Sylvia estaba otra vez en la terminal de llegadas del aeropuerto de Senga, tan atestada como en su primera visita y con los mismos dos grupos de personas divididas por el color de la piel, pero sobre todo por su posición social. Sin embargo, algo había cambiado. Hacía cuatro…, no, cinco años aquella muchedumbre parecía eufórica y confiada, pero había transcurrido muy poco tiempo desde la guerra y los rostros y las actitudes reflejaban una aprensión arraigada, como si todavía no hubieran terminado de asimilar la noticia de la paz. Los nervios seguían a flor de piel. Por otro lado, sin embargo, la multitud estaba radiante, satisfecha con las compras hechas en Londres, que abarrotaban la pequeña y chirriante cinta transportadora hasta el punto de que no paraban de caer grandes maletas, neveras y muebles, cuyos risueños propietarios tenían que correr a levantarlos. Nunca había existido una población de viajeros más satisfecha de sí misma que aquélla; en el avión, las palabras «la nueva nomenclatura» habían circulado entre los blancos como un chisme transmitido con deleite.
Y de nuevo se apreciaban diferencias en la forma de vestir: la nueva élite negra con sus ternos enjugándose el sudor de sus radiantes caras, y los blancos enfundados en tejanos y camisetas, listos para partir hacia sus humildes destinos en el monte o en la ciudad. Pronto, esos dos grupos tan distintos de seres humanos fijaron la vista en un mismo punto: una joven negra de unos dieciocho años, muy bonita, que lucía la última creación de un diseñador de moda con tacones de aguja y el presuntuoso ceño de los jóvenes consentidos. Había reclutado a dos mozos de equipaje, que recogieron de la cinta una, dos, tres, cuatro —¿eso era todo?—, no, siete, ocho maletas Vuitton.
—Eh, tú, chico, trae eso aquí —ordenó en el tono autoritario y estridente que había copiado de las señoronas blancas de otros tiempos y que ya nadie se atrevía a emplear—. Deprisa, chico. —Llegó al primer puesto de la cola—. Muéstrale mis maletas al señor.
Un negro corpulento que estaba en la cola le dijo algo en voz paternal y amistosa, como para jactarse de conocer a semejante belleza, y ella volvió la cabeza y le dedicó una sonrisa medianamente amable que al mismo tiempo significaba: «¿Quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer?» Todos los negros observaban con orgullo a aquel símbolo de su independencia, y los blancos, claramente inferiores, no hicieron comentarios, aunque cambiaron miradas. Más tarde, cuando se encontrasen en un lugar seguro, comentarían el episodio. La joven llegó a la aduana.
—Soy la hija de… —pronunció el nombre de un ministro, volviéndose hacia los mozos añadió—: Eh, chico…, chico… Seguidme. —Pasó por la aduana y se saltó la ventanilla de Inmigración como si no existiera.
Sylvia llevaba cuatro cajas grandes y un bolso pequeño con la ropa, y aunque veía que los funcionarios de aduanas daban el visto bueno a lotes de enseres que bastaban para equipar una casa, sabía que no podía esperar el mismo trato. En esta ocasión no había tenido suerte con su compañero de viaje. Miraba a los funcionarios buscando el rostro joven, entusiasta y amistoso de la última vez, pero no estaba allí, o se había transformado en el de un burócrata más. Cuando llegó al primer puesto de la cola, un hombre enfurruñado le preguntó:
—¿Qué lleva ahí?
—En esta caja y en esta otra hay máquinas de coser.
—¿Y para qué las quiere? ¿Para trabajar?
—No, son regalos para las mujeres de la misión de Kwadere.
—Regalos. ¿Y cuánto le pagarán por ellas?
—Nada —respondió Sylvia con una sonrisa: sabía que la mención de las máquinas de coser había conmovido a ese hombre, que quizás hubiera visto a su madre o a su hermana trabajando con una. Por desgracia el deber prevaleció.
—Tendrá que dejarlas en depósito. Ya le informarán cuánto debe pagar para llevárselas. —Levantó las dos cajas y las puso a un lado. Sylvia supo que no volvería a verlas. Se «extraviarían».
—¿Y qué hay aquí? —El hombre golpeó los costados de las otras dos cajas como si se tratara de puertas.
—Libros para la misión.
La cara del funcionario reflejó instantáneamente un sentimiento que Sylvia conocía bien: avidez. Cogió una palanca y abrió la tapa de una de las cajas. Contenía libros. Escogió uno, lo hojeó despacio y suspiró. Devolvió el libro a su sitio, colocó nuevamente la tapa y titubeó por unos instantes.
—Por favor, estos libros hacen mucha falta —dijo Sylvia.
Se salvó por muy poco.
—De acuerdo —repuso el hombre.
Sylvia acababa de cambiar dos máquinas de coser por los libros, pero sabía que las mujeres de la misión los preferirían.
Pasó por Inmigración sin incidentes y poco después divisó a la hermana Molly, que la aguardaba con una sonrisa en los labios, rodeada por un resplandor que indicaba que un aguacero reciente había limpiado el aire. Había llegado la estación de las lluvias. Tarde, pero ya estaba allí. La cuestión era si duraría: en los tres o cuatros años anteriores había contribuido a mitigar el resecamiento del suelo, pero habían cesado antes de hora. Oficialmente la región estaba sufriendo una sequía, aunque nadie lo hubiera dicho al ver las presuntuosas nubes blancas que surcaban el cielo azul o los charcos que salpicaban la tierra.
El sol destellaba en la cruz de la hermana Molly y hacía brillar sus atléticas y bronceadas piernas. Lozana, ésa era la palabra que mejor la describía. Y lozano era aquel paisaje, además de vigoroso, con sus árboles y arbustos recién lavados y una alegre multitud que se dispersaba en coches oficiales o modestos autobuses. Sylvia se sintió de nuevo en su elemento. Salvo por los libros, su visita a Londres había sido un fracaso. No obstante dejó esa experiencia atrás como quien cierra una puerta de golpe. Londres se le antojaba irreal; lo real era el lugar donde ahora se encontraba.
El asiento trasero del coche se hundió bajo el peso de los libros. La hermana Molly se puso al volante y de inmediato procedió a contarle el último escándalo: habían procesado a varios ministros por malversar fondos y aceptar sobornos. Hablaba con la satisfacción de quien ve confirmadas sus predicciones.
—Y el padre McGuire ha dicho que hay problemas en la misión —agregó—. Os acusan de un robo.
—Qué tontería.
—Las tonterías pueden hacer mucho daño.
Sylvia tuvo la impresión de que la monja —porque a fin de cuentas era una monja— la miraba con expresión reprobatoria; ¿se trataba de una advertencia? Algo iba mal. De nada serviría contradecirla. Esa mujer era muy hábil. Coordinaba una organización que llevaba docentes estadounidenses y europeos a Zimlia, donde faltaban maestros, para que impartiesen clases durante dos años; un programa que el Gobierno veía con buenos ojos —por el momento—, porque se ahorraba dinero en sueldos. Algunas escuelas estaban en zonas remotas, y la hermana Molly viajaba constantemente para averiguar qué tal les iba a los maestros.
—Algunos proceden de familias ricas y no tienen la menor idea de dónde van a meterse, así que lo pasan muy mal cuando llegan a escuelas como la de Kwadere.
Aquella joven competente veía las crisis nerviosas, las depresiones y los colapsos de todo tipo como simples gajes del oficio: amable y comprensiva, Molly, que había crecido en una humilde casa de Galway, podía acunar en sus brazos a una niña mimada de Los Ángeles o Filadelfia arrullándole con voz grave: «Tranquila, tranquila».
—Me he enterado de que otra vez hay problemas en la escuela: el director se ha largado con el dinero y el padre McGuire ha vuelto a hacer doble turno. Es curioso, ¿no te parece? Esos directores y el resto de nuestros picaros ladrones se comportan como si fueran invisibles, como si la policía y los ciudadanos no pudiéramos verlos, ¿Qué crees que se imaginan? —No esperaba una respuesta, sólo quería hablar y que Sylvia la escuchase. Pronto volvió a su centro de gravedad, que era el padre McGuire y sus deficiencias, porque, aparte de ser un hombre, estaba «metiéndoles ideas en la cabeza» a sacerdotes que trabajaban en distintas regiones del mundo. Oír aquella expresión en semejante contexto, habida cuenta de que los blancos se quejaban a menudo de que los misioneros «metían ideas» en la cabeza de los negros, resultaba de lo más irónico, como el tema que subyacía en las novelas de Colin: la infinita incoherencia de que era capaz la vida. (Poco antes de que Sylvia viajase a Londres, Edna Pyne le había asegurado que la actual corrupción de los negros se debía a que les habían metido ideas en la cabeza en un estadio demasiado temprano de su proceso evolutivo).
—¿Qué clase de ideas? —consiguió interpolar Sylvia, y entonces oyó a Molly repetir por enésima vez que el machista del papa no comprendía los problemas de las mujeres. La clave residía en el control de la natalidad, dijo, y quizás el Sumo Pontífice tuviese las llaves del cielo, eso no se lo discutía, pero estaba totalmente desinformado con respecto a lo que sucedía en la tierra. Si se hubiera criado con nueve hermanos y sin nada que llevarse a la boca, seguro que estaría soltando un rollo bien distinto. Así, en un estado de inofensiva y simpática indignación, la hermana Molly condujo hasta la misión de San Lucas, donde dejó a Sylvia con sus cajas de libros.
—No, no voy a entrar, pues de lo contrario tendría que visitar a las monjas.
Sylvia entendió, tal como Molly pretendía, «a las tontas».
La casa del cura, que se alzaba en medio del polvo, los enmarañados árboles del caucho, el convento, perfilado por el sol, y la media docena de tejados de la escuela en su colina parecían miserables, una incursión superficial en el viejo paisaje… Había vuelto a casa —eso sentía, en efecto—, pero temía que un simple soplo lo arrasara todo. Permaneció unos instantes allí, percibiendo el aroma de la tierra húmeda y un suave calor que ascendía desde ésta hacia sus piernas. Entonces apareció Rebecca.
—¡Sylvia, ah, Sylvia! —gritó. Se abrazaron—. ¡Cuánto la he echado de menos, Sylvia!
Sin embargo, lo que Sylvia estrechaba en sus brazos acentuaba su sensación de evanescencia, de fugacidad. El cuerpo de Rebecca era un frágil haz de huesos ligeros, y cuando Sylvia la apartó para mirarla a la cara, vio sus ojos profundamente hundidos en el cráneo, bajo el viejo y descolorido pañuelo.
—¿Ocurre algo malo, Rebecca?
—Bueno —respondió, como diciendo: «Ya se lo explicaré»; pero primero la llevó a la casa, le pidió que se sentara a la mesa y se colocó enfrente de ella—. Mi Tenderai está mal.
Se miraron mutuamente a los ojos, sin disimulo. Dos hijos de Rebecca habían muerto, otro llevaba tiempo enfermo, y ahora había caído Tenderai. La fuente de contagio era el marido de Rebecca, todavía aparentemente sano pese a su delgadez y su adicción a la bebida. Lo más probable era que Rebecca fuese seropositiva, pero ¿cómo asegurarlo sin un análisis? Y ¿qué podía hacer si lo era? Sylvia dudaba que se acostase con otros hombres propagando así el terrible virus.
Sylvia había estado fuera una semana.
—Vale —dijo. Últimamente parecía iniciar todas las frases con esa palabra. Significaba que había absorbido la información y que compartía los temores de Rebecca—. Lo examinaré. Tal vez sólo sea una enfermedad pasajera.
—Eso espero —dijo Rebecca, y ahuyentando sus preocupaciones, añadió—: El padre McGuire está trabajando demasiado.
—Ya me he enterado. ¿Qué es eso de que nos acusan de un robo?
—Una tontería. Es por las cajas del hospital que visitamos. Dicen que usted las robó.
Sylvia, que en Londres no había dejado de pensar en la misión, había decidido que lo más sensato sería regresar al hospital en ruinas y llevarse todo lo aprovechable. No obstante, Rebecca le ocultaba algo. Tenía la mirada perdida y su cara reflejaba nerviosismo y temor.
—Cuéntamelo todo, Rebecca, por favor.
Sin levantar los ojos hacia Sylvia, repitió que todo era una tontería. Sobre esas cajas pesaba una maldición —empleó la palabra inglesa—, y agregó:
—El n’ganga ha dicho que a todos los que robaron en el hospital les pasarán cosas malas. —Se levantó y murmuró que era hora de preparar la comida del padre McGuire y que esperaba que Sylvia tuviese hambre, porque había hecho un arroz con leche especial.
Durante el rato en que Rebecca y Sylvia, sentadas frente a frente, habían estado pensando en Tenderai y los demás niños, tanto los muertos como los vivos, se habían tratado con una confianza y una franqueza absolutas; pero de pronto Sylvia comprendió que Rebecca no le contaría nada más sobre ese tema, porque estaba convencida de que no la entendería.
Sylvia se sentó en su cama, rodeada por las paredes de ladrillo, y tuvo la sensación de que las mujeres de Leonardo le daban la bienvenida. Después se volvió hacia el crucifijo colgado a su espalda con la intención de confirmar ciertas ideas que habían estado germinando en su mente. Alguien que aceptaba los milagros de la Iglesia católica no estaba en condiciones de tachar a otros de supersticiosos: ése era su razonamiento, y distaba mucho de suponer una crítica a la religión. Los feligreses que asistían a la misa dominical del padre McGuire oían que iban a beber la sangre y comer la carne de Cristo. Poco a poco había tomado conciencia de que las supersticiones estaban profundamente arraigadas en la vida de los negros de su entorno, y deseaba asimilar este hecho, en lugar de limitarse a formular «ingeniosos comentarios intelectuales», como los que harían Colin y Andrew, se dijo. Estaba claro que se encontraba ante un terreno inaccesible para ella, y que no debía criticar a los trabajadores negros ni a Rebecca, que además era su amiga, por creer en supersticiones.
Si el padre McGuire no la ayudaba, tendría que ir a casa de los Pyne. Mencionó el tema a la hora de comer, y cuando el cura le pidió confirmación a Rebecca, que escuchaba junto al aparador, ésta contestó: «Bueno. Es verdad; y ahora la gente que robó cosas está enferma y todos piensan que es por lo que dijo el n’ganga».
