En 1965 Jill se reconcilió con sus padres y se matriculó en la LSE, «para estar con mis amigos». Aseguró que jamás olvidaría la bondad que la había sacado del abismo. «Me rescatásteis —declaró con seriedad—. No sé qué habría hecho sin vosotros». De ahí en adelante recibieron noticias suyas a través de terceros: estaba muy metida en los nuevos movimientos políticos y se veía a menudo con Johnny y sus camaradas.
Habían transcurrido cuatro años y corría el verano de 1968.
Era fin de semana. Ni Andrew ni Sylvia se habían tomado fiesta; estaban estudiando. Colin había regresado a casa y anunciado que iba a escribir una novela. «¡Desde luego! —se había escandalizado Julia, no en presencia de su nieto, aunque él se había enterado—. La profesión de los fracasados». De ese modo lo proveyó del primer requisito para convertirse en novelista, el desprecio de los más allegados y queridos, aunque Frances tomó la precaución de mostrarse evasiva, y Andrew, enigmático.
Johnny telefoneó para decir que les haría una visita. «No te preocupes por la comida. Ya habremos cenado». Esta sorprendente desfachatez —pensó Frances mientras su tensión arterial experimentaba una subida y volvía a bajar— debía de ser el concepto que Johnny tenía de lo que significaba congraciarse. Aquel «habremos» resultaba intrigante. No podía referirse a Stella, que estaba en Estados Unidos. Había acudido a tomar parte en las grandes batallas para erradicar la discriminación de los negros en el Sur, y había acabado destacando por su valentía y su capacidad de organización. Al constatar que se le terminaba el visado de turista, se había casado con un americano, aunque había llamado a Johnny para comunicarle que se trataba de una mera formalidad. Regresaría cuando hubieran ganado la guerra. Sin embargo, según rumores procedentes del otro lado del Atlántico, ese matrimonio de conveniencia marchaba bien, mejor que su relación con Johnny, que había sido bastante desastrosa. Ella mucho más joven que él, lo había admirado en un principio, pero pronto había aprendido a ver las cosas tal como eran. Había tenido tiempo de sobra para reflexionar, ya que Johnny la dejaba sola a menudo para asistir a reuniones o viajar con distintas delegaciones a los países amigos.
A Johnny le habría gustado participar en las grandes batallas americanas, por las que suspiraba como un niño a quien no habían invitado a una fiesta, pero no consiguió un visado. Insinuó que se lo habían denegado debido a sus antecedentes en la guerra civil española. No obstante, pronto llegaron los conflictos de Francia y él se unió a todos los frentes conforme aparecían en las noticias. De hecho, los acontecimientos de 1968 le sirvieron de escarmiento. Por doquier surgían héroes jóvenes, armados de biblias nuevas. A Johnny no le quedó otro remedio que documentarse.
No fue el único miembro de la vieja guardia obligado a releer el Manifiesto comunista. «Es la auténtica literatura revolucionaria», murmuraba.
En Francia cada héroe tenía un grupo de jovencitas a su servicio, y gracias al nuevo puntal del programa revolucionario, la libertad sexual, todo el mundo se acostaba con todo el mundo. Pero a Johnny no había quien lo cortejase. Además de inglés, era mayor.
Jamás recordaría con placer el año 1968, a diferencia de los centenares de miles de militantes que participaron en las revueltas callejeras, los enfrentamientos con la policía, los apedreamientos, las carreras, la construcción de barricadas y las orgías sexuales, que lo rememorarían como el luminoso apogeo de sus conquistas juveniles.
Al comprender que Stella no albergaba la menor intención de regresar a su lado, había vuelto a mudarse al piso que había dejado libre Phyllida, convertido en la sede de una especie de comuna que acogía a revolucionarios de todo el mundo, incluidos estadounidenses que deseaban librarse de ir a Vietnam, sudamericanos y políticos africanos.
La cocina pareció atestada tan pronto como Johnny entró en ella, y a las tres personas que cenaban sentadas a la mesa les entró instantáneamente complejo de insulsas y apáticas, pues los recién llegados, que acababan de salir de una asamblea, estaban eufóricos y llenos de energía. Johnny y el camarada Mo reían, y este último abrazó a Frances.
—Danny Cohn-Bendit ha dicho que el socialismo no llegará hasta que se ahorque al último capitalista con las tripas del último burócrata —le comentó.
Franklin —ella no había reconocido de inmediato a ese hombre robusto y elegantemente trajeado— le presentó al negro que iba con él:
—Ésta es Frances, de quien ya te he hablado. Fue como una madre para mí. Éste es el camarada Matthew, nuestro líder.
—Es un placer —dijo el hombre sin sonreír, con la solemnidad de los compañeros de la época en que había prevalecido la severidad de Lenin (que pronto regresaría).
Saltaba a la vista que se sentía incómodo, que no le gustaba estar allí. Permaneció de pie, serio, e incluso echó un vistazo al reloj mientras «los críos», que ya eran adultos, saludaban a Franklin. Éste se aproximó a Sylvia, que se levantó y, tras titubear por un instante, lo abrazó afectuosamente; él cerró los ojos, y al abrirlos segundos después estaban arrasados en lágrimas.
—Sentaos —los invitó Andrew, acercando las sillas que estaban apiladas contra la pared.
El camarada Matthew se sentó con expresión ceñuda y miró de nuevo el reloj.
El camarada Mo, que después de su última visita había viajado a China para dar su bendición a la Revolución Cultural (como había hecho con el Gran Salto Adelante y Que Florezcan Cien Flores del Pensamiento), impartía conferencias por todo el mundo sobre los beneficios de dicha revolución no sólo para China sino para toda la humanidad. Se sentó y cogió un trozo de pan.
—El camarada Matthew es mi primo —informó Franklin a Frances.
—Pertenecemos a la misma tribu —lo corrigió el hombre mayor.
—Bueno, es que eso de las tribus suena desfasado —se excusó Franklin.
Resultaba evidente que le daba miedo contradecir a su jefe.
—Soy consciente de que en inglés se emplea el término «primo».
Estaban todos sentados, menos Johnny, que se dirigió a sus hijos:
—¿Habéis oído lo que dijo Danny Cohn-Bendit de…?
Frances, temerosa de que el camarada Mo sucumbiese a otro ataque de risa, se apresuró a interrumpirlo:
—Lo oímos la primera vez. Pobre muchacho, tuvo una infancia horrible. Padre alemán…, madre francesa…, poco dinero… Fue un producto de la guerra. Su madre crió a sus hijos sola.
Sí, lo hacía adrede, naturalmente, sonriendo mientras hablaba, y primero Andrew y después Colin rieron.
—Me temo que mi mujer jamás ha entendido de política —gruñó Johnny, enfadado.
—Ex mujer —precisó Frances—. En un pasado muy lejano.
—Éstos son mis hijos —señaló Johnny.
Andrew apuró el vino de su copa mientras Colin decía:
—Sí, es un privilegio para nosotros.
Los tres negros parecían incómodos, pero de repente el camarada Mo, que había pasado diez años viajando por el ancho mundo, soltó una carcajada alegre.
—Mi mujer también me hace reproches —observó—. No entiende que la lucha está por encima de las obligaciones familiares.
—¿Te ve alguna vez? —preguntó Frances.
—¿Y se alegra de verte? —añadió Colin.
El camarada Mo lo fulminó con la mirada, pero sólo vio una cara sonriente.
—El problema son mis hijos —explicó, sacudiendo la cabeza—. Es lo más duro para mí… A veces ni siquiera los reconozco.
Sylvia había preparado café y estaba sirviendo un pastel y galletas. Saltaba a la vista que los invitados esperaban algo más. Como tantas otras veces, Frances sacó todo lo que había en la nevera, así como los restos de la cena, y los colocó sobre la mesa.
—Siéntate —le dijo a Johnny, que se acomodó con aire digno y comenzó a servirse.
—No has preguntado por Phyllida —le reprochó Sylvia—. No te has interesado por el estado de mi madre.
—Sí, yo también me he fijado —se sumó Frances.
—Iba a hacerlo dentro de un momento —aseguró Johnny.
—Cuando Johnny me dijo que vendría a veros, pensé que tenía que acompañarlo —contó Franklin—. Nunca olvidaré lo bien que me trataron aquí.
—¿Has vuelto a casa? —preguntó Frances—. Al final no fuiste a la universidad, ¿no?
—Sólo a la universidad de la vida —respondió Franklin.
—Frances, en los tiempos que corren uno no le pregunta a la directiva negra lo que está haciendo —la riñó Johnny—. Hasta tú deberías darte cuenta.
—No —convino el camarada Matthew—, no es el momento de preguntar esas cosas. —Y añadió—: No debemos olvidar que tengo que pronunciar un discurso dentro de una hora.
Los camaradas Johnny, Franklin y Mo comenzaron a comer lo más rápidamente posible, pero el camarada Matthew ya había terminado: era uno de esos individuos que comen con frugalidad, casi por obligación.
—Antes de irme debo transmitiros un mensaje de Geoffrey —anunció Johnny—. Ha estado conmigo en las barricadas de París. Os envía recuerdos.
—Dios santo —exclamó Colin—, nuestro pequeño Geoffrey, con su bonita cara de niño inocente, en las barricadas.
—Es un compañero serio y valioso —repuso Johnny—. Tiene un rincón en mi casa.
—Hablas como en una antigua novela rusa —comentó Andrew—. ¿Qué es eso de un rincón?
—Él y Daniel pasan alguna que otra noche en mi casa. Tengo un par de sacos de dormir reservados para ellos. Y ahora, antes de irme, debo preguntaros si sabéis en qué está metida Phyllida.
—¿En qué está metida? —inquirió Sylvia con tanto desprecio que todos pudieron ver a la otra Sylvia.
Sorpresa. Estaban estupefactos. Franklin dejó escapar una risita nerviosa. Johnny se obligó a plantarle cara.
—Tu madre está trabajando de adivina. Se anuncia en los tablones de las tiendas de prensa y chucherías, y da esta dirección.
Andrew rió. Colin y Frances lo imitaron.
—¿Qué os hace tanta gracia? —preguntó Sylvia.
El camarada Mo, desconcertado por este «choque de culturas», dijo:
—Uno de estos días vendré a que me lea el futuro.
—Si posee el don, será porque sus antepasados la aprecian —explicó Franklin—. Mi abuela era una mujer sabia. Vosotros la llamaríais hechicera. Era una ríganga.
—Una mujer chamán —tradujo Johnny.
—Yo estoy de acuerdo con el camarada Johnny —declaró el camarada Matthew—. Esas supersticiones son reaccionarias y deberían prohibirse. —Se levantó para irse.
—Deberías alegrarte de que gane algo de dinero —le dijo Frances a Johnny, que también se puso en pie.
—Vamos, compañeros. Es hora de irnos.
Antes de salir titubeó por un instante.
—Decidle a Julia que disuada a Phyllida de hacer esas cosas —pidió, como para recuperar el control de la situación.
Frances descubrió que sentía pena por Johnny. Se lo veía tan mayor… Bueno, ambos se acercaban a los cincuenta. La chaqueta a lo Mao le venía grande. Por su aire compungido dedujo que no le había ido bien en París. «Se ha quedado atrás —pensó—. Igual que yo».
Se equivocaba con respecto a los dos.
A la vuelta de la esquina estaba la década de los setenta, que a lo largo y ancho del mundo (el mundo no comunista) engendró una raza de clones del Che Guevara, y durante la cual las universidades, en particular las de Londres, celebraron casi continuamente la Revolución con manifestaciones, revueltas, sentadas, encierros y toda clase de batallas. Mirase uno a donde mirase, se encontraba con jóvenes héroes, y Johnny se convirtió en un viejo patriarca: el hecho de que fuera un estalinista casi impenitente le confería un atractivo limitado ante aquellos jóvenes, que en general estaban convencidos de que si Trotski hubiera ganado la batalla del poder contra Stalin, el comunismo habría lucido una cara beatífica. Además tenía otra desventaja, que hacía que su séquito estuviera compuesto casi exclusivamente por hombres en lugar de por jovencitas entusiastas. Su estilo resultaba un desastre. El adecuado era el de los camaradas Tommy, Billy, o Jimmy, que llamaban la atención de una chica con un desdeñoso chasquido de dedos y espetaban: «Eres una basura burguesa», con la consiguiente connotación de: «Deja todo lo que tienes y vente conmigo.» (O más bien: «Dame todo lo que tienes»). Esto sigue vigente en la actualidad. Resulta irresistible. Y había algo peor: mientras que en el pasado la limpieza había sido equiparable a la santidad, ahora la mugre y el mal olor se consideraban tan valiosos como la tarjeta de afiliación al partido. Por desgracia Johnny, que había sido criado por Julia —o por sus criados—, era incapaz de ofrecer hediondos abrazos. La jerga… bueno, sí, se las apañaba con ella. Mierda, joder, vendido, fascista: todo discurso político debía contener esas palabras.
Sin embargo, estos placeres malolientes aún estaban por llegar.
Wilhelm Stein, que tan a menudo subía por la escalera para visitar a Julia, saludando con un formal movimiento de cabeza a quien encontrase en su camino, llamó esa noche a la puerta de la cocina, aguardó hasta que oyó un «adelante» y entró, haciendo una pequeña reverencia. El cabello y la barba platinados, el bastón con empuñadura de plata, el traje y hasta la posición de sus gafas traslucían una recriminación hacia las tres personas que estaban sentadas a la mesa, cenando.
Cuando Frances, Andrew y Colin lo invitaron a sentarse, obedeció y mantuvo el bastón vertical a su lado, sostenido por una mano maravillosamente cuidada que lucía un anillo con una oscura piedra azul.
—Me he tomado la libertad de interrumpirlos para hablarles de Julia —dijo, y posó la mirada sobre cada uno de ellos como para impresionarlos con su seriedad. Todos esperaron—. Vuestra abuela no se encuentra bien —informó a los jóvenes, volviéndose hacia Frances, añadió—: Soy consciente de lo que cuesta convencer a Julia de que haga las cosas que le convienen.
Los tres pares de ojos que lo observaban le indicaron que los había juzgado mal. Suspiró e hizo ademán de levantarse, pero cambió de idea, tosió y dijo:
—No es que crea que no han cuidado debidamente de ella.
Colin se hizo cargo de la situación. Se había convertido en un joven robusto, con un aire todavía infantil en su redonda cara, y las pesadas gafas de montura negra que llevaba parecían querer controlar unas facciones que con demasiada frecuencia amenazaban con estallar en una carcajada irónica.
—Sé que no es feliz —comentó—. Todos lo sabemos.
—Me temo que podría estar enferma.
El problema residía en que Julia había perdido a Sylvia. Sí, la joven seguía en la casa, que era su hogar, pero los acontecimientos habían obligado a Julia a pensar que esta vez la separación era definitiva. ¿Acaso Wilhelm no lo veía?
—Julia está sufriendo por Sylvia —explicó Andrew—. Es así de sencillo.
—No soy tan idiota para no darme cuenta de cuáles son los sentimientos de Julia. Pero el asunto no tiene nada de sencillo.
Se puso en pie, decepcionado.
—¿Qué quiere que hagamos? —quiso saber Frances.
—Julia no debería pasar tanto tiempo sola. Tendría que salir a caminar. Sale muy poco, y no consigo convencerla de que su problema no es la edad. Yo tengo diez años más que ella y no me he dado por vencido. Me temo que Julia sí.
Frances estaba pensando que en todos aquellos años Julia jamás había aceptado una invitación para ir a cenar, a dar un paseo, al teatro o a una galería de arte. «Gracias, Frances, eres muy amable», se limitaba a decir.
—Quiero pedirles permiso para comprarle un perro a Julia. No, no un perro grande y alborotador, sino uno pequeño. Tendrá que ocuparse de él y sacarlo a pasear.
Una vez más, los tres rostros evidenciaron que no le confiarían lo que opinaban.
¿De verdad creía el viejo que un perrito iba a llenar el vacío en el corazón de Julia? Un trueque: ¡un perro a cambio de Sylvia!
—Claro que puede regalárselo —dijo Frances—, si piensa que ella se alegrará…
Ahora Wilhelm, que acababa de confesar que contaba más de ochenta años, aunque no le creyeran, respondió:
—No es que esté convencido de que sea lo mejor para ella. Pero la verdad es que… estoy desesperado. —La solemnidad de sus modales, de su estilo, se esfumó, y de repente vieron ante sí a un anciano humilde, con lágrimas que se deslizaban hacia la barba—. Es necesario decirles que le profeso un gran afecto a Julia. Me entristece verla tan… tan… —Salía de la cocina—. Discúlpenme, deben disculparme.
—¿Quién será el primero en decir: «No pienso ocuparme de ese perro.»? —preguntó Frances.
Wilhelm apareció con un pequeño terrier al que ya había puesto el nombre de Stückchen —que significaba «trocito», «cosa pequeña»— y a modo de broma le había atado un gran lazo azul al cuello. Si bien la primera reacción de Julia fue apartarse del perro que correteaba ladrando alrededor de su falda, al advertir la ansiedad de su amigo por verla contenta se inclinó para acariciar al animal y tranquilizarlo. Hizo una interpretación lo bastante buena como para que Wilhelm pensara que llegaría a querer al cachorro, pero cuando él se marchó, ella, consciente de que tendría que encargarse de la comida y las cacas del animal, se sentó temblando en una silla y pensó: «Es mi mejor amigo y me conoce tan poco que cree que deseo una mascota».
Los días siguientes fueron incómodos: alimentos para perro, excrementos en el suelo, olores y un bicho inquieto que ponía a Julia al borde del llanto con sus ladridos. «¿Cómo ha podido?», se preguntaba, y cuando Wilhelm volvió a visitarla, los esfuerzos de Julia por mostrarse amable le indicaron que había cometido un gran error.
—Pero, querida, te vendría muy bien sacarlo a pasear. ¿Cómo lo has llamado? ¿Huracán? ¡Ya veo! —Y tomó la puerta ofendido, de manera que ahora Julia habría de preocuparse también por él.
Como sabía que su ama lo detestaba, Huracán trabó amistad con Colin, que lo quería porque lo hacía reír, y así fue como se convirtió en Fiera, debido a lo ridículo que resultaba ver a ese animal minúsculo gruñendo, defendiéndose y atacando con unas mandíbulas del tamaño de las pinzas de Julia para servir el azúcar. Sus patas eran como bolas de algodón, sus ojos como negras semillas de papaya, su cola como una ensortijada cinta de seda plateada. Fiera seguía a Colin a todas partes, de manera que el perro que supuestamente iba a ser bueno para Julia acabó siendo bueno para Colin, que no tenía amigos, daba solitarios paseos por el parque y bebía en exceso; nada grave, pero lo suficiente para que Frances le confesara que estaba preocupada. Él se enfadó. «No me gusta que me espíen».
El verdadero problema era que detestaba depender de su madre y su abuela. Había escrito dos novelas que distaban de ser buenas, lo sabía, y estaba trabajando en la tercera, con Wilhelm Stein como mentor. Se alegraba de que Andrew hubiera vuelto a convertirse en una persona dependiente. Después de aprobar sus exámenes con notas brillantes, éste se había incorporado a un bufete, pero ahora había decidido estudiar Derecho Internacional. Había vuelto a casa y planeaba ingresar en Oxford para seguir un curso de dos años.
Sylvia ya era médico residente, mucho más joven que sus compañeros, y trabajaba tan duro como los demás. Siempre regresaba a casa agotada y subía por la escalera como en trance, sin fijarse en nadie ni en nada; mentalmente ya estaba en la cama. Era capaz de dormir veinticuatro horas seguidas y luego se levantaba, se duchaba y volvía a largarse. A veces ni siquiera iba a saludar a Julia, y mucho menos a darle un beso de buenas noches.
Había algo más. El padre de Sylvia, su verdadero padre, el camarada Alan Johnson, había muerto y le había dejado una importante suma de dinero. La carta del abogado llevaba adjunta una carta de él, que obviamente había escrito en estado de ebriedad y que decía que entendía que ella, Tilly, había sido la única verdad de su vida: «Eres mi legado para el mundo»; por lo visto pensaba que su legado tangible no representaba más que una irrisoria contribución material. Ella ni siquiera recordaba si lo había visto alguna vez.
Sylvia subió a comunicarle la noticia a Julia y dijo: «Has sido muy generosa conmigo, pero ya no necesito más limosnas».
Julia calló y se estrujó las manos sobre el regazo como si la joven la hubiera golpeado. La falta de tacto se debía al agotamiento. Sencillamente, Sylvia no estaba en sus cabales. No era una persona capaz de soportar una tensión y un estrés continuos; seguía siendo una jovencita frágil, con los ojos azules siempre irritados, por no hablar de lo mucho que tosía.
Wilhelm se encontró con Sylvia cuando ésta subía por la escalera, después de una semana de trabajo ininterrumpido y casi sin dormir, y le pidió consejo médico sobre Julia. «Lo siento, no me he especializado en geriatría», repuso ella y siguió hacia su cuarto, donde se acostó y se durmió en el acto.
Julia la había oído desde el rellano. Geriatría. Rumiaba, sufría…, todo constituía una afrenta para ella en su estado paranoico. Sentía que Sylvia se había vuelto contra ella.
Sylvia había leído la carta del abogado cuando estaba tan necesitada de sueño como un prisionero torturado, o como la madre de un recién nacido. Bajó a ver a Phyllida con la carta en la mano, y la encontró enfundada en un quimono estampado con los signos del zodíaco. Interrumpió el sarcástico «¿a qué debo el honor…?» de su madre con una preguna:
—¿Te ha dejado dinero, mamá?
—¿Quién? ¿De qué hablas?
—Mi padre. Me ha dejado dinero. —Antes de que Phyllida estallara, como auguraba su rostro, le dijo—: Escucha, calla y escucha.
Phyllida, empero, ya había empezado con su letanía de quejas:
—Así que yo no cuento, ¿no? Por supuesto que no, te ha dejado el dinero a ti…
Sin embargo, Sylvia se había dejado caer en una silla y se había quedado dormida en el acto. Phyllida sospechó que se trataba de un truco o una trampa. Miró con fijeza a su hija e incluso le levantó una lánguida mano y la dejó caer. Se sentó pesadamente, estupefacta, pasmada y sin habla. No era consciente de que Sylvia trabajase tanto; todo el mundo sabía que los médicos jóvenes…, pero que pudiera dormirse de esa manera, así sin más… Recogió la carta que había caído al suelo, la leyó y se sentó con ella en la mano. Hacía años que no se le presentaba la oportunidad de observar a su hija, de observarla de verdad. En ese momento lo hizo. Tilly estaba tan delgada, pálida y desmejorada… Era un crimen lo que les exigían a los médicos residentes, alguien debería pagar por ello…
Esos pensamientos se fundieron con la quietud. Las pesadas cortinas estaban echadas, la casa en silencio. ¿Debía despertar a Tilly? Llegaría tarde al trabajo. Ese rostro… no se parecía en absoluto al suyo. Tenía la boca de su padre, roja y delicada. «Rojo y delicado», buenas palabras para describir al camarada Alan, el héroe…, o eso creían todos. Se había casado con dos héroes comunistas, uno detrás del otro. ¿En qué demonios habría estado pensando? (Esta autocrítica tan impropia de ella pronto la conduciría a la vía dolorosa de la psicoterapia, y de allí a una existencia nueva).
¿Tilly había bajado a contarle lo de la herencia para jactarse? ¿Se trataba de una provocación? Su sentido de la justicia le dijo que no. Sylvia se daba muchas ínfulas y detestaba a su madre, pero jamás la había tratado con crueldad.
