Con William las cosas resultarían más difíciles. Era un niño herido que se protegía con una armadura de orgullo y se negaba a llorar o recibir el consuelo de un abrazo, aunque fuera de su padre; no confiaba en ellos. Había visto a su madre enferma y silenciosa, tan absorta en sí misma que no lo escuchaba, y esa imagen lo acompañaba mientras cumplía obedientemente con lo que se le ordenaba: iba a la escuela, estudiaba, ayudaba a recoger la mesa, se hacía la cama. Si Frances y Rupert hubieran sabido lo que ocurría en el interior de William, si hubieran comprendido su feroz y solitaria angustia…; pero ¿qué habrían podido hacer? Hasta se sentían reconfortados por ese niño dócil, mucho menos problemático que Margaret, ¿o no?
Sylvia estaba en la terminal de llegadas del aeropuerto de Senga, que albergaba la cinta transportadora, las oficinas de Inmigración y Aduana y a todos los pasajeros del avión, que a primera vista podían clasificarse en negros con terno y blancos con tejanos, camisetas y jerséis atados a la cintura. Los negros estaban eufóricos, maniobrando neveras, cocinas, televisores y muebles mientras solicitaban la aprobación de los agentes de aduanas, la que obtenían rápidamente, pues dichos agentes se mostraban afables y generosos con los garabatos que trazaban con tiza roja en cada caja que les ponían delante. Sylvia llevaba un bolso de mano con sus efectos personales y dos maletas grandes con los suministros médicos y los demás artículos que le había pedido el padre McGuire; cada lista que había llegado a Londres iba apostillada con un: «No te sientas obligada a traer esto si te supone mucha molestia». En el avión, Sylvia había oído a los blancos hablar de lo imprevisibles que eran los funcionarios de aduana y del claro trato de favor que dispensaban a los negros, a quienes permitían entrar con muebles suficientes para equipar una casa entera. En el asiento contiguo al de Sylvia viajaba un hombre silencioso, que aunque iba vestido con tejanos y camiseta, como los demás, llevaba al cuello una cadena con una cruz. Cuando, sin saber si se trataba de un fetiche de moda, Sylvia le preguntó con timidez si era sacerdote, se enteró de que estaba ante el hermano Jude, de una misión u otra —no prestó atención al desconocido nombre— y lo consultó acerca de los posibles problemas con el equipaje. Cuando él supo adonde se dirigía —conocía al padre McGuire— se ofreció a ayudarla. Más tarde lo encontró justo delante de ella en la cola de la aduana. El hermano Jude dejaba que la gente lo adelantase, porque estaba aguardando a un joven negro, que finalmente lo saludó por su nombre, preguntó si las maletas eran para la misión y las hizo pasar.
—Ésta es Sylvia, una amiga del padre McGuire —le presentó el hermano Jude—. Es médico. Lleva suministros para el hospital de Kwadere.
—Ah, una amiga del padre McGuire —dijo el joven con una sonrisa amistosa—. Dele recuerdos de mi parte —añadió, y trazó la mística señal roja en las maletas.
Tampoco surgieron dificultades en Inmigración, ya que Sylvia tenía todos los papeles en regla, y salieron a la despejada y calurosa mañana. En la escalinata de la terminal, una joven con holgados pantalones cortos azules, camiseta floreada y una imponente cruz de plata se aproximó a Sylvia.
—Ah —comentó su salvador—. Veo que estás en buenas manos. Hola, hermana Molly —la saludó, y echó a andar hacia un grupo de gente que había acudido a recogerlo.
La hermana Molly la llevaría en coche a la misión de San Lucas. Dijo que no valía la pena que se entretuvieran en Senga y que lo mejor sería partir de inmediato. Subieron a una destartalada camioneta y se internaron en el paisaje de África, que Sylvia esperaba admirar cuando se acostumbrase a él. Por el momento, se le antojaba extraño. Hacía mucho calor. El viento que entraba en la cabina de la camioneta estaba cargado de polvo. Sylvia se agarró a la portezuela y escuchó a Molly, que no paraba de hablar, sobre todo de los hombres de su orden religiosa, que según ella eran unos cerdos machistas. Esta expresión, que en Londres había perdido la gracia de la novedad, sonó como recién acuñada al salir de sus sonrientes labios. En cuanto al papa, era reaccionario, intransigente, burgués, demasiado viejo, misógino, y qué pena que gozara de buena salud. Que Dios la perdonase por decir eso.
Desde luego, no era lo que Sylvia había esperado oír. No le importaba mucho el papa, aunque sabía que como católica debía importarle, y el lenguaje del feminismo extremista nunca había concordado con su experiencia personal. La hermana Molly condujo a toda velocidad por carreteras en buen estado que pronto se convirtieron en caminos cada vez más accidentados, hasta que al cabo de una hora el vehículo se detuvo frente a una especie de granja.
—Te dejo aquí. Y no permitas que el padre Kevin McGuire te mangonee. Es un encanto, no lo niego, pero todos los curas de la vieja escuela son iguales. —Se marchó, despidiéndose con la mano de Sylvia y de cualquiera que estuviera mirando.
Sylvia aceptó una invitación para tomar el té con Edna Pyne, en cuya voz, llena de extraños sonidos vocálicos, Sylvia detectó un dejo de autocompasión que le resultaba demasiado familiar. Además, la vetusta cara reflejaba insatisfacción. Cedric Pyne tenía unas piernas largas y bronceadas, los pantalones más cortos que Sylvia hubiera visto en su vida y ojos azules —como los de su esposa— y enrojecidos.
En la soleada terraza donde se sentaron Sylvia mantuvo la vista fija en la pareja para evitar el potente resplandor amarillo, de modo que en aquella primera visita sólo los vio a ellos. Descubrió que dejar gente y paquetes en casa de los Pyne formaba parte de las transacciones locales, porque cuando subió de nuevo a un coche, esta vez un todoterreno, se encontró con pilas de periódicos y cartas para el padre McGuire y con dos jóvenes negros.
—Voy al hospital —explicó uno de ellos, que parecía muy enfermo.
—Yo también —repuso Sylvia.
Los dos chicos viajaban en la parte trasera, y ella al lado de Cedric, que conducía igual que la hermana Molly, como si intentara ganar una apuesta. El todoterreno avanzó dando tumbos por un camino de tierra, y al cabo de unos quince kilómetros se adentró en una polvorienta arboleda entre la que divisaron un edificio bajo, con techo de planchas de metal acanalado. Detrás, sobre una colina, se alzaban otros edificios esparcidos entre árboles.
—Dile a Kevin que no puedo esperar —dijo Cedric Pyne—. Ven a vernos cuando quieras. —Se despidió y se marchó, levantando más nubes de polvo.
A Sylvia le dolía la cabeza. Estaba pensando que prácticamente no había salido de Londres en toda su vida y que nunca le había parecido una privación, como empezaba a sospechar, sino algo bastante normal. Los dos jóvenes negros se encaminaron hacia el hospital.
—Adiós, hasta luego —dijeron en tono despreocupado, aunque el semblante del enfermo pedía a gritos que lo atendieran de inmediato.
Sylvia subió con sus maletas a un pequeño porche de cemento verde pulido. A continuación entró en una estancia más bien pequeña en la que había una mesa de tablas teñidas, sillas con asiento de tiras de cuero, una estantería que cubría toda una pared y varios cuadros, todos de Jesucristo excepto uno, que mostraba un brumoso atardecer en las montañas de Mourne.
Apareció una delgada joven negra, que con una amplia sonrisa, se presentó como Rebecca y se ofreció a acompañar a Sylvia a su habitación.
En el cuarto, contiguo a la sala principal, apenas cabía una cama de hierro, una mesa diminuta, un par de duras sillas y algunos estantes para libros. También había ido a parar allí una cómoda pequeña, del estilo de las que en otro tiempo se usaban en los hoteles. Las paredes y el suelo eran de ladrillo y el techo de cañas. Rebecca anunció que le traería una taza de té y se marchó. Sylvia se dejó caer en una silla, embargada por un sentimiento que no conseguía identificar. Sí, esperaba impresiones nuevas; sabía que se sentiría fuera de lugar; pero ¿qué era aquello? Experimentó un amargo vacío en su interior, y cuando miró al crucifijo en busca de consuelo, le pareció que el propio Cristo estaba asombrado de encontrarse allí. Por otro lado, no debía sorprenderse de hallar a Cristo en un lugar tan miserable, ¿o sí? ¿Qué le ocurría entonces? Fuera las palomas zureaban y las gallinas conversaban entre sí. «No soy más que una chiquilla consentida», se dijo Sylvia evocando aquellas palabras, un eco lejano de su infancia. La catedral de Westminster…, sí; una casucha de ladrillo, aparentemente, no. Un viento cargado de polvo soplaba junto a la ventana. A juzgar por la vista desde el exterior, esa casa no constaba de más de tres o cuatro habitaciones. ¿Dónde estaba la del padre McGuire? ¿Dónde dormía Rebecca? No entendía nada, y cuando ésta regresó con el té, Sylvia le dijo que le dolía la cabeza y que quería echarse un rato.
—Sí, doctora, acuéstese; pronto se sentirá mejor —contestó Rebecca, cuya alegría la identificaba como cristiana: los hijos de Dios sonríen y están preparados para lo que sea (como los hippies). Rebecca corrió las cortinas, confeccionadas con una tela de colchón en tonos negros y blancos que Sylvia sospechó que podría convertirse en el último grito en ciertos círculos londinenses—. La llamaré a la hora del almuerzo.
El almuerzo… Sylvia tenía la sensación de que era de noche, pues el día se le había hecho eterno, pero eran sólo las once de la mañana.
Se tendió con las manos sobre los ojos, vio que la luz perfilaba sus delgados dedos, se durmió y despertó al cabo de una hora, cuando Rebecca llegó con más té y las disculpas del padre McGuire, que decía que lo habían retenido en la escuela, que la vería a la hora de comer y que se tomara las cosas con calma hasta el día siguiente.
Una vez transmitido este consejo, Rebecca comentó que el paciente de la granja de los Pyne estaba aguardando al médico, que había más personas esperando y que quizá la doctora… Sylvia empezó a cubrirse con una bata blanca, pero Rebecca la miró con una expresión que hizo que Sylvia preguntara:
—¿Cómo tengo que vestirme?
Rebecca respondió que la bata no permanecería blanca por mucho tiempo y que quizá la doctora debería ponerse un vestido viejo.
Sylvia no usaba vestidos. Se había puesto sus tejanos más viejos para el viaje. Se recogió el pelo con un pañuelo, tal como lo llevaba Rebecca. Ésta le señaló un camino y se marchó a la cocina. Junto al polvoriento sendero crecían flores de hibisco, adelfas y dentelarias, todas cubiertas de polvo pero con aspecto de estar en el sitio que les correspondía, en un calor seco y bajo el sol de un cielo totalmente despejado. El camino descendía por una cuesta rocosa, y frente a ella aparecieron unos techos de paja sobre postes clavados en la tierra rojiza y una choza por cuya puerta entornada salió una gallina. Entre los arbustos había otras, tendidas de lado, jadeando con el pico abierto. Los dos jóvenes que habían viajado en el todoterreno estaban sentados a la sombra de un árbol. Uno de ellos se levantó.
—Mi amigo está enfermo —señaló—. Demasiado enfermo.
Sylvia ya lo veía.
—¿Dónde está el hospital?
—Esto es el hospital.
Entonces Sylvia cayó en la cuenta de que bajo los árboles, los arbustos o los cobertizos de paja había personas, algunas de ellas mutiladas.
—Llevamos mucho tiempo sin doctor —dijo el joven—. Ahora tenemos doctor otra vez.
—¿Qué le pasó al anterior?
—Bebía demasiado, y el padre McGuire dijo que tenía que irse. Así que estábamos esperándola, doctora.
Sylvia miró alrededor, preguntándose dónde estarían los instrumentos, las medicinas —los utensilios de su oficio—, y entró en la choza. Dentro había tres estantes, y en uno de ellos un frasco grande de aspirinas… vacío; varios botes de pildoras para la malaria… vacíos; un tubo grande de pomada… sin etiqueta y vacío. Detrás de la puerta, un estetoscopio colgaba de un clavo. Estaba estropeado. El amigo del chico enfermo se encontraba al lado de Sylvia, sonriendo.
—Todas las medicinas se han terminado —dijo.
—¿Cómo te llamas?
—Aaron.
—¿Trabajas en la granja de los Pyne?
—No, vivo aquí. Fui a acompañar a mi amigo cuando nos enteramos que venía un coche.
—¿Y cómo llegaste allí?
—Andando.
—Pero hay un buen trecho, ¿no?
—No, no es demasiado lejos.
Regresó con él junto al chico enfermo, que antes parecía desmayado y ahora temblaba violentamente. No necesitaba un estetoscopio para hacer el diagnóstico.
—¿Ha estado tomando la medicina? —preguntó—. Es malaria.
—Sí, el señor Pyne le dio la medicina, pero se ha terminado.
—Para empezar, debería beber algo.
En la choza encontró tres bidones de agua con tapón de rosca, pero su contenido olía mal. Le pidió a Aaron que le diese agua al enfermo. Sin embargo, no había ni una taza ni un vaso…, nada.
—Cuando el otro doctor se fue, me temo que alguien robó.
—Ya veo.
—Sí, me temo que eso fue lo que ocurrió.
Sylvia entendió que estaba oyendo ese «me temo» como debía de haber sonado mucho tiempo antes, cuando la expresión acababa de acuñarse. Aaron la empleaba como para disculparse. ¿Acaso en el pasado esperaban un golpe o una reprimenda cuando decían «me temo»?
Qué suerte que hubiera llevado consigo su estetoscopio nuevo y los medicamentos básicos.
—¿No hay un candado para esta puerta?
—Me temo que no sé. —Aaron se puso a buscar, como si fuera a encontrar el candado debajo de la tierra—. Sí, aquí está —exclamó al hallarlo entre las cañas del techo.
—¿Y la llave?
Hurgó de nuevo, pero era demasiado pedir.
Ella no estaba dispuesta a dejar su pequeño equipo en una choza sin candado. Titubeó, pensando que no entendía nada de lo que ocurría y que necesitaba una llave además de una choza.
—Y mire, doctora, me temo que aquí las cosas no están bien… Mire. —Aaron empujó unos ladrillos de la pared del fondo hasta que cayeron. Alguien había aflojado cuidadosamente unos cuantos, de manera que era posible abrir un boquete lo bastante grande para entrar en él.
Sylvia hizo una rápida ronda entre sus pacientes, tendidos aquí y allí, aunque a veces costaba distinguirlos de los amigos o parientes que les hacían compañía. Un hombro dislocado: lo puso en su sitio de inmediato y le recomendó al joven lesionado que descansara y no usase el brazo durante unos días, pero él se alejó tambaleándose por entre los árboles. Algunas heridas… infectadas. Otro caso de malaria, o eso creyó ella. Una pierna tan hinchada que semejaba una almohada, cuya piel parecía a punto de reventar: se dirigió a su habitación, regresó con una lanceta, jabón, vendas y una palangana que le facilitó Rebecca, se acuclilló y practicó una incisión en la pierna, de la que brotó un chorro de pus que fue rápidamente absorbido por el polvo, creando una fuente de infección. La paciente emitía gemidos de gratitud; era una mujer joven junto a la cual había dos niños sentados a su lado; uno de ellos chupándole una teta, aunque aparentaba al menos cuatro años, y el otro colgando de su cuello. Sylvia le vendó la pierna procurando dejar parte del polvo fuera, aunque sin duda se trataba de una idea absurda, y examinó a una mujer embarazada que estaba a punto de parir. El niño estaba mal colocado.
Sylvia recogió sus instrumentos y la palangana y dijo que debía ir a hablar con el padre McGuire. Le preguntó a Aaron qué pensaban comer él y el enfermo de malaria. Él respondió que quizá Rebecca tuviera la bondad de darles un plato de sadza, una especie de gachas de harina de maíz.
Encontró al padre McGuire sentado a la mesa de la salita, comiendo. Era un hombre corpulento, con una abundante cabellera blanca, ojos oscuros de expresión comprensiva y aire jovial, vestido con una sotana andrajosa.
Él insistió en que se sentara a probar un filete de arenque de lata… que había llevado ella misma. Sylvia lo complació, y luego, con la misma insistencia, el padre McGuire la invitó a comer una naranja.
Rebecca, que estaba mirándolos, comentó que en el hospital decían que Sylvia no podía ser doctora, porque era demasiado pequeña y delgada.
—¿Debería enseñarles mi diploma? —preguntó Sylvia.
—Ya les enseñaré yo lo que pesa mi mano —soltó el padre McGuire—. Vaya impertinencia.
—Necesitaría una choza que se cierre con llave —dijo Sylvia—. No puedo llevar y traer mis cosas varias veces al día.
—Le pediré al albañil que arregle el agujero de la pared.
—¿Y un candado?
—Eso no es tan fácil. Habrá que buscarlo. Le diré a Aaron que vaya a casa de los Pyne y les pregunte si tienen alguno. —Encendió un cigarrillo y le ofreció uno a Sylvia. Pese a que ella había fumado pocas veces en su vida, lo aceptó con gratitud—. Sí —añadió—. Ha sido un día muy largo para ti. Siempre pasa lo mismo cuando uno viaja desde Inglaterra. Nuestras jornadas, al menos las mías, empiezan a las cinco y media de la mañana y terminan a las nueve de la noche. A esa hora todo lo que desearás será meterte en la cama, aunque si estás acostumbrada a los horarios de Londres quizás ahora no me creas.
—La verdad es que ya estoy deseándolo —admitió Sylvia.
—Entonces échate una pequeña siesta, que es lo que haré yo.
—Pero ¿qué pasa con toda esa gente que está esperándome? ¿Podrían proporcionarme una taza para que les dé agua?
—Sí. Por lo menos tenemos tazas.
Sylvia durmió media hora; Rebecca la despertó ofreciéndole una taza de té. Cuando Sylvia le preguntó si había dormido, obtuvo una sonrisa por respuesta. ¿Aaron y su amigo habían comido algo? La doctora no debía preocuparse por ellos, contestó Rebecca, sin dejar de sonreír.
Sylvia regresó al conjunto de chozas, cobertizos y árboles frondosos donde los enfermos aguardaban. Habían llegado varios más, pues se habían enterado de la llegada de un nuevo médico. Entre ellos se contaban unos cuantos mutilados a los que les faltaba una pierna o un brazo y cuyas heridas no habían sido suturadas o curadas debidamente. Eran las víctimas de la guerra, que a fin de cuentas había acabado recientemente. Supuso que se encontraban en el «hospital» porque al menos allí su situación quedaba validada, definida. Como heridos de guerra, los asistía el derecho a exigir medicamentos —analgésicos, aspirinas, pomadas, lo que fuese—; algunos eran casi niños, héroes de guerra, y se les debía algo. No obstante, Sylvia disponía de tan pocas medicinas que las escatimaba al máximo. Por consiguiente recibieron tazas de agua y preguntas compasivas:
—¿Cómo perdiste la pierna?
—La bomba estalló cuando me senté.
—Lo siento. Qué mala suerte.
—Sí, demasiada mala suerte.
—Y ¿qué te pasó en el pie?
—Una piedra cayó rodando por la colina hasta la mina, y yo estaba allí.