El padre McGuire no presentaba buen aspecto. Tenía la piel amarillenta y las manchas rojizas de sus anchos pómulos irlandeses parecían llamear. No podía disimular su enfado y su nerviosismo. Era la segunda vez en cinco años que se veía obligado a duplicar sus horas de clase. La escuela se estaba viniendo abajo y el señor Mandizi se limitaba a repetir que ya había comunicado la situación a Senga. Cuando el sacerdote se hubo marchado a la escuela, sin haber dormido la siesta, Sylvia y Rebecca sacaron los libros de las cajas y echando mano de tablas y ladrillos montaron un par de estanterías que muy pronto cubrieron una pared completa, a los lados de la pequeña cómoda. Rebecca había llorado al enterarse de que habían requisado las máquinas de coser —acariciaba la esperanza de ganar algún dinero extra haciendo trabajos de costura—, pero las lágrimas que derramó mientras contemplaba y tocaba los libros fueron de alegría. Hasta los besó. «Es maravilloso que pensara en nosotros y nos trajera estos libros», dijo.
Sylvia fue al hospital, donde Joshua dormitaba bajo el árbol como si durante su ausencia no se hubiera movido de allí. Los niños la recibieron con gritos de alegría, y ella se puso de inmediato a atender a sus pacientes, la mayoría de ellos aquejados de tos y resfriados causados por las lluvias y los súbitos cambios de temperatura. Luego subió al coche e hizo una visita a los Pyne, que cumplían una función específica en su vida: ser fuente de información cada vez que lo necesitaba.
Los Pyne habían comprado su hacienda después de la Segunda Guerra Mundial, en la década de los cincuenta, durante la última oleada de la inmigración blanca. Cultivaban sobre todo tabaco y habían prosperado. Desde la casa, situada sobre un promontorio, se dominaban las onduladas colinas que en la estación seca se veían azules a causa del humo y la niebla, pero que en ese momento estaban veteadas por el intenso verde del follaje y el gris de las rocas de granito. El porche con columnas era lo bastante ancho para celebrar fiestas en él; antes de la liberación habían celebrado muchas, pero tras la diáspora de los blancos rara vez se organizaba alguna. Sobre el encerado suelo rojo había varias mesas bajas, además de unos cuantos perros y gatos.
Cedric Pyne bebía té a grandes sorbos mientras acariciaba la cabeza de su mascota favorita, una perra de lomo abultado llamada Lusaka. Edna Pyne, vestida con un elegante conjunto de pantalón y camisa y con la piel lustrosa a causa de los protectores solares, estaba sentada junto a la bandeja del té, con la hermana de Lusaka, Sheba, prácticamente pegada a su silla. Escuchaba a su marido, que despotricaba contra el Gobierno negro. Sylvia también lo escuchaba mientras bebía su té.
Al igual que le ocurría cuando escuchaba a la hermana Molly quejarse del papa y su impenitente machismo; o al padre McGuire repetir a diario que era viejo, que ya no estaba a la altura de las circunstancias y que regresaría a Irlanda; o a Colin lamentarse por su situación con Sophie, tuvo que esperar el momento oportuno para meter baza y hablar de lo que le preocupaba.
El fondo de la situación resultaba fácil de entender: los agricultores blancos eran el principal objeto del odio de los negros, y el Líder los cubría de insultos cada vez que abría la boca, pese a que eran ellos quienes ingresaban las divisas extranjeras que mantenían a flote el país y servían principalmente para pagar los intereses de los préstamos de… Sylvia imaginó al risueño y cortés Andrew entregando con una mano un talón con un montón de ceros mientras con la otra aceptaba otro talón con la misma cantidad de ceros. Ésta era la gráfica imagen que había utilizado para explicarle las operaciones de Dinero Mundial a Rebecca, que, tras soltar una carcajada, había dicho con un suspiro: «Vale».
Debido a que el Líder propugnaba ideas socialistas, abrazadas en la madurez con el fanatismo del converso, diversas políticas que consideraba esenciales para el marxismo habían adquirido el peso de mandamientos divinos. Una de ellas establecía que nadie podía ser despedido de su empleo, lo cual significaba que todo empresario debía cargar con trabajadores que, sabiéndose a salvo, bebían, eludían sus obligaciones, se tendían al sol y robaban siempre que se presentaba la oportunidad, al igual que sus superiores. Ésta constituía una de las innumerables quejas que Sylvia oía a menudo. Otra era que no se conseguían piezas de recambio para las máquinas que se averiaban, y que resultaba imposible comprar otras nuevas. Las que se importaban iban a parar directamente a manos de los ministros y sus familiares. Estas lamentaciones, las más frecuentes, revestían menor gravedad que la principal, que, como tantos hechos importantes, cruciales y básicos, rara vez se mencionaba, porque era tan evidente que no hacía falta expresarla con palabras. Ante la continua amenaza de que los expulsasen y les quitaran las tierras, los agricultores blancos se sentían inseguros, no sabían si invertir o no y vivían a salto de mata, sin hacer planes a largo plazo. Edna Pyne interrumpió a su marido para decir que estaba harta y que quería marcharse.
—Que se queden con todo; ya se enterarán de lo que han perdido cuando nos hayamos largado.
La hacienda, que en el momento en que la habían comprado no era más que un vasto terreno virgen sin desmontar —y sin la casa, por supuesto—, estaba perfectamente equipada para la agricultura, con graneros, cobertizos, corrales, abrevaderos, pozos y el añadido reciente de una gran acequia. La pareja había invertido allí todo su capital, del cual carecían en el momento de llegar.
—No pienso darme por vencido —replicó Cedric; eran palabras que Sylvia ya había oído—. Tendrán que venir y echarme por la fuerza.
Entonces empezaron las lamentaciones de Edna. Desde la liberación costaba muchísimo proveerse de productos básicos como un café decente o una lata de pescado. Ni siquiera contaban con un suministro constante de harina, y necesitaban tener un almacén lleno hasta el techo de ésta para cuando los trabajadores fueran a mendigar comida. Estaba harta de que la injuriasen. Ellos —los Pyne— estaban financiando los estudios de doce niños negros, pero los cabrones del Gobierno jamás reconocerían los méritos de los granjeros. Eran presuntuosos, incompetentes, inútiles y sólo les interesaba robar todo lo posible, y ella estaba hasta la coronilla de…
Su marido sabía que, al igual que él, necesitaba desahogarse cuando aparecía una cara nueva en el porche, de manera que guardó silencio y dirigió la vista más allá de los tabacales —de un verde reluciente— hacia el cúmulo de nubes oscuras que parecía anunciar una tormenta vespertina.
—Estás loco, Cedric —le dijo su esposa, como si fuese la continuación de un altercado privado—. Deberíamos cortar por lo sano e irnos a Australia, como los Freeman y los Butler.
—Nosotros no somos tan jóvenes como ellos —repuso Cedric—. Siempre lo olvidas.
—Y las tonterías que tenemos que aguantar… —prosiguió ella—. La mujer del cocinero dice que está enferma porque le echaron el mal de ojo. La verdad es que padece malaria porque no toma las píldoras. No paro de decirles a todos: «Si no tomáis las medicinas, enfermaréis». Pero ese maldito n’ganga tiene más influencia en este distrito que cualquier funcionario del Gobierno.
—Precisamente quería hablaros de eso —dijo Sylvia, interrumpiendo el efusivo discurso—. Necesito vuestro consejo.
En el acto, los dos pares de ojos azules le concedieron toda su atención: dar consejos era algo para lo que sabían que estaban capacitados.
Sylvia les contó la historia a grandes rasgos.
—De modo que ahora soy una ladrona. ¿Y qué hay de la supuesta maldición que ha caído sobre el nuevo hospital?
Edna soltó una risita débil, cargada de furia.
—Ahí tienes otro ejemplo. ¿Lo ves? Es una tontería. Cuando se quedaron sin dinero para el nuevo hospital…
—¿Qué ocurrió? He oído decir que era de los suecos, luego de los alemanes… ¿Quién lo estaba construyendo?
—¿Qué más da? Suecos, daneses, yanquis, vaya uno a saber… La cuestión es que el dinero se evaporó de la cuenta de Senga donde lo depositaron y, entonces, decidieron retirarse. Dinero Mundial, Cooperación Internacional o no sé quién, porque hay centenares de esos idiotas solidarios, está tratando de conseguir nuevos fondos, pero hasta ahora no ha habido suerte. No sabemos qué está pasando. Entretanto, las cajas con material se están pudriendo, o eso dicen los negros.
—Es verdad. Yo las he visto. Pero ¿por qué enviaron material antes de terminar de construir el hospital?
—Típico —espetó Edna Pyne, con la satisfacción de haber acertado una vez más—. ¿Por qué va a ser? Porque son unos incompetentes. En teoría el hospital iba a estar terminado y funcionando en seis meses, pero ya ves, menuda patraña, aunque ¿qué se puede esperar de esos idiotas de Senga? De manera que el gran jefe local, el señor Mandizi, como se hace llamar él, fue a ver al n 'ganga y le pidió que hiciera correr la voz de que había echado una maldición que afectaría a cualquiera que robase o simplemente tocase las cajas del hospital.
Cedric Pyne soltó una breve carcajada perruna:
—Genial —dijo—. Continúa, Edna, fue una treta muy ingeniosa.
—Si tú lo dices, cariño… Bueno, lo cierto es que funcionó. Pero luego fuiste tú y te llevaste lo que querías. Por lo visto, rompiste el hechizo.
—Sólo me llevé media docena de cuñas de hospital. No teníamos ni una.
—Media docena más de lo que convenía —apuntó Cedric.
—¿Por qué nadie me dijo nada? Me acompañaban Rebecca y unas seis mujeres de la aldea. Ellas recogieron las cuñas. Y no me dijeron una palabra de eso.
—¿Qué iban a decirte? Representas a la misión, a Dios y a la Iglesia, por no mencionar que el padre McGuire siempre está criticando sus supersticiones; y como tú estabas allí, quizá pensaron que la muti de Dios es más poderosa que la medicina del brujo.
—Pues no ha resultado ser así, porque ahora hay gente muriéndose por haber robado cosas de las cajas. O eso opina Rebecca, aunque la verdadera causa es el sida.
—Ah, el sida.
—¿Por qué lo dices de ese modo? Es un hecho.
—Es la maldita gota que colma el vaso —saltó Edna Pyne—. Ahora vienen de la aldea para pedir muti. Les digo que no hay muti para el sida, pero ellos creen que tengo una medicina y no quiero dársela.
—Yo conozco al n’ganga —dijo Sylvia—. A veces le pido ayuda.
—Vaya, eso es como meterse ingenuamente en la guarida del león —señaló Cedric.
—No empieces… —dijo Edna en tono deliberadamente quisquilloso, para demostrar que estaba hasta la coronilla.
—Cuando me encuentro con casos que no puedo tratar, lo cual ocurre a menudo, y Rebecca me cuenta que el paciente cree que le han echado mal de ojo, le pido al n’ganga que venga y lo convenza de que no le han lanzado una maldición o algo por estilo… Le he asegurado que no quiero interferir en su medicina, que sencillamente necesito su ayuda. La última vez habló con cada uno de los pacientes que yo suponía al borde de la muerte. No sé qué les dijo, pero algunos se levantaron y se marcharon… Estaban curados.
—¿Y los demás?
—Los n’gangas están al corriente de la existencia del sida…, del flaco. Saben más al respecto que la gente del Gobierno. Bueno, ésta me dijo que no podía curar el sida, pero sí tratar algunos de los síntomas, como la tos. ¿No lo entendéis? Me alegro de contar con sus remedios, porque casi no tengo medicamentos. La mayor parte del tiempo ni siquiera hay antibióticos. Esta tarde, cuando volví de Londres y entré en la choza de las medicinas, descubrí que no queda prácticamente nada; lo han robado todo. —Se le quebró la voz, y finalmente rompió a llorar.
Los Pyne cambiaron una mirada.
—Estás dejando que la situación te desborde —dijo Edna—. No es bueno tomarse las cosas tan a pecho.
—Mira quién habla —se burló Cedric.
—De acuerdo, tienes razón —reconoció Edna, y dirigiéndose a Sylvia añadió—: Yo sé lo que se siente. Regresas de Inglaterra cargada de adrenalina y de repente… pum, te vienes abajo y estás un par de días hecha polvo. Vamos, entra y echa una cabezada. Llamaré a la misión y les avisaré.
—Un momento —dijo Sylvia entre sollozos al recordar la pregunta más importante que quería formular. Durante la comida se había enterado de que corría el rumor de que ella era una espía al servicio de Sudáfrica.
Edna soltó una carcajada.
—No les hagas caso. No desperdicies lágrimas en esa tontería. Se supone que nosotros también somos espías. Una vez que te han colgado el sambenito no hay nada que hacer. El día que se apoderen de la hacienda lo harán con la conciencia limpia, porque a fin de cuentas somos espías sudafricanos, ¿no?
—No seas tonta, Edna —intervino Cedric—. No necesitan esas artimañas. Pueden quedarse con la hacienda cuando se les antoje.
Edna rodeó a Sylvia con su fuerte brazo, la condujo a una amplia habitación del fondo de la casa y la obligó a tenderse en la cama. Después corrió las cortinas y se fue. Los movimientos de las nubes proyectaban inquietas sombras sobre las delgadas telas de algodón. La amarilla luz del atardecer regresó para dar paso a una súbita oscuridad; a continuación sonó un trueno y la lluvia comenzó a caer con estruendo sobre el techado de hierro. Sylvia durmió. La despertó un negro risueño ofreciéndole una taza de té. Durante la guerra de liberación, el entonces leal cocinero de los Pyne había dejado entrar a unos guerrilleros en la casa y luego se había marchado con ellos. «No le quedaba más remedio —había dicho el padre McGuire—. No es un mal hombre. Ahora trabaja para los Finlay en Koodoo Creek. No, claro que no conocen sus antecedentes, ¿de qué serviría informarles?». Los comentarios del cura sobre esta clase de episodios eran tan imparciales como los de un historiador, aunque no demostraba la misma objetividad cuando se lamentaba de sus propios problemas. Era curioso: a juzgar por los tonos de voz, la indigestión del padre McGuire tenía la misma envergadura que las críticas de la hermana Molly al papa, los reproches de los Pyne al Gobierno negro… o las lágrimas de Sylvia porque el cobertizo de los medicamentos estaba vacío.