La joven despertó sobresaltada y creyó que se encontraba en medio de una pesadilla. La áspera y roja cara de su madre, con sus desquiciados ojos acusadores, estaba justo encima de la suya, y al cabo de un instante esa voz comenzaría a chillarle, a gritarle como de costumbre. «Me has destrozado la vida. Si no hubiera sido por ti, habría… Eres mi maldición, mi cruz…»
Sylvia gritó, empujó a su madre y se irguió en la silla. Vio su carta en la mano de Phyllida y se la arrebató. Por último se levantó y dijo:
—Ahora escucha, mamá, pero no hables, por favor; sé que es injusto que me haya dejado todo el dinero, de modo que te daré la mitad. Se lo comunicaré al abogado. —Se marchó corriendo, tapándose los oídos con las manos.
Después de consultar a Andrew, Sylvia informó a los abogados y éstos realizaron las gestiones necesarias. Al repartirse el dinero con Phyllida había convertido una herencia sustanciosa en una suma útil, suficiente para comprar una buena casa, contratar una póliza… en suma, garantizar cierta seguridad. Andrew le recomendó que buscara asesoramiento económico.
De buenas a primeras sólo había que pagar los estudios de una persona —Andrew—, y Frances decidió que la siguiente vez que le ofrecieran un buen papel en el teatro, lo aceptaría.
Wilhelm volvió a llamar a la puerta de la cocina, pero esta vez el doctor Stein era todo sonrisas y se mostraba tímido como un colegial. De nuevo era domingo, y Frances, junto con los dos jóvenes de la casa, interpretaba una escena familiar en torno a la mesa de la cena.
—Tengo novedades —anunció Wilhelm a Frances—. Es decir Colin y yo tenemos novedades. —Sacó una carta y la sacudió en el aire—. Deberías leerla en voz alta, Colin… ¿no? Entonces lo haré yo.
Y leyó la carta de un buen editor que decía que El hijastro, la última novela de Colin, se publicaría pronto, y que habían depositado grandes esperanzas en ella.
Besos, abrazos, enhorabuenas, Colin sin habla a causa de la alegría. De hecho, estaban esperando aquella carta. Wilhelm había leído y condenado las dos primeras versiones de la novela, pero había aprobado la última y la había entregado a un editor, un amigo. El largo aprendizaje de Colin, que había puesto a prueba su paciencia y su perseverancia, había llegado a su fin. Mientras los humanos se besaban, se abrazaban y gritaban, el minúsculo perro saltaba y emitía pequeños ladridos de éxtasis que reflejaban sus ansias de sumarse a la fiesta, hasta que saltó al hombro de Colin y empezó a agitar su plumífera cola como un limpiaparabrisas contra su rostro, amenazando con tirarle las gafas.
—Abajo, Fiera —lo riñó Colin. La absurda situación lo movió a atragantarse con las lágrimas y la risa, y se puso en pie de un salto gritando «¡Fiera! ¡Fiera»! mientras corría escaleras arriba con el perro en sus brazos.
—Magnífico, magnífico —exclamó Wilhelm Stein, quien tras besar el aire por encima de la mano de Frances se marchó sonriendo a ver a Julia, que al enterarse de la noticia permaneció sentada en silencio por unos instantes.
—De manera que yo estaba equivocada, muy equivocada —dijo por fin.
Wilhelm, que sabía lo mucho que a ella le molestaba equivocarse, se volvió para no ver las lágrimas de remordimiento que asomaban a sus ojos. Sirvió dos copas de madeira, tomándose su tiempo:
—Tiene talento, Julia, pero lo más importante es su tenacidad.
—Entonces tendré que pedirle disculpas, porque no he sido justa con él.
—¿Y mañana me acompañarás al Cosmo? Te vendrá bien dar un pequeño paseo.
De manera que Julia se disculpó con Colin, que frente al evidente trastorno emocional de la anciana puso todo su empeño en tranquilizarla. Después, con el brazo enlazado con el de Wilhelm, Julia bajó lentamente la cuesta hasta el Cosmo, donde él la cortejó con tartas y cumplidos mientras las llamas del debate político saltaban o humeaban alrededor de los dos.
Frances leyó El hijastro y se lo pasó a Andrew, que comentó: «Es interesante. Muy interesante».
Años antes Frances se había visto obligada a sentarse a escuchar las críticas de Colin contra ella y su padre, tan encendidas y crueles que se había sentido abrasada por ríos de lava. Y en esas páginas estaba toda esa ira destilada. Era la historia de un niño cuya madre se había casado con un embaucador, un sinvergüenza con pico de oro que ocultaba sus crímenes detrás de cortinas de palabras persuasivas, palabras que prometían toda clase de paraísos. Se mostraba cruel o indiferente con su hijo. Cuando éste pensaba que su torturador se había marchado para siempre, aparecía otra vez, y la madre sucumbía a sus encantos, porque era encantador, aunque de una manera siniestra. El pequeño le contaba su historia a un amigo imaginario, el tradicional compañero de juegos de los niños solitarios, y la narración resultaba triste y graciosa a la vez, ya que el lector adulto podía interpretar la distorsionada visión infantil como una exageración: las escenas casi de pesadilla, semejantes a sombras proyectadas por una vela en la pared, eran más bien trilladas, casi chabacanas. Un lector de la editorial había descrito la novela como una pequeña obra de arte, y quizá lo fuera. Pero la madre y el hermano mayor del autor veían algo más: la magia de la historia había conjurado una terrible angustia. Con ese libro Colin demostraba que era un adulto.
—¿Sabes? —dijo Andrew—, creo que mi hermano pequeño me ha superado; yo sería incapaz de alcanzar ese grado de distanciamiento.
—¿Tan espantoso fue? —preguntó Frances, temiendo la respuesta.
—Sí, fue espantoso, me parece que no eres consciente de ello… No imagino un padre peor, ¿tú sí?
—No os pegaba —repuso Frances con un hilo de voz, buscando desesperadamente una circunstancia que mejorase la historia.
Andrew contestó que había cosas peores que las palizas.
A pesar de todo, cuando decidieron organizar una cena para celebrar la publicación de El hijastro, el propio Colin añadió el nombre de su padre a la lista de convidados.
«Todo el mundo» volvería a sentarse alrededor de la enorme mesa. «He invitado a todo el mundo», anunció Colin. Sophie, la primera, había aceptado. Geoffrey, Daniel y James, que frecuentaban la casa de Johnny, dijeron que irían, aunque tarde: tenían una reunión. Johnny dijo lo mismo. Jill, a quien Colin había encontrado en la calle, había prometido asistir. Julia protestó que nadie querría la compañía de una vieja aburrida, pero Wilhelm la riñó: «No digas tonterías, querida». Sylvia le aseguró que haría todo lo posible por escaparse del trabajo.
Pusieron la mesa para once personas. Wilhelm había aportado un pastel maravilloso y muy poco inglés, una espiral alta y redondeada cubierta de algo que semejaba un tul brillante y acartonado y que en realidad era una capa de crema y merengue. Estaba salpicado de pequeñas escamas doradas. Sophie señaló que resultaba más apropiado para llevarlo puesto que para comérselo.
Cuando se sentaron a cenar la mitad de los sitios estaban desocupados, pero enseguida llegó Sophie, acompañada por Roland.
—No, no me sentaré —avisó el joven actor, hechizando a los presentes con su poderoso atractivo—. Sólo he venido a darte la enhorabuena, Colin. Como sabes, soy un trepador impenitente, y tenía que congraciarme contigo por si llegas a convertirte en un escritor famoso.
Besó a Frances y luego a Andrew —que se lo tomó con humor—, le estrechó la mano a Colin, saludó a Julia con una inclinación de la cabeza y a Wilhelm con una exagerada reverencia.
—Hasta luego, cariño —le dijo a Sophie. Y luego—: Tengo una función dentro de veinte minutos. —Poco después oyeron el rugido de su coche.
Sophie y Colin, que estaban sentados el uno al lado del otro, se besaban, se abrazaban y unían sus mejillas. Todos se permitieron fantasear con que Sophie abandonaría a Roland, que la hacía infeliz, y luego ella y Colin…
Brindaron. Sirvieron la comida. En mitad de la cena, se presentó Sylvia. Como de costumbre, estaba desencajada: parecía a punto de caer rendida, y sabían que lo haría en cualquier momento. La acompañaba un joven colega a quien definió como otra víctima del sistema. Ambos se sentaron, aceptaron sendas copas de vino y permitieron que les sirvieran la comida, pero estaban quedándose dormidos en la silla.
—Será mejor que subáis a la cama —sugirió Frances.
Se levantaron como fantasmas y se marcharon.
—Qué sistema tan extraño —opinó Julia con una voz áspera que últimamente sonaba amenazadora y triste—. ¿Cómo es posible que traten tan mal a estos jóvenes?
Jill llegó tarde, con actitud culpable. Ahora era una mujer robusta, con una cabellera rubia y encrespada y ropa que parecía especialmente diseñada para conferirle un aspecto competente, lo que resultó comprensible cuando anunció que se presentaría como candidata a concejala en las elecciones municipales. Se mostraba muy efusiva y no paraba de decir lo mucho que se alegraba de haber vuelto: vivía a setecientos metros de distancia. Sin que nadie se lo pidiera, les informó de que Rose era periodista y «políticamente muy activa».
—¿Puedo preguntar qué causa ha acaparado su atención? —quiso saber Julia.
Jill, que no entendió a qué se refería la pregunta, pues no había más que una causa, la Revolución, contestó que Rose estaba «metida en todo».
Johnny llegó hacia el final de la alegre velada. Últimamente tenía un aire más marcial que nunca, serio y taciturno. Llevaba una chaqueta de camuflaje y, debajo, un jersey negro de cuello cisne y tejanos negros. Su cabello gris estaba cortado casi al rape. Le tendió una mano a Colin y dijo:
—Enhorabuena. —Luego, dirigiéndose a su madre—: Espero que te encuentres bien, Mutti.
—Bastante bien —respondió Julia.
Johnny se volvió hacia Wilhelm:
—Ah, ha venido. Excelente. —Saludó a Frances con una inclinación de la cabeza y le comentó a Andrew—: Me alegro de que estés estudiando Derecho Internacional. Nos resultará útil. —Se acordó de Sophie y le hizo una breve reverencia, mientras que a Jill, a quien conocía bien, le dispensó un saludo de camarada.
Cuando se sentó, Frances le llenó el plato y Wilhelm le sirvió vino. El camarada Johnny alzó su copa para brindar por los compañeros obreros del mundo y luego continuó con el discurso que había pronunciado en el mitin al que acababa de asistir, aunque primero transmitió las disculpas de Geoffrey, James y Daniel, que estaban convencidos de que todos entenderían que la lucha era lo primero. El imperialismo americano…, la maquinaria militar-industrial…, el servil papel de Gran Bretaña…, la guerra de Vietnam…
No obstante, Julia, que se sentía angustiada por lo que estaba ocurriendo en Vietnam, lo interrumpió para preguntar:
—¿Podrías informarme mejor, Johnny? Me gustaría mucho saber algo más al respecto. No consigo entender cuál es la causa de esta guerra.
—¿La causa? ¿Necesitas preguntarlo, Mutti? Es económica, naturalmente. —Prosiguió con su perorata, deteniéndose únicamente para llevarse comida a la boca.
Colin lo detuvo.
—Un momento. Para un momento. ¿Has leído mi libro? No me has dicho nada.
Johnny dejó el cuchillo y el tenedor y miró a su hijo con expresión grave.
—Sí, lo he leído.
—¿Y qué te parece?
Aquella imprudencia dejó boquiabiertos a Frances, a Julia y sobre todo a Andrew, como si Colin hubiera decidido pinchar con un palo a un león a quien nadie hubiera provocado hasta el momento.
—Si de verdad te importa mi opinión, te la daré, Colin; pero para ello debo insistir en mis principios: no me interesan los subproductos de un sistema podrido, y tu libro lo es. Es subjetivo, personal y no intenta contemplar los acontecimientos desde una óptica política. Esta clase de texto, al que llaman «literatura», es el detritus del capitalismo, y los escritores como tú son siervos burgueses.
—¡Bah, cierra el pico! —exclamó Frances—. Compórtate como un ser humano por una vez en tu vida.
—¿A sí? Cómo te delatas, Frances, «Un ser humano»… ¿Para quién crees que trabajamos yo y todos mis camaradas, si no es para la humanidad?
—Papá —terció Colin, pálido y compungido—. Me gustaría que dejaras a un lado la propaganda política y me dijeras qué piensas realmente de mi libro.
Padre e hijo estaban inclinados sobre la mesa, el uno hacia el otro; Colin, como alguien a quien amenazaran con darle una paliza, y Johnny, con aire triunfal y la convicción de hallarse en posesión de la verdad. ¿Se había reconocido en el libro? Probablemente no.
—Ya lo has oído. He leído el libro, y te estoy diciendo lo que pienso. Nadie me inspira más desprecio que un liberal. Y eso es lo que eres, lo que sois todos. Sois los gacetilleros del decadente sistema capitalista.
Colin se levantó y salió de la cocina. Lo oyeron subir los escalones de dos en dos.
—Ahora vete, Johnny —pidió Julia—. Vete, por favor.
Johnny siguió sentado con aire reflexivo: ¿estaría pensando que podría haberse comportado de otra manera? Se zampó rápidamente lo que le quedaba en el plato y apuró el vino.
—Muy bien, Mutti. Me estás echando de mi casa. —Se levantó e instantes después sonó un portazo en el vestíbulo.
Sophie, deshecha en llanto, echó a correr en pos de Colin.
—Ha sido horrible.
Jill rompió el silencio:
—Pero es un gran hombre, es tan maravilloso… —Miró alrededor, y al detectar disgusto e ira en todos los semblantes, agregó—: Creo que debería irme. —Nadie la detuvo—. Muchas gracias por invitarme.
Frances hizo ademán de cortar el pastel, pero Julia se estaba poniendo en pie con la ayuda de Wilhelm.
—Estoy avergonzada. Muy avergonzada. —Se marchó a su habitación, seguida por Wilhelm.
Sólo quedaban Andrew y su madre.
Frances empezó a dar puñetazos contra la mesa, con la cara alzada hacia el techo y los ojos arrasados en lágrimas.
—Lo mataré —murmuró—. Uno de estos días lo mataré. ¿Cómo ha podido hacer eso? No lo entiendo.
—Escucha, mamá…
Sin embargo, Frances prosiguió con sus lamentos, e incluso se tiró del pelo como si quisiera arrancárselo.
—Lo mataré. ¿Cómo ha podido herir a Colin de esa manera? Se habría contentado con una palabra amable.
—Mamá, escúchame. Para. Escúchame.
Frances dejó caer las manos, apoyó los puños sobre la mesa y aguardó.
—¿Sabes que hay algo que nunca has entendido? Y me extraña que no te hayas dado cuenta. Johnny es un idiota. Un imbécil. ¿Cómo es posible que no lo hayas notado?
Al pronunciar la palabra «idiota» Frances sintió como si los platillos de una balanza oscilaran sobre su cabeza. Claro que era idiota. Pero ella nunca lo había admitido, y no lo había hecho por culpa del Gran Sueño. Después de todo lo que había tenido que soportar de parte de Johnny, nunca había sido capaz de decirse a sí misma que era un idiota, sencillamente.
—El problema es su falta de sensibilidad —insistió—. Ha sido tan despiadado…
—Pero, mamá, todos ellos lo son. ¿Por qué te crees que los admiran?
Entonces, sorprendiéndose a sí misma, Frances apoyó la cabeza sobre sus brazos, entre los platos sucios. Prorrumpió en sollozos. Andrew esperó, y cada vez que creía que su madre se había recuperado, las lágrimas volvían a brotar. Él también estaba pálido y tembloroso. Nunca había visto llorar a Frances ni criticar a Johnny de esa manera. Aunque sabía que no lo atacaba para protegerlos a él y a Colin, nunca había imaginado que estuviera conteniendo un torrente de lágrimas de furia; al menos no las había derramado delante de él y Colin. Y en ese momento pensaba que había hecho bien al no llorar ni quejarse en su presencia. Le habían entrado náuseas. Al fin y al cabo, Johnny era su padre…, y Andrew sabía que en ciertos aspectos se parecía a él. Johnny jamás alcanzaría ese grado de introspección. Andrew estaba condenado a vivir observándose con ojo crítico; con una actitud indulgente, incluso humorística, pero siempre juzgándose.
Ahora se irguió en la silla e hizo girar la copa entre los dedos mientras su madre sollozaba. Finalmente se bebió el vino, se levantó y posó una mano en el hombro de su madre.
—Deja todo esto como está, mamá. Ya limpiaremos por la mañana. Y vete a la cama. No merece la pena, ¿sabes? Johnny no cambiará.
Se alejó y llamó a la puerta de su abuela. Wilhelm abrió y dijo en voz alta:
—Julia se ha tomado un Valium. Está muy alterada.
Titubeó junto a la puerta de Colin y oyó cantar a Sophie: estaba cantando para su hermano.
Después echó una ojeada al cuarto de Sylvia. Se había acostado vestida, y su joven acompañante yacía en el suelo, durmiendo con la cabeza apoyada sobre un cojín. No parecía una posición cómoda, pero saltaba a la vista que a él no le importaba.
Andrew se dirigió a su habitación y encendió un porro: ante las emergencias emocionales, recurría a la marihuana y al jazz tradicional, sobre todo al blues. La música clásica era para los momentos alegres. De lo contrario recitaba en voz baja todos los poemas que sabía —muchos— para asegurarse de que permanecían intactos en su memoria, o leía a Montaigne, aunque lo guardaba en secreto, porque se le antojaba el consuelo de un viejo, no de un joven.
Wilhelm había dejado a Julia en un sillón, envuelta en una manta y empeñada en que no tenía sueño. Aun así, dormitó un poco y luego, cuando la ansiedad pudo más que el Valium, despertó. Se quitó de encima la manta, irritada al oír al perro, que estaba alborotando en la habitación de abajo. También oyó cantar a Sophie, si bien pensó que se trataba de la radio. Vio que salía luz por debajo de la puerta del cuarto de Andrew. Bajó sigilosamente por la escalera, preguntándose si entrar o no, pero continuó bajando y llegó al rellano de Sylvia. Una rendija iluminada le indicó que Frances seguía despierta. Se apoderó de ella la sensación de que debía ir a verla y sentarse con ella, hacer algo, buscar las palabras adecuadas…, pero ¿qué palabras?
Hizo girar suavemente el pomo de la puerta de Sylvia y entró en una habitación donde la luz de la luna cubría a la joven y acababa de alcanzar al muchacho que descansaba en el suelo. Se había olvidado de él, y de pronto su corazón le recordó su terrible e inadmisible desdicha. Poco tiempo antes, Wilhelm le había dicho que Sylvia se casaría y que ella, Julia, no debía angustiarse. «De manera que eso es lo que piensa de mí», había protestado Julia para sí, aunque sabía que él estaba en lo cierto. Sylvia se casaría, aunque no precisamente con ese hombre. De lo contrario, ¿no estaría en la cama junto a ella? A Julia le parecía terrible que un joven de sexo masculino, un «colega», durmiera en la habitación de Sylvia. «Son como cachorros en un cesto —pensó—, se lamen mutuamente y luego se duermen como si tal cosa. Debería tener alguna importancia la presencia de un hombre en la habitación de una jovencita. Debería significar algo». Julia se sentó en la silla que solía ocupar para obligar a la pequeña Sylvia a comer, aunque de esto último hacía siglos. En ese instante vio su rostro con claridad, y cuando la luz de la luna avanzó por el suelo, también el del hombre. Bueno, si no era ese joven de aspecto agradable, sería otro.
Sentía que nunca había querido a nadie aparte de Sylvia, que esa niña había sido la gran pasión de su vida; oh, sí, sabía que quería a Sylvia porque no le habían permitido amar a Johnny. Pero eso era una tontería, porque también sabía —con la cabeza— lo mucho que había añorado a Philip durante la guerra y lo mucho que la había amado él después. Los rayos de luz que incidían sobre la cama y el suelo se asemejaban a la arbitrariedad de la memoria, al resaltar primero una cosa y luego otra. Cuando volvía la vista sobre el camino de su vida, ciertos períodos que antaño habían presentado un carácter distintivo quedaban reducidos a una especie de fórmula: ésos fueron los cinco años de la Primera Guerra Mundial; aquella pequeña porción, la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, aquellos cinco años se le habían hecho eternos mientras estaba inmersa en ellos, siempre fiel en sus pensamientos y sentimientos hacia un soldado enemigo. La Segunda Guerra Mundial se había convertido en una sombra movediza en su memoria; la época en que había perdido a su marido a causa del agotamiento y porque él no estaba en condiciones de contarle nada de lo que hacía, había sido horrible, y a menudo había pensado que no hallaría el modo de soportarla. Por las noches yacía junto a un hombre preocupado por la forma en que destruirían el país de su mujer, y ella estaba obligada a alegrarse de que quisieran destruirlo; y se había alegrado, aunque a veces había sentido que las bombas caían sobre su corazón. Sin embargo, ahora podía decirle a Wilhelm, que se había visto forzado a huir del monstruoso régimen que se negaba a calificar de alemán: «Eso fue durante la guerra… No, la Segunda», como si se refiriera a un ítem de una lista que había que mantener actualizada y exacta, señalando un acontecimiento a continuación del otro; o acaso fuera como la luz de la luna y las sombras en un camino, que aunque parecen tener unos límites precisos mientras se avanza entre ellas, luego, al mirar hacia atrás, se percibe un bosque atravesado por una franja oscura salpicada de fragmentos de luz. «Ich habe gelebt una geliebt», murmuró. Era la frase de Schiller que seguía grabada en su memoria después de sesenta y cinco años; pero la pronunció como una pregunta: «¿He vivido y amado?»
La luz de la luna había llegado a sus pies. Eso significaba que llevaba un rato sentada allí. Sylvia no había hecho el más leve movimiento. Ninguno de los dos parecía respirar; podía haberlos dado por muertos. Se sorprendió pensando: «Si murieras, no te perderías gran cosa, Sylvia, porque acabarás como yo, una vieja con toda la vida a sus espaldas, consumiéndose en un caos de recuerdos dolorosos». El Valium obró efecto por fin, y Julia se sumió en un sueño tan profundo que se balanceó lánguidamente entre las manos de Sylvia cuando ésta la sacudió.
La joven había despertado con la boca seca, y al ir a buscar agua había vislumbrado un pequeño fantasma sentado a la luz de la luna, que confiaba en que se esfumara cuando despertase del todo. Sin embargo, Julia no se esfumó. Sylvia se acercó a ella, la abrazó y la sacudió mientras la vieja emitía un gemido triste, desgarrador.
—Julia, Julia —susurro Sylvia, pensando que el joven necesitaba descansar—. Despierta, soy yo.
—Ay, Sylvia, no sé qué hacer. Ya no soy la que era.
—Levántate, querida, por favor. Tienes que ir a la cama.
Julia se puso en pie, tambaleándose, y Sylvia, que también se tambaleaba porque aún estaba adormilada, la acompañó fuera de la habitación y la ayudó a subir por la escalera.
Ya no salía luz de debajo de la puerta de Frances ni de la de Andrew, pero sí de la de Colin.
Sylvia acostó a Julia en su cama y la arropó con el edredón.
—Creo que estoy enferma, Sylvia. Debo de estarlo.
El lamento llegó directamente a la médico que había en Sylvia, quien la tranquilizó:
—Yo te cuidaré. Por favor, no estés triste.
