, al menos por el momento. Ya se emborracharía más tarde. Los invitados no paraban de llegar, hasta que el salón se llenó, pero seguía sin haber señales de Franklin. A su lado vio a un hombre a quien conocía de las fotos de The Post. Lo abordó sin decirle que era una periodista londinense, una raza odiada por el Gobierno.
—Es un honor para mí encontrarme en su hermoso país, camarada ministro. Estoy de visita.
—Vale —respondió él, complacido pero poco interesado en perder el tiempo con esa blanca no muy agraciada que seguramente sería la esposa de alguien.
—¿Me equivoco o es usted el ministro de Educación? —inquirió Rose, a sabiendas de que no lo era.
Amable pero indiferente, el hombre respondió:
—No, tengo el honor de ser el subsecretario de Sanidad. —Estiró el cuello para ver por encima y entre las cabezas que tenía delante; quería captar la atención del Líder en cuanto entrase, pues aunque en todo el mundo se lo consideraba un hombre del pueblo, rara vez ofrecía a sus ministros la oportunidad de conversar con él. En las pocas reuniones de gabinete a las que asistía, decía lo que tenía que decir y se marchaba; el camarada Líder no destacaba por su camaradería. Hacía tiempo que el subsecretario buscaba una ocasión para discutir ciertos temas con el Jefe, y esperaba encontrarla esa noche. Además, estaba secretamente enamorado de la fascinante Gloria. ¿Y quién no? Era una mujer voluptuosa, exuberante, increíblemente atractiva y con un rostro que invitaba a… ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaban el compañero presidente y la Madre de la Nación?
—Me preguntaba si usted sabría algo sobre cierto hospital de Kwadere —dijo Rose, o más bien repitió, porque la primera vez él no la había oído.
Aquello suponía una indiscreción, desde luego. Para empezar, nadie podía esperar que un hombre de su nivel estuviera informado de lo que sucedía en cada pequeño hospital, y además se hallaban en una recepción oficial; no era el momento ni el lugar. Sin embargo, daba la casualidad de que sabía algo de Kwadere. Esa misma mañana había tenido sobre su escritorio los expedientes de tres hospitales a medio construir porque los fondos —para decirlo sin tapujos— habían sido robados. (Nadie lo lamentaba más que él, pero era previsible que se cometiesen errores). En el caso de dos hospitales, los furiosos y a esas alturas escépticos filántropos habían propuesto que si ellos, los benefactores originales, conseguían reunir la mitad de los fondos necesarios para terminar las obras, el Gobierno debía aportar la otra mitad. De lo contrario, nada, mala suerte, adiós a los hospitales. En Kwadere, el filántropo en cuestión había enviado una delegación al hospital abandonado y luego se había negado a continuar financiándolo. Por desgracia ese hospital hacía mucha falta. El Gobierno sencillamente no disponía de dinero suficiente para terminar de construirlo. Aunque había una especie de clínica en la misión de San Lucas, los informes al respecto no eran alentadores. Un sitio tan miserable y atrasado representaba una vergüenza para el país; Zimlia merecía algo mejor. Además, según una nota enviada por los servicios de seguridad, el nombre de la doctora que lo dirigía figuraba en una lista de posibles agentes sudafricanos. Su padre era un conocido comunista que mantenía estrechos vínculos con los rusos. Zimlia no simpatizaba con los rusos, pues le habían dado la espalda al camarada Matthew cuando éste —o más bien sus tropas— combatía en el monte. Entonces llegó el embajador chino con su esposa, una mujer delgada como un fideo, los dos sonriendo y estrechando manos. El subsecretario debía abrirse paso hacia ellos rápidamente, ya que allí donde estuviera el embajador tarde o temprano aparecería el Líder.
—Tendrá que disculparme —le dijo a Rose.
—¿Le importaría concederme una entrevista? ¿Quizás en su despacho?
—¿Puedo preguntar para qué? —inquirió con aspereza.
—La doctora que dirige el hospital de Kwadere es…, bueno, es prima mía —improvisó Rose—, y he oído que…
—Ha oído bien. Su prima debería tener más cuidado con las compañías que elige. Sé de fuentes fidedignas que trabaja para…, en fin, da igual para quién.
—Por favor, espere un momento, ¿qué es eso de que mi prima ha robado material de…?
El subsecretario, que no había oído nada al respecto, se enfadó con sus consejeros. Ese asunto resultaba irritante y no quería pensar en él. No tenía la menor idea de cómo solucionar el problema del hospital de Kwadere.
—¿De qué habla? —preguntó volviéndose mientras avanzaba entre la multitud—. Si eso es verdad, será castigada, que no le quepa la menor duda. Lamento oír que es pariente suya. —Enfiló sus pasos hacia la bella Gloria, que, envuelta en tul escarlata, lucía un collar de diamantes. ¿Y el Líder? Su esposa estaba haciendo los honores, de modo que por lo visto no se presentaría.
Rose se marchó discretamente y pasó por un café que era un nido de cotilleos y noticias. Allí informó de la recepción oficial, la ausencia del Líder y el tul escarlata y los diamantes de la Madre de la Nación, así como de los comentarios del subsecretario de Sanidad sobre el hospital de Kwadere. Había una funcionaría nigeriana, una mujer que había viajado a Senga para asistir a una conferencia sobre la Prosperidad de las Naciones, que cuando le hablaron de la espía de Kwadere comentó que desde su llegada sólo había oído hablar de espías, espías y más espías, y que su experiencia le dictaba que los espías y las guerras eran un recurso muy socorrido cuando la economía no marchaba bien, pues en su país ocurría lo mismo. Esto suscitó una animada discusión en la que pronto participaron todos los presentes. Uno de ellos, un periodista, había sido arrestado por espionaje y luego puesto en libertad. Otros conocían a personas sospechosas de ser agentes y… Rose, oliéndose que hablarían de los espías sudafricanos durante toda la velada, se escabulló y fue a un restaurante situado a la vuelta de la esquina. Dos hombres que la habían seguido desde el café sin que ella lo notara le pidieron permiso para compartir su mesa: el lugar estaba atestado. Rose, hambrienta y un poco achispada, encontró simpáticos a esos dos individuos, que le parecieron imponentes, aunque no sabía muy bien por qué. Cualquier ciudadano de Zimlia se habría percatado en el acto de que pertenecían al servicio de inteligencia, pero, por citar un práctico cliché, hacía tanto tiempo que los británicos no sufrían una invasión, que aún conservaban cierta inocencia. De hecho, Rose imaginó que esa noche debía de estar atractiva. En casi todos los países del mundo, es decir, en aquéllos con un servicio de inteligencia activo, cualquiera habría comprendido de inmediato la conveniencia de mantener la boca cerrada delante de aquellos tipos. En cuanto a éstos, lo que querían era saber cosas sobre Rose: ¿por qué había salido del café tan precipitadamente en cuanto se había tocado el tema de los espías?
—¿Saben algo del hospital de la misión de Kwadere? —preguntó—. Una prima mía es médico allí. Acabo de hablar con el subsecretario de Sanidad y me ha contado que sospechan que es una agente sudafricana.
Los hombres cambiaron una mirada. Sabían lo de la doctora de Kwadere, porque su nombre constaba en la lista, pero no se habían tomado el asunto muy en serio. Por un lado, ¿qué daño podía hacer en aquel sitio dejado de la mano de Dios? Pero por otro, si el mismísimo subsecretario de Sanidad…
Ninguno de los dos hombres llevaba mucho tiempo en el servicio. Ambos habían conseguido sus puestos porque eran parientes de un ministro. No venían de los días previos a la liberación. Por lo general, los estados nuevos, incluso aquellos cuyo sistema de gobierno cambia por completo, mantienen intacto el servicio secreto, en parte porque los que suben al poder quedan fascinados por los amplios conocimientos de quienes hasta hace poco los espiaban a ellos, y en parte porque unos cuantos guardan secretos que preferirían no ver revelados. Aquellos dos aún no se habían hecho un nombre, por lo que necesitaban impresionar a sus superiores.
—¿Zimlia ha expulsado alguna vez a alguien acusado de ser espía? —quiso saber Rose.
—Oh, sí, muchas veces.
No era verdad, pero pensar que pertenecían a un servicio tan severo y competente hacía que se sintieran importantes.
—¿De veras? —preguntó Rose, emocionada, oliendo que allí había una noticia.
—Uno se llamaba Matabele Smith —dijo uno de los hombres.
—Matabele Bosman Smith —puntualizó el otro.
Una noche, en el café del que Rose acababa de salir, un grupo de periodistas que bromeaban sobre el bulo de los agentes extranjeros había inventado un espía cuyo nombre condensaba todas las características negativas —desde el punto de vista del actual Gobierno— que fueron capaces de imaginar entre todos. Habían descartado Whitesmith, que alguien sugirió por analogía con Blacksmith. Este personaje era un sudafricano que realizaba frecuentes viajes de negocios a Zimlia y había intentado hacer volar las minas de carbón de Hwange, la Casa de Gobierno, el nuevo estadio deportivo y el aeropuerto. Había servido de entretenimiento a los parroquianos durante varias veladas, hasta que éstos perdieron el interés. Entretanto, la información había llegado a los archivos policiales. Los parroquianos del café habían acabado por emplear el nombre Matabele Bosman Smith[1] para aludir a la obsesión por los espías, y los agentes que frecuentaban el lugar lo oían nombrar, pero nunca habían conseguido descubrir más datos sobre él.
—¿Lo deportaron? —preguntó Rose.
Los hombres callaron y se miraron de nuevo.
—Sí, lo deportamos —respondió uno.
—Lo enviamos de vuelta a Sudáfrica —señaló el otro.
Al día siguiente Rose completó su nota: «Se sabe que Sylvia Lennox era amiga íntima de Matabele Bosman Smith, el espía sudafricano que fue deportado de Zimlia».
A pesar de que el estilo general y la virulencia del artículo resultaban apropiados para la clase de periódicos que Rose solía usar en Inglaterra como receptáculos de sus genialidades, decidió enseñárselo antes a Bill Case y a Frank Diddy. Aunque ambos conocían el origen del célebre deportado, no le contaron nada. Rose no les caía bien. Hacía tiempo que abusaba de su hospitalidad. Además, les seducía la idea de que el famoso Smith recibiera una inyección de vida y les proporcionara un par de noches de diversión en el café.
La nota apareció en The Post, donde costaba que un párrafo incendiario destacara entre tantos otros. Rose la envió también a World Scandals, y llegó a manos de Colin, de acuerdo con la regla según la cual siempre hay un alma caritativa dispuesta a informar a una persona de cualquier cosa negativa que se publique acerca de ella. Colin demandó al periódico de inmediato, pidiendo una importante compensación económica y una disculpa, pero, como suele suceder en esa clase de publicaciones, la retractación apareció en letras diminutas y en una sección donde pocas personas la verían. Lo de que calumniaran a Julia llamándola nazi no era nuevo, y en cuanto a la insinuación de que Sylvia era una espía, a Colin le parecía demasiado ridícula para preocuparse por ella.
El padre McGuire vio la nota en The Post, pero no se la enseñó a Sylvia. Sin embargo, Mandizi la leyó y la añadió al expediente de la misión de San Lucas.
Un día ocurrió algo que Sylvia había estado temiendo desde su llegada a la misión. Listo y Zebedee se presentaron en el hospital con una niña de la aldea que sufría una apendicitis aguda. El padre McGuire se había llevado el coche para ir a la antigua misión. Sylvia no consiguió hablar con los Pyne, ya que uno de los dos teléfonos no funcionaba. La niña necesitaba una intervención urgente. Sylvia había imaginado muchas veces una emergencia como aquélla u otra parecida, y había resuelto que no operaría. No podía. Una cosa era realizar operaciones sencillas en las que se corrían pocos riesgos, pero si llegaba a producirse una fatalidad, se lanzarían sobre ella de inmediato.
En la choza que llamaban «el pabellón», los dos niños, con sus impecables camisas blancas (planchadas por Rebecca), el cabello perfectamente peinado, y las manos escrupulosamente lavadas, se arrodillaron a los lados de la niña y la contemplaron con los ojos arrasados en lágrimas.
—Está ardiendo —dijo Zebedee—. Tóquela.
—¿Por qué ha tardado tanto en venir? —preguntó Sylvia—. Si lo hubiera hecho ayer… ¿Por qué no vino? Siempre pasa lo mismo. —Su voz sonaba hosca y severa pero se debía al miedo que la embargaba—. ¿Os dais cuenta de lo grave que está?
—Le dijimos que viniera, se lo dijimos.
Si la niña fallecía de muerte natural nadie responsabilizaría a Sylvia, pero si ésta la operaba y resultaba que moría, le echarían la culpa. Listo y Zebedee miraron a la doctora con expresión de súplica. La niña era prima suya, y también pariente de Joshua.
—Ya os he explicado que no soy cirujana, y sabéis lo que eso significa.
—Pero tiene que hacerlo —imploró Listo—. Por favor, por favor.
La niña tenía las rodillas flexionadas contra el estómago y no paraba de gemir.
—De acuerdo, traedme el cuchillo más afilado. Y agua caliente. —Se inclinó sobre la enferma y le susurró al oído—: Reza, rézale a la Virgen. —Sabía que era católica, pues la había visto en la pequeña iglesia. Su sistema inmunitario iba a necesitar toda la ayuda posible.
Los chicos le trajeron los instrumentos. La niña no yacía en la «mesa de operaciones», pues no convenía moverla, sino bajo el techo de paja, cerca del suelo de tierra. Las condiciones no podían ser peores.
Sylvia le pidió a Listo que sujetase un paño empapado en cloroformo (que reservaba para casos de emergencia) lo más lejos posible de su rostro, que debía mantener vuelto hacia un lado. Le indicó a Zebedee que sostuviese la palangana con los instrumentos a una distancia considerable del suelo y procedió a operar en cuanto la niña dejó de gemir. No intentaría practicar el corte en forma de cruz que les había descrito a los niños.
—Estoy haciendo una incisión que ya no se practica. Cuando estudiéis, descubriréis que esta clase de corte largo está obsoleta.
En cuanto hubo cortado descubrió que era demasiado tarde. El apéndice había estallado y había pus y materia fecal por todas partes. No disponía de penicilina. Así que limpió la zona, cosió la larga herida y dijo:
—Me temo que va a morir.
Los niños lloraron desconsoladamente; Listo con la cabeza sobre las rodillas, Zebedee con la frente contra la espalda de aquél.
—Tendré que informar de lo que he hecho —añadió Sylvia.
—No diremos nada —murmuró Listo—. No se lo contaremos a nadie.
Zebedee la tomó de las manos, que estaban cubiertas de sangre.
—Ay, Sylvia, ay, doctora —se lamentó—. ¿Se meterá en problemas?
—Vosotros también os meteréis en problemas si no digo nada y alguien se entera de que lo sabíais. Debo informar. —Subió la cinturilla de la falda de la niña y le bajó la blusa. Estaba muerta. Tenía doce años—. Avisadle al carpintero que necesitaremos un ataúd.
Llegó a la casa poco después de que regresara el padre McGuire, y le refirió lo sucedido.