—Lo lamento. Debió de dolerte mucho.
—Sí, grité y mis compañeros me hicieron callar, porque el enemigo no andaba lejos.
A última hora de la tarde, cuando el sol estaba bajo y amarillo, apareció un hombre desgarbado, muy alto y delgado y con expresión enfurruñada.
Según dijo, se llamaba Joshua y su trabajo consistiría en ayudarla.
—¿Es enfermero? —preguntó ella—. ¿Ha estudiado?
—No, no he estudiado; pero siempre he trabajado aquí.
—Entonces ¿por qué no vino antes? —inquirió Sylvia, que no pretendía reñirlo sino informarse.
Sin embargo, él replicó con insolencia, una insolencia formal, como cuando uno masculla «maldita sea»:
—¿Por qué iba a venir si no había ningún doctor?
Estaba bajo los efectos de alguna sustancia. No, no era alcohol… ¿Qué, entonces? Sí, olía a marihuana.
—¿Qué ha estado fumando?
—Dagga.
—¿Crece por aquí?
—Sí, crece por todas partes.
—Si va a trabajar conmigo, más vale que deje de fumar dagga.
Desplazando el peso del cuerpo de una pierna a la otra y balanceando los brazos, el hombre gruñó:
—Hoy no pensaba trabajar.
—¿Cuándo se marchó el otro médico?
—Hace mucho. Un año.
—¿Qué hacen los enfermos cuando llueve?
—Si no hay sitio en los cobertizos, se mojan. Son negros, de modo que no les hace daño.
—Pero ahora tienen un gobierno negro, así que las cosas cambiarán.
—Sí —repuso, o más bien ladró, Joshua—. Ahora todo cambiará, y nosotros también tendremos cosas buenas.
—Joshua —dijo Sylvia con una sonrisa—, si vamos a trabajar juntos, debemos intentar llevarnos bien.
—Sí, sería conveniente que nos lleváramos bien —repuso Joshua esbozando una sonrisa o algo que se le parecía.
—Tengo entendido que sus relaciones con el médico anterior no eran buenas, ¿verdad? A propósito, ¿era blanco o negro?
—Negro. Bueno, puede que no fuese un doctor de verdad. Bebía demasiado. Era un skellum.
—¿Un qué?
—Una persona mala. No como usted.
—Espero no acabar bebiendo demasiado.
—Yo también lo espero, doctora.
—Me llamo Svlvia.
—Bien, doctora Sylvia. —Joshua frunció el entrecejo, como si hubiera decidido que debía demostrar antagonismo.
—Ahora la doctora Sylvia volverá a la casa del padre McGuire —le informó ella—. Me dijo que regresara al anochecer, para cenar.
—Espero que la doctora Sylvia disfrute de su cena. —Joshua se internó entre los árboles, riendo. Luego se lo oyó cantar. Era una canción vehemente, pensó ella, un himno revolucionario, que insultaba a todos los blancos.
El padre McGuire sentado a la mesa, con una lámpara de gas a su lado, bebía zumo de naranja. Había un vaso esperando a Sylvia.
—No crea que no tenemos electricidad —explicó—, lo que ocurre es que ha habido un corte de luz.
Rebecca se acercó con una bandeja e informó de que Aaron y su amigo pasarían la noche en el hospital.
—¿Por qué vive aquí?
Sin mirarla, el sacerdote contestó que Aaron tenía familia en la aldea, pero que en adelante dormiría en la casa por las noches.
Las caras del padre McGuire y de Rebecca reflejaban cierta turbación, de manera que Sylvia quiso indagar los motivos. Era un asunto absurdo, respondió el sacerdote, verdaderamente ridículo, y tenía que disculparse, pero el joven viviría en la casa para guardar las apariencias. Sylvia no entendió. El padre McGuire parecía impaciente, incluso ofendido por verse obligado a explicárselo claramente.
—No consideran apropiado que un sacerdote viva con una mujer.
—¿Qué? —Sylvia estaba tan molesta como él.
Rebecca comentó que la gente cotilleaba, y que no era de extrañar.
Sylvia repuso con amargura y seriedad que la gente tenía la mente retorcida, y el padre McGuire se mostró plácidamente de acuerdo en ese punto.
Después de una pausa, añadió que le habían sugerido que Sylvia viviese con las monjas de la colina.
—¿Qué monjas?
—Un grupo de hermanas misioneras que habitan una casa en la colina; pero como no eres religiosa, imaginé que te sentirías más cómoda aquí.
Sylvia paseó la vista entre él y Rebecca, convencida de que le ocultaban cosas.
—Se supone que las hermanas deben ayudar en el hospital, pero no todo el mundo está hecho para los sucios trabajos de enfermería.
—¿Son enfermeras?
—Yo no diría tanto. Han realizado cursillos de primeros auxilios. De todos modos, puedes acudir a ellas para que laven las vendas, las compresas y la ropa de cama. No deben de sobrarte las vendas desechables, ¿verdad? No. Tendrás que pedirle a Joshua que lleve lo que haya que lavar a la casa de las hermanas todos los días. Y yo les diré que lo hagan como un servicio a Dios.
—Joshua no querrá ir, padre —apuntó Rebecca.
—Y tú tampoco, de manera que hemos topado con un problema.
—No es mi trabajo sino el de Joshua —dijo Sylvia.
—Pues ya te encuentras en una pequeña dificultad —repuso el sacerdote—, y aguardaré con interés a ver cómo la solucionas.
Se levantó, les dio las buenas noches y se fue a la cama. Sin mirar a Sylvia, Rebecca también se despidió y se marchó.
Transcurrió un mes. Habían reparado el agujero de la choza e instalado una cerradura. Alrededor de dos de los cobertizos habían puesto unas cortinas confeccionadas con la arpillera que usaban para embalar el tabaco, y aunque no constituían una barrera eficaz contra las fuertes lluvias, impedían el paso del viento y el polvo. Habían construido una choza nueva con paredes y techo de paja y agujeros en los costados para que entrase la luz. El interior se mantenía fresco. El suelo era de tierra apisonada. Los enfermos más graves podían guarecerse allí. Sylvia había curado sorderas pertinaces causadas sencillamente por viejos tapones de cera, y había tratado cataratas. Con las medicinas que le habían enviado de Senga, había conseguido aliviar algunos casos de malaria, aunque casi todos los afectados eran enfermos crónicos. Restituía en su sitio miembros dislocados, cauterizaba heridas, administraba medicinas para el dolor de garganta y la tos y, a veces, cuando se agotaban, recurría a los remedios de la abuela que el padre McGuire recordaba de su Irlanda natal. Llevaba una clínica de maternidad y traía niños al mundo. A pesar de que todo esto era bastante satisfactorio, no podía evitar sentirse frustrada por no ser cirujana, ya que habría resultado muy útil. Transportaban a los enfermos graves a un hospital situado a treinta kilómetros de distancia, y en ocasiones la demora era perjudicial o incluso letal. Debería haber sido capaz de hacer una cesárea, extirpar un apéndice, amputar una mano o abrir una rodilla con una fractura complicada. Se movía en un terreno pantanoso en el que era difícil precisar si actuaba dentro de la legalidad o no: de vez en cuando utilizaba instrumentos quirúrgicos para hacer una incisión en un brazo con el fin de tratar una úlcera o abrir una herida infectada con objeto de limpiarla. Ojalá hubiera sabido lo mucho que iba a necesitar los conocimientos de cirugía mientras asistía a toda clase de cursillos que en sus nuevas circunstancias no le servían para nada…
También se ocupaba de tareas que en Europa no están asociadas con la profesión médica. Había recorrido las aldeas cercanas para inspeccionar las fuentes de agua y encontrado ríos sucios y pozos contaminados. El agua escaseaba en esa época del año y a menudo se sacaba de lagos estancados que eran caldo de cultivo del parásito de la esquistosomiasis. Enseñó a las mujeres a reconocer algunas dolencias para que supieran cuándo debían llevar a los enfermos al hospital. Cada vez recibía más pacientes, pues la gente la consideraba una especie de taumaturgia, sobre todo por sus éxitos a la hora de devolver la audición extrayendo tapones de cera. Joshua le hacía propaganda, ya que de esa manera ayudaba a limpiar su fama, mancillada por su antigua relación con el médico malo. Él y Sylvia se llevaban bien, aunque ella tenía que hacer oídos sordos a sus virulentas acusaciones contra los blancos. A veces estallaba:
—Pero Joshua, yo no estaba aquí, ¿cómo puedes culparme?
—Mala suerte, doctora Sylvia. Si yo digo que es culpable, lo es. Ahora que manda un Gobierno negro, lo que yo digo va a misa. Y un día éste será un buen hospital en el que trabajen nuestros propios doctores negros.
—Eso espero.
—Y usted podrá volver a Inglaterra y curar a los enfermos de allí. ¿Hay enfermos en Inglaterra?
—Por supuesto.
—¿Y pobres?
—Sí.
—¿Tan pobres como aquí?
—No, ni de lejos.
—Eso es porque ustedes nos lo robaron todo.
—Si tú lo dices, Joshua, será así.
—¿Y por qué no está en su país, cuidando a los enfermos de allí?
—Buena pregunta. Yo misma me la hago a menudo.
—Pero no se vaya todavía. La necesitaremos hasta que vengan nuestros doctores.
—Vuestros doctores no quieren trabajar en lugares miserables como éste. Prefieren quedarse en Senga.
—Este lugar dejará de ser miserable. Será rico y bonito, como Inglaterra.
El padre McGuire le dijo:
—Escúchame, pequeña, he de hablar contigo seriamente, como confesor y consejero.
—Sí, padre.
La situación había tomado un giro algo cómico: aunque no había renunciado al catolicismo, no cabía duda de que estaba redefiniendo sus creencias. Había abrazado la religión gracias al padre Jack, un hombre delgado y austero, consumido por un ascetismo que no iba con su personalidad. Sus ojos acusaban al mundo que lo rodeaba, y cada uno de sus movimientos parecía destinado a evitar cualquier error o pecado. Sylvia había estado enamorada del padre Jack y pensaba que ella no le había sido del todo indiferente. Hasta el momento, era el único hombre del que había estado enamorada. Encarnaba el sacerdocio, la fe, el catolicismo, pero ahora se encontraba en la selva con el padre McGuire, un plácido anciano a quien le encantaba comer. Nadie hubiera dicho que una persona acostumbrada a una dieta de gachas de avena, carne, tomate y fruta casi siempre de lata pudiese calificarse de gourmet. Sin embargo, el padre Kevin le gritaba a Rebecca si sus gachas no estaban perfectas, si no encontraba el filete en su punto y si las patatas… Sylvia le cobró cariño: tal como había asegurado la hermana Molly, Kevin McGuire era un buen hombre, pero lo que había seducido a Sylvia había sido la apasionada abstinencia de un individuo muy diferente, además de una visita a las maravillas de la catedral de Westminster y un breve y lejano viaje a Notre Dame, que quedó grabado en su memoria como la materialización de cuanto amaba. Una vez a la semana, los sábados por la tarde, la gente de todo el distrito asistía a misa en una pequeña capilla de ladrillos desnudos, con bancos y sillas fabricados por los nativos. La ceremonia se oficiaba en la lengua local, y los fieles bailaban… Las mujeres se levantaban de los asientos y expresaban su fe bailando con frenesí y cantando —oh, qué maravillosamente lo hacían—, y la celebración se convertía en un acto cordial y bullicioso, como si de una fiesta se tratara. Sylvia se preguntaba si era una católica de verdad y si alguna vez lo había sido, aunque el padre McGuire, en su papel de mentor, la tranquilizaba. También se preguntaba si le habría gustado más que en aquella pequeña capilla polvorienta la misa se hubiera pronunciado en latín y los fieles se hubieran arrodillado y respondido a las frases del sacerdote a la vieja usanza. Sí, lo habría preferido; detestaba las misas del padre McGuire, los bailes voluptuosos y el entusiasmo con que cantaban los feligreses, aunque sabía que era la forma que tenían de evadirse de su limitada y miserable vida. Y tampoco le gustaban las monjas, con sus hábitos azules y blancos semejantes a uniformes escolares.
—Sylvia, debes aprender a no tomarte las cosas tan a pecho —le recomendó el padre McGuire.
—No lo soporto, padre. No tolero lo que veo. Las nueve décimas partes me parecen innecesarias.
—Te entiendo, pero así son las cosas; o así son ahora. Estoy seguro de que cambiarán. Sí, seguramente cambiarán. Tú tienes pasta de mártir, Sylvia, y eso no es bueno. Irías a la hoguera con una sonrisa, ¿verdad? Sí, estoy convencido de ello. Y ahora te prescribiré algo, igual que haces tú con esta pobre gente. Debes comer decentemente tres veces al día. Debes dormir más; veo luz por debajo de tu puerta a las once, las doce e incluso más tarde. Y debes dar un paseo por el bosque todas las tardes. O ir de visita. Puedes llevarte mi coche e ir a ver a los Pyne. Son buena gente.
—Pero no tengo nada en común con ellos.
—¿Crees que no están a tu altura, Sylvia? ¿Sabes que pasaron toda la guerra encerrados en esa casa, prácticamente sitiados? Alguien le prendió fuego a la casa mientras estaban dentro. Son personas valientes.
—Pero que eligieron el bando equivocado.
—Probablemente, pero no son demonios sólo porque ahora los periódicos digan que todos los granjeros blancos lo son.
—Haré lo posible por mejorar. Ya sé que me involucro demasiado en las cosas.
—Tú y Rebecca… las dos sois como conejos en un año de sequía. Claro que ella tiene seis hijos y ninguno come lo suficiente. Uno no puede alimentarse de…
—Nunca he comido mucho. La comida me trae sin cuidado.
—Es una pena que no podamos repartirnos los defectos. A mí me encanta comer; que Dios me perdone, pero me encanta.
La vida de Sylvia se había convertido en un circuito que iba de su pequeña habitación a la mesa de la estancia principal, luego al hospital, de allí de regreso a la casa y vuelta a empezar una y otra vez. Casi nunca entraba en la cocina, que era el territorio de Rebecca, no conocía la habitación del padre McGuire y sabía que Aaron dormía en algún lugar de la parte trasera. Un día que no halló al sacerdote a la mesa y Rebecca le informó que se encontraba indispuesto —algo que ocurría a menudo—, entró en su habitación por primera vez. Un tufo a sudor reciente y no tan reciente, el acre hedor de la enfermedad, impregnaba el ambiente. El padre McGuire estaba apoyado sobre las almohadas, pero inclinado hacia un lado. Permanecía muy quieto, si bien su pecho se movía. Malaria. Se encontraba en la etapa de latencia.
Las pequeñas ventanas, una de ellas rota, estaban abiertas, y el fresco aroma a tierra mojada se colaba para competir con los demás olores. El padre McGuire estaba frío y húmedo, con el pelo enmarañado y el sudado camisón pegado al cuerpo. Aunque estuviesen en la estación cálida, corría el peligro de resfriarse. Sylvia llamó a Rebecca y entre las dos, desoyendo las protestas del sacerdote, lo levantaron y lo sentaron en una silla de mimbre que se hundió bajo su peso.
—Siempre quiero cambiarle las sábanas cuando está enfermo —explicó Rebecca—, pero él dice: «No, no, déjame en paz».
—Pues yo voy a cambiárselas.
Lo hicieron, el paciente se acostó de nuevo y acto seguido, mientras se quejaba de que le dolía la cabeza, Sylvia lo lavó allí mismo. Rebecca desvió la vista de la virilidad del sacerdote, murmurando una disculpa tras otra.
—Lo siento, padre, lo siento mucho.
Un camisón limpio. Limonada. Comenzó un nuevo ciclo de temblores y sudores; el sacerdote apretaba los dientes y se agarraba a los barrotes de hierro de la cabecera de la cama. Aunque había repasado el tema en el avión, antes de llegar a África, Sylvia nunca había visto a una víctima de las fiebres palúdicas, las fiebres cuartanas, las fiebres tercianas, los temblores, la rigidez, las convulsiones, los espasmos de una enfermedad transmitida por mosquitos que hasta no hacía mucho tiempo habían infestado también los pantanos londinenses e italianos, llegados allí desde cualquier lugar del mundo donde hubiera aguas estancadas. Ahora no pasaba un solo día sin que una persona consumida se desplomase sobre las esteras de los cobertizos y se echara a temblar con violencia.
—¿Está tomando las píldoras? —gritó Sylvia, ya que la malaria, o los medicamentos para combatirla, producen sordera.
El padre McGuire contestó que las tomaba, pero que pensaba que era inútil, pues los temblores lo atacaban tres o cuatro veces al año.
Al final del último acceso quedó nuevamente empapado, por lo que volvieron a cambiar la ropa de cama. Rebecca dejó traslucir el cansancio mientras se llevaba las sábanas. Sylvia quiso saber si había alguna mujer en la aldea a quien pedirle que echase una mano. Rebecca respondió que todas estaban ocupadas.
—¿Y qué me dice de sus hermanitas? —le preguntó al enfermo.
—No creo que aceptase su ayuda. —Por una cuestión de celos, Rebecca no quería compartir sus obligaciones.
Sylvia había renunciado a tratar de entender aquellas complicadas rivalidades, de manera que sugirió que lo hiciera Aaron. Bromeando, el padre McGuire dijo que no osaría pedirle que realizara semejante trabajo, ya que se había convertido en un intelectual: había empezado a estudiar con él con vistas a ordenarse sacerdote.
¿Sería Aaron demasiado bueno para salir a buscar larvas de mosquitos en los árboles y los arbustos?
—Creo que descubrirás que se considera demasiado bueno para eso.
—¿Y las monjas? —Sylvia se abstuvo de decir que por lo visto no hacían gran cosa, pero el padre McGuire repuso que serían incapaces de reconocer una larva.
—A nuestras hermanitas no les gusta mucho el monte.
Los mosquitos ponen los huevos en cualquier superficie de agua que encuentren. Las negras larvas, tan vigorosas en esta etapa de su vida como cuando empiezan a buscar víctimas a las que devorar, pueden encontrarse entre los pliegues de una hoja seca de papaya o en una oxidada lata de galletas escondida bajo un arbusto. El día anterior Sylvia había visto algunas en un diminuto hoyo abierto por un reguero de agua, bajo las arqueadas raíces de una planta de maíz. No las mató porque el sol empezaba a desecar el charco, condenándolas a morir. Sin embargo, dos horas después cayó un chaparrón, y si la corriente no las había arrastrado hasta la tierra en ese momento estarían completando, triunfales, su ciclo.
El padre McGuire parecía semiconsciente. Sylvia pensó que estaba peor de lo que ella había creído, aunque se repondría rápidamente. Dada su tez rojiza, resultaba difícil detectar su palidez, o incluso una ictericia. Padecía anemia, uno de los efectos de la malaria. Necesitaba tomar hierro. Necesitaba unas vacaciones. Necesitaba…
En la oscuridad del exterior, unas figuras blancas ondeaban al viento que anunciaba la inminente lluvia: era la ropa que había tendido Rebecca unas horas antes. Sylvia, sentada junto al enfermo en espera del siguiente ataque, miró distraídamente alrededor.