Julia ya había cerrado los ojos. Sylvia, que también empezaba a dormirse, cruzó la habitación agarrándose a los respaldos de las sillas y regresó a su cuarto, donde encontró a su colega sentado en el suelo.
—¿Ya es de día?
—No, no, duérmete.
—Gracias a Dios. —Se tendió de nuevo mientras ella se arrojaba sobre la cama.
Colin era el único que permanecía despierto, acostado con los brazos alrededor de Sophie, que dormía con el perrito sobre la cadera, dormido también, aunque de vez en cuando agitaba su minúscula cola.
No estaba pensando en la hermosa mujer a quien abrazaba. Al igual que su madre un rato antes, se prometía insensatamente: «Lo mataré. ¡Juro que lo mataré!» ¡He aquí la cuestión! Si Johnny se había reconocido en la ponzoñosa trama de la novela, lo que se le pedía era un juicio de sobrehumana imparcialidad: sus pensamientos debían basarse sólo en criterios de excelencia literaria —¿Era una buena novela o no lo era?—, tal vez en recuerdos de las novelas que había leído cuando era un hombre culto, antes de sucumbir a los simplones encantos del realismo social. Era como esperar que la víctima de una caricatura cruel exclamase: «¡Oh, bien hecho! ¡Tienes mucho talento!»
En suma, al camarada Johnny se le exigía una conducta de la que su familia lo consideraba incapaz. Por otra parte, si no se había reconocido, era culpable de no sospechar cómo lo veían sus hijos, o al menos uno de ellos.
Julia, sufriendo y sufriendo, aunque no habría sabido decir por qué, si por Sylvia o por su propia vida, hojeaba los periódicos, los arrojaba a un lado, luego lo intentaba de nuevo y, cuando Wilhelm la llevaba al Cosmo, trataba de asimilar lo que se decía a su alrededor. El tema era la guerra de Vietnam. En ocasiones aparecía Johnny con su séquito, histriónico, persuasivo, y la saludaba con una inclinación de la cabeza o incluso con el puño en alto. A menudo lo acompañaba Geoffrey, a quien ella conocía bien, el apuesto joven que semejaba un Lochinvar llegado del oeste, como le decía a Wilhelm en tono burlón, citando el poema de Walter Scott; o Daniel, con su cabello rojo como un semáforo, o James, que se aproximó a ella y dijo: «Soy James, ¿me recuerda?» Pero Julia no recordaba a nadie con acento cockney.
—Es lo que se lleva —explicó Wilhelm—. Todos hablan con el acento de los barrios bajos.
—Pero ¿por qué? Es muy feo.
—Para conseguir trabajo. Son unos oportunistas. Si uno quiere conseguir un empleo en la televisión o en una película, tiene que dejar de hablar como una persona culta.
Los envolvía el humo de los cigarrillos y el ruido confuso de voces a menudo furiosas.
—¿Por qué cuando hablan de política parece que estén peleando?
—Ah, querida, si pudiéramos entenderlo…
—Me recuerda a los viejos tiempos, cuando iba de visita a Alemania y los nazis…
—Y los comunistas.
Acudieron a su mente las peleas, los gritos, las pedradas, las carreras… Sí, despertaba por las noches y oía pasos de gente que no paraba de correr.
Después de alguna atrocidad, corrían por las calles gritando.
Julia se sentaba en el sillón, rodeada de periódicos, hasta que sus pensamientos la empujaban a levantarse y pasearse por sus habitaciones, chascando la lengua con irritación cuando encontraba un adorno fuera de lugar o un vestido sobre el respaldo de una silla (¿qué hacía la señora Philby?). Toda su angustia se concentraba en esa época en la guerra de Vietnam. Resultaba inadmisible. ¿No les había bastado con aquella terrible guerra, la Primera, y luego con la Segunda? ¿Qué más querían? Se habían hartado de matar, y comenzaban de nuevo. ¿Estaban locos los americanos, que enviaban allí a sus jóvenes? A nadie le importaban los jóvenes, y cuando estallaba una guerra los reunían igual que a rebaños y los mandaban al matadero, como si no sirvieran para nada más. Una y otra vez. Nadie aprendía; aquello de las lecciones de la historia era una mentira: si hubieran asimilado la lección, en esos momentos no estarían lanzando bombas sobre Vietnam y los jóvenes… Por primera vez en muchos años Julia empezó a soñar con sus hermanos. Tenía pesadillas por culpa de esta guerra. En la televisión veía a los americanos luchar contra la policía porque no estaban de acuerdo con la guerra, y ella tampoco lo estaba; simpatizaba con los americanos que organizaban revueltas en Chicago o en las universidades, aunque cuando se había marchado de Alemania para casarse con Philip había escogido el bando de Estados Unidos. Philip había deseado que Andrew estudiara en este país, y si lo hubiera hecho con toda probabilidad se contaría entre los partidarios de dispersar a los manifestantes con mangueras y gases lacrimógenos. Julia sabía que Andrew era conservador por naturaleza, o, mejor dicho, que estaba del lado de la autoridad. La nueva mujer de Johnny, que por lo visto lo había abandonado, luchaba en las calles contra la guerra. Julia temía y detestaba las peleas callejeras; aún la asaltaban pesadillas sobre las que había visto en los años treinta en Alemania, que prácticamente había quedado arrasada por las pandillas que causaban disturbios, rompían cosas, gritaban y corrían por las noches. En su mente y su corazón se agitaba un torbellino de imágenes, pensamientos y sentimientos contradictorios.
Su hijo Johnny aparecía constantemente en la prensa, haciendo declaraciones contra la guerra, y ella pensaba que tenía razón. Era la primera vez que opinaba algo así de Johnny, pero ¿y si en este caso verdaderamente estaba en lo cierto?
Sin decir una palabra a Wilhelm, Julia se puso el sombrero que mejor le ocultaba la cara, el del velo más tupido, y unos guantes de color sufrido —puesto que asociaba la política con la suciedad— y se fue a escuchar a Johnny en un mitin contra la guerra de Vietnam.
Se celebraba en una sala que ella consideraba comunista. Las calles circundantes estaban atestadas de jóvenes. El taxi la dejó frente a la entrada principal, y entró ante la atónita mirada de jóvenes vestidos como gitanos o matones. Los que la habían visto llegar en taxi comentaron que debía de ser una espía de la CÍA, mientras que otros, sorprendidos por la presencia de una anciana —allí nadie rebasaba los cincuenta—, conjeturaron que se había equivocado de sitio. Algunos la tomaron por la señora de la limpieza.
La sala estaba abarrotada. Parecía expandirse, hincharse y oscilar. El olor era espantoso. Justo delante de Julia había dos grasientas melenas rubias: ¿en qué cabeza cabía que existieran chicas que se respetaban tan poco a sí mismas? Luego reparó en que se trataba de hombres. Y apestaban. Había tanto ruido que tardó unos instantes en percatarse de que los discursos habían comenzado. Allí arriba se encontraba Johnny, y Geoffrey, cuyo rostro limpio y compuesto conocía muy bien, si bien ahora llevaba una cabellera de vikingo, estaba de pie con las piernas abiertas, lanzando puñetazos al aire con la mano derecha, como si apuñalara a alguien, y asentía con sonrisas a lo que decía Johnny, que era una nueva versión de lo que Julia había oído tantas veces: el imperialismo americano…, rugidos de aprobación; el complejo industrial-militar…, gruñidos y abucheos; siervos, chacales, explotadores, vendidos, fascistas. Apenas se distinguía una palabra, porque las ovaciones eran atronadoras. Allí estaba James, en su papel de hombre público, robusto y afable, el James que se había convertido en cockney; y junto a Johnny un negro a quien Julia creyó reconocer. Sobre la plataforma había un montón de gente. Todas las caras estaban radiantes, llenas de presunción, suficiencia y triunfalismo. Qué bien conocía aquellos gestos, y cuánto la asustaban. Se pavoneaban en lo alto del escenario, iluminados por potentes focos, desgranando frases que ella invariablemente adivinaba antes de que salieran de sus bocas. Y el público componía una unidad, un todo, una masa capaz de matar o provocar disturbios, y ardía de… Sí, de odio. Aun así, dejando a un lado sus estúpidos clichés, Julia estaba de acuerdo con ellos, estaba de su parte; ¿cómo era posible, tratándose de unos locos, unos temerarios? Sin embargo, la violencia que más detestaba era la de la guerra. Le costaba mantenerse derecha: estaba apoyada contra una pared, rodeada de patanes que bien podían ir armados con garrotes. Echó un último vistazo a la plataforma y advirtió que su hijo, que la había reconocido, le dirigía una mirada triunfal y hostil al mismo tiempo. Si no se marchaba, cabía la posibilidad de que la escogiera como blanco de sus sarcasmos. Se abrió paso entre la multitud hacia la puerta. Por suerte, no se hallaba muy lejos. Le habían torcido el sombrero, y sospechaba que adrede. Tenía razón. Los rumores de que era una agente de la CÍA la seguían. Intentó sujetarse el sombrero, y en la puerta divisó a una gorda con su rechoncha cara enrojecida por la euforia y el alcohol. Llevaba una chapa que la identificaba como una de las organizadoras. La mujer la reconoció.
—Vaya, si es la madre de Johnny Lennox —dijo en voz alta, para que se enterasen sus compañeros.
—Déjeme pasar —pidió Julia, que empezaba a asustarse—. Quiero salir.
—¿Qué ocurre? ¿No soporta oír la verdad? —se burló un joven. Olía tan mal que Julia sintió náuseas y se cubrió la boca con las manos.
—¿Sabe Johnny que está aquí, Julia? —inquirió Rose—. ¿A qué ha venido? ¿A vigilarlo? —Miró alrededor y sonrió, buscando aprobación.
Julia consiguió cruzar la puerta, pero la estancia contigua estaba repleta de gente que acababa de entrar.
—¡Dejad paso a la madre de Johnny Lennox! —gritó Rose, y la multitud abrió un pasillo para ella.
Allí fuera, donde los discursos se oían por altavoces, reinaba un ambiente menos populachero, menos violento. Los jóvenes observaban fijamente a Julia, su sombrero torcido, su expresión angustiada. Llegó a la puerta de la calle y se agarró al marco como si fuera a desmayarse.
—¿Quiere un taxi, Julia? —preguntó Rose.
—No recuerdo haberte dado permiso para llamarme Julia.
—Oh, lo siento mucho, señora Lennox —repuso Rose mirando en torno, de nuevo en busca de aprobación. Soltó una carcajada y agregó—: ¡Vaya mierda!
—El ancien régime, supongo —dijo una voz con acento americano.
Julia había llegado al bordillo, segura de que se desvanecería. Desde el umbral, Rose exclamó:
—¡Es la madre de Johnny Lennox! Está borracha.
Se acercó un taxi y Julia le hizo una seña, pero el conductor no parecía dispuesto a parar para recoger a esa vieja de aspecto dudoso. Rose corrió tras él, gritando, y al final se detuvo.
—Gracias —dijo Julia mientras subía al coche. Todavía se tapaba el rostro con el pañuelo.
—Oh, no hay de qué, faltaría más —repuso Rose con delicadeza afectada; miró a quienes la rodeaban esperando risas, que no tardaron en llegar.
Mientras se alejaba, Rose oyó aplausos, gritos de desprecio y consignas: «¡Abajo el imperialismo yanqui! ¡Abajo…!»
Rose aprovechó esa afortunada oportunidad para abordar a Johnny, la gran estrella, y comentarle de igual a igual:
—Tu madre ha estado aquí.
—La he visto —dijo él sin mirarla. Nunca le hacía caso.
—Estaba borracha —se atrevió a añadir ella, pero Johnny pasó de largo sin decir nada.
Sylvia no había olvidado su promesa. Le concertó una cita a Julia con un tal doctor Lehman. Wilhelm, que lo conocía, explicó que estaba especializado en los problemas de las personas mayores.
—Nuestros problemas, querida.
—En geriatría —señaló Julia.
—¿Qué más da una simple palabra? Pide hora para mí también.
Julia se sentó enfrente del doctor Lehman, una persona agradable, a su juicio, aunque muy joven (en realidad se trataba de un hombre de mediana edad). ¿Sería alemán como ella? ¿Con ese nombre? ¿Judío, entonces? ¿Un refugiado? Le sorprendía la frecuencia con que pensaba en esa clase de cosas.
Hablaba modulando la voz con un perfecto acento inglés: por lo visto, los médicos no necesitaban imitar a los cockney.
Julia supuso que había captado muchos detalles sobre ella al observarla mientras se acercaba a la silla, que Sylvia le habría proporcionado más información y que, después de practicar un análisis de orina, tomarle la tensión y auscultarla, sabía más de ella que ella misma.
—Señora Lennox —dijo el médico con una sonrisa—, la han enviado a verme por trastornos relacionados con la edad.
—Eso parece —contestó ella, y notó que él había percibido el dejo de resentimiento en su voz.
El doctor Lehman volvió a sonreír.
—Tiene setenta y cinco años.
—Sí.
—No son muchos en la actualidad.
Ella sucumbió.
—Mire, doctor —dijo—, a veces me siento como si tuviera cien años.
—Sólo porque se permite a sí misma pensar de ese modo.
Aquello no era lo que Julia había esperado, y, más tranquila, sonrió a ese hombre que no iba a atormentarla con el tema de la edad.
—No padece ningún trastorno físico. Enhorabuena. Ya me gustaría a mí estar tan bien. Pero todo el mundo sabe que los médicos nunca siguen sus propios consejos.
Julia no pudo evitar reír, y asintió con la cabeza, como diciendo: «De acuerdo, vamos al grano».
—Me encuentro con esto a menudo, señora Lennox: personas a quienes han convencido de que son viejas antes de hora.
¿Wilhelm?, se preguntó Julia. ¿Acaso…?
—O que se han persuadido a sí mismos de que son viejos —prosiguió el médico.
—¿Es lo que he hecho yo? Bueno…, tal vez.
—Voy a decirle algo que quizá la sorprenda.
—No me sorprendo con facilidad, doctor.
—Bien. Uno puede envejecer por decisión propia. Se encuentra en una encrucijada, señora Lennox. Si decide que es vieja, se morirá. Por otro lado, también puede decidir no envejecer, al menos por el momento.
Julia reflexionó por unos segundos y luego asintió.
—Creo que usted ha recibido un golpe de alguna clase. ¿Una muerte? Pero no importa la causa. Me da la impresión de que está sufriendo por una pérdida.
—Es usted un joven muy listo.
—Gracias, pero no soy tan joven. Ya tengo cincuenta y cinco años.
—Podría ser mi hijo.
—Sí, es verdad. Ahora, señora Lennox, quiero que se levante de esa silla y salga… de la situación en que se encuentra. La decisión es suya. Usted no es vieja. No necesita un médico. Voy a recetarle vitaminas y minerales.
—¡Vitaminas!
—¿Por qué no? Yo las tomo. Vuelva dentro de cinco años y entonces discutiremos si le ha llegado la hora de envejecer.
Las brumosas y doradas nubes dejaban caer brillantes que se esparcían encima y alrededor del taxi, estallando en cristales más pequeños o deslizándose por las ventanillas, y sus sombras dibujaban puntos y manchas que imitaban la trama del pequeño velo con lunares de Julia, sujeto en la coronilla con un sobrio pasador de azabache. Aquel cielo de abril, con intervalos de sol y chaparrones, era un farsante, ya que corría el mes de septiembre. Julia iba vestida como de costumbre. «Mi querida, mi querida Julia, voy a comprarte un vestido nuevo», le había dicho Wilhelm. Gruñendo y protestando, pero contenta, dejó que la llevara a las mejores tiendas, donde Wilhelm solicitó la ayuda de jovencitas primero displicentes y luego encantadas, y Julia terminó con un traje de terciopelo de color granate que en nada se diferenciaba de los que había usado durante décadas. Vestida con él, se mantenía erguida pensando en las pequeñas puntadas de hilo de seda en el cuello y los puños y la perfecta caída del sedoso forro, que se le antojaba una defensa contra los bárbaros. A su lado, Frances estaba inclinada, cambiándose el calzado de calle y las gruesas medias por zapatos de tacón y unos leotardos finos. Por lo demás, era evidente que esperaba que su ropa de trabajo —Julia había ido a recogerla al periódico— resultase apropiada para la ocasión. Andrew había dicho que se organizaría una pequeña celebración, pero que no necesitaban ponerse de punta en blanco. ¿Qué habría querido decir? ¿Qué había que celebrar?
Se dirigían con inevitable lentitud al encuentro de Andrew, en un silencio amistoso, aunque lleno de cautela. Frances cayó en la cuenta de que, en todos los años que llevaba viviendo en casa de Julia, habían viajado juntas en tan pocas ocasiones que habría podido enumerarlas. Julia, por su parte, pensaba que no había intimidad entre ellas, y que sin embargo la joven —¡vamos, Julia, no tenía nada de joven!— era capaz de quitarse las medias y enseñarle sus robustas y blancas piernas sin el menor pudor. Con toda seguridad, a ella nadie le había visto las piernas desnudas desde que había alcanzado la edad adulta, excepto su marido y los médicos. ¿Y Wilhelm? Nadie lo sabía.
Juntas habían llegado a la conclusión de que la celebración se debía sin duda a que a Andrew le habían ofrecido un empleo en una de esas grandes organizaciones internacionales que inhalan y exhalan dinero y controlan los acontecimientos del mundo. Tras obtener su segundo título en Derecho —le había ido bien— había abandonado la casa de su abuela por segunda vez para compartir un piso con otros jóvenes, aunque no esperaba pasar mucho tiempo allí.
Cuando llegaron a Gordon Square, la luz del día se había extinguido. Del negro cielo caían grandes gotas que repiqueteaban a su alrededor, sin que las vieran. Se trataba de una casa decente, de la que no había por qué avergonzarse: Julia se había preguntado si Andrew no las había invitado antes porque se avergonzaba del lugar donde vivía, y en tal caso, ¿por qué se había ido? No se le cruzó por la cabeza que su autoridad y la de Frances, o al menos la competencia de ambas, podía constituir una carga para él: «¿Yo? ¡Bromeas!», dicen los padres de una generación tras otra ante esta situación. «¿Yo una amenaza? Si soy una criatura frágil y fácil de dominar, siempre colgando precariamente de los bordes de la vida». Si bien Andrew se había marchado de casa para sobrevivir, las cosas habían ido mejor cuando había regresado para hacer el segundo curso, porque entonces había descubierto que ya no temía a su estricta y crítica abuela ni a los pensamientos que le inspiraba la insatisfactoria vida de su madre.
No había ascensor, pero Julia subió con energía por la empinada escalera, cubierta por una elegante y raída alfombra que estaba a tono con el piso, según constataron cuando Andrew les abrió la puerta, pues era amplio y estaba lleno de muebles de todo tipo, algunos majestuosos a pesar de su vetustez. Durante décadas había sido un piso para estudiantes, o para jóvenes que se iniciaban en la vida laboral, y gran parte de su contenido terminaría en la basura. Andrew no las hizo pasar a la espaciosa sala, sino a una habitación más pequeña, separada de aquélla por una mampara de cristal. Aunque en el salón un par de muchachos y una chica leían o veían la televisión, allí había una mesa elegantemente dispuesta para cuatro: mantel blanco, copas de cristal, flores, cubiertos de plata y servilletas de verdad.
—Tendremos que tomar el aperitivo en la mesa —dijo Andrew—; de lo contrario, no podremos hablar.
De manera que los tres se sentaron, y el lugar vacío esperó a su ocupante.
Andrew parecía cansado, a juicio de su madre. En los adolescentes, las ojeras, la palidez, la gordura, los granos o cierta temblorosa serenidad son claros signos de un colapso inminente o de un trastorno emocional, pero cuando los adultos presentan el mismo aspecto que Andrew, una tiende a pensar que en los tiempos que corren la vida es tan dura que resulta cruel… Andrew sonreía, estaba encantador, como de costumbre, y vestido para la ocasión, y no obstante rezumaba ansiedad. Su madre estaba resuelta a no hacer preguntas, pero Julia soltó:
—Nos tienes en vilo. ¿Cuál es la noticia?
Andrew emitió una risita deliciosa.
—Preparaos para una gran sorpresa —anunció.
En ese momento, una joven salió de la cocina con una bandeja cargada de botellas. Se la veía risueña y tranquila.
—Estamos un poco cortos de bebidas, Andy. Esto es lo único que queda del jerez bueno.
—Ésta es Rosemary —la presentó Andrew—. Esta noche preparará la cena para nosotros.
—Cocino para ganarme la vida —explicó Rosemary.
—Estudia Derecho en la Universidad de Londres —informó Andrew.
La chica hizo una graciosa reverencia y dijo:
—Avisadme cuando estéis listos para la sopa.
—No quiero hablaros de trabajo —informó Andrew—. Aún estoy esperando que me confirmen un empleo. —Titubeó por un instante: un fantasma etéreo o lúgubre estaba a punto de materializarse; sí, qué mejor manera de hacerlo realidad que comunicar la noticia a la familia—. Es Sophie —les reveló por fin—. Sophie y yo… Estamos…
Las dos mujeres se quedaron sin habla. ¡Sophie y Andrew! Durante años Frances se había preguntado si Colin y Sophie… Porque salían a dar paseos, él acudía siempre a sus estrenos, y ella lloraba en su hombro cuando Roland se ponía difícil. Amigos. Hermanos. O eso decían.
En la mente de las dos mujeres se agolpaban las mismas consideraciones de orden práctico. Andrew se iría a trabajar al extranjero, probablemente a Nueva York, y Sophie era una actriz bastante bien considerada en Londres. ¿Abandonaría su carrera por él? Las mujeres solían hacerlo, a menudo cuando no debían. Y ambas pensaban que la emotiva y dramática Sophie sería una pareja poco apropiada para un hombre público.
—Bueno, gracias —dijo él al fin.
—Lo siento —se disculpó su madre—. Es la sorpresa.
Julia meditaba sobre los años que había pasado separada de Philip, su amor, esperándolo. ¿Había merecido la pena? En los últimos tiempos esta idea sediciosa la asaltaba cada vez más a menudo, clara y contundente, y ella no se esforzaba por desecharla. Lo cierto es que Julia ya estaba dispuesta a admitir que Philip debería haber contraído matrimonio con aquella joven inglesa, tan apropiada para él, y ella… Pero el pánico la embargaba cuando pensaba en cuál habría sido su destino en la Alemania en ruinas, ante semejante catástrofe, con los problemas políticos y la Segunda Guerra Mundial… No. Siempre llegaba a la conclusión de que había hecho bien en casarse con Philip, aunque él no debería haberse casado con ella.
—Tienes que entenderlo —dijo al fin—. Sophie está tan unida a Colin…
—Lo sé —repuso Andrew—, pero son como hermanos, nunca han… —Alzando la voz, añadió—: Rosie, trae el champán. —Sin mirar a su madre ni a su abuela, murmuró—: Creo que deberíamos empezar. Llega tarde.
—Se habrá entretenido con algo…, el teatro…, cualquier cosa —aventuró Frances, buscando palabras que disiparan la angustia que crispaba la cara de su hijo, porque sí, era angustia.
—No. Es Roland. Cuando la tenía segura, no le hacía el menor caso, pero ahora está celoso. No quiere que se vaya.
—¿Todavía no se ha ido de su casa?
—No, aún no.