—Debo comunicárselo al señor Mandizi.
—Sí. ¿Me equivoco, o te advertí que esto podía ocurrir?
—Es verdad, me lo advirtió.
—Llamaré a Mandizi y le pediré que venga.
—El teléfono no funciona.
—Enviaré a Aaron en su bicicleta.
Sylvia regresó al hospital, ayudó a colocar a la niña en el ataúd y fue a ver a Joshua a su árbol para comunicarle que la pequeña había muerto. El viejo tardaba bastante en asimilar la información, y Sylvia no quería esperar a que la maldijera, lo cual haría con toda seguridad: siempre la maldecía, no hacía falta que se lo predijera ningún adivino. Luego pidió a los chicos que avisaran en la aldea que esa tarde no iría, pero que ellos escucharían leer a la gente y corregirían los ejercicios de escritura.
En la casa, el padre McGuire estaba bebiendo té.
—Sylvia, querida, creo que deberías tomarte unas pequeñas vacaciones.
—¿De qué serviría?
—Te ayudaría a olvidar lo sucedido.
—¿Cree que alguna vez lo olvidaré? —Ante el silencio de él, añadió—. ¿Y adónde iría, padre? Éste es mi hogar, y además la gente me necesitará hasta que construyan el otro hospital.
—Veamos qué opina el señor Mandizi.
Últimamente Mandizi se mostraba amigable, hacía tiempo que no se mostraba grosero ni desconfiado, pero esta vez tendría que asumir el papel de un funcionario obligado a cumplir con su deber.
Cuando llegó, lo único que reconocieron de él fue su nombre. Era Mandizi, y así se presentó, y sin embargo sólo vieron a un hombre terriblemente enfermo.
—¿No debería estar en la cama, señor Mandizi?
—No, doctora. Puedo realizar mi trabajo. En mi cama está mi esposa, y muy enferma. Los dos juntos, el uno al lado del otro… No, creo que no me gustaría.
—¿Les han hecho análisis?
Mandizi tardó unos instantes en responder. Finalmente soltó un suspiro y dijo:
—Sí, doctora, nos han hecho análisis.
En ese momento entró Rebecca con la carne, los tomates y el pan para el almuerzo.
—¡Qué pena, ay, qué pena, señor Mandizi! —exclamó horrorizada al ver al funcionario.
Como Rebecca siempre había sido una mujer delgada, menuda y de cara huesuda, Mandizi no reparó en que también ella estaba enferma, de manera que se sentó a la mesa como un condenado en un banquete rodeado de gente saludable.
—Lo lamento mucho, señor Mandizi —agregó Rebecca, y regresó a la cocina, llorando.
—Ahora cuéntemelo todo, doctora Sylvia.
Ella le explicó lo ocurrido.
—¿La niña habría muerto si no la hubiese operado?
—Sí.
—¿Existía alguna posibilidad de salvarla?
—Una muy pequeña. Mínima. Verá, no tengo penicilina porque se terminó y…
Mandizi hizo un ademán con la mano que ella conocía bien; «No me critique por cosas que no puedo resolver», significaba.
—Tendré que informar al hospital.
—Desde luego.
—Es probable que soliciten una autopsia.
—Entonces más vale que se den prisa. La niña ya está en el ataúd. ¿Por qué no dice sencillamente que fue culpa mía? No soy cirujano.
—¿Es una operación difícil?
—No, es una de las más sencillas.
—¿Un cirujano de verdad habría hecho las cosas de otra manera?
—No, no lo creo.
—No sé qué decir, doctora Sylvia.
Saltaba a la vista que Mandizi deseaba añadir algo. Estaba sentado con la cabeza gacha, pero la alzó para observarla con recelo, y luego cambió una mirada con el cura. Sylvia se percató de que los dos sabían algo que ella ignoraba.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—¿Quién es ese amigo suyo, ese tal Matabele Bosman Smith?
—¿Quién?
Mandizi exhaló un suspiro. El contenido de su plato seguía intacto, al igual que el de Sylvia. El padre McGuire estaba ceñudo, pero comía. Mandizi apoyó la cabeza en una mano.
—Doctora Sylvia —dijo—, sé que no hay muti para lo que yo padezco, pero me dan unos dolores de cabeza muy fuertes; no sabía que la cabeza pudiera llegar a doler tanto.
—Tengo algo para aliviarlos. Le daré unas pildoras antes de que se vaya.
—Gracias, doctora, pero debo decirle algo… Hay algo… —Mandizi miró de nuevo al sacerdote, que hizo un gesto de asentimiento—. Van a cerrar su hospital.
—¡Pero si la gente lo necesita! —exclamó Sylvia.
—Pronto tendremos un hospital nuevo…
A ella se le iluminó la cara, pero de inmediato advirtió que el funcionario sólo trataba de animarse un poco, así que asintió.
—Sí, estoy seguro. Sí, ésa es la situación.
—Vale —dijo Sylvia.
—Vale —dijo Mandizi.
Una semana después recibieron una breve carta escrita a máquina y dirigida al padre McGuire, ordenándole que cerrase el hospital «sin dilaciones». Esa misma mañana llegó un policía en moto. Era un joven negro de unos veinte o veintiún años, ostensiblemente incómodo en el papel de la autoridad. El padre McGuire lo invitó a sentarse, y Rebecca preparó té para los dos.
—Bien, ¿qué puedo hacer por usted, hijo?
—Estoy buscando objetos robados.
—Ya entiendo. Bueno, no los encontrará en esta casa.
Rebecca permanecía de pie junto al aparador, callada. El policía se dirigió a ella.
—Tal vez la acompañe a su casa y los busque allí.
—Hemos visto el hospital nuevo —repuso Rebecca—. Está invadido por jabalíes.
—Yo también he estado allí. Sí, hay jabalíes, e incluso mandriles. —El policía rió, se contuvo y suspiró—. Pero aquí hay un hospital, y tengo órdenes de registrarlo.
—El hospital está cerrado.
El sacerdote le entregó la carta oficial y el policía la leyó.
—Si está cerrado, no veo cuál es el problema —dijo.
—Yo tampoco.
—Creo que debo ir a hablar con el señor Mandizi.
—Buena idea.
—Pero no se encuentra bien —puntualizó el policía—. El señor Mandizi está enfermo, y me parece que pronto tendremos un sustituto. —Se levantó sin mirar a Rebecca, cuya casa habría debido registrar. La moto se alejó rugiendo en la tranquilidad del monte.
Se suponía que Sylvia estaba obligada a cerrar el hospital.
Había pacientes en las camas, y Listo y Zebedee les administraban las medicinas.
—Me voy a Senga a ver al compañero ministro Franklin —le informó Sylvia al padre McGuire—. Era amigo nuestro. Solía pasar las vacaciones con nosotros. Fue compañero de clase de Colin.
—Ah. No hay nada más irritante que reencontrarse con la gente que uno conoció antes de convertirse en ministro.
—Aun así lo intentaré.
—¿No sería conveniente que te pusieras un vestido bonito y limpio?
—Creo que sí. —Sylvia se encerró en su habitación y salió al cabo de un rato con la ropa que tenía para las grandes ocasiones: un conjunto de lino verde.
—Y tal vez deberías llevar un camisón, o lo que sea que necesites para pasar la noche fuera —señaló el padre McGuire.
Ella entró de nuevo en su cuarto y reapareció con un bolso.
—¿Quieres que llame a los Pyne y les pregunte si planeaban ir a Senga?
Edna Pyne dijo que se alegraba de tener una excusa para salir de la maldita hacienda, y en media hora se plantó en la casa. Sylvia subió al coche y se despidió del padre McGuire agitando la mano.
—Hasta mañana. —Y así Sylvia emprendió un viaje del que no regresaría hasta varias semanas después.
Edna, que fue desgranando quejas durante todo el trayecto, le dijo en cierto momento que tenía que contarle algo increíble, algo que en teoría no debía mencionar, pero le resultaba imposible guardárselo. Uno de esos sinvergüenzas había abordado a Cedric para asegurarle que si le entregaba sus tierras «ya mismo», le ingresarían en su cuenta bancaria de Londres una cantidad equivalente a la tercera parte de su valor real.
Sylvia asimiló la noticia y soltó una carcajada.
—Eso es, ríete. Es lo único que podemos hacer. «Acepta y larguémonos», le digo a Cedric, pero se niega a conformarse con la tercera parte de lo que vale la granja, porque según él la represa por sí sola incrementará en un cincuenta por ciento el valor de la propiedad. Yo quiero irme de una vez. No soporto esa maldita hipocresía. Me ponen enferma. —Edna continuó hablando durante todo el camino hasta Senga, donde dejó a Sylvia enfrente de las oficinas del Gobierno.
Cuando Franklin se enteró de que Sylvia Lennox quería verlo, sintió pánico. Aunque había contemplado la posibilidad de que intentara ponerse en contacto con él no la esperaba tan pronto. Hacía una semana que había firmado la orden de clausura del hospital. Trató de ganar tiempo: «Dile que estoy reunido». Sentado a su escritorio, con las palmas de las manos hacia abajo, miró con expresión de pesadumbre la pared en la que colgaba el retrato del Líder, que adornaba todos los despachos oficiales de Zimlia.
Aquella casa del norte de Londres, donde solía pasar sus vacaciones escolares, aparecía en sus recuerdos como un lugar bendito, como un árbol de frondosa sombra, un sitio completamente desvinculado de lo que había vivido antes o después. Había sido su hogar cuando no lo había tenido, una fuente de cordialidad cuando más la había necesitado. La anciana, esa terrible nazi, le había parecido una especie de secretaria que entraba y salía, aunque nunca le había prestado demasiada atención. A pesar de todo, jamás había oído una palabra a favor de los nazis en aquella casa, ¿o sí? Y allí había conocido a la pequeña Sylvia, con sus brillantes rizos rubios y su carita de ángel. En cuanto a Rose Trimble, sonreía cada vez que pensaba en ella; era una auténtica canalla, pero no podía quejarse, porque le había sido de utilidad. Y ahora había escrito esa espantosa nota sobre… Al igual que él, se había hospedado en aquella casa, ¿no? Sin embargo, había pasado mucho más tiempo allí que él, por lo que sin duda escribía con conocimiento de causa. Aun así lo que recordaba era amabilidad, risas, buena comida y sobre todo a Frances, que se había comportado con él como una madre. Las cosas habían sido muy distintas más adelante, cuando se había alojado en la casa de Johnny, un piso no demasiado grande que no tenía nada que ver con la casona donde Colin se había mostrado tan amable, y que siempre estaba llena de gente de todas partes, estadounidenses, cubanos, suramericanos, africanos… El piso de Johnny había servido de aula para su formación revolucionaria. Recordaba al menos a dos negros compatriotas (con nombres falsos) que se habían entrenado en Moscú para la guerra de guerrillas. Finalmente habían venido y gracias a hombres como aquéllos él estaba sentado ahí en ese momento, detrás de ese escritorio, convertido en ministro. No había vuelto a verlos, aunque solía buscarlos con la vista en los mítines y las reuniones importantes. Seguramente habían muerto. Y de pronto ocurría algo desconcertante. Sabía lo que se decía de la Unión Soviética, desde luego, no era uno de esos inocentones que jamás salían de Zimlia. El término «comunista» empezaba a emplearse como una especie de insulto; aunque eso sucedía en otros sitios, no ahí, donde a uno le bastaba con pronunciar la palabra «marxismo» para congraciarse con sus antepasados. (Por otro lado, ¿qué pintaban ellos en ese asunto?). Había también un hecho curioso: la casa de Londres se le antojaba más cercana a la paz y la tranquilidad de la choza de sus abuelos en la aldea (que casualmente no quedaba lejos de la misión de San Lucas) que cualquier otro sitio que hubiese conocido desde entonces. No obstante, la carpeta que estaba sobre el escritorio contenía un artículo muy desagradable. Su resentimiento hacia Sylvia aumentaba por momentos. ¿Por qué había hecho esas cosas malas? Había robado material del hospital nuevo, practicado operaciones cuando no estaba autorizada para ello y ocasionado la muerte de una paciente. ¿Qué esperaba que hiciera él? De hecho, su hospital nunca había sido legal. «La misión decide montar un hospital, trae a un médico, en el expediente no consta que solicitasen o les concediesen permiso alguno… —pensó—. Estos blancos vienen aquí y hacen lo que les da la gana. No han cambiado, siguen…»
Mandó pedir unos bocadillos para el almuerzo, temeroso de que Sylvia estuviese esperándolo fuera, y cuando llegó la segunda solicitud de ésta —«Por favor, Franklin, necesito verte», había garabateado en un sobre; ¿quién se creía que era para tratarlo así?— ordenó que le dijeran que había salido para atender un asunto urgente.
Se acercó a la ventana, levantó una lama de la cortina veneciana y la vio pasar. Los vehementes reproches que podría haber dirigido a la Vida Misma, no sin razón, se concentraron en la espalda de Sylvia con tanta intensidad que ella debió de percibirlos: la pequeña Sylvia, el pequeño ángel, tan presente y radiante en la memoria de Franklin como un santo en una estampa, se había transformado en una mujer madura con el cabello opaco y castigado recogido con un lazo negro, no muy distinta de las arrugadas señoras blancas que tanto le repelían y a quienes evitaba mirar. Se apoderó de él la sensación de que ella lo había traicionado. Incluso derramó unas lágrimas mientras sujetaba la lama y observaba a Sylvia, esa mancha verde, fundirse con el gentío de la calle.
Sylvia fue directamente hacia un alto y distinguido caballero que la abrazó.
—Mi querida Sylvia. —Era Andrew, acompañado por una sonriente mujer de gafas oscuras y boca muy roja. ¿Italiana? ¿Española?—. Ésta es Mona —la presentó—. Nos hemos casado. Me temo que está conmocionada por el caos de las calles de Senga.
—Tonterías, cariño. Es un sitio muy bonito.
—Americana —explicó Andrew—. Es una modelo famosa. Y preciosa, como ves.
—Sólo cuando estoy maquillada —repuso Mona, se excusó porque quería dormir un poco y estaba segura de que tenían mucho de que hablar.
—La altitud la está afectando mucho. —Andrew la besó cariñosamente y le hizo una seña de que entrase en el hotel Butler, que se alzaba a unos pasos de allí.
A Sylvia le sorprendió que dos mil metros de altitud pudieran afectar a alguien, pero le daba igual: ahí estaba Andrew, e iban a sentarse a charlar, dijo él señalando un café cercano. Y hacia allí se dirigieron, cogidos de la mano, y mientras esperaban a que llegasen los refrescos Andrew le pidió que lo pusiese al día.
Sylvia se disponía a hablar, pensando que se hallaba ante un hombre importante y que una sola palabra suya tal vez consiguiera anular la orden de clausura del hospital, cuando un grupo de personas bien vestidas entró en el café. Él las saludó, y ellas a él, y todos se pusieron a bromear sobre la conferencia que los había llevado a Senga.
—Es la mejor de las nuevas sedes, pero no es exactamente las Bermudas —comentó alguien.