Paredes de ladrillo, iguales que las suyas; el mismo techo de caña; el suelo, también de ladrillo. En un rincón había una imagen de la Virgen. En las paredes, otra vez la Virgen en representaciones convencionales, vagamente inspiradas en el Renacimiento italiano: en azul y blanco, la mirada baja… ¿No estaban fuera de lugar en el monte? Pero había algo más; sobre un banco de madera oscura, tallada en la misma madera oscura, una María nativa, una mujer joven y fuerte, amamantaba a su hijo. Eso estaba mejor. Colgado de un clavo cerca de la cama, al alcance del cura, había un rosario de ébano.
Durante los sesenta, el furor ideológico que sacudía al mundo adoptó una forma propia en la Iglesia católica, generando una efervescente inquietud que había amenazado con destronar a la Virgen María. La Santa Madre estaba out, al igual que los rosarios. Sylvia no había recibido una educación católica, de niña no había mojado sus dedos en las pilas de agua bendita ni había jugueteado con las cuentas de hermosos rosarios, no se había santiguado ni había intercambiado estampas sagradas con sus amigas. («Te doy tres de san Jerónimo por una de la Madre de Dios»). Jamás le había rezado a la Virgen; sólo a Cristo. Por lo tanto, cuando se convirtió al catolicismo no echó de menos lo que nunca había vivido, y sólo cuando conoció a curas, monjas y feligreses mayores, descubrió que se había producido una revolución que había dejado a muchos llenos de añoranza, sobre todo por la Virgen (que sería rehabilitada décadas después). Entretanto, en los lugares del mundo que se hallaban lejos de los ojos que permanecían alertas a cualquier herejía o reincidencia, los curas y las monjas conservaron sus rosarios, el agua bendita, las imágenes y los cuadros de Nuestra Señora, esperando que nadie reparase en ello.
A alguien como Rebecca, que tenía una estampa de la Virgen María clavada en el poste central de su choza, esta discusión ideológica se le habría antojado inconcebiblemente estúpida; pero no había oído hablar de ella.
En la pared del cuarto de Sylvia había una enorme reproducción de La Virgen de las rocas de Leonardo y otras vírgenes más pequeñas. Alguien que hubiese contemplado esa pared, habría llegado seguramente a la conclusión de que el catolicismo era una religión que adoraba a las mujeres. En comparación, el crucifijo parecía insignificante. A veces Rebecca se sentaba a los pies de la cama de Sylvia y admiraba la reproducción de Leonardo con las manos juntas y lágrimas en los ojos, suspirando. «¡Son tan hermosas!» Podía decirse que la Virgen se había colado por los intersticios del dogma gracias al arte. Aunque Sylvia no sentía un especial interés por la Santa Madre, se sabía incapaz de vivir sin las reproducciones de los cuadros que amaba. Las lepismas estaban atacando los bordes de los carteles. Debía pedirle a alguien que le trajese láminas nuevas.
Se durmió en la silla, mirando la insulsa estatuilla del padre MeGuire y preguntándose quién escogería algo así teniendo la oportunidad de conseguir una escultura de verdad, una imagen auténtica. Jamás se habría atrevido a preguntárselo a él, que había crecido en una pequeña casa de Donegal llena de críos y había llegado a Zimlia directamente desde el seminario. ¿No le gustaría el Leonardo? Había permanecido un buen rato a la puerta de la habitación de Sylvia, porque Rebecca le había avisado:
—Padre, padre, mire lo que nos ha traído la doctora Sylvia.
Sus manos cruzadas sobre el vientre y enlazadas por el rosario, subían y bajaban mientras estudiaba la lámina.
—Ésas son las caras de los ángeles —declaró por fin—, y el pintor debió de vislumbrarlas en una visión. Ninguna mujer humana ofrecería ese aspecto.
A la mañana siguiente, mientras la colada de Rebecca volvía a secarse después de la tormenta, Sylvia le pidió a Aaron que registrase el monte en busca de larvas, pero él le respondió que tenía que leer unos libros para el padre McGuire.
Sylvia se encaminó hacia la aldea, topó con unos chicos —que deberían haber estado en la escuela— y les prometió dinero a cambio de que fuesen en busca de larvas.
—¿Cuánto?
—Os daré una cantidad considerable para que la repartáis entre todos.
—¿Cuánto?
Acabaron pidiéndole bicicletas, libros de texto para la escuela y camisetas nuevas. Estaban convencidos de que todos los blancos eran ricos y podían comprar cuanto quisieran. Sylvia rió, ellos la imitaron, y finalmente acordaron que les daría lo que llevaba en la mano, un puñado de dólares de Zimlia que alcanzaban para comprar dulces en la tienda. Se internaron en el monte riendo y tonteando: la búsqueda sería poco concienzuda. A continuación se dirigió al hospital, donde encontró a Joshua cosiendo una herida larga y profunda.
—Usted no estaba aquí, doctora.
—Sólo me he retrasado cinco minutos.
—¿Y cómo iba yo a saberlo?
Ése era un punto en el que no se ponían de acuerdo. Joshua había comenzado a suturar heridas, y lo hacía bien. Sin embargo, se atrevía también con casos que requerían una destreza de la que carecía, y Sylvia había intentado disuadirle. Los dos observaron la cara del joven paciente, que no apartaba la vista de la aguja que se hundía en la temblorosa carne de su brazo, mordiéndose los labios con valor. Joshua estaba terminando la sutura con torpeza, de modo que Sylvia le quitó la aguja y continuó. Luego fue al cobertizo provisto de cerradura donde guardaba los medicamentos. Joshua la siguió, dejando tras de sí una estela de olor a dagga.
—Camarada Sylvia, quiero ser doctor. Es lo que he deseado durante toda mi vida.
—Nadie aceptará a un estudiante que consuma dagga.
—Si estuviera estudiando, no fumaría dagga.
—¿Y quién va a pagarte los estudios?
—Usted. Sí, tendría que pagarlos usted.
Como todo el mundo, Joshua sabía que Sylvia había corrido con los gastos de los nuevos edificios, así como con las medicinas y su sueldo. Creían que la respaldaba una organización de ayuda internacional, y por más que le explicaba a Joshua que no, que lo hacía con su propio dinero, él se negaba a creerla.
Sobre una vieja bandeja de cocina, cedida por Rebecca, Sylvia dispuso tazas con medicamentos y pequeños montículos de píldoras, casi todas vitaminas. Se acercó con la bandeja al árbol bajo el que sus pacientes aguardaban tendidos o sentados, y empezó a repartir tazas y pastillas.
—Quiero ser doctor —insistió Joshua con brusquedad.
—¿Sabes lo que cuesta estudiar Medicina? —le dijo ella por encima del hombro—. Ahora explícale a este chico cómo tragarse esto; no sabe nada bien.
Joshua habló y el niño protestó, pero tomó el brebaje. Tenía unos doce años y estaba desnutrido e infectado por varias clases de parásitos.
—Bueno, dígame cuánto cuesta.
—En total, incluyéndolo todo, unas cien mil libras.
—Muy bien; usted me las dará.
—Yo no tengo tanto dinero.
—Entonces, ¿quién le pagó los estudios? ¿El Gobierno? ¿Algún organismo de cooperación internacional?
—No, mi abuela.
—Debe convencer a nuestro Gobierno de que me deje estudiar Medicina y de que seré un buen doctor.
—¿Qué te hace pensar que tu Gobierno negro escuchará a esta diabólica mujer blanca, Joshua?
—El presidente Matthew ha dicho que todos tenemos derecho a la educación, y ésa es la educación que yo quiero. Nos lo prometió cuando los camaradas todavía estaban luchando en la selva; sí, el camarada presidente nos prometió a todos una educación secundaria y una formación, de modo que vaya a ver al presidente y dígale que cumpla con su promesa.
—Veo que tienes mucha fe en las promesas de los políticos. —Sylvia se arrodilló para ayudar a ponerse en pie a una mujer que acababa de dar a luz a un hijo muerto. Al sujetarla, notó que la negra piel estaba áspera y fría al tacto, en lugar de caliente y suave.
—Políticos —repitió Joshua—. ¿Los llama políticos?
Sylvia advirtió que en la mente de Joshua el camarada presidente y su Gobierno negro ocupaban un lugar distinto del de los «políticos», que eran blancos.
—Si elaborase una lista de las promesas que hizo tu camarada Mungozi mientras sus compañeros luchaban en el monte, nos desternillaríamos de risa —replicó Sylvia. Hizo que la mujer apoyase la cabeza en el suelo, sobre una tela plegada que la protegía del barro que se había formado con la lluvia, y preguntó—: ¿Esta mujer tiene algún familiar que pueda darle de comer?
—No. Vive sola. Su marido ha muerto.
—¿De qué?
El sida todavía no se había incorporado del todo a la conciencia colectiva, aunque Sylvia sospechaba que muchas de las muertes que presenciaba no eran lo que parecían.
—Le salieron llagas, estaba demasiado flaco y de repente murió.
—Alguien debería alimentar a esta mujer.
—Tal vez Rebecca pueda darle un poco de la sopa que está preparando para el padre.
Sylvia guardó silencio. Ése era el peor de sus problemas. De acuerdo con su experiencia, los hospitales se encargaban de alimentar a los pacientes, y sin embargo allí el que no tenía familiares no comía. Y si Rebecca aparecía con sopa u otro de los platos que preparaba para el padre McGuire, suscitaría resentimientos. Eso si Rebecca accedía a llevar algo: ella y Joshua no paraban de discutir sobre cuáles eran sus respectivas funciones. «Esta mujer morirá —se dijo Sylvia—. En un hospital decente, seguramente se curaría». Si la metían en un coche y la trasladaban al hospital más cercano, situado a treinta kilómetros, moriría antes de llegar. Aún le quedaba un poco de Complan, un complejo vitamínico en polvo que ella no calificaba de alimento sino de medicina. Le indicó a Joshua que preparase un poco para la mujer, pensando que desperdiciaba unos recursos inestimables en una moribunda.
—¿Para qué? —preguntó Joshua—. No le queda mucho tiempo de vida.
Sin abrir la boca, Sylvia fue al cobertizo, que estúpidamente había olvidado cerrar con llave, y encontró a una vieja intentando alcanzar un medicamento del estante más alto.
—¿Qué quiere?
—Quiero muti, doctora. Necesito muti.
Sylvia oía esa frase con mayor frecuencia que cualquier otra: «Quiero medicina. Quiero muti».
—Entonces vaya adonde están los demás, esperando a que los examine.
—Gracias, gracias, doctora —dijo la vieja entre risas. Salió corriendo de la choza y se internó en el monte.
—Es una skellum —señaló Joshua—. Quiere vender las medicinas en la aldea.
—Olvidé cerrar el dispensario. —Lo llamaba así, burlándose de sí misma en su fuero interno.
—¿Por qué llora? ¿Le da lástima que yo no pueda ser doctor?
—Eso también —respondió Sylvia.
—Yo sé lo que usted sabe. La miro y aprendo. No necesitaría estudiar mucho.
Sylvia mezcló el Complan con agua y se lo llevó a la mujer, a quien ya no le hacía falta: estaba casi muerta, y su respiración se apagaba entre débiles estertores.
Joshua se dirigió a un niño sentado junto a su madre enferma.
—Vuelve a la aldea y dile a Listo que cave una fosa para esta mujer. La doctora le pagará.
Cuando el niño echó a correr, Joshua le comentó a Sylvia:
—Quiero que le enseñe a mi hijo Listo; él es capaz de aprender.
—¿Listo? ¿Se llama así?
—Cuando nació, su madre dijo que quería llamarlo Listo para que fuese listo. Y lo es, así que no se equivocó.
—¿Cuántos años tiene?
—Seis.
—Debería ir a la escuela.
—¿De qué sirve ir a la escuela si no hay director ni libros para aprender?
—Pronto vendrá un director nuevo.
—Pero no hay libros. —Era verdad. Al advertir que Sylvia titubeaba, Joshua volvió al ataque—. Puede venir aquí para que usted le enseñe lo que sabe y yo le enseñe lo que sé. Así los dos seremos doctores.
—No lo entiendes, Joshua. Aquí yo no aprovecho más que una pequeña parte de mis conocimientos. ¿No lo ves? Esto no es un hospital de verdad. En un hospital de verdad hay… —Frustrada, Sylvia desvió la vista y sacudió la cabeza ante la magnitud de lo que pretendía explicar, como solía hacer Joshua: se trataba de un gesto típicamente africano. Luego se agachó, recogió una ramita y empezó a dibujar un edificio de muchas plantas en la tierra mojada. «¿Qué diría Julia si me viese ahora?», se preguntó. Estaba en cuclillas, con las piernas separadas, enfrente de Joshua, que había adoptado una posición parecida, aunque él se sentaba suavemente y con soltura sobre los muslos, mientras que ella luchaba por mantener el equilibrio con una mano apoyada detrás. Cuando hubo terminado el dibujo, añadió—: Un hospital es algo así. Tiene máquinas para hacer radiografías, ¿sabes lo que son las radiografías? Tiene… —Mientras contemplaba los techos de paja, las esteras, el cobertizo que hacía las veces de dispensario, la choza donde parían las mujeres, pensó en el hospital donde se había formado. Los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas.
—Llora porque éste es un hospital malo, pero soy yo, Joshua, el que debería llorar.
—Sí, tienes razón.
—Y debe permitir a Listo que venga aquí.
—Pero debería ir a la escuela. Si no aprueba los exámenes no conseguirá ser médico, ni siquiera enfermero.
—No puedo pagar para que vaya a la escuela.
Sylvia se había hecho cargo de los gastos escolares de cuatro de los hijos de Joshua y de tres de los de Rebecca. El padre McGuire costeaba los estudios a otros dos hijos de Rebecca, pero su sueldo de sacerdote no le alcanzaba para mucho.
—¿No estoy pagando yo?
—No, por él todavía no.
En teoría, las escuelas eran gratuitas. Y al principio lo habían sido. Ante la promesa de que sus hijos recibirían una educación, padres de todo el país habían ayudado a construir escuelas, regalando horas de trabajo y trabajando con auténtica devoción para levantar colegios donde no los había. No obstante, ahora había que pagar una cuota, y cada trimestre, era más alta.
—Espero que no tengas más hijos, Joshua. Es una estupidez.
—Los blancos no quieren que tengamos más hijos porque así seremos más débiles y ustedes podrán hacer lo que quieran con nosotros.
—Eso es ridículo. ¿Por qué crees esas tonterías?
—Yo creo lo que ven mis ojos.
—Sí, y también crees que hay una conspiración de los blancos para mataros mediante el sida. —Él lo llamaba «flaco». «Tiene flaco», decía la gente refiriéndose a la enfermedad que hacía adelgazar. Joshua había asimilado todo lo que ella sabía sobre el sida y seguramente estaba mejor informado que los miembros del Gobierno, que todavía negaban su existencia. Sin embargo, estaba convencido de que el virus procedía de algún laboratorio de Estados Unidos y los blancos lo habían introducido deliberadamente para perjudicar a los africanos.
El hotel Selous de Senga había sido interracial, lo cual lo condenó al oprobio mucho antes de la liberación, y se había convertido en un sitio confortable y anticuado donde solían celebrar nostálgicas reuniones aquellos blancos que habían estado en la cárcel durante el régimen anterior —dominado por los blancos— o habían sido desterrados, proscritos o sencillamente acosados y atormentados. Si bien seguía siendo uno de los mejores hoteles, otros nuevos, más acordes con el gusto internacional, comenzaban a alzarse hacia el cielo «como flechas que señalan el futuro»: una frase del presidente Matthew, citada a menudo en los folletos publicitarios.
Esa noche una mesa de veinte personas destacaba en el salón, donde los comensales menos importantes cambiaban comentarios como «Mira, ahí están los de Dinero Mundial», o «Y allí la gente de Cooperación Internacional». En uno de los extremos de la mesa se hallaba situado Cyrus B. Johnson, director de la sección de Dinero Mundial que se ocupaba de esa especie de Oliver Twist que era África, un impecable caballero de cabello plateado, acostumbrado a ejercer la autoridad. Junto a él estaba Andrew Lennox, de Dinero Mundial, y al otro lado Geoffrey Bone, de Cooperación Internacional. Hacía años que Geoffrey era un experto en temas africanos. Gracias a sus gestiones, centenares de sofisticados tractores de última generación, donados a una ex colonia del norte, se pudrían y oxidaban en las lindes de otros tantos campos: habían faltado piezas, instrucciones y combustible, además del consentimiento de los granjeros locales, que habrían preferido unas máquinas menos ostentosas. Por otra parte, había mandado plantar café en zonas de Zimlia donde los cultivos se habían echado a perder de inmediato. En Kenia, millones de libras desembolsadas por él habían ido a parar a los bolsillos de los corruptos, y en ese momento estaba desembolsando más millones en Zimlia, que correrían la misma suerte. Esos errores no habían representado un obstáculo en su carrera, como quizás hubiese sucedido en tiempos menos complejos. Era subdirector de CI, y estaba en contacto permanente con DM. Lo acompañaba su admirador incondicional, Daniel, cuya melena roja aún parecía un semáforo: el importante cargo de secretario de Geoffrey representaba un premio a tantas décadas de devoción. James Patton, ahora diputado laborista por Shortlands, supuestamente estaba allí en viaje de investigación, pero la verdad era que se había encontrado con el camarada Mo en casa de Johnny y éste le había dicho: «¿Por qué no nos haces una visita?» Esto no significaba que el camarada Mo fuera ciudadano de Zimlia, al menos en mayor medida que de cualquier otro país de África. Aun así, conocía al camarada Matthew —por supuesto, como a todos los presidentes nuevos, al parecer— y cuando estaba en casa de Johnny invitaba a la gente a una especie de África genérica, un lugar benévolo y pujante que recogía a todo el mundo con los brazos abiertos. A él y a sus contactos debía Geoffrey su eminencia; y Dinero Mundial le había ofrecido un puesto a Andrew Lennox cuando trabajaba en una organización rival porque el camarada Mo le había comentado a un individuo influyente que se trataba de un abogado listo y prometedor. Otras personas de esa mesa, entre ellas el camarada Mo, habían frecuentado la casa de Johnny: la ayuda internacional era la heredera legítima de los camaradas. En el extremo opuesto adonde se encontraba Cyrus B. —como lo llamaba afectuosamente medio mundo— estaba el camarada Franklin Tichafa, ministro de Sanidad, un robusto hombre público de vientre voluminoso y doble o triple papada, siempre afable, siempre con una sonrisa en los labios, aunque últimamente sus ojos tendían a eludir las preguntas. Aunque él y Cyrus B. iban mejor vestidos que el resto, no parecían más satisfechos de sí mismos. Esos individuos y varios representantes de otras organizaciones benéficas, esparcidos ese día por distintos hoteles, habían pasado varios días recorriendo Zimlia, parando en ciudades con hoteles aceptables entre visita y visita a lugares pintorescos y famosos parques naturales. Durante los almuerzos, las cenas y los viajes en autocar —que es donde realmente se toman las decisiones que afectan a las naciones— habían convenido en que Zimlia necesitaba un rápido desarrollo de la industria secundaria, ya establecida aunque en estado embrionario; por desgracia tenían problemas con el presiente Matthew, que estaba estancado en la etapa marxista y obstaculizaba todos los planes para convertir Zimlia en un país moderno, y muchas personas intrigaban para acceder a puestos desde donde cosechar los frutos de la pujante marea.