Frances se sintió mejor. Sabía que a Sophie no le resultaría fácil abandonar al hechicero Roland. «Es mi condena, Colin —se había lamentado—. Es mi sino». Después de todo, había intentado dejarlo en muchas ocasiones, y si lo cambiaba por Andrew… En fin, bastaba con mirarlo para percatarse de que era un peso ligero desde el punto de vista emocional, reconfortante quizá después del presuntuoso Roland, si bien no el contrapeso adecuado. Escenas, gritos, proyectiles —en una ocasión un pesado florero, que le había roto el meñique a Sophie—, lágrimas, súplicas por el perdón: ¿qué podía ofrecerle el civilizado Andrew a Sophie, quien seguramente echaría de menos todas esas cosas? «Tal vez me equivoque —se reprochó Frances—. Siempre lista para ver el final de una historia antes de que haya comenzado».
—No es justo que le pidas que deje su trabajo, Andrew —intervino Julia.
—No tengo intención de hacerlo, abuela.
—Pero tú estarás tan lejos…
—Nos las arreglaremos —aseguró él, y se levantó para abrirle la puerta a Rosemary, que traía la sopa.
Convinieron en no abrir el champán. Comieron la sopa. Aguardaron unos minutos antes de empezar el segundo plato, pero Rosemary dijo que se echaría a perder, de modo que también procedieron a dar cuenta de él, Andrew pendiente del timbre y del teléfono. Éste sonó por fin y el joven se fue a otra habitación para hablar con Sophie.
Frances y Julia permanecieron sentadas, unidas por un mal presentimiento.
—Quizá Sophie sea la clase de persona que necesita ser infeliz —dijo Julia.
—Espero que Andrew no lo sea.
—Tampoco debemos olvidar la cuestión de los hijos.
—Los nietos, Julia —la corrigió Frances en broma, sin saber que Julia sonreía porque ya imaginaba el perfume de una cabecita infantil recién lavada, ni que a su lado estaba el fantasma de… ¿quién? Una criatura, tal vez una niña.
—Sí —dijo Julia—. Los nietos. Estoy convencida de que a Andrew le gustaría tener hijos.
Andrew, que regresó en ese momento, la oyó.
—Sí, mucho. Sophie me ha pedido que la disculpe. Está…, la han retenido. —Parecía a punto de echarse a llorar.
—¿Qué ocurre? ¿La ha encerrado? —preguntó su madre.
—La…, la presiona —repuso él.
Aquella situación no podía ser peor, y lo sabían.
—No me imagino el futuro sin Sophie —dijo Andrew con voz entrecortada, y la frase sonó como una despedida—. Ha sido tan… —Saltaba a la vista que se estaba desmoronando. Salió corriendo de la habitación.
—No llegarán a nada —sentenció Frances.
—Espero que no.
—Creo que deberíamos irnos.
—Aguarda a que vuelva.
Tardó casi media hora en regresar, y los jóvenes que se hallaban al otro lado de la mampara de cristal las invitaron al salón. Julia y Frances aceptaron de buen grado. Temían desmoronarse ellas también.
Había media docena de muchachos y un par de chicas, una de las cuales era Rosemary. Ésta sabía que se había producido una catástrofe —¿grande?, ¿pequeña?— y les dio conversación, haciendo gala de diplomacia. Julia encontró que era una joven encantadora: guapa, inteligente y sin duda buena cocinera. Estudiaba Derecho, al igual que Andrew. Evidentemente estaban hechos el uno para el otro, ¿no?
Todos los jóvenes eran estudiantes y comentaban lo que habían hecho el último verano. De sus palabras se infería que entre todos habían visitado la mayor parte de los países del mundo. Hablaron de la situación en Nicaragua, España, México, Alemania, Finlandia y Kenia. Todos se habían divertido, pero al mismo tiempo habían viajado en busca de información: eran viajeros serios. Frances reflexionó sobre las abismales diferencias que había entre aquel ambiente y el que se había vivido en casa de Julia hacía diez años. A estos jóvenes se los veía mucho más felices… ¿Era ésa la palabra adecuada? Recordó los agobios, las dificultades, los crios trastornados. Éstos eran distintos. Claro que eran mayores, pero aun así… Julia habría dicho que ninguno de ellos era hijo de la guerra: la sombra de ésta ya había quedado muy atrás.
Aquella media hora, que habría podido resultar muy agradable, no lo fue tanto debido a la preocupación por Andrew, que entró por un momento para informarles que les había pedido un taxi. Debían disculparlo. Por las expresiones de sorpresa de los demás, Frances y Julia comprendieron que no estaban acostumbrados a ver alterado al afable Andrew. Una vez en la calle, las besó; un abrazo para Julia, un abrazo para Frances. Les abrió la puerta del taxi, pero no estaba pensando en ellas. De inmediato subió corriendo por la escalera.
—Me pregunto si estos jóvenes son conscientes de la suerte que tienen —dijo Julia.
—Mucha más que nosotros, desde luego.
—Pobre Frances, nunca se te presentó la ocasión de ver mundo.
—Entonces, pobre Julia también.
Compadeciéndose mutuamente, terminaron el viaje en silencio.
—No llegarán a nada —fue la conclusión de Julia.
—No, ya lo sé.
—De modo que no debemos pasarnos la noche en vela, preocupándonos.
Sentada sola en la cocina, ante una mesa que era la mitad de grande que la anterior, Frances bebió una taza de té, deseando que apareciera Colin. Sylvia rara vez lo hacía. Aunque ya no era una residente, sino un médico de verdad, y no se quedaba dormida en cuanto se sentaba, trabajaba mucho y casi no pisaba la habitación situada enfrente de la de Frances. Se dejaba caer para darse un baño, cambiarse de ropa y a veces pasar la noche, en cuyo caso subía —no siempre— a abrazar a Julia, pero nada más. Por consiguiente, Colin era el único «crío» que Frances veía últimamente.
No sabía nada de su vida fuera de la casa. Cierto día un hombre de aspecto dudoso, acompañado por un enorme perro negro, llamó al timbre y preguntó por Colin, que bajó corriendo y quedó en verse con él en el parque. Frances empezó a preocuparse: ¿Colin sería homosexual? Parecía poco probable, ¿no? Sin embargo, cuando empezaba a prepararse para adoptar la actitud correcta ante una situación semejante, apareció una chica pálida, y luego otra, y tuvo que decirles que Colin no estaba. «Pero si no está en casa, ¿por qué no está conmigo?»: Frances supo que pensaban eso porque ella habría pensado lo mismo. Esos incidentes eran indicativos de la existencia que llevaba Colin. Paseaba por el parque con Fiera a todas horas, hablaba con la gente que se sentaba en los bancos, entablaba amistad con otros propietarios de perros y de vez en cuando iba a un pub. Julia, que le había dicho a Colin que no era saludable que un hombre joven no tuviese vida sexual, había recibido esta respuesta: «Tengo una oscura y peligrosa vida secreta, llena de salvajes aventuras sentimentales, de modo que no te preocupes por mí, abuela».
Esa noche entró acompañado por el perrito, como de costumbre, y vio a Frances.
—Me prepararé una taza de té —dijo. El perro se subió a la mesa.
—Saca a ese pequeño trasto de ahí.
—¿Lo has oído, Fiera? —Lo depositó en una silla y le ordenó que se quedara allí. El perro obedeció, meneando la cola mientras los miraba con ojos inquisitivos—. Sé que quieres hablarme de Andrew —agregó, sentándose con la taza de té entre las manos.
—Desde luego. Sería un desastre.
—No necesitamos más desastres en esta familia.
Su sonrisa le reveló a Frances que estaba de un humor belicoso. Hizo de tripas corazón, recordando que a Andrew podía decirle cualquier cosa, mientras que con Colin siempre la invadía cierta aprensión mientras intentaba descubrir de qué talante estaba. Se disponía a decir: «Bueno, olvídalo, ya hablaremos», cuando él prosiguió:
—Julia ya ha estado dándome la lata. ¿Qué queréis que haga? ¿Que les aconseje: «No seas idiota, Andrew; no te precipites, Sophie.»? La cuestión es que ella necesita a Andrew para librarse de Roland.
Aguardó, sonriendo. Se había convertido en un hombre corpulento, con el cabello negro y rizado y unas gafas de montura negra que le daban aspecto de intelectual. Siempre estaba listo para atacar, entre otras cosas porque aún no se mantenía solo. Julia le había dicho a Frances: «Es preferible que le pase dinero yo a que se lo pases tú. Lo encuentro mejor desde el punto de vista psicológico». Y tenía razón, lo que no impedía que él se desfogara con su madre. Frances también esperó. La batalla estaba a punto de comenzar.
—Si quieres una bola de cristal, deberías consultar a nuestra querida Phyllida, pero basándome en mis profundos conocimientos sobre la naturaleza humana, por citar el suplemento literario de The Times, te diré que Sophie seguirá con Andrew hasta que supere lo de Roland, y luego lo dejará por otro.
—Pobre Andrew.
—Pobre Sophie. Bueno, es una masoquista. Tú deberías entenderlo.
—¿Eso es lo que crees que soy?
—Es evidente que tienes talento para sufrir, ¿no estás de acuerdo?
—Ahora no. Hace mucho tiempo que no es así.
Colin titubeó. La escena podría haber acabado allí, pero se levantó de un salto, puso otra bolsita de té en su taza, le echó agua, reparó en que ésta no había hervido, extrajo la bolsita de la taza y la arrojó al fregadero, soltó una maldición, sacó la bolsita del fregadero y la tiró a la basura, encendió el hervidor eléctrico, escogió otra bolsita, vertió agua hirviendo…, todo esto con una precipitada torpeza que le indicó a Frances que no estaba disfrutando con el enfrentamiento. Regresó y colocó la taza sobre la mesa. Se levantó, acarició rápidamente al perro y se sentó de nuevo.
—No es nada personal —dijo—, pero he estado pensando… Es tu generación. Sois todos iguales.
—Ah —respondió Frances, contenta de que tocara el manido tema de los principios generales.
—El deseo de salvar el mundo. El paraíso apuntado en cada nuevo orden del día.
—Me estás confundiendo con tu padre —dijo Frances, y decidió contraatacar—. Estoy harta de esto. Siempre me involucran en los crímenes de Johnny. —Reflexionó sobre la palabra empleada—. Sí, crímenes. A estas alturas pueden llamarse así.
—¿Alguna vez no lo fueron? ¿Sabes una cosa? Leí en The Times que dijo: «Sí, hemos cometido errores».
—Ya. Pero yo no cometí esos crímenes ni los apoyé.
—De todas maneras, ibas de salvadora del mundo, como él. Todos vosotros. Sois unos arrogantes, ¿lo sabías? No creo que haya existido una generación más presuntuosa. —Seguía sonriendo; disfrutaba del ataque, aunque también se sentía culpable—. Johnny siempre dando discursos y tú llenando la casa de descarriados y menesterosos.
Vaya, habían llegado al meollo de la cuestión.
—Lo siento —repuso Frances—, pero no veo la relación. No recuerdo que Johnny ayudara nunca a nadie.
—¿Ayudar? Si quieres llamarlo así… Bueno, su casa está atestada de americanos que huyen del ejército (no es que yo tenga nada contra eso) y de camaradas de todos los rincones del mundo.
—No es lo mismo.
—¿Nunca te has preguntado qué les habría pasado si no los hubieras metido a todos en esta casa?
—Uno de ellos era tu amiga Sophie.
—Pero nunca llegó a instalarse aquí.
—Prácticamente vivía aquí. ¿Y qué me dices de Franklin? Estuvo con nosotros más de un año. También era amigo tuyo.
—Y el maldito Geoffrey. Tenía que aguantarlo día y noche en el colegio, por no mencionar las vacaciones que pasaba aquí, durante años.
—Yo no sabía que te cayera tan mal. ¿Por qué no lo dijiste? ¿Por qué los jóvenes nunca habláis de lo que os molesta?
—Ahí tienes… No fuiste lo bastante perspicaz para darte cuenta.
—Vamos, Colin; ahora me dirás que no debimos permitir que Sylvia se mudara a esta casa.
—Yo no he dicho eso.
—Ahora no, pero solías decirlo. Me hacías la vida imposible con tus quejas. Ya estoy harta. Todo eso pertenece a un pasado lejano.
—Las consecuencias no pertenecen al pasado. ¿Sabías que esa arpía de Rose va por ahí diciendo que Julia es una borracha y tú una ninfómana?
Frances soltó una carcajada cargada de furia, pero sincera. Colin, que detestaba esa clase de risa, le dirigió una mirada angustiada y acusadora.
—Ay, Colin, si supieras qué vida más casta he llevado… —Hizo una pausa e, imbuyéndose del espíritu de la época, añadió—: Además, si hubiera tenido un ligue diferente cada fin de semana, habría estado en mi derecho, ¿no? Vosotros no habríais podido reprocharme nada.
Lo absurdo de la situación quedó de manifiesto en el acto. Colin palideció y guardó silencio.
—Por el amor de Dios, Colin, sabes perfectamente que…
—Guau, guau, guau —intervino el perro.
Frances se dobló de la risa. Colin sonrió con amargura.
Lo cierto era que el peso de su principal acusación se alzaba entre los dos, como un objeto envenenado.
—¿De dónde sacasteis esa seguridad en vosotros mismos? Papá salvando el mundo, un millón de muertos aquí, otro millón allá, y tú: «Ven, entra y ponte cómodo, te daré besitos en las pupas para que te sientas mejor». —Parecía traumatizado por su triste infancia, y de hecho ofrecía todo el aspecto de un niño, con los ojos húmedos y los labios temblorosos…
Fiera bajó de su silla, saltó a las rodillas de su amo y se puso a lamerle la cara.
Colin ocultó el rostro —o parte de él— contra el lomo del perrito, y luego lo alzó para decir:
—¿De qué ibais? ¿Qué demonios os creíais? Todos salvadores del mundo, y os dedicabais a crear desiertos… ¿No te das cuenta de que nos habéis jodido? ¿Sabes que Sophie sueña con cámaras de gas y ningún miembro de su familia ha estado ni siquiera cerca de una? —Se levantó, abrazando al perro.
—Un momento, Colin…
—Ya hemos hablado del punto principal del orden del día: Sophie. Es desgraciada y seguirá siéndolo. Hará desgraciado a Andrew. Luego se buscará otro hombre y continuará siendo desgraciada.
Salió corriendo de la cocina y subió por la escalera, mientras el perrito profería en sus brazos su estridente y ridículo guau, guau, guau.
En la casa de Julia sucedía algo de lo que nadie estaba al corriente. Wilhelm y Julia querían casarse, o por lo menos que él se instalase en aquélla. Se quejaba, al principio en tono de broma, de que lo obligaban a vivir como un adolescente, haciendo pequeñas escapadas para encontrarse con su amada en el Cosmo o en un restaurante; en ocasiones pasaba el día y la mitad de la noche con Julia, pero luego debía volver a su casa. Julia eludía el compromiso bromeando con que por lo menos no eran adolescentes que suspiraban por meterse en la cama juntos, a lo que él respondía que la cama no servía sólo para el sexo. Por lo visto recordaba abrazos y conversaciones sobre el mundo en la oscuridad. Si bien Julia no estaba convencida de querer compartir el lecho después de tantos años de viudez, poco a poco empezó a entenderlo. Siempre le sabía mal quedarse cómodamente en sus habitaciones cuando él tenía que marcharse, hiciera el tiempo que hiciese. Wilhelm vivía en un piso muy grande, que en el pasado había compartido con su esposa —muerta hacía mucho tiempo— y sus dos hijos, que ahora vivían en Estados Unidos. Rara vez estaba allí. Aunque no era pobre, no parecía sensato que mantuviera el piso con portero y un pequeño jardín cuando ella poseía una casa enorme. Hablaron, discutieron y finalmente riñeron en torno a lo que había que hacer al respecto.
Resultaba inconcebible que Wilhelm viviese con Julia en las cuatro pequeñas habitaciones que para ella bastaban. Además, ¿dónde metería sus libros? Tenía miles, muchos de ellos de los tiempos en que era librero. Tras colonizar el cuarto de Andrew, Colin se había apoderado de todo el piso de abajo. No podían pedirle que se marchara, ¿o sí? De todos los habitantes de la casa, con excepción de la propia Julia, era el que más necesitaba su espacio, un lugar seguro en el mundo. Debajo de Colin estaba Frances, que ocupaba dos habitaciones amplias y una pequeña. Y en esa misma planta se encontraba el cuarto de Sylvia. Aunque sólo lo usaba una vez al mes, era su hogar y debía seguir siéndolo.
No obstante, Wilhelm quiso saber por qué no podían pedirle a Frances que se buscara otra casa. Ganaba suficiente dinero, ¿no? Julia se negó. La familia Lennox había utilizado a Frances para que criase a dos hijos, ¿y ahora iban a ponerla de patitas en la calle? Julia jamás le había perdonado a Johnny que tras la muerte de Philip le sugiriera que se mudase a un pequeño apartamento.
Debajo de las habitaciones de Frances, el amplio salón se extendía de un extremo al otro de la casa. ¿Cabrían más estanterías para los libros de Wilhelm? Sin embargo, éste sabía que Julia no quería sacrificar esa estancia. Y aún quedaba Phyllida, que ahora estaba en condiciones de pagarse una vivienda propia. Contaba con el dinero que le había prometido Sylvia, y su actividad como vidente —y cada vez más como psicoterapeuta— le proporcionaba unos ingresos estables. Cuando los miembros de la familia se habían enterado de que Phyllida se dedicaba ahora a la terapéutica, habían soltado una retahila de chistes, todos en la línea de «Pero no puede salvarse a sí misma». A pesar de todo, captaba pacientes. Si se libraban de Phyllida y sus fieles clientes, nadie pondría objeciones. Bueno, sí, quizá Sylvia, que había adoptado una actitud maternal hacia su madre. Se preocupaba por ella. ¿Y de qué serviría que Phyllida se marchase? Sólo resultaría útil si Frances o Colin se mudaban al apartamento del sótano, pero ¿por qué iban a hacerlo? Y había algo más, un argumento poderoso que a Wilhelm no se le había pasado por la cabeza. Julia siempre había soñado con que Sylvia se instalase en la casa cuando se casara o encontrase «una pareja». (Una expresión ridícula, en su opinión). ¿Dónde? Bueno, Phyllida se iría del sótano y entonces…
Wilhelm empezó a decir que finalmente lo entendía: en realidad, a Julia no le apetecía vivir con él: «Siempre te he querido más que tú a mí».
Julia nunca había pensado que el amor entre ellos fuera mensurable. Simplemente contaba con él. Wilhelm le prestaba apoyo y consuelo, y ahora que estaba envejeciendo (por mucho que el doctor Lehman dijese lo contrario), sabía que sería incapaz de vivir sin él. ¿No lo amaba? Bueno, no si lo comparaba con Philip. Pero esos pensamientos la incomodaban y no quería que siguieran haciéndolo, como tampoco quería oír los reproches de Wilhelm. Le habría gustado que se mudara a su casa si las cosas no hubieran sido tan complicadas, aunque sólo fuese para dejar de sentirse culpable por el amplio y desaprovechado piso de Wilhelm. Incluso estaba dispuesta a imaginar abrazos y conversaciones nocturnas en su antigua cama conyugal. Por otro lado, sólo había compartido el lecho con un hombre en su larga vida: le pedían demasiado, ¿no? Los reproches de Wilhelm se convirtieron en acusaciones; Julia lloraba y Wilhelm se arrepentía.
Frances planeaba irse de la casa de Julia. Por fin dispondría de un piso propio. Ahora que no tenía que pagar matrículas escolares ni universitarias, estaba ahorrando dinero. Viviría en una casa propia, no en la de Julia o de Johnny, un sitio lo bastante grande para dar cabida a sus libros y su material de investigación, que ahora estaban repartidos entre la casa de Julia y The Defender. «Qué agradable es recibir un sueldo fijo»; sólo alguien que no ha disfrutado de él puede decirlo con el sentimiento que merece. Frances recordó sus tiempos de periodista freelance y sus insignificantes empleos en el teatro. Aun así, cuando consiguiera ahorrar suficiente dinero para pagar la entrada de un piso, renunciaría a su puesto en The Defender, que cada vez se le antojaba menos apropiado para ella.
Siempre había llevado a cabo la mayor parte del trabajo en casa y nunca se había considerado parte integrante del periódico. Sus colegas se quejaban de sus idas y venidas, como si su conducta entrañara una crítica a The Defender. Y así era. Se sentía una extraña en una institución donde todo el mundo se sentía acosado por hordas hostiles y fuerzas reaccionarias, como si nada hubiera cambiado desde los gloriosos días del siglo anterior, cuando The Defender era prácticamente el único bastión de los saludables valores solidarios: no había habido una sola causa justa que ellos no hubieran defendido. En la actualidad el periódico abogaba por los injuriados y los agraviados, pero se comportaba como si difundieran problemas de las minorías, en lugar de —en general— «opiniones aceptadas».
Frances ya no era Tía Vera («Mi hijo se orina en la cama, ¿qué puedo hacer?»), sino que escribía artículos serios y bien documentados sobre temas como las diferencias entre los salarios masculinos y los femeninos, las desiguales oportunidades de trabajo o las guarderías: prácticamente todos sus reportajes trataban de la discriminación de la mujer.
En ciertos círculos, casi siempre masculinos (pues con creciente frecuencia los hombres se veían como víctimas de hostiles hordas femeninas), predominaba la opinión de que las periodistas de The Defender componían una especie de mafia formada por mujeres cargantes, obsesivas y sin sentido del humor pero con talento. Frances tenía de este último, desde luego: todos sus artículos acababan publicados en revistas e incluso en libros y se citaban en la radio o la televisión. En el fondo coincidía con que sus colegas eran unas pesadas, si bien sospechaba que ella no era mucho mejor. Ciertamente se sentía pesada, cargada con los males del mundo: la acusación de Colín había sido fundada: creía en el progreso y en que era posible cambiar las cosas si uno no cejaba en su empeño de denunciar las injusticias. ¿Acaso no era verdad, aunque sólo fuese a veces? Ella se enorgullecía de algunos pequeños triunfos. Al menos nunca había volado en los procelosos cielos del feminismo de moda: no era como Julie Hackett, que había prorrumpido en llanto al oír por la radio que la malaria la transmitía el mosquito hembra. «¡Los muy cabrones! ¡Cabrones fascistas!». Cuando Frances consiguió convencerla de que se trataba de un dato técnico y no de una calumnia inventada por científicos machistas para rebajar al sexo femenino —«perdón, al género femenino»—, Julie se tranquilizó y dijo entre sollozos: «¡Es tan injusto!» Julie Hackett continuaba entregada al periódico. En casa llevaba delantales de The Defender, bebía en tazas de The Defender, usaba paños de cocina de The Defender. Pillaba una rabieta cada vez que alguien criticaba al periódico. Consciente de que Frances no estaba tan «comprometida» como ella (esa palabra le encantaba), a menudo le soltaba breves sermones destinados a concienciarla. Frances la encontraba tremendamente aburrida. Los aficionados a observar las diabluras de la vida ya habrán reconocido a este personaje, que a menudo nos acompaña y que aparece en todas las épocas y lugares, cual una sombra de la que nos gustaría librarnos pero que sigue ahí, como una burlona caricatura de sí misma aunque también, oh, sí, como un saludable recordatorio. Al fin y al cabo Frances había sucumbido a la cargante retórica de Johnny, se había dejado seducir por el Gran Sueño que había condicionado su vida desde entonces. Sencillamente, había sido incapaz de librarse de su influjo, y ahora trabajaba dos o tres días a la semana con una mujer para quien The Defender cumplía la misma función que había representado el partido para sus padres, que se jactaban de seguir siendo comunistas ortodoxos.