Sylvia no sabía que estaban promocionando a Senga como sede para toda clase de reuniones internacionales, y al ver a esa gente alegre e inteligente se percató de hasta qué punto las graves necesidades de Kwadere la habían inhabilitado para participar en esa clase de conversaciones.
Andrew le sonreía a menudo, sin soltarle la mano, y en cierto momento insinuó que quizá no estuvieran en el sitio más indicado para hablar. Llegaron más delegados y siguieron bromeando, ahora sobre las reducidas dimensiones del local, equiparándolo en cierto modo a la falta de refinamiento de Zimlia. Aquellos expertos en todo lo imaginable, en este caso «la Ética de la Cooperación Internacional», semejaban niños comparando las fiestas que sus respectivos padres habían celebrado recientemente. Había tanto ruido, risas y alborozo que Sylvia le suplicó a Andrew que la dejase marchar. Él le dijo que esperaba verla en la cena de esa noche.
—Ofrecen una gran cena para despedir a los asistentes a la conferencia, y debes venir.
—No tengo ningún vestido apropiado.
Él la miró de arriba abajo con indulgencia.
—No se exige traje de noche; estarás bien así.
Sylvia debía buscar un sitio donde pasar la noche. Se había ido de la misión sin dinero suficiente, y se reprochó el haber salido de manera tan precipitada, improvisada e insensata. Todo había sucedido en una especie de trance: recordaba que el padre McGuire había asumido el mando. ¿Había estado enferma? ¿Lo estaba ahora? No se sentía la de siempre, significara eso lo que significase, porque si no era la doctora Sylvia que todo el mundo conocía en el hospital, ¿quién era?
Llamó a la hermana Molly y le pidió que le dejase pasar la noche con ella. Fue en taxi hasta su casa, donde fue bien recibida y escuchó burlas más bien inofensivas sobre la Ética de la Cooperación Internacional y otras conferencias parecidas.
—No hacen más que hablar —masculló la hermana Molly—. Les pagan para que viajen a un lugar bonito y suelten una sarta de sandeces increíbles.
—Yo no diría que Senga es un lugar bonito.
—No, es verdad, pero todos los días salen a ver los leones, las jirafas y los encantadores monos, y estoy segura de que ni siquiera reparan en que la sequía está asolando los campos.
Sylvia le habló de la cena de esa noche y dijo que no había llevado más ropa que la que tenía puesta. Molly contestó que era una pena que fuese al menos cuatro tallas más grande que ella, pues de lo contrario le habría dejado su único vestido, pero que se ocuparía personalmente de que el traje que lucía estuviese limpio y planchado para las seis de la tarde. Sylvia, que había olvidado las ventajas de la civilización, sintió una emoción quizás exagerada, se quitó el traje, se acostó en la pequeña cama de hierro, igual que la que tenía en la misión, y se quedó dormida. La hermana Molly permaneció a su lado durante unos minutos, con el traje verde colgando de un brazo y una cara de curiosidad benevolente, juiciosa y experimentada: a fin de cuentas se pasaba la vida evaluando personas y situaciones de un extremo al otro de Zimlia. No le gustó lo que vio. Se inclinó con la intención de examinar los rasgos de Sylvia, la sudorosa frente, los labios secos, la piel sonrosada, y le levantó una mano para observar su muñeca y comprobar el pulso, visiblemente acelerado.
Cuando Sylvia despertó, su traje estaba colgado de la puerta, impecablemente planchado y prendido con alfileres. En la silla había una selección de bragas y una combinación de seda —«Hace siglos que me vienen pequeñas», dijo Molly—, así como unos elegantes zapatos. Sylvia se mojó el pelo para quitarse el polvo, se vistió, se calzó preguntándose si aún sería capaz de caminar sobre tacones y cogió un taxi hacia el Butler. Sentía que le había dado fiebre, pero como no era el momento más oportuno para ponerse enferma, decidió que se encontraba bien.
A las puertas del hotel Butler, personas de todas las nacionalidades charlaban, se saludaban agitando la mano, reanudaban conversaciones que quizá fueron interrumpidas en Bogotá o Varanasi. Andrew la aguardaba en la escalinata de la entrada. A su lado, Mona lucía un vaporoso vestido rosa que la asemejaba a esa variedad de tulipán de pétalos irregulares que parece hecho de luz cristalizada. Sylvia sabía que Andrew estaba inquieto por su aspecto, porque aunque el vestido de noche no era obligatorio, ninguna de las mujeres presentes iba menos elegante que ella. No obstante, le sonrió como diciendo: «Estás bien», y la tomó del brazo. Los tres subieron por una escalera lo bastante majestuosa para formar parte del decorado de una película, aunque de un gusto soberbio. Llegaron a una terraza donde una fuente y pequeños árboles en flor impregnaban el crepúsculo de frescura. Las luces procedentes del interior se reflejaban en una cara, en el resplandor de un traje blanco, en el brillo de un collar. Todo el mundo saludaba a Andrew: qué popular era ese elegante y distinguido caballero de pelo cano, sin duda digno de la atractiva joven que estaba con él, como demostraba el hecho de que se hubieran casado.
Cuando entraron, vieron que la cena se celebraría en un salón privado pero lo bastante amplio para el centenar de invitados. El lugar conseguía a la perfección lo que sus diseñadores se habían propuesto: que los privilegiados que se reunieran en él fuesen incapaces de distinguir si estaban en Varanasi, en Bogotá o en Senga.
Aunque Sylvia reconoció algunos rostros del café donde habían estado esa mañana, a otros tuvo que mirarlos dos veces. Sí, Dios santo, ahí estaba Geoffrey Bone, tan apuesto como siempre, y a su lado la cabellera llameante, ahora bien peinada y de un rojizo más tenue, de Daniel, su sombra. Y aquél era James Patton. En ocasiones hay que esperar décadas para comprender el destino que la Naturaleza le reserva a ciertas personas desde un primer momento: en este caso, James había alcanzado su apogeo como hombre del pueblo, afable y amistoso, agradablemente robusto, siempre listo para tender la mano derecha y estrechar la de cualquiera que se cruzase en su camino. Helo ahí, un diputado con un seguro escaño laborista, y en esta oportunidad invitado por Cooperación Internacional, gracias a Geoffrey. Y Jill…, sí, Jill, una mujer gorda con el cabello gris y un peinado de peluquería, concejala de un distrito de Londres conocido por la mala administración de sus fondos, aunque, desde luego, la palabra «corrupción» jamás se asociaría con esa responsable ciudadana que había dejado tan atrás sus días de revueltas, luchas contra la policía y manifestaciones ante la embajada estadounidense que sin duda ya los había olvidado o comentaba al respecto: «Ah, sí, en un tiempo fui rojilla».
No sentaron a Sylvia junto a Andrew, que estaba en la cabecera flanqueado por dos personalidades suramericanas, sino al lado de Mona, varios sitios más allá. Sylvia se sentía tan invisible como un anónimo pajarillo pardo al lado de un pavo real, porque la gente no quitaba ojo a Mona, conocida por cualquiera que supiese algo del mundo de la moda. ¿Y qué hacía Mona allí? Explicó que había asistido a la conferencia en calidad de ayudante personal de Andrew y luego, entre risas, le dio la enhorabuena a Sylvia por su nuevo cargo de secretaria de éste, ya que así la presentaba él a todo el mundo. Sylvia permaneció callada, observando, figurándose qué aspecto ofrecerían Listo y Zebedee con los bonitos uniformes de los risueños camareros, con su maravilloso contraste entre el rojo y el blanco y la piel morena. Sabía lo mucho que habrían tenido que bregar, intrigar y suplicar esos jóvenes para conseguir su empleo, y hasta qué punto se habrían sacrificado sus padres para que pudieran servir a esas estrellas internacionales unos platos que jamás habían oído nombrar hasta que entraron a trabajar en este hotel.
Le dieron a elegir entre colas de cocodrilo con salsa rosa y palmitos importados del sureste asiático, pero el corazón de Sylvia no paraba de llorar, silenciosamente, mientras ella permanecía sentada junto a la hermosa mujer de Andrew. El matrimonio no duraría, bastaba con fijarse en el modo en que se presentaban, con la elegante complacencia de unos gatos bien alimentados, para saber que Mona lo había aceptado quizá por la sencilla razón de que le divertía molestar a los hombres jóvenes diciendo: «Siempre me han gustado los maduros»; y Andrew, que a pesar de haber tenido una docena de «amigas» famosas había sido objeto de las inevitables habladurías por no contraer matrimonio, finalmente había decidido dejar las cosas claras y allí estaba, con su esposa jovencísima.
Sylvia miró alrededor, abatida, porque el hospital estaba cerrado aunque en la aldea había mucha gente enferma, con algún miembro roto, o… por lo menos treinta o cuarenta personas necesitaban ayuda cada día; recordó la falta de agua, el polvo, el sida; no podía ahuyentar esos viejos pensamientos, que la rondaban demasiado a menudo y sin ningún propósito. Imaginó los angustiados rostros de Listo y Zebedee, que habían soñado con ser médicos… Qué mal había hecho las cosas. Sí, debía de haberlas hecho muy mal para que todo acabase de ese modo.
Mona charlaba con el hombre situado a su izquierda de sus humildes orígenes en un suburbio de Quito: la había descubierto un delegado que había asistido a una conferencia sobre las costumbres del mundo. Le confesó a su compañero de mesa que le horrorizaba Zimlia, en cuyas calles veía demasiadas cosas que le recordaban el sitio de donde había escapado.
—En realidad, lo que más me gusta es Manhattan. Lo tiene todo, ¿no? ¿Quién querría irse de allí?
De pronto todo el mundo se puso a hablar de la siguiente conferencia anual: asistirían doscientos delegados, duraría una semana y trataría sobre todo de «Las perspectivas y las repercusiones de la pobreza». ¿Dónde la celebrarían? La delegada de India, una atractiva mujer de sari rojo, sugirió Sri Lanka; habría que andarse con cuidado con los terroristas, pero no había en el mundo un lugar más hermoso. Geoffrey Bone contó que había pasado tres días en Río, durante un congreso sobre «La ecoestructura amenazada del mundo», y que había un hotel…
Pero la última conferencia anual se había organizado en Sudamérica, repuso un japonés, y en Bali había un hotel estupendo; sí, esa parte del mundo merecía el honor de recibirlos. La conversación sobre diversos hoteles y sus encantos se prolongó durante la mayor parte de la cena, y la opinión más generalizada era que en esta ocasión debían optar por Europa, ¿qué tal Italia?, aunque seguramente tendrían que someterse a una vigilancia estricta, ya que todos eran objetivos apetecibles para los secuestradores.
Finalmente decidieron reunirse en Ciudad del Cabo, porque el apartheid estaba a punto de desaparecer y todos querían apoyar a Mandela.
El café se sirvió en la estancia contigua, donde Andrew pronunció un discurso que sonó como si los despidiese a todos, aunque aseguró que estaba impaciente por reencontrarse con ellos el mes siguiente en Nueva York…, en otra conferencia; luego Geoffrey, Daniel, Jill y James se acercaron a Sylvia para decirle que no la habían reconocido y que se alegraban mucho de volver a verla. Los risueños rostros reflejaron horror ante lo que veían.
—Eras una niña tan guapa —murmuró Jill—. Oh, no, no quiero decir que… Es que en esa época me recordabas a un hada.
—Y en cambio mírame ahora.
—Y mírame a mí. Bueno, estas conferencias no ayudan precisamente a guardar la línea.
—Podrías ponerte a dieta —sugirió Geoffrey, que se conservaba tan delgado como siempre.
—O ir a un balneario —añadió James—. Yo voy todos los años. No me queda otra alternativa. En la Cámara de los Comunes hay demasiadas tentaciones.
—Nuestros antepasados burgueses iban a Baden-Baden o a Marienbad para perder la grasa acumulada durante un año de excesos —apuntó Geoffrey.
—Serían los tuyos —señaló James—. Yo soy nieto de un verdulero.
—Y mi abuelo era ayudante de un agrimensor —dijo Jill.
—Y mi otro abuelo era peón en una granja de Dorset —contraatacó James.
—Enhorabuena, tú ganas —concedió Geoffrey—. Nadie puede competir con eso. —Se despidió de Sylvia con la mano y se marchó seguido muy de cerca por Daniel.
—Siempre ha sido un estirado —dijo Jill.
—Yo diría más bien un maricón —soltó James.
—Vamos, vamos, lo menos que podemos esperar aquí es un poco de corrección política.
—Tú espera lo que quieras. En mi opinión, la corrección política no es más que otra pequeña muestra del imperialismo yanqui —replicó el hombre del pueblo.
—Explícate —pidió Jill.
Y mientras se explicaba, los dos se alejaron.
Una agitada Rose Trimble rondaba la entrada del hotel Butler, vestida con un elegante atuendo que había comprado con la esperanza de que Andrew la invitase a la cena; sin embargo él no había respondido a sus mensajes.
Jill salió sin dirigir una sola palabra a Rose, que había descrito su distrito como una afrenta a los principios e ideales de la democracia.
—Sólo cumplía con mi deber —le dijo Rose mientras Jill pasaba por su lado y se alejaba.
Luego el primo James, cuyas facciones se endurecieron al verla, le preguntó, apartándola de un empujón:
—¿Qué demonios haces aquí? ¿Ya no queda basura donde escarbar en Londres?
Cuando Andrew bajó la escalinata con Mona y Sylvia, la saludó de inmediato:
—Rose, dichosos los ojos.
—¿No recibiste mis mensajes?
—¿Me dejaste algún mensaje?
—Hazme una declaración, Andrew. ¿Qué tal ha ido la conferencia?
—Estoy seguro de que mañana todo saldrá en los periódicos.
—Y ésta debe de ser Mona Moon… —dijo Rose—. Háblame de ti, Mona. ¿Cómo te sienta la vida de casada?
Mona no respondió y siguió andando con Andrew. Rose no reconoció a Sylvia, o quizá mucho después pensase que aquella mujer insulsa e insignificante debía de ser Sylvia.
Abandonada, se dirigió con amargura a los delegados que pasaban cerca de ella:
—Los malditos Lennox. Eran mi familia.
Tras recibir un abrazo de Andrew y un delicado beso de Mona, pidieron un taxi para Sylvia; ellos se iban a una fiesta.
La casa de la hermana Molly estaba a oscuras y cerrada con llave. Sylvia tuvo que pulsar el timbre una y otra vez. Chasquido de pestillos, chirrido de cadenas, tintineo de llaves, y por fin apareció Molly, con un pequeño camisón azul y la cruz colgada entre los pechos.
—Lo siento; en los tiempos que corren no nos queda más remedio que vivir en una fortaleza.
Sylvia se dirigió a su habitación con cautela, como si temiera licuarse igual que un postre de gelatina. Tenía la sensación de que había comido demasiado y además había bebido vino, y no le sentaba bien. Estaba algo mareada y temblorosa. La hermana Molly la observó mientras se dejaba caer sobre la cama.
—Será mejor que te desvistas. —Molly le quitó el traje, los zapatos y las medias—. Así está mejor. ¿Cuándo te dio el último ataque de malaria?
—Creo que hace un año.
—Pues ahora tienes otro. Quédate quieta. Estás ardiendo de fiebre.