Aperitivos en el porche al anochecer: la tormenta había pasado, los arbustos y las flores resplandecían, los pájaros cantaban con frenesí. Si ella, Sylvia, hubiera establecido esa granja, si hubiese construido esa casa, ¿no habría opinado lo mismo que los Pyne? La intensa sensación de que eran víctimas de una injusticia estaba envenenándolos. Al tiempo que servían las copas y arrojaban suculentos bocados a Lusaka y Sbeba, las uñas de cuyos dedos chirriaban y martilleaban sobre el cemento cada vez que saltaban abriendo y cerrando las mandíbulas, y mientras Sylvia escuchaba, los Pyne hablaron sin parar, obsesionados y llenos de rencor. Cierta vez, cuando era una ignorante recién llegada, Sylvia había dicho en ese mismo porche:
—Si vosotros, quiero decir los blancos, hubieseis educado a los negros, ahora no habría ningún problema, ¿no? Serían personas instruidas y competentes.
—¿A qué te refieres? Por supuesto que los educamos.
—En la administración pública les habían impuesto un techo —señaló Sylvia—. No les permitían ascender por encima de un nivel bastante bajo.
—Tonterías —dijo Edna.
—No, no es una tontería —reconoció Cedric—. Cometimos errores.
—¿Por qué dices «cometimos»? —inquirió Edna—. En esa época aún no estábamos aquí.
No obstante, si los errores quedan marcados en un paisaje, un país, una historia, significa… Cien años antes los blancos habían llegado a un país del tamaño de España poblado únicamente por un cuarto de millón de negros. Uno pensaría —el «uno» aquí es el Ojo de la Historia, que lo observa todo desde el futuro— que con tanto territorio libre no habría habido necesidad de apoderarse de la tierra de nadie. Sin embargo, lo que ese Ojo estaría pasando por alto, por adoptar la óptica del sentido común, sería la arrogancia y la codicia del Imperio. Porque además de que los blancos querían tierras que les pertenecieran para siempre, con vallas firmes y límites precisos, mientras que los negros pensaban que nadie podía adjudicarse la tierra, que era su madre, también estaba la cuestión de la mano de obra barata. Cuando en los años cincuenta llegaron los Pyne, en esa hermosa tierra había un millón y medio de negros y menos de doscientos mil blancos. Para quienes procedían de la atestada Europa se trataba de un paisaje desierto. Los movimientos nacionalistas de Zimlia no habían surgido. Los Pyne, unas almas inocentes, por no decir ignorantes, habían salido de un pequeño pueblo rural de Devon, dispuestos a trabajar de firme y prosperar.
Ahora miraron los pájaros que volaban desde las flores de pascua, perladas con gotas de lluvia, hasta la fuente, contemplaron las colinas, que parecían más cercanas debido a la limpidez del aire, y él dijo que por nada del mundo se iría de allí, y ella que estaba harta de que la tratasen como a una criminal, que ya había tenido bastante.
Sylvia les dio las gracias con sinceridad, consciente de que la veían como a una pobre desgraciada con ideas demasiado sentimentales, subió al coche y regresó a la misión a través de la creciente oscuridad del monte. Durante la cena, volvió a mencionar que la tomaban por una espía sudafricana, y el padre McGuire comentó que lo habían acusado de lo mismo cuando se había quejado ante el señor Mandizi de que la escuela era una vergüenza para un país civilizado, ¿dónde estaban los libros de texto? «Padecen una forma de paranoia bastante aguda, querida —añadió—. Sería conveniente que no te dejases abrumar por esas cosas».
A las cinco de la mañana del día siguiente, cuando el sol apenas era un pequeño resplandor amarillo que se colaba por entre los árboles del caucho, Sylvia salió al pequeño porche y a la luz del amanecer vio una figura trágica con la cabeza gacha, estrujándose las manos como si le doliera algo, o como si la embargara una profunda tristeza… Reconoció a Aaron.
—¿Qué ocurre?
—Ay, doctora Sylvia. Ay, doctora… —Se acercó a ella lentamente, como si lo dominase una angustia profunda: su cara, por lo general risueña, estaba bañada en lágrimas—. No lo hice con mala intención. Lo lamento tanto, tanto, tanto… Perdóneme, señorita Sylvia. El diablo me poseyó. Estoy seguro de que ésa fue la razón.
—Aaron, no sé a qué te refieres.
—Robé su retrato, por eso el padre me pegó.
—Aaron, por favor…
Él se dejó caer en el suelo de ladrillo del porche, apoyó la cabeza contra la delgada columna y lloró con desconsuelo. Era demasiado temprano para que Rebecca estuviera en la cocina. Sylvia se sentó junto al joven, pero no dijo nada, simplemente permaneció a su lado. Al cabo de unos minutos el padre McGuire salió a respirar el aire puro de la mañana y topó con ellos.
—¿Qué pasa aquí? Te advertí que no le contases nada a la doctora Sylvia.
—Pero estoy avergonzado. Por favor, pídale que me perdone.
—¿Dónde has estado durante los tres últimos días?
—Escondido en el monte.
Eso explicaba sus temblores; tenía frío y estaba hambriento. El calor ya se acercaba desde el este.
—Ve a la cocina, prepárate una taza de té con leche y azúcar y come un poco de pan con mermelada.
—Sí, padre. Lo lamento mucho, padre.
Aaron se alejó despacio, como si no tuviera prisa por tomar una comida reparadora, aunque debía de estar muerto de hambre: mientras caminaba lanzaba miradas a Sylvia por encima del hombro.
—¿Y bien, padre?
—Robó tu fotografía con el bonito marco de plata.
—Pero…
—No, Sylvia, no debes regalársela. Ahora está otra vez sobre tu mesa. Dijo que le gustaba la cara de la anciana y que quería mirarla. Creo que no tiene noción del valor de la plata.
—Bueno, entonces ya está todo solucionado.
—Pero le pegué, le pegué demasiado fuerte. Lo hice sangrar. Este viejo ya no está en sus cabales.
El sol ya se había elevado, cálido y amarillo, sobre el horizonte. Una cigarra se puso a cantar, otra se unió a ella y una paloma las acompañó con su arrullo.
—Me he ganado una temporada adicional en el purgatorio —añadió el sacerdote.
—¿Ha estado tomando las vitaminas?
—Lo único que puedo alegar en mi defensa es que esta gente entiende muy bien aquello de que la letra con sangre entra. Aun así eso no justifica mi comportamiento. Se supone que estoy enseñando a Aaron a convertirse en un hombre de Dios. No puedo permitir que robe.
—Necesita vitamina B, padre. Para los nervios. He traído unas cajas de Londres.
Oyeron que alguien discutía en la cocina; eran Rebecca y Aaron.
—Rebecca, Aaron necesita comer algo —gritó el padre McGuire. Las voces se silenciaron—. Empieza a hacer calor; entremos.
Sylvia lo siguió. Rebecca estaba depositando la bandeja del desayuno sobre la mesa.
—Se ha comido todo el pan que horneé ayer.
—Pues tendrás que hornear más, Rebecca.
—Sí, padre. —Rebecca vaciló—. Creo que él pensaba devolver el retrato. Sólo quería mirarlo mientras Sylvia estaba fuera.
—Lo sé. Le pegué demasiado fuerte.
—Vale.
—Sí.
—¿Quién es la señora mayor, Sylvia? —preguntó Rebecca—. Tiene una cara muy bonita.
—Julia, se llamaba Julia. Ya ha muerto. Fue mi… Creo que me salvó la vida cuando era muy joven.
—Vale.
Un hombre puede ser austero por temperamento, no necesariamente porque haya decidido castigar su cuerpo. El Líder no era la clase de persona que analiza su vida con la intención de mejorar su carácter, pues pensaba que el hecho de que los jesuítas lo hubieran aceptado constituía suficiente garantía de que iría al cielo; y cuando se enteró de las supuestas bondades de la frugalidad, recordó su primera infancia, en la que a menudo había pasado hambre y otras privaciones. Su padre realizaba pequeños trabajos de mantenimiento en una misión jesuítica y casi siempre estaba borracho. Su madre era una mujer silenciosa y enfermiza, y él no tenía hermanos. Su padre le pegaba de vez en cuando, al igual que a su mujer, en el caso de ella porque no podía tener más hijos. El futuro Líder no había cumplido los diez años cuando se enfrentó a su padre para proteger a su madre, y los golpes dirigidos a ésta le dejaron cicatrices en las piernas y los brazos.
Los curas, que repararon en la inteligencia del niño, lo seleccionaron para darle una educación secundaria. Delgado como un chucho vagabundo —así lo describía el padre Paul—, de baja estatura, físicamente torpe y poco dotado para los deportes, solía ser objeto de burlas, en especial por parte del padre Paul, a quien no le inspiraba la menor simpatía. A pesar de que había otros sacerdotes, maestros y salvadores de almas, su experiencia infantil del mundo blanco se forjó en torno al padre Paul, un mezquino hombrecillo de Liverpool, traumatizado por una infancia triste, que continuamente hablaba pestes de los negros. Aquellos infieles eran unos salvajes, unos animales que no se diferenciaban demasiado de los chimpancés. Aún más aficionado a los castigos corporales que el resto de los curas, golpeaba a Matthew por mostrarse obstinado, insolente o soberbio, por hablar su propia lengua, o por traducir un proverbio shona al inglés y emplearlo en una composición: «No discutas con tu prójimo si él es más fuerte que tú».
El padre Paul estaba convencido de que tenía la importante responsabilidad de librar a sus alumnos de esas ideas retrógadas. Matthew odiaba al padre Paul: su olor le repugnaba, ya que sudaba mucho, se lavaba poco y su sotana negra despedía un acre olor animal. Detestaba los pelillos rojos que asomaban por sus orejas y sus fosas nasales y cubrían sus huesudas manos blancas. La repulsión física que le producía era tan intensa que en ocasiones lo asaltaban auténticos impulsos asesinos, que reprimía entre temblores, echando fuego por los ojos.
Era un niño reservado. Al principio leía libros religiosos, pero durante un retiro espiritual conoció a un niño de otra misión que lo fascinó con su personalidad jovial y, sobre todo, con sus opiniones. Este chico, mayor que él y con inquietudes políticas —a la desinformada manera de la época, pues aún faltaba mucho para que nacieran los movimientos nacionalistas—, le dejó libros de autores negros estadounidenses, como Richard Wright, Ralph Ellison o James Baldwin, y le pasó panfletos de una secta religiosa que abogaba por la destrucción de los blancos, la progenie del demonio. Matthew, todavía brillante y silencioso, dejó atrás al padre Paul para ingresar en la universidad, donde más tarde, convertido ya en el Líder, lo describirían como «un joven callado, observador, ascético e inteligente, que siempre leía libros de política y tenía dificultades para hacer amigos; en definitiva un solitario».
Cuando surgieron los movimientos nacionalistas, Matthew se convirtió rápidamente en cabecilla de su grupo local. Dado que no le resultaba fácil enzarzarse en discusiones y peleas, y que a menudo se mantenía a una distancia prudencial, si bien en el fondo deseaba ser tan simpático y sociable como los demás, adquirió fama de hombre imparcial, políticamente hábil y, por supuesto, bien informado, ya que había leído mucho. Finalmente, tras una desagradable lucha por el poder, ascendió al puesto de líder del partido. «El fin justifica los medios» era su dicho favorito. Durante la guerra de liberación, estuvo al frente de uno de los ejércitos rebeldes. Hizo muchas promesas, como todos los políticos, pero la que más lo perjudicaría a largo plazo fue la de que todo ciudadano negro recibiría una parcela de tierra para cultivar. Los pequeños absurdos, como la afirmación de que la práctica de desinfectar a las ovejas ponía de manifiesto la naturaleza demoníaca de los blancos, o que mantener el cultivo en curvas de nivel equivalía a doblar la cerviz ante los blancos, eran nimiedades en comparación con su principal engaño: que habría tierras para todos. Sin embargo, en aquel entonces él no sabía que lo nombrarían presidente del país. En el momento de la liberación, cuando su partido ganó las elecciones, le costó convencerse de que lo habían preferido a otros candidatos más carismáticos; no creía que la gente fuese capaz de apreciarlo. Oh, sí, necesitaba inspirar respeto y temor; el chucho vagabundo lo necesitaría durante el resto de su vida. Cuando se convirtió al marxismo —otra vez por influencia de una personalidad fuerte y persuasiva—, comenzó a pronunciar solemnes discursos copiados de otros líderes comunistas. En lo más profundo de su ser admiraba a los dirigentes fuertes y despiadados. En su calidad de presidente viajó por todo el mundo, como corresponde a los gobernantes, y ya estuviera en Estados Unidos, en Etiopía, en Ghana o en Birmania, rehuía la compañía de los blancos, que no le caían bien. Como hombre de estado se veía obligado a ocultar sus sentimientos, pero aborrecía a los blancos, ni siquiera soportaba estar en la misma habitación que ellos. Tendía a acercarse intuitivamente a los dictadores, algunos de los cuales no tardarían en caer, al igual que las estatuas de Lenin, cuyos escombros cubrirían las calles de la antigua Unión Soviética. El Líder, afecto al Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural, había visitado China en varias ocasiones. Llevaba en su comitiva al camarada Mo, que lo había instruido en los requisitos del poder mucho antes de que accediese a él.
En cuanto asumió el mando, se convirtió en prisionero del temor que le inspiraba la gente. No veía a nadie, salvo a algunos amigos y a una joven de su aldea, con la que se acostaba; jamás salía de su residencia sin una escolta armada; tenía un coche blindado —regalo de un dictador— y una guardia personal que le había enviado el déspota más odiado de Asia. Todas las noches, en cuanto oscurecía, las calles que rodeaban su residencia quedaban cortadas al tráfico, de manera que los ciudadanos que necesitaran pasar por allí debían dar grandes rodeos. Sin embargo, aunque vivía tan enclaustrado como la víctima de un cuento que se ve obligada a levantar con sus propias manos un muro en torno a sí, no había en toda África un gobernante más amado por su pueblo, ni uno que suscitase mayores expectativas. Para bien o para mal, podría haber hecho cualquier cosa con su pueblo: como campesinos de otros tiempos, sus súbditos lo tenían por un rey capaz de solucionar todos los males, y lo seguirían allí donde los guiase. Pero no guiaba a nadie. Aquel hombrecillo asustado permaneció oculto en la prisión que él mismo había construido.
Entretanto, los «progresistas» del mundo lo adoraban, y todos los Johnny Lennox, todos los ex estalinistas y los liberales que amaban a los personajes fuertes decían: «Es muy sensato, ¿sabes? El camarada presidente Matthew Mungozi es un hombre inteligente». Y la gente que se había visto privada de la reconfortante retórica del mundo comunista volvió a encontrarla en Zimlia.