Algunas personas han llegado a la conclusión de que nuestra mayor necesidad —la del ser humano— es tener algo o alguien a quien odiar. Durante décadas, las clases altas y medias desempeñaron este práctico papel, que en los países comunistas les acarreaba la muerte, la tortura y el encarcelamiento, y en países más ecuánimes, como Inglaterra, sencillamente las hacía merecedoras del oprobio general o de molestas obligaciones, como la de adquirir un acento cockney. No obstante, últimamente ese credo empezaba a quedar desfasado. El nuevo enemigo —los hombres— resultaba aún más útil, pues abarcaba a la mitad de la especie humana. A lo largo y ancho del planeta las mujeres enjuiciaban a los hombres, y cuando Frances estaba con sus colegas de The Defender, se sentía como miembro de un jurado enteramente femenino que acabara de dictar un veredicto unánime de culpabilidad. Convencidas de estar en posesión de la verdad, en los momentos de ocio contaban anécdotas que ilustraban la grosería de fulano o la desfachatez de mengano, cambiaban miradas o comentarios irónicos, apretaban los labios y enmarcaban las cejas, y cuando había hombres presentes, los vigilaban buscando pruebas de su incorrección ideológica para lanzarse sobre ellos como una gata sobre un gorrión. Nunca han existido personas más arrogantes y seguras de su superioridad moral, ni con menor capacidad de autocrítica. Sin embargo, sólo marcaron una etapa del movimiento de liberación de la mujer. En sus inicios, el nuevo feminismo de los sesenta semejaba una niña en una fiesta: loca de alegría, con las mejillas arreboladas y los ojos brillantes, bailando y gritando: «No llevo bragas, ¿podéis verme el culo?» Al igual que a una niña de tres años a quien los adultos no hacen el menor caso, ya se le pasaría con la edad. Y así fue. «¿Quién, yo? Yo jamás hice nada semejante… Vale, de acuerdo, pero era una cría».
La sensatez se impuso rápidamente, y si el precio que hubo que pagar para hacerse valer fueron unas irritantes ínfulas de superioridad moral, sin duda se trataba de un precio muy bajo a cambio de una investigación tan seria y rigurosa: la tarea infinitamente tediosa de desenterrar hechos, cifras, informes gubernamentales y datos históricos, la clase de trabajo que cambia leyes y opiniones e instaura la justicia.
A esta etapa, como es lógico, le sucedió otra.
Entretanto, Frances llegó a la conclusión de que trabajar para The Defender no se diferenciaba mucho de ser la mujer de Johnny: tenía que cerrar el pico y reservarse sus opiniones. Por eso siempre se había llevado gran parte del trabajo a casa, porque guardarse lo que uno piensa resulta desgastador, extenuante. De manera que tardó bastante tiempo en caer en la cuenta de que muchos de los periodistas que trabajaban para The Defender eran hijos de los camaradas del partido, aunque había que conocerlos bien para reparar en ello. Si uno había recibido una educación de izquierdas, se lo callaba: resultaba demasiado difícil de explicar. Pero ¿y si los demás se hallaban en la misma situación? Esto no ocurría únicamente en The Defender. Era sorprendente la frecuencia con que uno oía: «Mis padres estuvieron en el partido, ¿sabes?» Aquella generación de creyentes, ahora desautorizada, había traído al mundo hijos que, si bien renegaban de las ideas de sus padres, admiraban su dedicación, al principio en secreto, luego abiertamente. «¡Qué fe! ¡Qué pasión! ¡Qué idealismo! ¿Cómo pudieron tragarse tantas mentiras?» Por el contrario ellos, los hijos, tenían una mente abierta y libre, no contaminada por la propaganda.
Sin embargo, la realidad era que la atmósfera de The Defender y otros organismos liberales la había «fijado» el partido. La semejanza más ostensible residía en la hostilidad hacia las personas que no compartían sus ideas. Los hijos liberales o izquierdosos de padres que ellos tachaban de fanáticos mantenían intactos ciertos hábitos de pensamiento heredados. «Si no estás con nosotros, estás contra nosotros». La costumbre de radicalizar: «Si no piensas como nosotros, eres un fascista».
Y al igual que en el partido en los viejos tiempos, se había erigido un altar con personajes admirados, héroes y heroínas, ahora por lo general no comunistas, aunque el camarada Johnny era una figura prominente, un viejo patriarca, un miembro de la vieja guardia a quien sin duda habrían retratado subido a una plataforma, agitando continuamente el puño hacia un cielo reaccionario. Oh, sí, se habían cometido «errores», y todos lo admitían, pero aquel gran poder seguía defendiéndose, porque el hábito estaba demasiado arraigado.
En el periódico se rumoreaba que ciertas personas eran espías de la CÍA. Nadie ponía en duda que ésta tenía espías en todas partes, de manera que debía de haberlos allí también: nadie insinuó jamás que el KGB soviético estuviese detrás, manipulando e influyendo, como se reconoció veinte años después. El principal enemigo era Estados Unidos: eso se sobreentendía o se proclamaba a bombo y platillo. Era un estado fascista y militarista en el que no había libertad ni democracia verdadera, según denunciaban continuamente en artículos y discursos quienes pasaban sus vacaciones allí, enviaban a sus hijos a las universidades estadounidenses o «cruzaban el charco» para participar en manifestaciones, revueltas, marchas y asambleas.
Un joven ingenuo, que se había unido a la plantilla de The Defender porque admiraba su glorioso y honorable historial en la línea del pensamiento libre y justo, alegó impulsivamente que era un error tachar de fascista a Stephen Spender por hacer campaña contra la Unión Soviética e intentar convencer a la gente de «la verdad», expresión que significaba lo contrario de lo que aseveraban los comunistas. En su opinión, dado que todo el mundo estaba al corriente de los fraudes electorales, las farsas de los juicios, los campos de concentración, los trabajos forzados y el hecho de que Stalin era peor que Hitler, no había nada de malo en denunciar todas esas cosas. Hubo gritos, aullidos, lágrimas: un escándalo que estuvo a punto de desembocar en una pelea a puñetazos. El joven se marchó y los demás lo tildaron de agente de la CÍA.
Frances no era la única que suspiraba por largarse de aquel antro lleno de gente quisquillosa e hipócrita. Rupert Boland, su buen amigo, era otro. Esta secreta antipatía que albergaban hacia la institución en la que trabajaban fue lo que los unió en primer lugar y después, cuando se les presentó la oportunidad de marcharse a escribir artículos para otros periódicos, se quedaron, cada uno de ellos pensando en el otro, algo que ninguno de los dos sabía, ya que tardaron mucho tiempo en confesárselo. Cuando Frances descubrió que corría el peligro de enamorarse de ese hombre, era demasiado tarde; ya se había enamorado. ¿Y por qué no? Las cosas se desarrollaron lentamente pero de manera satisfactoria. Rupert quería vivir con Frances.
—¿Por qué no te instalas en mi casa? —preguntó. Tenía un piso en Marylebone.
Frances contestó que quería poseer una casa propia por una vez en su vida. Al cabo de un año habría ahorrado suficiente dinero.
—Deja que te preste lo que te falta —propuso él.
Ella rechazó el ofrecimiento con excusas. Entonces no sería un lugar completamente suyo, un refugio que pudiese considerar propio. Él no lo entendió y se ofendió. A pesar de estas discrepancias, el amor entre ellos prosperó. Ella pasaba algunas noches en su casa, aunque no demasiadas, por miedo de disgustar a Julia y a Colin.
—¿Por qué? —se quejaba Rupert—. Ya has cumplido los veintiuno, ¿no?
Cuando se llega a cierta edad, hay momentos en que episodios enteros de una historia de sufrimiento y golpes se yuxtaponen y afloran a la superficie. No se sentía capaz de explicárselo. Y tampoco quería hacerlo: que no se hablara más. Basta. Fin. Rupert no lo comprendería. Había estado casado y tenía dos hijos que vivían con su madre. Los veía con regularidad, y ahora también los veía Frances. Sin embargo, él no había sufrido las feroces imposiciones de los adolescentes.
—Pero no somos unos críos que tengan que esconderse de los mayores —protestaba, como Wilhelm.
—No lo sé, pero por el momento es divertido.
Surgió un posible problema, que al final no lo fue: él era diez años menor que ella. ¡Frances tenía casi sesenta, y él diez menos! Después de cierta edad, diez años más o menos no significan mucho. Además de recordarle que el sexo era algo agradable, Rupert constituía una estupenda compañía. La hacía reír, y ella sabía que lo necesitaba. Ambos estaban descubriendo con incredulidad lo fácil que resultaba ser feliz. ¿Cómo era posible que algo tan sencillo se les hubiera antojado tan difícil, agotador y doloroso?
Entretanto, no parecía haber un domicilio para ese amor, que no se manifestaba como un frenesí adolescente sino como un sentimiento más reposado y cotidiano.
La multitud que celebraba la independencia de Zimlia no cabía en el local: había invadido la escalinata de la entrada y amenazaba con obstruir el tráfico, como había ocurrido durante las fiestas por Kenia, Tanzania, Uganda y Zimlia del Norte. La mayor parte de la concurrencia seguramente había asistido a todas las celebraciones anteriores. Los sentimientos de triunfo estaban representados en toda su gama: desde la serena satisfacción de quienes habían trabajado durante años para que llegara este momento hasta la desbordante euforia de aquellos que encuentran a la muchedumbre tan embriagadora como el amor, el odio o el fútbol. Frances estaba allí porque Franklin la había telefoneado: «Os quiero allí. Tenéis que ir. Tú y todos mis viejos amigos. —Era halagador—. ¿Y dónde está la señorita Sylvia? Por favor, invítala también a ella».
Por eso Sylvia estaba con Frances, abriéndose paso entre el gentío, aunque había dicho y seguía diciendo:
—Tengo que hablar contigo, Frances. Es importante.
Alguien tiró de la manga de Frances.
—¿Señora Lennox? ¿Es usted la señora Lennox? —preguntó una ansiosa joven con pelo rojo tan crespo como el de una muñeca de trapo y pinta de desorientada—. Necesito su ayuda.
Frances se detuvo, con Sylvia detrás.
—¿Qué ocurre? —gritó Frances.
—¡Ha sido tan buena con mi hermana…! Le debe la vida. Por favor, necesito ir a verla. —La joven también hablaba a voces.
Frances tardó unos segundos en comprender lo que sucedía.
—Ya entiendo. Creo que quiere hablar con la otra señora Lennox, con Phyllida.
La chica contrajo el rostro en sucesivas muecas de desconfianza, frustración y tristeza.
—¿No quiere…? ¿No puede? ¿No es usted…?
—Se ha equivocado de persona. —Frances echó a andar de nuevo, del brazo de Sylvia. Tardaría un tiempo en asimilar la idea de que alguien tuviese semejante concepto de Phyllida—. Se refería a Phyllida —explicó.
—Lo sé —repuso Sylvia.
Al llegar a la puerta del local, advirtieron que se hallaba atestado y que era imposible entrar, aunque Rose y Jill estaban de porteras. Ambas lucían escarapelas del tamaño de platos y con los colores de la bandera de Zimlia. Rose soltó un grito de alegría al ver a Frances.
—Es como una reunión familiar —le dijo al oído—. Ha venido todo el mundo. —Entonces reparó en Sylvia y añadió en tono de indignación—. No sé por qué crees que vas a encontrar sitio. Jamás te he visto en una manifestación.
—Ni a mí —señaló Frances—. De todos modos, espero que eso no me convierta en una oveja negra.
—Oveja negra —se mofó Rose—. Una expresión típica. —Se hizo a un lado para dejar paso a Frances y luego, por obligación, también a Sylvia—. Necesito hablar con Franklin, Frances —dijo.
—¿No deberías comentárselo a Johnny? Franklin se aloja con él cuando está en Londres.
—Johnny no parece acordarse de mí…, aunque formé parte de la familia, ¿no? Durante siglos.
Se oyó una ovación. Los oradores estaban subiendo a la tribuna: eran unos veinte, y entre ellos figuraban Johnny, Franklin y otros negros. Franklin avistó a Frances, que se había abierto paso a empujones hasta las primeras filas, y saltó de la tribuna riendo, casi llorando, frotándose las manos, rebosante de alegría. Abrazó a Frances, miró alrededor y preguntó:
—¿Dónde está Sylvia? —Se fijó en una mujer joven y delgada, con la lacia melena rubia recogida en la nuca y la cara muy pálida, que llevaba un jersey negro de cuello alto. A continuación miró alrededor por un instante y volvió a posar la vista en ella.
—¡Aquí estoy! —exclamó Sylvia para hacerse oír por encima de los aplausos y los gritos.
En la tribuna, los oradores agitaban los brazos, entrelazaban los dedos por encima de la cabeza y saludaban con el puño en alto a cierto ente que aparentemente flotaba sobre las cabezas del público. Sonreían y reían, absorbiendo el amor de la multitud y devolviéndolo en forma de rayos calurosos y casi visibles.
—Estoy aquí. Ya no me recuerdas, Franklin.
Jamás el rostro de un hombre expresó una desilusión mayor. Durante años, Franklin había retenido en su memoria a aquella delicada niña rubia que era como un pollito recién nacido, tan dulce como la Virgen y las santas de las imágenes sagradas de la misión. Ahora, la mujer de aspecto grave que tenía delante, le hacía daño. No quería mirarla. No obstante, ella se acercó desde detrás de Frances y lo abrazó, sonriendo, y por un segundo Franklin pensó: «Sí, es Sylvia…»
—¡Franklin! —gritaron desde la tribuna.
En ese momento llegó Rose e insistió en abrazarlo.
—Soy yo, Franklin —dijo—. ¿Me recuerdas?
—Si, sí, sí —contestó él, que guardaba recuerdos ambiguos de Rose.
—Necesito hablar contigo.
—De acuerdo, pero ahora debo subir.
—Te esperaré después de la asamblea. Recuerda que es por tu propio bien.
Subió y se convirtió en una brillante y risueña cara negra entre las otras, al lado de Johnny Lennox, que semejaba un viejo aunque digno león sarnoso y saludaba a los seguidores de abajo agitando el puño. Sin embargo, Franklin continuó recorriendo la sala con la mirada como si buscase a la antigua Sylvia, y cuando la fijó en la auténtica, sentada en la primera fila, ella lo saludó con la mano y le sonrió. Una expresión de dicha volvió a iluminar el rostro de Franklin, que abrió los brazos como si quisiera estrechar al público entre éstos, aunque era a ella a quien quería abrazar.
Durante la celebración de una victoria no se habla mucho de los soldados muertos, o bien todo lo contrario e incluso se canta sobre los compañeros caídos «que hicieron posible este triunfo», pero las aclamaciones y las estruendosas consignas por parte de los vencedores están destinadas a relegar al olvido los huesos que yacen en la grieta de una roca, en una colina o en una tumba tan poco profunda que los chacales la abren para esparcir costillas, dedos, una calavera… Detrás del jolgorio reina un silencio acusador, que pronto se llenará de olvido. En aquel local, había pocas personas que hubieran perdido hijos en la guerra —los asistentes, en su mayoría, eran blancos— o que hubieran luchado en ella, pero los hombres de la tribuna habían estado en el ejército o habían visitado a los combatientes. También había individuos que se habían entrenado para la lucha política o la guerra de guerrillas en la Unión Soviética o en los campos de instrucción soviéticos en territorio africano. Y muchos de los miembros del público habían estado en distintas regiones de África «en los viejos tiempos». Pese a que entre ellos y los activistas mediaba un abismo, todos habían prorrumpido en vítores.
Los veinte años de guerra habían empezado con revueltas aisladas, manifestaciones de «descontento social» y de «desobediencia civil» o rencores que se habían cometido en matanzas o incendios, pero todas esas gotas se habían unido para formar el torrente de la guerra, una guerra que, aunque había durado dos décadas, pronto sería recordada únicamente en las celebraciones conmemorativas. El ruido era ensordecedor y no parecía que fuese a cesar. La gente gritaba, lloraba, se abrazaba y besaba a desconocidos mientras en la tribuna se sucedían los oradores negros y blancos. Franklin habló una vez y luego otra. La multitud simpatizaba con ese hombre robusto y risueño que, según se comentaba, pronto formaría parte del Gobierno del camarada Matthew Mungozi, hasta hacía poco un nombre más entre una docena de líderes potenciales y que había ganado inesperadamente las recientes elecciones. Un poco tarde, llegó el camarada Mo, emocionado, sonriente, saludando con la mano. Subió de un salto a la tribuna y explicó que acababa de regresar de los territorios ocupados por la guerrilla, que había depuesto las armas y estaba trazando planes para hacer realidad los dulces sueños que los habían mantenido en la lucha durante tantos años. De esos sueños le habló a la multitud, gesticulando, agitado y lloroso: habían estado tan pendientes de las noticias de la guerra que no habían tenido tiempo de pensar cuan pronto oirían la frase: «Y ahora construiremos el futuro juntos». El camarada Mo no procedía de Zimlia, pero eso no importaba: ningún otro orador había visitado a los guerrilleros recientemente, ni siquiera el camarada Matthew, que había estado demasiado ocupado negociando con el Gobierno británico o asistiendo a reuniones internacionales. La mayor parte de los estados del mundo le habían prometido su apoyo. De la noche a la mañana se había convertido en un personaje público.
A Frances y Sylvia les resultó imposible abrirse paso para salir de allí, y el vocerío, las lágrimas y los discursos continuaron hasta que el encargado del local se presentó para comunicarles que les quedaban diez minutos del tiempo que habían pagado. Se oyeron gruñidos, abucheos y gritos de «fascistas». La concurrencia se encaminó hacia las puertas. Frances se quedó mirando a Johnny, esperando que al menos diese alguna señal de haberla visto, lo cual finalmente hizo con una adusta inclinación de la cabeza. Rose trepó a la tribuna para saludar a Johnny, que le dedicó otra cabezada. A continuación Rose se puso delante de Franklin, interponiéndose entre éste y la gente que quería abrazarlo, estrechar su mano o incluso sacarlo a hombros de la sala.
Cuando Frances y Sylvia llegaron al vestíbulo, Rose las alcanzó, henchida de satisfacción. Franklin le había prometido una entrevista con el camarada Matthew. Sí, de inmediato. Sí, sí, sí, le había prometido que podría hablar con el camarada Matthew, quien viajaría a Londres la semana siguiente.
—¿Lo ves? —le comentó a Frances, sin mirar a Sylvia—. Ya voy bien encaminada.
—¿Hacia dónde? —inquirió Frances. Era la pregunta que Rose esperaba.
—Ya lo verás —respondió Rose—. Lo único que quería era una oportunidad —aclaró y a continuación se marchó para cumplir con sus obligaciones.
Frances y Sylvia permanecieron un rato en la acera, rodeadas de personas felices que se resistían a dispersarse.
—Tengo que hablar contigo, Frances —dijo Sylvia—. Es importante. Tengo que hablar con todos vosotros.
—¿Con todos?
—Sí, ya entenderás por qué.
Se reunirían al cabo de una semana; Sylvia prometió que pasaría la noche en casa.
Rose leyó todos los artículos que encontró sobre el camarada Matthew, el presidente Mungozi, pero no demasiado sobre Zimlia. Los autores de los numerosos escritos, que en su mayor parte ensalzaban al personaje, se habían expresado en términos muy críticos anteriormente.
Para empezar, Mungozi era comunista. Se preguntaban qué consecuencias tendría ese hecho en el contexto político de Zimlia. Rose no pensaba seguir esa línea de interrogatorio, y mucho menos con actitud contenciosa. Había preparado un borrador, con preguntas copiadas de otras entrevistas, antes incluso de conocer al Líder. Como periodista freelance, había redactado notas sobre asuntos locales, casi siempre basándose en información que le pasaba Jill, que formaba parte de varias comisiones municipales. Siempre recopilaba datos y artículos de otros para escribir sus artículos, y el presente trabajo sólo se diferenciaba por su envergadura y sus repercusiones (o eso esperaba ella).
No tuvo en cuenta ninguna de las críticas al camarada Matthew, y terminó con un par de párrafos repletos de vaguedades optimistas como las que tantas veces había oído pronunciar al camarada Johnny.
Con ese borrador acudió al hotel donde se alojaba el Líder. Éste no se mostró muy comunicativo, al menos al principio, pero después de leer el borrador de la entrevista, su desconfianza se disipó y le proporcionó algunas citas útiles. «Como me dijo el presidente Mungozi…»
Había transcurrido una semana. Frances había abierto la mesa, esperando que la gente dijera: «Como en los viejos tiempos». Había preparado un guiso y un postre. ¿Quién acudiría? Al enterarse de que Sylvia estaría presente, Julia había prometido bajar y llevar a Wilhelm. Colin había asegurado que no se perdería la «reunión» por nada del mundo. Andrew, que había estado de luna de miel con Sophie —eso decía, aunque no se habían casado—, anunció que los dos asistirían.
Julia y Frances aguardaron juntas. Andrew fue el primero en llegar, solo. Una mirada bastó para comprobar que aquél no era el afable Andrew de costumbre: ofrecía un aspecto cansino, incluso enfermizo. Se lo veía triste. Y tenía los ojos enrojecidos.
—Sophie tal vez venga más tarde —dijo y se sirvió varias copas de vino tinto, una detrás de otra—. Muy bien, mamá. Ya sé lo que estás pensando, pero me siento hecho polvo.
—¿Ha vuelto con Roland?
—No lo sé. Es posible. Como suele decirse, los lazos del amor son difíciles de romper, aunque si eso es amor, no quiero saber nada de él. —Ya empezaba a arrastrar las palabras—. He venido porque nunca tengo ocasión de ver a Sylvia. ¿Quién es Sylvia? Quizá sea ella a quien en realidad quiero, pero ¿sabes una cosa, Frances?, creo que tiene alma de monja. —Prosiguió de ese modo, soltando una retahila cada vez más lenta y confusa, hasta que se levantó, se acercó al fregadero y se refrescó la cara—. Según cierta superstición —pronunció «supersisión»—, el agua fría apaga las llamas del alcohol. No es verdad. —Se sentó, inclinando bruscamente la cabeza, y volvió a ponerse de pie al instante—. Me parece que me echaré un rato.
—Colin se ha apoderado de tu habitación.
—Iré al salón. —Subió ruidosamente por la escalera.
Al cabo de unos minutos llegó Sylvia. Abrazó a Julia, que no pudo evitar decir:
—Ya casi no te veo el pelo.
Sylvia sonrió, se sentó enfrente de Frances y desplegó unos papeles sobre la mesa.
—¿No vas a cenar con nosotras? —preguntó Julia.
—Lo siento —se disculpó Sylvia, y apiló los papeles a un lado.
Colin bajó los escalones de tres en tres. Sylvia, cuyo rostro se iluminó al verlo, abrió los brazos sonriendo. Se abrazaron.
Wilhelm llamó antes de entrar, como de costumbre, pidió permiso para unirse a ellos y se sentó junto a Julia, aunque antes le besó la mano y la contempló con atención. ¿Estaba preocupado por ella? Tenía el aspecto de siempre, igual que él. A pesar de que ya rondaba los noventa, se le veía fuerte y sano.
Al enterarse de que Andrew estaba durmiendo la mona en el salón, Colin dijo:
—La belle dame setns merci. Te lo advertí, Frances, ¿no?
En ese momento se presentó Sophie, deshaciéndose en disculpas. Llevaba un holgado vestido blanco sobre el que su negra melena caía como una cascada; su rostro no parecía marcado por el amor o el sufrimiento, pero sus ojos…, sus ojos eran otra historia.
Frances tenía las manos ocupadas, pues estaba sirviendo la comida. Inclinó la cabeza para que Sophie la besara en la mejilla. La chica se sentó enfrente de Colin y advirtió que éste la estudiaba con seriedad.