Al día siguiente se rendiría un homenaje a los héroes de la liberación, y el camarada Franklin quería que todos asistieran al acto:
—El camarada presidente se alegrará de verlos —dijo—. Me ocuparé de conseguirles asientos preferentes a todos.
—Yo tengo una reserva para viajar a Mozambique mañana por la mañana —repuso Cyrus B.
—¡Cancélela! Le conseguiré un buen sitio en el avión de pasado mañana.
—Lo lamento, pero tengo una cita con el presidente.
—Tú no te negarás —le dijo Franklin a Andrew en tono autoritario y áspero a causa de un incidente que no recordaba del todo.
—No me queda otro remedio. Pensaba visitar a Sylvia. ¿Te acuerdas de Sylvia?
Franklin miró hacia otro lado y guardó silencio por unos instantes.
—Creo que sí —contestó al cabo—. Era una especie de pariente vuestra, ¿no?
—Sí. Está trabajando como médico en Kwadere. Espero haberlo pronunciado bien.
Franklin sonrió.
—¿En Kwadere? No sabía que ya tuviésemos un hospital allí. No es una región desarrollada.
—Pues tengo que ir a verla, de manera que no podré asistir a vuestra maravillosa celebración.
Una sombra había apagado la chispa de Franklin, que se quedó callado y con el entrecejo fruncido.
Se recobró enseguida y dijo:
—Pero estoy seguro de que nuestro buen amigo Geoffrey asistirá.
Geoffrey se había convertido en un hombre atlético y apuesto que seguía atrayendo tantas miradas como en su adolescencia, y los millones que manejaba a su antojo le habían conferido un brillo casi visible, el brillo de la autosuficiencia.
—Estaré allí, ministro, no me lo perdería por nada del mundo.
—Un viejo amigo como tú no debería llamarme ministro —protestó Franklin, eximiéndolo de la obligación con una sonrisa.
—Gracias —dijo Geoffrey con una pequeña reverencia—. ¿Qué tal ministro Franklin?
Franklin soltó una carcajada de satisfacción.
—Y antes de irte, Geoffrey, quiero que visites mis oficinas.
—Esperaba que me invitaras a conocer a tu esposa y a tus hijos. O mucho me equivoco o tienes seis hijos, ¿verdad?
—Sí, y pronto serán siete. Hijos y problemas económicos —contestó Franklin, mirando fijamente a Geoffrey. A pesar de todo no lo invitó a su casa.
Se oyeron risas comprensivas. Pidieron más vino, pero Cyrus B., alegando que era un viejo que necesitaba dormir, se despidió hasta el congreso del mes siguiente en las Bermudas.
—Tengo entendido que a nuestra amiga Rose Trimble le va muy bien —comentó Franklin—. Nuestro presidente la aprecia mucho.
—Ya lo creo que le va bien —reconoció Andrew con una sonrisa radiante que Franklin interpretó mal.
—¡Erais todos tan buenos amigos! —exclamó—. Me alegra saberlo. Cuando la veas, transmítele mis saludos más cordiales.
—Lo haré cuando la vea —aseguró Andrew aún más afablemente.
—De manera que pronto recibiremos una generosa ayuda —observó Franklin, ligeramente borracho—. Una ayuda muy generosa para nuestro pobre y explotado país.
En este punto el camarada Mo, que aún no había intervenido, observó:
—En mi opinión, no deberíamos necesitar ayuda. África debería salir adelante por sí sola.
Fue como si hubiera dejado caer una bomba en la mesa. Parpadeó, mostrando los dientes con una sonrisa avergonzada y soportando las miradas atónitas. Él y todos sus coetáneos habían pasado por alto o aplaudido las noticias que llegaban de la Unión Soviética; con muchos menos camaradas había celebrado cada nueva matanza cometida en China y con menos aún había arruinado la agricultura de su país, obligando a los infortunados agricultores a crear granjas colectivas —los matones del Gobierno habían agredido y acosado a cualquiera que se resistiese—; la mayor parte de las causas que había alentado o promovido habían terminado en escándalos, pero allí, en ese momento, en esta mesa, en compañía de esas personas, estaba diciendo algo sensato, la verdad, y por expresarla merecía sin duda que le perdonasen todos sus errores.
—No nos hará ningún bien a largo plazo —explicó—. ¿Sabíais que en el momento de la liberación Zimlia se encontraba en el mismo nivel que Francia en la época inmediatamente anterior a la Revolución?
Se oyeron risas, esta vez de alivio. Para empezar, había mencionado a Francia, a la Revolución; estaban nuevamente en territorio seguro.
—No, la Revolución se debió a las malas cosechas, al mal tiempo… Francia era en esencia una nación próspera. Y este país también, al menos hasta que se adoptaron ciertas políticas desafortunadas.
Se produjo un silencio rayano en el pánico.
—¿Qué estás diciendo? —inquirió Daniel, acalorado y molesto, con el rostro encendido bajo la melena roja—. ¿Insinúas que este país estaba mejor bajo el dominio de los blancos?
—No —replicó Mo—. No he dicho eso. ¿Cuándo he dicho eso? —Arrastraba las palabras, y todos comprendieron aliviados que estaba bebido—. Lo que digo es que éste es el país más desarrollado de África después de Sudáfrica.
—¿Y adónde quieres ir a parar? —preguntó el ministro Franklin con amabilidad, disimulando su irritación.
—Quiero decir que deberíais construir unos cimientos sólidos que permitan que el país se sostenga sobre sus propios pies. De lo contrario, Dinero Mundial, Cooperación Internacional y esta organización o aquélla, con la excepción de los presentes —masculló con torpeza, levantando la copa en un saludo que los incluía a todos—, acabarán por deciros lo que tenéis que hacer. Al fin y al cabo este país no se ha declarado zona catastrófica, como otros que ya sabemos. Contáis con una economía sólida y una buena infraestructura.
—Si no te conociera tan bien —señaló el camarada ministro mientras miraba con nerviosismo alrededor, preocupado porque alguien hubiese oído aquellas palabras sediciosas—, diría que estás a sueldo de Sudáfrica; que eres un agente de nuestro poderoso vecino.
—De acuerdo —dijo el camarada Mo—, pero no llames a la policía ideológica todavía. —Pocos días antes habían detenido a varios periodistas por expresar opiniones incorrectas—. Estoy entre amigos. Me limito a decir lo que pienso. Eso es todo.
Se produjo otro silencio. Geoffrey consultó su reloj de pulsera. Obedientemente, Daniel lo miró a él. Varias personas empezaron a levantarse eludiendo los ojos del camarada Mo, que se quedó sentado, en parte por tozudez y en parte porque sabía que le costaría lo suyo mantenerse en pie.
—Tal vez deberíamos tratar este tema más detenidamente, ¿no? —le sugirió a Franklin. Hablaba con calma y confianza: al fin y al cabo hacía años que se conocían y siempre discutían los problemas de África de manera acalorada pero amigable, ¿o no?
—No —repuso Franklin—. No, camarada, yo no tengo nada que añadir al respecto. —Se puso en pie. Un par de negros que habían permanecido sentados en silencio a una mesa cercana también se levantaron, revelándose como sus ayudantes o guardaespaldas.
Franklin saludó con el puño en alto, a la altura del hombro, a Geoffrey, Daniel y otros representantes de la solidaridad internacional y se marchó flanqueado por sus gorilas.
—Me voy a la cama —anunció Andrew—. Tengo que madrugar.
—Me temo que el camarada Franklin ha olvidado que nos prometió asientos para el acto de mañana —comentó Geoffrey con malhumor. Era su reprimenda al camarada Mo.
—Yo me ocuparé de todo —afirmó Mo—. Decid que vais de mi parte. Te reservaré un sitio en la zona VIP.
—Yo también quiero uno —terció el diputado James.
—No te preocupes —repuso el camarada Mo, agitando las manos como si distribuyera riquezas, invitaciones, entradas—. No perdáis el sueño. Ya veréis que os dejan entrar. —La hora de la verdad había pasado; lo había derrotado el demonio: la «presión de sus iguales».
La mañana de la llegada de Andrew surgieron problemas en el hospital. Cuando Sylvia pasó entre los arbustos nuevamente polvorientos vio gallinas tendidas, jadeando con los picos muy abiertos, y esta vez la causa no era el calor. Sus bebederos y comederos estaban vacíos. Encontró a Joshua bamboleándose, con un cuchillo en la mano, junto a una aterrorizada joven agachada y con las manos alzadas para protegerse. Era como si fuese a asesinarla, y observó que la mujer tenía un brazo hinchado. Sylvia le arrebató el cuchillo.
—Te advertí que si volvías a fumar dagga, te echaría. Se ha acabado, Joshua. ¿Lo entiendes? —Sobre ella se erguía el corpulento y amenazador cuerpo del hombre de rostro furioso y ojos enrojecidos—. Y las gallinas se están muriendo. No tienen agua.
—Eso es trabajo de Rebecca.
—Acordasteis que lo harías tú.
—Tiene que hacerlo ella.
—Ahora vete. Largo de aquí.
Ofendido, Joshua se dirigió a un árbol situado a unos veinte metros de distancia y se sentó debajo con la cara apoyada en las manos. Casi de inmediato se desplomó, dormido o inconsciente. Su hijo pequeño, Listo, contemplaba la escena. Había adquirido la costumbre de rondar por el hospital, esperando que le asignaran cualquier tarea.
—Listo —le dijo Sylvia—, ¿quieres darles agua y comida a las gallinas?
—Sí, doctora Sylvia.
—Te enseñaré a hacerlo.
—No es necesario. Ya sé.
Sylvia lo observó mientras iba en busca de agua, llenaba los bebederos y arrojaba grano en los comederos. Las gallinas corrieron hasta las latas con agua y bebieron con avidez, pero una de ellas estaba demasiado débil para levantarse. Sylvia le indicó al niño que se la llevase a Rebecca.
A Andrew no le había resultado fácil alquilar la clase de vehículo a la que estaba habituado. Todos los coches eran viejos y espantosos. «¿No tienen nada más? —Sabía que todos los coches importados iban a parar directamente a manos de los miembros de la nueva élite pese a que, por otro lado, Zimlia intentaba fomentar el turismo. Le dijo a la joven negra del mostrador—: Deberían conseguir automóviles mejores si quieren atraer a los turistas».
El rostro de la chica le indicó que estaba de acuerdo, aunque él no era quién para criticar a sus superiores. Aceptó un Volvo abollado, preguntó si llevaba rueda de recambio y le contestaron que sí, pero que no estaba en muy buenas condiciones, y puesto que le corría prisa, Andrew decidió arriesgarse. Sylvia le había dado instrucciones precisas: «Toma la carretera de la presa de Kudú, cruza el paso Black Ox y cuando veas un pueblo grande, toma el camino de tierra de la derecha, recorre unos siete kilómetros, gira a la derecha cuando topes con un gran baobab y quince kilómetros más adelante verás el cartel de la misión de San Lucas en el mismo indicador de la granja de Pyne».
El paisaje le pareció impresionante, majestuoso pero inhóspito, demasiado seco y polvoriento, aunque sabía que había llovido recientemente. Si bien había viajado a Zimlia en numerosas ocasiones, nunca se había visto obligado a encontrar solo un lugar. Se perdió, pero cuando por fin vislumbró el cartel de la granja de Pyne vio a un blanco alto que agitaba los brazos. Se detuvo y el hombre le dijo: «Soy Cedric Pyne. ¿Le importaría llevar esto a la misión? Sabíamos que vendría». El granjero depositó un saco grande en el asiento trasero y echó a andar hacia la casa, que estaba a varios centenares de metros. Andrew dedujo que Pyne u otra persona había permanecido atento al camino, esperando que apareciese la polvareda de un automóvil. Camino de la misión, avistó una pequeña casa de piedra rodeada de árboles del caucho y más allá una serie de edificios bajos, semejantes a barracas, que seguramente pertenecían a la escuela. Aparcó. Una negra risueña salió al porche y le informó de que el padre McGuire se encontraba en la escuela y la doctora Sylvia no tardaría en llegar.
Andrew subió al porche y la siguió al interior del salón, donde ella lo invitó a sentarse.
Andrew conocía el África de los presidentes, los funcionarios gubernamentales y los hoteles elegantes, pero nunca había descendido al África que estaba viendo en ese momento. Aquella miserable estancia lo ofendía, precisamente porque constituía un desafío. Cuando hablaba del Dinero Mundial, cuando regalaba Dinero Mundial, cuando se comportaba como administrador de una inagotable fuente de riquezas… bueno, todo estaba destinado a sitios como ése, ¿no? Pero aquello era una misión, ¡por Dios! Pertenecía a la Iglesia católica, ¿no? ¿No se suponía que eran ricos? Había un roto en la cortina de cretona que pretendía interceptar el resplandor de un sol apenas lo bastante alto para no dar de lleno en ella. Diminutas hormigas negras caminaban por el suelo. La mujer le ofreció un vaso de zumo de naranja. Caliente. ¿No tenían hielo?
La cocina, adonde la negra había regresado, se encontraba a su derecha. A la izquierda había otra puerta, que estaba entornada. Suspendida de un clavo había una bata que Andrew reconoció como de Sylvia. Entró en la habitación. El suelo y las paredes de ladrillo, así como el brillante y pálido techo de caña, que para Sylvia ya era como una segunda piel, se le antojaron degradantemente precarios. Qué estancia tan pequeña, tan austera. Sobre la cómoda había fotografías en marcos de plata. Allí estaba Julia, y allí Frances. Desde una foto suya, tomada cuando tenía veinticinco años, una cara amable y enigmática le devolvió la sonrisa. Dolía verse más joven; se volvió, tocándose inconscientemente la cara como para recuperar aquel rostro terso e inocente. Burlándose de las cosas que lo rodeaban, tan hostiles para él —como ese pequeño crucifijo—, pensó que no había comido del árbol del bien y del mal. Estudió con atención el crucifijo, que definía a una Sylvia que él no conocía en absoluto, esforzándose por aceptarlo, por aceptarla a ella. Su ropa colgaba de clavos. Su calzado, en su mayor parte sandalias, estaba alineado contra la pared.
Al oír que alguien se acercaba, se asomó a la ventana que daba al porche y vio a Sylvia subir por el sendero. Llevaba tejanos, una camisola holgada parecida a la de la sirvienta negra y el cabello, decolorado por el sol, recogido con una cinta elástica. Entre sus cejas había un profundo surco de preocupación. Tenía la piel reseca y de color marrón oscuro. Estaba más delgada que nunca. Andrew salió, ella corrió hacia él y se estrecharon en un abrazo lleno de amor y recuerdos.
Andrew quiso conocer el hospital, pero ella se resistió a llevarlo, pues sabía que no acabaría de entender lo que viese: ¿cómo iba a comprenderlo, cuando ella había tardado tanto tiempo en acostumbrarse? Sin embargo bajaron la cuesta juntos, y le enseñó lo que ella llamaba el dispensario, los cobertizos y la amplia choza de la que parecía tan orgullosa. Algunos negros yacían sobre las esteras o debajo de los árboles. Un par de hombres emergieron del monte, tendieron sobre una camilla —hecha de ramas y cubierta de hojas entrelazadas para proporcionarle blandura— a una mujer que Andrew dio por dormida y se la llevaron. «Ha muerto —explicó Sylvia—. De parto. Pero estaba enferma. Sé que tenía el sida». Andrew se preguntó qué esperaba que respondiese, si acaso esperaba una respuesta. Se la veía… ¿qué? ¿Enfadada? ¿Resignada?
Cuando regresaron a la casa se encontraron con el padre McGuire. A Andrew le cayó mal, por lo que se puso a hablar, como solía hacer en las situaciones incómodas. Pasaba la mayor parte de su tiempo en comisiones, congresos o conferencias, siempre presidiendo y coordinando a personas de centenares de países que representaban exigencias e intereses encontrados. Ningún hombre merecía más ese adjetivo técnico de «moderador»: eso era él, y su trabajo consistía en allanar caminos y abrir avenidas. Algunos moderadores recurren al silencio, permanecen sentados con cara inexpresiva y sólo salen a la palestra para formular sus conclusiones, y en cambio otros optan por hablar, y Andrew estaba acostumbrado a dirimir discrepancias con su amable y civilizada verborrea, así como a ver rostros recelosos que se relajaban y esbozaban sonrisas optimistas.
En ese momento hablaba de la cena de la noche anterior, que descrita por él se convirtió en una comedia social relativamente graciosa que habría hecho reír a los oyentes que conocieran el contexto. Pero aquellos dos ni siquieran esbozaron una sonrisa —tampoco la negra—, y Andrew pensó: «Es natural, son unos paletos, no están acostumbrados a…» Sylvia y el sacerdote continuaban de pie junto a las sillas, mientras que él ya estaba sentado, listo para tomar el mando, esperando que sonrieran. No se los estaba ganando, no, en absoluto, y los vio intercambiar una mirada que lo explicó todo: querían bendecir la mesa. Andrew enrojeció, enfadado consigo mismo.
—Lo lamento mucho —se disculpó, levantándose.
El padre McGuire recitó unas palabras en latín que Andrew no entendió, y Sylvia dijo «amén» con una voz clara que despertó en él recuerdos de una vida pasada y lejana.
Se sentaron. Andrew guardó silencio, avergonzado de la metedura de pata que a su juicio acababa de cometer.
La negra, cuyo nombre, según le informaron, era Rebecca, sirvió el almuerzo: el pollo que había muerto esa mañana de deshidratación. Estaba duro. El padre McGuire le hizo notar a Rebecca que no había que cocinar un pollo cuando se lo acababa de matar, pero ella respondió que quería ofrecerle algo especial al visitante. También había preparado gelatina, y el sacerdote comentó que deberían recibir visitas más a menudo.
Consciente de que Andrew estaba mirándola, Sylvia hizo un esfuerzo para comer su ración de pollo y se tragó la gelatina como si fuese un medicamento.
Andrew quería conocer la historia del hospital. Lo había horrorizado tanto como la presencia de Sylvia en él, ¿Cómo podían llamar hospital a un sitio tan sórdido? Sylvia, el padre McGuire e incluso Rebecca, que estaba de pie junto a la puerta de la cocina, escuchando con las manos enlazadas, percibieron su disgusto y sus recelos. No le gustaba Rebecca. Y le molestaba profundamente que Sylvia presentara un aspecto semejante al de ella: la camisola nativa y ciertos ademanes, gestos y miradas de los que no parecía consciente. Andrew pasaba mucho tiempo con «personas de color», y ¿no parecía Sylvia una de éstas con esa pinta y casi tan morena como Rebecca? Estaba seguro de no tener prejuicios raciales. No, se trataba más bien de prejuicios de clase, y a menudo unos y otros se confunden. ¿Cómo era posible que Sylvia se abandonara de esa manera?
Todos estos pensamientos, que su rostro reflejaba pese a sus sonrisas y su característico encanto social, estaban ganándose la reprobación de aquel trío, dos de cuyos miembros le inspiraban una profunda antipatía.
Las emociones del padre McGuire afloraron de la siguiente manera:
—¿Cómo se le ocurrió ponerse ese traje blanco para venir a esta región polvorienta?
Andrew era consciente de que había sido una idiotez. Poseía una docena de trajes de lino blancos o color crema, que en sus viajes por el Tercer Mundo le conferían una apariencia fresca y elegante. Sin embargo, hoy estaba cubierto de polvo, y había notado que Sylvia lo inspeccionaba con ojo crítico, interpretando el traje como un síntoma negativo.