Bien podría haber sucedido que nadie penetrase jamás en aquel fuerte apuntalado por el miedo, y no obstante alguien lo consiguió, porque en una recepción de honor a la Organización para la Unidad Africana Matthew vio a una mujer negra, la atractiva Gloria, flirteando y prodigando sonrisas a los hombres que la rodeaban, pero con los ojos fijos en el único que se mantenía alejado y seguía cada uno de sus movimientos igual que un perro hambriento observa la comida que va a parar a otras bocas. Sabía quién era desde el principio, había hecho planes y esperaba que conquistarlo fuera muy fácil… Y lo fue. De cerca lo cautivó, embelesándolo con cada pequeño detalle. Tenía una manera peculiar de mover los labios, como si triturase una fruta, y unos ojos de expresión tierna que reían…, aunque no de él, se había fijado bien, pues estaba convencido de que para mucha gente era objeto de burla. Y se sentía a gusto allí donde él no lo estaba, dentro de su piel, de su magnífico cuerpo, con el movimiento y el deleite que éste le producía, con la comida y con su propia belleza. Le dijo que necesitaba una mujer como ella, y él supo que era verdad. Había cursado estudios universitarios en Estados Unidos e Inglaterra y contaba con amistades entre los famosos gracias a su carácter, no a la política. Hablaba de este tema con un cinismo risueño que escandalizaba a Matthew, quien, sin embargo, intentaba imitarla. En suma, fue inevitable que se celebrara una boda maravillosa y que él iniciara una vida desbordante de placer. Todo lo que antes le resultaba difícil —y a menudo imposible— se volvió sencillo. Ella le hizo notar que estaba sexualmente reprimido y lo curó, en la medida en que su naturaleza lo permitía. Le dijo que necesitaba más diversión, que nunca había sabido disfrutar de la vida. Cuando él le hablaba de su pobre y castigada infancia, ella lo cubría de grandes y sonoros besos y lo abrazaba, apretándole la cabeza contra sus grandes pechos.
Gloria se reía de todo lo que él hacía.
Al principio de su mandato Matthew había evitado que sus camaradas, sus socios y los miembros de su camarilla sucumbieran a la codicia. Les prohibió enriquecerse. Lo poco que le quedaba de la influencia de los jesuítas, quienes le habían enseñado que la pobreza se asemejaba a la santidad: por muchos errores que cometiesen, los curas siempre habían vivido austeramente. Pero de pronto Gloria le decía que estaba loco, y que quería esa casa, aquella hacienda, luego otra hacienda, y finalmente algunos de los hoteles que se ponían a la venta conforme se marchaban los blancos. Le aconsejó que abriera una cuenta en Suiza y depositase el dinero allí. ¿Qué dinero?, quiso saber él, y Gloria se burló de su ingenuidad. Cuando ella hablaba de dinero, Matthew aún veía en las delgadas manos de su madre los miserables billetes y monedas que su padre ponía en ellas a fin de mes, y al principio de su mandato se había asegurado de que su salario no fuera superior al de un alto funcionario de la administración. No obstante, Gloria cambió todas estas cosas con sus burlas, sus risas, sus caricias y su sentido práctico, porque se había hecho cargo de la vida de Matthew, y como Madre de la Nación podía conseguir fácilmente que el dinero fluyese hacia sus bolsillos. Era ella quien discretamente desviaba hacia sus propias cuentas los generosos donativos de diversos filántropos y organizaciones benéficas. «No seas tonto —decía cuando él protestaba—. Todo está a mi nombre. No es responsabilidad tuya».
Las batallas por el alma de alguien rara vez son tan ostensibles —y breves— como la que libró el demonio por el alma del camarada Matthew; y Zimlia, hasta entonces mal gobernada por un mal digerido marxismo y los clichés y perogrulladas del dogma, así como por frases memorizadas de los manuales de economía, cayó rápidamente en la corrupción. De inmediato, la moneda inició un continuo pero acelerado proceso de devaluación. En Senga, los peces gordos engordaban un poco más cada día, y en lugares como Kwadere, donde el dinero había estado llegando con cuentagotas, el goteo se interrumpió por completo.
Gloria se volvió más fascinante, hermosa y rica; compró otra hacienda, un bosque, hoteles, restaurantes…, y lucía todo ello como si de collares se tratara. Cuando el camarada presidente Matthew iba al extranjero para reunirse con sus amigos favoritos, los disolutos, corruptos e inmensamente ricos gobernantes de la nueva África y la nueva Asia, ya no permanecía callado mientras ellos hacían ostentación de sus riquezas y alarde de su codicia. Ahora que estaba en condiciones de alardear de las suyas, lo hacía, y cuando esos hombres le demostraban su admiración con regalos y cumplidos, conseguía llenar al menos momentáneamente aquel vacío interior donde siempre habría un esquelético perro vagabundo con la cola entre las patas, y Gloria lo acariciaba, mimaba, manoseaba, lamía y chupaba, lo estrechaba contra sus grandes pechos y besaba las viejas cicatrices de sus piernas. «Pobre Matthew, mi pobre, pobre pequeño.»
La noche anterior a su viaje a Londres, Sylvia se había detenido en el camino, justo donde terminaban las adelfas, los hibiscos y las dentelarias, y había contemplado el hospital con más orgullo del permisible. Ahora cualquiera podría emplear la palabra «hospital» para referirse a aquel conjunto de estructuras. Pese a que hacía tiempo que el camarada Mandizi no enviaba dinero, la devaluación de la moneda permitía que sumas insignificantes para los criterios ingleses, en Zimlia se convirtieran en fortunas. Diez libras, que en Londres era lo que costaba llenar una pequeña bolsa con comestibles, alcanzaban para construir una choza de paja o renovar las existencias de analgésicos y fármacos contra la malaria.
Ahora disponían de dos «salas», grandes barracas con techado de paja a dos aguas, una que se extendía casi hasta el suelo —del lado desde el que solía llegar la lluvia— y la otra más alta. En el interior de cada una había una docena de camastros con sus respectivas mantas y almohadas. Sylvia proyectaba construir otra choza, pues pronto ya no habría suficientes camas para las víctimas del sida, o el flaco, cuya existencia el Gobierno por fin había decidido reconocer abiertamente y con franqueza, aprovechando la ocasión para solicitar ayuda a los benefactores extranjeros. Sylvia sabía que en la aldea las llamaban «las chozas de la muerte» y deseaba levantar otra para pacientes con afecciones más corrientes, como la malaria, o las parturientas. También había mandado obrar una auténtica casita de ladrillos, a la que se refería como «el consultorio», dentro de la cual había una suerte de camilla hecha por los jóvenes de la aldea, consistente en una serie de tiras de cuero atadas a un armazón y con un buen colchón encima. Allí examinaba a la gente, recetaba, enyesaba brazos y piernas y vendaba heridas. Para todas esas tareas contaba con la ayuda de Listo y Zebedee. El dinero para pagar todo aquello, incluidos los medicamentos, había salido de su propio bolsillo. Sabía que en la aldea algunos decían: «¿Y por qué no va a pagar, si todo lo que tiene nos lo ha robado a nosotros?» Joshua había propagado ese rumor. Rebecca la defendía, haciendo notar a todo el mundo que de no ser por Sylvia no tendrían hospital.
La tarde del día de su regreso, Sylvia contempló su hospital desde el mismo punto del camino, y experimentó esa debilidad del ánimo y la voluntad que a menudo aflige a las personas que acaban de volver de Europa. Lo que divisaba allí abajo, el grupo de miserables cobertizos, chozas y barracas, sólo le resultaba tolerable si no pensaba en Londres, en la casa de Julia, con su solidez, su estabilidad, su permanencia, sus habitaciones llenas de objetos que tenían un propósito preciso, que satisfacían una necesidad entre muchas, de manera que cada día sus habitantes podían disponer de los servicios que, como si de silenciosos criados se tratase, les prestaban los utensilios, herramientas, aparatos, artefactos y las superficies en las que sentarse o poner cosas; un intrincado conjunto de cosas que se multiplicaban permanentemente.
A primera hora de la mañana Joshua se levantaba del lugar donde había dormido, cerca del tronco que ardía en el centro de la choza, cogía la olla donde se espesaban las gachas de la noche anterior, hundía en ellas la cuchara de palo y comía rápidamente, apenas lo indispensable, bebía de una lata situada en la cornisa que rodeaba la choza, se internaba entre los árboles, orinaba, quizá se acuclillaba para cagar, cogía una rama para usarla como bastón y recorría el kilómetro y medio que lo separaba del hospital para sentarse a la sombra de un árbol y permanecer allí el día entero.
Sin duda Sylvia, que según Rebecca era «una religiosa» —«He dicho en la aldea que usted es una religiosa»—, debería haber admirado esas pruebas de la pobreza de bienes y probablemente de espíritu, aunque no se consideraba capacitada para emitir esa clase de juicios. Aquella enorme ciudad, tan vasta y tan rica, tan rica…, y luego este miserable grupo de cobertizos y chozas: África, la hermosa África, que oprimía su espíritu con sus carencias, necesitada de todo, privada de todo, llena de negros y blancos que trabajaban afanosamente para…, ¿para qué? Para poner una tirita en una vieja y supuratoria herida.
De pie allí, Sylvia tuvo la sensación de que estaba perdiendo poco a poco su verdadero yo, su sustancia, el fundamento de la fe. Un atardecer, un ocaso en la estación de las lluvias…, una nube negra, posada en el rojo horizonte, comenzó a despedir rayos gruesos como los haces dorados que resplandecen alrededor de la cabeza de un santo. Se sintió víctima de una broma, como si un astuto ladrón la robara y se riese de ella al mismo tiempo. ¿Qué hacía allí? ¿Servía de algo su presencia? Y, sobre todo, ¿dónde estaba aquella fe inocente que la había sostenido al llegar? ¿En qué creía realmente? En Dios, sí, siempre y cuando nadie le exigiese definiciones. Había sufrido una conversión con síntomas tan característicos como los de un ataque de malaria; una conversión a la Fe, como la llamaba el padre McGuire, y sabía que en el origen de todo estaba el ascético padre Jack, de quien se había enamorado, aunque en su momento hubiese afirmado que era a Dios a quien amaba. Nada quedaba de aquella valiente certeza, y ahora sólo sabía que debía cumplir con su deber allí, en ese hospital, porque era el sitio al que la había enviado el Destino.
Su estado mental también podía describirse en términos clínicos: un centenar de textos religiosos lo definía de ese modo. Los doctores de la Fe le dirían: «No le des importancia, no es nada, todos pasamos por épocas de sequía.» Pero ella no necesitaba a esos expertos en almas, no necesitaba al padre McGuire; era capaz de hacer su propio diagnóstico. ¿Para qué quería entonces un mentor espiritual, si no le contaba nada porque conocía de antemano su respuesta?
Sin embargo, la gran pregunta era la siguiente: ¿por qué al padre McGuire le resultaría tan fácil calificar de «época de sequía» lo que para ella significaba una sentencia de autoexcomunión? Había aportado a su conversión un corazón ansioso y necesitado pero también ira, aunque no lo hubiese admitido hasta hacía poco. Reconocería en Joshua a la Sylvia de otros tiempos, pues en él la furia bullía constantemente y estallaba en forma de acusaciones y exigencias airadas. ¿Quién era ella para criticarlo? La ira había acabado por envenenarla, aunque en su momento pensase que sólo deseaba los reconfortantes brazos de Julia. ¿Y ahora recriminaba a Julia que su amor no hubiese bastado para llenar aquel vacío, obligándola a recurrir al padre Jack? ¿Qué había llenado aquel vacío? El trabajo, siempre el trabajo, y nada más que el trabajo. Y allí estaba, en una seca colina de África, con la sensación de que todo lo que hacía tenía el mismo efecto que verter agua sobre la tierra polvorienta en un día caluroso.
«No hay una sola persona en toda Europa (que no haya visto este lugar en persona) capaz de entender esta necesidad extrema, esta carencia de todo en un pueblo al que sus gobernantes prometieron todo», pensó, y fue entonces cuando notó que un mudo espanto brotaba en su interior. Era como el pavoroso sida, la callada y furtiva enfermedad salida de la nada: decían que procedía de los monos, quizá de los mismos que en ocasiones jugaban en los árboles de los alrededores. El ladrón que acecha en la noche: ésa era su imagen del sida.
Le dolía el corazón… Debía pedirles a Listo y Zebedee que encargaran a los albañiles la construcción de otro edificio de ladrillos. Además, accedería a impartir más clases particulares a los niños de la aldea.
Al enterarse de esta decisión, el padre McGuire le comentó que parecía agotada y que debía cuidarse más.
Aunque habría sido el momento ideal para mencionar su temporada de sequía e incluso bromear al respecto, le recomendó que no olvidara tomar las vitaminas y lo reconvino por no dormir la siesta últimamente. El cura escuchó estas reprimendas con paciencia, tal como ella había escuchado las suyas.
Colin recordó que cuando Sylvia le había suplicado que «hiciera algo por África», él se había mofado para sus adentros. «¡África!» Ni que fuera idiota. Por allí abajo se extendía un continente que la mayoría de la gente se representaba con la imagen de un niño tendiendo el plato de las limosnas. Por otra parte, Sylvia no había nombrado África, sino Zimlia. Era su deber ayudar a Zimlia. ¡Cuántas veces había bromeado él con que la señora Jellaby, el personaje de Dickens, simbolizaba a todas aquellas personas que daban la lata con África en lugar de ocuparse de las necesidades locales! ¿Por qué África? ¿Por qué no Liverpool? Como de costumbre, la izquierda europea se preocupaba por lo que ocurría fuera: se había identificado con la Unión Soviética y, como consecuencia de ello, había acabado suicidándose. Ahora estaban África, India, China y demás, pero sobre todo África. Era su deber hacer algo al respecto. Sylvia había dicho que se contaban mentiras. Vaya novedad. ¿Qué esperaba? Así murmuraba y gruñía Colin, un oso enjaulado en habitaciones que se le antojaban demasiado pequeñas desde el nacimiento del bebé. Estaba borracho pero sólo un poco, porque se había tomado en serio las advertencias de Sylvia. ¿Y por qué creía ella que él estaba capacitado para escribir sobre África o que conocía gente a la que le interesase el tema? No conocía a nadie relacionado con el mundo de los periódicos, las revistas, la televisión; vivía prácticamente aislado, escribiendo sus novelas, aunque… sí, de hecho conocía a la persona idónea.