—Mi querido Colin —dijo.
—Tu víctima está arriba, destrozada —le informó él.
—Eso no ha sido muy amable —protestó Frances.
—No pretendía serlo —replicó Colin.
A Sophie se le humedecieron los ojos.
—A las mujeres hermosas nunca hay que reprocharles el daño que ocasionan —lo aleccionó Wilhelm—. Gozan del permiso de los dioses para atormentarnos. —Levantó la mano de Julia, la besó dos veces, suspiró, la dejó en la mesa y la acarició.
Entonces se presentó Rupert, sin dar explicaciones y sin que nadie se las pidiera: iba a menudo por allí y lo aceptaban (o eso esperaba Frances). Colin lo miró largamente, no con hostilidad, sino con tristeza, como si acabara de recordar su soledad. Rupert se sentó al lado de Frances y saludó a todo el mundo con inclinaciones de la cabeza.
—Una reunión —observó—; pero también es una cena.
Frances depositó un plato lleno delante de cada comensal, sin ceremonia, y las botellas de vino en el centro de la mesa.
—Es maravilloso, Frances, estupendo, igual que en los viejos tiempos; si supieras lo mucho que me acuerdo de aquellas veladas maravillosas, todos sentados aquí… —farfulló Sophie, al borde del llanto, mientras desmigaba un trozo de pan con sus largos y delgados dedos, ideales para lucir anillos.
El perro, que había escapado de donde lo tenían encerrado, entró corriendo en la cocina y subió de un salto al regazo de Colin, agitando la peluda cola como si fuera un plumero.
—Baja, Fiera, baja ahora mismo —ordenó Colin, pero el chucho se había acomodado y trataba de lamerle la cara.
—No deberías permitirle que haga eso —dijo Sylvia—. No es higiénico.
—Lo sé —repuso Colin.
—¿No podrías ponerle un nombre más sensato a ese perro? —preguntó Julia—. Cada vez que lo llamas Fiera me entran ganas de reír a carcajadas.
—Una carcajada al día es la mejor medicina —apuntó Colin—. ¿No estás de acuerdo, Sylvia?
—Me gustaría que pudiéramos seguir cenando —dijo Sylvia, que prácticamente no había tocado la comida.
—Es maravilloso estar aquí —intervino Sophie, comiendo como si estuviese muerta de hambre.
En ese momento llegó Andrew, con mala cara pero erguido. El y Sophie cambiaron una mirada de angustia. Se sentó y Frances le puso un plato.
—¿No podríamos empezar ya? —preguntó Andrew—. Sophie y yo tenemos prisa. —La miró con expresión humilde e inquisitiva, pero ella parecía incómoda.
—¿Tengo que recapitular? —inquirió Sylvia, apartando el plato y colocando los papeles en su lugar—. Os envié un resumen a todos.
—Fue una gran idea —dijo Andrew—. Gracias.
La situación era la siguiente: un grupo de jóvenes médicos quería organizar una campaña para convencer al Gobierno de que construyera refugios antinucleares. El problema era que los responsables de la Campaña por el Desarme Nuclear Unilateral —una organización alborotadora, firme y eficaz— se oponían a la construcción de cualquier tipo de refugio e incluso a que se informara a la población de las medidas básicas de protección. Hacían oídos sordos a las críticas, y sus declaraciones eran violentas, casi histéricas.
—Necesito que me expliquen algo —dijo Julia—. ¿Por qué esa gente se queja tanto de que se haya construido un refugio para el Gobierno y los miembros de la familia real? —La protesta que más se oía era: «El Gobierno quiere asegurarse de que estará protegido, y la gente le importa un pimiento»—. No lo entiendo. Si hay una guerra, es imprescindible que el Gobierno esté a salvo, ¿no? Es una cuestión de sentido común.
—El sentido común parece brillar por su ausencia en esa campaña —señaló Wilhelm—. Es evidente que esas personas no han vivido una guerra; de lo contrario, no dirían tantas tonterías.
—Su razonamiento es el siguiente: caerá una bomba y todo el mundo morirá.
Por lo tanto, no hay necesidad de construir refugios —explicó Colin.
—Pero no es lógico —protestó Julia—, ni coherente.
Frances y Rupert, que estaba hojeando la pila de artículos de The Defender, se miraron con resignación. The Defender había optado por seguir la «línea» de la campaña. Varios miembros de la plantilla del periódico figuraban en las comisiones de la organización. Los periodistas les escribían los artículos.
—Aducen que si el Gobierno se considera protegido, se mostrará más dispuesto a arrojar la bomba —prosiguió Colin.
—¿Qué bomba? —quiso saber Julia—. ¿Por qué hablan de una sola bomba?
En una guerra siempre hay más de una bomba.
—Ésa es la cuestión, Julia. Eso es lo que debemos hacer entender —señaló Sylvia.
—Tal vez Johnny pueda darnos más información —sugirió Wilhelm—. Él pertenece a la comisión.
—¿Hay alguna comisión a la que no pertenezca? —dijo Colin.
—¿Por qué no le telefoneamos y le pedimos que venga a defenderse? —propuso Rupert.
Todos aceptaron la idea, que curiosamente no se le había ocurrido a ningún miembro de la familia. Andrew fue al teléfono, marcó el número de Johnny y habló con él. Le explicó que estaban celebrando una reunión, y él respondió que acudiría.
Mientras esperaban, estudiaron los recortes de Sylvia.
—No he visto nada tan extraño en toda mi vida —comentó Julia—. Estas personas son como niños.
—Estoy de acuerdo —convino Sylvia.
Agradecida por aquella migaja, Julia tomó la mano de Sylvia y la acarició.
—Ay, mi pobre niña; no comes, no te cuidas.
—Me encuentro bien —repuso Sylvia—. Todo el mundo come en exceso.
A pesar de esa reprimenda, Frances les ofreció más guiso.
Johnny no se presentó solo. Lo acompañaba James. Ambos llevaban cazadoras negras de cuello Mao y botas de cuero del ejército. Johnny, que había estado en Cuba recientemente, lucía una bufanda con los colores de la bandera cubana. James se había convertido en un hombre corpulento, risueño y afable, el clásico buenazo. ¿Cómo no iban a alegrarse de verlo? Abrazó a Frances, dio una palmada en la espalda a Andrew y otra a Colin, besó a Sophie, estrechó en sus brazos a la rígida Sylvia y saludó a Julia levantando el puño, aunque sólo hasta el hombro, en una versión modificada para las reuniones sociales.
—Me alegro de estar aquí —dijo y se sentó en una silla vacía, rebosante de expectación. Johnny tomó asiento a su lado, pero como si estar al mismo nivel que los demás lo rebajase, se levantó y ocupó su antiguo puesto junto a la ventana.
—Ya he comido —dijo—. ¿Qué tal te encuentras, Mutti?
—Ya lo ves.
James empezó a comer con voracidad.
—No sabes lo que te pierdes —le aseguró a su guía y mentor. Al oír su acento cockney, Julia chascó la lengua con irritación.
Johnny titubeó y luego se sentó en el instante mismo en que Frances, que ya lo había previsto, le ponía el plato delante.
—Esto es importante —dijo Sylvia—. Johnny, James, estamos manteniendo una discusión seria.
—¿Cuándo no son serias las discusiones? —preguntó Johnny. Había saludado a sus hijos con un gesto al entrar, y le pidió a Andrew—: Pásame el pan.
—La vida, como todos sabemos, es intrínsecamente seria —apostilló Colin.
—Cada día más, según mi experiencia —apuntó Andrew.
—Basta —los riñó Sylvia—. Hemos invitado a Johnny por una razón.
—¡Dispara! —exclamó Johnny.
—Un grupo de médicos jóvenes, entre los que me cuento, ha constituido una comisión. Llevábamos un tiempo preocupados, pero el detonante fue una carta que alguien trajo de la Unión Soviética…
Johnny dejó el cuchillo y el tenedor con gesto dramático y alzó una mano para interrumpirla. Sin hacerle caso, Sylvia prosiguió:
—Es de un grupo de médicos soviéticos. Dicen que se han producido accidentes en las plantas nucleares y que han muerto muchas personas.
Grandes extensiones del país quedaron contaminadas por la lluvia radiactiva…
—No me interesa oír propaganda antisoviética —la atajó Johnny y se colocó de nuevo junto a la ventana, sin haber terminado su plato; James abandonó el suyo de mala gana y se situó junto a su capitán y teniente.
—La carta la trajo alguien que fue allí con una delegación —continuó Sylvia—. La sacó clandestinamente y así llegó a nosotros. Es auténtica.
—En primer lugar —dijo Johnny en tono cada vez más áspero—, los camaradas de la Unión Soviética son responsables y no permitirían que hubiera fallos en sus instalaciones nucleares. En segundo lugar, no estoy dispuesto a oír información que evidentemente procede de fuentes fascistas.
—Dios santo —exclamó Sylvia—. ¿No te avergüenzas de ti mismo, Johnny? Siempre con la misma cantinela que todo el mundo conoce…
—¿Y quién es todo el mundo? —preguntó él, burlón.
—Yo quiero saber por qué tus…, tus masas… insisten en que es un delito que el Gobierno y la familia real se protejan en caso de guerra. No lo entiendo —terció Julia.
—Es muy sencillo —repuso Andrew—. Detestan a cualquiera que tenga autoridad.
—Y con razón —señaló James, entre risas, y repitió—: Y con razón.
—Son como niños —declaró Julia—. Como niños tontos, y ejercen tanta influencia… Si hubierais vivido una guerra, no diríais esas tonterías.
—Olvida que el camarada Johnny luchó en la guerra civil española —apuntó James.
Se hizo el silencio. Los jóvenes sabían poco de las antiguas hazañas de Johnny, y hacía tiempo que los mayores intentaban olvidarlas. Johnny se limitó a bajar la vista con expresión de modestia y a continuación asintió, recuperando el control.
—Si estalla la bomba, será el fin de todos los habitantes del planeta.
—¿Qué bomba? —preguntó Julia—. ¿Por qué habláis siempre de la bomba, la bomba?
—No debemos preocuparnos por la Unión Soviética, sino por las bombas americanas —afirmó él.
—Vamos, Johnny, me gustaría que hablaras en serio —lo reconvino Sylvia—. No paras de decir disparates.
Johnny empezaba a perder la paciencia ante las provocaciones de aquella niñata insignificante.
—No me dicen eso a menudo.
—Eso es porque sólo te juntas con gente que también dice disparates —espetó Colín.
Frances, que permanecía callada porque desde el momento en que Johnny había entrado sabía que la conversación distaría de ser sensata, estaba retirando los platos y repartiendo boles con crema de limón, mousse de albaricoque y nata. Al reparar en ello, James emitió un auténtico rugido de gula y volvió a su sitio en la mesa.
—¿Quién prepara postres en los tiempos que corren? —preguntó Johnny.
—Sólo nuestra querida Frances —dijo Sophie, interviniendo por fin.
—Y eso excepcionalmente —apuntó Frances.
—De acuerdo, Johnny —concedió Sylvia—, supongamos que en la Unión Soviética nunca se produjeron esos terribles accidentes…
—Por supuesto que no.
—¿En qué se basa vuestra objeción a que se proteja a la gente de este país de la lluvia radiactiva? Ni siquiera estáis de acuerdo en que los ciudadanos reciban información sobre cómo proteger sus casas. Estáis en contra de cualquier medida preventiva. No lo entiendo. Ninguno de nosotros lo entiende. En cuanto se menciona este tema todos ponéis el grito en el cielo.
—Porque aceptar que se construyan refugios equivale a dar por sentado que la guerra es inevitable.
—Eso no es lógico —protestó Julia.
—No para una mente normal —convino Rupert.
—Todo se reduce a lo siguiente —dijo Sylvia—: Por culpa vuestra y de vuestra organización, ningún gobierno de este país se atrevería a insinuar siquiera que es necesario proteger a la población. La Campaña por el Desarme Nuclear Unilateral tiene tanto poder que el Gobierno está asustado.
—Eso es verdad —intervino James—. Y más les vale.
—¿Por qué hablas con ese acento tan desagradable? —le recriminó Julia—. Lo encuentro innecesario.
—Si no hablas con ese acento desagradable, te consideran un niño bien —aclaró Colin con acento afectado—, y en este país libre no consigues empleo. Otra tiranía.
Johnny y James hicieron ademán de marcharse.
—Me voy al hospital —anunció Sylvia—. Al menos allí es posible mantener conversaciones inteligentes.
—Me gustaría ver la carta de la que hablas —dijo Johnny.
—¿Por qué? Ni siquiera estás dispuesto a discutir su contenido.
—Es evidente que quiere informar de él a la embajada soviética —se burló Andrew—. Así podrán investigar su procedencia y fusilar o mandar a los campos de trabajos forzados a quienes la hayan escrito.
—Esos campos no existen —declaró Johnny—. Si alguna vez existieron, o si existió algo parecido, lo que se ha dicho al respecto es exagerado. Pero ahora no existen.
—¡Dios! —exclamó Andrew—. Eres un plasta, de verdad.
—Los plastas no son peligrosos —replicó Julia—, y Johnny y sus amigos lo son.
—Eso es cierto —convino Wilhelm con la amabilidad de costumbre—. Sois muy peligrosos. ¿No os dais cuenta de que si se produjera un accidente nuclear aquí, en este país, si algún loco arrojase una bomba o, peor aún, si hubiera una guerra, morirían millones de personas por culpa vuestra?
—Bueno, gracias por el tentempié —dijo Johnny.
—Y gracias a ti por nada —soltó Sylvia, al borde de las lágrimas—. Debería haber sabido que no serviría de nada hablar contigo.
Los dos hombres se marcharon. Andrew y Sophie se fueron tomados por la cintura. Ni a ellos ni a los demás les pasó inadvertida la sonrisa irónica de Colin al verlos de esa manera.
—Bueno, la cuestión es que hemos creado una comisión —concluyó Sylvia—. Por el momento es sólo para médicos, aunque pensamos ampliarla.
—Apúntanos a todos —dijo Colin—, pero prepárate para encontrar cristales en tu copa y sapos en tu buzón.
Sylvia abrazó a Julia y se marchó.
—¿No os parece increíble que esa gentuza estúpida tenga tanto poder? —preguntó Julia casi llorando, afectada por la rápida despedida de Sylvia.
—No —dijo Colin.
—No —dijo Frances.
—No —dijo Wilhelm Stein.
—No —dijo Rupert.
—Pero estamos en Inglaterra, estamos en Inglaterra… —protestó Julia.
Sólo quedaban Frances, Rupert, Colin y el perro. Un pequeño problema: Rupert quería pasar la noche en la casa, y Frances, que quería que se quedase, no podía evitar temer la reacción de Colin.
—Bueno —dijo Colin con evidente esfuerzo—, creo que es hora de que os vayáis a la cama. —Parecía que estuviera autorizándolos a hacerlo. Empezó a provocar al perro hasta que éste ladró—. Lo veis. Él siempre tiene la última palabra.
Un par de semanas después, Frances, Rupert, Julia y Wilhelm asistieron a una reunión convocada por los jóvenes médicos. Había unas doscientas personas. Sylvia fue la primera en hablar, y lo hizo bien. Luego tomaron la palabra otros médicos. Unos treinta miembros de la oposición, que se habían enterado del mitin, los interrumpían con abucheos y gritos de: «¡Fascistas!», «¡Belicistas!», «¡Agentes de la CÍA!» Algunos eran de The Defender. Cuando el grupo salió, algunos jóvenes que aguardaban en la puerta rodearon a Wilhelm y lo arrojaron contra una verja. Al principio pensaron que el viejo sólo estaba conmocionado, pero el hecho es que le habían roto varias costillas. Lo llevaron a casa de Julia y lo metieron en la cama. «Ah, querida —resolló, con voz de anciano—, mi querida Julia, por fin he conseguido lo imposible: estoy viviendo contigo». Así fue como los demás se enteraron de que quería vivir con Julia.
Lo instalaron en la antigua habitación de Andrew, y Julia se reveló como una enfermera devota y maniática. Wilhelm, que siempre se había considerado el caballero de su amada, su galán, detestaba verse en esa situación. El áspero Colin, por su parte, los sorprendió a todos, quizás incluso a sí mismo, mostrándose encantador y atento con el viejo. Se sentaba a su lado y le contaba historias sobre «mi peligrosa vida en el parque y en los pubs de Hampstead», en las que Fiera representaba un papel semejante al del perro de los Baskerville. Wilhelm reía y le suplicaba que no siguiera, porque le dolían las costillas de tanto reír. El doctor Lehman acudió a verlo y les dijo a Frances y a Julia que el anciano estaba en las últimas. «Las caídas son peligrosas a esta edad». Recetó sedantes para Wilhelm y una variedad de píldoras para Julia, que finalmente se había permitido sentirse vieja.
En The Defender, Frances y Rupert reivindicaron su derecho de expresar una opinión contraria a la de los partidarios del desarme unilateral y escribieron un artículo que suscitó un alud de cartas de respuesta, casi todas airadas o insultantes. En las oficinas del periódico se creó un clima tenso, y ambos empezaron a encontrar notas sobre sus mesas, algunas anónimas. Comprendieron que esa furia estaba demasiado arraigada en el inconsciente colectivo para intentar razonar con la gente. Aquello nada tenía que ver con la disyuntiva de proteger o no a la población, aunque en realidad no sabían con qué tenía que ver. Su situación en The Defender se volvió tan desagradable que decidieron dimitir mucho antes de que les conviniera económicamente. Estaban en el lugar equivocado, eso era todo. Siempre había sido así, repuso Frances. ¿Y aquellos largos y bien argumentados artículos sobre temas sociales? Podría haberlos escrito cualquiera, dijo Frances. Casi de inmediato, Rupert consiguió un empleo en un periódico que los adictos a The Defender habrían tachado de fascista, pero que la mayoría de los ciudadanos catalogaba de conservador. «Quizá yo sea conservador —dijo Rupert—, al menos si nos tomamos en serio esas viejas etiquetas».
La misma semana en que renunciaron alguien echó un paquete con excrementos al buzón de la casa de Julia: no el de la puerta principal, sino el del apartamento de Phyllida. A Frances le llegó una carta con amenazas de muerte. Y Rupert recibió otra parecida, junto con fotografías de Hiroshima después de la bomba. Phyllida subió por primera vez en varios meses para decir que no permitiría que la involucrasen en ese debate. No estaba dispuesta a tener que vérselas con mierda de ninguna clase. Se marchaba. Compartiría piso con otra mujer. Y se fue.
En cuanto a las enconadas discusiones sobre si se protegía o no a la población, pronto todo el mundo convendría en que si la guerra se había evitado durante tanto tiempo era porque las naciones potencialmente beligerantes poseían armas nucleares y no las usaban. Sin embargo, admitir esto no respondía a ciertas preguntas. Podían producirse accidentes en las instalaciones nucleares; de hecho, ocurrían a menudo, pero no se difundían. En la Unión Soviética, regiones enteras habían quedado contaminadas. El mundo estaba lleno de locos que no vacilarían en arrojar «la bomba», o varias bombas, aunque resultaba cuando menos extraño que la gente se refiriese a esa amenaza empleando el singular. La población seguía indefensa, y sin embargo la violencia, la virulencia, la furia sencillamente desaparecieron del debate. A pesar de que el peligro era más acuciante que nunca, la histeria se evaporó. «Es curioso», comentó Julia en su nueva voz, triste y cansina.
Wilhelm continuaba en la casa, por lo que su amplio y lujoso piso estaba vacío. Siempre decía que iba a sacar sus libros de allí y poner fin a «esta situación increíblemente absurda», ya que no vivía ni con Julia ni en su casa. Concertaba citas una y otra vez con las empresas de mudanzas, y luego las cancelaba. No parecía el de siempre. Necesitaba que lo animaran. Julia estaba desolada. Eran dos personas enfermas que querían cuidarse mutuamente, pero su debilidad se lo impedía. Julia había contraído una neumonía, y durante una temporada los dos inválidos vivieron en plantas distintas, comunicándose mediante notas. Finalmente Wilhelm insistió en subir a visitarla. Ella lo vio entrar en su habitación, agarrándose al marco de la puerta y los respaldos de las sillas, y pensó que semejaba una tortuga vieja. Llevaba una chaqueta oscura y un gorro, ya que siempre sentía frío en la cabeza. Y ella… Wilhelm se quedó atónito al fijarse en los prominentes huesos de su cara y sus brazos delgados como palillos.
Los dos estaban muy tristes, desolados. Al igual que las personas aquejadas de una profunda depresión, sentían que la única realidad era el paisaje gris que tenían delante. «Parece que me he hecho viejo, Julia», bromeó él, tratando de revivir al amable caballero que le besaba la mano y se interponía entre ella y las dificultades. Eso había creído. No obstante, ahora tomó conciencia de que nunca había sido un viejo solitario que dependía de Julia para…, en fin, para todo. Y ella, la benevolente y elegante dama que había alojado a tantas personas en su casa, aunque a menudo se quejara de ello, sin Wilhelm habría sido una vieja idiota y emocionalmente indigente, obsesionada por una niña que ni siquiera era su nieta. Así se veían a sí mismos y el uno al otro en los días malos, como las sombras que un árbol pelado proyecta sobre la tierra, como una difusa e inútil tracería sin rastro de calor ni de carne, y se besaban y abrazaban con vacilación, como fantasmas intentando tocarse.
Cuando Johnny se enteró de que Wilhelm vivía en casa de Julia, fue a decirle a su madre que esperaba que no planease dejarle dinero. «Eso no es asunto tuyo —repuso Julia—. No pienso discutirlo contigo. Pero ya que has venido, te diré que he tenido que mantener a tus esposas e hijos abandonados, de manera que no te dejaré ni un céntimo. ¿Por qué no le pides a tu precioso partido que te pase una pensión?»
Colin y Andrew heredarían la casa, y tanto Phyllida como Frances recibirían una asignación que no sería espléndida, pero sí decente. Sylvia había dicho: «Oh, Julia, no lo hagas. Yo no necesito dinero». Aun así, Julia puso su nombre en el testamento. Aunque Sylvia no necesitara el dinero, ella necesitaba dejarle algo.
Sylvia estaba a punto de abandonar Gran Bretaña, quizá por mucho tiempo. Se iba a África, a una misión situada en la selva de Zimlia. «Entonces no volveré a verte», se lamentó Julia cuando se enteró.
Sylvia fue a despedirse de su madre, tras anunciarle su visita por teléfono. «Ha sido todo un detalle avisarme», dijo Phyllida.
Su piso estaba situado en un edificio señorial de Highgate, y el botón del portero automático anunciaba que allí vivían la doctora Phyllida Lennox y Mary Constable, fisioterapeuta. El pequeño ascensor subió como una obediente jaula para pájaros. Sylvia tocó el timbre, oyó un grito y descubrió que quien la recibía no era su madre, sino una risueña mujer que estaba a punto de marcharse.
—Os dejaré a solas —dijo Mary Constable, revelando que se habían hecho confidencias. El pequeño vestíbulo le recordó una iglesia, y tras un breve examen Sylvia concluyó que se debía a una especie de panel de cristales de colores semejantes a los de los caramelos, indudablemente moderna, en la que aparecía san Francisco con sus pájaros. Estaba apoyada contra una silla, como un cartel que anunciara la espiritualidad de los habitantes de la casa. Al otro lado de la puerta había una espaciosa sala en la que destacaban un amplio sillón cubierto con una tela oriental y un austero e incómodo diván, inspirado en el que había tenido Freud en Maresfield Gardens. Phyllida se había convertido en una mujer robusta, y dos gruesas trenzas grises enmarcaban su rostro de matrona. Llevaba un colorido caftán y varios collares, pulseras y pendientes. Sylvia, que la recordaba apática, llorosa y fofa, tardó unos minutos en acostumbrarse a su nueva imagen; sin duda había adquirido seguridad en sí misma.