—Es una suerte que no vieras el hospital en el estado en que se encontraba cuando llegué —dijo Sylvia.
—Es verdad —convino el padre McGuire—. Si se ha escandalizado por lo que ha visto ahora, ¿qué hubiera pensado entonces?
—Yo no he dicho que me escandalizara.
—Estamos acostumbrados a leer ciertas expresiones en la cara de nuestros visitantes —repuso el sacerdote—, pero si quiere entender la situación, pregúntele a la gente de nuestra aldea lo que piensa del hospital.
—Pensamos que la doctora Sylvia es una enviada de Dios —intervino Rebecca.
Aquello hizo callar a Andrew. Seguían sentados a la mesa, bebiendo un café insípido por el que el padre McGuire pidió disculpas; costaba encontrar por allí un café decente, los artículos importados eran carísimos y había escasez de todo a causa de la incompetencia, porque de eso se trataba… Prosiguió con su letanía de quejas hasta que tomó conciencia de sus palabras; entonces suspiró y se interrumpió.
—Que Dios me perdone por quejarme de una insignificancia como el café.
Andrew comprendió que no le contarían la historia del hospital, y que él era el único culpable de ello. Quería marcharse, pero le habían programado una visita a la escuela. Tendrían que salir a la calurosa y cegadora luz que se colaba por la ventana. El padre McGuire anunció que iba a echar una cabezada y se retiró a su habitación. Andrew y Sylvia permanecieron en su sitio, ambos con ganas de dormir un rato pero resistiéndose a la tentación. Rebecca entró a recoger los platos sucios.
—¿Ha traído los libros? —le preguntó directamente a Andrew.
Sylvia bajó los ojos como si hubiese querido hacer la misma pregunta pero no se hubiera atrevido. Le había enviado una lista de libros después de que él telefoneara para anunciar su visita. Andrew no se había acordado, a pesar de que Sylvia había escrito «por favor, por favor» al final de la lista.
—Lo siento, me olvidé —respondió.
La negra lo miró fijamente, con incredulidad. Rompió a llorar y salió corriendo del salón, dejando la bandeja en la mesa. Sin levantar la vista, Sylvia comenzó a colocar los platos y las tazas sobre la bandeja.
—Significan mucho para nosotros —murmuró—. Sé que no entenderías cuánto.
—Te los enviaré por correo.
—Se perderían o los robarían por el camino. No importa. Olvídalo.
—No lo olvidaré, por supuesto que no.
Entonces recordó que en la habitación de Sylvia había visto una estantería y, encima de ella, una tarjeta que rezaba «Biblioteca».
—Un momento —dijo y entró en el cuarto. Ella lo siguió.
Sobre los estantes había dos libros, un diccionario y un ejemplar de Jane Eyre. En una hoja de papel clavada a la pared estaba anotado lo siguiente: «Libros de la biblioteca. Retirados. Devueltos. El viaje del peregrino. El señor de los anillos. Cristo se detuvo en Eboli. Las uvas de la ira. Llanto por la tierra amada. El alcalde de Casterbridge. La Santa Biblia. El idiota. Mujercitas. El señor de las moscas. Rebelión en la granja. Santa Teresa de Avila». Se trataba de los libros que Sylvia había llevado consigo y los que habían donado algunos visitantes, atendiendo a sus súplicas.
—Curiosa colección —observó Andrew con humildad. Estaba tan conmovido que se le saltaron las lágrimas.
—Ya lo ves —dijo Sylvia—. Necesitamos libros. Les encantan y no es nada fácil conseguirlos, por eso éstos están tan manoseados.
—Te prometo que te enviaré los que me pediste.
Ella guardó silencio. Calló con una actitud que Andrew supuso que había aprendido a adoptar y que ahora mismo estaba practicando. Sospechó que rezaba para sus adentros, pidiendo paciencia.
—Mira, tú no entiendes lo importantes que son los libros aquí —intentó explicar—. Ver a alguien sentado en una choza por la noche, leyendo a la luz de una vela…, ver a alguien que apenas sabe leer, esforzándose… —Se le quebró la voz.
—Oh, Sylvia, lo lamento muchísimo.
—No te preocupes.
La lista que le había enviado estaba en el maletín que había llevado consigo: ¿por qué? Porque siempre lo llevaba consigo.
Las flores de María. Teoría y práctica de la agricultura en el África subsahariana. Cómo escribir en buen inglés. Las tragedias de Shakespeare. Los desnudos y los muertos. Sir Gawain y el Caballero Verde. El jardín secreto. Manual de ingeniería práctica. Mowgli. Las enfermedades del ganado en el sur de África. Sbaka, el rey zulú. Jude el oscuro. Cumbres borrascosas. Tarzán. Y así sucesivamente.
Volvió a la sala. El padre McGuire estaba de nuevo allí, tras recuperar las fuerzas. Cuando los dos hombres salieron al furioso resplandor del sol, Sylvia se arrojó sobre la cama, llorando. Había prometido a quienes acudían una y otra vez a la casa en busca de libros que estaba a punto de recibir una nueva remesa. Se sentía abandonada. Andrew siempre había representado para ella la ternura y la bondad perfectas; era el dulce hermano mayor a quien podía contarle o pedirle cualquier cosa, pero se había convertido en un extraño. ¡Ese deslumbrante traje blanco…! ¿Cómo se le había ocurrido vestirse de lino blanco para visitar la misión de San Lucas? Esa tela debía de tener el tacto de una crema espesa entre los dedos. Ese traje entrañaba una ofensa muy sutil hacia ella, el padre McGuire y Rebecca. En otro tiempo habría podido decírselo y ambos se habrían reído de ello.
Durmió, se despertó y preparó té: Rebecca no volvería hasta la hora de la cena. Había hecho galletas para el visitante.
Los dos hombres regresaron. Aunque Andrew sonreía, estaba silencioso y parecía agotado; no había dormido.
—Aquí está mi té —dijo el padre McGuire—. Te aseguro que lo necesito, pequeña, vaya si lo necesito.
—¿Y bien? —preguntó Sylvia en tono agresivo dirigiéndose a Andrew, pues sabía lo que había visto.
Seis edificios, cada uno con cuatro aulas abarrotadas de alumnos, desde niños hasta hombres y mujeres jóvenes. Habían recibido a este representante de las altas esferas del poder con exagerada efusividad y luego se habían quejado de que necesitaban libros de texto. «¿Cómo vamos a hacer los deberes, señor? ¿Cómo vamos a estudiar?»
No había un solo atlas ni un globo terráqueo en toda la escuela. Cuando les había interrogado al respecto, los alumnos no habían entendido de qué les hablaba. Los afligidos y frustrados jóvenes maestros se lo habían llevado aparte para suplicarle que les consiguiese libros que les enseñaran a enseñar. Tenían entre dieciocho y veinte años, pocos estudios y ninguna preparación pedagógica.
Andrew nunca había estado en un lugar más deprimente: aquello no era una escuela. El padre McGuire lo había escoltado de un edificio al otro, caminando a toda prisa por el polvo para huir del sol y refugiarse en las zonas de sombra, presentándolo como un amigo de Zimlia. Su fama como miembro de Dinero Mundial —aunque el padre McGuire no había pronunciado esas palabras mágicas— se había difundido por toda la escuela. Lo recibieron con gritos de alegría y con canciones, y mirara donde mirase veía caras expectantes.
—Le contaré la historia de este lugar —le había dicho el sacerdote—. Nosotros, los miembros de la misión, tuvimos una escuela aquí durante muchos años, desde los principios de la colonia. Era una buena escuela. No había más de cincuenta alumnos. Algunos de ellos ocupan ahora cargos en el Gobierno. ¿Sabía que la mayoría de los gobernantes africanos se educaron en las escuelas de las misiones? Durante la guerra, el camarada presidente Matthew prometió que todos los niños del país podrían acceder a la educación secundaria. Se construyeron escuelas por todas partes. Pero no hay maestros, no hay libros ni cuadernos. Cuando el Gobierno tomó las riendas de nuestra escuela…, bueno, fue el fin. No creo que uno solo de los niños que hoy ve aquí lleguen a ser miembros del gabinete; de hecho, nunca ocuparán puestos que requieran cierto nivel de educación. —Después de beber un sorbo de té, agregó—: Las cosas mejorarán. Le ha tocado ver lo peor. Ésta es una región muy pobre.
—¿Hay muchas escuelas como ésta?
—Sí, desde luego —respondió el padre McGuire con sinceridad—. Muchas. Muchísimas.
—¿Y qué pasará con esos niños? Aunque muchos parecen adultos.
—Serán desempleados —contestó el padre McGuire—. Desempleados, sí, con toda seguridad.
—Debería marcharme —se excusó Andrew—. Mi vuelo sale a las nueve.
—Ahora, si me permite el atrevimiento, ¿existe alguna posibilidad de que haga algo por nosotros, por la escuela, por el hospital? ¿Pensará en nosotros cuando regrese a la paz y la tranquilidad de…? ¿Dónde ha dicho que está la sede de su organización?
—En Nueva York. Pero creo que ha entendido mal la situación. Destinaremos fondos a Zimlia, un préstamo muy importante, pero no…
—¿Quiere decir que somos indignos de su atención?
—De la mía no —dijo Andrew con una sonrisa—, pero Dinero Mundial trabaja con las altas esferas de… Sea como fuere, hablaré con alguien. Me pondré en contacto con Cooperación Internacional.
—Se lo agradeceríamos mucho —dijo el padre McGuire.
Sylvia guardaba silencio. El pliegue de su entrecejo la hacía parecer una bruja enfurruñada.
—¿Por qué no te tomas unas vacaciones y vas a verme a Nueva York? —le propuso.
—Te convendría, niña —dijo el padre McGuire—. Sí, te convendría.
—Gracias, lo pensaré. —No lo miró.
—¿Y podría usted dejar un paquete en casa de los Pyne? —pidió el sacerdote a Andrew—. Sólo dejarlo en la puerta. No hace falta que entre si tiene prisa.
Fueron hasta el Volvo y pusieron el paquete para los Pyne en el asiento trasero.
—Te enviaré los libros, cariño —le aseguró a Sylvia.
Un par de semanas después un mensajero especial, un motorista de Senga, les llevó un saco. Contenía libros, enviados por avión desde Nueva York hasta Senga, recogidos por InterGlobe, que se encargó de pasarlos por la aduana, y transportados en moto hasta allí.
—¿Cuánto ha costado el envío? —quiso saber el padre McGuire, tras ofrecer una taza de té al exiliado de las brillantes luces de Senga.
—¿Se refiere a la suma total? —preguntó el mensajero, un elegante negro de uniforme—. Bueno, aquí lo pone. —Sacó un papel—. El remitente se gastó unas cien libras —añadió, impresionado por la suma.
—Con eso podríamos construir una sala de lectura, o una guardería infantil —observó Sylvia.
—A caballo regalado no le mires el dentado —sentenció el padre McGuire.
—Pues yo se lo estoy mirando —replicó ella, repasando la lista de libros. Andrew se la había pasado a su secretaria, y ésta la había perdido. Por lo tanto, había ido a la librería más cercana y había comprado todos los éxitos de venta, sintiéndose satisfecha de sí misma, incluso saciada, como si los hubiera leído ella misma: se había propuesto empezar a leer muy pronto. Aquellas novelas resultaban inapropiadas para la biblioteca de Sylvia—. Todo el que pide recibe y el que busca encuentra.
La historia del hospital, que Andrew no había llegado a oír, era la siguiente: durante la guerra de la liberación, aquella región había estado atestada de combatientes, porque sus colinas, cuevas y barrancos la hacían ideal para la lucha guerrillera. Una noche el padre McGuire había despertado y visto a un joven de pie junto a su cama, apuntándolo con un arma. «Levántese con las manos en alto», le había ordenado. El sacerdote, todavía adormilado, empezó a levantarse con lentitud, y el guerrillero le juró que lo mataría si no se daba prisa. Era un muchacho de dieciocho años, o menos, y estaba tan asustado como el padre McGuire: el fusil temblaba.
—Tranquilo, ya voy —respondió, el padre McGuire, poniéndose de pie con torpeza. Sin embargo, no podía mantener las manos en alto; las necesitaba para ponerse la bata mientras el chico sacudía el arma en un gesto apremiante—. ¿Qué quieres?
—Queremos medicinas, queremos muti. Uno de nuestros hombres está muy enfermo.
—Entonces acompáñame al cuarto de baño. —En el botiquín no había más que píldoras para la malaria, aspirinas y algunas vendas—. Llévate lo que quieras.
—¿Es todo lo que tiene? No le creo —Aun así cogió todo lo que había y añadió—: Queremos que venga un médico.
—Vamos a la cocina —dijo el sacerdote. Una vez allí le indicó—: Siéntate. —Preparó té y sirvió unas galletas, que desaparecieron en el acto. Sacó un par de hogazas que había horneado Rebecca y se las entregó al joven junto con un poco de embutido. Todo fue a parar a un fardo de tela.
—¿Cómo quieres que consiga un médico? ¿Qué sugieres que les diga? Vosotros no hacéis más que tender emboscadas en la carretera.
—Diga que está enfermo y que necesita un médico. Cuando crea que esté por llegar, ate un trapo a esa ventana. Estaremos vigilando y traeremos a nuestro compañero. Está herido.
—Lo intentaré —prometió el cura.
Antes de internarse en la oscuridad, el joven se volvió.
—No le diga a Rebecca que hemos estado aquí —le advirtió en tono amenazador.
—¿Conoces a Rebecca?
—Nosotros conocemos a todo el mundo.
El padre McGuire reflexionó por un instante y luego escribió a un colega de Senga pidiendo un médico para un caso especial. Debía viajar mientras hubiera luz, no detenerse bajo ninguna circunstancia y llevar un arma. «Y no le comente nada a nuestras queridas hermanas, para no alarmarlas». Una llamada telefónica: una conversación discreta, aparentemente sobre el tiempo y el estado de las cosechas. Luego: «Iré a verle con el padre Patrick, que estudió Medicina».
El cura ató un trapo a la ventana y rezó para que Rebecca no reparase en él. Ella no dijo nada: él sabía que entendía mucho más de lo que aparentaba. Llegó el coche con los sacerdotes. Esa noche aparecieron dos guerrilleros y les informaron que su camarada estaba demasiado enfermo para trasladarlo. Necesitaban antibióticos. Los curas habían traído una buena provisión de fármacos, entre los que había antibióticos. El padre Patrick recomendó los más convenientes y los guerrilleros se marcharon, no sin antes comer hasta hartarse y vaciar la despensa.
El padre McGuire no se marchó de esa casa en la que cualquiera podía entrar cuando quisiera. Las monjas vivían rodeadas de vallas de seguridad, pero él las detestaba: cada vez que las visitaba se sentía como un prisionero. En su casa estaba indefenso; sabía que lo vigilaban y que corría el riesgo de que lo matasen: habían asesinado a varios blancos no muy lejos de allí. Cuando la guerra terminó, los dos guerrilleros se presentaron para expresarle su gratitud. Rebecca les dio de comer, aunque sólo porque el cura se lo ordenó. «Son mala gente», dijo.
El padre McGuire se interesó por la salud del herido: había muerto. Días después avistó de nuevo a los jóvenes por los alrededores: estaban sin empleo y furiosos porque habían creído que tras la liberación conseguirían un buen empleo y una vivienda digna. Contrató a uno de ellos para que se ocupara de pequeños trabajos de mantenimiento en la escuela. El otro era el hijo mayor de Joshua, que entró a estudiar en una clase llena de niños pequeños: aunque hablaba el inglés bastante bien, no sabía leer ni escribir. Además, estaba enfermo, muy delgado y cubierto de llagas.
El padre McGuire no había hablado de ellos con nadie hasta que le contó la historia a Sylvia. Rebecca no hablaba de los jóvenes. Las monjas no sabían de su existencia.
El cura se vio obligado a tener en la casa una cantidad cada vez mayor de medicamentos, porque la gente se los pedía. Mandó construir los cobertizos, incluido el que estaba al pie de la colina, y solicitó que le enviasen un médico de Senga: el camarada presidente Matthew había prometido atención médica gratuita para todo el mundo. Le mandaron un joven que no había terminado los estudios de enfermería por culpa de la guerra. El padre McGuire no se enteró de ello hasta una noche en que el joven se emborrachó y le preguntó si lo ayudaría a acabar la carrera. «Cuando dejes de beber —contestó el padre McGuire—, te escribiré una carta de recomendación». No obstante, la guerra había trastornado a aquel guerrillero, que se había visto envuelto en ella a los veinte años: era incapaz de dejar la bebida. Se trataba del «doctor» del que Joshua le había hablado a Sylvia. En una larga carta dirigida a sus colegas de Senga, el padre McGuire se había quejado de que en la aldea no había médico y el hospital más cercano estaba a treinta kilómetros de distancia. Resultó que un sacerdote había conocido al padre Jack y a Sylvia durante una visita a Londres. Y así había comenzado todo.
Sin embargo, tenían previsto construir un buen hospital a diez kilómetros de allí, y cuando se inaugurara podrían desmantelar ese lugar vergonzoso, como lo llamaba Sylvia. «¿Por qué vergonzoso? —preguntó el padre McGuire—. Es muy útil. El día de tu llegada fue dichoso para nosotros. Eres una bendición para esta aldea». ¿Y por qué las hermanitas de la colina no habían sido una bendición?
Las cuatro que habían estado expuestas a los peligros de la guerra no siempre habían vivido recluidas detrás de una verja. Habían enseñado en la escuela cuando ésta era buena. Se habían marchado después del conflicto. Eran blancas, pero las reemplazaron unas jóvenes negras cuyos hábitos azules y blancos las diferenciaban de las demás mujeres negras y les permitían huir de la pobreza, las desgracias y el peligro. Carecían de estudios, de manera que no podían impartir clases. Y habían acabado en ese sitio, que para ellas no era un refugio contra la pobreza, sino un horrible recordatorio de su existencia. Había cuatro monjas: la hermana Perpetua, la hermana Grace, la hermana Úrsula y la hermana Boniface. El «hospital» no era tal en el momento de su llegada, y cuando Joshua les ordenó que acudieran allí cada día, se encontraron con el mismo escenario del que habían escapado: bajo el dominio de un negro que esperaba ser servido. Buscaron excusas para no volver y el padre McGuire no insistió: de hecho, eran bastante inútiles. Habían escogido el refinamiento, no heridas supurantes. Cuando Sylvia llegó, la enemistad entre él y las monjas era tal que cada vez que se encontraban ellas le decían que rezarían por él, y a cambio recibían pullas, insultos y maldiciones.
Lavaban las vendas y los apositos, aunque se quejaban de que estaban asquerosamente sucios, pero sólo se volcaban de verdad con la capilla, bonita y agradable como las iglesias que las habían inducido a tomar los hábitos. Cuando eran niñas, no había edificios más limpios ni hermosos en kilómetros a la redonda, y ahora la iglesia de San Lucas, al igual que aquéllos, estaba siempre inmaculada, porque la limpiaban varias veces al día, sacaban brillo a las imágenes de Cristo y la Virgen María, y cuando entraba polvo corrían a cerrar las puertas y las ventanas y lo recogían antes de que llegara a asentarse. Las monjas estaban allí para servir a la iglesia y al padre McGuire, y cada vez que éste se acercaba, según Joshua, que las imitaba, cloqueaban como gallinas.