Durante la larga temporada en que frecuentaba los pubs y conversaba con gente en los bancos del parque, mientras paseaba a su perro, se había hecho con un compinche, un amigo del alma. Los setenta: Fred Cope vivía sus años de juventud como era de rigor en ese entonces, manifestándose, apedreando a la policía, coreando consignas y haciéndose notar, aunque cuando estaba con Colin, que despreciaba todas esas cosas, a veces se avenía a criticarlas. Cada uno de ellos sabía que el otro representaba un aspecto reprimido de sí mismo. A fin de cuentas, cuando su sensatez no se imponía, Colin disfrutaba dando rienda suelta a su temperamento combativo. Fred Cope, por su parte, había descubierto la responsabilidad y la seriedad en los ochenta. Se había casado. Tenía una casa. Diez años antes se había burlado de que Colin residiese en Hampstead: cualquiera que aspirase a estar a tono con los tiempos pronunciaba el nombre de ese barrio con un dejo peyorativo. Los socialistas de Hampstead, la novela de Hampstead, Hampstead en general…, todas estas cosas suscitaban comentarios despectivos, pero en cuanto aquellos críticos podían permitírselo, se compraban una casa en Hampstead. Y Fred Cope no fue una excepción. Ahora ejercía de jefe de redacción de un periódico, The Monitor, y de vez en cuando se reunían para tomar una copa.
¿Ha existido alguna generación que no contemplase atónita —aunque a estas alturas nadie debería sorprenderse, ¿verdad?— la transformación de los vagos, los gamberros y los rebeldes de su juventud en portavoces de la sensatez? Colin telefoneó a Fred Cope consciente de que a los juiciosos a menudo les resulta difícil recordar las locuras del pasado. Se encontraron en un pub, un domingo, y Colin fue directo al grano:
—Una hermana mía…, bueno, una especie de hermana…, está trabajando en Zimlia. Hace poco vino a verme y me contó que aquí se dicen muchas tonterías sobre el presidente Matthew, que en realidad es bastante sinvergüenza.
—Como todos, ¿no? —murmuró Fred Cope, asumiendo su antiguo papel de escéptico ante cualquier clase de autoridad, aunque añadió—: Sin embargo, es uno de los menos malos, ¿no?
—Sylvia se encuentra en una situación comprometida, según me informó —dijo Colin—. Estaba muy alterada cuando vino a verme. Quizá fuese conveniente… pedir una segunda opinión.
El jefe de redacción sonrió.
—La dificultad reside en que no debemos juzgar a esa gente según nuestros criterios. Las dificultades que afrontan son tremendas. Y es una cultura completamente distinta.
—¿Por qué no podemos? Es una actitud paternalista. ¿Y no nos hemos hartado ya de no juzgar a otros según nuestros criterios?
—Síiiii… —repuso Fred—. Ya veo por dónde vas. De acuerdo, investigaré el asunto.
Superado ese momento incómodo para los dos, intentaron recuperar la gloriosa irresponsabilidad de épocas pasadas, cuando Colin casi no se atrevía a expresar sus insólitas opiniones fuera de la seguridad de su hogar, y cuando la vida del joven Fred discurría como una prolongada fiesta de libertinaje y anarquía. Por desgracia no lo consiguieron. Fred, un segundo hijo. Colin, como de costumbre, sólo podía pensar en la novela que estaba escribiendo. Sabía que quizá debía hacer algo más por Sylvia, pero ¿tener una novela a medias no había sido siempre la mejor de las excusas? Además, Sylvia le inspiraba sentimientos de culpa, y no entendía por qué. Había olvidado lo mucho que le había molestado el que se instalara en casa de Julia, cuánto se lo había recriminado a su madre. Ahora recordaba aquella época con orgullo: él, Sophie y cualquiera que hubiese pasado por la casa en aquellos tiempos hablaba con añoranza de lo mucho que se habían divertido. Por otra parte, sabía que siempre había envidiado la serena actitud de su hermano ante Sylvia, pero le irritaba la religiosidad de ésta y lo que él interpretaba como una necesidad neurótica de sacrificarse. Y en la última visita la había obligado a sentarse en sus rodillas…, ¡qué momento tan incómodo para los dos! A pesar de todo la quería, sí, la quería, y se había visto obligado a hacer algo por África, y lo había hecho.
Sin embargo… ahí estaba Rupert, que tras escucharlo, y al igual que Fred Cope, dijo que no había que juzgarlos (¿se refería a África en su totalidad?) según nuestros criterios.
—¿Y qué pasa con la verdad? —preguntó Colin, sabiendo por su larga y dolorosa experiencia que la verdad siempre sería como un pariente pobre.
Estaba tan claro que Rupert no era uno de los herederos espirituales de Johnny, o de lo contrario, la propuesta de defender y promulgar la verdad le habría sonado como un toque de rebato. No obstante, «la verdad» sobre la Unión Soviética aún llegaba con cuentagotas en comparación con los torrentes que manarían al cabo de una década; aunque el gran imperio todavía existía (pese a que nadie que se considerase mínimamente de izquierdas lo habría llamado imperio), lo que había salido y seguía saliendo a la luz constituía un aguijón lo bastante poderoso para recordar que la verdad debía figurar entre las prioridades de todo el mundo. Sin embargo, Rupert, siempre coherente con sus ideas liberales, preguntó:
—¿No crees que a veces la verdad hace más mal que bien?
—No, por supuesto que no —respondió Colin.
Con el ajetreo que supuso la mudanza de su estudio al sótano, que Meriel había dejado libre, Colin olvidó la petición de Sylvia: tenía que terminar su novela; a fin de cuentas, el dinero que había dejado Julia no bastaba para permitir a sus herederos achantarse.
Tras desenterrar artículos sobre Zimlia de los archivos de su periódico y de otras publicaciones, Fred Cope llegó a la conclusión de que era cierto que a ese país siempre se le había concedido el beneficio de la duda. Una de las personas que más había escrito sobre el tema, en el que se la consideraba una experta, era Rose Trimble, y si ella no había censurado al nuevo Gobierno, ¿quién iba a hacerlo? The Monitor encargó un artículo sobre «La primera década de Zimlia» a su corresponsal en Senga. La crónica que llegó era más crítica que cualquier otra, aunque recordaba al lector que no convenía juzgar a África según los criterios europeos. Fred Cope le envió una copia a Colin. «Espero que esto esté más o menos en la línea de lo que sugeriste». Y una posdata: «¿Te gustaría escribir un artículo que analice la incidencia de la célebre frase de Proudhon "toda propiedad es un robo" en la corrupción y el colapso de la sociedad moderna? No me avergüenza admitir que la idea se me ha ocurrido porque acaban de robar en mi casa por tercera vez en tres años».
Cuando el jefe de redacción del periódico en que Rose Trimble publicaba la mayor parte de sus artículos sobre Zimlia y el cámarada presidente Matthew leyeron la crónica de The Monitor, invitaron a Rose a regresar a Zimlia para que comprobase si las críticas eran fundadas.
Rose ya se había hecho un nombre en el mundo del periodismo. Se lo debía sobre todo a sus oportunas alabanzas al Gobierno de Zimlia, pero eso había sido sólo el principio. Las cosas le había salido bien; en el caso de que alguna vez hubiera leído poesía o si hubiera sido capaz de pronunciar la palabra «Dios» sin sarcasmo, podría haber dicho: «Bendito sea Dios que ha señalado mi hora en sus designios». Si en los tiempos en que vivía en casa de Julia se había sentido inferior, ahora eran los demás quienes le parecían por debajo de ella. En los ochenta estaba en su elemento. Tenía las cualidades necesarias para vivir en una época en la que se aplaudía oficialmente a todo el que medraba, se enriquecía y despreciaba al prójimo. Era cruel, codiciosa y mordaz por naturaleza. Sin perder el contacto con el periódico relativamente serio que publicaba sus notas sobre Zimlia, había encontrado un hueco en World Scandals, donde su trabajo consistía en ir a la caza de debilidades o rumores y luego acosar a una víctima u otra día y noche, hasta airear triunfalmente sus trapos sucios. Acampaba a las puertas de las casas, rebuscaba en la basura, sobornaba a parientes y amigos con el fin de revelar o inventar hechos vergonzosos: su talento como carroñera era tan grande como el temor que inspiraba. Buena parte de su fama se debía a sus «retratos», en los que el periodismo alcanzaba nuevas cotas de revanchismo, y su trabajo no le suponía un grave esfuerzo habida cuenta su auténtica incapacidad para ver virtudes en la gente: creía que las verdades debían ser deshonrosas y que la verdadera esencia de una persona se encontraba en sus mezquindades. El afán de burlarse, ofender y ridiculizar surgía de lo más profundo de su ser y concordaba con el de toda una generación. Era como si algo desagradable y cruel hubiese salido a la luz en Inglaterra, algo que, aunque hasta entonces había permanecido oculto, de pronto semejara un mendigo que se arrancaba los andrajos para enseñar sus pústulas. Lo que antes se respetaba era ahora objeto de escarnio; la decencia y la consideración hacia los demás se consideraban una extravagancia. Los lectores veían el mundo a través de un grueso filtro que eliminaba cualquier rasgo agradable o simpático: Rose Trimble y la gente de su calaña, que se negaban a creer que existieran otras motivaciones que las del interés personal, habían marcado la pauta. Rose detestaba especialmente a quienes leían libros o fingían hacerlo —eran unos pretenciosos; ella despreciaba las artes y se ensañaba sobre todo con el teatro—, se jactaba de haber inventado la palabra «luvi», con que muchos habían empezado a designar a los actores faltos de personalidad, y le gustaban las películas violentas y macabras. Frecuentaba ciertos bares o discotecas donde se relacionaba con personas que, al igual que ella, ignoraban que constituían un nuevo fenómeno que las generaciones anteriores habrían despreciado y calificado de prensa sensacionalista, propia de lo más bajo de la sociedad. Sin embargo, la expresión había adquirido un matiz vagamente halagador, como si denotara una valerosa búsqueda de la verdad; pero ¿cómo podían saberlo? Se burlaban de la historia porque no habían aprendido nada de ella. Sólo una vez en su vida Rose había escrito algo con admiración y reverencia: el artículo sobre el camarada presidente Matthew Mungozi; y más recientemente había elogiado también a la camarada Gloria, a quien idolatraba por su dureza. Sólo en una ocasión su pluma no había rezumado veneno. Había leído la nota del corresponsal de The Monitor con furia y una incipiente aprensión.
Un periodista de The Monitor le había contado que Colin Lennox estaba detrás del artículo. ¿Y quién coño se creía Colin para opinar sobre África?
Detestaba a Colín. Los poetas y los novelistas siempre le habían parecido unos farsantes, porque creaban algo de la nada y salían airosos de la experiencia. Rose se hallaba en los comienzos de su carrera cuando Colin había publicado su primera novela, pero había alcanzado a cubrir de mierda la segunda (y de paso a los Lennox), en tanto que la tercera le había provocado un ataque de cólera. Trataba de dos personas aparentemente muy distintas, pero que se profesaban un amor tierno y casi estrafalario; el hecho de que ese amor perdurase se les antojaba una broma del destino. Mientras mantenían relaciones con otras parejas, se veían clandestinamente para compartir esos sentimientos, la certeza de que se entendían mejor de lo que nadie lo haría. La novela había gustado a los críticos, que convenían en que era evocativa y poética. Uno la había calificado de «elíptica», y esa palabra había hecho que Rose volviera a montar en cólera: había tenido que buscarla en el diccionario. Leyó el libro, o al menos lo intentó, porque en realidad era incapaz de leer cualquier texto más complicado que un artículo de periódico. Naturalmente, trataba de Sophie, esa puta estirada. Bueno, más les valía andar con cuidado. Rose mantenía un archivo sobre los Lennox con toda clase de papeles, algunos robados hacía mucho tiempo, en la época en que husmeaba en la casa para ver qué encontraba. Pensaba ponerlos en evidencia algún día. Ahora convertida en una mujer más bien gorda, se sentaba a hojear las carpetas con una perenne sonrisa maliciosa, que, cuando daba con una palabra o una frase verdaderamente hiriente, se transformaba en risa burlona.
En el avión con destino a Senga se sentó al lado de un individuo corpulento que ocupaba demasiado espacio. Pidió que la cambiasen de asiento, pero el avión estaba lleno. El hombre se movía de una manera que ella consideraba agresiva y le dirigía miradas de soslayo indecentemente masculinas. No le dejaba sitio para apoyar el brazo. Arrimó el codo al de él, a fin de reivindicar sus derechos, pero el hombre ni se movió, lo que la obligaba a permanecer concentrada para que el brazo no resbalase. El hombre retiró el suyo cuando pidió un whisky a la azafata, que bebió de un trago para exigir otro a continuación. Rose se maravilló de la actitud autoritaria con que trataba a aquélla, cuyas sonrisas eran falsas, lo sabía. También pidió un whisky, lo apuró de un trago, para no ser menos, y se quedó esperando a que volvieran a llenarle el vaso.
—Malditos vagos —comentó el hombre, a quien Rose, en tanto mujer, identificó como su enemigo—. Hacen lo que les viene en gana.
Rose no sabía de qué se quejaba, así que respondió con un formulismo:
—Son todos iguales.
—Exactamente. No hay ninguno mejor que otro.
Entonces Rose advirtió que una azafata guiaba a dos negros, que procedían del fondo del avión, hacia la sección de la clase preferente… o quizás incluso a primera.
—¡Fíjese! Alardeando, como de costumbre.
A pesar de que su ideología la impulsaba a protestar, Rose se contuvo: sí, se hallaba ante un racista impenitente, pero le aguardaban nueve horas de vuelo a su lado.
—Si dedicasen menos tiempo a fanfarronear y más a dirigir el país, las cosas serían muy distintas —añadió el hombre, cuyo brazo amenazaba con aplastar a Rose.
—Perdone, pero estos asientos son muy pequeños —dijo ella, empujándolo un poco con el hombro. Él tenía los ojos entornados, pero los abrió para mirarla con asombro—. Está ocupando demasiado sitio.
—Usted no es precisamente un peso pluma —replicó él, pero aun así retiró el brazo.
Cuando les sirvieron la cena, el hombre la rechazó.
—Estoy acostumbrado a la excelente comida de mi granja —argumentó.
Rose aceptó la pequeña bandeja y empezó a comer. Estaba sentada al lado de un agricultor blanco. No era de extrañar que le repugnase. Una vez más se preguntó si debía insistir en que la cambiaran de sitio. No; aprovecharía la oportunidad e intentaría sonsacarle datos para su artículo. El hombre había clavado la vista en ella sin disimulo. Rose, consciente de que estaba comiendo demasiado, optó por dejar el exótico postre.