—Ponte cómoda —dijo Phyllida, señalando una silla en la zona no terapéutica de la sala.
Sylvia se sentó con cautela en el borde. Percibió un penetrante olor a especias… ¿Acaso Phyllida había empezado a usar perfume? No, era el incienso que salía de la habitación contigua, cuya puerta estaba abierta. Sylvia estornudó. Phyllida cerró la puerta y se sentó en su sillón de confesor.
—He oído que vas a convertir a los infieles, ¿eh, Tilly?
—Voy al hospital de una misión, como médico. Seré el único médico en la zona.
Tanto la fuerte y corpulenta mujer como la delicada jovencita —o eso parecía todavía— estaban tomando conciencia de sus diferencias.
—¡Qué cara tan pálida! —comentó Phyllida—. Eres clavada al alfeñique de tu padre. Yo solía llamarlo «camarada Lirio». De segundo nombre le habían puesto Lillie, en honor a cierto revolucionario de los tiempos de Cromwell. Bueno, tenía que defenderme de alguna manera cuando él se ponía en el papel de comisario político. Aunque cueste creerlo, era peor que Johnny. Siempre estaba dando la lata. Esa maldita Revolución no era más que una excusa para fastidiar a la gente. Tu padre me obligaba a aprender los textos revolucionarios de memoria. Creo que aún podría recitar el Manifiesto comunista. Aunque contigo, volvemos a la Biblia.
—¿Volvemos?
—Sí, mi padre fue sacerdote. En Bethnal Green.
—¿Y cómo eran mis abuelos?
—No lo sé. Prácticamente no volví a saber de ellos desde que me echaron. No quería verlos. Me fui a vivir con una tía. Y era obvio que ellos tampoco deseaban verme, teniendo en cuenta que me enviaron fuera durante cinco años… ¿Por qué iba a desear verlos?
—¿Conservas alguna foto de ellos?
—Las rompí todas.
—Me habría gustado saber cómo eran.
—¿Qué más te da? Estás a punto de irte. Supongo que intentas huir lo más lejos posible. Con lo frágil que eres… Deben de estar locos para mandarte allí.
—No sé de qué hablas, pero he venido a decirte algo importante. A propósito, ¿a qué viene eso de «doctora» en la placa con tu nombre?
—Soy doctora en Filosofía, ¿no? Estudié Filosofía en la universidad.
—Pero en este país no empleamos esa palabra en ese sentido. Sólo los alemanes lo hacen así.
—Nadie puede negar que sea doctora.
—Podrías meterte en un lío.
—Por el momento nadie se ha quejado.
—He venido a verte para hablar de esas…, de esas terapias que aplicas. Ya sé que no se necesita una formación especial, pero…
—Voy aprendiendo sobre la marcha. Es una forma de educarse.
—Lo sé. He oído que has ayudado a algunas personas.
Phyllida pareció experimentar una transformación: se ruborizó, se inclinó hacia delante con las manos enlazadas y sonrió, rebosante de alegría.
—¿De veras? ¿Has oído cosas buenas sobre mí?
—Sí, pero ¿por qué no te apuntas a un curso? Hay algunos muy buenos.
—Estoy bien así.
—Eso de ofrecer té y comprensión está muy bien…
—Te aseguro que en otros tiempos no me habría venido nada mal un poco de té y comprensión… —dijo Phyllida, cuya voz amenazó con adoptar su antiguo dejo plañidero.
Sylvia notó que se ponía tensa, y comenzó a levantarse cuando Phyllida añadió:
—No, no, siéntate, Tilly.
Sylvia hizo lo que su madre le decía, sacó unos papeles de su maletín y se los entregó.
—He elaborado una lista de cursos buenos. Un día de éstos vendrá alguien con un dolor de cabeza o de estómago y tú le dirás que es psicosomático, cuando en realidad se trate de un cáncer. Después te sentirás culpable.
Phyllida se quedó callada, sosteniendo los papeles en las manos. Entonces entró Mary Constable, con una sonrisa que irradiaba seguridad en sí misma.
—Ven a conocer a Tilly —la invitó Phyllida.
—¿Cómo estás, Tilly? —dijo Mary, abrazando a una Sylvia reacia.
—¿Usted también es psicoterapeuta?
—Fisioterapeuta —puntualizó la compañera de Phyllida…, o tal vez su amante. En esos tiempos nunca se sabía—. Doy clases de fisioterapia. Solemos decir que entre las dos cuidamos a la persona entera —agregó Mary, exudando una persuasiva familiaridad y un ligero aroma a incienso.
—Debo irme —anunció Sylvia.
—Pero si acabas de llegar —protestó Phyllida, satisfecha porque Sylvia se estaba comportando tal como ella había previsto.
—Tengo una reunión.
—Hablas igual que el camarada Johnny.
—Espero que no —replicó Sylvia.
—Bueno, adiós entonces. Envíame una postal desde tu paraíso tropical.
—Acaban de salir de una terrible guerra.
Sylvia telefoneó a Andrew a Nueva York y le informaron de que estaba en París, y allí de que estaba en Kenia. Su voz sonó débil y confusa desde Nairobi.
—Soy yo, Andrew.
—¿Quién? Maldita línea. Bueno, no mejorará. Tecnología tercermundista —gritó.
—Soy Sylvia.
A pesar de los ruidos, advirtió que el tono de voz de Andrew le cambiaba.
—Ah, mi querida, ¿desde dónde hablas?
—He estado pensando en ti, Andrew.
Era cierto, pues necesitaba oír su voz serena y segura, pero ese fantasma lejano estaba poniéndola nerviosa, como si le transmitiera lo poco que podía hacer por ella. ¿Qué había esperado?
—Creía que estabas en Zimlia —gritó él.
—Me voy la semana que viene. Me siento como si estuviera a punto de saltar por un precipicio, Andrew.
Una carta del padre Kevin McGuire, de la misión de San Lucas, la había obligado a contemplar un futuro que no había imaginado hasta el momento.
El cura adjuntaba una lista de las cosas que debía llevar: suministros médicos cuya existencia ella había dado por sentada, tan elementales como jeringas, aspirinas, antibióticos, antisépticos, agujas de sutura, un estetoscopio, etcétera, etcétera, «además de ciertas cosas que necesitan las señoras, pues aquí no las encontrarás con facilidad». Tijeras para las uñas, agujas de punto y de ganchillo, lana. «Y dale una alegría a este viejo, que adora la mermelada de Oxford». Pilas para una radio; una radio pequeña; un jersey bueno de la talla 38 para Rebecca («Es la chica de la casa. Tiene tos»); un ejemplar reciente de The Irish Times y otro de The Observer; algunas latas de sardinas, «si puedes meterlas en algún rincón de tu equipaje». Con un saludo cordial de Kevin McGuire. «P.D.: Y no olvides los libros. Todos los que puedas. Hacen mucha falta».
Le habían dicho que allí el tiempo solía ser tempestuoso.
—Estoy muerta de miedo, Andrew.
—No es tan terrible. Nairobi no está mal. Aunque resulta algo cutre.
—Estaré a ciento cincuenta kilómetros de Senga.
—Mira, Sylvia, pasaré por Londres de camino a Nueva York e iré a verte.
—¿Qué estás haciendo allí?
—Distribuyendo riqueza.
—Oh, sí, me hablaron de ello. Estás en Dinero Mundial.
—Estoy financiando un dique, un silo, sistemas de riego y todo lo que se te ocurra.
—¿Tú personalmente?
—Sí, agito la varita mágica y el desierto florece.
De manera que estaba borracho. Lo último que Sylvia necesitaba en ese preciso instante eran aquellas fanfarronadas desde el éter. Andrew, su apoyo, su amigo, su hermano, estaba comportándose como… en fin, como un idiota mezquino.
—Adiós —gritó.
Colgó el auricular y se echó a llorar.
Éste fue su peor momento: no pasaría otro tan malo. Estaba convencida de que Andrew había olvidado su conversación, de manera que no lo esperaba, pero al cabo de dos días él telefoneó desde Heathrow. «Ya estoy aquí, Sylvia. ¿Dónde podemos encontrarnos para charlar?»
Llamó a Julia desde el aeropuerto y le pidió permiso para encontrarse con Sylvia en su casa. Andrew había alquilado su piso y Sylvia compartía un apartamento minúsculo con otro médico.
Julia guardó silencio durante un rato.
—¿Te he entendido bien? —dijo por fin—. ¿Me preguntas si Sylvia y tú podéis venir a esta casa? ¿Es eso?
—No te gustaría que lo diera por sentado, ¿verdad?
Tras una pausa, ella repuso:
—Creo que todavía tienes una llave, ¿no?
Cuando llegaron, fueron directamente a saludarla. Julia estaba sentada muy seria a la mesa, con un solitario desplegado ante sí. Ofreció una mejilla para que Andrew le diese un beso e intentó hacer lo mismo con Sylvia, pero, incapaz de resistirse, se levantó para abrazarla.
—Pensé que te habías marchado a Zimlia.
—¿Cómo me iba a ir sin despedirme?
—¿De modo que ésta es la despedida?
—No, la semana que viene.
Los viejos y penetrantes ojos escrutaron largamente a Sylvia y a Andrew. Habría querido decir que aquélla estaba demasiado delgada y que éste tenía mal aspecto. ¿Qué le ocurría?
—Id a hablar de vuestras cosas —les ordenó, levantando la mano de cartas.
Los dos se dirigieron con aire culpable al amplio salón, lleno de recuerdos, y se arrellanaron, abrazados, en el viejo sofá rojo.
—Me siento más cómoda contigo que con cualquier otra persona, Andrew.
—Y yo contigo.
—¿Qué me dices de Sophie?
Andrew soltó una risita nerviosa.
—¡Muy placentero! Pero eso se ha terminado.
—Oh, pobre Andrew. ¿Regresó con Roland?
—Sí, después de que él le mandara un bonito ramo.
—¿De qué exactamente?
—Caléndulas, que significan dolor. Anémonas: abandono. Y, por supuesto, un millar de rosas rojas. El símbolo del amor. Sí, le basta con decirlo mediante flores. De todos modos, no duró. Él empezó a comportarse como de costumbre y ella le envío un ramo que significaba «guerra»: cardos.
—¿Ahora está con alguien?
—Sí, pero no sé quién es.
—Pobre Sophie.
—Y pobre Sylvia. ¿Por qué no nos cuentas que has encontrado un tipo increíblemente afortunado?
Se habría escabullido de sus brazos, pero él no se lo permitió.
—Supongo que no tengo suerte.
—¿Estás enamorada del padre Jack?
Sylvia se irguió en el sofá y apartó a Andrew de un empujón.
—No, cómo se te ocurre… —No obstante, al ver su expresión comprensiva, añadió—: Sí. Lo estuve.
—Las monjas siempre se enamoran de los curas —murmuró él. Sylvia, que no supo si su crueldad era intencional, repuso:
—Yo no soy una monja.
—Vuelve aquí —murmuró él, y la estrechó otra vez entre sus brazos.
—Creo que me pasa algo malo —dijo ella con un hilo de voz, un sonido que él recordaba de la pequeña Sylvia—. Me he acostado con alguien, con un médico del hospital, pero… ése es el problema, ¿sabes? No me gusta el sexo. —Y rompió a sollozar mientras él la acunaba.
—Bueno, creo que en ese departamento yo tampoco soy tan hábil como debería. De hecho Sophie dejó bien claro que comparado con Roland soy un desastre.
—Pobre Andrew.
—Y pobre Sylvia.
Lloraron hasta que se quedaron dormidos, como niños.
Colin, que coligió por la inquietud de Fiera que había un extraño en la casa, fue a verlos. La sala estaba en penumbra. Colin los observó por unos instantes sin despertarlos, sujetándole las mandíbulas al perro para que no ladrase.
—Eres un animalito muy bueno —le susurró a Fiera, que ahora era un perro viejo y achacoso, mientras bajaba la escalera.
Más tarde entró Frances. La habitación estaba en penumbra. Encendió una lámpara pequeña, la misma que Sylvia tenía en su mesita de noche cuando era una niña temerosa de la oscuridad, y al igual que Colin contempló lo que alcanzaba a vislumbrar: sólo las cabezas y los rostros. Sylvia y Andrew… oh, no, no, pensó Frances en su papel de madre, como cruzando los dedos para espantar al diablo. Sería un desastre. No cabía duda de que los dos necesitaban… ¿a alguien más fuerte? ¿Cuándo sentarían la cabeza sus hijos? ¿Cuándo estarían seguros? (¿Seguros? Vaya, sí que pensaba como una madre, por lo visto se trata de algo inevitable). Los dos habían cumplido más de treinta años. «La culpa es nuestra —se dijo, refiriéndose a todos, a la generación de los mayores. Y entonces, como para consolarse—: Tal vez tarden tanto como yo en ser felices. No debo perder la esperanza».
Mucho más tarde Julia bajó por la escalera. Pensaba que no había nadie en la sala, aunque Frances le había avisado que los dos estaban allí, ajenos al mundo. Entonces vio las caras a la luz de la pequeña lámpara; la de Sylvia más abajo, apoyada en el hombro de Andrew. A pesar de la penumbra observó que estaba pálida y demacrada. Los envolvía una profunda negrura, pues el sofá rojo intensificaba la oscuridad, como cuando un pintor aplica una base carmesí que acentúa y da brillo al negro. A los lados de la amplia sala las ventanas sólo dejaban entrar la luz suficiente para teñir las sombras de gris. Era una noche nublada, sin luna ni estrellas. «Son demasiado jóvenes para estar tan agotados», pensó Julia. Los dos rostros eran como cenizas esparcidas en la oscuridad.
Permaneció largo rato allí, mirando a Sylvia, grabándose sus facciones en la memoria. De hecho, no volvería a verla. Se produjo una confusión respecto de la hora del vuelo y Sylvia se despidió por teléfono: «Ay, Julia, lo lamento mucho; pero estoy segura de que volveré pronto». Wilhelm murió. A su entierro asistieron unas doscientas personas. Se rumoreaba que estaban todos los que alguna vez habían tomado un café en el Cosmo. Colin, Andrew y Frances sujetaban a una Julia que no había derramado una sola lágrima, permanecía muda y parecía un recorte de papel. «Dios santo, no falta nadie», oyeron una y otra vez a su alrededor. No sabían que Wilhelm Stein fuese un hombre tan popular ni lo mucho que lo estimaban sus amigos. Imperaba la sensación de que al enterrar a ese viejo librero cortés, bondadoso y erudito, estaban despidiéndose de un pasado mejor e imposible de recuperar. «Es el fin de una era», murmuraba la gente, y algunos lloraban por eso. Los dos hijos de Wilhelm, que habían llegado de Estados Unidos esa misma mañana, agradecieron amablemente a los Lennox las molestias que se habían tomado al organizar el entierro y aseguraron que a partir de ese momento se ocuparían de todo: Wilhelm les había dejado una suma considerable de dinero.
Julia se metió en la cama, y por supuesto todo el mundo comentó que la muerte de Wilhelm había acabado con ella. Sin embargo, había algo más, algo terrible, como si su corazón hubiera sufrido un golpe que ningún miembro de la familia acertaba a entender.
Colin publicó su segunda novela, Muerte macabra, pero desde un principio fue evidente que no recibiría tan buena acogida como la anterior. De menor calidad, era casi un panfleto sobre un gobierno criminalmente irresponsable que no protegía a sus ciudadanos de las bombas, la lluvia radiactiva, etcétera. En ella, una eficaz campaña propagandística, inspirada por agentes de una potencia enemiga, fomentaba un ambiente de histeria que llevaba al Gobierno, preocupado por su popularidad, a eludir sus responsabilidades. La novela indignó a los diversos movimientos que luchaban contra la bomba. Aparecieron algunas críticas maliciosas, entre ellas la de Rose Trimble. Se había ganado cierta notoriedad con su libro sobre el presidente Matthew Mungozi, que le había abierto la puerta a toda clase de oportunidades, pero ella se sentía en su elemento trabajando para The Daily Post, famoso por su virulencia. Aprovechó el libro de Colin para atacar a todos aquéllos que abogaban por la construcción de refugios antinucleares, en particular los jóvenes médicos y muy en especial Sylvia Lennox. En cuanto a Colin, decía: «El público debería saber que tiene antepasados nazis. Su abuela, Julia Lennox, fue miembro de las Juventudes Hitlerianas». Rose se sentía segura. Por una parte, The Daily Post era un periódico que destinaba parte de su presupuesto a pagar compensaciones por difamación —cosa que hacía a menudo—; por otra, sabía que Julia no se rebajaría a refutar sus ataques. «Vieja asquerosa», murmuró Rose.
Un amigo del Cosmo le había mostrado el artículo a Wilhelm, que meditó cuidadosamente la conveniencia de que Julia se enterase y decidió contárselo; y no se arrepintió, porque más tarde un alma bondadosa le envió un anónimo con el recorte.
—No les hagas caso —le había dicho a Wilhelm—. Son unos mierdas. Creo que tengo suficientes motivos para usar su palabra favorita, ¿no?
—Mi querida Julia —había contestado Wilhelm, a un tiempo divertido y asombrado por oírle pronunciar esa palabra.
Julia estaba reclinada contra las almohadas, entre las enfermeras que iban y venían, con el recorte sobre la mesilla de noche, consciente de que no lograría conciliar el sueño. De manera que de pronto ella, Julia von Arne, era nazi. Lo que más le dolía era la ligereza con que se afirmaban semejantes cosas. Claro que esa mujer —Julia recordaba a una antipática adolescente— no tenía la menor idea de lo que decía. Todos empleaban constantemente términos como «fascistas»; llamaban así a cualquiera que no les cayese bien. Eran tan ignorantes que no sabían que habían existido fascistas de verdad, que habían causado la ruina de Italia. Y los nazis…, sobre ellos había artículos de periódicos y programas de radio y televisión que Julia veía, porque se sentía directamente afectada, pero estaba claro que esos jóvenes no entendían nada. Por lo visto ignoraban que los fascistas y los nazis habían sido los responsables de la encarcelación y la tortura de mucha gente, y que millones de personas habían muerto en aquella guerra. Cuando pensaba en esa ignorancia, en esa ligereza, Julia notaba que a sus ojos acudían lágrimas de furia. Se sentía anulada, devastada: una periodista joven y ambiciosa de un periodicucho sensacionalista había reducido a insultos su historia y la de Philip. Julia permaneció sentada, en vela (se había deshecho de los somníferos cuando las enfermeras no la veían), envenenada por la impotencia. No interpondría demanda, naturalmente, ni siquiera escribiría una carta: ¿por qué iba a dignificar a esa canaille prestándole atención? Wilhelm le había llevado el borrador de una carta en la que constaba que los Von Arne eran una antigua familia alemana que jamás había mantenido relaciones con los nazis. Ella le pidió que no la enviase. Se equivocó: debería haberla mandado, aunque sólo fuese para aliviar su angustia. Y también se equivocó con respecto a Rose Trimble. Su ligereza e indiferencia ante la historia…, sí, no diferían de las del resto de su generación, pero lo que la había inducido a escribir el artículo era su profundo odio hacia los Lennox, la necesidad de «vengarse de ellos». Había olvidado el motivo que la había llevado a esa casa en primer lugar, o que alguna vez había declarado que Andrew la había dejado embarazada. No; era esa casa, la tranquilidad con que se vivía allí, el hecho de que no tuvieran preocupaciones y se protegiesen los unos a los otros. Sylvia, esa zorra repipi; Frances, la maldita abeja reina, que en realidad era una avispa; Julia, siempre dando órdenes a todo el mundo. Y en cuanto a los hombres, se comportaban como cerdos presuntuosos. Su artículo había sido inspirado por la bilis y la malicia que no paraban de bullir en su interior y que conseguía calmar, al menos temporalmente, cuando escribía palabras capaces de atravesar el corazón de sus víctimas. Mientras componía un artículo, imaginaba que sufrirían y se retorcerían al leerlo, gimiendo de dolor. Por eso Julia se estaba muriendo prematuramente. Tenía la sensación de que había sufrido un ataque directo del mal. Se sentaba contra las almohadas en una habitación donde la luz que entraba por la ventana avanzaba del suelo a la cama y de allí a la pared, por la que regresaba hasta la ventana: qué débil respuesta a la oscuridad que se cernía sobre Julia, propiciada por invisibles fuerzas adversas. Le parecía que se había pasado la vida huyendo de ellas, pero en ese momento el monstruo de la estupidez, la ignominia y la vulgaridad estaba devorándola. Todo se distorsionaba y malograba. De manera que se quedó en la cama, pensando en su infancia, una época en que todo había sido tan hermoso, tan schón, sckón, schón; aunque en aquel paraíso hubiera irrumpido la guerra y el mundo se hubiese llenado de uniformes. Por las noches, cuando lo único que iluminaba la oscuridad era la pequeña lámpara que había pertenecido a Sylvia y que le habían subido desde el salón, sus hermanos y Philip, aquellos jóvenes valientes y apuestos, se acercaban a los pies de su lecho, vestidos con elegantes uniformes que no tenían ni una mancha, ni una salpicadura, ni una mácula. Les suplicaba llorando que se quedaran con ella, que no se marchasen.
Murmuraba en alemán, en inglés y en su francés, comme-il-faut mientras Colin permanecía a su lado, a veces durante horas, sosteniendo el pequeño atado de huesos en que se había convertido su mano. Se sentía triste, culpable porque no sabía prácticamente nada sobre Ernst, Frederich y Max; apenas había oído hablar de su abuelo. A su espalda, la normalidad, la cotidiana vida familiar, había caído en un pozo o un abismo, y allí estaba él, un nieto que no había conocido a su abuelo ni a la familia alemana de Julia. Aunque también era su familia…
—Por favor, háblame de tus hermanos, de tu madre y tu padre, ¿Tuviste abuelos? Cuéntame cosas de ellos —le pidió a Julia, inclinándose sobre ella.
Ella se despertó.
—¿Qué has dicho? ¿De quién hablas? Todos están muertos. Los mataron. Mi familia ya no existe. Y la casa tampoco. No queda nada. Es terrible, terrible…
No le gustaba que la arrancasen de su mundo de recuerdos o sueños. Detestaba el presente, lleno de medicinas, píldoras y enfermeras, y no soportaba ver su decrépito cuerpo amarillento cuando la lavaban. Y para colmo sufría una diarrea pertinaz debido a la cual, por mucho que le cambiaran las sábanas y el camisón, por mucho que la limpiasen, la habitación siempre olía mal. Exigía que rociaran el cuarto con colonia, y se perfumaba las manos y la cara, pero el hedor a heces no desaparecía, y la vergüenza y la desdicha se apoderaban de ella. «Es horrible, horrible, horrible», murmuraba. Era una vieja cascarrabias que a menudo derramaba lágrimas de furia.
Cuando murió, Frances encontró en la mesilla de noche el artículo que tachaba a Julia de nazi. Se lo enseñó a Colin, y ambos se rieron de ese absurdo. Colin aseveró que si se topaba con Rose Trimble le pegaría una paliza, pero Frances, igual que Julia, respondió que no merecía la pena preocuparse por esa gentuza.
El entierro de Julia no fue tan emotivo como el de Wilhelm.