—Se pasará.
—No por sí sola.
De modo que Sylvia sufrió otro ataque de malaria, que aunque no se manifestó en su forma más grave y peligrosa, la que afecta al cerebro, sí resultó bastante desagradable. Tiritó, se estremeció y tomó sus pildoras —otra vez la obsoleta quinina, ya que los nuevos fármacos no le hacían el menor efecto—, y cuando se hubo recuperado, la hermana Molly comentó:
—Ésta sí que ha sido buena; pero veo que ya estás con nosotros.
—Llama al padre McGuire, por favor —le pidió Sylvia—, y explícale lo que ha pasado.
—¿Por quién nos tomas? Hace semanas que le avisé.
—¿Semanas?
—Has estado bastante mal. Aunque yo diría que al ataque de malaria se sumó una especie de colapso general. Y además estás anémica, de modo que debes comer.
—¿Qué dijo el padre McGuire?
—No te preocupes. Todo sigue igual por allí.
Lo cierto era que Rebecca y Tenderai habían muerto. Los dos hijos que le quedaban se habían ido a vivir con la cuñada a quien Rebecca acusaba de haberla envenenado. No obstante, era demasiado pronto para comunicarle la mala noticia.
Sylvia comió, bebió lo que le parecieron litros de agua y fue al baño, donde por fin se libró de los sudores de la fiebre. Estaba débil pero lúcida.
Acostada en la pequeña cama de hierro, se dijo que los temblores febriles le habían quitado de encima un montón de tonterías innecesarias. Una de ellas era su concepto del padre McGuire: en los momentos difíciles, se había persuadido de que el sacerdote era un santo, como si eso lo justificase todo, pero ahora pensó: «¿Quién demonios soy yo, Sylvia Lennox, para juzgar quién es un santo y quién no lo es?»
—He llegado a la conclusión de que no soy católica —le confesó a la hermana Molly—. No soy una católica en un sentido estricto, y tal vez nunca lo haya sido.
—¿De veras? Conque es blanco o negro, ¿no? ¿Has descubierto que en realidad eres protestante? Bueno, debo confesarte que en mi opinión el bueno de Dios tiene cosas mejores que hacer que preocuparse por nuestras pequeñas luchas interiores, pero no lo cuentes en Belfast… La próxima vez que vaya allí no quiero pasarme un montón de días castigada de rodillas.
—He sucumbido al pecado de la soberbia, estoy segura.
—Vaya. ¿Acaso no sucumbimos todos? Aun así me extraña que Kevin no mencionara que eres soberbia. Se le da muy bien detectar esa clase de pecados.
—Seguro que lo ha notado.
—De acuerdo, ahora tómate las cosas con calma. Cuando te hayas restablecido, podrás pensar en los pasos que quieres seguir. Nosotras te haremos algunas sugerencias.
De manera que Sylvia descansó, segura de que en la misión no esperaban que regresase; pero ¿qué sucedería con Listo y Zebedee?
Les telefoneó. Oyó sus voces infantiles, clamando desesperadas por ayuda.
—¿Cuándo volverá? Por favor, vuelva.
—Tan pronto como pueda.
—Ahora que Rebecca no está, todo es tan difícil…
—¿Qué?
Así se enteró de lo ocurrido. Se tendió en la cama pero no lloró; era demasiado terrible para llorar.
Sentada en la cama, sorbía nutritivas pociones mientras la hermana Molly la vigilaba con los brazos en jarras y una sonrisa en los labios; y durante todo el día, hasta la hora más avanzada que toleraban los madrugadores ciudadanos de Zimlia, acudían personas del estilo de Andrew Lennox, turistas, parientes que estaban de paso o individuos que durante el Gobierno blanco no habían sido bien recibidos. Sylvia no conocía a ninguno de ellos.
Trataban de convencerla de que aunque en Zimlia había muchos sitios como Kwadere, acaso demasiados, tal vez su experiencia allí hubiera sido tan limitada, a su manera, como la de las personas que jamás habrían creído que existieran aldeas como la de la misión de San Lucas. A fin de cuentas, había escuelas que formaban de verdad a los alumnos, que tenían al menos algunos libros y cuadernos, así como hospitales dotados de equipamiento, cirujanos e incluso laboratorios de investigación. Era su temperamento el que la había inducido a buscar el lugar más miserable posible; lo entendió con tanta claridad como el hecho de que resultaba absurdo preocuparse por la magnitud de su fe o la falta de ésta.
En un ámbito muy distinto del de las embajadas, los salones del hotel Butler, las ferias comerciales o el círculo de corruptos (que la hermana Molly llamaba «el pastel de chocolate»), había gente que dirigía organizaciones con presupuestos pequeños, a veces financiadas por un solo individuo, y que conseguía más con su dinero de lo que Cooperación Internacional o Dinero Mundial habían soñado jamás; personas que trabajaban en lugares difíciles con el fin de recaudar fondos para una biblioteca, un albergue para mujeres maltratadas o un pequeño negocio; otros concedían créditos por importes que los bancos habrían despreciado. Eran blancos y negros, nativos de Zimlia o expatriados, y derrochaban un brioso optimismo que había contagiado a los funcionarios públicos con cargos modestos, porque nunca había habido un país que dependiera tanto de sus pequeños funcionarios, que no eran corruptos sino trabajadores y competentes. Aunque pasaban inadvertidos y nadie reconociese sus méritos, cualquiera que entendiese la situación habría ido a pedir ayuda a una humilde oficina dirigida por un hombre o una mujer que, en circunstancias más justas, hubiese estado gobernando el país, y que en realidad era quien mantenía todo en marcha. La casa de la hermana Molly y otra docena de viviendas semejantes componían una red de puntos de encuentro de gente sensata. No se hablaba de política, pero no por principios sino por la naturaleza de las personas involucradas: en algunos países, la política es el enemigo del sentido común. Si alguna vez mencionaban al compañero Líder o a sus corruptos compinches, lo hacían como quien habla del tiempo…, como algo que no había más remedio que soportar. Sí, el camarada presidente los había decepcionado a todos, pero ¿acaso constituía eso una novedad?
A Sylvia le sugirieron una docena de posibilidades para su futuro. Era médico, y la gente sabía que había levantado un hospital en el monte prácticamente de la nada. ¿Se había ganado la antipatía del Gobierno?, mala suerte, pero Zimlia no era el único país de África.
Uno de nuestros libros de texto dice algo así: «Durante la segunda mitad del siglo XIX, y hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, las grandes potencias se disputaron África como perros peleando por un hueso». Lo que leemos con menos frecuencia es que ese hueso no fue menos disputado durante el resto del siglo XX, aunque no por las mismas jaurías.
Un joven médico nativo (blanco) acababa de regresar de las guerras de Somalia. Se sentó en la silla que había en la habitación de Sylvia y escuchó hablar a ésta compulsivamente (según la hermana Molly se trataba de una «autoterapia») del destino de la gente que moría de sida en la misión de San Lucas, aparentemente invisible para el Gobierno. Se explayó durante horas y después fue el turno de él, que también habló compulsivamente, mientras ella escuchaba.
Somalia había formado parte de la esfera de influencia de la Unión Soviética, que había montado allí su habitual aparato de prisiones, cámaras de tortura y escuadrones de la muerte. Luego, gracias a un ingenioso juego de prestidigitación internacional, pasó a manos estadounidenses, permutada por otro trozo de África. Los ciudadanos ingenuos esperaban que los americanos desmantelaran el sistema de seguridad soviético y los liberasen, pero aún no habían aprendido la lección, esencial en nuestro tiempo, de que no hay nada tan estable como ese aparato. Los marxistas y comunistas de diversas filiaciones que se habían encumbrado bajo el dominio de los rusos, torturando, encarcelando y asesinando a sus enemigos, cayeron a su vez víctimas de torturas, encarcelamientos y asesinatos. El otrora razonable Estado de Somalia era como un hormiguero en el que hubiesen arrojado agua hirviendo. La estructura que permitía una vida decente quedó destruida. Ahora gobernaban los caudillos, los bandidos, los jefes tribales, los criminales y los ladrones. A pesar de sus grandes esfuerzos, las organizaciones humanitarias no podían prestar mucha ayuda, sobre todo porque la guerra les impedía acceder a vastas regiones del país.
El médico habló durante horas, sentado en la dura silla, porque llevaba meses sin ver más que personas matándose entre sí. Poco antes de marcharse se había detenido al costado de un camino, en un paisaje que la falta de agua había convertido en polvo, para mirar a quienes huían de la hambruna. Una cosa era verlos por televisión, había dicho (como disculpándose por su verborrea), abstraído en su relato, y otra muy distinta encontrarse allí. Quizá Sylvia estuviera tan capacitada como el que más para imaginar lo que describía, porque le bastaba con colocar en aquel polvoriento camino, situado tres mil kilómetros más al norte, a la población de la moribunda aldea de Kwadere. Sin embargo, ese hombre había visto, además, a refugiados que escapaban de las tropas asesinas de Mengistu, algunos mutilados y ensangrentados, otros, moribundos, o llevando a niños muertos en brazos: había contemplado esas escenas durante días, y la experiencia de Sylvia no era comparable. Además, en la casa del padre McGuire no había televisión.
Este médico había observado con impotencia a personas que necesitaban medicinas, un refugio, cirugía, y sólo había podido darles unas cuantas cajas de antibióticos, que se agotaron en cuestión de minutos.
El mundo está lleno de seres humanos que han sobrevivido a guerras, genocidios, sequías, inundaciones, y ninguno de ellos olvidará lo que ha sufrido, pero también están aquéllos que han sido testigos, durante días, de una diáspora de miles, de centenares de miles, de millones de personas, sin posibilidad alguna de ayudarlas… En fin, aquel médico se había encontrado en esa situación y ahora, con la mirada extraviada y el rostro desencajado, le resultaba imposible parar de hablar.
Una médico estadounidense quería que Sylvia la acompañase a Zaire, pero le preguntó si se sentía en condiciones —aquello era muy duro—, a lo que Sylvia respondió que se encontraba bien, que era una mujer fuerte. También dijo que había practicado una operación pese a no ser cirujana, pero los dos médicos se rieron: en estos lugares cada uno hacía lo que podía, «salvo trasplantes de órganos, y posiblemente tampoco me atreviera con un bypass».
Finalmente Sylvia aceptó viajar a Somalia como parte de un equipo financiado por Francia. Antes, no obstante, debía volver a la misión para ver a Zebedee y a Listo, cuyas voces, cuando hablaban por teléfono, sonaban como los chillidos de unos pajarillos atrapados en una tormenta. No sabía qué hacer. Les habló de esos niños, que en realidad ya eran adolescentes, a la hermana Molly y a los médicos. Uno de ellos, que atendía a muchachos parecidos todos los días de su vida, pensaba que aquéllos estaban destinados al desempleo (aunque los tendría presentes, tal vez pudiera encontrarles un trabajo como criados, ¿no?), y Sylvia advirtió que los otros dos, con miles de hambrientos e interminables colas de pobres víctimas en la cabeza, hacían un enorme esfuerzo para imaginar a un par de niños desgraciados que habían soñado con ser médicos pero ahora… ¡Qué novedad!
La hermana Molly, que tendría que recorrer otros setenta y cinco kilómetros después de llegar a Kwadere para reanudar el trabajo que había interrumpido a causa de la enfermedad de Sylvia, había encargado a Aaron que recogiese a ésta en el cruce. Sus críticas al papa y la machista jerarquía eclesiástica sólo cesaron cuando avistó seis enormes silos cuyo contenido —el maíz de la última cosecha— un ministro había vendido, para su propio beneficio, a otro país africano afectado por la sequía. Avanzaban por un territorio hambriento: un monte árido y sediento se extendía a varios kilómetros a la redonda, como consecuencia de una estación de lluvias que se negaba a llegar.
—No me gustaría tener su conciencia —comentó Sylvia, y la hermana Molly repuso que por lo visto mucha gente no entendía que algunas personas nacían sin ella.
Fue el detonante para que Sylvia reanudase su monólogo sobre la aldea donde había estado trabajando, y la hermana Molly la escuchó interpolando de vez en cuando: «Sí, es verdad», o «En eso tienes razón».
Al llegar al cruce vieron que Aaron estaba esperándolas en el coche de la misión.
—Bueno, aquí te quedas —anunció la hermana Molly—. Espero verte pronto.
—Yo también —repuso Sylvia—, y siempre recordaré lo que has hecho por mí.
—Bah, olvídalo —dijo la hermana Molly, y se alejó agitando una mano.
Aaron estaba entusiasmado, ansioso, a punto de comenzar una nueva vida: se marchaba a la vieja misión para continuar sus estudios sacerdotales. El padre McGuire se iba. Todo el mundo se iba. ¿Y la biblioteca?
—Me temo que quedan pocos libros, porque…, verá, con Tenderai y Rebecca muertos y usted lejos de aquí, ¿quién iba a cuidarlos?
—¿Y Listo y Zebedee?
Aaron, que nunca había simpatizado con ellos (el sentimiento era mutuo), se limitó a contestar:
—Bien.
Aparcó bajo los árboles del caucho y se marchó. Caía la tarde, y la luz que teñía las nubes de oro y rosa se extinguían rápidamente. En el otro extremo del cielo la media luna, apenas una mancha blanquecina, aguardaba a que oscureciera para adquirir dignidad.
Cuando Sylvia llegó al porche los dos chicos se aproximaron a toda prisa. Se detuvieron. La miraron fijamente. Ella no sabía qué ocurría. Durante la enfermedad su piel había perdido el tono cobrizo y estaba blanca como la leche, y su melena, que Molly se había visto obligada a cortar a causa de los sudores, era una mata de rizos amarillos. Ellos la habían conocido con la piel de un agradable y amistoso tono marrón.
—¡Cuánto me alegro de veros!
Corrieron a su encuentro y los abrazó. Estaban más flacos que nunca.
—¿Nadie os da de comer?
—Sí, sí, doctora Sylvia —respondieron llorando entre sus brazos.
Sin embargo, Sylvia sabía que no estaban alimentándose bien. Además las camisas blancas que llevaban estaban sucias porque Rebecca ya no se hallaba allí para lavarlas. A través de las lágrimas, sus ojos imploraban: «Por favor, por favor».
Cuando llegó el padre McGuire, les preguntó si habían comido y contestaron que sí. No obstante cogieron la barra de pan que les tendió, la partieron por la mitad y empezaron a comer con voracidad mientras echaban a andar hacia la aldea. Regresarían al amanecer.
Sylvia y el cura se sentaron a la mesa, donde a la luz de la bombilla él advirtió lo enferma que había estado ella, y ella, lo envejecido que estaba él.
—Verás tumbas nuevas en la colina, y el número de huérfanos ha aumentado.
El padre Thomas, el sacerdote negro de la vieja misión, y yo vamos a organizar un refugio para los huérfanos de las víctimas del sida. Nos enviarán fondos de Canadá, Dios los bendiga. ¿Has pensado que, tal como van las cosas, pronto habrá aproximadamente un millón de niños sin padres?
—La peste negra asoló ciudades enteras. En las fotografías aéreas de Inglaterra todavía se aprecia dónde estaban esas ciudades.