Enfermaban a menudo, porque de ese modo tenían una excusa para volver a Senga, a casa de mamá.
Joshua se pasaba el día sentado debajo de la gran acacia, mientras el sol y las sombras se sucedían sobre él, observando lo que ocurría en el hospital, aunque a menudo sus ojos distorsionaban las imágenes. Fumaba dagga casi sin parar. Su hijo pequeño, Listo, siempre estaba con Sylvia, que a partir de cierto momento tuvo otro acompañante infantil: Zebedee. Ninguno de los dos se asemejaba remotamente a la imagen del adorable negrito de largas y rizadas pestañas que conmueve a los sensibleros. Eran muy delgados, y en sus huesudas caras ardían unos ojos hambrientos de conocimientos y —como se hizo evidente— de comida. Llegaban al hospital a las siete de la mañana, sin desayunar; Sylvia los llevaba a la casa y les daba pan con mermelada delante de Rebecca, que una vez señaló que sus niños no comían pan con mermelada sino gachas frías, y no siempre. El padre McGuire le comentó que se había convertido en la madre de dos niños y que esperaba que supiese lo que hacía. «Pero si ya tienen una madre», replicó Sylvia, y él le contestó que no, que había muerto en una de las violentas carreteras de Zimlia, y el padre, de malaria, de modo que los chicos habían quedado bajo la responsabilidad de Joshua, a quien llamaban padre.
Sylvia experimentó un profundo alivio al oír esa historia. Joshua ya había perdido dos hijos —uno de ellos hacía poco— y ella sabía que: no por «neumonía», como constaba en el certificado de defunción. Así pues, esos niños no eran «de la misma sangre» que Joshua: qué útil, qué dolorosamente pertinente se había vuelto esa vieja expresión. Ambos eran avispados, tal como había asegurado Joshua: su hermano había sido maestro y su cuñada la primera de la clase. Los pequeños, que se fijaban en cada movimiento de Sylvia y la imitaban, observaban su cara y sus ojos mientras hablaba, adivinando lo que quería que hiciesen antes de que lo dijera; cuidaban a los pollos y a las gallinas ponedoras, recogían los huevos sin romper uno solo y corrían de aquí para allá con medicinas para los pacientes. Se acuclillaban junto a ella cuando restituía en su sitio miembros dislocados o practicaba incisiones, y a Sylvia le costaba acordarse de que tenían cuatro y seis años y no el doble de edad. Absorbían la información como esponjas. Sin embargo, no iban a la escuela. Sylvia los citaba en la casa a las cuatro de la tarde, cuando terminaba la jornada en el hospital, y les impartía clases particulares. Otros niños quisieron unirse al grupo, al igual que Rebecca. Pronto se encontró dirigiendo una especie de guardería infantil. No obstante, cuando los demás niños dijeron que querían trabajar en el hospital, como Listo y Zebedee, respondió que no. ¿Por qué hacía favoritismos con ellos? No era justo. Puso la excusa de que eran huérfanos. Pero en la aldea había otros huérfanos.
—Bueno, niña —comentó el cura—, ya entiendes por qué África le rompe el corazón a la gente. ¿Conoces la historia del hombre a quien le preguntaron por qué caminaba por la playa después de una tormenta, devolviendo al agua las estrellas de mar que arrastraba la corriente, si de todos modos morirían miles de ellas? Respondió que lo hacía porque las pocas que salvase se sentirían dichosas de regresar al mar…
—¿Hasta la siguiente tormenta, padre? ¿Era eso lo que iba a decir?
—No, aunque quizá lo piense. Y me preguntaba si tú también estarías empezando a pensar de esa manera.
—¿Se refiere a que empiezo a pensar con mayor realismo, como usted dice, padre?
—Sí, exactamente. Aunque ya te he repetido muchas veces que eres más idealista de lo que te conviene.
El camión Studebaker, un trasto donado por los Pyne a la misión para reemplazar el que acababa de estropearse definitivamente, los esperaba en la carretera. Sylvia le había pedido a Rebecca que avisara en la aldea que iría al Centro de Desarrollo y que se ofrecía a llevar a seis personas en la caja. Ya habían trepado unas veinte. Con Sylvia iban Rebecca y dos de sus hijos: ésta había insistido en que esta vez les consintiese un capricho a ellos, en lugar de a los hijos de Joshua.
Sylvia advirtió a los que estaban en la caja que los neumáticos eran muy viejos y podían estallar. Nadie se movió. La misión había solicitado neumáticos, aunque fueran de segunda mano, pero ya se había perdido toda esperanza de recibirlos. Luego habló Rebecca, primero en la lengua local y luego en inglés. Nadie se movió, y una mujer le dijo a Sylvia: «Conduzca despacio y no pasará nada».
Sylvia, Rebecca y los dos niños se sentaron en la cabina. El camión arrancó y avanzó a paso de tortuga. En el cruce de la granja les hizo señas el cocinero de los Pyne, que quería ir al Centro de Desarrollo porque no quedaba comida en la casa y su mujer… Rebecca se echó a reír, y en la caja sonaron fuertes carcajadas cuando el hombre subió y se las ingenió para hacerse sitio. Rebecca se volvió; atrás todos reían y le tomaban el pelo al cocinero: Sylvia nunca sabría por qué motivo.
El Centro de Desarrollo se hallaba a siete kilómetros de la misión. El Gobierno blanco había concebido la idea de crear una red de núcleos —cada uno con una tienda, una oficina de la administración, una comisaría, una iglesia, un taller mecánico— alrededor de los cuales se desarrollarían las poblaciones. El proyecto prosperó, de manera que ahora el Gobierno negro se atribuía el mérito. Nadie los contradijo. Pese a que el Centro de Desarrollo todavía se encontraba en estado embrionario, empezaba a expandirse: había media docena de casitas y un supermercado nuevo. Sylvia aparcó enfrente de la oficina de la administración, un edificio pequeño situado en una calle pálida y polvorienta, donde dormían varios perros. Todo el mundo se bajó del camión, pero los hijos de Rebecca tendrían que quedarse a vigilarlo para que no robaran todo, incluidos los neumáticos. Les dieron una Pepsi y un bollo y les dijeron que si veían a alguien que les resultara sospechoso, uno de ellos debía correr a avisar a su madre.
Las dos mujeres entraron juntas en la oficina, en cuya sala de espera había una docena de personas, y se sentaron muy juntas en el extremo de un banco. Sylvia era la única blanca en el lugar, pero con la piel bronceada y el pañuelo que llevaba en la cabeza para protegerse del polvo estaba casi idéntica a Rebecca, dos jóvenes delgadas y con cara de preocupación en una escena intemporal: peticionarios aguardando, arrullados por el tedio. En el interior, al otro lado de una puerta con un rótulo que rezaba «Sr. M. Mandizi» en desconchada pintura blanca sobre el fondo marrón, resonó un grito autoritario. Sylvia hizo una mueca de disgusto mirando a Rebecca, que respondió con otra mueca. Pasó un rato. De repente salió una joven negra, llorando.
—¡Qué vergüenza! —exclamó un viejo hacia el final de la cola. Chascó la lengua, sacudió la cabeza y repitió «qué vergüenza» en voz muy alta, mientras un negro corpulento e imponente, vestido con el consabido terno hizo acto de presencia intimidándolos a todos.
—Siguiente —dijo, y retrocedió al tiempo que cerraba la puerta, de manera que el siguiente peticionario tuvo que llamar y esperar a que lo autorizase a entrar.
Transcurrió un rato. El individuo que salió parecía satisfecho: al menos no lloraba. Además, batía palmas suavemente, sin mirar a nadie, de manera que el saludo o aplauso era para sí.
—Siguiente —gritó la estentórea voz del interior.
Sylvia envió a Rebecca a comprar algo de comer y de beber a los niños y a cerciorarse de que seguían allí.
Sí, dormían. Rebecca regresó con una Fanta, que compartió con Sylvia.
Transcurrieron dos horas.
Les llegó el turno, y el funcionario, que vio que la siguiente era una mujer blanca, se disponía a hacer pasar al hombre que estaba sentado a su lado cuando el viejo dijo:
—Qué vergüenza, la mujer blanca ha estado esperando como todos los demás.
—Soy yo quien decide quién entra a continuación —replicó el señor Mandizi.
—De acuerdo —dijo el viejo—, pero lo que hace no está bien. No nos gusta.
Tras titubear por un instante, Mandizi señaló a Sylvia con el dedo y regresó a su despacho.
Sylvia obsequió al viejo con una sonrisa de agradecimiento, y Rebecca le murmuró algo en la lengua local. Se oyeron risas alrededor. ¿Cuál había sido el chiste? Una vez más, Sylvia pensó que nunca se enteraría, pero mientras entraban en la oficina Rebecca se acercó a ella y murmuró:
—Le he dicho que es como un toro viejo que sabe mantener a raya a los jóvenes.
Aún sonreían cuando llegaron ante Mandizi. Éste levantó la vista de los papeles, frunció el entrecejo, advirtió que Rebecca también había entrado, y cuando estaba en un tris de espetarle algo, ella le dirigió el saludo ritual:
—Buenos días… No, veo que ya es la tarde. De modo que buenas tardes.
—Buenas tardes —respondió él.
—Espero que se encuentre bien.
—Me encuentro bien si usted se encuentra bien… —dijo él, y así sucesivamente. A pesar de todo, la fórmula era un admirable recordatorio de los buenos modales. Al fin miró a Sylvia e inquirió—: ¿Qué quiere?
—Pertenezco a la misión de San Lucas, señor Mandizi, y he venido a preguntar por qué no nos han enviado los preservativos que pedimos. Tenían que haber llegado hace un mes.
Mandizi pareció a punto de estallar, se levantó a medias y su expresión de sorpresa se transformó en un gesto de ofendido. Se dejó caer otra vez en la silla y dijo:
—¿Acaso cree que voy a hablar de preservativos con una mujer? No es lo que esperaba oír.
—Soy el médico del hospital de la misión. El año pasado el Gobierno dijo que enviarían preservativos a todos los hospitales.
Saltaba a la vista que Mandizi no había oído hablar de ese absurdo decreto, pero en ese momento ganó tiempo enjugándose el sudor de la frente con un enorme pañuelo blanco. La cara que tenía lo obligaba a esforzarse para reflejar autoridad. El ceño que había impuesto a su rostro, afable y complaciente por naturaleza, no casaba con su personalidad.
—¿Y puedo preguntar qué se propone hacer con esos condones?
—Supongo que habrá oído que hay una nueva enfermedad…, una enfermedad muy mala que se transmite a través del contacto sexual.
Ahora su semblante era el de un hombre obligado a tragar algo desagradable.
—Sí, sí —dijo—, pero sabemos que esa enfermedad es un invento de los blancos. Pretenden que usemos condones porque así no tendremos hijos y nuestro pueblo se debilitará.
—Perdone, señor Mandizi, pero está usted desinformado. Si bien es cierto que su Gobierno declaró que el sida no existía, ahora considera que tal vez exista y que los hombres deberían usar preservativo.
Fantasmas de escarnio asomaron a la cara grande negra y afable, desplazando al ceño. Rebecca comenzó a hablarle en la lengua local, y al parecer todo marchaba bien, porque Mandizi la escuchaba sin apartar los ojos de ella, una mujer a quien, de acuerdo con su cultura, no tendría que haber oído hablar de esos temas, por lo menos en público.
—¿Piensa que la enfermedad se ha propagado hasta nuestro distrito? —le preguntó a Sylvia—. ¿El flaco ha llegado aquí?
—Sí, estoy segura de ello, señor Mandizi. Hay gente muriendo de esa enfermedad. Verá, el problema es el diagnóstico. Muchos mueren de neumonía, tuberculosis, diarrea o lesiones cutáneas, pero la verdadera causa es el sida. El flaco. Y hay muchos enfermos. Muchos más que cuando yo llegué al hospital.
Rebecca habló de nuevo y Mandizi la escuchó, sin mirarla, pero asintiendo.
—¿Así que quiere que llame a la oficina principal y pida que nos manden condones?
—Sí, y también necesitamos píldoras contra la malaria. No hemos recibido suficientes medicamentos.
—La doctora Sylvia ha estado comprando medicinas con su dinero —explicó Rebecca.
Mandizi asintió y se quedó pensando. Finalmente, convertido en otro hombre, en un peticionario él también, se inclinó hacia delante y preguntó:
—¿Le basta con mirar a una persona para saber si tiene el flaco?
—No. Hay que realizar pruebas.
—Mi mujer no se encuentra bien. Tose continuamente.
—No tiene por qué tratarse de sida. ¿Ha adelgazado?
—Está delgada. Demasiado delgada.
—Debería llevarla al hospital grande.
—Ya lo he hecho. Le dieron muti, pero sigue enferma.
—A veces envío muestras a Senga… de pacientes que no están demasiado enfermos.
—¿Quiere decir que si alguien está muy enfermo no envía las muestras?
—En ocasiones vienen a verme personas en tan mal estado, que sé que van a morir, y no vale la pena derrochar en ellas el dinero que cuestan los análisis.
—En nuestra cultura —dijo Mandizi, recuperando su autoridad gracias a esa manida fórmula—, tenemos buena medicina, pero sé que los blancos la desprecian.
—Yo no la desprecio. Soy amiga del n’ganga local y a veces le pido que me ayude. Sin embargo, él mismo reconoce que no puede hacer nada para combatir el sida.
—¿Por eso su medicina no alivió a mi mujer? —Al oír sus propias palabras Mandizi se quedó muy rígido, como paralizado de miedo, con la mirada perdida, hasta que se levantó con brusquedad y añadió—: Debe venir conmigo ahora mismo, sí, ahora; mi mujer está en mi casa, que queda a cinco minutos de aquí.
Salió a toda prisa de la oficina empujando ante sí a las dos mujeres.
—Volveré dentro de diez minutos —dijo a los que aguardaban en silencio—. Esperen aquí.
Bajo el ardiente y polvoriento resplandor guió a Rebecca y a Sylvia hasta una de las nuevas viviendas, diez casas dispuestas en fila que semejaban cajas abandonadas en el polvo, idénticas a las construcciones recientes de Kwadere pero más pequeñas, construidas a la medida de la importancia del Centro de Desarrollo. Las buganvillas rojas, violetas y magenta les conferían un aire de distinción: allí residían todos los funcionarios locales.
—Pasen, pasen —las apremió Mandizi. Entraron en una pequeña sala abarrotada con un tresillo, una cómoda, una nevera y un puf, y luego en un dormitorio donde había una cama enorme, en la que yacía la esposa de aquél, y una joven guapa y rolliza que la abanicaba con una rama de eucalipto para disipar los malos olores; pero ¿dormía la enferma? Sylvia se acercó a ella y comprobó con horror que estaba moribunda. En vez de presentar un brillante y saludable color negro, se la veía gris, con la cara cubierta de pápulas y tremendamente delgada: la cabeza que reposaba sobre la almohada parecía una calavera. Casi no respiraba. Tenía los ojos entreabiertos. Sylvia la tocó y sintió su piel fría al tacto. Incapaz de hablar, se volvió hacia el desesperado marido, y Rebecca rompió a sollozar a su lado. La joven rolliza mantuvo la vista al frente y continuó abanicando a la mujer.
Sylvia se dirigió con paso vacilante a la estancia contigua y se apoyó contra la pared.
—Señor Mandizi —dijo—, señor Mandizi.
Él se aproximó, le sujetó la mano, se inclinó para mirarla a los ojos y murmuró:
—¿Está muy enferma? Mi mujer…
—Señor Mandizi…
El hombre se dejó caer hacia delante, ocultando la cara sobre el brazo apoyado en la pared. Estaba tan cerca que Sylvia le rodeó los hombros con un brazo, estrechándolo mientras lloraba.
—Tengo miedo de que muera —musitó él.
—Sí. Lo siento, pero creo que no le queda mucho tiempo de vida.
—¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?
—¿Tienen hijos, señor Mandizi?
—Teníamos una niña, pero murió.
Las lágrimas caían sobre el suelo de cemento.
—Señor Mandizi —susurró Sylvia, pensando en la saludable joven que estaba en la habitación contigua—, debe escucharme, es importante: por favor, no mantenga relaciones sexuales sin preservativo. —Le parecía terrible decir una cosa así en un momento semejante, era ridículo, pero la urgencia de la situación la obligaba a ello—. Por favor, soy consciente de cómo ha de sonarle esto… Por favor no se enfade conmigo.
—Sí, sí, la he oído. Y no estoy enfadado.
—Si quiere que regrese más tarde, cuando se haya… Puedo volver más tarde y explicárselo mejor.
—No, ya lo entiendo. Pero usted no entiende una cosa. —Se separó de la pared, se irguió y recuperó su tono normal—. Mi mujer se está muriendo. Mi hija está muerta. Y yo sé quién es el responsable. Tendré que consultar de nuevo a nuestro buen n’ganga.
—Señor Mandizi, no querrá decir que…
—Sí, lo digo. Lo afirmo. Un enemigo me ha echado una maldición. Esto es obra de un brujo.
—Vamos, señor Mandizi, usted es un hombre con estudios…
—Sé lo que está pensando. Sé lo que piensan ustedes. —La miró con expresión de ira y de desconfianza—. Llegaré hasta el fondo de este asunto. —Hizo una pausa y ordenó—: Avise en la oficina que estaré allí en media hora.
Mientras Sylvia y Rebecca se alejaban en dirección al camión, oyeron:
—Y lo sabemos todo de ese supuesto hospital de la misión. Por suerte pronto se construirá un hospital nuevo, y entonces habrá medicina de verdad en nuestro distrito.
—Por favor, Rebecca —murmuró Sylvia—, no me digas que estás de acuerdo con lo que afirma ese hombre. Es absurdo.
Rebecca guardó silencio por unos segundos y luego respondió:
—En nuestra cultura no es absurdo.
—Pero se trata de una enfermedad. Cada vez sabemos más de ella. Es una enfermedad terrible.
—Pero ¿por qué algunos la pillan y otros no? ¿Puede explicarlo? Ésa es la cuestión. ¿Entiende lo que quiero decir? A lo mejor alguien quería hacer daño al señor Mandizi, o deshacerse de su mujer, ¿no? ¿Se fijó en esa joven que estaba en el dormitorio? Tal vez quiera ser la nueva señora Mandizi.
—Bueno, veo que no nos pondremos de acuerdo, Rebecca.
—No, Sylvia, no nos pondremos de acuerdo.
La gente ya las esperaba junto al camión, lista para subir.
—Todavía no vuelvo a casa —les informó Sylvia—. Y sólo dejaré subir a seis personas. Sólo seis. Vamos al hospital nuevo y el camino es malo. —Alcanzaba a ver el comienzo de un accidentado sendero que se internaba en el monte.
Rebecca impartió órdenes en tono autoritario. Seis mujeres subieron a la caja.
—Os recogeré dentro de media hora —anunció Sylvia, y a lo largo de un kilómetro y medio el camión avanzó pesadamente, traqueteando sobre raíces, piedras y baches, hasta que llegaron a un claro donde se alzaba el esqueleto de un edificio rodeado de árboles añosos. Se hallaban en un bosque viejo y polvoriento, pero verde y frondoso.