—Si no lo quiere, me lo comeré yo —dijo él, estirando el brazo para coger el pequeño vaso lleno de crema, que engulló en un instante—. Poca cosa. Y un tanto insípido. Estoy acostumbrado a comer bien. Mi mujer es una maravilla. Y mi mozo de cocina, otra.
«Mozo» de cocina.
—De manera que está bien servido —observó Rose, usando la jerga política del momento.
—¿Perdón? —El hombre intuía que el comentario entrañaba una crítica, pero no sabía el motivo de ésta. Rose decidió que no se molestaría en explicarse—. ¿Y qué hace usted cuando no está en casa? A propósito, ¿dónde vive? ¿Va a casa o viene de allí?
—Soy periodista.
—Ay, Dios, lo que me faltaba. Supongo que va a escribir otro artículo sobre las maravillas del Gobierno negro, ¿no?
—De acuerdo, entonces hable usted —dijo Rose, ya en plan profesional.
El hombre la complació. Habló mientras retiraban las bandejas de la comida, mientras servían bebidas y mientras vendían los artículos libres de impuestos, y continuó hablando cuando apagaron las luces. Se llamaba Barry Angleton. Había trabajado toda su vida en una granja de Zimlia, igual que su padre antes que él. Tenían tanto derecho como…, y así sucesivamente. Rose no prestaba atención a los detalles, porque a esas alturas se había percatado de que el tipo le gustaba, aunque también le disgustaba, desde luego, y de que su voz quejumbrosa hacía que se sintiese como si se derritiera en melaza caliente.
Sus relaciones con los hombres habían estado condenadas al fracaso por culpa de los tiempos. Naturalmente, era una feminista estricta. Se había casado a finales de los setenta con un camarada que había conocido en una manifestación ante la embajada de Estados Unidos. Él se mostraba de acuerdo con todo lo que ella afirmaba sobre el feminismo, los hombres y la carga que soportaban las mujeres: coincidía con sus opiniones, sonreía y soltaba clichés tan progresistas como los suyos, pero Rose sabía que se trataba de una conformidad superficial, que no entendía verdaderamente a las mujeres ni su herencia fatídica. Lo criticaba por todo, y él lo aceptaba, aduciendo que era imposible superar en un día los defectos que los hombres arrastraban desde hacía miles de años. «Me temo que tienes razón, Rosie», decía con ecuanimidad y cierto aire de sensato equilibrio cuando ella terminaba una de sus diatribas contra todo, desde la venta de esposas hasta la ablación del clítoris. Y sonreía. Siempre sonreía. Pese a que ella lo odiaba, al mismo tiempo se decía que era buen material. Se sentía confusa, porque como despreciaba prácticamente a todo el mundo, el desdén hacia su marido no constituía suficiente acicate para la introspección, aunque de vez en cuando se preguntaba si su costumbre de soltarle exabruptos mientras estaban en la cama guardaría alguna relación con el hecho de que se hubiera vuelto impotente. Sea como fuere, cuanto más coincidía con ella, cuanto más sonreía, asentía y le quitaba las palabras de la boca, más lo despreciaba Rose. Y cuando le pidió el divorcio, él dijo: «Me parece justo. Eres demasiado buena para mí, Rosie. Siempre lo he afirmado».
En cambio este hombre, Barry…, bueno, con él sería muy diferente.
A la salida del aeropuerto lo vio darle dinero a un mozo de equipaje con una actitud tan autoritaria y arrogante que le hizo hervir la sangre. A continuación, él se le acercó al percatarse de que estaba buscando con la vista el coche que había pedido.
—La dejaré en la ciudad —se ofreció. Depositó su maleta junto a la de Rose y echó a andar hacia el aparcamiento.
Al cabo de un instante un magnífico Buick se detuvo ante ella, con la portezuela delantera abierta. Rose subió. Un negro había aparecido de la nada y metido las maletas en el coche. Barry dio otra propina.
—Había pedido un taxi.
—Mala suerte. Ya encontrará otro cliente.
En el avión, había concluido su perorata con la frase «¿Por qué no viene a la granja y lo ve con sus propios ojos?», y ahora Rose se arrepentía de haber declinado la invitación.
—Venga usted a desayunar a la granja —insistió él, mientras conducía.
Rose conocía los alrededores de Senga, una ciudad demasiado monótona y pretenciosa para su gusto. De hecho, lo que pensaba de Zimlia era justo lo contrario de lo que escribía. Sólo el camarada presidente Matthew lo había justificado, y de pronto… Titubeó.
—¿Por qué no? —respondió al fin.
No entraron en la ciudad, sino que la rodearon, y, en pocos minutos llegaron al monte. No todo el mundo ama África y no todo el mundo, tras dejarla, sueña con volver a una promesa eternamente risueña y atractiva. Rose sabía que esa clase de gente existía: ¿por qué no se contaba entre ellos, cuando los amantes del continente proclamaban su amor como si de la prueba de una virtud espiritual se tratara? Para empezar, era demasiado grande. Había una desproporción entre el pueblo —que se hacía llamar ciudad— y las zonas rurales o la selva. Demasiado monte, colinas abigarradas y la constante amenaza de una desagradable alteración del orden. Rose no había salido del centro de la ciudad salvo para dar algún que otro paseo por un parque. Le gustaban el asfalto, los bares, los ayuntamientos donde se pronunciaban discursos y los restaurantes. De pronto se dijo que sería una buena experiencia conocer una granja de blancos y a un agricultor blanco, aunque por supuesto no escribiría sobre las quejas de aquel hombre, pues casi todas se referían a los negros y no sentarían bien. Sin embargo, podía aseverar con franqueza que estaba ampliando sus horizontes.
Cuando se detuvieron junto a una gran casa de ladrillos cercada por unos árboles del caucho que a Rose se le antojaron muy feos, Barry le indicó que rodease el edificio y subiese al porche mientras él iba a la cocina a pedir el desayuno. Eran las siete y media de la mañana, y en circunstancias normales ella habría estado en la cama, con una hora de sueño por delante. El sol ya se había elevado sobre el horizonte, hacía calor, los colores eran demasiado intensos —rojos, violetas y verdes subidos— y un polvo rosado lo cubría todo. Sus zapatos prácticamente desaparecieron en él.
—Mi mujer está pasando una semana fuera —comentó Barry cuando ella echó a andar—. Tengo que organizar la maldita cocina yo solo. —No sonaba exactamente como una invitación para acostarse con él.
Cuando terminó de subir la escalera y llegó al porche, que abierto por tres lados se le antojó una habitación a medio construir, él asomó la cabeza.
—Hay problemas en el granero —le informó—. Pase, que el chico le servirá el desayuno. Volveré dentro de un momento.
No desayunaría. Ya no le apetecía. De todos modos entró en una amplia sala cuya decoración le parecía demasiado severa —¿unos bonitos cojines, tal vez?— y luego pasó a una estancia en la que había una enorme mesa y donde un anciano negro la recibió con una sonrisa.
—Siéntese, por favor —la invitó el criado.
Rose tomó asiento y vio a su alrededor platos con huevos, beicon, tomates y salchichas.
—¿Hay café? —preguntó. Era la primera vez en su vida que hablaba con un criado…, o al menos con un criado negro.
—Ah, sí, café. Tengo café para la señorita —respondió el anciano con cortesía, y Rose se llevó una agradable sorpresa al ver que de la cafetera de plata salía un líquido oscuro y cargado.
Se sirvió un huevo y una loncha de beicon en el instante mismo en que entraba el amo, que dejó caer un objeto de metal sobre una silla, retiró la suya con un chirrido y se sentó.
—¿Eso es todo lo que va a comer? —preguntó Barry, mirando con desdén el plato de Rose y llenándose el suyo—. Vamos, haga un esfuerzo.
Rose se sirvió otro huevo y preguntó en un tono menos indiferente de lo que se había propuesto:
—¿Dónde ha dicho que está su mujer?
—De paseo. Las mujeres pasean, ¿no lo sabía?
Rose esbozó una sonrisa cortés: hacía horas que había caído en la cuenta de que la revolución feminista no había llegado a todos los rincones del mundo.
Barry se atiborró de huevos y beicon, tomó una taza de café tras otra y finalmente anunció que debía recorrer la granja e inspeccionar lo que habían estado haciendo aquellos cafres durante su ausencia. La invitó a acompañarlo para que lo viese todo por sí misma. Rose respondió que no y luego, al reparar en la expresión ceñuda de Barry, que sí.
—Siempre haciéndose desear —observó él, aunque al parecer sin segunda intención.
Le habría gustado que le dijera: «Entra en esa habitación, encontrarás una cama, métete en ella y espérame». En cambio, pasó varias horas dando tumbos en una camioneta, yendo de un lado a otro de la propiedad, donde un grupo de negros, un mecánico o un individuo vestido con un mono de trabajo aguardaba sus órdenes, discutía, discrepaba y cedía diciendo: «Bueno, a lo mejor tienes razón. Lo haremos a tu manera», o «¡Por Dios, mira lo que has hecho! Te lo advertí, ¿no? ¿No te lo advertí? Ahora hazlo otra vez, y más vale que te salga bien». Rose no tenía la menor idea de qué era lo que veía ni qué hacía cada uno, y aunque aparecieron unas vacas apestosas, lo cual era previsible tratándose de una granja, no entendía nada y le dolía la cabeza. Cuando regresaron a la casa, bastó una palmada de Barry para que les sirvieran el té. Estaba sudoroso, con la cara roja y húmeda y tenía una mancha de grasa en una manga; irresistible. Sin embargo, dijo que debía ocuparse del papeleo, porque el Gobierno lo estaba matando con tanto trámite, y ¿podría entretenerse sola hasta la hora de comer? Rose se sentó en la parte del porche que estaba protegida del resplandor, en un asiento tapizado con una cretona reconfortantemente familiar, y hojeó unas revistas sudafricanas: el mundo de la mujer de Barry, presumiblemente; y también el suyo.
Transcurrió una hora. Sirvieron el almuerzo: toneladas de carne. Aunque Rose sabía que comer carne era políticamente incorrecto, le encantaba, así que no se reprimió.
Le entró sueño. Barry le lanzaba miradas que ella tomó por insinuaciones, pero por lo visto se equivocó, porque dijo:
—Voy a echar una cabezada. Su habitación está allí.
Se marchó en la dirección contraria al cuarto donde ella encontró su maleta sobre el suelo de piedra, junto a una cama en la que se tendió y durmió hasta que oyó unas palmadas y el grito de «té». Se levantó tambaleándose, salió al porche y allí topó con Barry, que estaba delante de la bandeja del té, con las largas y bronceadas piernas estiradas.
—Podría dormir durante una semana —comentó.
—Oh, vamos, anoche no durmió mal. Estuvo roncando sobre mi hombro durante horas.
—No, no es verdad…
—Pues claro que lo es. Vamos, sirva el té. Haga de mamá.
La tarde africana se desplegaba en torno a ellos, inundada de luz amarilla y el canto de los pájaros. Había polvo en las manos de Rose y en el suelo del porche.
—Maldita sequía —masculló Barry—. Hace tres años que no llueve como es debido en esta granja. El ganado no aguantará mucho más.
—¿Por qué ha dicho «en esta granja»?
—Las montañas impiden el paso de las nubes. Cuando la compré no lo sabía.
—Ah.
—Bueno, espero que empiece a formarse una idea. Si ahora vuelve a casa y escribe que aquí todos somos como Simón Leggree, al menos se habrá tomado la molestia de comprobarlo personalmente.
Rose no sabía quién era Simón Legree, pero dedujo que debía de tratarse de un racista blanco.
—Hago cuanto puedo.
—Nadie está obligado a más. —Barry se levantó de un salto, al parecer inquieto—. Tengo que ir a echar un vistazo a los terneros. ¿Quiere venir?
Aunque ella sabía que debía aceptar la invitación, contestó que prefería quedarse.
—Es una pena que mi media naranja no esté —apuntó él—. Así tendría con quién cotillear.
Barry se marchó y regresó al caer la noche. Cenaron. Mientras escuchaban las noticias de la radio, maldijo al locutor negro por pronunciar mal una palabra.
—Lo siento —dijo—, pero necesito acostarme. Estoy agotado.
Y así transcurrió la estancia de Rose en la granja, que se prolongó cinco días. Por las noches pasaba las horas en vela, deseando que los ruidos que oía fuesen los sigilosos pasos de Barry que acudía a su encuentro, pero nada de eso sucedió. Recorrió la propiedad con él y se esforzó por aprender lo máximo posible. Durante sus conversaciones, siempre demasiado breves e interrumpidas por una u otra emergencia —un tractor averiado, un incendio en el monte, una vaca corneada— que suscitaba reacciones (¿exageradamente?) dramaticas, Rose descubrió que su viejo amigo Franklin era «uno de los peores de esa banda de ladrones», y que el camarada Matthew era un corrupto de tomo y lomo y estaba tan cualificado para gobernar un país como él, Barry Angleton, para dirigir el Banco de Inglaterra. Ella mencionó el nombre de Sylvia Lennox, pero Barry sólo sabía de ella que trabajaba en una misión de Kwadere. Añadió que cuando él era pequeño nadie hablaba bien de los misioneros, porque se decía que educaban a los negros por encima de sus posibilidades, aunque algunos empezaban a opinar, y él estaba de acuerdo con ellos, que era una pena que no hubiesen terminado su labor pedagógica, porque lo que el país necesitaba eran unos cuantos negros educados. En fin, vivir para aprender.
La mujer de Barry no se presentó durante el tiempo que Rose pasó allí, aunque habló con ella por teléfono y le dio un mensaje para él.
—Es una suerte que usted esté ahí —dijo la displicente esposa—, así tendrá algo en que pensar aparte de la granja y él mismo. Bueno, los hombres son todos iguales.
Este comentario, expresado en los mismos términos que la tradicional queja feminista pero muy lejos del refinamiento del grupo de mujeres que frecuentaba Rose, le permitió responder que sí, que los hombres eran iguales en todo el mundo.
—Bueno, dígale a mi marido que esta tarde pasaré por la casa de Betty y me llevaré uno de sus cachorros. —Y agregó—: Espero que sea justa y escriba algo agradable de nosotros, para variar.
Barry acogió la noticia con un: «Vaya, que no piense que ese perro va a dormir con nosotros, como el anterior».