—Esta aldea no tardará en desaparecer. Se marchan porque creen que el lugar está maldito.
—¿Y usted no les dice lo que deberían pensar, padre?
—Sí, lo hago.
Se produjo un súbito apagón. El cura encendió un par de velas, a cuya luz cenaron servidos por la sobrina de Rebecca, una joven saludable —al menos por el momento— que había llegado para ayudar a su tía moribunda y se marcharía cuando se fuera el sacerdote.
—He oído que por fin hay un nuevo director.
—Sí, pero verás, Sylvia, no les gusta venir a estos sitios tan apartados, y me temo que a éste, además, la bebida le gusta más de la cuenta.
—Entiendo.
—Tiene una familia numerosa y se instalará en esta casa.
Ambos sabían que quedaba algo en el tintero, y finalmente el cura preguntó:
—¿Qué vas a hacer con esos chicos?
—No debería haberles creado falsas ilusiones. Claro que jamás les prometí nada directamente.
—Ah, pero la auténtica promesa es el mundo, el enorme y rico mundo.
—¿Qué debo hacer?
—Llevarlos a Londres. Mandarlos a una escuela de verdad. Permitir que estudien Medicina. Dios sabe que este pobre país necesitará médicos. —Sylvia guardó silencio—. Están sanos. Su padre murió antes de que existiera el sida. Los hijos biológicos de Joshua morirán, pero estos dos vivirán. A propósito, Joshua quiere verte.
—Me sorprende que siga vivo.
—Lo que lo ha mantenido con vida es el deseo de verte. Y está totalmente loco, así que ve preparándote. —Antes de darle una vela para que se la llevase a su habitación, levantó la suya para mirarla a la cara y añadió—: Sylvia, te conozco muy bien, hija mía. Sé que te culpas de todo lo que sucedió.
—Sí.
—Aunque hace mucho tiempo que no me pides que te confiese, no necesito escucharte. En el estado mental en que te encuentras, y debilitada por la enfermedad, no debes confiar en la idea que te has formado de ti misma.
—El demonio acecha, aprovechando la ausencia de glóbulos rojos.
—El demonio acecha allí donde hay mala salud… Espero que estés tomando tus píldoras de hierro.
—Y yo confío en que usted tome las suyas.
Se abrazaron, los dos con ganas de llorar, y luego se separaron para dirigirse a sus respectivos cuartos. El cura le avisó que saldría temprano y que era probable que no la viera, lo que en realidad significaba que no quería pasar por otra despedida. A diferencia de la hermana Molly, no diría: «Espero verte pronto».
A la mañana siguiente se había marchado: Aaron lo había llevado hasta el cruce, donde lo recogería un coche de la vieja misión.
Zebedee y Listo esperaban a Sylvia en el camino de la aldea. La mitad de las chozas estaban vacías. Un perro hambriento olfateaba entre el polvo. La choza donde Tenderai había cuidado los libros estaba abierta, y los libros habían desaparecido.
—Intentamos encontrarlos, lo intentamos.
—No importa.
Antes de su partida, la aldea había sido un lugar triste y abandonado pero vivo: ahora su espíritu se había esfumado. Había desaparecido junto con Rebecca. En las instituciones, los pueblos, los hospitales y las escuelas, a menudo hay una persona que es el alma del lugar, bien un directivo, bien un portero o la criada de un cura. La muerte de Rebecca ocasionó la de la aldea entera.
Los tres subieron por la colina hasta donde estaban las tumbas, que ahora sumaban casi cincuenta. Entre las más nuevas se contaban las de Rebecca y Tenderai, dos rectángulos de tierra roja bajo un árbol grande. Sylvia se quedó contemplándolos; abrazó a los niños, que se acercaron al reparar en su expresión, y esta vez sí que lloró, con sus cabezas apoyadas en la suya: ya eran más altos que ella.
—Ahora debe ver a nuestro padre.
—Sí, lo sé.
—Por favor, no se enfade con nosotros. La policía vino y se llevó las medicinas y las vendas. Les dijimos que las había pagado usted con su dinero.
—No importa.
—Les dijimos que eso era robar, que las medicinas eran suyas.
—Da igual, de veras.
—Y las abuelas están usando el hospital para los niños enfermos.
En todos los rincones de Zimlia, los ancianos que habían perdido a sus hijos adultos habían quedado a cargo de sus nietos.
—¿Qué les dan de comer?
—El nuevo director ha prometido que repartirá comida.
—Pero son demasiados, ¿cómo va a alimentarlos a todos?
Estaban en un pequeño promontorio, enfrente de la casa del cura y encima del hospital. Bajo los techados de paja había tres viejas rodeadas de una veintena de niños pequeños. Viejas según los criterios del Tercer Mundo: en países más afortunados, estas cincuentonas estarían a dieta, buscando nuevos amantes.
Debajo del árbol de Joshua había un montículo de harapos, o algo que semejaba una pitón grande, moteada por las sombras. Sylvia se arrodilló a su lado.
—Joshua —dijo, pero él no se movió.
Algunas personas, poco antes de morir, adoptan el mismo aspecto que ofrecerán cuando mueran: el pellejo se les pega al esqueleto. La cara de Joshua era puro hueso, con la piel marchita hundida en los huecos. Abrió los ojos y se humedeció los sucios labios con una lengua agrietada.
—¿Hay agua? —preguntó Sylvia, y Zebedee corrió hacia una de las ancianas, que pareció protestar: ¿por qué desperdiciar el agua en un moribundo?
Aun así Zebedee sumergió un vaso de plástico en un cubo expuesto al polvo y a las hojas arrastradas por el viento, se arrodilló junto a su padre y le acercó el vaso a los resecos labios. El anciano (un hombre de mediana edad según otros criterios) revivió súbitamente y se puso a beber con avidez, contrayendo visiblemente los músculos del cuello. Su esquelética mano se alzó con brusquedad y atenazó la muñeca de Sylvia. Fue como si la sujetase con un aro de hueso. Aunque no podía incorporarse, levantó la cabeza y comenzó a murmurar lo que ella interpretó como maldiciones e insultos, con los hundidos ojos ardiendo de odio.
—No lo dice en serio —aseguró Listo.
—No, no lo dice en serio —repitió Zebedee.
Entonces Joshua masculló.
—Llévese a mis hijos. Tiene que llevarlos a Inglaterra.
La estrecha pulsera de hueso la apretaba con tanta fuerza que le dolía la muñeca.
—Suéltame, Joshua, por favor. Me haces daño.
Por el contrario, aumentó la presión.
—Debe prometérmelo, ahora mismo, debe prometérmelo.
Su cabeza se alzó sobre el agonizante cuerpo como la de una serpiente con el espinazo roto.
—Suéltame, Joshua.
—Me lo prometerá. Me lo… —Siguió farfullando maldiciones, con los ojos fijos en los de ella, hasta que su cabeza cayó hacia atrás. Sin embargo, no cerró los ojos ni dejó de susurrar con odio.
—De acuerdo, te lo prometo, Joshua. Ahora suéltame.
Pero no la soltó, y a Sylvia la asaltó la loca idea de que iba a morir y ella quedaría esposada para siempre a un esqueleto.
—No le crea, doctora Sylvia —musitó Zebedee.
—No habla en serio —dijo Listo.
—Bueno, tal vez sea una suerte que no le entienda.
La esposa de hueso se abrió y cayó. A Sylvia se le había dormido la mano. Comenzó a agitarla, acuclillada junto al moribundo.
—¿Quién cuidará de él?
—Las viejas.
Sylvia se aproximó a las mujeres y les entregó prácticamente todo el dinero que tenía, si bien se guardó el mínimo imprescindible para volver a Senga. Esa suma alcanzaría para alimentar a esos niños durante un mes.
—Y ahora recoged vuestras cosas. Nos vamos.
—¿Ahora? —Estaban sorprendidos y asustados.
—Os compraré ropa en Senga.
Echaron a correr hacia la aldea mientras ella ascendía por la cuesta, entre los laureles y las dentelarias, en dirección a la casa, donde todo lo que pensaba llevarse estaba ya en su pequeña bolsa de viaje. Había animado a la sobrina de Rebecca a quedarse con sus libros. Podía escoger lo que quisiera. No obstante, la joven le pidió la lámina que estaba en la pared. Le gustaban los rostros de esas mujeres, según dijo.
Aparecieron los chicos, cada uno con una pequeña bolsa de plástico que contenía todas sus posesiones.
—¿Habéis comido algo?
No, saltaba a la vista que no. Los sentó a la mesa, cortó pan y colocó un frasco de mermelada entre los dos. Ella y la sobrina de Rebecca los observaron mientras untaban el pan torpemente con los cuchillos. Les quedaba mucho que aprender. El corazón de Sylvia nunca estaría más lleno de congoja: estos dos huérfanos —pues eso eran— tendrían que viajar a Londres y aprenderlo todo, desde cómo usar cuchillos y tenedores hasta cómo ser médicos.
Sylvia telefoneó a Edna Pyne, que dijo que Cedric estaba enfermo y no se atrevía a dejarlo: creía que se trataba de una esquistosomiasis.
—No importa, iremos a Senga en autobús.
—No tomes uno de esos autobuses; son peligrosos.
—La gente viaja en ellos.
—Bueno, allá tú.
—Debo despedirme, Edna.
—Bueno. No te preocupes. En este continente nuestras obras quedan escritas en el agua. Ay, Dios, qué digo, en la arena. Es precisamente lo que estaba diciendo Cedric, que está deprimido, con el ánimo por los suelos. «Nuestras obras están escritas en el agua», dice. Se está poniendo religioso. Bueno, lo que nos faltaba. Adiós, entonces. Ya nos veremos.
Los tres se hallaban en el punto en que el camino procedente de casa de los Pyne y de la misión desembocaba en una de las principales carreteras que conducían al norte. Era una estrecha vía de asfalto, llena de baches y con los bordes tan gastados como los de la lámina que la sobrina de Rebecca había descolgado de la pared esa misma mañana. Era hora de que pasara el autobús, pero llegaría tarde, como de costumbre. Aguardaron de pie, y luego sentados en piedras colocadas allí con ese fin, bajo los árboles.
Aunque nadie pensaría gran cosa de esa carretera que se internaba en la espesura, con su brillo gris apagado allí donde el viento había acumulado arena, no hacía mucho que los más elegantes coches del país lo habían recorrido a toda velocidad hacia donde se celebraría la boda del compañero Líder con su nueva esposa, pues la Madre de la Nación había muerto. Habían invitado a todos los mandatarios del mundo, camaradas o no, y luego los habían llevado por esta carretera, o en helicóptero, hasta un Centro de Desarrollo cercano al lugar de nacimiento del compañero presidente. Cerca de allí, entre los árboles, habían montado dos tiendas enormes. En una de ellas instalaron mesas con bollos y Fanta para los ciudadanos locales, mientras que en la otra dispusieron mesas con manteles blancos para el banquete de la flor y nata. Sin embargo, la ceremonia religiosa se prolongó demasiado. Cuando se terminaron los bollos, los povos —la plebe— salieron de su tienda, entraron en la de los dirigentes y se lo comieron todo mientras los camareros protestaban inútilmente. Luego se internaron en el monte para regresar a sus hogares. Tuvieron que mandar más comida en helicóptero desde Senga. Este episodio tan ilustrativo… en fin, es tan parecido a un cuento de hadas que no necesita comentarios.
Unos diez años después, los bravucones y matones del partido del Líder correrían por esta misma carretera blandiendo machetes, cuchillos y palos para atacar a los agricultores blancos que deseaban votar por la oposición. Entre ellos figuraban los jóvenes —o ex jóvenes— a quienes el padre McGuire había administrado medicinas durante la guerra. Una parte de este ejército torció por el camino de la hacienda de los Pyne, sin saber que ahora pertenecía al señor Phiri, que la había comprado por la fuerza, aunque los Pyne, ajenos a ello, todavía vivían allí. Unos doscientos hombres invadieron el jardín delantero de la casa y exigieron que Cedric Pyne sacrificase un animal para ellos. Mató un gordo buey —la sequía había remitido— y lo asaron en una gran fogata en el mismo jardín. Bajaron a los Pyne a rastras del porche y les ordenaron que cantasen alabanzas al Líder. Edna se negó. «Que me cuelguen si voy a decir mentiras sólo para complaceros —espetó, por lo que la golpearon hasta que exclamó con ellos—: ¡Viva el camarada Matthew!» Cuando el señor Phiri llegó a tomar posesión de sus dos haciendas, el jardín estaba chamuscado, y la casa llena de basura.
Ocho años antes Sylvia había llegado por esa carretera, aturdida y fascinada por la singularidad del monte, su extraña magnificencia, escuchando las advertencias de la hermana Molly respecto de la intransigencia del mundo masculino: «El padre Kevin aún no ha caído en la cuenta de que el mundo que lo rodea ha cambiado».
En esa misma carretera, no muy lejos de allí, en una zona de colinas repleta de cuevas, piedras y baobabs, hay un lugar al que de vez en cuando acudía el compañero Líder, convocado por los curanderos del alma (n’gangas, brujos, chamanes), para participar en sesiones nocturnas donde hombres (y un par de mujeres) que acaso trabajaran en una cocina o en una fábrica, pintados y ataviados para la ocasión con pieles de monos y otros animales, bailaban hasta caer en trance para luego informarle de que debía matar o expulsar a los blancos si no quería enfadar a sus ancestros. Él se postraba, lloraba, prometía portarse mejor y luego regresaba a su fortaleza en la ciudad y planeaba su siguiente viaje para reunirse con los líderes del mundo o asistir a una conferencia con el Banco Mundial.
Llegó el autobús. El viejo vehículo traqueteaba, se sacudía y dejaba una estela de grasiento humo negro que se extendía a lo largo de kilómetros, marcando el camino. Aunque estaba abarrotado, milagrosamente apareció un espacio para Sylvia y sus… ¿qué eran, sus criados? No obstante, los pasajeros, preparados para mostrarse críticos con esa mujer blanca —la única que había entre ellos—, vieron que rodeaba a los muchachos con los brazos y que éstos se pegaban a ella como niños. Compungidos y asustados, pugnaban por contener el llanto.
Sylvia, por su parte, sentía auténtico pánico. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué otra cosa podría haber hecho?
—¿Qué habríais hecho si yo no hubiese vuelto? —les preguntó por encima del traqueteo del autobús.
—No sé —respondió Listo—. No teníamos adonde ir.
—Gracias por venir a buscarnos —dijo Zebedee—. Teníamos mucho, mucho miedo de que no volviera.
Desde la estación de autobuses fueron andando hasta el viejo hotel, muy venido a menos tras la construcción del Butler, y pidió una habitación para los tres, esperando comentarios que al final nadie hizo: en los hoteles de Zimlia, algunas habitaciones tenían hasta media docena de camas para alojar a una familia entera.