Sylvia, Rebecca y los niños se apearon, y las seis mujeres los siguieron.
Contemplaron lo que supuestamente sería el nuevo hospital.
¿Suecos? ¿Daneses? ¿Estadounidenses? ¿Alemanes?… El Gobierno de algún país preocupado por las penurias de África había enviado mucho dinero allí, a ese claro, y el resultado se alzaba ante ellos. Como si se hallaran ante el plano de un arquitecto, tuvieron que usar la imaginación para concebir las formas que saldrían de esos cimientos y de los muros sin terminar, porque el problema era que el siguiente envío de dinero se retrasaba, y las habitaciones, las salas, los pasillos, los quirófanos y los laboratorios estaban cubriéndose de un polvo blanquecino. Algunas paredes llegaban a la altura de la cintura, otras a la de la rodilla, y los agujeros abiertos en los bloques de cemento estaban anegados. Las mujeres de la aldea atisbaron la promesa de algo útil, se adelantaron, llenaron de agua un par de botellas y media docena de latas y las guardaron cuidadosamente en sus enormes bolsos de viaje. Alguien había comido allí, quizás un vagabundo, que había encendido un fuego para mantener alejados a los animales durante la noche. La expresión de las caras de las visitantes recordaba a la que es tan común en la actualidad, ésa que dice: «No haremos comentarios, pero alguien ha metido la pata hasta el fondo». ¿Quién? Y ¿por qué? Se rumoreaba que alguien había robado el dinero destinado al hospital; algunos afirmaban que el Gobierno en cuestión se había quedado sin fondos.
Al otro lado del claro, bajo los árboles, había varias cajas de madera. Las seis mujeres fueron a investigar, seguidas por Rebecca. Una caja estaba abierta. En el interior había un sillón de dentista.
—Qué pena que no sea dentista —comentó Sylvia—. Nos vendría muy bien contar con uno.
Otra caja, rota en los laterales, contenía una silla de ruedas.
—Oh, doctora —dijo una de las mujeres—, no deberíamos llevárnosla. A lo mejor algún día terminan de construir el hospital.
—Necesitamos una —replicó Rebecca mientras tiraba de la silla de ruedas para sacarla de la caja.
—Pero querrán saber de dónde salió, y nuestro hospital no tiene fondos para esta clase de cosas.
—Deberíamos llevárnosla —insistió Rebecca.
—Está rota —señaló la mujer. Alguien se les había adelantado y en su intento había hecho que se le soltara una rueda.
Había otras cuatro cajas. Dos mujeres se acercaron a una y empezaron a forcejear con la madera podrida. Dentro había varias cuñas. Sin mirar a Sylvia, Rebecca llevó media docena al camión y regresó. Otra mujer encontró mantas, pero los insectos las habían roído, los ratones las utilizaban como madriguera y los pájaros las habían deshilachado para construir sus nidos.
—Será un buen hospital —dijo otra de las mujeres entre risas.
—Tendremos un excelente hospital nuevo en Kwadere —observó otra.
Las mujeres de la aldea prorrumpieron en carcajadas, y tanto Sylvia como Rebecca se unieron a ellas. Estaban en medio del monte, a muchos kilómetros de los filántropos de Senga (o para el caso, de Londres, Berlín o Nueva York), desternillándose.
Volvieron al Centro de Desarrollo, recogieron al resto de la gente y emprendieron el lento viaje de regreso a la misión, todos aguzando el oído por si se pinchaba un neumático. La suerte los acompañó. Rebecca y Sylvia llevaron las cuñas al hospital. Los enfermos graves, alojados en la choza que Sylvia había mandado construir poco después de su llegada, habían estado orinando en botellas de plástico y viejos utensilios de cocina.
«¿Qué es eso?», preguntaron los hijos de Joshua, y cuando entendieron para qué servían las cuñas, se pusieron como unas pascuas y corrieron a mostrárselas a quien quisiera verlas.
Colin abrió la puerta tras oír un tímido timbrazo y le pareció ver ante sí a una niña mendiga o una gitana, pero luego, con un grito de «¡Oh, es Sylvia, es Sylvia!», la levantó en volandas y la metió en la casa. Allí la abrazó, y sintió que sus lágrimas le mojaban las mejillas cuando las restregó contra las de ella en una especie de saludo gatuno.
En la cocina la hizo sentarse a la mesa, la de siempre, nuevamente extendida. Sirvió un torrente de vino en un vaso grande y se sentó frente a ella, rebosando amor y alegría.
—¿Por qué no avisaste que venías? Pero no importa, no te imaginas lo mucho que me alegro de verte.
Sylvia se esforzó por animarse y demostrar el mismo entusiasmo que él, porque en realidad se sentía abatida: Londres suele causar ese efecto en los londinenses que han vivido fuera, como si al regresar tomaran súbitamente conciencia de su vastedad y sus incontables ventajas y posibilidades. Era como si, al venir de la misión, la ciudad la golpease en un punto indeterminado del vientre. Cometen un error quienes regresan directamente a Londres desde un lugar como Kwadere; antes tendrían que pasar por el equivalente a una cámara de descompresión.
Sylvia sonreía y bebía pequeños y cautelosos sorbos de vino —se había desacostumbrado al alcohol—, mientras percibía la casa como un ser vivo alrededor, arriba y debajo de ella. Era la casa, su casa, la que había representado para ella lo más parecido a un hogar cuando era consciente de lo que ocurría allí, en la atmósfera y el aire de cada estancia y cada tramo de escalera. Ahora estaba habitada por mucha gente, lo intuía, pero no por presencias familiares, sino por extraños, y agradeció el que Colin se hallara a su lado, sonriéndole. Eran las diez de la noche. Arriba, alguien había puesto un disco que le sonaba; quizá se tratara de una canción famosa, como Blue Suede Shoes, pero no estaba segura.
—La pequeña Sylvia… Tengo la impresión de que necesitas alimentarte, como de costumbre. ¿Puedo ofrecerte algo para comer?
—He comido en el avión.
Aun así, Colin se levantó, abrió la nevera y se puso a examinar su contenido. A Sylvia se le encogió el corazón; sí, era el corazón, porque estaba pensando en Rebecca, en su cocina con la pequeña nevera y el pequeño armario, aquella cocina que su familia de la aldea consideraba el colmo de la fortuna, una generosa fuente de provisiones. Observó los huevos que llenaban la mitad de la puerta del frigorífico, la leche brillante y limpia, los recipientes repletos de comida, la abundancia…
—Aunque éste no es mi territorio, sino el de Frances, me siento seguro… —Sacó una barra de pan y un plato con pollo frío. A Sylvia se le despertó el apetito: lo había cocinado Frances, Frances la había alimentado; con ella a un lado y Andrew al otro había sobrevivido a su infancia.
—¿Y cuál es tu territorio? —preguntó, atacando un bocadillo de pollo.
—Estoy arriba —respondió Colin—, en la última planta.
—¿En las habitaciones de Julia?
—Sí; Sophie y yo.
Sylvia se sorprendió tanto que dejó el bocadillo en el plato, como si por el momento renunciase a la seguridad.
—¡Sophie y tú…!
—Claro, no lo sabías. Vino para recuperarse y entonces… Estuvo enferma, ¿sabes?
—¿Y entonces?
—Está embarazada, de modo que vamos a casarnos.
—Pobre Colín —dejó escapar Sylvia y de inmediato se ruborizó; en realidad no sabía…
—No del todo. Le tengo mucho cariño.
Sylvia cogió otra vez el bocadillo, pero enseguida volvió a dejarlo en el plato: la noticia le había cerrado el estómago.
—Vamos, continúa. Veo que estás angustiado.
—Eres muy perspicaz —repuso Colin—. Bueno, siempre lo has sido, a pesar de tu aspecto de mosquita muerta. —Advirtió que había herido a Sylvia, y de hecho era lo que pretendía—. No. Lo lamento, lo lamento de veras. No soy el de siempre. Me has pillado en un momento… En fin, a lo mejor sí soy el de siempre. —Se sirvió más vino.
—No bebas hasta que me lo hayas contado todo.
Colin dejó el vaso.
—Sophie tiene cuarenta y tres años. Es tarde.
—Sí, pero a menudo las madres maduras… —Advirtió que él daba un respingo.
—Exactamente —dijo—. Es una madre madura. De todos modos, lo creas o no, lo que me preocupa no es la posibilidad de que el hijo nazca con síndrome de Down, al fin y al cabo aseguran que son encantadores, ¿no?, ni el resto de horrores. Sophie está convencida de que yo estoy convencido de que metió por la fuerza un feto en su reacio útero con la intención de aprovecharse de mí, porque se le estaba pasando el momento. Sé que no lo hizo adrede, no es propio de ella, pero no deja de machacar el tema. Tengo que oír sus lamentaciones día y noche: «Ay, ya sé lo que estás pensando…» —Pronunció estas palabras en tono plañidero, consiguiendo una buena interpretación—. ¿Sabes una cosa? Sí, claro que sí. No existe placer comparable al de recrearse en los sentimientos de culpa. Mi Sophie se lo está pasando en grande regodeándose con ellos, revolcándose en ellos, creyendo que la odio porque me ha cazado, y nada de lo que le diga la consolará porque sentirse culpable es tan divertido… —Era la observación más cruel que Sylvia había oído de boca del cruel Colin, que levantó el vaso y lo vació de un trago.
—Ay, Colin, vas a emborracharte, y hace tanto que no te veo…
—Tienes razón, Sylvia. —Volvió a llenar el vaso—. Voy a casarme con Sophie, que ya está de siete meses, y viviremos en el antiguo apartamento de Julia, en esas cuatro habitaciones, y yo trabajaré en el sótano…, cuando se desocupe. —Su rostro, rojo y furioso, reflejó la euforia que suele acompañar a la contemplación del implacable sentido trágico de la vida—. ¿Sabías que Frances se ha hecho cargo de los dos hijos de su último ligue?
—Sí, me lo contó en una carta.
—¿Y te contó que la esposa de él es una depresiva? Está abajo, en el apartamento donde vivió Phyllida.
—Pero…
—Nada de peros. La cosa ha salido bastante bien. Ella se ha recuperado de la depresión. Los dos niños se instalaron arriba, en mi habitación y la de Andrew.
Frances y Rupert viven en la planta que siempre ocupó mamá.
—¿De verdad ha salido bien?
—Sí, pero los niños, como era de esperar, consideran que, ahora que su madre ha roto con el amante que tenía, debería reconciliarse con su marido, por lo que Frances debería desaparecer.
—¿Y le están haciendo la vida imposible?
—No. Es mucho peor. Son encantadores y razonables. Las ventajas de esa posible solución se discuten en todas las comidas. La niña, que dicho sea de paso es una pequeña arpía, dice cosas como: «Todo sería mucho mejor si tú no estuvieras, ¿verdad, Frances?» El principal problema es ella, no el niño. Y Rupert se aferra a Frances como a una tabla de salvación, lo que resulta comprensible para quien conozca a Meriel.
Sylvia pensó en Rebecca, que nunca se quejaba a pesar de sus seis hijos —dos de los cuales habían muerto, probablemente de sida— y un marido que rara vez estaba en casa, porque trabajaba dieciocho horas diarias.
Suspiró y vio la expresión de Colin, que exclamó:
—¡Qué suerte tienes de estar tan lejos de nuestros vergonzosos conflictos emocionales, Sylvia!
—Sí, a veces me alegro de no haberme casado… Lo siento. Continúa. Meriel…
—Bueno, Meriel es de lo que no hay. Fría, manipuladora, egoísta, y siempre ha tratado muy mal a Rupert. Es feminista, ¿sabes? Una feminista amparada por la ley de la selva. Siempre le ha dicho a Rupert que su deber es mantenerla, incluso lo obligó a financiarle una carrera de no sé qué tontería; criticismo avanzado, supongo. Jamás en su vida ha ganado un penique, y ahora que van a divorciarse pretende sacarle una pensión vitalicia. Pertenece a un grupo de mujeres, una hermandad secreta, cuyo principal objetivo es joder a los hombres y chuparles la sangre… ¿No me crees?
—Te lo estás inventando.
—Mi dulce Sylvia, ahora me acuerdo de que nunca fuiste capaz de creer en los aspectos más desagradables de la naturaleza humana; pero ahora el destino ha dado un giro y…, no te lo vas a creer. Meriel fue a tratarse con Phyllida. Frances le pagó la terapia y luego fue a ver a Phyllida, que ha demostrado ser una mujer bastante sensata… ¿Te sorprende?
—Desde luego.
—Frances le dijo a Phyllida que le pagaría para que formase a Meriel como psicoterapeuta.
Sylvia soltó una carcajada.
—Ay, Colin. Ay, Colin…
—Sí, es verdad. Porque, verás, Meriel nunca ha obtenido un título. No terminó su carrera. Sin embargo, como psicoterapeuta podrá mantenerse sola. La psicoterapia se ha convertido en una mina de oro para las mujeres sin estudios… Ha reemplazado a la máquina de coser de las generaciones pasadas.
—En Zimlia no. La máquina de coser sigue en vigor, ayudando a las mujeres a ganarse la vida. —Sylvia rió otra vez.
—Por fin —dijo Colin—. Empezaba a pensar que no te vería ni sonreír. —Le sirvió más vino, pues sorprendentemente se lo había bebido todo, y volvió a llenar su propio vaso—. Bueno, la cuestión es que Meriel va a mudarse a la casa de Phyllida, cuya socia ha decidido independizarse y montar su propio gabinete de fisioterapia, de manera que el apartamento del sótano quedará libre y lo usaré para trabajar y, por supuesto, para eludir mis responsabilidades paternas.
—Lo que no resuelve el problema de que a Frances le hayan colgado el sambenito de madrastra mala. Y al margen de los problemas con los críos, ¿está contenta?
—Muchísimo. En primer lugar, está colada por Rupert, y no es de extrañar, ¿verdad? Pero hay algo más. ¿Te has enterado de que ha vuelto al teatro?
—¿A qué te refieres? No sabía que hubiera hecho teatro.
—Qué poco sabemos de nuestros padres. Bueno, resulta que el teatro fue el primer amor de mi madre. Trabaja en una obra con Sophie. En este mismo momento estarán aplaudiéndolas a las dos. —Colin frunció el entrecejo y se concentró en lo que decía, pues empezaba a arrastrar las palabras—. Joder, estoy borracho.
—Por favor, Colin, cariño, no bebas, por favor.
—Hablas como Sonia. Bien.
—Ah, Chéjov, sí. Ya veo. Aunque la verdad es que sí, estoy de su parte. —Sylvia rió, no sin cierta tristeza—. Hay un hombre en la misión… —¿Cómo describirle a Colin la situación de Joshua?—. Un negro. Cuando no está colocado con hierba, está borracho. Bueno, si supieras algo de su vida…
—¿La mía no justifica el alcoholismo?
—No, claro que no. De modo que preferirías que Sophie no…
—Preferiría que no tuviera cuarenta y tres años. —Colin dejó escapar un gemido que había estado conteniendo—. Ya ves, Sylvia, sé que es ridículo, sé que soy un idiota digno de lástima, pero quería una familia feliz, una mamá, un papá y cuatro niños. Quería todas esas cosas, y con Sophie no tendré ninguna.
—No —convino Sylvia.
—No. —Colin trataba de contener el llanto restregándose los ojos con los puños, igual que un niño—. Y si no quieres estar aquí para recibir a la feliz Sophie y a mi triunfante madre, ambas embriagadas de éxito con Romeo y Julieta…
—¿Quieres decir que Sophie interpreta el papel de Julieta?
—Aparenta dieciocho años. Está preciosa, te lo aseguro. El embarazo le sienta de maravilla, y además casi no se le nota. Aun así, los periódicos están ensañándose con ella. Sarah Bernhardt hizo de Julieta con ciento un años y una pata de palo… En cualquier caso, una Julieta embarazada añade una inesperada dimensión a la obra. En cuanto al público, la adora; nunca la habían aplaudido tanto. Lleva holgadas túnicas blancas y flores blancas en el pelo. ¿Te acuerdas de su pelo, Sylvia? —Finalmente, Colin se echó a llorar.
Sylvia se acercó, lo convenció de que se levantase, lo ayudó a subir por la escalera y, en el mismo lugar donde se había sentado con Andrew abrazó a Colin y escuchó sus sollozos hasta que se quedó dormido.
Como no sabía si en la casa había una cama libre, decidió marcharse, pero antes le dejó una nota a Colin que escribiera «la verdad sobre Zimlia». Alguien debía hacerlo.
Salió a la calle y se metió en el primer hotel que encontró.
Había quedado en ir a comer con la familia. Por la mañana se dirigió a varias librerías y compró cuanto pudo. Llegó a la casa de Julia —porque para ella seguía siendo la casa de Julia— con dos grandes cajas llenas de libros. La recibió Frances, que al igual que Colin la condujo a la cocina, la abrazó como a una hija largamente añorada y la hizo sentarse en su antiguo sitio en la mesa, al lado de ella.
—No me digas que necesito alimentarme —le rogó Sylvia—. Por favor.
Cuando Frances depositó sobre la mesa un cesto con rebanadas de pan, Sylvia imaginó lo mucho que esa visión habría complacido al padre McGuire; le llevaría una buena hogaza. Un plato lleno de rizos de mantequilla: bueno, eso no podría llevárselo. Sylvia siguió contemplando la comida y pensando en Kwadere mientras Frances trajinaba poniendo la mesa. Se había convertido en una mujer robusta y atractiva, y su cabello rubio —teñido— presentaba un corte que debía de haber costado una fortuna. Iba elegantemente vestida: Julia habría aprobado su nuevo aspecto.
Cuatro platos… ¿para quiénes? Entró un niño alto que se detuvo a examinar a Sylvia, la desconocida.
—Éste es William —lo presentó Frances—, y ésta es Sylvia, que antes vivía aquí. Es la hija de Phyllida, la amiga de Meriel.
—Ah, hola —la saludó el hermoso niño, con tanta formalidad como si hubiera dicho «mucho gusto», y se sentó, frunciendo las rubias cejas mientras trataba de entender la relación entre ambas mujeres. Al fin se dio por vencido—. Frances, tengo una clase de natación a las dos. ¿Puedo comer algo rápido?
—Y yo tengo un ensayo. Te serviré a ti primero.
Lo que estaba sirviendo no guardaba la menor semejanza con las suculentas comidas caseras del pasado. Iban apareciendo toda clase de platos preparados; Frances puso una pizza en el microondas, la sacó al cabo de unos minutos y se la ofreció a William, que empezó a dar cuenta de ella de inmediato.
—Come un poco de ensalada —ordenó Frances.
Con gesto de heroica resignación el niño ensartó con el tenedor un par de hojas de lechuga y un rábano y se los llevó a la boca como si fuesen una medicina.
—Bien hecho —dijo Frances—. Supongo que Colin te habrá puesto al corriente de nuestros asuntos, ¿no, Sylvia?
—Creo que sí. —Sylvia advirtió que Frances le dirigía una mirada significativa, de lo que dedujo que habría agregado algo si el niño no hubiera estado delante—. Al parecer voy a perderme una boda.
—Yo no lo llamaría así. Sólo firmarán los papeles ante una docena de personas en el registro civil.
—Aun así me gustaría estar presente.