Aunque Julia había profesado una especie de catolicismo, no había mandado llamar a un sacerdote en sus últimos días, y en el testamento no hacía mención alguna a su funeral. Decidieron celebrar una ceremonia ecuménica poco definida, aunque esta perspectiva se les antojó deprimente hasta que recordaron que a Julia le gustaba la poesía. Se leerían poemas. Pero ¿cuáles? Andrew revisó las estanterías de Julia, y en el cajón de la mesita de noche encontró un poemario de Gerard Manley Hopkins. Estaba muy manoseado y había algunos versos subrayados. Se trataba de los poemas «terribles». Andrew dijo que no, que leerlos en la ceremonia resultaría demasiado doloroso.
No, no hay nada peor. Hundido en el abismo sin fondo del dolor…
No.
Escogió La alondra enjaulada, que a ella le había gustado, ya que el título estaba subrayado con lápiz, y luego el poema dedicado a un niño titulado Primavera y otoño, que comenzaba así:
¿Te lamentas Margaret,
porque se deshoja Goldengrove?
Éste también estaba señalado, aunque los poemas más deprimentes eran los que tenían subrayados dobles o triples y signos de exclamación añadidos.
Así pues, la familia pensó que traicionaría a Julia si elegía los poemas más blandos, y no les quedó otro remedio que reconocer que no habían conocido a la anciana, ya que jamás habrían esperado ver esas gruesas líneas negras debajo de:
Despierto y veo la llegada de la noche, no del día.
¡Qué horas, ah, qué negras horas hemos pasado!
También debía de gustarle la poesía alemana, pero Wilhelm no estaba allí para asesorarlos.
Andrew leyó los poemas con voz suave pero lo bastante fuerte para la ocasión: había pocas personas, aparte de la familia. La señora Philby guardó las distancias, vestida del más negro de los negros desde el sombrero, que reservaba para los funerales, hasta las botas, cuyo brillo entrañaba un reproche: se mantenía en su papel de censora ante el desordenado estilo de vida de la familia. Era la única que llevaba luto. Su cara reflejaba rencor y superioridad moral. Sin embargo, al final lloró. «La señora Lennox era mi amiga más antigua —le dijo a Frances en tono reprobatorio—. No volveré a la casa. Sólo iba por ella».
En mitad del entierro apareció una figura demacrada, con los blancos rizos y las holgadas ropas agitándose a merced del viento que soplaba entre las tumbas, y se acercó a los deudos con paso vacilante. Era Johnny, triste, taciturno, demasiado envejecido para su edad. Permaneció a una distancia prudencial de los demás y de lado, como si planeara echar a correr en cualquier momento. Era evidente que las palabras del responso le parecían una afrenta. Al final de la ceremonia, Frances y sus hijos se acercaron a él para invitarlo a la casa, pero los saludó con una inclinación de la cabeza y se marchó. Antes de salir del cementerio dio media vuelta y levantó el puño, con la palma hacia ellos, hasta la altura del hombro.
Sylvia no asistió al entierro. Una fuerte tormenta había dejado sin teléfono la misión de San Lucas.
Entretanto, la existencia de Frances y Rupert no marchaba como habían previsto. Ella prácticamente vivía con él, aunque sus libros y papeles seguían en casa de Julia. No era un piso grande. El salón, que también hacía las veces de comedor y se comunicaba con la diminuta cocina a través de una especie de ventana, era tres veces más pequeño que el de Julia. El dormitorio principal tenía un área adecuada. Los dos cuartos más pequeños eran para Margaret y William, que pasaban los fines de semana allí. Cuando Meriel se había ido a vivir con otro hombre, Jaspar, habían proyectado comprar una casa más grande. A Frances le caían bien los niños y creía caerles bien a ellos: eran amables y obedientes. Los días de colegio vivían en el piso de su madre, y pasaban las vacaciones con ésta y con Jaspar. Cierto fin de semana en que los notó más preocupados y silenciosos de lo normal, dijeron que su madre no se encontraba bien. Y no, Jaspar no estaba con ella. Aunque no se miraron mientras ofrecían esta información, fue como si hubieran intercambiado una mirada de angustia.
En ese momento la vida real volvió a atrapar a Frances, o así lo sintió ella. Durante los meses —no, ya eran años— que había pasado con Rupert, se había convertido en una persona diferente, había aprendido poco a poco a dar por sentada su felicidad. Dios santo, si Rupert no hubiera aparecido en su vida, habría continuado con la tediosa rutina de sus obligaciones, sin amor, sexo ni intimidad.
Rupert acompañó a los niños a casa de su ex mujer y se encontró con lo que había temido. Muchos años antes, después del nacimiento de Margaret, Meriel había sufrido una grave depresión. Pese a que la había apoyado y ella se había recuperado, a Rupert le aterrorizaba la posibilidad de que recayese. Y había recaído. Meriel estaba hecha un ovillo en un extremo del sofá, con la mirada ausente, envuelta en una bata mugrienta y con el pelo sucio y desgreñado. Los niños, que flanqueaban a su padre, contemplaron fijamente a la mujer y se arrimaron a Rupert, deseosos de que los rodease con sus brazos.
—¿Dónde está Jaspar? —le preguntó a la silenciosa mujer, que obviamente se hallaba muy lejos, sumida en la terrible angustia de la depresión.
Al cabo de unos minutos repitió la pregunta.
—Se ha ido —respondió ella, irritada por la interrupción.
—¿Va a regresar?
—No.
Cuando parecía que ya no soltaría prenda, murmuró con indiferencia, sin moverse ni girar la cabeza:
—Será mejor que te lleves a los niños. No tienen nada que hacer aquí.
Bajo la supervisión de Margaret y William, Rupert recogió juguetes, ropa y artículos escolares, y se acercó de nuevo a Meriel.
—¿Qué piensas hacer? —le preguntó.
Después de un largo silencio, ella sacudió la cabeza como diciendo: «Déjame en paz». No obstante, cuando los tres se disponían a marcharse, dijo en el mismo tono que antes:
—Méteme en un hospital. En cualquiera. Me da igual.
Los niños se instalaron en sus antiguos dormitorios y llenaron el piso con sus posesiones. Permanecían silenciosos, asustados.
Rupert telefoneó al médico, que prometió ingresarla en una clínica psiquiátrica. Intentó contactar con Jaspar, pero éste no le devolvió las llamadas.
En la mente de Frances se agolpaban pensamientos fríos, insensibles. Sabía que si Jaspar había huido, asustado ante la experiencia de convivir con una persona depresiva, difícilmente regresaría. Contaba diez años menos que ella, era una estrella del mundo de la moda y estaba amasando una fortuna con sus diseños de ropa informal. Su nombre aparecía con frecuencia en los periódicos. ¿Por qué se había liado con una mujer que tenía dos hijos crecidos? Según Rupert, seguramente había disfrutado viéndose como un hombre maduro y responsable, demostrándose a sí mismo que era una persona seria. Se había ganado la fama de ser demasiado moderno, de entregarse a las drogas, las fiestas salvajes y demás vicios de un mundo al que sin duda había regresado. Eso significaba que Meriel se hallaba sola y que con toda probabilidad lucharía por recuperar a su marido. Allí estaban esos dos niños traumatizados, y allí estaba Frances, la madre sustituta. Sí, sufría, la atormentaba la triste y aplastante sensación que se apodera de uno cuando la vida retoma las familiares pautas del pasado. «Corro el peligro de que me endosen a estos niños —pensó—. No, ya me los han endosado. ¿Es lo que quiero?»
Margaret tenía doce años, y William diez. Pronto serían adolescentes. No temía que Rupert descargase sus responsabilidades sobre ella, sino que la intimidad entre ambos se resintiese —lo que ocurriría inevitablemente— o incluso desapareciera, absorbida por las insensatas demandas adolescentes. A pesar de todo, Rupert le gustaba mucho…, lo quería. No mentiría si aseverase que nunca había amado hasta ahora; sí, aceptaría lo que viniese. Al fin y al cabo, hasta las depresiones se esfuman, y cuando llegara ese momento los niños querrían volver con su madre.
Desde el hospital donde estaba Meriel llegaron hojas garabateadas —no podía llamárseles cartas— con letra casi ilegible. «Rupert, no traigas a los niños. No sería bueno para ellos. Frances, Margaret padece asma y necesita medicación».
Cuando Rupert telefoneó a los médicos, éstos le dijeron que estaba muy enferma pero se recuperaría. La depresión anterior había durado dos años.
Frances y Rupert yacían en la oscuridad, ella con la cabeza sobre el hombro derecho de él; él con la mano derecha sobre el pecho izquierdo de ella. La mano de Frances reposaba sobre el muslo de Rupert, con los nudillos contra los testículos, un peso suave pero considerable que le infundía seguridad. Esta escena conyugal, consagrada por la tradición, era típica de la media hora previa a que se durmieran, hubiesen hecho el amor o no. Ahora tendrían que tratar un tema que habían estado eludiendo.
—¿Dónde pasó Meriel los dos años de su depresión anterior?
—Casi siempre en la cama. Era incapaz de hacer nada.
—No puede pasarse dos años en un hospital.
—No, necesitará que la cuiden.
—Supongo que Jaspar no se encargará de ello, ¿verdad?
—Es poco probable. —Hablaba en voz baja, casi despreocupadamente, aunque con una triste y valiente franqueza que derritió el corazón de Frances—. Mira, esto es terrible para ti. No creas que no lo sé. —Como ella no lo desmintió, Rupert titubeó y se apresuró a añadir—: No te culparé si me dejas…
—Su voz sonó angustiada.
—No voy a dejarte. Sólo estoy pensando —repuso Frances. Él la besó en la mejilla, y ella descubrió que estaba húmeda—. Si vendieras este piso y juntáramos nuestros ahorros, podríamos comprar un piso grande, pero incluso entonces habría un problema. Vivirías bajo el mismo techo que tu primera esposa y tu concubina, como un polígamo africano.
—O como en una historieta cómica de Thurber. No me imagino a Meriel encima de un armario.
Rieron. Rieron con ganas.
—¿Tenemos dinero para comprar una casa? —preguntó ella.
—No en un barrio decente de Londres. Ni para una casa grande.
—¿Meriel no tiene ingresos?
—Nunca quiso trabajar —respondió él con aspereza: de hecho, Frances detectó que allí había una historia oculta—. Meriel siempre ha sido una mujer chapada a la antigua, o una abanderada del feminismo. Y por supuesto, mientras estuvo con Jaspar no trabajó; se dio la gran vida. De manera que sí, podemos contar con que habrá que mantenerla. —Hizo una pausa y agregó—: Los médicos me advirtieron que quizá sufra nuevas depresiones.
—He estado meditándolo, Rupert. Seguirías teniendo a dos esposas en una misma casa, pero al menos no en el mismo piso.
—Tú ya has pasado por esa situación, ¿no?
—Soy una veterana en la materia.
—¿Piensas casarte conmigo, Frances?
—Sería lo mejor para los críos. La querida convertida en esposa. Nunca subestimes el conservadurismo de los niños.
Frances telefoneó a Colin para preguntarle si podían hablar. Él sugirió que fuera a verlo y se ofreció a cocinar para ella. Así pues, Frances se encontró de nuevo en casa de Julia, en la cocina y ante la mesa más pequeña que había habido allí, con sólo dos sillas. Colin la recibió efusivamente.
Se abrazaron.
—¿Dónde está el perro? —preguntó Frances.
Colin titubeó, le dio la espalda para sacar unos platos de la nevera —un recurso que ella había utilizado a menudo para evitar o postergar una respuesta—, le puso un plato de sopa delante y se sentó enfrente de ella.
—Fiera está con Sophie. En el sótano.
Frances dejó la cuchara y asimiló la sorprendente noticia.
—¿Sophie y tú vivís juntos?
—Está enferma. Sufre una especie de crisis nerviosa. El hombre con el que convivió después de Andrew…, bueno, era un mal tipo. Ella me pidió ayuda.
Tras reflexionar un instante sobre aquella información, Frances volvió a concentrarse en la sopa. Colin era un buen cocinero.
—Bueno, eso cambia las cosas.
—Explícate.
Ella lo hizo, y él demostró que había entendido lo esencial diciendo:
—Vaya, mamá, eres una adicta al sufrimiento.
—El problema es que Rupert… —Iba a decir «me gusta», pero cambió de idea—: Quiero a Rupert. Lo quiero de verdad.
—Es un buen tipo.
—¿Te has instalado en el piso de Julia?
—Aquello es un museo y no me atrevo a destruirlo. Claro que no pensábamos desaprovecharlo.
—Supongamos que alojamos a la mujer de Rupert en el apartamento del sótano.
—Como a la pobre Phyllida.
—Aunque espero que no sea para siempre. Rupert dice que Meriel estaba deseando deshacerse de él. La muy tonta.
—De acuerdo. Meriel en el sótano. Sophie y yo en la planta de arriba. También usaremos la antigua habitación de Sylvia, y yo seguiré trabajando en el salón. De manera que Rupert, tú y los críos tendréis seis habitaciones, en mi piso, el de Andrew y el tuyo. Además de esta fiel cocina, desde luego.
—No se me habría ocurrido si no hubiera sabido que la casa estaba prácticamente vacía. Por otro lado, dispondríamos de más espacio…
—No es mala idea. —Con la energía que lo caracterizaba, Colin retiró los platos de la sopa y sacó del horno una fuente con pescado. Sirvió vino, se bebió el suyo y se sirvió un poco más.
—¿Y Sophie y tú?
—Andrew no era el hombre apropiado para ella. No se diferenciaba en nada de los demás. Dice que a la hora de la verdad Roland era una especie de agujero negro y que Andrew…, bueno, estaba lleno de buenas intenciones, pero convendrás conmigo en que es un peso pluma, ¿no? No se compromete —explicó con una sonrisa que pretendía ser de complicidad—, mientras que yo me hago cargo de la gente. En mi pasado hay varias víctimas que lo atestiguan; rotas y destrozadas, si bien ninguna puede decir que no me responsabilicé de ellas. Tú no las conoces. En fin, ahora me he hecho cargo de Sophie.
—Dos lunáticas bajo el mismo techo —comentó Frances.
—Una manera elegante de describirlo.
—Y no será la primera vez. Pero no importa; los críos tienen diez y doce años, de modo que pronto crecerán, ¿no?
—En primer lugar, creo que Andrew, yo e incluso Sylvia no hemos dejado de necesitar una familia ni siquiera cuando nos hicimos adultos. En segundo lugar…, bueno, hasta hace poco no entendí tu actitud despreocupada ante el paso del tiempo. ¿Qué son cuatro años? O seis, o diez… Nada. Un soplo. No hay nada como una muerte para entenderlo… y hay algo más. ¿No se te ha ocurrido pensar que esos críos quizá te prefieran a la delincuente de su madre?
—¿Delincuente? Está enferma.
—Se largó con un amante perverso, ¿no? Los abandonó, ¿no?
—No, se los llevó consigo. El caso es que ahora sí que están abandonados.
—Espero que por lo menos sean soportables. ¿Lo son?
—Hasta el momento se han portado de maravilla, pero no lo sé.
—¿No te angustia que la historia de repita?
—Sí. Ya lo creo que sí. Y es peor de lo que piensas. Meriel es hija de Sebastian Heath…, aunque quizá no lo recuerdes. ¿Sí? Era un comunista célebre, como Johnny. Lo arrestaron en la Unión Soviética y desapareció para siempre.
—Supongo que el hecho de que los compañeros del padre de alguien lo apuñalen por la espalda justifica cierto grado de confusión emocional, ¿no?
—Y después su madre se suicidó. Ella también era comunista. Meriel se crió en una familia comunista…, aunque por lo visto ya no lo son.
—De manera que tuvo una infancia desdichada, como suele decirse.
—Por eso tengo la sensación de que todo vuelve a empezar.
—Pobre mamá —dijo él jovialmente—. No te preocupes. Pero no creas que mudándonos aquí resolveréis vuestro problema de vivienda para siempre. Pienso casarme.
—¿Con Sophie?
—Santo cielo, no. No estoy tan loco. Sólo somos amigos. Pero busco una esposa. Me casaré y tendré cuatro hijos, a diferencia de ti, que has tenido dos y medio. Y entonces necesitaré esta casa.
—Bien —repuso su madre—. Me parece justo.
Después de la cena, Frances señaló que se hacía tarde y que era hora de que Margaret y William se acostasen. La niña se levantó y se encaró con ella, como un pequeño toro dispuesto a embestir a Frances con aquella virginal frente pecosa.
—¿Por qué hemos de obedecerte? No puedes darnos órdenes. No eres nuestra madre.
William se sumó a la protesta. Por lo visto habían discutido la situación y decidido plantarle cara. Dos semblantes obstinados, dos cuerpos hostiles, y Rupert observándolos, tan pálido como ellos.
—No, no soy vuestra madre, pero me temo que mientras cuide de vosotros tendréis que hacer lo que os diga.
—Ni hablar —dijo Margaret.
—Ni hablar —dijo William.
En el redondo rostro infantil de Margaret apareció una remilgada mueca de desaprobación.
—Te odiamos —dijo con cautela William, que había ensayado la escena con Margaret.
Frances estaba inusitada e irracionalmente furiosa.
—Sentaos —gruñó, y se sorprendió al ver que los niños hacían lo que les decía—. Ahora escuchadme bien. Yo no esperaba tener que cuidaros. No lo deseaba. —Miró a Rupert, que se mostraba dolido por la desagradable situación—. No me importa hacer cosas por vosotros. No me importa cocinar, lavaros la ropa y todo lo demás, pero no pienso tolerar groserías. Ya podéis olvidaros de montar escenas y refunfuñar, porque no estoy dispuesta a aguantarlo. —Empezaba a embalarse, y ni siquiera esas dos caritas compungidas la detendrían—. Vosotros no sabéis nada de mi pasado, ni tenéis por qué saberlo, pero os aseguro que ya he soportado suficientes portazos, rebeliones adolescentes y demás chiquilladas. —Estaba gritándoles. Era la primera vez en su vida que gritaba a unos niños—. ¿Me habéis oído? Y si vosotros me obligáis a pasar por todo eso de nuevo, me marcharé. Os lo advierto. Sencillamente desapareceré. —Se interrumpió al quedarse sin aire. Advirtió que las cejas de Rupert, siempre listas para expresar ironía, le indicaban que se estaba excediendo—. Lo siento —añadió, más para él que para los niños. Y luego—: No, no lo siento. Estoy convencida de todo lo que he dicho. De modo que pensad en ello.
Sin abrir la boca, los niños se pusieron en pie y se retiraron a sus respectivas habitaciones, aunque luego se reunirían en una o en otra para criticar a Frances.
—Bien hecho —murmuró Rupert.
—¿De veras? —preguntó Frances angustiada, temblando. Apoyó la cabeza sobre los brazos.
—Sí, claro que sí. Tarde o temprano teníais que enfrentaros. A propósito, no creas que yo no aprecio lo que haces. No te culparía si te fueras.
—No voy a irme. —Frances buscó la mano de Rupert, que estaba temblando—. Oh, Dios, es tan…
Él le tendió el brazo, ella acercó su silla para que pudiera rodearla con él y permanecieron muy juntos, unidos por la tristeza.
Una semana después se produjo una repetición de la escena que comenzaba con la frase: «Tú no eres nuestra madre, así que…»
Frances se había pasado el día tratando de avanzar con el complicado libro de sociología que estaba escribiendo, interrumpida por llamadas del colegio de los chicos, del hospital de Meriel y de Rupert, que quería saber qué debía llevar para la cena. Estaba histérica, con los nervios de punta. La situación la desbordaba. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿En qué trampa se había metido? ¿Le inspiraban alguna simpatía esos críos? La niña con su boquita de remilgada y presuntuosa, el niño (pobrecillo) tan asustado que apenas se atrevía a posar la vista en su padre y en ella, con su permanente sonrisa de miedo que intentaba hacer pasar por irónica.
—Muy bien —dijo ella—, ya es suficiente. —Apartó su plato y se levantó de la mesa. No miró a Rupert, porque estaba haciendo lo imperdonable: golpearlo cuando estaba caído.
—¿Qué quieres decir? —preguntó la niña…, pues al fin y al cabo todavía era una niña.
—¿Tú qué crees? Me largo. Os lo advertí.
Se dirigió al dormitorio que compartía con Rupert, despacio, porque sentía las piernas rígidas, y no a causa de la indecisión, sino porque las obligaba a alejarla de Rupert. Una vez allí sacó la ropa de los armarios, la apiló sobre la cama, buscó un par de maletas y empezó a guardar las prendas en ellas metódicamente. Su estado de ánimo ya no era el que había alimentado durante semanas. De la misma manera que una novia o un novio que se ha dejado arrastrar por la marea de los acontecimientos sin apenas experimentar un momento de duda y que de repente, en la víspera de la boda, se pregunta cómo pudo ser tan imprudente, una situación que se le había antojado perfectamente razonable, si bien difícil, la hacía sentirse como si estuvieran conduciéndola a una prisión, encadenada de pies y manos. ¿Qué demonios la había inducido a prometer que se haría cargo de esos niños, siquiera temporalmente? Y ¿cómo sabía que se trataba de un arreglo temporal? Debía huir de inmediato, antes de que fuese demasiado tarde. La única parte de su mente que no había cambiado por completo de parecer era la que pensaba en Rupert. No podía renunciar a él. Bueno, había una solución muy sencilla. Finalmente se compraría una casa propia, su casa y… La puerta se abrió, primero un poco, luego un poco más y el niño asomó la cabeza.
—Margaret pregunta qué estás haciendo.
—Me largo —contestó Frances—. Cierra la puerta.
El niño cerró la puerta con movimientos intermitentes y cautelosos, como si cada uno de ellos hubiera estado interrumpido por un cambio de idea: ¿debía volver a entrar?
Las maletas estaban hechas y en fila cuando Margaret entró con la cabeza gacha y la boca, esa bonita boca rosa temblorosa por el llanto, entreabierta.
—¿De verdad te vas?
—Sí —respondió Frances, convencida de que así era—. Cierra la puerta… con suavidad.
Más tarde salió y vio a Rupert todavía sentado a la mesa.
—No he estado bien, lo siento —se disculpó Frances.
Él sacudió la cabeza, sin mirarla. Era una figura solitaria y valiente, y su dolor se alzaba entre los dos como una barrera. Frances no pudo soportarlo. Supo que no se iría, por lo menos de aquella manera. En un último arrebato de rebeldía, pensó: «Me compraré una casa; que él se las apañe con Meriel y los crios y venga a verme…»
—Claro que no me voy —dijo—. ¿Cómo iba a irme?
Él no se movió, pero de repente extendió muy despacio un brazo hacia ella.
Frances se sentó a su lado, debajo de ese brazo, y Rupert descansó la cabeza sobre la de ella.
—Bueno, al menos dejarán de incordiarte —dijo—. Si es que decides quedarte.
La ocasión exigía que cimentaran su fragilidad haciendo el amor. Él entró en el dormitorio y ella se preparó para seguirlo, apagando las luces. Se acercó a la puerta de la niña con la intención de entrar y darle las buenas noches. «Olvídalo, no hablaba en serio». Entonces oyó sollozos, un espantoso y desconsolado llanto que evidentemente había estallado hacía un rato. Frances apoyó la cabeza en la puerta, con un arrebato de «oh, no, no puedo, no puedo…». Sin embargo, el sonido de aquella angustia infantil la estaba destrozando. Respiró a fondo y entró en la habitación. La niña se levantó de un salto y se arrojó a sus brazos.
—Ay, Frances, Frances, lo siento, no lo hice adrede.
—Está bien, tranquila. No me iré. Lo decía en serio, pero he cambiado de idea.
Besos, abrazos, un nuevo comienzo.