Fue con los chicos al ascensor, consciente de que nunca habían visto uno y con toda probabilidad tampoco habían oído hablar de ellos. Les explicó cómo funcionaba, salió a un polvoriento pasillo en el que el sol proyectaba formas caprichosas y, una vez en la habitación, les mostró el cuarto de baño: les enseñó a manejar los grifos y la cadena, a abrir y cerrar las ventanas. Luego los llevó a un restaurante, donde pidió sadza y un postre, indicándoles que no debían comer con los dedos y, gracias a la ayuda de un amable camarero, se apañaron bastante bien.
A las dos de la tarde los llevó a la habitación y telefoneó al aeropuerto a fin de reservar billetes para el vuelo del día siguiente. Les dijo que iba a solicitar pasaportes para ellos —les aclaró lo que era un pasaporte— y que podían dormir si querían. Sin embargo, estaban demasiado excitados, así que los dejó pegando saltos en las camas entre exclamaciones que podían haber sido de alegría o de pena.
Encaminó sus pasos hacia la sede de las oficinas gubernamentales y cuando estaba en la escalinata de entrada, preguntándose qué hacer a continuación, Franklin bajó de su Mercedes. Lo agarró del brazo.
—Voy a entrar contigo —le dijo—, y no te atrevas a decir que tienes una reunión.
Franklin trató de liberarse, y se disponía a gritar pidiendo ayuda cuando se percató de que esa mujer era Sylvia. Se sorprendió tanto que dejó de resistirse, y Sylvia lo soltó. Cuando la había visto por última vez, hacía unas semanas, le había parecido una impostora que se hacía llamar Sylvia, pero aquí estaba la Sylvia que recordaba, una criatura menuda de una blancura casi reluciente, con el suave cabello rubio y los enormes ojos azules. Llevaba una blusa blanca, y no aquel horrible traje verde de señora anglosajona. Se la veía traslúcida, como un espíritu, o como las vírgenes de dorados rizos que recordaba de sus años escolares.
—Pasa —dijo, desarmado e indefenso.
Recorrieron los pasillos del poder, subieron escaleras y entraron en un despacho donde Franklin se sentó, suspiró, aunque sonriendo, y le señaló una silla.
—¿Qué quieres?
—He traído conmigo a dos niños de Kwadere. Tienen once y trece años. Todos sus familiares han muerto de sida. Voy a llevármelos a Londres y quiero que les consigas pasaportes.
—Recurres al ministro equivocado —respondió, riendo—. Eso no es cosa mía.
—Por favor, arréglalo. Tú puedes.
—¿Y por qué quieres robarnos a nuestros niños?
—¿Robarlos? Han perdido a su familia. No tienen futuro. No han aprendido nada en eso que vosotros llamáis escuela y donde ni siquiera hay libros. Yo he estado dándoles clases. Son inteligentes. Conmigo tendrán la oportunidad de recibir una educación. Y quieren ser médicos.
—¿Y por qué quieres hacer eso?
—Se lo prometí a su padre, que está consumiéndose de sida. Supongo que ya estará muerto. Le prometí que educaría a sus hijos.
—Es absurdo. Imposible. De acuerdo con nuestra cultura, alguien se ocupará de ellos.
—Tú nunca sales de Senga, de manera que no sabes cómo son las cosas. La aldea entera se está muriendo. Ahora mismo hay más gente en el cementerio que en el poblado.
—¿Y es culpa mía que su padre haya contraído el sida? ¿Acaso esa enfermedad terrible es culpa nuestra?
—Bueno, no es nuestra, como declaráis constantemente. Y creo que deberías saber que en las zonas rurales la gente opina que el sida es responsabilidad del Gobierno, porque los gobernantes han demostrado ser una panda de delincuentes.
Franklin desvió la mirada. Bebió un sorbo de agua y se secó la cara.
—Me sorprende que des crédito a esos cotilleos. Son rumores difundidos por agentes sudafricanos.
—No perdamos el tiempo, Franklin; he reservado asientos para el vuelo de mañana por la noche. —Le pasó un papel con los nombres tanto de los niños como de su padre y su lugar de nacimiento—. Aquí tienes. Lo único que necesito es un documento para sacarlos del país. Cuando lleguemos a Londres, conseguiré que les expidan pasaportes británicos.
Franklin se quedó mirando el papel. Luego alzó lentamente la cabeza, con los ojos anegados en lágrimas.
—Has dicho algo terrible, Sylvia.
—Deberías saber lo que comenta la gente.
—Mira que decirle una cosa semejante a un viejo amigo…
—Ayer estuve oyendo… El viejo me maldijo para obligarme a llevar a sus hijos a Londres. Me maldijo… Pesan sobre mí tantas maldiciones que probablemente voy derramándolas por ahí.
Ahora Franklin se inquietó de verdad.
—¿A qué te refieres, Sylvia? ¿Me estás maldiciendo a mí también?
—¿He dicho eso? —No obstante, la profunda arruga de tensión que le surcaba el entrecejo le confería un aspecto de bruja—. ¿Alguna vez te has sentado junto a un enfermo de sida para oír cómo te maldice a voz en cuello? Fue tan horrible que sus hijos no quisieron traducirme sus palabras. —Levantó la muñeca, rodeada por un moratón que parecía una pulsera.
—¿Qué es eso?
Se inclinó sobre el escritorio y le atenazó la muñeca con la misma fuerza que recordaba haber sentido el día anterior. La sujetó mientras él forcejeaba y luego la soltó.
Él permaneció sentado y con la cabeza gacha, levantándola de vez en cuando para lanzarle miradas llenas de aprensión.
—Si tu hijo quisiera ir a Londres mañana por la noche y necesitase un pasaporte, no me digas que no se lo conseguirías.
—Bueno —cedió por fin.
—Envíame los documentos al hotel Selous.
—¿Has estado enferma?
—Sí. De malaria. No de sida.
—¿Se supone que eso es un chiste?
—Lo siento. Gracias, Franklin.
—Bueno.
Cuando Sylvia llamó a Londres desde el aeropuerto, antes de embarcar, anunció que llegaría al día siguiente con dos niños, sí, negros, y había prometido darles una educación; eran muy listos —uno de ellos se llamaba Listo—, y esperaba que no hiciera mucho frío, porque no estaban acostumbrados a las bajas temperaturas, y continuó hablando hasta que Frances señaló que la llamada le costaría un ojo de la cara.
—Ay, sí, lo siento, lo siento mucho —se disculpó entonces. Añadió que se lo contaría todo al día siguiente, y colgó.
Cuando Colin se enteró de la noticia, manifestó su certeza de que Sylvia pretendía que los niños vivieran allí.
—No seas tonto, ¿cómo van a vivir aquí? Además, Sylvia se va a Somalia. Me lo ha dicho.
—Ahí tienes, más a mi favor.
Después de meditar por unos instantes, como de costumbre, Rupert dijo que esperaba que William no se disgustara, lo que significaba que él también creía que iban a dejarles a los niños.
Aunque ni Rupert ni Frances estarían allí para recibir a Sylvia, ya que tenían que trabajar, ella sugirió que se reunieran para cenar. Esta conferencia familiar habría de posponerse por falta de información.
—Hablaba como si estuviera desquiciada —comentó Frances.
Fue Colin quien abrió la puerta a Sylvia y a los chicos. Sostenía en brazos a su hija, Celia, una niña encantadora de negros rizos, seductores ojos negros y hoyuelos, todo enmarcado por un primoroso vestido rojo. Echó un vistazo a las caras morenas y rompió a llorar.
—Tonterías —dijo su padre, estrechando con firmeza las manos de los niños, que estaban heladas y temblorosas. Era un frío día de noviembre.
—Nunca ha visto caras negras desde tan cerca —les explicó Sylvia a los niños—. No le hagáis caso.
Entraron en la cocina y se sentaron alrededor de la entrañable mesa. Resultaba obvio que los niños estaban conmocionados, o algo por el estilo. Si es posible que los rostros negros palidezcan, los suyos estaban pálidos. Habían cobrado un color ceniciento, y tiritaban a pesar de sus gruesos jerséis. Sylvia sabía que se sentían como peces fuera del agua porque a ella le ocurría lo mismo: acababan de experimentar una transición demasiado brusca desde las chozas de paja, los montículos de polvo y las nuevas tumbas de la misión.
Una joven guapa, vestida con tejanos y una alegre camiseta de rayas, entró en la cocina.
—Hola, soy Marusha —se presentó y se quedó junto al hervidor mientras calentaba agua. Se trataba de la aupair. Pronto aparecieron tazas de té ante Sylvia y los niños, y Marusha les acercó un plato con galletas, sonriendo. Era una polaca con el pensamiento y la imaginación centrados en la desintegración de la Unión Soviética, que seguía un acelerado proceso.
—Quiero ver las noticias en la tele —dijo y después de sentar a Celia sobre su cadera subió la escalera cantando.
Los niños observaron a Sylvia mientras ponía galletas en su plato y añadía leche y azúcar al té. Copiaron todos sus movimientos, con los ojos fijos en su cara, tal como habían hecho durante tantos años en el hospital.
—Listo y Zebedee me han ayudado en el hospital —dijo Sylvia—. Los matricularé en un colegio en cuanto pueda. Quieren ser médicos. Están tristes porque su padre acaba de morir. No les queda ningún familiar.
—Ah —respondió Colin, inclinando la cabeza como en un gesto de bienvenida. Las tristes y asustadas sonrisas de los niños parecían petrificadas—. Lo lamento. Supongo que este cambio debe de ser muy difícil para vosotros. Ya os acostumbraréis.
—¿Sophie está en el teatro?
—Sophie está intermitentemente con Roland… No, no me ha dejado. Yo diría que vive con los dos.
—Ya veo.
—Sí, así están las cosas.
—Pobre Colin.
—Él le envía cuatro docenas de rosas rojas con cualquier excusa, o significativos mensajes con pensamientos o nomeolvides. A mí jamás se me ocurren esas cosas. Me lo merezco.
—Ay, pobre Colin.
—Y a juzgar por tu aspecto, pobre Sylvia.
—Está enferma. Está muy enferma —afirmaron los niños.
La noche anterior habían pasado mucho miedo, no sólo por el avión, vehículo con el que no estaban familiarizados, sino también porque Sylvia vomitaba, se dormía y despertaba gritando y llorando. Les había explicado cómo funcionaba el retrete, y habían creído entenderle, pero Listo debió de apretar el botón equivocado, porque cuando volvió al lavabo, en la puerta había un cartel de «Averiado». Los dos, convencidos de que las azafatas los miraban con desconfianza, temían cometer una tontería y que el avión se cayese por culpa suya.
Ahora, cuando Sylvia los abrazó, sintieron a través de la ropa que estaba fría y temblorosa. No se extrañaron. Lo que habían visto por la ventanilla en el viaje desde el aeropuerto —brumosos cielos grises, interminables edificios y tanta gente envuelta en ropa como paquetes— había ocasionado que les entrase el deseo de ocultar la cabeza bajo una manta.
—Tengo la impresión de que no habéis dormido mucho en el avión —señaló Colin.
—No, no mucho —contestó Sylvia—. Los niños estaban demasiado conmocionados. Vienen de una aldea, ¿sabes? Todo esto es nuevo para ellos.
—Lo entiendo —aseveró Colin, y era verdad, al menos en la medida en que es capaz de entender esas cosas alguien que no ha estado allí.
—¿Hay alguien en la antigua habitación de Andrew?
—Yo trabajo en ella.
—¿Y en la tuya?
—Ahora es de William.
—¿Y en la habitación pequeña de esa planta? Podríamos poner dos camas allí.
—Hay muy poco espacio para dos camas, ¿no?
—En nuestra choza dormían cinco personas hasta que mi hermana murió —dijo Zebedee.
—No era nuestra hermana —repuso Listo—, sino nuestra prima, según las ideas de aquí. Nosotros tenemos un sistema de parentesco diferente. —Y añadió—: Estaba enferma. Se puso muy grave y murió.
—Sé que las cosas no son iguales. Espero que me lo expliquéis todo. —Colin empezaba a distinguir a los niños. Listo era delgado, serio y con enormes y atractivos ojos; Zebedee era algo más corpulento, ancho de hombros y con una sonrisa que le recordaba a la de Franklin.
—¿Podemos echar una ojeada a la nevera? Nunca habíamos visto una nevera tan grande como ésa.
Colin les enseñó la nevera con sus múltiples estantes, las luces interiores y los compartimentos para congelados. Prorrumpieron en exclamaciones, se admiraron y cabecearon, y luego empezaron a bostezar.
—Vamos —dijo Colin, les rodeó los hombros con los brazos y los condujo a la escalera, seguidos por Sylvia. Escaleras, escaleras… Los niños no habían visto escaleras hasta que entraron en el hotel Selous.
Pasaron frente al salón, por el piso de Frances y Rupert, donde se encontraba la pequeña habitación que en otro tiempo había ocupado Sylvia, y llegaron a la antigua planta de Colin y Andrew. En el cuarto pequeño había una cama grande, y mientras Colin decía: «Os buscaremos algo mejor», los dos niños se dejaron caer sobre el colchón y se quedaron dormidos en el acto.
—Pobrecillos —comentó Colin.
—Cuando despierten, se llevarán un buen susto.
—Le diré a Marusha que esté atenta… ¿Y dónde piensas dormir tú? ¿Lo has pensado?
—Puedo quedarme en el salón hasta que…
—Sylvia, ¿no estarás pensando en dejarnos a los crios cuando te marches…? ¿Adónde has dicho que te ibas?
—A Somalia.
Sylvia no había pensado. Se había dejado arrastrar por los acontecimientos desde el momento en que le había hecho la promesa a Joshua y no se había permitido reflexionar ni asociar los dos hechos: que era responsable de los niños y que había prometido viajar a Somalia dentro de tres semanas.
Bajaron la escalera, se sentaron a la mesa y se sonrieron.
—Supongo que habrás tenido en cuenta que Frances ya no es una jovencita, ¿verdad, Sylvia? Ha cumplido los setenta. Le organizamos una gran fiesta. Claro que no los aparenta ni se comporta como una vieja.
—Y ya tiene a Margaret y a William.
—Sólo a William. —Y ahora, tranquilamente, ya que disponían de todo el tiempo del mundo, le contó la historia. Sin consultarlos, Margaret había decidido irse a vivir con su madre. Tampoco se lo había anunciado a ella; simplemente se presentó en casa de Phyllida y le dijo a Meriel:
—Vengo a vivir contigo.
—No hay sitio —replicó Meriel rápidamente—. No podrás vivir conmigo hasta que tenga casa propia.
—Entonces, búscala —ordenó la hija—. Tenemos dinero, ¿no?
El problema era el siguiente: Meriel había decidido ir a la universidad para estudiar Psicología. Frances se puso furiosa, pues esperaba que Meriel empezara a mantenerse, pero Rupert no se sorprendió.
—Te advertí que no tenía la menor intención de ganarse la vida, ¿no?
—Sí.
—Aunque nadie lo creería por su aspecto, es una mujer muy dependiente.