—Pero no puedes. No quieres abandonar tu… hospital, ¿verdad?
El titubeo le indicó a Sylvia que Andrew había descrito el lugar en términos poco caritativos.
—No se puede juzgar aquello con los criterios de aquí.
—No estaba juzgándolo. Pero todos nos preguntamos si no estarás desperdiciando tu talento. Al fin y al cabo, aquí has tenido empleos bastante buenos.
En ese momento hizo su entrada Sophie. Llevaba puesto algo semejante a un anticuado salto de cama blanco con grandes flores negras, y era toda una visión, como Ofelia flotando en el agua, con su larga melena negra dramáticamente salpicada de hebras de plata y sus ojos tan hermosos como siempre. La pequeña protuberancia que delataba su embarazo no habría podido ser más elegante.
—Siete meses —dijo Sylvia—. ¿Cómo lo consigues?
Se habían fundido en un abrazo. Las dos lloraron, y aunque no cabía esperar otra cosa de Sophie, pues el llanto la favorecía, Sylvia soltó, enjugándose las lágrimas:
—Maldita sea.
Frances también estaba llorando. El niño las observaba con indiferente seriedad entre bocado y bocado de pizza. Sophie se reclinó en una silla con brazos situada al otro extremo de la mesa, y con ademán elocuente deslizó las manos por el contorno de su vientre.
—Tengo cuarenta y tres años, Sylvia —dijo en tono dramático.
—Lo sé. Anímate. ¿Te has hecho todas las pruebas?
—Sí.
—Entonces todo irá bien.
—Pero Colin… —Sophie se echó a llorar de nuevo—. ¿Podrá perdonarme algún día?
—Tonterías —replicó con impaciencia Frances, que había oído esa cantinela demasiadas veces.
—Por lo que me contó anoche, no parece que tenga nada que perdonar.
—Eres muy buena, Sylvia. Todo el mundo es muy bueno conmigo. Y vivir en esta casa, esta casa que siempre consideré mi verdadero hogar, con Frances… Has sido una madre para mí, en la misma medida que mi verdadera madre, que ahora está muerta, pobrecilla.
—Más que tu madre fui tu ama —puntualizó Frances.
—Sí, ¿sabías que interpreta el papel de ama? Y lo hace maravillosamente; pero pronto tendremos un ama de verdad en la casa, porque yo seguiré actuando y Frances también, por supuesto.
—Desde luego, no estoy dispuesta a ocuparme de un bebé —señaló Frances.
—Por supuesto que no —convino Sophie, aunque era evidente que le habría gustado.
—Además, no olvides que Rupert, los niños y yo nos iremos a vivir a otra parte.
—Oh, no —gimió Sophie—. Por favor, no te vayas. Hay sitio para todos.
William se había erguido en la silla y las miraba con expresión de pánico.
—¿Qué? ¿Adónde nos vamos? ¿Por qué, Frances?
—Bueno, esta casa pertenece ahora a Colin y Sophie. Van a tener un hijo.
—Pero si hay lugar de sobra —protestó William a gritos, como si pretendiera hacerlas callar—. No veo por qué hemos de irnos.
—Baja la voz —dijo Sophie, inútilmente, y miró a Frances para que calmase la angustia del niño.
—Me gusta esta casa —insistió William—. No quiero irme. ¿Por qué tenemos que hacerlo? —Prorrumpió en sollozos ahogados, propios de un niño acostumbrado a llorar a solas, confiando en que nadie lo oyese.
Se levantó y salió corriendo de la cocina. Nadie pronunció una palabra.
Finalmente, Sophie rompió el silencio.
—Colin no te ha pedido que te marches, ¿verdad, Frances?
—No.
—Yo tampoco quiero que te vayas.
—Siempre nos olvidamos de Andrew. Seguramente tiene planes para esta casa.
—¿Por qué? Lo está pasando de fábula viajando por el mundo, y no querría que fuésemos infelices.
—No deberías excederte, Sophie —la reconvino Sylvia—. Imagino que no pensarás seguir trabajando hasta el último momento. —La alegría del encuentro se había disipado, y se la veía tensa, demacrada y exhausta.
Se estrujó las manos sobre su pequeña barriga.
—Bueno…, yo había pensado… Pero tal vez…
—Sé sensata —terció Frances—. Ya es bastante malo que…
—Que sea una vieja, sí, ya lo sé.
—Me gustaría hablar con Colin —dijo Sylvia.
—Está trabajando —repuso Sophie—. Nadie osa interrumpirlo cuando está trabajando.
—Es una pena, porque se trata de algo importante.
Al pasar junto a Frances, camino de la escalera, Sophie le dio un breve abrazo.
—Por favor, no te vayas, Frances. Por favor. Estoy segura de que nadie quiere que te vayas.
Frances la siguió y encontró a William acurrucado en la cama, como un animal asustado o una persona dolorida.
—No quiero irme. No quiero irme —repetía en voz alta.
Lo estrechó entre sus brazos.
—Para. Todavía no lo hemos decidido. Lo más probable es que no nos vayamos.
—Entonces prométemelo.
—No puedo. No hay que hacer promesas cuando uno no está seguro de poder cumplirlas.
—Pero estás casi segura, ¿no?
—Sí, supongo que sí.
Frances permaneció en la habitación mientras él reunía sus cosas para la clase de natación.
—Me parece que Margaret no está tan interesada como tú en quedarse aquí, ¿me equivoco?
—No. Quiere ir a vivir con su madre. Pero yo no. Meriel me odia porque soy un chico. Me gustaría quedarme contigo y con papá.
Mientras subía a prepararse para el ensayo, Frances pensó que hacía mucho tiempo que no recordaba su deseo de poseer una casa propia y vivir sola, como una mujer autosuficiente e independiente. Sus ahorros se habían reducido de manera alarmante. Una parte había ido a parar a la terapia de Meriel, de cuya pensión también se había hecho cargo. Rupert había vendido el piso de Marylebone y Meriel se había quedado con las dos terceras partes del dinero. Rupert y Frances estaban pagando un alquiler razonable por vivir en la casa con los dos niños. Él se ocupaba de los gastos de las escuelas. A pesar de que Frances había ganado bastante dinero con sus libros, artículos y reimpresiones, cada vez que hacía cuentas advertía que gran parte de esa suma había acabado en el bolsillo de Meriel. Se encontraba en una situación no poco frecuente en nuestros días: mantenía a la ex mujer de su pareja.
Entró en la habitación conyugal, con sus dos camas: aquélla en la que había dormido sola durante tanto tiempo y otra más grande, que se había convertido en el centro emocional de su vida. Se sentó en su cama de solterona y miró el pijama de Rupert, que estaba doblado sobre la almohada. Era de popelina verde azulada, de lo más formal, pero suave y sedoso al tacto. Aunque a primera vista Rupert parecía un hombre fuerte y seguro, cuando uno reparaba en la delicadeza de sus facciones, en sus manos sensibles… Frances se sentó en el lado de la cama donde dormía Rupert y acarició el pijama.
¿Se arrepentía de haberle dicho que sí a Rupert, a sus hijos, a aquella situación sin situación? No, ni por un instante. Se sentía como si al final de su vida hubiera llegado por casualidad, como en un cuento de hadas, a un claro bañado por la luz del sol; hasta en sus sueños aparecían escenas semejantes, y sabía que estaba soñando con Rupert. Los dos habían estado casados y habían creído que sus desagradables parejas los habían inmunizado para siempre contra el matrimonio, y no obstante, habían alcanzado una felicidad que no habían esperado ni creído posible. Los dos llevaban una vida ajetreada, él en el periódico, ella en el teatro, y conocían a centenares de personas; pero esas cosas formaban parte del mundo exterior, y lo más importante era esa cama enorme donde todo se entendía sin necesidad de palabras. Frances despertaba y se decía a sí misma, y luego a Rupert, que había estado soñando con la felicidad. Que se burlaran quienes pensasen lo contrario, y de hecho se burlaban, pero la felicidad existía y estaba allí; sí, allí estaban ellos dos, contentos como gatos al sol. Sin embargo, estas dos personas maduras —la cortesía habría exigido llamarlos así— guardaban un secreto que sabían que se marchitaría si lo desvelaban. Y no eran los únicos: la ideología ha dictaminado que una situación semejante es imposible, y por eso la gente calla.
Regresaba a una casa que la había amado, acogido, amparado, que la rodeaba con sus brazos, que la arropaba como si fuese una manta, en la que se refugiaba igual que un animalito asustado…, con la salvedad de que ya no era su casa, sino la de otras personas… Sylvia ascendió por la escalera, consciente de cada peldaño, de cada giro: allí se había acurrucado, escuchando el ruido y las risas procedentes de la cocina, temerosa de que nunca la aceptaran; y allí la había encontrado Andrew antes de subirla en brazos, meterla en la cama y darle una chocolatina que había sacado del bolsillo. Aquélla había sido su habitación, pero debía pasar de largo. Esos habían sido los dormitorios de Andrew y Colin. Estaba subiendo el último tramo de escalera. Al llegar a la planta de Julia no supo a qué puerta llamar, pero acertó, porque al oír la voz de Colin decir «adelante», entró en la antigua salita de Julia, donde él se hallaba sentado ante… No, no era el escritorio de Julia, sino uno grande, que ocupaba el ancho de una pared. Habría resultado menos doloroso para ella que todos los muebles de Julia hubiesen sido reemplazados por otros, pero ahí estaba el sillón de Julia con el pequeño escabel, y fue como si aquel lugar le diese la bienvenida y la rechazara a la vez. Colin tenía todo el aspecto de una persona disoluta. Era un hombre corpulento e hinchado que pronto se convertiría en un gordo fofo si…
—¿Por qué te fuiste de esa manera, Sylvia? —preguntó—. Cuando me avisaron esta mañana…
—Da igual. No importa. Debo hablar contigo.
—Te pido disculpas. Olvida lo que te dije anoche. Me pillaste en un mal momento. Si critiqué a Sophie…, olvídalo. La quiero. Siempre la he querido. ¿No recuerdas que siempre formamos… un equipo?
Sylvia se sentó en el sillón de Julia, aun cuando sabía que se le rompería el corazón si pensaba en ella, y no quería, no quería perder tiempo en… Colin estaba enfrente de ella, en una silla giratoria. Se arrellanó, estirando las piernas, y esbozó una sonrisa a modo de feroz autocrítica por su borrachera.
—Y hay algo más. ¿Qué derecho tenemos a esperar una vida normal con los antecedentes de nuestra familia? Las batallas constantes, los problemas, los compañeros… ¡Qué absurdo! —Rió, y la habitación se llenó de olor a alcohol.
—Si vas a tener un hijo, has de dejar de beber. Podría caérsete accidentalmente de las manos o…
—¿O qué? ¿Qué más, mi pequeña Sylvia?
Ella suspiró y dijo en voz baja y tono de humildad, tal que si le enseñara una ilustración de un libro:
—A Joshua, el hombre del que te hablé…, un negro, naturalmente…, su hijo de dos años se le cayó sobre una hoguera… Las quemaduras fueron tan graves que… Por supuesto, si hubiese ocurrido en este país, habría recibido el tratamiento adecuado.
—Bueno, Sylvia, no creo que yo vaya a tirar a mi hijo al fuego. Soy perfectamente consciente de que yo…, de que mi comportamiento podría ser más satisfactorio. —Esta forma de expresarlo le hizo tanta gracia a Sylvia que rompió a reír; Colin también, aunque no de inmediato—. Soy un desastre; pero ¿qué puedes esperar de la progenie del camarada Johnny? Sin embargo, ¿sabes una cosa? En la época en que vivía como un oso en una cueva y sólo salía para ir al pub, o para tener una aventura o una relación (he ahí una palabra perfecta para escurrir el bulto)… en fin, entonces no me consideraba un desastre. Pero en cuanto Sophie se instaló aquí y nos convertimos en una familia feliz, descubrí que soy un oso que no está adiestrado para vivir civilizadamente. No sé por qué me soporta.
—Colin, me gustaría mucho hablar contigo de otra cuestión.
—Le digo que, si persevera, es posible que algún día consiga convertirme en un marido.
—Por favor, Colin.
—¿Qué quieres que haga?
—Quiero que vayas a Zimlia, que veas las cosas con tus propios ojos y escribas la verdad.
Se produjo un silencio. Una sonrisa ligeramente irónica se dibujó en el rostro de Colin.
—¡Cuántas cosas me traes a la memoria! ¿Recuerdas cuando los camaradas viajaban constantemente a la Unión Soviética y demás paraísos comunistas para ver las cosas con sus propios ojos y contar la verdad a su regreso? De hecho, con la sabiduría que hemos tenido la fortuna de heredar, estamos en condiciones de concluir que, si existe una fórmula infalible para no descubrir la verdad, es la de ir adonde sea a ver las cosas con tus propios ojos.
—De manera que no quieres ir.
—No. No sé nada sobre África.
—Yo podría informarte. ¿No te das cuenta? Lo que cuentan los periódicos no tiene nada que ver con la realidad.
—Aguarda un momento. —Colin giró en la silla, abrió un cajón y extrajo un recorte de periódico—. ¿Has visto esto? —Se lo tendió.
Se trataba de un artículo firmado por Johnny Lennox.
—Sí, me lo envió Frances. Es una sarta de patrañas; el camarada presidente no es como lo describe la prensa.
—Vaya sorpresa.
—Cuando vi el nombre de Johnny no lo podía creer. ¿Se ha convertido en un experto en África?
—¿Por qué no? Todos sus ídolos han demostrado tener pies de barro, ¡pero no importa! En África hay una reserva ilimitada de grandes líderes, matones, bravucones y sinvergüenzas, así que todas las pobres almas que necesitan idolatrar a un héroe tienen a los héroes negros a su disposición.
—Y cuando hay una matanza, una guerra entre tribus o varios millones de desaparecidos, se limitan a murmurar: «Es una cultura diferente» —apuntó Sylvia, sucumbiendo a los placeres del resentimiento.
—A fin de cuentas, el camarada Johnny tiene que comer, y de este modo siempre es el invitado de honor de un dictador u otro.
—O en una conferencia donde se discute el significado de la libertad.
—O en un simposio sobre la pobreza.
—O en un seminario organizado por el Banco Mundial.
—De hecho, eso forma parte del problema; los rojos de la vieja guardia no pueden dar lecciones de libertad y democracia, y por eso Johnny ya no está tan solicitado como antes. ¡Ah, Sylvia, te echo tanto de menos! ¿Por qué vives tan lejos? ¿Por qué no podemos vivir todos juntos en esta casa y olvidarnos de lo que sucede fuera? —Estaba animado, había perdido la palidez de la resaca y reía.
—Si te paso toda la información, dispondrías de material suficiente para escribir algunos artículos.
—¿Por qué no se lo pides a Rupert? Es un periodista serio. Uno de los mejores. Muy bueno.
—Los periodistas famosos no quieren correr riesgos. Todos escriben maravillas sobre Zimlia. Si es el primero en decir lo contrario, lo harán pedazos.
—En teoría, a los periodistas les gusta ser los primeros en decir lo que sea.
—Entonces ¿por qué no lo ha hecho? Yo podría pedirle al padre McGuire que redactase un borrador, y tú trabajarías sobre esa base.
—Ah, sí, el padre McGuire. Andrew me contó que no supo lo que era un capón cebado hasta que lo conoció. —Al percatarse de que Sylvia se había ofendido, rectificó—: Perdona.
—Es un buen hombre.
—Y tú una buena mujer. No estamos a tu altura… Lo siento, lo siento, pero ¿no te das cuenta de que te envidio, Sylvia? Envidio esa inocente y entusiasta honestidad tuya… ¿De dónde ha salido? Ah, sí, claro, eres católica. —Colin se levantó, sentó a Sylvia en sus rodillas y hundió la cara en su cuello—. Juraría que hueles a sol. Es lo que pensé anoche, cuando te portaste tan bien conmigo: «Huele a sol».
Sylvia se sentía incómoda. Y Colin también. Se encontraba en una posición incongruente con la forma de ser de los dos. Ella regresó al sillón.
—¿Intentarás beber menos?
—Sí.
—¿Me lo prometes?
—Sí, Sylvia, te lo prometo.
—Te enviaré el material.
—Haré lo que pueda.
Sylvia llamó a la puerta del apartamento del sótano, oyó un áspero «¿quién es?», abrió la puerta y asomó la cabeza. Una mujer delgada con elegantes tejanos de color tostado, una camiseta a juego y una melena corta de color cobrizo la miró desde el pie de la escalera; era cortante como un cuchillo.
—Hace tiempo viví en esta casa —explicó Sylvia—, y he oído que usted se va a vivir con mi madre.
Meriel continuó inspeccionándola con gesto hostil. Luego le dio la espalda y encendió un cigarrillo.
—Sí; ése es el plan por el momento —contestó a través de una nube de humo.
—Yo soy Sylvia.
—Lo suponía.
Las habitaciones eran tal como Sylvia las recordaba, semejantes a las de un piso de estudiantes, aunque impecablemente ordenadas. Meriel, que estaba haciendo las maletas, se volvió para decir:
—Quieren que desocupe este sitio. Tu madre ha tenido la bondad de ofrecerme un techo mientras busco otra cosa.
—¿Y trabajará con ella?
—Cuando termine mi formación, me estableceré por mi cuenta.
—Entiendo.
—Y en cuanto tenga mi propio piso, me llevaré a los niños.
—Ah, bueno, espero que todo salga bien. Perdone la interrupción. Sólo quería…, en fin, evocar los viejos tiempos.
—No des un portazo al salir. Esta casa es muy ruidosa. Los niños hacen lo que les viene en gana.
Sylvia tomó un taxi para ir a la casa de su madre. Las cosas no habían cambiado mucho: incienso, dibujos místicos en los cojines y las cortinas, y su madre gorda y enfadada, pero deshaciéndose en sonrisas de bienvenida.
—Es todo un detalle que te hayas tomado la molestia de venir a verme.
—Esta noche vuelvo a Zimlia.
Phyllida la escrutó lentamente y con suma atención.
—Vaya, Tilly, pareces una pasa. ¿Por qué no usas cremas para la piel?
—Tienes razón. Lo haré. Acabo de conocer a Meriel.
—¿De veras?
—¿Qué sucedió con Mary Constable?
—Tuvimos unas palabras.
Esa expresión desató un torrente de recuerdos en la mente de Sylvia; ella y su madre en una pensión o en la habitación de una casa ajena, mudándose constantemente, casi siempre porque no habían pagado el alquiler; caseras que se habían mostrado muy amigables convertidas en enemigas, y la frase: «Tuvimos unas palabras». Tantas palabras, tan a menudo… Después Phyllida se casó con Johnny.
—Lo lamento.
—No lo lamentes. Hay muchos peces en el mar. Al menos Meriel ha tenido hijos. Sabe lo que se siente cuando te roban un hijo.
—Bueno, debo marcharme. Sólo quería ver cómo estabas.
—No esperaba que te sentases a tomar una taza de té.
—De acuerdo, tomaré una taza de té.
—Los crios de Meriel son una verdadera lata.
—Entonces se alegrará de librarse de ellos, ¿no?
—Aquí no los traerá, desde luego. Que no se le ocurra.
—Si vamos a tomar té, hagámoslo ya. Es casi la hora de salir hacia el aeropuerto.
—En ese caso tal vez sea mejor que te vayas.