La siguiente parada en el itinerario de Rose, que habría sido la primera de no haber intervenido el destino y Barry Angleton, fue la casa de un viejo amigo del camarada Johnny, Bill Case, un sudafricano comunista que había estado en la cárcel y se había refugiado en Zimlia para continuar con sus estudios de Derecho y defender a los necesitados, los pobres y los explotados, que bajo el Gobierno negro estaban resultando ser más o menos los mismos que bajo el Gobierno blanco. Bill Case era famoso, un héroe. Rose estaba deseando que le contase por fin «la verdad» sobre Zimlia.
Aunque gustosamente se habría abierto de piernas para Barry, lo único que había logrado sacarle en ese sentido, cuando la había dejado en la ciudad, había sido el comentario de que si no hubiese estado casado la habría invitado a comer fuera. No obstante, supo que se trataba de una galantería tan vacua como su: «Hasta otra; ya nos veremos».
Bill Case… Lo primero que hay que decir de quienes militaron en el comunismo durante el apartheid es que pocas personas han sido tan valientes o han luchado con mayor entusiasmo contra la opresión… Claro que, en la misma época, los disidentes de la Unión Soviética se enfrentaban a la tiranía comunista con igual vehemencia. Rose había afrontado los problemas de la Unión Soviética negándose a pensar en ellos: ¿acaso eran responsabilidad suya? No llevaba una hora en casa de Bill cuando descubrió que éste había adoptado la misma actitud. Durante años había afirmado que en la Unión Soviética había nacido una nueva civilización que había abolido para siempre las desigualdades, incluida la más relevante a efectos de sus actuales circunstancias: el racismo. Y ahora hasta en las provincias, a las que pertenecía Senga, por más que fuese la capital, se reconocía que la Unión Soviética no era lo que les habían hecho creer. Entre quienes lo admitían no estaba el Gobierno negro, naturalmente, que seguía pregonando las glorias del comunismo. Sin embargo, Bill no hablaba de ese gran sueño frustrado, sino de otro local: Rose estaba oyendo de sus labios lo mismo que había oído de los de Barry Angleton durante cinco días. Al principio creyó que Bill se estaba divirtiendo y tomándole el pelo, parodiando lo que sabía que había escuchado, pero no, sus quejas eran tan sinceras, detalladas y furiosas como las del agricultor. A los agricultors blancos se los maltrataba, eran el chivo expiatorio de todos los fracasos del Gobierno, y aunque constituían la principal fuente de divisas extranjeras, estaban obligados a pagar impuestos exagerados; ¡qué pena que el país se hubiera convertido en un vasallo, en el lameculos del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y Dinero Mundial!
Durante esos días Rose asimiló al fin una verdad dolorosa: se había equivocado al apostar por el camarada Matthew. Tendría que retroceder, retractarse, hacer algo para limpiar su reputación. Era demasiado pronto para publicar un artículo que describiese al cámarada presidente como se merecía: a fin de cuentas ella había publicado su último panegírico hacía tres meses. No; daría un rodeo, desviaría la atención del público, buscaría otro objetivo.
De la casa de Bill Case se trasladó a la de un amigo de éste, Frank Diddy, el afable redactor jefe de The Zimlia Post. Estaba encantada con la hospitalidad de Zimlia: en Londres ya era invierno y ella estaba viviendo sin gastar un penique. Sabía que The Post tenía mala fama entre todas las personas con un mínimo de inteligencia…, en fin, entre la mayoría de los habitantes del país. Sus editoriales decían cosas como: «Nuestra gran nación ha superado con éxito otro pequeño obstáculo. La semana pasada se produjeron algunas interrupciones en el suministro eléctrico debido a las ingentes demandas de nuestra floreciente industria y también, según se rumorea, a la intervención de espías sudafricanos. No debemos bajar la guardia ante el enemigo. No debemos olvidar que Zimlia es objeto de los ataques de quienes desean desestabilizar nuestro exitoso régimen comunista. Viva Zimlia».
Rose descubrió que para Frank Diddy esos textos cumplían la misma función que un hueso destinado a aplacar a los perros guardianes del Gobierno, quienes sospechaban que él y sus colegas «escribían mentiras» sobre el progreso del país. Los periodistas del Post no habían tenido las cosas fáciles desde la liberación. Los habían arrestado, detenido sin cargos, soltado, detenido de nuevo e intimidado, y los gorilas de la policía secreta, conocidos en el periódico como «los Muchachos», amenazaban con meterlos en la cárcel a la mínima señal de disidencia. En cuanto a la verdad sobre Zimlia, Frank Diddy opinaba exactamente lo mismo que Barry Angleton y Bill Case.
Rose intentaba conseguir una entrevista con Franklin. No se dejaría amilanar, aunque pensaba formularle preguntas como: «Se rumorea que tienes cuatro hoteles, cinco granjas y un bosque de árboles de madera noble, ¿es verdad?» Pensaba que la verdad debía salir a la luz, como un gusano que asoma serpeando por la grieta de la mentira. Hablaría con él de igual a igual; al fin y al cabo era su amigo, ¿no?
Pese a que siempre alardeaba de esa amistad, hacía años que no lo veía. En los triunfales albores de la liberación, cada vez que Rose viajaba a Zimlia lo llamaba por teléfono y concertaba una cita, aunque nunca se encontraban a solas, porque él acudía con amigos, colegas, secretarias e incluso en una ocasión con su esposa, una mujer tímida que se había limitado a sonreír y no había abierto la boca en toda la velada. Franklin presentaba a Rose como «mi mejor amiga cuando estuve en Londres». Más adelante, cuando le telefoneaba desde Londres o poco después de llegar a Senga, empezaron a decirle que estaba reunido. Que pretendiesen encajarle ese cuento a ella, Rose, le pareció un insulto. ¿Quién diablos se creía que era? Debería dar las gracias a los Lennox por todo lo que habían hecho por él. Por lo que «hicimos» por él.
Esta vez, cuando llamó al despacho del camarada ministro Franklin, quedó estupefacta al oír su voz de inmediato, saludándola con cordialidad. «Vaya, Rose Trimble, cuánto tiempo; eres precisamente la persona con quien quería hablar».
De manera que Franklin y Rose se reencontraron, en esta ocasión en un rincón del vestíbulo del nuevo hotel Butler, un lugar ostentoso y especialmente diseñado para que los dignatarios que visitaban el país no hicieran comparaciones insidiosas entre esa capital y cualquier otra. Franklin, que estaba gordísimo, ocupaba todo el sillón, y la carne de su ancha cara se desbordaba en papadas y mofletes negros y lustrosos. Tenía los ojos pequeños, aunque Rose los recordaba grandes, encantadores y de expresión suplicante.
—Necesitamos tu ayuda, Rose. Ayer mismo el camarada presidente dijo que te necesitábamos.
El olfato periodístico le indicó a Rose que ese último comentario equivalía a su: «El camarada Franklin es un buen amigo mío». Todo el mundo mentaba al presidente, ya fuese para elogiarlo o para maldecirlo. Las palabras «camarada Matthew» debían de estar tintineando y susurrando en el éter, como la sintonía de un programa de radio popular.
—Sí, Rose, me alegro de que estés aquí —comentó sonriendo y lanzándole breves miradas recelosas.
«Son todos unos paranoicos», había oído decir Rose a Barry, a Frank, a Bill y a todos los invitados que entraban y salían de las casas de Senga con el despreocupado talante colonial —¡eh, alto!— poscolonial.
—Me he enterado de que tenéis problemas, ¿no, Franklin?
—¡Problemas! Nuestro dólar ha vuelto a bajar esta semana. Vale la trigésima parte que en el momento de la liberación. ¿Y sabes de quién es la culpa? —Se inclinó hacia delante, agitando su gordo dedo—. De la comunidad internacional.
Ella había esperado que culpase a los agentes sudafricanos.
—Pero el país va bien. Lo he leído esta misma mañana en The Post.
Franklin se irguió enérgicamente en su asiento, como para plantarle cara, apoyando el peso de su voluminoso cuerpo sobre los codos.
—Sí, nuestro proyecto ha sido un éxito; pero nuestros enemigos no lo reconocen, y ahí es donde intervienes tú.
—Sólo hace tres meses que escribí un artículo sobre el Líder.
—Y muy bueno por cierto, muy bueno. —Saltaba a la vista que no lo había leído—. Sin embargo, se están publicando otros artículos que mancillan el buen nombre de este país y lanzan graves acusaciones contra el compañero presidente.
—Todo el mundo dice que sois muy ricos, Franklin; que estáis comprando haciendas, hoteles…, de todo.
—¿Quién dice eso? Es una calumnia. —Sacudió la mano como si pretendiera espantar las mentiras y se arrellanó de nuevo en el sillón. Rose permaneció callada. Él levantó la cabeza para mirarla y la dejó caer otra vez—. Soy un hombre pobre —gimió—. Un hombre muy pobre. Tengo muchos hijos, y todos mis parientes… Sé que tú lo entiendes, que sabes que, en nuestra cultura, cuando un hombre prospera todos sus familiares recurren a él. Debemos mantenerlos y educar a sus hijos.
—Una gran cultura —observó Rose, sinceramente conmovida por esa costumbre. ¿Qué había hecho su familia por ella en la época en que había estado sola y desvalida? Y después, el hijo rico de una familia capitalista explotadora se había aprovechado de su buena fe…
—Sí, estamos orgullosos de ella. Nuestros ancianos no mueren solos en frías residencias y no tenemos huérfanos.
Rose sabía que eso no era cierto. Había oído hablar de las consecuencias del sida: huérfanos indigentes, ancianas obligadas a criar a sus nietos…
—Quiero que escribas sobre nosotros —prosiguió él—. Que cuentes la verdad.
Sólo te pido que describas lo que ves en Zimlia, para que las mentiras no lleguen más lejos. —Echó un vistazo al elegante vestíbulo del hotel y a los risueños camareros de librea—. Tú eres testigo, Rose. Mira a tu alrededor.
—He visto una lista en uno de nuestros periódicos. En ella aparecían detalladas las posesiones de los ministros y otros altos cargos públicos.
Algunos tienen hasta doce granjas.
—¿Y por qué no podemos tener granjas? —dijo él—. ¿Es justo que me impidan tener una granja sólo porque soy ministro? ¿De qué viviré cuando me retire? Te aseguro que me gustaría ser un vulgar agricultor y vivir con mi familia en mis propias tierras. —Frunció el entrecejo—. Y ahora hay sequía. En la granja del valle de Buvu he perdido a todos mis animales. No queda más que polvo. Mi nuevo pozo se ha secado. —Las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas—. Es terrible ver morir a tus mombies. Los agricultores blancos no están sufriendo porque todos cuentan con represas y pozos.
Rose empezaba a pensar que aquél sería un buen tema. Quizás escribiese sobre la sequía, que afectaba a todo el mundo por igual, y de esa manera no tendría que tomar partido. Si bien no sabía nada del asunto, pediría información a Frank y a Bill y redactaría algo que no ofendiese a los gobernantes de Zimlia; no quería perder tan rentable relación. No; se convertiría en una combatiente ecologista… Estos pensamientos le rondaban la cabeza mientras Franklin peroraba sobre el lugar de Zimlia en la vanguardia del progreso y las conquistas socialistas, para finalizar con los agentes sudafricanos y la necesidad de permanecer en guardia.
—¿Los espías sudafricanos?
—Sí, son espías. Ésa es la palabra correcta. Están por todas partes. Son los principales responsables de las calumnias. Nuestras fuerzas de seguridad han reunido pruebas. Pretenden desestabilizar el Gobierno para luego invadir Zimlia y anexionarla a su abyecto imperio. ¿Sabes que están atacando Mozambique? Intentan expandirse. —La escrutó para comprobar qué efecto causaban sus palabras—. Bueno, entonces escribirás algunos artículos explicando la verdad y los publicarás en los periódicos ingleses, ¿no? —Comenzó a forcejear para levantarse del sillón, emitiendo leves jadeos—. Mi mujer opina que debería ponerme a dieta, pero cuesta resistirse a la tentación cuando tienes una buena comida delante, y por desgracia los ministros debemos asistir a tantas recepciones…
Llegó el momento de la despedida. Rose vaciló. Un arrebato de añoranza por el Franklin adolescente, para quien a fin de cuentas había robado ropa —no, mejor aún, le había enseñado a robar por sí mismo—, la impulsaba a abrazarlo. Y que él le devolviese el abrazo significaría mucho para ella. No obstante, Franklin se limitó a tenderle la mano, y Rose se la estrechó.
—No, así no, Rose. Debes hacerlo al estilo africano, así, así… —De hecho era un apretón de manos inspirador: sugería que resultaba difícil separarse de un buen amigo—. Espero oír buenas noticias tuyas. Envíame tus artículos. Los estaré esperando. —Se dirigió a la puerta del vestíbulo, donde lo aguardaban dos hombres corpulentos, sus guardaespaldas.
Segura de que había impresionado a Frank Diddy al contarle que había conseguido una entrevista con el ministro Franklin, procedió a descubrirle el encuentro como si de una proeza se tratara; más aún, como si supusiera una ventaja sobre él, pero Frank se limitó a decir: «Ya eres de los nuestros. ¿Te gustaría redactar un editorial para mi humilde periódico?»
Rose decidió que no quería abordar la cuestión de la sequía; al fin y al cabo, cualquiera podría escribir sobre eso. Necesitaba algo… En The Post, que estaba leyendo con desprecio profesional mientras desayunaba, reparó en la siguiente noticia: «La policía investiga un robo en el nuevo hospital de Kwadere. Ha desaparecido material por valor de miles de dólares. Se sospecha que los ladrones son gente de la zona».
A Rose se le aceleró el pulso. Le enseñó la nota a Frank Diddy, que encogiéndose de hombros, comentó:
—Esas cosas suceden constantemente.
—¿Dónde puedo informarme mejor?
—No te molestes, no vale la pena.
Kwadere. Barry había dicho que Sylvia estaba allí. Sí, eso era otra cosa. La prensa solía hacerse eco de los viajes de Andrew a Londres: Andrew era noticia, o lo era al menos Dinero Mundial. La última vez, unos meses atrás, lo había llamado.
—Hola, Andrew, soy Rose Trimble.
—Hola, Rose.
—Estoy trabajando en World Scandals.
—Dudo que mis asuntos le interesen a World Scandals.