Por eso Meriel no deseaba irse de casa de Phyllida: no le gustaba la idea de vivir sola. Por otro lado Phyllida quería que se marchara. Había experimentado una oscura satisfacción, que jamás había analizado a fondo, al convivir con la ex mujer de Rupert en su piso, como si se tratara de una extensión de la casa de los Lennox, pero se había hartado. Pese a que Meriel no le caía del todo mal, su actitud cortante a veces resultaba deprimente. Cuando Margaret se mudó a la casa, se apoderó de Phyllida la sensación de que estaba reviviendo una antigua pesadilla: se veía a sí misma en Meriel; madre e hija discutiendo, gruñendo, besándose y haciendo las paces, todo escandalosamente, con mucho ruido, entre lágrimas, peleas, gritos y los largos silencios de la reconciliación.
Luego Meriel sufrió una recaída y la ingresaron en el hospital. Phyllida y Margaret se quedaron solas. Phyllida le sugirió que volviese a la casa de los Lennox, pero Margaret respondió que estaba mejor con ella.
—Frances es una vieja arpía —alegó—. No le importa nadie, salvo Rupert. Me parece asqueroso que unos viejos estén así, siempre de la mano. Y me gusta vivir contigo —agregó con timidez, temerosa de que Phyllida rechazase ese papel de madre sustituía—: Quiero quedarme contigo.
—De acuerdo, pero cuando tu madre se recupere, creo que deberíais mudaros a otro sitio.
Meriel no mostraba señales de mejoría. Margaret se negaba a visitarla, aduciendo que le afectaba demasiado, mientras que William iba a verla todas las tardes, se sentaba junto a la mujer acurrucada en la cama, sumida en el gris ensimismamiento de la depresión, y con su característico tono cauteloso y considerado le contaba cómo había pasado el día y las cosas que había hecho. Sin embargo, ella no respondía, no se movía ni lo miraba.
Cuando Colin terminó de hablar de Meriel, la puso al tanto de la vida de Sophie y Frances, que estaba escribiendo libros que trataban en parte de historia y en parte de sociología y se vendían muy bien. Añadió que Rupert era lo mejor que había ocurrido en esa casa:
—Imagínatelo, alguien cuerdo por fin.
Los dos conversaron durante toda la tarde, entre visita y visita de la encantadora niña en los brazos de Marusha, que estaba cada vez más alborozada con las últimas noticias de los telediarios sobre la tremenda humillación del ancestral enemigo de Polonia, hasta que por fin llegó Frances cargada de comida, como en los viejos tiempos. Los tres extendieron la mesa como si preparasen el escenario para las fiestas del pasado.
Mientras Frances cocinaba, apareció William, justo en el momento en que los dos niños negros bajaban la escalera. Los presentaron.
—Listo y Zebedee pasarán una temporada aquí —le informó Colin. Frances, sin abrir la boca, empezó a poner la mesa para nueve personas, Sophie se uniría a ellos más tarde.
Frances se sentó a la cabecera, y Colin en la otra punta, junto al sitio reservado para Sophie, al lado de Marusha, que tenía a su vera la silla alta de la niña. Contando a Celia, eran diez. Rupert estaba flanqueado por Frances y William. Sylvia y los dos niños se encontraban en el centro. Sylvia les habló de la gran cena en el hotel Butler, de los importantes comensales, algunos de los cuales se habían sentado a esa misma mesa, y luego de la mujer de Andrew, diciendo sin ambages que la relación no duraría. Hablaba sin inflexiones, transmitiendo información, sin la complacencia propia de quien chismorrea o comenta las sorprendentes vueltas que da la vida. Los niños la miraban, intentando adivinar qué le ocurría, pues parecía estar esforzándose para que su voz dejara traslucir sus sentimientos: esta inquietud puso a los demás sobre aviso de que había que preocuparse por Sylvia. De hecho, ella se sentía como si flotara en alguna parte, y no era sólo por la falta de sueño. Estaba cansada, sí, muy cansada, y le costaba concentrarse, aunque sabía que no debía distraerse, pues los niños confiaban en ella, la única persona capaz de entender el difícil momento que atravesaban. Rupert le hacía preguntas, como buen periodista, pero sobre todo porque sabía que Sylvia necesitaba que la contuvieran, como a una cometa descontrolada: era sensible a su angustia ya que hacía tiempo que vivía pendiente de William, que sufría mucho y necesitaba que él, Rupert, lo comprendiera. Y en medio de todo esto la niña balbuceaba, parloteaba y dedicaba miradas seductoras a todos, incluidos los niños negros, a quienes ya se había acostumbrado.
Sophie irrumpió precipitadamente, envuelta en una nube de perfume. Estaba más gorda, «más Madame Bovary que Dama de las Camelias», como decía ella misma. Llevaba un elegante y holgado vestido blanco y el cabello recogido en un moño. Clavó los ojos en Colin con una vehemente expresión de culpa hasta que éste la besó y dijo:
—Bueno, cierra el pico, Sophie. Esta noche no serás el centro de atención.
—Por el amor de Dios, ¿qué te ha pasado, Sylvia? —exclamó Sophie—. Pareces la muerte en persona.
Estas palabras la estremecieron, pero Sophie no podía saber que el padre de los niños acababa de morir y que desde hacía meses pasaban las tardes de los sábados en entierros de personas que conocían de toda su vida.
—Me gustaría echar una cabezada —dijo Sylvia, levantándose de la silla—. Me siento… —Besó a Frances—. Mi querida Frances, si supieras lo que significa para mí estar aquí otra vez contigo… Sophie, cariño… —Sonrió de un modo apenas perceptible a todo el mundo y posó una mano trémula sobre el hombro de Listo y luego sobre el de Zebedee—. Os veré más tarde. —Y se marchó, sujetándose del borde de la puerta y de la jamba.
—No os preocupéis —les dijo Frances a los niños—. Nosotros os cuidaremos. Pero tendréis que decirnos lo que necesitáis, porque no os entendemos tan bien como Sylvia. Sin embargo, miraban fijamente el vano por donde había salido Sylvia, y resultaba evidente que estaban abrumados por la situación. Querían volver a la cama, y Marusha los acompañó llevándose a Celia. Luego los siguió Sophie, que por lo visto se quedaría a dormir.
Frances, Colin y Rupert se volvieron hacia William, intuyendo lo que se avecinaba.
Ahora era un joven alto y delgado, apuesto aunque la pálida piel se le tensaba sobre la cara y a menudo tenía ojeras de cansancio. Amaba a su padre y permanecía siempre lo más cerca posible de él, aunque Rupert le había contado a Frances que no se atrevía a abrazarlo: a William no parecía gustarle.
Según Rupert, era demasiado hermético y no exteriorizaba sus pensamientos.
—Quizá sea mejor que no los conozcamos —dijo Frances. Veía a William, que la consultaba cuando topaba con pequeñas dificultades, como con una angustia controlada a la que se le antojaba imposible acceder mediante un beso o un abrazo. Por otra parte, ponía mucho empeño, estaba ansioso por destacar en los estudios y era como si siempre estuviera luchando contra unos ángeles invisibles.
—¿Van a vivir aquí?
—Eso parece —dijo Colin.
—¿Porqué?
—Vamos, colega, no seas así —lo reconvino su padre.
La sonrisa que William le dirigió a Colin, a quien debían suponer que quería, fue como una súplica.
—Son huérfanos —explicó Colin—. Su padre acaba de morir. —No se atrevió a añadir «de sida», debido al terror que infundía esa enfermedad, aunque en esta casa el sida era algo tan lejano como la peste negra—. Además, son muy pobres… Es difícil de entender para las personas como nosotros. No han recibido otra educación que las clases que les dio Sylvia. —En la mente de todos apareció fugazmente la imagen de un aula con pupitres, una pizarra y una maestra al frente.
—Pero ¿por qué aquí? ¿Qué tienen que ver con nosotros?
Resulta imposible responder a esta reacción automática —«¿por qué yo?»— sin sacar a relucir las injusticias del universo.
—Alguien tiene que hacerse cargo de ellos —dijo Frances.
—Además, Sylvia estará aquí. Ella sabrá qué hacer. Estoy de acuerdo en que no podemos responsabilizarnos nosotros —agregó Colín.
—¿Cómo que estará aquí? ¿Dónde? ¿Dónde va a dormir?
Si la mente de Sylvia era un torbellino debido a la imposibilidad de estar en Somalia y en Londres al mismo tiempo, estos tres adultos se hallaban en una situación parecida: William tenía razón.
—Oh, ya nos arreglaremos de alguna manera —aseguró Frances.
—Y debemos ayudarles —apuntó Colin.
Como bien sabía William, eso significaba: «Confiamos en que los ayudes». Eran más pequeños que él, pero precisamente por eso era muy probable que acabasen dependiendo de él.
—Si no se encuentran a gusto aquí, ¿se marcharán?
—Podríamos mandarlos de vuelta a casa —contestó Colin—, aunque tengo entendido que en su aldea todo el mundo ha muerto o está muriendo de sida.
William palideció.
—¡Sida! ¿Tienen sida?
—No. Sylvia dice que no pueden haberse contagiado.
—¿Y ella qué sabe? Bueno, sí, ya sé que es médico, pero ¿por qué parece tan enferma? Se la ve fatal.
—Ya se recuperará. Y los niños necesitarán clases particulares para alcanzar el nivel de los de su edad, pero estoy seguro de que lo conseguirán.
—Es una locura llamarse Listo y Zebedee en este país. Con esos nombres, los harán picadillo. Espero que no vayan a mi escuela.
—No podemos quitarles sus nombres.
—Pues yo no pienso defenderlos.
Dijo que debía subir a terminar sus deberes. Se marchó: todos sabían que antes de centrarse en su tarea jugaría un rato con la niña, si estaba despierta. La adoraba.
Sylvia no reapareció. Se acostó en el sofá rojo, con los brazos estirados, y se durmió en el acto. Se sumergió a fondo en su pasado, en unos brazos que la esperaban.
Rupert y Frances estaban desvistiéndose cuando Colin llamó a la puerta para decir que había ido a ver a Sylvia y que a juzgar por cómo dormía, debía de estar muerta de cansancio. Más tarde, sobre las cuatro de la mañana, Frances se despertó inquieta, bajó al salón y cuando regresó le comentó a Rupert, que se había despertado al oírla salir, que Sylvia estaba sumida en un sueño tan profundo que recordaba a la muerte. Se disponía a meterse en la cama, pero de repente tomó conciencia de sus palabras y recordó lo que había dicho Colin.
—Tengo un mal presentimiento —murmuró—. Algo va mal.
Rupert y Frances bajaron al salón, en cuyo sofá Sylvia yacía realmente como si estuviera muerta: de hecho lo estaba.
Los niños lloraban en la cama. Frances refrenó su instinto, que la empujaba a abrazarlos, debido a la más antigua de las inhibiciones: los brazos que ellos anhelaban no eran los suyos. Al advertir que el día avanzaba y los llantos no cesaban, ella y Colin subieron a la pequeña habitación y los obligaron a incorporarse —Frances a Listo y Colin a Zebedee—, los estrecharon entre sus brazos y los acunaron, diciendo que si no paraban de llorar enfermarían, que tenían que bajar a tomar algo caliente y que a nadie le molestaría que estuvieran tristes.
Superaron los terribles primeros días y llegó el del entierro; Zebedee y Listo ocupaban un lugar predominante entre los deudos. Trataron de comunicarse con la misión, pero una voz que los niños no conocían les informó de que el padre McGuire se había llevado todas sus cosas y que el nuevo director aún no se había instalado en la casa. Dejaron un mensaje. La hermana Molly telefoneó en cuanto recibió el suyo y habló con voz alta y clara, a pesar de los miles de kilómetros de distancia.
—¿Han pensado qué van a hacer con los niños? —Sin duda habría trabajo para ellos en la vieja misión como cuidadores de los huérfanos causados por el sida.
Cuando llamó el cura, la línea estaba tan mal que su pesar por Sylvia les llegó en frases entrecortadas.
—Pobrecilla, murió de agotamiento. —Y—: Si encontrasen la forma de dejar a los niños allí, sería estupendo. —Y—: Aquí las cosas están muy mal.
El dolor de Listo y Zebedee, terrible y extraordinario, empezaba a asustar a sus nuevos amigos, que coincidían en lo extremado de las circunstancias: a fin de cuentas esos niños —porque eran unos niños— se habían visto arrancados de todo lo que conocían y arrojados a… Aun así, la expresión «choque cultural» no resultaba apropiada, habida cuenta de que se usaba a menudo para describir el tolerable malestar que se experimentaba al viajar de Londres a París. No, era imposible imaginar la magnitud del trauma que habían sufrido Listo y Zebedee, y en consecuencia pasaban por alto esas caras semejantes a máscaras trágicas con miradas trágicas, ¿extraviadas, quizá?
Había algo que los nuevos amigos ignoraban y jamás habrían entendido: los niños estaban convencidos de que Sylvia había caído víctima de las maldiciones de Joshua. Si ella hubiera estado allí para decir: «Oh, ¿cómo podéis pensar esa tontería?», no le habrían creído, pero se habrían sentido menos culpables. De hecho, los sentimientos de culpa los atormentaban hasta un punto insoportable. Por lo tanto, como hacemos todos con el dolor más intenso y profundo, comenzaron a olvidar.
Mantenían vivo en su memoria cada minuto de los largos días en que habían aguardado que Sylvia regresara de Senga para rescatarlos, mientras Rebecca moría y Joshua se negaba a morir hasta que llegase la doctora. La angustia de la ansiedad…, no, no la olvidaban, como tampoco el momento en que ella reapareció, como un pequeño fantasma blanco, para abrazarlos y llevarlos consigo. A partir de ese momento empezaba la bruma: la huesuda mano de Joshua atenazando la muñeca de Sylvia y sus palabras asesinas, el aterrador avión, la llegada a esta casa extraña, la muerte de Sylvia… No, todas esas imágenes se desvanecieron poco a poco, y pronto Sylvia se convirtió en una presencia protectora y amistosa, a la que recordaban arrodillada en el polvo para enyesar una pierna o sentada en el porche entre los dos, enseñándoles a leer.
Entretanto, Frances se despertaba por las noches, con un nudo de ansiedad en el estómago, y Colin decía que también dormía mal. Según Rupert, el problema estribaba en que aquella decisión no se había meditado lo suficiente.
Frances abrió los ojos sobresaltada, gritando, y se encontró entre los brazos de Rupert.
—Baja. Te prepararé una taza de té. —Cuando llegaron a la cocina, Colin ya estaba allí, con una botella de vino delante.
Al otro lado de la ventana reinaba la oscuridad de las cuatro de la madrugada de una noche de invierno. Rupert corrió las cortinas, se sentó junto a Frances y la rodeó con un brazo.
—Bueno, hemos de tomar una decisión. Y decidáis lo que decidáis, ambos tendréis que sacaros la otra opción de la cabeza. De lo contrario, enfermaréis.
—De acuerdo —dijo Colin y extendió un brazo tembloroso para asir la botella de vino.
—Vamos, hijo, sé un buen chico, no bebas más —dijo Rupert.
Frances experimentó la aprensión de una mujer cuya pareja, que no es el padre de su hijo, asume un papel paternal: Rupert había hablado como si se dirigiera a William.
Colin apartó la botella con brusquedad.
—Esta puta situación es irresoluble.
—Sí, lo es —asintió Frances—. ¿En qué nos estamos metiendo? ¿Os dais cuenta de que estaré muerta antes de que ellos terminen de estudiar?
El brazo de Rupert apretó sus hombros.
—Pero no podemos echarlos —replicó Colin con voz agresiva y llorosa, casi suplicante—. Si un par de gatitos tratan de salir del cubo donde los están ahogando, uno no los empuja para que vuelvan a caer. —Hacía años que Frances no veía ni oía al Colin que hablaba en esos momentos; Rupert no había conocido a ese joven apasionado—. Sencillamente no se hace —insistió Colin inclinándose hacia delante y fijando los ojos en los de su madre y luego en los de Rupert—. No los empujas para que vuelvan a caer. —Emitió un gemido, que Frances tampoco había oído en mucho tiempo. Apoyó la cabeza sobre sus brazos, cruzados sobre la mesa. Rupert y Frances se comunicaron en silencio.
—Creo que sólo podéis tomar una decisión —señaló Rupert.
—Sí —dijo Colin, levantando la cabeza.
—Sí —dijo Frances.
—Ya está, pues. Ahora enterrad la otra opción. Olvidadla.
—Supongo que una casa de los sesenta siempre será una casa de los sesenta —sentenció Colin—. No, no es una observación mía, sino de Sophie. A ella le parece maravilloso. Me atreví a hacerle notar que no será ella quien se encargue del trabajo. Pero aseguró que arrimará el hombro, que echará una mano… en todo, según ella. —Rió.
Cuando volvieron a la cama, Rupert dijo:
—Creo que no soportaría que te murieras. Por suerte, las mujeres viven más que los hombres.
—Y yo soy incapaz de imaginar la vida sin ti.
Estas dos personas del mundo de las letras rara vez habían ido más allá de este tipo de comentario. «No nos va mal, ¿verdad?» era una frase que rayaba en el límite. Vivir tan desfasado respecto de los tiempos requiere cierto valor: un hombre y una mujer que se atreven a amarse tanto… en fin, resulta difícil confesarlo, incluso confesárselo el uno al otro.
—¿A qué venía eso de los gatitos?
—Ni idea. Jamás ocurrió en esta casa, y estoy segura de que tampoco en la escuela. En los colegios progresistas no ahogan gatos. Por lo menos delante de los alumnos.
—Pasara donde pasase, es obvio que caló hondo.
—Es la primera vez que lo menciona.
—Cuando era pequeño vi a una pandilla de gamberros torturar a un perro. Eso me enseñó más sobre la naturaleza del mundo que cualquier otra cosa en toda mi vida.
Empezaron las clases. Rupert ayudaba a Listo y a Zebedee con las matemáticas: no sabían más que las tablas de multiplicar, pero eran muy rápidos y se pondrían al día. Frances descubrió que habían hecho lecturas de lo más extraordinarias: recordaban pasajes enteros de El libro de la selva, Rebelión en la granja y libros de Enid Blyton y Hardy, si bien no habían oído hablar de Shakespeare. Se proponía remediar esta deficiencia; siempre estaban leyendo algo de las estanterías del salón. Colin colaboraba con la geografía y la historia. El pequeño atlas de Sylvia había prestado un buen servicio: los conocimientos que tenían del mundo eran amplios, aunque no profundos; en cuanto a la historia, sólo sabían algo de Los papas del Renacimiento, libro procedente de los estantes del padre McGuire. Sophie los llevaría al teatro. Y de repente, sin que se lo pidieran, William empezó a enseñarles cosas de sus viejos libros de texto, y esto fue lo que más les sirvió.
William afirmaba que la aplicación de los chicos lo ponía nervioso: él se empeñaba en hacer las cosas bien, pero comparado con ellos…
—Es como si su vida dependiera de ello —dijo y, tras meditar sus propias palabras añadió—: Bueno, supongo que depende de ello. Al fin y al cabo yo siempre podré ser…
—¿Qué? —preguntaron los adultos, aprovechando la oportunidad para averiguar qué le pasaba realmente por la cabeza.
—Un jardinero en Kew —prosiguió William con seriedad—. Sí, eso me gustaría. O podría ser como Thoreau y vivir solo cerca de un lago, escribiendo sobre la naturaleza.
Puesto que Sylvia había muerto sin otorgar testamento, dijeron los abogados, su dinero iría a parar a su madre, que era el familiar más cercano. Se trataba de una suma considerable, y habría bastado para cubrir los gastos de la educación de los niños. Le pidieron a Andrew que, como antiguo amigo de Phyllida, la visitase cuando pasase por Londres, y así fue como se produjo la siguiente conversación:
—A Sylvia le habría gustado que su dinero sirviese para educar a los dos niños africanos que al parecer adoptó.
—Ah, sí, los niños negros, he oído hablar de ellos.
—Estoy aquí para pedirte formalmente que renuncies a ese dinero, porque estamos seguros de que es justo lo que ella habría deseado.
—No recuerdo que dijese nada al respecto.
—Pero ¿cómo iba a hacerlo, Phyllida?
Ella negó con la cabeza y en su rostro se dibujó una sonrisa triunfal que también tenía algo de divertida, como la de alguien que aplaude los caprichos del destino después de haber ganado una fortuna en las carreras.
—Santa Rita, Rita, lo que se da no se quita. Además, creo que me merezco algo bueno.
Hubo una discusión familiar.
A pesar de que Rupert era redactor jefe en su periódico y ganaba bastante dinero, sabía que incluso cuando acabara de pagar la escuela de Margaret (ahora Frances costeaba la de William) tendría que seguir manteniendo a Meriel.
Las inteligentes novelas de Colin, que Rose Trimble había descrito como «novelas elitistas para las clases verbosas», no alcanzarían más que para mantener a la niña y a Sophie, que, como la mayoría de los actores, pasaba largas temporadas en el paro. Él gastaba tan poco en sí mismo que casi no contaba.
Frances se encontró en un conflicto familiar. Le habían ofrecido un empleo para ayudar a dirigir un pequeño teatro experimental: su deseo del alma, mucha diversión y poco dinero. Sus serios y fiables libros, que se vendían por todas las librerías del país, rendían buenos beneficios. Se vería obligada a decir que no al teatro y continuar escribiendo. Se comprometió a responsabilizarse de Listo y sugirió que Andrew se encargase de Zebedee.
Aunque Andrew quería tener hijos, recibía un sueldo tan bueno, que estaba seguro de poder afrontar esos gastos. Sin embargo, las cosas no salieron como esperaban. El matrimonio, que ya atravesaba malos momentos, pronto se disolvería, aunque Mona estaba embarazada. Siguieron años de batallas legales, y cuando Andrew conseguía arrancar a la niña de las garras de su celosa madre, la pequeña pasaba la mayor parte del tiempo con su prima, compartiendo las atenciones de la niñera de turno y del padre de Celia. Como a menudo gimoteaba Sophie, Colin era un padre maravilloso, mientras que ella era una pésima madre. («No importa —balbucía Celia, cuando la oía decir eso—, eres una mamá tan bonita que no nos importa»).
¿Dónde meterían a todo el mundo?
Listo ocuparía la antigua habitación de Andrew, y Zebedee la de Colin. Éste trabajaría en el salón. La habitación de William estaba en la planta de Frances y su padre. La au pair dormía en el cuarto que había pertenecido a Sylvia.
¿Y el apartamento del sótano? Alguien vivía en él: Johnny.
Frances se disponía a tomar el autobús cuando oyó unos pasos presurosos a su espalda y un: «Frances, Frances Lennox». Se volvió y vio a una mujer con una blanca melena alborotada por el viento que pugnaba por mantener la bufanda en su sitio. Frances no la conocía… o sí, casi: era la camarada Jinny, de los viejos tiempos.
—Ay, no estaba segura de que fueses tú —parloteó ésta—; pero sí, eres tú, bueno, todos hemos envejecido, ¿no? Ay, Señor, sólo quería decirte… Se trata de tu marido, ¿sabes? Estoy muy preocupada por él.
—Mi marido se encontraba perfectamente hace menos de cinco minutos.
—Ay, querida, querida, qué tonta soy, me refería a Johnny, al camarada Johnny, si supierais lo que los dos significabais para mí cuando era joven, cuánto me inspiraron los camaradas Johnny y Frances Lennox…
—Mira, lo siento, pero…
—Espero que esto no te parezca una intromisión.
—¿Qué pasa?
—Está tan viejo, pobrecillo…
—Tiene mi edad.
—Sí, pero algunos envejecen mucho más que otros. Sólo pensé que debías saberlo —dijo y se alejó agitando la mano con una mezcla de aprensión y agresividad.
Frances se lo contó a Colin, que repuso que lo que le ocurriese a su padre lo traía sin cuidado. Y Frances aseguró que ni loca recogería los pedazos de Johnny. Sólo quedaba Andrew, que llegó desde Roma para pasar una tarde en Londres. Encontró a Johnny en una habitación bastante agradable de Highgate, en la casa de una mujer que describió como la sal de la tierra. Se había convertido en un frágil anciano con mechones de pelo plateado alrededor de una brillante calva blanca, la viva imagen del patetismo y vulnerabilidad. Se alegró de ver a Andrew, si bien no estaba dispuesto a demostrarlo.
—Siéntate. Estoy seguro de que la hermana Meg nos hará una taza de té.
Sin embargo, Andrew permaneció de pie y dijo:
—He venido porque nos han dicho que estás pasando una mala racha.
—Cosa que no puede decirse de ti, según me han contado.
—Me alegra decir que lo que te han contado es cierto.
La situación de Johnny no le parecería tan lastimosa a mucha gente, pero al fin y al cabo había pasado las dos terceras partes de su vida en hoteles de lujo de la Unión Soviética, Polonia, China, Checoslovaquia, Yugoslavia, Chile, Angola, Cuba… Allí donde se había celebrado una reunión de compañeros había estado el camarada Johnny, para quien el mundo era un tonel de ostras, un tarro de miel, una lata siempre abierta de caviar de Beluga, y allí estaba ahora, en una habitación, agradable pero sencilla, viviendo de una jubilación.
—Y el pase de autobús para viejos también ayuda.
—Por fin eres un buen miembro del proletariado —observó Andrew, sonriendo con benevolencia a su desposeído padre desde su sinecura.
—Y también me han dicho que te has casado. Empezaba a pensar que eras maricón.
—En estos tiempos, nunca se sabe. Pero olvida todo eso; hemos pensado que quizá te gustaría vivir en el apartamento del sótano.
—Es mi casa, así que no lo pintes como si me hicierais un favor.
No obstante, aceptó gustoso las dos habitaciones con todos los gastos cubiertos.
Colin bajó para ayudarlo a instalarse y le advirtió que no debía pensar que Frances lo atendería.
—¿Cuándo me atendió? Siempre ha sido una pésima ama de casa.
Pero Johnny no necesitaba que su familia le hiciera compañía. Las visitas le traían regalos y flores como si fuese un altar. Johnny iba en vías de convertirse en un santón, siguiendo los pasos de un santón superior, y se le oía decir a menudo: «Sí, en un tiempo fui algo rojillo». Se sentaba con las piernas cruzadas sobre los cojines de la cama, y su antiguo ademán, con las manos abiertas como ofreciéndose a sí mismo a su público, encajaba perfectamente con su nuevo personaje. Tenía discípulos y enseñaba meditación y el Cuádruple Camino. A cambio le limpiaban el apartamento y le cocinaban platos en los que las lentejas ocupaban un lugar destacado.
Sin embargo, éste era su nuevo yo, o quizá su nuevo papel, en una obra donde las hermanas, los hermanos y las Santas Madres había reemplazado a los camaradas. Su antiguo yo aún salía a la superficie en ocasiones, cuando otros visitantes, los camaradas, acudían para rememorar los viejos tiempos como si el gran fracaso de la Unión Soviética no se hubiera producido, como si ese Imperio siguiese en pie. Aquellos viejos y viejas, cuya vida había estado iluminada por el Gran Sueño, se sentaban a beber vino en un ambiente no muy diferente del de las lejanas veladas combativas, salvo por una cosa: ahora no fumaban, mientras que en el pasado el humo que había pasado primero por sus pulmones imposibilitaba la visión de un extremo al otro de la estancia.
A última hora, antes de que sus invitados se marcharan, Johnny levantaba su vaso y proponía un brindis: «Por Él».
Y con tierna admiración brindaban por quien posiblemente había sido el asesino más cruel de todos los tiempos.
Dicen que varias décadas después de la muerte de Napoleón los viejos soldados se reunían en tabernas y bares, y que secretamente, en la intimidad de sus cabañas, alzaban las copas para beber por El Otro: eran los pocos supervivientes de la Grand Armée (cuyas heroicas hazañas no consiguieron más que la destrucción de una generación), hombres tullidos y enfermos que habían sobrevivido a indescriptibles sufrimientos. ¿Y qué? Lo que cuenta es siempre el Sueño.
Johnny recibía a menudo otra visita, la de Celia, que bajaba de la mano de Marusha, Bertha o Chantal y corría hacia él:
—Pobrecillo Johnny.
—¡Es tu abuelo! ¡No puedes llamarlo así!
La angelical criatura no hacía caso, acariciaba la calva del viejo reformado, la besaba y cantaba su tonadilla:
—Mi pequeño abuelito, mi pobrecillo Johnny.
La conjunción de Colin y Sophie había producido un ser extraordinario: todo el mundo lo notaba.
Los niños mayores, William, Listo y Zebedee, jugaban con Celia delicadamente, casi con humildad, como si fuera un privilegio, un favor que ella les hacía.
A veces Rupert, Frances, Colin, William, Listo, Zebedee —y con frecuencia también Sophie— estaban sentados a la mesa, prolongando la cena indefinidamente, y la pequeña entraba corriendo, huyendo de la cama. Quería estar cerca de ellos, pero que no la levantasen, la tocasen ni la sentasen en un regazo. Estaba profundamente absorta en su juego, hablando para sí en tono confidencial, con voces que habían llegado a reconocer:
—Celia está aquí, sí, está aquí, ésta es Celia, y ésta es mi Frances, y ahí está mi Listo… —La pequeña con su diminuto vestido de colores, chachareando sola o dirigiéndose a un trozo de tela, una flor o un juguete que para ella representaba a una persona, un personaje o un amigo imaginario…, era tan absolutamente hermosa que los hacía callar y contemplarla embelesados, maravillados—. Y ahí está mi William… —Tendió la mano para tocarlo, para asegurarse de que estaba allí, pero no lo miraba a él sino a una flor, o tal vez un juguete—. Y mi Zebedee… —Colin, el torpe y corpulento hombretón, tan pesado y basto al lado de ella, se puso en pie y la miró desde arriba—. Y aquí está mi Colin, sí, mi papá…
Con lágrimas en los ojos, Colin se inclinó como haciéndole una reverencia desde el fondo de su alma, tendió las manos y gimió:
—Ay, Frances, ay, Sophie, ¿alguna vez habéis visto algo más…?
Sin embargo, la niña, que no quería que la alzaran en brazos, empezó a girar como un trompo, cantando para sí y sólo para sí:
—Sí, mi Colin, sí, mi Sophie, sí, y allí está mi pobrecillo Johnny…