Sin embargo, en una ocasión anterior, unos años antes, había aceptado reunirse con ella para tomar un café. ¿Por qué? «Porque se siente culpable, ¡por eso!», había pensado Rose de entrada. Aunque había olvidado que en otro tiempo lo había acusado de dejarla embarazada —los mentirosos tienen mala memoria—, estaba convencida de que le debía algo. Y aquella reunión le recordó que en ese entonces lo encontraba tan atractivo que había sido incapaz de dejarlo escapar. No había perdido su carisma, esa elegancia desenfadada, ese encanto. Consideraba que esas cualidades le habían roto el corazón. Si bien estaba dispuesta a elevar a Andrew a la categoría de «el hombre al que más he amado en mi vida», poco a poco cayó en la cuenta de que él estaba haciéndole una advertencia. Toda esa chachara jovial era su forma de decirle que dejase en paz a los Lennox. ¿Quién se creía que era? Como periodista, tenía el deber de contar la verdad. ¡La típica arrogancia de las clases altas! ¡Pretendía coartar la libertad de expresión! El café duró un buen rato, mientras él se andaba por las ramas para insinuar esto o aquello, pero le sonsacó algunas noticias de la familia, como la de que Sylvia era médico y estaba trabajando en Kwadere. Sí, había archivado ese dato en el fondo de su mente. Ahora sabía con certeza que Sylvia, a quien todavía odiaba, en efecto era médico en Kwadere, donde alguien había robado material de un hospital. Había encontrado el tema de su artículo.
Pocos días después de colocar con Rebecca los libros nuevos en las estanterías de su habitación, Sylvia salió de la casa en dirección al hospital y vio a un grupo de aldeanos que la esperaban. Un joven se acercó, sonriendo.
—Por favor, doctora Sylvia, déme un libro. Rebecca nos ha dicho que ha traído libros.
—Ahora debo ir al hospital. Volved esta noche.
Se marcharon con renuencia, mirando por encima del hombro en dirección a la casa del padre McGuire, donde los libros nuevos los estaban llamando.
Sylvia trabajó todo el día con Listo y Zebedee, que habían permanecido en sus puestos durante su ausencia. Eran tan rápidos y hábiles que se le rompía el corazón cuando pensaba en su potencial y en el destino que les aguardaba. No podía por menos de preguntarse si en Londres, en Inglaterra o en toda Europa habría niños tan ávidos de conocimientos como aquéllos. Habían aprendido a leer en inglés fijándose en las inscripciones de los paquetes de alimentos. Cuando terminaban de trabajar, los dos se sentaban a la luz de una vela a emprender la lectura de libros cada vez más difíciles.
Su padre se pasaba las horas dormitando bajo el árbol, como antes, con una manaza esquelética colgando sobre una rodilla nudosa. Había contraído neumonía varias veces. Estaba muriendo de sida.
Al atardecer había casi un centenar de personas esperando ante la casa del padre McGuire. Éste también se encontraba allí cuando Sylvia regresó del hospital.
—Ya es hora de que hagas algo, hija mía.
Sylvia se volvió hacia la multitud y anunció que esa noche iba a decepcionarlos, pero que se encargaría de trasladar los libros a la aldea.
—¿Y quién los vigilará? —preguntó alguien—. Los robarán.
—No, nadie los robará. Me ocuparé de todo mañana.
Sylvia y el padre McGuire observaron a la desilusionada muchedumbre dispersarse en el oscuro monte, entre las piedras y los matorrales, por caminos invisibles para ellos.
—A veces pienso que ven con los pies —comentó el sacerdote—. Ahora entrarás, te sentarás, cenarás y pasarás la velada conmigo, escuchando la radio. Tenemos las pilas que trajiste.
Rebecca no estaba allí por las noches. Preparaba la cena, la dejaba en la nevera y a las dos de la tarde volvía a su casa. No obstante, en esta ocasión se presentó mientras cenaban.
—He venido porque debo decir algo.
—Siéntate —la invitó el padre McGuire.
Cierto protocolo, que al parecer nunca se había fijado formalmente, establecía que Rebecca no se sentaría a la mesa cuando desempeñara su papel de criada, y ella misma había vetado las sugerencias del padre McGuire para que lo pasase por alto: no estaría bien. Pero cuando iba de visita, como en ese momento, se sentaba y, si le ofrecían una galleta, la cogía y la dejaba delante de ella; sabían que se la llevaría a sus hijos. Sylvia le acercó el plato y Rebecca contó cinco galletas. En repuesta a sus expresiones inquisitivas —sólo le quedaban tres hijos vivos—, les informó que también estaba alimentando a Zebedee y a Listo.
—Debemos hacer algo con los libros —dijo Rebecca—. He estado hablando con todo el mundo. Hay una choza desocupada…, la de Daniel, ya saben quién era.
—Lo enterramos el domingo pasado —puntualizó el padre McGuire.
—Sí. y sus hijos murieron antes que él. Ahora nadie quiere su casa. Creen que trae mala suerte. —Estaba empleando las palabras de ellos.
—Daniel murió de sida, no por esa tontería de la mala muti. —El padre McGuire usó el término con que Rebecca se refería a las pociones del n’ganga.
En el transcurso de su larga relación, Rebecca y el padre McGuire habían mantenido muchas discusiones sobre el particular, que éste ganaba invariablemente porque él era sacerdote y ella cristiana, pero ahora Rebecca sonrió y repuso:
—Vale.
—¿Quieres decir que la choza no traerá mala suerte a los libros? —preguntó Sylvia.
—No —contestó Rebecca—, estarán bien allí. Así que sacaremos los estantes de su habitación y los montaremos en la choza de Daniel. Mi Tenderai vigilará los libros.
El niño estaba muy enfermo y le quedaban pocos meses de vida: todo el mundo sabía que una maldición pesaba sobre él. Rebecca leyó los pensamientos de Sylvia y murmuró:
—Está lo bastante bien para cuidar los libros. Además, se entretendrá con ellos y se sentirá menos triste.
—No hay suficientes para todos.
—Sí que los hay. Tenderai les dará uno a la semana. Los forrará con papel de periódico. Y todo el mundo tendrá que pagar… —Al advertir que Sylvia iba a protestar, precisó—: Muy poco, quizá diez centavos. Sí, no es mucho, pero bastará para que comprendan que los libros son caros y debemos cuidarlos.
Se levantó. No tenía buen aspecto. Sus hijos enfermos la despertaban por las noches, y Sylvia solía reñirla porque trabajaba en exceso.
—Trabajas demasiado, Rebecca —señaló una vez más.
—Soy fuerte. Igual que usted, Sylvia. Trabajo bien porque no estoy gorda. Un perro gordo duerme al sol mientras las moscas revolotean a su alrededor, pero un perro flaco permanece alerta y se come a las moscas.
El padre McGuire rió.
—Citaré tus palabras en mi sermón del domingo.
—Como guste, padre. —Rebecca hizo la pequeña reverencia que le habían enseñado en la escuela para demostrar respeto a las personas mayores. Unió sus delgadas manos y sonrió. Luego se dirigió a Sylvia—: Reuniré a unos cuantos chicos para que nos ayuden a trasladar los estantes y los libros a la choza. Deje los suyos sobre la cama, para que no se los lleven.
Se marchó.
—Qué pena que Rebecca no pueda gobernar este país, en lugar de los incompetentes que nos han endilgado —comentó el padre McGuire.
—¿Por qué pretenden hacernos creer que un país tiene el gobierno que se merece? Yo no creo que esta pobre gente merezca semejante gobierno —señaló Sylvia.
El sacerdote asintió, pero luego preguntó:
—¿No has pensado que quizá no hayan degollado aún a esos payasos ineptos porque a los povos les gustaría estar en su lugar y saben que harían lo mismo si se les presentara la oportunidad?
—¿De veras piensa eso, padre?
—No es casual que tengamos una oración que dice: «No nos dejes caer en la tentación» y «Líbranos de todo mal».
—¿Eso significa que la virtud se alcanza evitando la tentación, sencillamente?
—Ah, la virtud, he ahí una palabra que me cuesta emplear.
Era evidente que Sylvia estaba al borde del llanto, y el sacerdote reparó en ello. Se acercó a un armario y regresó con dos vasos y una botella de buen whisky que Sylvia le había traído de Londres. Sirvió una medida generosa para cada uno, asintió con la cabeza y apuró el contenido de su vaso.
Sylvia contempló las ondulaciones del dorado líquido a la luz de la lámpara: un brillante remolino oleoso que al detenerse quedó convertido en un lago ambarino.
—Siempre he pensado que podría llegar a ser alcohólica.
—No, Sylvia, imposible.
—Entiendo por qué en los viejos tiempos la gente tomaba una copa al atardecer.
—¿En los viejos tiempos? Los Pyne no se saltan el aperitivo ni un solo día.
—Cuando se pone el sol, a menudo pienso que daría cualquier cosa por beberme una botella entera. El crepúsculo es tan triste…
—Es por el color del cielo, que nos recuerda las glorias divinas que nos están vedadas.
Sylvia se sorprendió: el padre McGuire no acostumbraba hablar de esas cosas.
—Muchas veces he deseado abandonar África —añadió él—, pero cada vez que veo ponerse el sol detrás de las colinas, sé que no me marcharía por nada del mundo.
—Otro día que llega a su fin sin resultados —se lamentó Sylvia—, sin ningún cambio.
—Ah, de manera que eres de esos a los que les gustaría cambiar el mundo.
Había puesto el dedo en la llaga. «Quizá las tonterías de Johnny calaron hondo en mí y acabaron por fastidiarme», pensó Sylvia.
—¿A quién no le gustaría cambiarlo? —preguntó.
—¿A quién no le gustaría verlo cambiado? Pero pretender cambiarlo uno mismo…, no, es demoníaco —objetó el sacerdote.
—¿Y quién podría discrepar de eso, después de lo que hemos aprendido?
—Si lo has aprendido, has llegado más lejos que la mayoría. Sin embargo, es un sueño tan poderoso que difícilmente deja escapar a sus víctimas.
—No me dirá que cuando era joven nunca salió a la calle a gritar y arrojar piedras a los británicos.
—Olvidas que era pobre, tanto como algunos de los aldeanos de aquí. Sólo me quedaba una salida, un único camino. No tuve alternativa.
—Sí, me resulta imposible imaginarlo haciendo otra cosa; es un sacerdote nato.
—Es verdad… Sólo había una elección posible para mí.
—En cambio, cuando oigo despotricar a la hermana Molly, pienso que de no ser por la cruz que lleva colgada al cuello, nadie diría que es una monja.
—¿No has pensado que las niñas pobres de cualquier país de Europa tampoco tuvieron otra opción? Se metieron a monjas para que sus familias se ahorraran el dinero que gastaban en darles de comer, de modo que los conventos se llenaron de jóvenes que habrían estado más a gusto criando hijos o… dedicándose a cualquier otra cosa. Hace cincuenta años la hermana Molly se habría vuelto loca en un convento; jamás habría entrado en uno; pero ahora… ¿sabes lo que le dijo a su superiora? «Me iré de este convento y seré una monja del mundo». Creo que llegará el día en que se dirá a sí misma: «No soy una monja. Nunca lo he sido». Entonces abandonará la orden sin más. Así son las cosas. Sí, ya sé lo que estás pensando. A las monjas negras de la colina no les resultaría tan fácil dejar los hábitos como a la hermana Molly.
Todos los días, después de comer, Sylvia iba andando hasta la aldea y constataba que, junto a cada choza o debajo de los árboles, había gente sentada en bancos o troncos, leyendo o esforzándose por aprender a escribir con un cuaderno sobre las rodillas. Les había prometido que estaría allí desde la una hasta las dos y media para ayudarlos. Se habría ofrecido a ir a las doce, pero sabía que el padre McGuire no le permitiría saltarse la comida. De todas maneras, no necesitaba dormir la siesta. En el transcurso de un par de semanas, unos sesenta libros habían empezado a transformar la aldea, cuyos niños, aunque asistían a clases, no recibían una educación, y donde la mayoría de los adultos sólo había pasado cuatro o cinco años en la escuela. Aprovechando un viaje de los Pyne, Sylvia había ido con ellos a Senga y había comprado cuadernos, bolígrafos, un atlas, un pequeño globo terráqueo y algunos manuales sobre técnicas de enseñanza. Al fin y al cabo, no sabía cómo abordaría la tarea un profesional, y los maestros de la escuela de la colina, donde en esa época del año el polvo se acumulaba en montículos o flotaba formando auténticas nubes en el aire, carecían también de una formación pedagógica. Además había ido a la aduana para preguntar por las máquinas de coser, pero nadie sabía nada al respecto.
Se sentaba junto a la choza de Rebecca, un árbol muy alto proyectaba una amplia sombra a mediodía, e impartía clases, lo mejor que podía, a unas sesenta personas: las escuchaba leer, escribía frases para que las copiasen y colocaba el atlas abierto en un estante o apoyado en la rama de un árbol para ilustrar las lecciones de geografía. Entre sus alumnos a veces se contaban los maestros de la escuela, que le echaban una mano y aprendían al mismo tiempo.
Las palomas arrullaban en los árboles. A esa hora todos tenían sueño, y aunque a la agotada Sylvia le pesaban los párpados, por nada del mundo se dormiría. Rebecca repartía agua en jarras de acero inoxidable o aluminio robadas del hospital abandonado; no mucha, pues la sequía era acuciante, y como el río más cercano estaba casi seco y estancado, las mujeres se levantaban a las tres o a las cuatro de la mañana para ir a otro más lejano, cargando cuencos y vasijas sobre la cabeza. Habían dejado de lavar la ropa; no les quedaba otro remedio si querían guardar suficiente agua para beber y cocinar. La multitud despedía un olor penetrante, que Sylvia había empezado a asociar con la paciencia, el sufrimiento y la rabia contenida. Siempre que bebía de las jarras robadas de Rebecca, sentía lo que creía que debía sentir, pero no sentía, cuando recibía la sagrada comunión. Todos sus alumnos, desde los niños hasta los viejos, escuchaban cada palabra suya en silencio, atentos y embelesados. Ésta era la clase de educación que la mayoría había anhelado toda su vida, la que esperaban recibir desde que habían oído las promesas del Gobierno. A las dos y media Sylvia escogía a un niño o una niña que estuviese más adelantado que los demás y le pedía que leyese unos párrafos de Enid Blyton —a todos les encantaba—; de Tarzán —otro favorito—; de El libro de la selva, que les gustaba aunque era más difícil; o de Rebelión en la granja, el de mayor éxito entre todos, porque, como ellos decían, la historia que contaba les resultaba muy conocida. Si no, se pasaban el atlas, abierto por la página que acaban de estudiar, a fin de reforzar lo aprendido.